El vigente sistema de sexenios tiene muchos defectos.
Uno de ellos es que la calificación correspondiente a un sexenio sea sólo o todo o nada, e.d. que o bien se aprueba al candidato por haber efectuado una labor investigativamente digna o relevante en el sexenio considerado o bien se lo suspende por no haber efectuado en absoluto labor tal. Ahora bien, uno de los mayores avances registrados recientemente por la ciencia ha sido la implementación, el desarrollo y la múltiple aplicación de las lógicas difusas o graduales, que han reemplazado la dicotomía de la lógica clásica (sí/no, entendida como todo o nada) por una atribución matizada, flexible, graduada de valores veritativos que pueden llegar al infinito. Mientras se quiso encasillarlo todo, a viva fuerza, en el lecho de Procrusto del totalmente-sí o el no-en-absoluto, muchas ramas del saber y de la técnica se vieron en serias dificultades para florecer (siendo una de ellas la lógica jurídica en la que está ahora trabajando el autor de estas líneas).
Sin duda la alternativa entre [totalmente] sí y no [en absoluto] ofrece la ventaja de la comodidad, del veredicto sencillo, que ahorra esfuerzo mental y que evita la necesidad de matizar e hilar fino. La desventaja es que el resultado es burdo, tosco, y que --donde en la realidad nos topamos con una continuidad de grados-- el decisor practica cortes bruscos, forzosamente un tanto arbitrarios. Puede que sea inevitable eso en algunos casos dadas nuestras limitaciones, pero en los más casos es perfectamente evitable, pudiendo reemplazarse las dicotomías del todo o nada por valoraciones graduadas que, al menos, reconozcan una pluralidad, por pequeña que sea, de valores intermedios, menos alejada de la continuidad de los procesos y las escalas reales.
Un segundo defecto del sistema de sexenios es que no premia el trabajo investigativo efectuado sino la adscripción administrativo-remunerativa a una institución --con tal, eso sí, de que la misma haya venido acompañada por una labor investigativa que la comisión evaluadora conceptúe bien. Hay personas que durante un período de su vida más o menos largo no han obtenido ninguna plaza, ningún contrato, ningún puesto de trabajo investigativo remunerado, pero que, durante ese período, han investigado; por amor a la ciencia, o por esperanza de conseguir después una plaza, o por lo que sea.
Algunos por motivos políticos han estado alejados de su Patria durante lustros, con los consiguientes efectos en sus carreras académicas. Pensemos en el malogrado Miguel Sánchez-Mazas Ferlosio, quien, exiliado, inevitablemente sujeto a ciertas formas --sutiles-- de discriminación en países que lo acogieron, no pudo desarrollar allí una carrera universitaria como la que merecía; incluso mucho más recientemente, tales casos no han sido raros, ya que el indulto que acompañó a la transición no ha cumplido aún ni tres sexenios.
En casos así, por valiosa, meritoria y relevante que haya sido la labor, las comisiones ministeriales --al amparo del texto de la normativa vigente-- han desestimado las solicitudes correspondientes de sexenios, toda vez que, efectivamente, los solicitantes no habían estado cobrando por el trabajo de investigación que pedían se evaluara. La normativa vigente premia el haber cobrado investigando, no el haber investigado. (En cambio, el sistema sí prevé considerar excedencias, siempre y cuando se acredite la percepción de haberes correspondientes.)
Además, al constituir, así, de facto, un premio adicional a la antigüedad en la percepción de emolumentos, el sistema incurre en los defectos típicos de los reconocimientos de antigüedad, como lo arbitrario de fijar en una u otra fecha del calendario el principio o fin del período de percepción de haberes aducible --no bastando siquiera con haber tenido una situación como las admitidas por la normativa evaluadora durante un lapso de 72 meses consecutivos.
Un tercer defecto del sistema de sexenios es lo decisivo que resulta para la evaluación el acierto del solicitante al indicar --de entre sus contribuciones a la investigación científica durante el sexenio de que se trate-- un exiguo número de aportaciones relevantes, siempre que su juicio selectivo sea del agrado del tribunal evaluador. Ahora bien, el mérito investigativo no tiene por qué coincidir con el talento para adivinar preferencias tribunalicias, ni siquiera con unas dotes particularmente buenas para seleccionar y evaluar el propio trabajo. Un gran investigador, invitado a indicar qué es lo que de su obra investigativa juzga él más importante, puede equivocarse, y más si se le pregunta en un contexto tan artificial y de un modo tan grotescamente simplista.
Un cuarto defecto estriba en que no se ponderan las diversas maneras de contribuir a la investigación científica. El sistema vigente puede, en efecto, dar lugar a situaciones como las siguientes.
Ya eso de que los tramos sean sexenios refleja una opción arbitraria difícilmente justificable con razones objetivas. Y no vale el argumento de que cualquier opción es arbitraria o porque sí. Lo arbitrario --y, a fuer de tal, injusto-- no puede nunca justificarse porque cualquier otra opción alternativa sería también arbitraria. Además, hay una alternativa no arbitraria, que es la de valorar el conjunto de la actividad investigativa de un candidato, su curriculum vitæ, dándosele a cada uno la posibilidad de someterlo a reevaluación cada equis tiempo.
Un sexto defecto estriba en la clandestinidad de la actuación del tribunal, en el nombramiento a dedo --y encima secreto-- de sus miembros y en la falta de transparencia de los criterios para tal nombramiento, con una consiguiente indefensión de los candidatos.
Un séptimo defecto es lo irreversible de las opciones de autoselección del candidato y de las valoraciones de un tribunal contingente y circunstancial --generalmente carente de imparcialidad, de independencia, de transparencia y de objetividad. En efecto: cuando un candidato se halla --en el momento de la primera evaluación inicial-- con un número determinado de años de trabajo investigativo a sus espaldas, tiene --conjeturando las preferencias y los criterios del tribunal-- que optar por situar el comienzo de la serie de tramos que someta a evaluación o bien al inicio verdadero de su carrera o bien en un momento posterior en el que empiecen a verse resultados tangibles o palpables de suficiente relevancia; y puede colocar el final del período por el que pide ser evaluado en un momento o en otro; a lo mejor hasta --dadas las ambigüedades de la normativa, que invitaban a una ardua labor hermenéutica-- se equivoca y apunta en su solicitud, a título de «sexenio», un período de 7 u 8 años. De esas opciones nunca ya podrá volverse atrás, y jamás se le dará la posibilidad de conseguir una rectificación. Es posible que haya colocado el comienzo de su carrera en el año tal, y por ello se le suspenda en el primer sexenio, al paso que, si lo hubiera colocado en el año siguiente, habría vista aprobado ese sexenio. A efectos de valoración perdurable y eterna, lo que quedará consignado es que el primer sexenio de su actividad fue, investigativamente, nulo. Se le prohibe al candidato desgraciado, e injustamente tratado, someter su expediente a reconsideración futura o solicitar reevaluaciones.
Igualmente de irreversibles son los falibilísimos y no siempre defendibles criterios de los tribunales evaluadores.
Mi conclusión es que el sistema es injusto, impresentable e inservible. Que no haya ninguna evaluación es un millón de veces mejor que esta pseudo-evaluación.
1. Este artículo fue escrito en la primavera de 1996 para denunciar el sistema de evaluación del personal científico y docente de las Universidades públicas y de los organismos públicos de investigación de España --los llamados «sexenios». Ha sido publicado en el Boletín de la API (Asociación del Personal Investigador) del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).
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