Los confines del saber científico

Lorenzo Peña


en Calculemos: matemáticas y libertad
ed. por J. Echeverría, J. de Lorenzo & L. Peña, Madrid: Trotta, 1996
ISBN 848-1640832
pp. 343-362
Sumario
  1. Consideraciones introductorias
  2. Una solución gradualista: zonas de transición en vez de límites ideales
  3. La filosofía, campo fronterizo entre ciencia y no-ciencia
  4. La ciencia como un hecho auto-involucrado
  5. Pergeñando la teoría lógica adecuada
  6. Conclusión: la revolución en lógica y los cambios revolucionarios en las ciencias


§0.-- Consideraciones introductorias

Desde que inició su andadura filosófica en los años cuarenta, Miguel Sánchez-Mazas ha consagrado su labor intelectual a campos aledaños a la confluencia de los caudales de la filosofía y de la ciencia. Los temas de su investigación han sido variados, desde la lógica de las normas hasta los estudios sobre los cálculos lógicos de Leibniz. Mas siempre ha presidido su orientación filosófica el afán por guardar un contacto con el quehacer científico, el de filosofar sin volverse de espaldas a los requerimientos y las enseñanzas de la ciencia. De ahí que este ensayo de homenaje al Profesor Sánchez-Mazas esté dedicado a una reflexión en torno a la relación entre la filosofía y la ciencia --o, más en general, a la relación entre ciencia y no-ciencia.

La tesis principal de este trabajo es que existe una frontera entre el saber científico y el no-científico --aunque eso significa varias cosas, algunas de las cuales pueden resultar un poco sorprendentes. En primer lugar, no se trata de que todo valga: algunos irracionalistas se han equivocado al sacar una errónea conclusión de la constatación de que, comoquiera que se trace la frontera, algunos desarrollos científicos importantes entrarían en conflicto con las pautas a cuyo tenor una investigación pueda juzgarse científica. En segundo lugar, sin embargo, lejos de que el existir tal frontera acarree una separación absoluta entre ciencia y no-ciencia, sucede, al revés, que, para que la frontera sea real, ha de ser una zona o franja y no una mera línea imaginaria carente de espesor; así, además de lo sólo científico y lo sólo no-científico, también está lo que se encuentra en la frontera --una serie de investigaciones que no son ni enteramente científicas ni tampoco del todo acientíficas. En tercer lugar, el estudiar qué sea la ciencia es un género de investigación perteneciente a la frontera, puesto que los métodos disponibles en esa investigación no son tan estrictamente rigurosos como los usados en la ciencia propiamente dicha; de hecho, la filosofía toda está incluida en la zona fronteriza en cuestión. En cuarto lugar, la frontera (y de hecho la propia ciencia) exhibe una estructura característica de los ya usualmente llamados «conjuntos-no-bien-fundados» --conjuntos involucrados en sí mismos, sea como miembros, o como miembros de miembros o así sucesivamente; el significado de la última tesis es que la mejor forma de abordar la filosofía de la ciencia no es la teoría estándar de conjuntos, sino que son preferibles teorías que permitan conjuntos no-bien-fundados. En quinto y último lugar, la admisión de la existencia de esa frontera nos fuerza a ir allende la lógica clásica estándar y a buscar una lógica más adecuada, como p.ej. algún género de lógica difusa paraconsistente.


§1.-- Las objeciones de Feyerabend contra las pautas de racionalidad científica: el declive resbaladizo

Cuando ponderamos cómo rebate Feyerabend --un irracionalista que ha argumentado racionalmente a favor de esa posición-- la tesis de que existen pautas de racionalidad científica, podemos ver que sus argumentos se reducen a alguna versión de un argumento del declive resbaladizoNOTA 1. Son sorites. Supongamos que hay una línea de demarcación entre ciencia y no-ciencia; supongamos que se traza a tenor de tales y cuales criterios; entonces, o bien es demasiado laxo el criterio escogido o, si no, excluye alguna práctica que de hecho ha contribuido al progreso de la ciencia. Así pues, la experiencia pasada muestra que promulgar pautas excluye desarrollos que puede que lleguen a ser importantes y positivos para la ciencia, aunque ahora la mayoría de nosotros no nos percatemos de ello.

Tal argumento no es en modo alguno absurdo ni enteramente exento de poder persuasivo. Al contrario, hay mucho que decir a su favor. De haber una frontera rígida entre ciencia y no-ciencia, siempre sería muy arriesgado prohibir actividades de investigación que puedan, a la postre, llegar a constituir desarrollos interesantes, por amplios que sean los horizontes con los que se fijen las lindes --a menos, por supuesto, que estén diseñados tan generosamente que montones de resultados del todo indeseables vengan así admitidos, entre ellos muchas pseudo-ciencias. No hay, pues, tope alguno que pueda fijarse salvo al precio de permitir un total derrumbe de la ciencia como conjunto definido, excluyente y riguroso de actividades de investigación caracterizadas por métodos y pautas propios.

Lo malo del argumento no son sus premisas, sino su lógica, que es típicamente bivalente. Admite sólo campos nítidamente delimitados. Sus reglas de inferencia son el silogismo disyuntivo y la contraposición: (1) o una putativa práctica [de investigación] cumple con las pautas en vigencia, o no lo hace, y entonces no es científica; ahora bien, hay diversas actividades teoréticas fructuosas y --según se ha visto a fin de cuentas-- progresivas que no cumplen o no cumplieron con esas pautas; por lo tanto, si las pautas tienen que dominar, esas actividades no son o no fueron científicas; por consiguiente, (2), puesto que no queremos renunciar a tales actividades ni a su legítimo título de actividades científicas, han de abandonarse las pautas. Cualesquiera pautas sin excepción (porque para cualquier pauta habrá --según cabe colegir por inducción-- una práctica investigativa valiosa que entre en conflicto con ella alguna vez). Formalizadamente, el argumento es una reducción al absurdo de este par de premisas: {∀x(p∨q∧(q⊃Nr)), ∃x(Np∧r)}.

Ese género de razonamiento también se ha aplicado en otros campos, y con resultados igualmente inaceptables. Algunos «nihilistas» están resueltos a rechazar cualquier diferencia entre lo que es moral y se considera que lo es, y lo que ni lo es ni tampoco se considera que lo sea; o entre progreso y falta de progreso, etc. Mas la estructura de muchos de esos argumentos, o de la mayoría de ellos, es la misma que la que lleva a Peter Unger a concluir «No existo» --de hecho a concluir que no existe en absoluto ninguno de los objetos usualmente aceptados en nuestra ontologíaNOTA 2. Mark Heller alega que dicha ontología es inconsistente porque da lugar a sorites semejantes a los examinados por UngerNOTA 3. Cualesquiera que sean los méritos de la solución propuesta por M. Heller (a saber, recurrir a una ontología de troncos espacio-temporales inalterables), difícil es ver cómo podría aplicarse a nuestro actual problema. La ciencia puede, sí, concebirse como un campo cuyos criterios definitorios varían con el tiempo. Puede que así sea (y de hecho la idea resulta atractiva), mas, de ser eso todo lo que haya que decir al respecto, la epistemología no será interesante, porque sólo ex post facto cabría decir si una práctica es (o, más bien, fue) científica o no.

