§0.-- Introducción
En este trabajo voy a emplear el vocablo `religión' de una manera no técnica. Remítome al uso común, a sabiendas de las dificultades que conlleva y de la vaguedad que comporta. Cualesquiera que sean esos problemas, algo sin duda obvio es que en algún sentido ese uso común tiene que ser bueno; es más: que ha de ser «el» bueno, aquel al que se remitan todas las concepciones de la religión que ofrezcan interés filosófico. Cabrá caracterizar de maneras muy precisas ciertas actividades a las que uno será muy dueño de reservar, en exclusiva, el calificativo de `religión'; pero lo que determina el interés genuinamente filosófico del tema puede perderse con tal maniobra, ya que ese interés viene dado por estar en la encrucijada de temáticas antropológicas, epistemológicas, metafísicas, de filosofía del lenguaje y de teoría de la razón. Alguna de tales perspectivas puede venir reforzada reorientando el tema, o ciñéndolo mejor, pero en desmedro de otras de esas perspectivas. (Además, si en algo acierta una de las orientaciones a favor de cuya fecundidad voy a argumentar en este trabajo, es en que podemos vivir con lo difuso de nuestras expresiones sin que ello nos impida estudiar rigurosamente las propiedades, también difusas, que denotan.)
Voy a definir, en cambio, qué se entenderá aquí por un `enfoque paraconsistente'. Un enfoque de un ámbito de problemas puede ser o bien una teoría o bien un programa para construir teorías de cierta índole. Paraconsistentes son aquellos enfoques que toleran, como algo no forzosamente ilógico, la presencia de determinadas contradicciones. Al argumentar a favor del principio de no contradicción (o al creer que eso estaba haciendo), Aristóteles desliza implícitamente un supuesto, el de que, si uno acepta una contradicción, aceptará cualquier contradicción, cualquier aserto de la forma «p y no p». ¿Por qué? Porque --evidentemente-- lo que obstaría a aceptar, en primer lugar, la primera fórmula de esa forma que se hubiera aceptado sería no más el mero hecho de ser una contradicción, una fórmula así; caída esa barrera, desaparece el obstáculo y, entonces, ya nada puede estorbar la admisión de cada nueva contradicción que a uno se le ocurra. Esa actitud del Estagirita es la que ha caracterizado a toda la tradición peripatética, desde luego, pero, en este punto, hay que incluir en ella a todo el raudal de la tradición filosófica a excepción de unas pocas corrientes marginales, a veces subyacentes, a las que luego haré alusión. Esa tradición se aferra al principio de no contradicción pero entendiéndolo como rechazo de la contradicción --en adelante abreviado como RC.NOTA 1
Pues bien, es paraconsistente cualquier enfoque que rechace ese mismo RC, o sea que admita que pueden ser verdaderas ciertas contradicciones (no forzosamente todas, claro). En particular hoy es paraconsistente un tratamiento de problemas como los de una filosofía de la religión que dé cabida a ciertos asertos antinómicos y, para ello, ofrezca como lógica subyacente de la teoría por construir, no la lógica clásica --que es una lógica de cuño aristotélico--, sino una de las precisamente llamadas lógicas paraconsistentes.
En este trabajo voy a examinar razones para emplear lógicas paraconsistentes en el estudio de la religión. Aunque, cuando ese proyecto comporta una referencia a sistemas lógico-matemáticos, puede decirse que se inicia con un escrito del autor de estas páginas del año 1979,NOTA 2 en un sentido lato, y sin esos recursos, es característico de la manera de ver de Mircea Eliade y de muchos otros estudiosos de la religión. El planteamiento de antinomias no surge ad hoc en la mentes de ciertos lógicos deseosos de buscar aplicaciones a sus sistemas formales; ¡todo lo contrario!NOTA 3
§1.-- Reinterpretaciones caritativas de la coincidencia de los opuestos en lo divino
Que los relatos religiosos están plagados de contradicciones, al menos aparentes, eso lo sabe todo el mundo. Es la existencia de contradicciones lo que ha dado vida a la teología, como actividad desarrollada dentro de una comunidad de creyentes en alguna religión y destinada a ofrecer esclarecimientos. Es esa existencia también la que ha llevado a muchos a descartas las concepciones del mundo incorporadas en las creencias religiosas. Los teólogos suelen pensar que puede uno librarse de la contradicción mediante distingos apropiados. El descreído suele ser del parecer opuesto. Pero del surgimiento de la contradicción aparente, de eso no se disputa.
Pero no se han de confundir géneros de contradicciones que son bastante diversos entre sí. Unas son las contradicciones que podríamos respuesta banales, acaso ocasionales, seguramente involuntarias, como cuando un novelista se contradice y, después de habernos dicho que la enfermedad de tal personaje era una hepatitis, se le olvida nos dice que había sido nefritis. Muchas de las contradicciones achacadas, con razón o sin ella, a los cuerpos de creencias religiosas y a sus plasmaciones textuales son de esa índole. Se han estudiado (y la exégesis ha derrochado ingenio y pericia en tal labor) las contradicciones de ese tipo en los evangelios canónicos, incluso en el corpus de los sinópticos. En religiones cuyos textos reconocidos son mucho más amplios y menos estrictamente delimitados, como el hinduismo, el número de tales contradicciones crece exponencialmente. Porque a la presencia de dos asertos uno de los cuales implica la negación del otro y que pueden atribuirse a descuido del autor habrá que añadir, cuando haya muchos autores, los que procedan de falta de acuerdo entre ellos, o de olvido por quien escriba después de lo que hayan escrito al respecto sus predecesores.
Que ello suceda así podrá verse como indicio de la precariedad y falibilidad de los textos en cuestión, y eso a su vez como motivo para no depositar en ellos la confianza que les conceden los creyentes respectivos. El argumento, como cualquier otro, dista de ser concluyente, desde luego, pues el creyente puede siempre acudir a procedimientos contextualizantes que restituyan a sus textos la autoridad que según ellos merecen. Sea como fuere no es ése el problema que deseo abordar aquí.
Más importantes que las contradicciones que cabe explicar o disipar de la manera recién indicada son las que no se prestan, o muy difícilmente, a ningún tratamiento así. Cuando en lo que no puede por menos de reconocerse como un solo y mismo fragmento --o incluso un enunciado conyuntivo-- vienen explícitamente atribuidas a Dios o a un dios propiedades opuestas, entonces hay que convenir en que la intención del autor del texto era la de afirmar lo que es, o se expresa como si fuera, una contradicción.
Una dificultad en este punto surge con relación a saber cuándo estamos en presencia de un fragmento y cuándo de varios. Y, además, la mayor parte de los «textos» en que se suelen plasmar los cuerpos de creencias religiosas son discursos orales, a menudo carentes de versiones canonizadas u oficializadas --me refiero a una oficialización reconocible como tal por cierto «consenso» de quienes formen la comunidad de creyentes respectiva; o tales que, de estar disponibles versiones así, ni sea muy alto ni su grado de canonicidad ni su grado de estandardización o normalización. En tales casos, resulta muy problemático asignar a tal secuencia de oraciones el estatuto de fragmento, ya que frecuentemente en los relatos pueden barajarse no sólo los fragmentos sino también sus enunciados componentes.
Sin descartar esas dificultades --que no son propias de este asunto, ni mucho menos--, queda en pie, aun con bordes desvaídos, esa diferencia entre contradicciones presumiblemente no buscadas y otras que es muy difícil achacar a la casualidad, al descuido, a la desatención o a la inconsecuencia. A éstas últimas voy a llamarlas contradicciones deliberadas. Nótese que la diferencia no coincide con la que se da entre contradicciones explícitas e implícitas, aunque en ciertos casos lo explícito de una contradicción pueda constituir una señal de que es deliberada.
Pero ¿son las contradicciones deliberadas más frecuentes en los discursos y textos religiosos que en los de otro carácter? ¿Surge algún problema particular de contradictorialidad con los discursos religiosos? Podría pensarse que no. Al fin y al cabo, la amenaza o al menos apariencia de contradicción inunda todas las facetas y todos los rincones de nuestro pensamiento, sin que quepa excluir ni siquiera los textos científicos: del cálculo infinitesimal de Leibniz al sistema de ecuaciones de Dirac en la física moderna, se ha alegado que muchísimas teorías científicas estaban cargadas de contradicciones. Y en nuestro hablar cotidiano sobre los más profanos temas abundan los enunciados que, por su forma al menos, son contradictorios, como `Pues lo quiero y no lo quiero'.
Es probablemente doble la razón por la cual muchos estudiosos de la religión han vista en un gran número de textos y discursos religiosos una presencia especial de contradicciones. Por un lado es una cuestión de grado. Sí, ciertamente, hay manifestaciones de tenor [al menos aparentemente] contradictorio en las más diversas y variadas actividades mentales, individuales y colectivas, del ser humano; pero, en eso como en todo, no pueden desatenderse diferencias de matiz y más que de mero matiz, sino que algún tratamiento especial parece requerido allá donde la contradictorialidad (o cualquier otro rasgo que haya que estudiar) adquiere una presencia singularmente destacada por su [mucho] mayor frecuencia y por el puesto destacado que ocupa dentro de los respectivos discursos (aunque hay que reconocer cuán difícil es proponer un procedimiento de medida para el grado de hincapié, e.d. aquel en que un enunciado o un fragmento estén recalcados, o destacados, dentro de un discurso). Por otro lado, hay un indicio de peculiaridad acaso irreducible de las contradicciones en la esfera de los relatos, textos y discursos religiosos: mientras que en otros terrenos las contradicciones deliberadas pueden hacerse estribar en gradualidades (y ello independientemente de que a la postre uno desee optar o no por un enfoque aristotélico que elimine la contradicción mediante paráfrasis), resulta problemática una estrategia así en lo tocante a las contradicciones religiosas.
La primer de esas dos razones es difícil de aquilatar. Cuando los estudiosos de la religión --o un cierto número de ellos, para ser más exactos-- han sustentado la tesis de que en las creencias religiosas, o en muchas de ellas, nos topamos con una coincidencia de opuestos, su tesis, como cualquier aserto, tiene un condicionamiento pragmático, a saber: el de que uno no profiere, como interesante e informativa, una afirmación sobre un tema a menos que tenga motivos para pensar que lo en ella afirmado es peculiar de ese tema, o por lo menos que no es un lugar común aplicable sin discernimiento a cualquier otro tema. Ello es obvio, pero no está de más recordarlo. Quien crea hallar igualmente por doquier y en cualesquiera asuntos una cierta determinación, de formas y en grados similares, no estará --en virtud de ese constreñimiento pragmático-- autorizado en la comunicación a afirmar como una tesis que en este asunto en particular que él ha investigado se da esa determinación. Por otro lado, un estudioso que enuncie una tesis así no se compromete con ella tampoco a admitir que la determinación de que se trate sea exclusiva de la esfera de problemas por él estudiada, ni siquiera ausente de la mayor parte de las esferas, incluso constatables a simple vista. Sólo que, entonces, estará vehiculando la idea de que, de un modo u otro, esa determinación se halla en la esfera de su propia competencia de una manera especial o con una intensidad mayor.
Sea de ello lo que fuere, más nos interesa aquí la otra razón: la que se refiere al hecho de que, aparentemente al menos, no resulta fácil hacer estribar las contradicciones con que nos topamos en los discursos religiosos en sendas gradualidades. Solemos hacer prolaciones como `Es mentiroso y no lo es', queriendo decir que lo es a medias, y tal vez más o menos según de qué se trate. Pero en los textos religiosos es a menudo dificilísimo recurrir a paráfrasis así (si es que son paráfrasis, que ese es otro problema, pues puede que sean explicaciones y no meras paráfrasis). Está a menudo recalcada con tal énfasis, de un mismo dios y en un mismo contexto, con relación a los mismos entes y bajo los mismos aspectos, que es benigno y malévolo, dulce y colérico, terrible y bondadoso, inasequible y accesible, indulgente y severo --para no hablar ya de miles de otros contradicciones que quizá podrían ser susceptibles de otras reinterpretaciones, menos literales y más caritativas--, que resulta implausible dar a tales prolaciones el sentido de meras matizaciones implícitas de gradualidad. El sentido más o menos obvio de muchos de esos textos y discursos parece s, antes bien, el de que el dios en cuestión posee cada par de determinaciones opuestas en cuestión de un modo especial: poseyendo tanto la una cuanto también la otra en un grado elevado, no meramente --que es lo que nos sucede a todos-- poseyendo la una en aquella medida en que no posea la otra, e.d. no meramente siendo sólo hasta cierto punto colérico aunque también tenga cierto grado de mansedumbre.
Cae fuera de los límites de esta comunicación el examinar ni aun por encima el género de evidencia textual que ha llevado a esa visión de las religiones como regiones donde se plasma un pensar especialmente contradictorio, una destacada y peculiar coincidencia de opuestos, a muchos estudiosos como Mircea Eliade y quienes han seguido sus orientaciones metodológicas. No pretendo que sus conclusiones hayan sido unánimemente aceptadas por todos los especialistas, ni que se sustraigan a lo debatible. Para mis propósitos en esta comunicación bástame con que esos puntos de vista estén --como parecen estar-- revestidos de cierta plausibilidad y gocen de apoyo evidencial indesdeñable, aunque no irrecusable.
Antes bien lo que voy a hacer ahora es pasar revista a las maneras de habérselas con ese fenómenos (suponiendo que se da) de la particular presencia de contradicciones en los discursos y textos religiosos.
Una primer y muy higiénica actitud consiste en cortar por lo sano y desembarazarse de esos cuerpos enfermos que son los citados textos y discursos, productos achacosos de un pensar ilógico e irracional. Es la actitud de los ilustrados del siglo XVIII. De Montesquieu a Voltaire podemos seguir líneas de razonamiento similares a esa, adornadas con las amenidades de la mejor literatura francesa. Pero el autor que prefiero en este punto es el conde Volney, cuyo magistral libro Las ruinas de Palmira ha sido, con todo mérito, el más persuasivo panfleto de la propaganda antirreligiosa --y no merecería caer en el olvido ahora, en una época de indiferentismo en la cual ni la creencia ni la descreencia se toman en serio. Volney lleva a cabo un tour de force al aunar en un mismo corpus una multiplicidad de relatos de diversas religiones. Si se lo acusa de desconocer que para los adeptos de una religión sólo ella es verdadera, puede responder que eso mismo dicen los de las demás y que, desde fuera, tanta o tan poca razón hay para optar por una como la haya para optar por otra: la «razón» es que nos predican e instan a que comulguemos con su religión, pero cada religión es tal que somos estimulados y animados a comulgar con ella (por sus respectivos predicadores). No habiendo, pues, motivo fundado para optar por una con preferencia a otra, puestos a optar por una religión, habrá que optar por todas; y ello significa precisamente aunarlas de la manera aludida. (No estoy queriendo decir que este razonamiento esté explícitamente expuesto en las páginas del libro citado.) Y entonces hallaremos tal mies de contradicciones que todos los segadores serán pocos. En virtud del RC no nos quedará otro remedio que rechazar de plano la obediencia a las religiones.
Por otro lado, y aun sin ese procedimiento del conde Volney, cabe sospechar que muchos cuerpos de creencias religiosas se han formado por amalgama (de hecho abundan en la bibliografía de los especialistas los argumentos a favor de la fusión, de los préstamos etc.). Amalgama o no, las contradicciones están ahí y han sido vistas por muchos como razón suficiente para el descrédito de las religiones. Si hoy no hallamos ese tipo de argumentos tan de moda como algún tiempo atrás es por el menor interés que ofrece hoy la irreligión, en el clima de indiferentismo al que aludía más arriba.
Otra actitud --diametralmente opuesta pero que comparte el mismo supuesto del RC-- es la de los exégetas caritativos. Seguramente ninguna religión se ha destacado en la producción de autoexégesis así como la cristiana, y dentro de la cristiana la ortodoxia calcedonia en sus tres líneas dominantes del catolicismo romano, las iglesias bizantinas y el protestantismo luterano. Esas tradiciones procedieron primero a una conveniente depuración de textos. Pero como aun en los que quedaban era tan exuberante la floración de contradicciones, se tomó prestado a la filosofía el método de Aristóteles, con sus ajustados distingos: la misma persona de Jesús es hombre y Dios, pero según distintos respectos, pues no es que tenga una doble naturaleza divino-humana (como sostenían [algunos de] los llamados monofisitas), sino que tiene, por un lado, la humana y, completamente separada y aparte, la divina. Igualmente cada aserto que de Él se haga habrá de hacerse o bien κατþ φþσιν o bien κατþ oþσþαν. Disípanse así las desgarrantes contradicciones de esa persona divino-humana, ignorante e infinitamente sabia, débil e infinitamente fuerte, pobre y poseedora de todo. Al césar lo que es del césar. El reparto entre las dos naturalezas, así entendido, soluciona los problemas.
Claro que sería injusto achacar a bulto a toda esa tradición el empleo de esos procedimientos aristotélicos. Dentro de la ortodoxia bizantina siempre hubo una corriente que tendía, más que a deslindar (dignoscitivamente), a ligar y a ver la dualidad de naturalezas como una posesión doble de naturalezas, de tal manera que le fueran atribuibles, sin restricciones ni «en-cuantos», todas las determinaciones de la una y también las de la otra. Vemos esa tendencia en la escuela de Alejandría, desde Cirilo (cuyas reticencias frente a la fórmula calcedonia son bien conocidas) hasta Máximo el Confesor.
En cambio, en las corrientes «occidentales» --romana y germánica--, la depuración ha ido más lejos. De ahí que se haya visto con muy malos ojos a figuras como Juan Escoto Eriúgena, que se situaban en la línea de la patrística griega.NOTA 4 El aristotelismo occidental ha introducido pulcramente su bisturí cada vez que asomaba una contradicción para separar netamente aquel aspecto en el que se aplique una afirmación y aquel en el que se aplique la negación correspondiente.
Sean cuales fueren los méritos y los deméritos de ese planteamiento, tampoco ha resultado satisfactorio para todos. Otro enfoque ha sido el de los neodepuradores, quienes han optado por someter a purga los textos. Dentro del cristianismo, p.ej., se encuentran actitudes como las de d quienes han procedido a limar y raspar las escrituras, invocando unas u otras razones. Tal tendencia empieza en el Renacimiento, y dudo que haya dado mucho de sí para un propósito como el aquí considerado. En cualquier caso, una nueva secta de «renacidos» puede siempre alegar la presunta corrupción escritural en la tradición y, acogiéndose a algún principio --aunque sea ad hoc (no será mucho más ad hoc de lo que lo son tantos y tantos principios que se invocan a favor a teorías científicas y filosóficas)--, obtener un nuevo texto expurgado y exento de contradicciones.
Como saltan a la vista los inconvenientes de ese procedimiento también, cabría emplear otro --que, sin embargo, y desgraciadamente, no ha sido, que yo sepa, propuesto por nadie--, a saber: utilizando algo así como la teoría de los objetos de Meinong (pero de una manera diferente de la que luego veremos que puede emplearse dentro de un enfoque paraconsistente), admitir (como no ilógico) el principio [atribuible a Meinong] de caracterización, a saber: que el ente [que venga introducido o presentado como siendo] así o asá tiene efectivamente la propiedad o determinación de ser así o asá; pero con la precisión de que no forzosamente de desprende de que un ente tenga la propiedad de ser así o asá que ese ente es así o asá(el que sí se desprenda esto podemos llamarlo regla de caracterización).NOTA 5 Si tenemos un sistema con el principio pero sin la regla de caracterización, será un sistema meinongiano débil. En cambio un sistema el principio y con una versión restringida de la regla será un sistema meinongiano fuerte. Lo que no puede haber es un sistema que tenga a la vez y sin restricciones tanto la versión íntegra del principio como la de la regla; ese sistema sería delicuescente, e.d. en él cada oración (sintácticamente bien formada) sería a la vez una tesis (afirmada). Pero de que no sea posible tener (a menos de caer en lo peor que le puede pasar a un sistema: la delicuescencia) un tratamiento con ambas cosas, regla y principio, en sus versiones plenas y sin restricciones, de eso no se sigue que no quepan tratamientos que contengan ambos pero en versiones restringidas o matizadas. P.ej. cabe una versión a cuyo tenor, si el tener la propiedad A implica el tener la propiedad B, entonces cada ente que tenga la una tendrá la otra (esto puede parecer una simple tautología, pero no lo es: no es demostrable en los sistemas de lógica de primer orden).
Es más, el tratamiento débilmente meinongiano que estoy ahora conjeturando podría contener alguna versión muy matizada de la regla de caracterización, una versión que evitara el surgimiento de contradicciones. Dentro de un tratamiento así, podría decirse que, si el dios Tal, en tal religión, es introducido o presentado como el que posee estas y aquellas características, entonces tiene efectivamente la propiedad de poseer tales características; pero de ahí no se seguirá forzosamente que tenga las características en cuestión (aunque sí podrá seguirse eso en muchos casos). Apliquémoslo al problema de la dualidad de naturalezas de Jesús en la tradición del cristianismo niceno: cabrá ver en la atribución a esa persona de ambas naturalezas, no una mera predicación, sino una genuina definición, puesto que el creyente de esa tradición --que, desde luego, no ha sido ni mucho menos la única dentro de quienes se han considerado cristianos-- seguramente entiende su aserto al respecto como definitorio de quién es esa persona; pero entonces la persona de Jesús tendrá la propiedad de ser un hombre y tendrá la de ser Dios; como la primer de esas dos propiedades implica la de ser ignorante y falible, al paso que la otra implica la de ser omnisciente e infalible, esa persona tendrá tanto la propiedad de ser lo uno como la de ser lo otro. Mas nótese que eso todavía no es ninguna contradicción, aunque pueda parecer que sí lo es: incluso si añadimos que el tener la propiedad de ser infalible implica el tener la propiedad de no ser falible, todo aquello a lo que llegamos es a que esa persona tendrá tanto la propiedad de ser falible como la de no serlo. Pero «X tiene la propiedad de ser así o asá y tiene la propiedad de no ser así o asá» no es ninguna contradicción. De esa frase sólo se deduce una contradicción si añadimos la regla de caracterización. Esta última regla puede el adepto de un enfoque meinongiano débil admitirla con reservas y restricciones, gracias a las cuales quede fuera de su ámbito el dominio de lo religioso. Así, nuestro meinongiano llegaría a la conclusión de que la persona divino-humana de Jesús tiene propiedades tales que, para entes de nuestro entorno habitual --entes al alcance de nuestra mano por decirlo así-- tener la una entraña no tener la otra.
Hoy, cuando tantos filósofos están encandilados con el género de tratamientos desarrollables dentro de la línea inaugurada por Meinong, resulta un poco sorprendente que nadie haya propuesto ningún enfoque así de las dificultades de todos conocidas en filosofía de la religión, sino que se suele pensar que, si tales dificultades han de ser solucionables, habrán de serlo no ya dentro del marco de la lógica clásica sino también sin acudir a ningún tipo de procedimientos como los que brindaría un enfoque meinongiano; e.d. que la regla de caracterización no podrá ser sometida a restricciones, sino que el ente que tenga la propiedad de ser así o asá será así o asá y comoquiera que tenga que s, en general, un ente para ser así o asá (e.d. no sólo tendrá todas las propiedades implicadas por cada una de las que tenga, sino que, para cada una de las propiedades que tenga, la de ser así o asá, será efectivamente así o asá). Eso puede aceptarse como un artículo de fe superclasicista, pero quienes creen en él ni siquiera se han percatado de que es un supuesto implícito de sus enfoques y de que merecería un mínimo de atención, si no argumentación a su favor.
Hay otra actitud posible que es quizá la del propio Mircea Eliade: lo divino estaría más allá de la lógica, tal vez más allá de las lógicas, de cualquier lógica en general. No ha de andar muy lejos de esa tesis lo que piensa sobre Dios o lo divino el último Heidegger. Por ahí desembocamos en las múltiples versiones del irracionalismo y el inefabilismo. En vez de que hayamos de cambiar de modos de pensar para poder pensar lo divino, sencillamente es que lo divino escapa a cualesquiera modos de pensar: lo que hay que hacer es no-pensarlo, sino abrirse a ello, en una actitud que transciende cualquier estado mental y de la cual tampoco habría nada que decir, pues tampoco ella sería pensable ni efable en absoluto; el pseudodiscurso en el que se dijera eso sólo tendría una mera apariencia discursiva, ya que no sería un hablar. No valdría objetar a quien desee ver así las cosas (o más bien posicionarse así relación a las cosas) que de todos modos no dice algo, sólo que incoherente: esa incoherencia no le molestaría nada, sino que ratificaría su tesis de que el lenguaje y el pensamiento fallan al querer alcanzar lo para ellos inalcanzable: los pseudodiscursos los que llegamos Allá serían andamios desechables una vez instalados en la inefabilidad del contacto transmental con lo divino.
No entra en mis pretensiones discutir, ni aquí ni en otro lugar, ese tipo de posiciones (más de lo que lo hice en el pasado). A quien haya ya estado dispuesto a llegar a ellas (y seguramente siga estando dispuesto a permanecer en ellas) no creo que puedan convencerlo de nada las razones que yo dé para no ir hasta allá. A los demás lo que les resultará más provechoso será ver que hay alternativas, que ese irracionalismo no se impone como salida forzosa ante dificultades con las cuales la razón no tendría cómo bregar.
§2.-- El enfoque meinongiano (udenista) de Richard Sylvan
Aunque ya he dicho que proliferan hoy los enfoques neomeinongianos, éstos se suelen aplicar principalmente al tratamiento de los entes de ficción. Quizá por no ofender, por no hablar de lo religioso como ficticio, no se suelen los filósofos que profesan una u otra variante del neomeinongianismo pronunciar acerca de la aplicabilidad de sus respectivos tratamientos a problemas de filosofía de la religión. Sin embargo, por las razones invocadas en la apartado precedente, los problemas de una comprensión racional de la religión son específicos y más espinosos que los que puedan afectar a otros géneros de discursos legendarios o literarios. Muchos personajes literarios vendrán afectados, ciertamente, por contradicciones, pero las más veces o se trata de contradicciones que radican en sendas gradualidades o bien son contradicciones eliminables con interpretaciones caritativas no forzadas o achacables a descuido u olvido. Los discursos religiosos frecuentemente impiden, por su propio tenor, la aplicación de tales estrategias elementales.
Pero hay un autor que no ha titubeado en proponer (aunque en su tratamiento eso es sólo marginal, episódico) para problemas de filosofía de la religión la aplicación de su propio enfoque meinongiano. Éste consiste en lo siguiente. Por un lado se prescinde de la lógica clásica, que viene reemplazada por una lógica relevante, o sea una lógica en la que se cumple la condición de que no cabe deducir una conclusión de premisas en cuyo significado no esté encerrado el de la conclusión. A tenor de ese requisito de relevancia se descartan teoremas de la lógica clásica como el de que, si algo es verdad, entonces es también verdad que, si tal otra cosa existe, la primera es verdad; p.ej. que, si hay trigo en Orihuela, entonces si llueve hay trigo en Orihuela. Frente a ese principio (que se llama Verum e quolibet) se alega que, p.ej., suponiendo que de hecho está siendo verdad que mañana me iré a León, cabría deducir a tenor del principio de marras que, si me muero esta noche, mañana me iré a León.
No voy ni tan siquiera a aludir a la abundantísima bibliografía que contiene discusiones sobre este asunto.NOTA 6 Básteme decir que, a pesar de lo raro que puedan sonar tales conclusiones a primera vista, la abrumadora mayoría de los lógicos seguimos (erre que erre, tal vez) apegados a esos patrones de razonamiento (como el Verum e quolibet), siendo como somos del parecer de que abandonarlos conllevaría un debilitamiento nocivo del arsenal de reglas de inferencia útiles y objetivamente correctas.
Una lógica relevante será también paraconsistente, en el sentido definido más arriba (en el §0). Ya el mero hecho de profesar una lógica relevante da un enorme juego, aun sin el añadido de otros recursos adicionales. En el asunto a aquí nos ocupa, permite aceptar, por lo menos como no forzosamente absurdas, como no forzosamente ilógicas, las creencias religiosas de los pueblos cuyo análisis revele contradicciones. Empezando con las propiedades opuestas de Vishnú, de Osiris, de Jano o de Ceres, p.ej., nada nos impedirá pensar lógicamente que cada uno de ellos tiene las propiedades que se le atribuyen, y que es según lo dicen sendas atribuciones de propiedades. E igualmente la persona divino-humana de Jesús en el cristianismo niceno será y no será Dios, será ignorante y no lo será, morirá y no morirá, etc. Todo eso puede parecer raro, pero no será absurdo, puesto que el mero hecho de que un aserto sea contradictorio no constituirá ya por sí solo una razón fundada para rechazarlo. Uno seguirá siendo muy dueño de creer en todo eso o no, pero no podrá invocarse a lo Voltaire, la mera presencia de tales contradicciones en la doctrina para rechazarla automáticamente. Serán menester otros argumentos.
Sin embargo, no es ésa la versión de un tratamiento de filosofía de la religión que va a esbozar Sylvan en su libro. Y hay una razón poderosa para que no lo sea. En primer lugar, la concepción resultante parece muy muy alejada de los propósitos de los creyentes de las religiones respectivas. En el caso de la que más familiar nos es, está claro que los cristianos nicenos no quieren decir ni admitir que la persona de Jesús no es Dios, sino que juzgan a ese enunciado como la peor herejía (por decir algo que, tirando del hilo, podría llevar a una formulación así --y aun eso con matizaciones-- habían condenado los nicenos a los arrianos y a los homeousianos). Ni siquiera admitirían que esa persona es Dios pero no plena o completamente, ni nada que sonara ni remotamente así. Dentro del cristianismo niceno sólo la corriente monofisita admitiría, por otro lado, que esa persona no es completamente humana, o que no es hombre del mismo modo en que lo somos nos demás (ésa fue la llamada herejía del pobre Eutiques, que hoy profesan las iglesias de Armenia, Egipto y Etiopía).
Por otra parte, un tratamiento así, que no difiriera de los habituales dentro de la lógica clásica más que por la eliminación de principios como el de Verum e quolibet podría, sí, dar cabida a las religiones --en verdad no forzosamente a una sola, sino a todas--, en su tenor literal incluso, y hasta dentro de cada una a cualesquiera herejías, curando en teoría los cismas en la pacífica reconciliación de la relevancia que tantas cosas tolera. Lo malo de la relevancia es que para todo parece tener cabida salvo para el rechazo. Esto no es baladí. Normalmente el rechazo de un punto de vista suele ir asociado a algún género particularmente fuerte de negación de dicho punto de vista; p.ej. a una negación fuerte, que emplee, no la mera y desnuda partícula `no', sino algún recurso más potente, como el de reforzar esa partícula con la locución reforzativa `en absoluto', u otra similar. Pero eso no es posible si aceptamos la relevancia, porque, a través de esa negación fuerte, se nos metería por la ventana lo que hemos echado por la puerta, que son los patrones de razonamiento exentos de relevancia, como el ya citado Verum e quolibet. Una lógica relevante tiene su pro y su contra, pero lo que no cabe es tener las ventajas de la misma y a la vez disponer de una negación fuerte, de una negación capaz de expresar el rechazo dentro de nuestro sistema.
Pero entonces resulta que, si admitimos la relevancia, no es posible decir en el sistema que elaboremos nada que exprese rechazo. El rechazo será una actitud de firme y deliberadamente abstenerse [totalmente] de tal afirmación; pero abstenerse de decir no es decir nada, ni siquiera decir que no se dice (porque: no se dice ¿en absoluto? -- ese adverbio nos estará vedado por la relevancia).
Así, la relevancia, así sin más, sin otros recursos, puede reconciliar las diversas creencias religiosas e incluso irreligiosas, en lo que tienen de decible, y en lo que tienen de decible dentro de los propios moldes relevantistas, que excluyen negación fuerte(el relevantista habrá de someter a reinterpretación caritativa cada prolación con negación fuerte). Pero se le escapará lo que esas actitudes tienen de rechazo. Acaso Hegel hubiera encontrado muy satisfactoria esa solución (si no hubiera sentido demasiado disgusto por su formalidad matemática), pues él en efecto parece pensar que lo único rechazable, lo único no integrable en la Aufhebung, es la actitud de rechazo, que es puramente negativa.
El tratamiento esbozado por Sylvan va más allá, pues, de un mero profesar una lógica relevante, incluyendo procedimientos tomados, con adaptaciones, de Alexius Meinong. Su propia denominación de udenismo (en inglés `noneism': lo traduzco como `udenismo' por consejo de Francisco Miró Quesada) la debe a la tesis central de Meinong (aunque sobre la interpretación de Meinong hay demasiado escrito): que un objeto que, por definición, tenga tales o cuales características las tendrá sin necesidad (y en muchos casos sin siquiera posibilidad) de existir, ni de tener ningún género de positividad entitativa, aliquidad o como llamarse quiera; sin ser ni algo real ni algo ideal ni irreal, ni un aliquid sin entidad; sencillamente, decir que ese «algo», ese item u objeto, tiene tales características es lisa y llanamente decir que es verdad que es así; trátase de una vigencia veritativa que puede carecer de cualquier basamento óntico, sea el que fuere. Las verdades no son, sino que simplemente son-verdaderas, son verdades; lo son sin necesidad para que lo sean de que haya entes o de que no los haya, sin necesidad de que los entes que haya sean así o no lo sean, sin necesidad tampoco de que alguien piense en tales verdades; no es que las verdades constituyan una esfera óntica propia flotante, o un dominio de esencias puras, que serían entidades de cierta índole, sino que el comienzo y el fin de la historia está en eso, en su valer como verdades y nada más.
En otro lugar ha examinado las raíces históricas en la tradición filosófica de ese género de posiciones (género al que he denominado `esencialismo alético' y que, según he alegado, fue inaugurado por Aristóteles), comparándolo con otro tipo de planteamiento, parecido pero no igual, que he llamado `esencialismo óntico', inaugurado por los estoicos, quienes sí requerirían para cada verdad que aquello sobre lo cual verse tenga alguna positividad entitativa o aliquidad, aunque sea inexistencial.
Meinong --cuyo pensamiento ha de ser considerado en relación con el del primer Brentano y otros precursores de la fenomenología, así como el de Herbart-- venía por procedimientos así (que se compendian en su tesis del Aussersein, e.e. la independencia del Sosein respecto del Sein) a reconocer que lo que se defina de tal o cual manera es efectivamente de esa manera, aunque no sea nada de nada. El círculo cuadrado será un círculo cuadrado, será circular y será cuadrado. Son bien conocidas las airadas reacciones de Bertrand Russell contra ese enfoque y cómo cayó en descrédito. Sin embargo todo lo que cae en descrédito será rehabilitado, y hoy la opinión filosófica es con mucho favorable a Meinong.
¿Qué se hace el principio de caracterización en este marco? Sylvan señala con razón la catástrofe a la que llevaría postular sin restricciones el principio fuerte de caracterización, PFC, a cuyo tenor es así o asá aquello que [viene definido como teniendo la propiedad de que] es así o asá. Con tal formulación incorpora toda la fuerza del principio débil de caracterización, según lo formulamos más arriba, y de la regla de caracterización. En vez de aceptar el principio débil y restringir la regla, Sylvan hace otra cosa: admite el principio para cualquier propiedad que sea caracterizante. ¿Qué propiedades son caracterizantes? En este punto, y por una vez, su respuesta es un poco embrollada y titubeante (véanse págªs 255ss, 506ss del libro citado en la nota 5). Primero hay que excluir a las propiedades que no puedan ser poseídas por ningún objeto (no se dice: `por ningún ente). Luego, de las que quedan, hay que tomar como caracterizantes a las propiedades extensionales, e.d. aquellas cuya predicación respecto de algo no involucra a otros mundos posibles fuera de aquel en que habite dicho algo; sin embargo, respecto a las relaciones, habrá que distinguir entre el tener la propiedad de guardar tal relación con tal[es] ente[s] y el hecho de guardar efectivamente esa relación con esos entes; porque Su Excelencia Monsieur Eugène Rougon, personaje de Zola bien conocido, tendrá la propiedad de guardar con los archivos de la Legión de Honor la relación consistente en que su nombre figure en tales archivos, pero de ahí no se seguirá que de hecho guarde esa relación con los citados archivos --para comprobar que no bastará con ir a consultar esos archivos en París. Ahora bien, para cualquier propiedad, φ, la que sí será caracterizante será la propiedad de venir caracterizado como φ.
¿Qué sucede con la propiedad de existir? No es según Sylvan una propiedad caracterizante. Ya Meinong en su polémica con Russell había sugerido un distingo entre que algo exista y que sea existente --lo cual podríamos expresarlo, menos confundentemente, como que tenga la propiedad de existir. Tal vez el existir sea guardar una relación con el mundo posible en el que se dé ese existir. Tal vez sea una propiedad no extensional. En todo caso es una de las que no caen en el ámbito del principio de caracterización.
La que sí cae en dicho ámbito, por supuesto, es la de venir caracterizado como existente (o como existiendo). Del círculo cuadrado sabemos que es un círculo cuadrado; del ente que viene caracterizado como siendo un existente círculo cuadrado sabemos que viene caracterizado como un existente círculo cuadrado. Surgen, claro, problemas: ¿sabemos de él que es círculos y es cuadrado, y que viene caracterizado como poseyendo ambas cualidades junto con la existencia? Sylvan da muchas vueltas al asunto, y no voy a entrar en ellas. En todo caso refuerza incluso en un punto el principio de caracterización así: `Viene caracterizado como un ente así o asá el ente así o asá'. Claro que de que X venga caracterizado como siendo un ente así o asá no se sigue sin más ni que lo sea ni que venga caracterizado como un ente de tal o cual índole aun en el caso de que sea un teorema de lógica el que todos los entes así o asá son de tal o cual índole.
Aunque Sylvan no ha dejado zanjado el asunto en su libro, sino que prosigue sus tanteos al respecto en trabajos ulteriores, y a pesar de que --como lo va a ver el lector-- yo siento en general escasa simpatía por el udenismo y por los tratamientos meinongianos en general, en este particular no me parece justo atacar al programa de Sylvan alegando que no brinda al problema del principio de caracterización ninguna solución clara, simple, final y «de principio», o que lo único que hace es desplazar fronteras o problemas. Lo que pasa es que esos maximalismos del todo o nada deberían ser del gusto relevantista, cuya motivación filosófica fundamental es la de una dicotomía rígida entre lo analítico y lo sintético (sólo será de veras deducible, relevantemente deducible, una conclusión de unas premisas cuando sea analítico el enunciado de que, si son verdaderas las premisas, lo ha de ser también la conclusión; las lógicas paraconsistentes no relevantes comparten, en cambio, con la lógica clásica una noción de deducibilidad más llana: será deducible la conclusión si no es verdad que, siendo verdaderas las premisas, la conclusión sea [del todo] falsa). En ese sentido sí cabría dirigirle, en este punto, a Sylvan una objeción ad hominem. Pero en general creo que hay que ser modestos y sensatos, viendo que desplazar una dificultad es ya haber ganado terreno, y eso es bueno, aunque no se haya logrado (y aunque acaso nunca llegue a lograrse) una solución radical, plena y definitiva, satisfactoria desde todos los puntos de vista --ni a eso ni quizá a nada.
¿Qué nos dirá, pues, el enfoque udenista del Dios, del Dios que existe, del Dios que existe y es todopoderoso y es unitrino y se encarna en el hombre Jesús? ¿Qué nos dirá del Dios que es Vishnú y se encarna en Krisna? ¿Qué nos dirá de dioses mesopotamios que son antepasados de sí mismos, de Jano que es uno y dos a la vez? De cada uno nos dirá que viene caracterizado como un ente así o asá (según venga en cada caso caracterizado en las creencias respectivas). Que existe, no, eso no; sólo que viene caracterizado como existente. (Dicho sea entre paréntesis: Sylvan es ateo.) Pero, naturalmente, el Dios digno de adoración es digno de adoración, y tiene cualquier otra propiedad caracterizante con la cual se lo conciba en los relatos acerca de él y todos los cuales juntos vengan a formar como una gran definición o presentación o introducción.
D que el Dios así presentado sea digno de adoración por nosotros --o acaso más bien, sólo tenga la propiedad de serlo-- no se sigue, empero, que nosotros hayamos de adorarlo, que nosotros tengamos la propiedad de que sea digno de ser adorado por nosotros ese Dios. La conversión por pasiva no se aplica dentro del operador en cuestión, salvo con restricciones, y en un ámbito delimitado de propiedades y relaciones caracterizantes (la adoración es intensional, claro). El udenismo que aquí consideramos, al habérselas con el teísmo islámico, el cristiano o cualquier otro, o con el politeísmo romano, nos enseñará una serie de verdades objetivas sobre Dios y los dioses, incluso acerca de propiedades relacionales suyas con respecto a nosotros; mas no otras sobre propiedades relacionales nuestras con respecto a ellos.
Como teodicea, sin embargo, la cosecha es abundante. Esa teodicea de Sylvan, al precio de un aparato lógico-matemático un poquillo complicado, nos brinda unas soluciones teodiceicas a salvo de las impugnaciones contra las que se debatió Leibniz. Ahora queda firmemente asentado que Dios (el Dios cristiano) es infinitamente bueno, y sabio, y justo, etc.
Sylvan, en escritos posteriores, atribuye a su enfoque las virtudes de fundamentar un pluralismo radical. No un mero pluralismo epistemológico que muchos tenemos de que, como no podemos averiguar a ciencia [absolutamente] cierta, con argumentos contundentes y sin vuelta de hoja, qué teoría sea verdadera, hemos de ser tolerantes con teorías diferentes de la nuestra mas que cumplan un número de requisitos mínimos de rigor y argumentatividad; no, no sólo eso (y además precisamente no eso, pues Sylvan está más próximo al fundacionalismo epistemológico, al menos en lo tocante a verdades dizque a priori, que unos cuantos no admitimos ni siquiera que puedan existir), sino un pluralismo alético, por decirlo así, uno que otorga con amplísima generosidad el estatuto de verdad a las doctrinas, los sistemas del mundo, los idearios; con ciertas limitaciones y con el matiz de la paráfrasis, cuando sea preciso.
¿Es fructífero un enfoque así para una filosofía de la religión? A mí me parece que lo es, como lo es en todos los demás campos. Las ventajas que proclama Sylvan no son invención suya, ni mucho menos. Todas esas virtudes de la lógica relevante y del udenismo son bien reales. Puede verse no sin fundamento al enfoque de Sylvan como un enorme logro, como una metateoría que engloba, con ciertas reservas, a todas las demás, como uno de los enfoques menos mezquinos, menos sórdidamente exclusivista, de la historia de la filosofía. Las religiones, las leyendas, los sistemas metafísicos más dispares, todos pueden acogerse bajo ese manto pluralista --sin más, repito, que adaptarse mediante ciertas reformulaciones y restricciones en una serie de casos.
El más alto precio no son esas reservas (aunque el abandono de la conversión por pasiva y el no poder predicar existencia de Dios ni de los dioses han de inscribirse entre los factores que contribuyen a un saldo negativo), sino el que justamente todos o casi todos puedan guarecerse ahí, más o menos en tropel. Sus verdades no quedan englobadas en ninguna verdad que las subsuma o sistematice, sino que estarán ahí yuxtapuestas, a partes iguales. A pesar de no suscribir, por esa razón, el programa udenista, exhorto a quienes no compartan mis escrúpulos, o no en tan alta medida, a trabajar en ese programa, que sería a mi juicio el más razonable si no hubiera otro disponible y menos aquejado por esos defectos (aunque he de reconocer que a cambio tampoco puede ofrecer todas las ventajas que posee el udenismo relevantista de Sylvan).
§3.-- El enfoque ontofántico
Este apartado va a constituir meramente una adaptación resumida de desarrollos que he expuesto en publicaciones previas, si bien el marco [onto]lógico de trabajo se ha modificado desde que aparecieron.NOTA 7
Este enfoque, que llamo ontofántico, es, igual que el de Sylvan, paraconsistente: permite, en ciertos casos, la contradicción. Su peculiaridad estriba en hacer consistir la contradictorialidad de las cosas en la gradualidad. La mayor parte de los objetos de nuestro entorno, incluidos nosotros mismos, somos contradictorios en esto y por esto: la posesión de propiedades en grados no totales, más el principio de apencamiento a cuyo tenor lo que es verdadero en algún grado es verdadero (o, dicho de otro modo, lo que no es del todo falso es verdadero).
La existencia de propiedades difusas es, así, la raíz de la contradicción verdadera. La contradictorialidad los inunda e impregna todo, ya que por doquier encontramos cosas inmersas en la gradualidad de la posesión de unas u otras propiedades. No es, entonces, nada peculiar de la divinidad la que surjan contradicciones al hablar de ella.
Lo que sí es peculiar del fenómeno religioso es eso de que las contradicciones no sean tan fáciles de hacer radicar en gradualidades. A diferencia de contradicciones de las cuales podemos dar cuenta alegando que la cualidad de que se trate es un asunto de grado, ese tipo de explicación parece forzado, si no improcedente, en la temática referida a lo divino. Un dios terrible y benigno a la vez no se nos presenta como sólo poseyendo la primer cualidad en tanto en cuanto carezca de la segunda. Eso sería una banalidad. El género de coincidencia de los opuestos que los estudiosos de la línea de Mircea Eliade han creído encontrar en lo divino va sin duda mucho más allá de eso.
Sí, pero ¿adónde va? ¿Adónde llega? Aquí es donde cabe ofrecer otra peculiaridad del enfoque ontofántico --si bien, en la modalidad con que ahora lo voy a hacer es algo nuevo, diferente de como lo propuse en trabajos anteriores. Dejemos de lado el principio de caracterización, que no jugará papel alguno en lo que sigue y que, desde el ángulo de este enfoque, tenemos buenas razones para rechazar. Tomemos en cambio el llamado principio de abstracción, PA. Este principio estipula que la propiedad de ser un ente así o asá abarca a este ente determinado, sea el que fuere, en la medida en que dicho ente sea así o asá. La postulación sin reservas ni restricciones del PA en la lógica clásica lleva a la catastrófica consecuencia de que la propiedad de Russell (la de abarcar sólo a cuantas propiedades no se abarquen a sí mismas) se abarca y no se abarca a sí misma; y, como en la lógica clásica vale la regla de Cornubia (a cuyo tenor del par de premisas «p» y «no p», sean las que fueren, se sigue cualquier conclusión), el PA acarreará conclusiones como la de que Irlanda es más pequeña que Australia.
En un sistema de lógica relevante como el de Sylvan es probablemente posible admitir el PA irrestricto. Pero no así en una lógica que, por muy paraconsistente que sea, tenga negación fuerte, e.d. una expresión que capture la locución `no... en absoluto' de la lengua natural. Y sin negación fuerte será muy difícil tener una lógica de las gradualidades, de las propiedades difusas.
Una de las maneras de resolver la dificultad suscitada por la paradoja de Russell es la que he propuesto recientemente: concebir que hay propiedades que son «catervas», e.e. que abarcan a más cosas que las que cumplan la condición característica definitoria de la propiedad en cuestión. Así pues, enunciaremos este PA: la propiedad de ser un ente así o asá abarca a cualquier ente que sea así o asá en la medida en que lo sea; y añadiremos, para una serie de casos, la otra mitad, la de que la propiedad de ser así o asá sólo abarca a los entes que sean así o asá. Esta otra mitad no vendrá postulada en general, sino sólo para un ámbito amplio, pero no ilimitado.
En ese marco, puede haber propiedades o determinaciones que no entren en ese ámbito de aplicabilidad de la otra mitad del PA y que entre las cuales figuren precisamente las involucradas en las peculiares contradicciones atribuidas a los dioses. Muchas de ellas son contradicciones valorativas, y bien cabe que los valores --que son propiedades muy particulares, muy sui generis-- estén fuera del ámbito de aplicabilidad de esa segunda mitad del PA. Y especialmente cabe conjeturar que estén fuera de ese ámbito los atributos propios de la divinidad, como la omnibenevolencia, o la omnipotencia, o la omnisciencia.
Si la posesión de una propiedad implica la de otra, y la primera está dentro del ámbito de aplicabilidad de la segunda mitad del PA, entonces cualquier ente que posea la primer propiedad poseerá también la segunda. Pero, si --a tenor de mi presente conjetura-- muchos de los atributos divinos caen fuera de ese ámbito, el que Dios los posea no entrañará que haya de poseer también otras propiedades que normalmente son implicadas por esos atributos.
Este procedimiento, sin embargo, no solventa todas las dificultades. Si el ser hombre implica no ser Dios, e.d. si la propiedad de ser un hombre es la misma que la de ser un hombre y no ser un Dios, entonces a menos que estemos dispuestos a colocar a la propiedad de ser un hombre fuera del ámbito de aplicabilidad de la segunda mitad del PA, seguirá con nosotros una consecuencia no deseada, y es la de que, si una persona es un hombre, esa persona no es Dios. Claro que dentro de este sistema la negación no es negación total, salvo que se especifique que sí lo es mediante el añadido de un `en absoluto': no ser Dios no entraña no serlo en absoluto, como no llover no entraña que no llueva en absoluto (y así, cuando decimos `Llueve y no llueve' decimos lo que pasa: que cae un orballo o garúa, p.ej.). Pero pensamos que Dios es totalmente un Dios; y, por consiguiente, que la oración `Dios no es un Dios' habrá de ser totalmente falsa.
Una solución a esa dificultad podría ser la de decir, no que el ser hombre implica no ser Dios, sino que el ser hombre implica poseer la propiedad de no ser Dios, pero que la propiedad de no ser Dios es una «caterva», o sea una propiedad poseída por algún ente que, sin embargo, no satisfaga la condición característica correspondiente, e.e. la de no ser Dios. Dios (o algún Dios, o algunos dioses tal vez) vendrá abarcado por esa propiedad sin necesidad de cumplir la respectiva condición característica, o sea de no ser Dios, al paso que los demás entes vendrán abarcados por ella cumpliendo la condición.NOTA 8
Esa dificultad encontraba una solución en mi planteamiento anterior de este tema. Pero ese planteamiento, aunque satisfactorio para habérselas con problemas de esta índole, es, como marco ontológico, menos elegante que el ahora esbozado, por lo cual éste último se me semeja en este momento más atractivo.
Este enfoque no está, pues, totalmente exento de problemas. No lo resuelve todo a pedir de boca. Pero, a pesar de sus lados flacos, me parece hoy por hoy el más prometedor.
Tampoco queda agotado el campo de las lógicas paraconsistentes con la enumeración de la relevante de Sylvan y de la gradualística propuesta por quien esto escribe. Sin embargo, las otras que hay creo que se ven abocadas a problemas similares. Grandes o pequeños, esos problemas los veo casi como naderías al lado de los obstáculos a que se enfrenta cualquier tratamiento no eliminativista en filosofía de la religión que quiera reconocer el fenómeno de la coincidencia de los opuestos dentro de la lógica clásica o de cualquier lógica no paraconsistente.
§4.-- Conclusión
Creo haber mostrado en las páginas precedentes que las lógicas paraconsistente ofrecen recursos conceptuales interesantes para su aplicación al campo de la filosofía de la religión y que lo poco que ya se ha trabajado en ese sentido puede verse como un prometedor indicio de ello.
No ha sido mi intención ni desacreditar a otras vías ni ocultar las dificultades propias de la paraconsistencia y de sus aplicaciones a la teología filosófica. No juzgo que exista, ni este terreno ni en alguno, una sola y única senda. Hay muchos caminos, alguno exento de dificultades, pero muchas veces tampoco de resultados provechosos en nuestra modesto itinerario hacia una comprensión de lo real, siempre erizado de obstáculos.
No deseo empero que estas declaraciones de modestia sean vistas como la humildad propia de un escéptico que no tiene confianza ninguna en lo correcto o adecuado del método que propone ni en el cúmulo de verdades a que puede conducir su aplicación. Lo que pasa es que soy gradualista (¿hace falta recordarlo a estas alturas?), y en eso como en casi todo creo que hay grados: sí confío en que es una pauta metodológica fructífera y certera de la aplicar lógicas paraconsistentes, y en particular una lógica infinivalente gradualista, y estoy convencido de que, aunque van a surgir muchas dificultades en ese camino, así y todo las alternativas disponibles están muchísimo más cargadas de inconvenientes. Sólo que mi confianza en todo eso es parcial, no absoluta; está basada en argumentos que juzgo --como mínimo-- dignos de atención, y persuasivos de hecho, pero no contundentes, no sin posible vuelta de hoja.
Quizá las ambiciones fundacionalistas de antaño quedan frustradas con ese optimismo epistemológico modesto y prudente. Y seguramente eso decepcionará a quienes sigan añorando las supuestas certezas inquebrantables, inconcusas, irrefragables que se creían autorizados a prometernos un Descartes o un Husserl, p.ej.
Comoquiera que sea, enfoques como los sugeridos en este trabajo revelan, aun a quienes se empeñen en rechazarlos, que lo que no es razonable ni lógico es seguir argumentando, en filosofía de la religión o en cualquier otro campo, como si «la» lógica fuera la lógica clásica, o como si «la» lógica condenara cualquier contradicción al basurero de lo ilógico. Así que, como mínimo, los enfoques paraconsistente habrán mostrado que hay otros caminos por explorar, que hay otras alternativas, otras opciones viables, que no se pueden descartar de entrada cual se solía hacer desde la óptica aristotélica que ha seguido dominando durante tantísimo tiempo, incluso entre quienes no deseaban verse a sí mismos como aristotélicos.
[NOTA 1]
Sobre las lógicas paraconsistentes en general véase mi libro, Rudimentos de lógica matemática, Madrid: Servicio de Publications del CSIC, 1991. En La Sección IV del mismo hallará el lector una discusión detallada de las divergencias entre el enfoque paraconsistente gradualista propuesto ahí y la lógica paraconsistente relevantista de Richard Sylvan. Hay que señalar que, en el marco de diversas lógicas paraconsistentes -incluidas tanto las relevantes de Sylvan y otros como las gradualistas o multivalentes, como la puesta en pie por el autor de estas líneas-- se distingue el principio de no contradicción («No: p y no p»), que viene mantenido como un teorema, de la regla de rechazo de la contradicción, que es justamente lo que sí se rechaza. En virtud del principio, toda contradicción será falsa; en virtud del rechazo de la regla, algunas contradicciones serán verdaderas; se tendrá así la nueva contradicción de que esas contradicciones son verdaderas y falsas; si se mantuviera la regla en cuestión, habría que rechazar tal situación, pero no sucede eso una vez que hemos abandonado tal regla.
[NOTA 2]
«A Logical Approach to the Coincidence of Opposites in the Infinite», Lieja, verano de 1979. Las principales ideas son reelaboradas en La coincidencia de los opuestos en Dios, ciatada en la nota siguiente.
[NOTA 3]
Véase de Mircea Eliade su Traité d'histoire des religions, París: Payot, 1974. En mi libro, La coincidencia de los opuestos en Dios, Quito: Educ (Ediciones de la Universidad Católica), 1981, discuto las ideas de Mircea Eliade así como las de R. Otto sobre lo divino como lo radicalmente otro y, basándome en los trabajos de varios historiadores de la religión y en los debates de la teología filosófica analítica contemporánea, trato de hacer ver la fecundidad, en consonancia con las anticipaciones de Mircea Eliade y su escuela, de un enfoque paraconsistente y gradualista.
[NOTA 4]
Absténgome en este trabajo de mostrar cómo puede considerarse como precursores de los enfoques paraconsistentes a muchos partícipes de la tradición platónica y neoplatónica, al Corpus Hermeticum y a filósofos que, con matices diversos, pertenecen a esa corriente: Proclo, el Corpus Dionysianum, Mario Victorino, Escoto Eriúgena, Raimundo Lulio, Eckhart, Nicolás de Cusa, Jacob Boehme, Giordano Bruno, para desembocar en el idealismo alemán, especialmente una fase del pensamiento de Schelling y Hegel. Algunos incluyen también a corrientes como la de los filósofos cátaros, Bartolomé de Carcasona, con su postulación de un nihil existente; dudo que sea correcta tal inclusión, porque antes bien la línea de los albigenses era la de separar estrictamente el ser y el no-ser, el bien y el mal, para evitar las contradicciones --una línea seguida, con éxito o sin él, por todos los dualismos. Sin embargo, está estudiada la influencia en los pensadores albigenses de S. Agustín y de ciertos escritos pseudoagustinianos), y lo que sí es verdad es que el filósofo de Tagaste puede, aunque con alguna reserva, ser incluido en la lista de quienes conciben a la divinidad como transcendiendo las dicotomías de los entes finitos y situándose así en una coincidencia de los opuestos --ello en la línea de la tradición platónica. