por Lorenzo Peña
Esa construcción ha venido comúnmente considerada una muestra del neoclasicismo totalitario. Tal caracterización sirve de poco. Nada dice ni a favor ni en contra de un estilo --arquitectónico o del género que sea-- el mero hecho de que haya agradado o desagradado a cualquier individuo o grupo. Por otro lado, la inspiración neoclásica, con sus variantes, es sin duda un patrimonio de la cultura universal.
En rigor, el inmueble que comentamos está relativamente bien conseguido: sus líneas no están exentas de elegante sobriedad. Sin ser ninguna edificación hermosa o impactante, tampoco tiene nada de desagradable estéticamente.
Los defectos del edificio son otros. Carece de funcionalidad. La escalinata de acceso, que pretende darle magnificencia, le da un aire hostil e inhóspito. Es mucho más ancho y largo que alto. Esa corta altura determina un despilfarro de espacio, con una menguada capacidad de acoger oficinas, aulas o salas.
Se echan de ver el derroche de espacio, la disfuncionalidad total y la falta de rasgos acogedores y amenos no sólo en el edificio central, sino en todo el recinto, ubicado en la Colonia del Viso (poéticamente llamada también `colina de los Chopos'), una zona de chalets burgueses de los años 30, apartada del ambiente acogedor, caluroso, vital y humano de los barrios populares de la época, como el de Argüelles.
El recinto del CSIC está dedicado en parte a una zona de césped (algunas de cuyas parcelas ya se han convertido en arenales), lo cual revela cómo, desde 1939 (y desde antes), la élite dominadora tenía unas pautas arquitectónicas divorciadas de la realidad nacional, incluso de la geografía física, al querer imponer una vegetación artificial incompatible con nuestro clima y nuestro territorio (y que sólo se mantiene a expensas de un inaudito dispendio de agua de riego).
La zona ajardinada separa la calle Serrano del edificio central, lo cual añade disfuncionalidad y contribuye a que la propia calle sea desangelada, con un aire frío y deshumanizado de larga vía colonial, flanqueada más por verjas, vallas y tapias que por fachadas. El visitante, después de atravesar esa explanada herbácea, ha de subir los empinados escalones para acceder al pórtico.
Contribuyen a la disfuncionalidad y al aspecto poco atractivo de ese combinado inmobiliario los pabelloncitos que rodean a ese edificio central. Casas de pocos pisos, vetustas y sin garbo, sin rasgos de belleza, con ladrillo erosionado y de mala calidad. Las restauraciones numerosas --y seguramente caras-- no han borrado la impresión de destartalado y hasta de mugre. Poca es la utilidad práctica de esos pabellones. Su presunto estilo hispano-marroquí tal vez evoca el doloroso y trágico protectorado español en algunas comarcas septentrionales de nuestro vecino del Sur, dando al agregado que forman un aire de traspatio colonial de tercera clase. Sin marquesinas; con ventanas que apenas protegen del viento --y algunas de las cuales no se cierran--; con grave insuficiencia de espacio, de salas de reunión, de salones de actos, de aulas, de cuartos y despachos; con pocos baños, exiguos e incómodos, y sin cocinas, puntos de encuentro, percheros, alacenas, botiquines ni otras instalaciones similares; con iluminación insuficiente para personas de capacidad visual disminuida; en suma, con una hechura inadecuada para su utilización como oficinas de una institución investigativa moderna.
Esas edificacioncitas, que datan de los años 20 y 30 del siglo XX, estaban inspiradas por un espíritu de recato y angostura, a tono con la zona urbana, con la vocación por el palacete, el chalet, lejos del calor y del fragor de la ciudad. Madrid, lo que era Madrid, estaba lejos.
Mas en ese medio irrumpe en 1939 la nueva visión arquitectónica y urbanística, cuyo máximo cantor y exponente fue Ernesto Giménez Caballero, quien en «Madrid nuestro» estigmatiza el uso del cemento y del ladrillo desnudo e igualitario, «ladrillo del comunismo», juzgando particularmente abominable la Gran Vía madrileña, «el asiatismo mesopotámico y rascaciélico»; frente a ese denostado estilo modernista, funcional y elegante --de edificios como la Telefónica-- propugna Giménez Caballero «un estilo dórico, viril, potente», con edificios erguidos en un Madrid cesáreo y señorial, alejado de los chabacanos madriles arrabaleros, donde se agolpa el andrajoso populacho; un Madrid distinguido adonde no llegue lo soez y sórdido de los barrios bajos, la superabundante chusma que habita esa «argolla» que forman Cuatro Caminos, las Ventas y Vallecas.
Andando el tiempo, tras escasas realizaciones de ese urbanismo elitista, y sin duda por imperativos de la economía, ese mismo régimen político acabará por destruir casi todos los palacetes de lo que fuera el Paseo de la Castellana --convertido ahora en autopista--, los cuales entonces (años 60 y 70) vendrán reemplazados, en buena medida, por rascacielos bancarios.
Mas ha persistido en la buena sociedad y entre la gente de postín una visión arquitectónica y urbanística que guarda similitudes con la vigente en 1939:
Es sintomático que sean todavía hoy tan deficientes los accesos al CSIC por transporte público; las estaciones de metro y de ferrocarril distan como un cuarto de hora de marcha, mientras que los accesos por autobús son precarios e incómodos.
En nuestros días el entorno urbano sigue siendo poco seductor. Es una zona de diplomáticos y de pequeñas oficinas consulares sitas en sendos chalets, en la cual faltan casi todos los agrados y las amenidades de la ciudad, no ya de hoy, sino incluso de toda la vida. (Así, el comercio en la zona aledaña se limita a una tienda de artículos de caza y pesca y una farmacia.)
Aparte de los machacones compases de la Marcha Real --en algunos períodos casi cotidianos--, y aparte del vocerío escolar y deportivo de los adolescentes del Instituto Ramiro de Maeztu, el ruido ambiente está formado por el rugir de los motores de vehículos: no sólo ese recinto no es peatonal, sino que, al revés, se han eliminado casi todas las aceras; el coche es dueño del espacio.
El recinto del CSIC de la calle Serrano es, pues, un paradigma de la tendencia aristocrática.
Hoy se comenta cómo la lápida esculpida en el frontispicio del edificio central canta loas al Invicto Caudillo (Dux). Mas es el propio edificio lo que constituye un símbolo de aquel régimen --y no sólo del régimen, sino de toda una cultura antiplebeya, de la repugnancia por las masas, por el hacinamiento de las muchedumbres, por el hormigueo y la pululación de la urbe proletaria, por el ajetreo, por el hervidero humano.
Borrar esa inscripción no alteraría esencialmente el carácter del edificio y del entorno. Todo él es simbólico. Acaso lo mejor --si es que se ve algún valor en tal conjunto de edificaciones-- sería dedicarlo a otros menesteres, tal vez como museos y exposiciones.
Sin embargo, habría que preguntarse por las alternativas. Si de veras merecen conservación ese inmueble y los pabellones circundantes --por encarnar valores histórico-artísticos, lo cual es, a mi juicio, discutible--, ¿no se podrían desmontar y ubicar en algún lugar reservado? ¿Es razonable desaprovechar y malgastar de ese modo el espacio en lo que hoy es una zona relativamente céntrica de la capital de España? ¿Sería humano, en aras de esa conservación, desterrar --según se ha propuesto-- las actividades investigativas a campus suburbanos mal comunicados por transporte público? ¿No es deber de las autoridades, incluso para promover la investigación científica, velar por la calidad de vida del personal --científico o no--, uno de cuyos elementos esenciales es la movilidad --inversamente proporcional al tiempo invertido diariamente en desplazarse?
¿No valdría más, habida cuenta de todo eso, despejar ese recinto para que, en su lugar, se levantara una gran Torre de la Investigación, un rascacielos funcional, claro, limpio, luminoso, holgado, cómodo, humana y laboralmente acogedor, con colorido, con adornos y decoraciones agradables, abierto a un gran gentío que pudiera entrar, salir y circular, sin barreras, con muchas salas, aulas, salones, despachos, pasillos anchos y antesalas espaciosas, con asientos confortables, dotado de los medios que permite la técnica moderna, ascensores rápidos, instalaciones adecuadas y equipamientos variados y de buena calidad?
Es mucho pedir, ya lo sé. A falta de eso, ¿cuál es el mal menor?