Afortunadamente hay una alternativa disponible, a saber la que ofrecen ciertas lógicas no-clásicas. No se trata de que o bien una cosa sea total y plenamente una mesa o, si no, deje enteramente de serlo. Tampoco de que o bien sea cabalmente científica una actividad de investigación o, si no, que carezca de la menor cientificidad. Hay, por supuesto, grados. Acaso nada haya de reputarse absolutamente una mesa, ya que para cualquier mesa dada podría haber otra que cumpliera mejor los requisitos para ser una mesa. En cualquier caso, muchas mesas no tienen por qué ser consideradas --ni lo son de hecho-- como mesas óptimas, por así decir. Son mesas imperfectas --no mesas que resulten ser herramientas imperfectas, sino entidades que no reúnen completamente los requisitos para que una cosa sea correctamente llamada `una mesa': pueden ser un poquito demasiado pequeñas, o demasiado bajas, o demasiado inestables, o tener una encimera demasiado inclinada, o demasiado rugosa. No obstante, nos sirven y solemos llamarlas mesas; son mesas --hasta cierto punto. Por otro lado, muchas entidades cuya mesidad parece indudable han de ser juzgadas sin embargo --y cuenta habida de todo-- menos mesas que otras: sus encimeras pueden ser menos lisas, o menos horizontales, etc. Igualmente, algunas prácticas a las que correctamente llamamos científicas puede que sean menos rigurosas, menos ajustadas a pautas de sencillez, elegancia, economía ontológica, solidez metodológica, vinculación con lo observable y así sucesivamente.

No es menester buscarlas lejos. Cada disciplina científica florece en una pluralidad de escuelas y doctrinas tales que los seguidores de una de ellas miran con recelo lo que hacen los adeptos de la escuela opuesta, juzgándolo, cuando no de todo punto acientífico, sí menos científico. Y para cualquier disciplina hay otra cuya cientificidad están menos dispuestos a admitir muchos investigadores. Los heraldos de las «ciencias duras» tildan a las «ciencias blandas» de, propiamente, no-ciencias. Los físicos miran a otras ciencias donde la exactitud no ha logrado imponerse en la misma medida como no «ciencias-ciencias, lo que se dice ciencias». Cabe, sí, atenerse al distingo entre ciencias duras y ciencias blandas; aun así, algunas ciencias duras son probablemente más duras, y algunas ciencias blandas más blandas que otras, y hay también ciencias se encuentran en el medio.

Por otro lado, una serie de prácticas que hoy todos reputaríamos pseudocientíficas y que sin embargo gozaron en su momento de aceptación en los ambientes expertos porque se ajustaban a las pautas de rigor entonces vigentes o imperantes. Así p.ej. durante siglos se estimó, en los ambientes más serios de la época, que había pruebas fehacientes de la existencia y malicia de las brujas y señales claras y empíricamente comprobables --y comprobadas-- de cuándo se estaba en presencia de una de ellas o de una obra demoníaca. Hoy se rechazaría con sobrada razón toda la argumentación a favor de tal punto de vista, porque la evidencia en que se basaba era espúrea. Nadie aceptaría hoy que puedan tener confiabilidad declaraciones arrancadas bajo la tortura, ni que valgan las autoinculpaciones efectuadas en condiciones de furores colectivosNOTA 4. Muchos de los fenómenos que se pretendía explicar por la brujería o la intervención diabólica hoy se explican de otro modo, y, cuando no, estamos seguros de que tienen otras explicaciones, aunque no las conozcamos aún.

La reflexión en torno a tales hechos ha dado lugar a un replanteamiento del marchamo de la ciencia y de la particularidad o no de su estilo de razonarNOTA 5. ¿Qué pasa? ¿Que el qué sea o haya de juzgarse científico depende de la época y del contexto? ¿Que la conformidad con las pautas establecidas no es ni condición necesaria ni tampoco condición suficiente para que un modo de proceder sea de veras científico? ¿No tiene nada que ver la calidad real de lo científico con las pautas que reconozcan los expertos, sino que, al revés, quiénes sean genuinamente expertos ha de determinarse sólo en función de que lo que hagan sea auténticamente científico, y esto a su vez fijarse independientemente de qué criterios presidan el juicio de quienes se llaman `expertos' mas a lo mejor no lo son? Es obvio que una separación total entre la cientificidad real y el juicio de las personas cuya autoridad de expertos es reconocida públicamente llevaría demasiado lejos. La mayoría de nosotros admitimos la mayor parte de las tesis que afirmamos sobre la base de la autoridad de quienes juzgamos expertos; y, si bien disponemos sin duda de criterios para juzgar con nuestra propia cabeza si un experto lo es, o si la comunidad de expertos merece su título o no --si no, nunca se evolucionaría, sino que las élites intelectuales encastilladas seguirían para siempre detentando el poder en su terreno--, nuestros criterios remiten, a su vez, al menos parcialmente --mas también circularmente-- a opiniones comúnmente implantadas y avaladas por la misma autoridad de los expertos.

Ello nos lleva, pues, a pensar que, si por un lado --y según lo veíamos más arriba-- no todo el oro reluce, por otro no es oro cuanto reluce. Si hubiera una demarcación meramente ideal, sin espesor, entre ciencia y no ciencia, habría motivos para desesperar, toda vez que esas constataciones nos conducirían a un divorcio completo entre qué sea ciencia «fetén» y qué pueda venir homologado a fuer de científico en función de los criterios de quienes ostenten la autoridad o el título de «expertos». Si admitimos grados, las cosas ofrecen un cariz mucho más risueño.

¿Ha habido alguna época en la que la totalidad o aun la gran mayoría de lo sustentado por quienes entonces revistieran el título de científicos o expertos fuera predominantemente irracional, anticientífico, espúreo, inválido, sofístico y caracterizado por un estilo de inferencia descartable o repudiable? ¡No, nunca ha sucedido así! No hubiera podido mantenerse una sociedad en la que pasara eso, ni mucho menos. Ni eso ni nada remotamente similar.

Del mismo modo, tampoco hay ni habrá nunca una sociedad en la que cuanto avalen los expertos sea genuinamente válido, exento de todo paralogismo, pulcramente sustentado en evidencia [racionalmente] irrecusable. El cúmulo de las pautas científicas es un cúmulo difuso. La coincidencia entre ese cúmulo y el de las pautas proclamadas como científicas en una comunidad de expertos putativos --sea la que fuere-- sólo puede ser aproximada, con zonas de solapamiento mas también zonas de divergencia marcada, y otras intermedias.

Ir en pos de una ciencia impoluta y pura tal que para reconocerla no cuenten para nada las opiniones comunes ni la confianza en la autoridad de quienes han estudiado los asuntos ni ningún otro argumento que no sea una prueba racionalmente incontrovertible, eso sería abrazar una quimera y decir adiós a la ciencia real. Comulgar entonces con la «ciencia oficial», sea la que fuere, por más avalada que se halle por realizaciones técnicas despampanantes y que tan bien nos vienen, eso sería caer en un peligrosísimo irracionalismo dogmático y ciego, renunciar a la crítica a la ciencia, que el filósofo ha de ser el primero en ejercer, ejerciéndola de la manera más aguda posible, ya que la ciencia necesita ese estímulo y ese correctivo para ir abandonando muchas de las aberraciones en que cae en su tortuosa evolución. Desde luego no todo lo que hoy luce como científico tiene que ser admitido siempre. Mucho de ello es oropel con lentejuelas.

Analizando los argumentos --cuando los hay, pues a menudo ni los hay-- a favor de una serie de opiniones comúnmente aceptadas hoy en el colectivo de los reconocidos expertos, el filósofo puede descubrir mil puntos flacos; entre otros, la frecuente debilidad de la lógica, la falta de discernimiento de qué reglas de inferencia haya que aceptar, y bajo qué versiones o con qué matices. Mas esa labor crítica sería absurda y suicida si llevara a un nihilismo, pues eso sería recaer en el «todo o nada» que con sobrada razón el filósofo puede reprochar a no pocos expertos de diversas ciencias.


§2.-- Una solución gradualista: zonas de transición en vez de límites ideales

Desatender las diferencias de grado nos aboca a resultados lamentables. Lo que hay que conceder a quienes argumentan a favor del irracionalismo o de borrar completamente la frontera entre ciencia y no-ciencia es que esa frontera --como tantas otras-- es desvaída y borrosa. Por eso existen las fronteras. De otro modo no serían entidades existentes, sino objetos imaginarios. Más exactamente, hablando [como si fuera] acerca de fronteras sería un mera manera de hablar. Hay montones de utensilios pertenecientes a la frontera entre mesas y no-mesas porque sólo hasta cierto punto llevamos razón al llamarlos mesas. Igualmente hay una frontera real entre la ciencia y las actividades teóricas no científicas porque la frontera tiene algún espesor, grande o pequeño; de otro modo podría haber actividades científicas, por un lado, no-científicas, por otro, mas nada en el medio, con lo cual no habría frontera alguna, propiamente hablando.

Ahora bien, a los adversarios de solucionar los sorites mediante lógicas alternativas gústales achacar a esas soluciones su incapacidad de habérselas con la llamada vaguedad de segundo orden. Aun si se admitiera que no hay ninguna línea [perfectamente] delgada entre dos dominios, o campos, o conjuntos, subsistiría el problema de si hay una línea entre aquello que total y plenamente cuenta como perteneciente a uno de los dominios y lo que enteramente deja de contar como tal; e igualmente hay una línea similar entre lo que no pertenece en absoluto al campo en cuestión y lo que, en una u otra medida, sí pertenece a ese campo.

Sin embargo, la primera mitad de la objeción puede contestarse satisfactoriamente desde algunas lógicas difusas, como sigue. Ser verdadero no es lo mismo que ser totalmente verdadero. La verdad admite grados. Que sea verdadera una proposición (u oración o lo que haya de reputarse como un genuino portador de la verdad) es, ni más ni menos, eso: que sea verdadera; no que lo sea en este o en aquel grado. Igualmente, para que una entidad sea una mesa no es menester que tenga perfecta o completa mesidad. A la vez, sometiendo a una mesa a un cambio que la haga más pequeña, o menos sólida, o que haga a su encimera menos lisa, o menos horizontal, etc, se disminuye --por poco que sea-- su grado de mesidad.

En el extremo opuesto, el problema es mucho más grave: si seguimos quitando cachitos a una mesa, ¿qué queda al final? ¿Sigue habiendo una mesa mientras quede algo, por poco que sea, del material inicialmente dado? Esa dificultad cabe afrontarla de alguna manera mas no tan sencilla: p.ej. aceptando el principio de Anaxágoras de que en el mundo físico todas las diferencias son de grado; o por lo menos aseverando que nada que resulte a partir de una mesa quitándole trocitos uno tras otro será nunca una perfecta no-mesa (es decir la mesa jamás dejaría de serlo por una serie de procesos así, si bien su grado de mesidad llegaría a ser tan exiguo que se haría pragmáticamente infundado, y engañoso, llamar mesa al resultado; aunque también habría grados de adecuación pragmática, por supuesto --haya en eso umbrales significativos o no). Alternativamente cabe afrontar la dificultad aceptando un grado perfectamente determinado y en principio conocible de disminución más allá del cual nada es una mesa en absoluto.

Mas ¿por qué entonces tal solución no está al alcance del clasicista? Porque para él cualquier cosa aquende el punto de demarcación es una mesa plena, entera, totalmente --para él todos esos vocablos no sólo son redundantes sino que carecen de significación, son meros recursos estilísticos o pragmáticos, puros modos de dar énfasis. Conque, según él, someter una mesa a alteraciones, hasta que se sobrepase ese punto, arroja como resultado algo que es tan mesa cuanto pueda serlo una mesa paradigmáticamente escogida. Así el punto de demarcación se convierte en un salto de todo a nada.

Aplícanse consideraciones similares al tema del presente artículo. ¿Por qué preocuparse de si nuestras prácticas son perfectamente científicas? Tal vez no haya nada plenamente científico. Para cualquier pauta de rigor, precisión, elegancia teórica, contenido empírico, etc, puede haber otra pauta más exigente. Así, p.ej. para cualquier regla de inferencia lógica, hay otra menos controvertible, menos arriesgada, menos laxa, etc. (¿Ejemplos? Tomemos el modus ponens: una minoría de lógicos lo rechazan, o sólo lo aceptan con cláusulas de salvaguardia, para cualquiera de las cuales hay o puede haber otra que excluya inferencias permitidas por ella, y así sucesivamente. Para cualquier argumento convincente, hay otro más convincente.)

Mas, haya o no prácticas perfectamente científicas, la mayoría de las actividades interesantes de investigación no lo son. Pueden dirigírseles objeciones, y de hecho se les dirigen --no gratuitamente, sino en virtud de razones atinadas aunque no forzosamente incuestionables.


§3.-- La filosofía, campo fronterizo entre ciencia y no-ciencia

Uno de los estudios culpados por su acientificidad es la filosofía. Una teoría filosófica distaría de cumplir los requisitos de contenido empírico y zanjabilidad de desacuerdos que dizque corresponderían a la ciencia. Hoy día tal concepción no está ya tan de moda como lo estuvo en el pasado, toda vez que la mayoría de las teorías contemporáneas de la ciencia son mucho menos exigentes y laudatorias respecto a la misma. Así la filosofía podría hoy tener más oportunidades de salir airosa de la prueba de cientificidad, o por lo menos revelarse más cercana a la ciencia de lo que querían sostener los positivistas.

Quine va en tal dirección al hacer de la ciencia un campo dentro del cual la metafísica sería el centro, menos expuesta a sufrir los imprevistos zarandeos de experiencias recalcitrantes. La concepción de Quine puede considerarse como un marco dentro del cual el grado de acientificidad de la filosofía puede entenderse mejor, ya que su enfoque gradualista puede interpretarse como otorgando grados más altos de rigor a lo que ni está tan cerca de la experiencia como los enunciados observacionales ni tan alejado de ella como la metafísica o la lógicaNOTA 6.

Los enunciados observacionales pueden, por supuesto, cuestionarse, sopesarse, debatirse, mas nunca completamente, en la medida en que sean observacionales, toda vez que su fuerza principal estriba en el [putativo] hecho de que quien los asevera ha visto [o tocado, u oído o lo que sea] que las cosas son o fueron así o asá. Al otro extremo, las oraciones llamadas analíticas pueden también cuestionarse, debatirse, etc, mas, en la medida en que son analíticas, subsiste siempre un grado de incuestionabilidad («Lo que está Ud aduciendo no va contra mi tesis, ya que da Ud a las palabras un sentido diferente»)NOTA 7. Así --por razones diversas y en cierto sentido opuestas-- los enunciados analíticos coinciden con los observacionales en escapar --nunca totalmente, sin embargo-- a la zanjabilidad a través de la discusión; igual que es [en buena medida] imposible --o sumamente difícil-- persuadir a alguien de que no ha visto esto o aquello, es poco posible también convencer a alguien de que es verdadero un principio lógico que él rechaza, o de que es de todo punto falso uno que él admite; no es que sea enteramente imposible, mas sí extremadamente difícil; porque la adhesión a un principio tan general se conecta con la experiencia sólo de manera tan indirecta que el impacto de cualesquiera datos empíricos viene tan amortiguado que el vínculo es tenue y frágil de lo más.

En lo tocante a los enunciados que están entre esos dos extremos, tampoco es total, ni mucho menos, la zanjabilidad, sino que siempre caben modos de zafarse de datos hostiles a una hipótesis con ajustes en otras partes de la teoría; mas ciertamente, cuanto menos general es una hipótesis, más verosímil es que la adhesión a la misma fluctúe según los datos de la experiencia. La ciencia es tanto más rigurosa cuanto menos enunciados analíticos u observacionales contiene. Más exactamente, las partes de una disciplina son rigurosamente científicas en tanto en cuanto no contengan tales enunciados (entre otros requisitos, por supuesto). Porque cada disciplina contiene enunciados que son, en alguna medida, analíticos --cada disciplina es una extensión de la teoría lógica.

Así pues, si el núcleo lógico y metafísico de nuestro cuerpo de creencias y prácticas investigativas es menos susceptible de facilitar un acuerdo alcanzable tras examen crítico que no lo son otros campos, ello se debe a su mayor lejanía respecto de la observación, y, consiguientemente, a su más pobre contenido empírico.

Mas esa diferencia es sólo de grado. A este respecto he de comentar una objeción formulada --frente a la tesis aquí defendida en lo tocante al lugar y el papel de la filosofía-- por Sebastián Álvarez ToledoNOTA 8, a saber, que, mientras en las ciencias hay, pese a todo, un grado mayor o menor de zanjabilidad de los desacuerdos, en filosofía no sucede lo propio; y que en filosofía nunca queda desacreditada una concepción (sino que cada enfoque filosófico puede reformularse y reelaborarse, recuperando así su respetabilidad, si es que la ha perdido), al paso que en las ciencias muchos puntos de vista son descartados para siempre por la crítica y la marcha de la disciplina. La objeción apunta a disparidades entre la filosofía y otras ciencias que son reales, mas sólo de grado. En el fondo, la objeción parece más bien orientada a ver a la filosofía como aquella de entre las no-ciencias que es menos no-científica, o que está más cercana a la cienciaNOTA 9. Quizá entonces la presente divergenci es casi verbal; puesto que si [y sólo si] X es menos no-así-o-asá que Z, entonces X es más así-o-asá que Z.

¿Quedan definitiva e irremediablemente desacreditadas ciertas teorías científicas --o que pasaban por tales-- con el avance o la evolución del quehacer que juzgamos científico, mientras que cualquier teoría filosófica puede renacer de sus cenizas con buenas dosis de reelaboración y automejora? La diferencia es, nuevamente, de grado, y acaso no enorme. Se nos pasan por las mientes viejas teorías médicas, físicas o astronómicas y ni por asomo se nos ocurre que alguien pudiera hoy defenderlas. Cierto, tal y como fueron en su tiempo enunciadas y profesadas, no. Mas suficientemente reelaboradas, ¿por qué no? ¿Quién puede garantizar que nunca, bajo ninguna reelaboración, volverán a gozar de credibilidad y sustentabilidad? ¿Que entonces, al mediar tal reelaboración, ya no serán las mismas? ¡Bueno, la mismidad de teorías as, de nuevo, asunto de grado, ¿no?! Después de todo, otro tanto cabría alegar con relación a las teorías filosóficas. Hoy hay muchos realistas de los universales, que se llaman platónicos o platonistas, mas, tal cual, la teoría de las Formas formulada por Platón, según él la formuló, ¿quién la sostiene? ¿Quién profesa, tal cual y sin cambios, una teoría como la de Zenón de Zitio, o la de Plotino, o la de Guillermo de Champeaux?

Los acuerdos que se alcanzan en las ciencias con apariencias de definitividad y absolutez suelen versar más sobre qué teorías quedan refutadas y descartadas que sobre qué explicaciones hayan de aceptarse en su lugar. Paréceme muy dudoso que en eso las cosas sean tan radicalmente diversas en filosofía. Creo que, sin caer en ningún irracionalismo, sí hay que reconocer que lo del logro del acuerdo era un mito, y que no se da en la ciencia real. Acaso sí se dé una tendencia asintótica al acuerdo, una convergencia vigente a título de norma regulativa (idea de Peirce recogida por N. Rescher y que encierra mucho de valioso). Mas, así concebida esa tendencia a la confluencia, ¿qué nos asegura que no tenga vigencia también en el quehacer filosófico? Los filósofos se esfuerzan y se empeñan como nadie por alcanzar acuerdos, por superar desavenencias o discrepancias, por acercarse a la meta de una coincidencia racional. Si, en ese empeño --y por lo arduo y «abstracto» de los temas que abordan-- no llegan a las mismas cotas de consenso que, al cabo de un debate, prevalecen en las relaciones entre los cultivadores de las disciplinas comúnmente reconocidas como científicas, ¿es esa diferencia una que no quepa ver como de grado?

Las teorías lingüísticas, biológicas, sociológicas, físicas o económicas pueden también, mediante innumerables recursos, protegerse de la experiencia recalcitrante. Y, después de todo, puede también aducirse que abona contenido empírico a favor o en contra de ciertas teorías filosóficas, como pasa a menudo. Mas es menor, mucho menor, el grado en que una teoría filosófica puede venir dañada por la experiencia recalcitrante que p.ej. una teoría física.

Y, no obstante, la filosofía abarca el estudio de la propia ciencia. No hay ninguna otra disciplina [científica] preocupada por qué sea la ciencia. Por supuesto hay historia de la ciencia (mas ¿es rigurosa la historia de la ciencia?), y hay otros estudios semejantes, mas ninguno de ellos indaga qué sea la ciencia, ni qué haya de venir reputado como un saber científico.

Para muchos científicos, cualquier pregunta así carece de interés a fuer de «demasiado metafísica». Un biólogo puede aseverar que estudia ciertos organismos, mas que estudiar qué sea su estudio excede el alcance de lo que hace y de lo que le interesa, o incluso que excede el alcance de lo racionalmente determinable. Sin embargo, tal postura sufre una debilidad. Porque entonces no habría ninguna base racional, científica, para preferir las teorías biológicas a teorías como la astrología y la turbamulta de charlatanerías que nos tratan de endilgar. Si no hay modo racional de optar por la ciencia, entonces ésta se halla en un estado precario de lo más.

¡Pero no! Hay una manera racional de abordar ese estudio, y es mediante la investigación filosófica. Sólo que esta investigación no es tan rigurosa, ni tan testable, ni está tan dotada de contenido empírico, como lo están los estudios de que ella se ocupan. Si lo que queremos es ver al estudio teórico de la ciencia como algo que proporcione un fundamento para la propia ciencia, no hemos de esperar que ese fundamento sea tan fuerte, o sólido, o confiable como aquello que está destinado a fundamentar. Los enfoques del todo-o-nada sostendrán que, a menos que un fundamento sea por lo menos tan firme como aquello que está destinado a fundamentar, no hay fundamento que valga. Tal maximalismo me parece descaminado. Si conseguimos mejorar nuestra comprensión gracias a la dilucidación filosófica, ¿por qué desdeñarlo simplemente porque eso no nos permite alcanzar mayor firmeza?

El logicismo en matemáticas viene hoy día frecuentemente rechazado por varios motivos. Todos ellos me parecen equivocados, mas eso no hace al caso. Una de las objeciones contra el logicismo es que el grado de certeza de las reglas de inferencia y los axiomas lógicos es menor que el de los teoremas matemáticos probados dentro de un cálculo lógico determinado, como p.ej. PP.MM. de Russell o ML de Quine. Sospecho que una suposición oculta de tales alegatos es que ningún fundamento es útil si es menos sólido que lo que está destinado a fundamentar. Mas entonces toda la ciencia es innecesaria, puesto que cada teoría científica es menos segura que algunas generalizaciones empíricas que ella trata de explicar. Al avanzar la ciencia, hácese más controvertible. Tal vez se hace también menos científica. Mas desde luego la cientificidad es sólo un desideratum entre otros, y nada prueba que sea siempre preferible un grado más alto de cientificidad, cualesquiera que sean las demás circunstancias. En el período pre-copernicano reinaba unanimidad en astronomía, por lo general. Nuestras actuales teorías físicas son más especulativas, más controvertibles, más cuasi-filosóficas.

Hacer filosofía de la ciencia es, por supuesto, entregarse a un tema de los más zarandeados por la controversia. Hoy sabemos lo equivocados que estaban quienes pensaron que --al revés de lo que le sucedía a la filosofía tradicional-- el estudio filosófico de la ciencia iba a disfrutar de la certeza que presuntamente caracteriza a la propia ciencia (o más bien la que, varios decenios ha, se suponía pertenecer a la ciencia). Las teorías contemporáneas de la ciencia están entre las cosas más «locas» que se hayan atrevido a decir los filósofos. Muchas de ellas son muy interesantes, además de tener también otras virtudes. Mas no la certeza [absoluta] que otrora se esperaba, ni nada de ese tipo. Esas teorías son seguramente mucho más controvertibles que la ciencia que ellas someten a estudio. Son menos científicas o racionales. Menos racionales porque aceptar una de tales teorías en lugar de otra alternativa se basa más en «opciones últimas». (Mas la ultimidad puede también juzgarse un asunto de grado; ninguna elección última tiene por qué ser un dogma absolutamente inquebrantable al que haya de seguir adhiriéndose uno pase lo que pasare.)

De no haber ninguna frontera entre ciencia y no-ciencia, de haber sólo ciencia, por un lado, y no-ciencia por el otro, siendo cada una de ellas enteramente lo uno o lo otro, entonces el estudio de la ciencia sería tan científico (tan acientífico) como la nigromancia. Afortunadamente no es así.

La utilización de una regla de inferencia lógica está menos sujeta a controversia que los argumentos que cabe proponer a favor de la regla. (Así, las teorías lógicas son mucho más controvertibles que la mayoría de las otras teorías científicas.) Mas ¡qué penosa situación se tendría si tales argumentos no pertenecieran en absoluto a la ciencia!


§4.-- La ciencia como un hecho auto-involucrado

En su libro The Situation in Logic, J. Barwise explora el significado filosófico de los conjuntos no-bien-fundados, que (en un marco teórico-conjuntivo afín, en otros aspectos, a ZF) han sido estudiados por Peter AczelNOTA 10.

Barwise propone una manera esclarecedora de ver a los conjuntos: verlos como situaciones en las que se ha borrado la estructura interna, por así decir. Sea una situación cualquiera; omítanse las maneras particulares como sus diversos componentes están relacionados entre sí. El resultado es un conjunto. La doctrina teórico-conjuntiva ortodoxa estándar sostiene que cada conjunto está bien-fundado, e.d. que es tal que, o es vacío, o, si no, abarca a un miembro ninguno de cuyos miembros es abarcado por el primer conjunto. Síguese de ahí que ningún conjunto se abarca a sí mismo; que ningún conjunto abarca otro conjunto que abarque al primero, etc. Esos dogmas ya han sufrido un fuerte embate.

La idea de Barwise es que hay muchas situaciones involucradas en sí mismas. En su tratamiento --la «semántica de situaciones»-- un estado de cosas como el de que Jorge sea estudioso será un par ordenado <Jorge, el estudiar>. Una situación que se involucra a sí misma será, así, una cuyo primer componente sea ella misma. Lo cual acarrea que existen conjuntos que son miembros de sí mismos. En mi libro Rudimentos de lógica matemática he aportado argumentos adicionales a favor del punto de vista de Barwise, sin comprometerme a aceptar la identificación propuesta por la semántica de situacionesNOTA 11. Y además hay razones independientes para desechar los dogmas de la teoría estándar de conjuntosNOTA 12.

Hay varias razones para pensar que la ciencia es una situación involucrada en sí misma. Podemos concebir a la ciencia como un gran acontecimiento o hecho en el cual están involucrados cuantos entes son agentes u objetos de la indagación científica --y tal vez también otros entes. Hemos visto que el estudio de la ciencia es científico, por lo menos en algún grado, puesto que pertenece a una investigación fronteriza entre ciencia y no-ciencia, y lo que está en la frontera pertenece a la ciencia --en una u otra medida, por pequeña que sea. Así, hay un estudio de la ciencia que es [en alguna medida] científico. La ciencia es uno de sus propios componentes.

Hay otros modos como la ciencia se involucra a sí misma. Tienen mucho que ver con uno de los argumentos a favor del irracionalismo propuestos recientemente y a los cuales he estado refiriéndome páginas atrás. Alégase que no hay frontera [neta] entre ciencia y no-ciencia (ni por ende --según los maximalistas o clasicistas-- frontera alguna en absoluto entre ellas) porque, en último término, la cientificidad de un método consistiría en que el mismo sea aceptado como tal por la comunidad de investigadores. En una versión menos rígida lo que se sostiene es que no es posible ninguna caracterización de la ciencia que no comporte una referencia al hecho bruto de la ciencia, o por lo menos a su tradición, la cual a su vez no puede definirse independientemente. La ciencia no puede venir exhaustivamente caracterizada en términos tales que ninguno de ellos mencione a la propia ciencia; conque podría individuarse sólo de un modo deíctico.

Algo de eso puede concederse. Una comparación con la política puede ser ilustrativa. Un Estado es únicamente una organización que reclama el monopolio del empleo de la fuerza dentro de un territorio y a la que los demás Estados reconocen el derecho a hacerlo. Supongamos que hubiera en el planeta dos conjuntos [juntamente] exhaustivos pero disjuntos (o sea [mutuamente] exclusivos) con esos requisitos. ¿Cuál de ellos sería el conjunto de los Estados? Sólo uno de ellos, aquel que de hecho abarcara los Estados, en lugar de su competidor. Mas la definición no nos permite saber cuál.

En lo tocante a la ciencia, las cosas son felizmente menos lúgubres. Mas vale la comparación. Una disciplina científica es una a la cual [quienes practican] otras ciencias reconocen el privilegio de estudiar algún campo o tema. Sabemos que todo eso es un asunto de grado (y también de aspecto) y no un asunto de todo o nada. No obstante, si surgiera en el mundo científico una situación semejante a la recién considerada para la política, habría un buen criterio, a saber: la ciencia sería el más racional conjunto de investigaciones y actividades teóricas.

Subsiste, así y todo, algo certero en la comparación. No es posible ninguna caracterización completa de lo que define a la ciencia sin mencionar a la propia ciencia. La frontera entre ciencia y no-ciencia está trazada de tal manera que, aunque tengamos --como sucede-- varios criterios parciales, ninguno de ellos nos brinda condiciones necesarias y suficientes, sino sólo aproximaciones a unas o a otras. Permanece un residuo, que escapa a la definición. Cierto que nada es científico a menos que cumpla algunos requisitos de racionalidad, y que cuanto reúne todos esos requisitos es indudablemente científico. Mas un procedimiento puede tener un grado de cientificidad menor --o mayor-- que el grado en el que reúna esos requisitos de racionalidad. Lo que marca la diferencia es el hecho de la ciencia. No un hecho metafísico bruto, misteriosamente irreducible, sino un hecho dilucidable por la desviación de su grado de pertenencia al conjunto de la ciencia respecto del grado en que se cumplen los requisitos de racionalidad. Dilucidable en principio, aunque sólo por un análisis infinito (una tarea interminable). (Y así retomamos una idea leibniziana, muy cara a Miguel Sánchez-Mazas.) Mientras tanto, algo nos ayuda a tener paciencia, algo gracias a lo cual la ciencia no es una entidad escurridiza u opaca a la comprensión. Ese algo es el hecho de que la ciencia es un ente auto-involucrado, igual que muchas otras situaciones. Una de las pautas de cientificidad es la propia cientificidad. Lo cual no significa que el venir aceptado por los investigadores sea lo mismo que ser científico. Sólo cæteris paribus (o más exactamente, de una manera que se acerca a ser cæteris paribus) es cierto que, cuanto más aceptado como correcto por los investigadores está un procedimiento, más científico es, y viceversa. No cabe, empero, un análisis cabal del grado de cientificidad de un método en un período dado sin tener en cuenta que la práctica de la ciencia determina --de una manera ni puramente arbitraria ni tampoco completamente basada en razones objetivas válidas-- una preferencia por algunos métodos antes que otros.

Puede concederse eso a autores como Feyerabend sin por ello admitir su errónea conclusión de que todo vale o, alternativamente, de que la ciencia es la ciencia y nada más, una de entre muchas maneras posibles de abordar o investigar el mundo. No es meramente una entre muchas. Es la mejor. Mas la forma y el grado en que otorga aceptabilidad a un método o a un procedimiento determinado depende en parte de la facticidad de la propia ciencia --su existencia y sus tradiciones según suceden y han sucedido de hecho las cosas (no en un mundo posible diferente). Mas esas desviaciones ocurren dentro de límites estrictos y acaso estrechos.


§5.-- Pergeñando la teoría lógica adecuada

La lógica es el estudio de las reglas de inferencia correctas (aunque también es el estudio de las verdades lógicas). Más concretamente, ocúpese o no de otro tipo de inferencias, es más o menos indiscutible que investiga las inferencias deductivas, e.d. aquellas inferencias en las que la transición de las premisas a la conclusión no está sujeta a condición alguna.

Vimos anteriormente que un argumento frecuentemente esgrimido a favor de conclusiones irracionalistas es una concatenación de una aplicación del silogismo disyuntivo y una de la contraposición. Desde el punto de vista de la lógica clásica, es inobjetable tal procedimiento. Mas no así desde cualquier otro punto de vista.

El enfoque lógico que (a la espera de una solución mejor, si ésta llega) parece más razonable para abordar las dificultades con que nos hemos topado (acerca de los límites en general, y de la franja de transición entre ciencia y no-ciencia en particular) es la lógica transitiva, una familia de sistemas próximos entre sí y en los cuales se reconocen dos negaciones diferentes: una simple o natural, `N', y una negación fuerte, `¬'. La primera viene caracterizada por las propiedades pertenecientes a un operador unario en un álgebra de Kleene; a saber (suponiendo que tanto la conyunción cuanto la disyunción son conmutativas, asociativas, idempotentes, mutuamente distributivas, y que satisfacen: absorción [e.d. p∨q∧q↔q, donde `↔' es el más fuerte functor de equivalencia en el sistema]; adición [p→.p∨q]; simplificación [p∧q→p]; y adjunción [p, qp∧q]): DeMorgan, involutividad, tercio excluso (e.d. la teorematicidad de p∨Np), abducción (Np→p→p) y el principio de Kleene, p∧Np→.q∨Nq --siendo `→' el más fuerte functor de implicación o de entrañamiento en el sistema). Aunque es válido el modus tollens para la negación simple, no lo es la contraposición: la siguiente regla es correcta en la lógica transitiva: p→q, NqNp; mas este secuente no es correcto: Si pq, entonces NqNp. Así que falla el segundo eslabón del argumento pro-irracionalista (si es correcta la lógica transitiva). Y otro tanto le sucede al primer eslabón, ya que el silogismo disyuntivo no es correcto para la negación simple. Por otro lado, la negación fuerte, `¬', está caracterizada por: DeMorgan; una versión debilitada de la involutividad (p≡¬¬p, donde `≡' es un functor bicondicional tal que es condición necesaria y suficiente para que p≡q sea verdad que el mundo no deje de contener p si contiene q y viceversa); tercio excluso (p∨¬p); y el principio de Cornubia, a saber: p∧¬p→q. Así pues, la negación fuerte difiere de la negación simple principalmente por estar dotada del principio de Cornubia, debido a lo cual el silogismo disyuntivo y la contraposición son correctos para ese tipo de negación.

Ahora bien, el razonamiento que desemboca en la conclusión irracionalista con el que nos enfrentamos en este trabajo alega que una serie de prácticas, que a la postre se revelaron científicamente fructíferas, no cumplían las llamadas pautas científicas. Mas aquí la negación es débil o simple. Porque, de un lado, no todas las infracciones vulneran o conculcan la normativa vigente en la misma medida; y, de otro lado, no todas las pautas están igualmente vigentes, ni son igualmente válidas ni siquiera igualmente juzgadas válidas: a unas se les da más firme adhesión que a otras; conque la infracción de aquellas que están menos vigentes supone menos transgresión del sistema metodológico en vigor. Supongamos que la norma prohíbe hacer esto o aquello. Entonces infringe uno la norma [sólo] en tanto en cuanto haga esto o aquello. Mas cuando el hacer esto o aquello se da por grados, quebrantar la norma es también asunto de grado. Los culpables de infracciones a las pautas implantadas, como p.ej. Galileo, indudablemente quebrantaron hasta cierto punto algunas reglas comprobadas. Mas la situación era nueva, algunas de las reglas en cuestión habían llegado merecidamente a ser dudosas por entonces o estaban empezando a ser objeto de sospecha, revelándose menesterosas de matización o restricción. Lo que Feyerabend ha denominado propaganda y retórica de Galileo abarcaba argumentos buenos y convincentes, aunque en modo alguno concluyentes. Mas tampoco lo eran los alegatos de sus adversarios. Como frecuentemente ocurre, cada lado tenía buenas razones para su respectiva posición. El partido conservador se encastillaba aferrándose a pautas oficialmente establecidas, pagando el precio de desatender en alguna medida una evidencia valiosa. Los innovadores conculcaban reglas generalmente acatadas y corroboradas, pero se atenían a la mayoría de las pautas recibidas y sólo se apartaban un poco de ciertas normas metodológicas menos bien confirmadas.

Algo similar sucede también hoy. Parece seguro que la física está en grave crisis, que está hoy llena de paradojas hasta el punto de que hacen falta nuevas hipótesis deslumbrantes y atrevidas. Espero que un nuevo enfoque lógico como la lógica transitiva vaya a juzgarse útil aquí, igual que en otros camposNOTA 13. Asimismo, pueden aceptarse también cantidades complejas o imaginarias, superándose con ello algunas limitaciones o dificultades que rodean a la teoría de la relatividad. Esos nuevos enfoques no pueden dejar de quebrantar en algún grado normas metodológicas arraigadas. Mas de manera general pueden satisfacer en una medida considerable el conjunto difuso y abigarrado de las pautas científicas. No se requiere ningún iconoclasma para que avance la ciencia. Sólo una infracción pequeña, cautelosa y parcial de algunas de las reglas hoy prevalentes.

En lógica una revolución está en marcha. O más bien una evolución acelerada. Las revoluciones son mucho menos revolucionarias de lo que soñaran los revolucionarios. Lo cual no significa que sean inútiles u ociosas. Juegan un papel indispensable. Sólo que una revolución no es jamás una ruptura absoluta. Por debajo de la aparente interrupción, las cosas continúan su curso como antes, aunque con un cierto número de diferencias importantes de grado. Los últimos decenios han presenciado desarrollos en lógica anteriormente imprevisibles. Un montón de lógicas difusas alternativas se han aplicado exitosamente a muchos campos científicos. Por otro lado han nacido las lógicas paraconsistentes (aquellas que tienen una negación, `~', para la cual no es válida la regla de Cornubia). A mi juicio el más brillante futuro aguarda a aquellas lógicas que son a la vez paraconsistentes y difusas, pues pueden habérselas con grados de verdad sin abandonar ni el tercio excluso ni la no-contradicción para todas y cada una de las negaciones. (Nótese que el que sea paraconsistente un sistema no entraña que eche por la borda el principio de no-contradicción; tampoco vale el entrañamiento inverso, según es ampliamente sabido desde la lógica trivalente de Łukasiewicz en los primeros años veinte. Más cerca de la verdad está la afirmación opuesta: los sistemas de Łukasiewicz no son paraconsistentes, al paso que modificarlos de tal manera que así se restituya validez al principio de no-contradicción forzosamente dará por resultado un sistema paraconsistente, o incluso, en ciertas condiciones, un sistema contradictorial en el que hay algún teorema, p, tal que Np también sea un teorema.)

Lo que une a la difusidad con la paraconsistencia es la regla de apencamiento, a saber que cuanto es, hasta cierto punto por lo menos, así-o-asá es así-o-asá. Con otras palabras, lo que es no enteramente falso es verdadero. Extrañamente, quizá, esa regla, o principio, viene a menudo alegada como un motivo para rechazar enfoques difusos o gradualistas. Sin embargo, es conciliable con un enfoque difuso, con tal de que sea uno paraconsistente.


§6.-- Conclusión: la revolución en lógica y los cambios revolucionarios en las ciencias

La mayoría de los lógicos siguen todavía aferrados (¿por cuánto tiempo?) a lo que me parece un paradigma obsoleto, el de la superconsistencia, el rechazo de toda inconsistencia negacional. Es más, la mayoría de ellos también rechazan las lógicas difusas y similares. Fuera del campo profesional, muchos filósofos están desconcertados por tales desarrollos lógicos, que les suenan a cuentos de hadas. No obstante, las innovaciones plasmadas en las nuevas lógicas son de hecho relativamente pequeñas. Aunque ninguna ley lógica es unánimemente aceptada por todos los sistemas (aun el principio de identidad está cuestionado en una lógica schrödingeriana), cada sistema acepta una buena parte de las tesis y reglas que se admiten clásicamente; conque los conflictos entre la lógica clásica y los nuevos sistemas no obstan a un amplio margen de acuerdo. Viene así logrado un grado considerable de conservadurismo. (Quienes son adeptos del funesto principio del «todo o nada» se echarán las manos a la cabeza ante la idea de que una revolución sea conservadora, o de que una posición pueda ser conservadora y revolucionaria a la vezNOTA 14.)

Y sin embargo el resto de las revoluciones científicas palidecen al lado de la renovación en lógica actualmente en curso, ya que ésta no puede por menos de repercutir en todos los campos y las actividades de investigación. La filosofía p.ej. puede ganar mucho al ver así ampliado el abanico de alternativas, anteriormente excluidas de antemano (por ilógicas). Problemas que parecían reacios a cualquier tratamiento satisfactorio pueden así recibir soluciones nuevas, anteriormente inconcebibles --salvo para filósofos ajenos al campo de los adeptos de la lógica ortodoxa (filósofos como Platón, o Nicolás de Cusa, o Hegel). Atrévome, pues, a decir que los lógicos paraconsistentes hemos ido más allá de todos los audaces sueños innovadores de los iconoclastas irracionalistas. Mas no somos iconoclastas. En muchos aspectos tenemos una manera muy conservadora de ver las cosas. Y eso mismo les sucedió a Galileo, a Leibniz, a Lobachewski, a Einstein, y a todos los innovadores científicos. Sólo los charlatanes irresponsables salen con propuestas que pretenden ofrecer algo completa y absolutamente nuevo.

Siendo un revolucionario en lógica, siento viva simpatía por los innovadores en otros campos científicos. Ya he mencionado la urgente necesidad de una propuesta revolucionaria en la física. Desde la lógica transitiva también se han sugerido nuevas ofertas de lo que podrían revelarse maneras interesantes de abordar la lingüística y algunas ciencias sociales (historia, teoría política, economía, teoría del derecho)NOTA 15. Pienso también que autores como Feyerabend han hecho una buena labor de desbrozar camino, al denunciar el pernicioso ultraconservadurismo académico. Sin embargo no hay por qué decir adiós a la razón. Al hacerlo, ellos mismos disminuyen las perspectivas de éxito de su propia empresa, ya que la mayoría de la gente sensata rechaza airadamente la idea de abandonar la razón o aun la de romper con el conjunto de métodos racionalmente aceptables según está entronizado en la comunidad de expertos. Espero que este trabajo haya mostrado que es factible y mucho más atractivo un conservadurismo revolucionario, firmemente racionalista.

Termino con una advertencia. He insistido en que la mayoría de las diferencias son de grado. Mas eso no significa que reemplace las viejas concepciones de todo-o-nada por una que propugne un magma indiferenciado. Tal obliteración sería otro modo de abogar por el principio de que todo vale. Si todas las diferencias de grado carecieran de importancia y de significación, entonces, sí, mi enfoque, a fin de cuentas, vendría a ser una variedad de ese nefasto nihilismo. Mas no, la lección que hay que aprender es que los grados tienen importancia. Y, no obstante, son lo que son, meros grados.








[NOTA 1]

A lo largo del presente artículo comento --unas veces explícita y otras implícitamente-- la segunda edición de Against Method de Paul Feyerabend (London-New York: Verso, 1988). Feyerabend es consciente del carácter paradójico de su nihilismo metodológico plasmado en la divisa «Anything goes», y trata de disiparlo aduciendo que, al igual que cualquier otro, ese principio tiene vigencia sólo en el marco de una situación investigativa concreta (véase el Prólogo, págª vii).


[NOTA 2]

Ver: Peter Unger, «I Do Not Exist», ap. Perception and Reality: Essays Presented to A.J. Ayer, ed. by G. F. Macdonald, Macmillan, 1979, págªs 235ss. Ver también: «Why There Are No People», Midwest Studies in Philosophy IV, 1979; y «The Problem of the Many», Midwest Studies in Philosophy V, 1980, págªs 411ss.


[NOTA 3]

Ver su reciente libro The Ontology of Physical Objects, Cambridge U.P., 1990.


[NOTA 4]

Ver B. Allen «Demonology, Styles of Reasoning, and Truth», International Journal of Moral and Social Studies 8/2 (1993), págªs 95ss.


[NOTA 5]

Ver de Ian Hacking «Styles of Scientific Reasoning», ap. J. Rajchman & C. West Post-Analytic Philosophy, N.Y.: Columbia U.P., 1985.


[NOTA 6]

Una teoría del conocimiento quineana, según líneas como las aquí esbozadas, la he propuesto en Hallazgos filosóficos, Salamanca: Ediciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 1992, págªs 87 ss.


[NOTA 7]

Las más célebres objeciones contra el holismo de Quine (o quizá todas) parten de ignorar los grados. Esgrímese que quienquiera que diga que el marido de Juanita es soltero, p.ej., tiene forzosamente que estar usando las palabras en un sentido diverso de aquel en que solemos usarlas; puede que use `marido' como usaríamos `compañero' o `concubino', o que use `soltero' en algún sentido muy suyo. Todo eso parece paradigmático. ¿Lo es? ¡Bueno, sí y no! No tanto como lo creían los formuladores de la objeción, Strawson y Grice. Hay grados de soltería y de maridaje. Porque esas cualidades y relaciones son estados institucionalizados que comportan múltiples facetas, cada una de las cuales es susceptible de variaciones de grado, y además no todas las cuales entran en la misma medida en la determinación del grado composicional o final de posesión de la propiedad o relación de que se trate. No hace falta ir muy lejos. Piénsese en dos ciudadanos españoles que en la España de 1960 vivieran juntos habiendo contraído matrimonio civil en Francia, o que lo hubieran hecho en Valencia en 1938. ¿Solteros? ¿Casados? ¿O medio-medio?


[NOTA 8]

En su comentario de discusión a un trabajo mío presentado en la Conferencia anual de SOFIA, en Salamanca, el 27-06-1991. Agradezco mucho esas objeciones a Sebastián Álvarez Toledo, pues me han ayudado mucho a pergeñar mejor mi posición al respecto.


[NOTA 9]

En cualquier caso la objeción no comporta una visión positivista, ni un repudio de la metafísica, ni nada por el estilo.


[NOTA 10]

Ver Jon Barwise, The Situation in Logic, Stanford: CSLI, 1989. La teoría de los conjuntos o cúmulos no-bien-fundados hállase en. Peter Aczel, Non-Well-Founded Sets, Stanford: CSLI, 1988. Una crítica a esa teoría se encuentra en: W.D. Hart, «On Non-Well-Founded-Sets», Crítica Nº 72 (dic. 1992), pp. 3-21.


[NOTA 11]

Véase el capítulo 1º de la Sección IV, titulado «Cúmulos desfondados», de Rudimentos de lógica matemática, Madrid: Servicio de Publicaciones del CSIC, 1991, págªs. 257ss.


[NOTA 12]

Ver «¿Lógica combinatoria o teoría estándar de conjuntos?», Arbor 520 (abril 1989), pp. 33-73.


[NOTA 13]

Es curioso que los irracionalistas o anarquistas metodológicos --dispuestos a abandonar cualquier canon o criterio vinculante-- no siempre hayan reparado en la posibilidad de utilizar lógicas alternativas en la evaluación de las inferencias correctas en la investigación científica. Y sin embargo qué teorías quepa reputar aceptables depende, obviamente, de la opción por una u otra lógica. A veces Feyerabend parece muy lúcido en este particular. Así, p.ej., (op.cit., págª 5) descarta como irrazonable (¡y eso en nombre de un adiós a la razón!) la `condición de consistencia' y, a propósito de las teorías de Niels Bohr, critica la `consideración pueril de que una contradicción «entraña» cualquier cosa', aduciendo que eso se basa en some rather simple-minded rules of derivation, quejándose al respecto de la tiranía de la lógica (págª 15, n.1). Más lejos (págªs 204-5) defiende la pluralidad de sistemas lógicos, llegando a sostener que hay enunciados que juegan un papel importante en disciplinas científicas establecidas sólo si son autocontradictorios. Feyerabend llega incluso a reconocer (págª 253) que una buena teoría científica puede tener contradicciones, que el mundo puede que sea contradictorio. Propugna al respecto un cambio de las reglas de inferencia. ¡Magnífico! Desgraciadamente no nos dice cómo sería la lógica adecuada. Como siempre, Feyerabend atrae y repele. Pretender sacudirse el «yugo» de la lógica es una actitud irracional e irrazonable; argumentar racionalmente a favor de esa dizque emancipación es un proceder autoderrotante. Mas, en medio de la escoria, hay oro en los atisbos o vislumbres de Feyerabend. Claramente presiente la aplicabilidad y significatividad de las lógicas paraconsistentes. Resulta irónico que los alegatos del propio Feyerabend sólo conduzcan a las conclusiones irracionalistas que él quiere sacar si se emplean precisamente esas mismas «reglas de derivación simplonas» de la lógica clásica que él condena, las cuales son solidarias de la regla de Cornubia que él --certeramente-- rechaza.


[NOTA 14]

El «o...o» puede interpretarse como comportando una exclusión mutua de los disyuntos. Hoy quizá todos los lógicos creemos que el `o' nunca comporta de suyo tal exclusión, sino que el que se lo asocie con ella se debe a su frecuente empleo en contextos en los que la misma viene de algún modo conversacionalmente vehiculada. Mas cierto empleo enfático, contextualmente condicionado, del `o...o' sí connota exclusión; así esgrimen sus principios disyuntivos, `¡O lo uno o lo otro!', quienes se aferran a los dogmas clasicistas. Cabría responderles: sí, lo uno y lo otro, cada uno de ellos en cierta medida; como ambos, uno de ellos; como uno de ellos, el uno o el otro --e.d.: lo uno o lo otro. Mas sin el énfasis que los clasicistas ponen en el reiterado `o' para sugerir una total incompatibilidad. Que no haya total incompatibilidad no significa, empero, que haya total compatibilidad, claro está. En la medida en que lo uno, no lo otro.


[NOTA 15]

Ver: «La atribución como función sintáctica y algunos problemas de método en lingüística», Revue Roumaine de Linguistique 34/6 (Bucharest, nov-dec. 1989), pp. 531-54; «Phonology», apud Handbook of Metaphysics and Ontology, comp. por H. Burkhardt & Barry Smith, Munich: Philosophia Verlag, 1991, pp. 703-6; «In Defense of Full-Scale Planning», Science and Society 57/2 (New York:

Guilford Press, summer 1993), pp. 204-13.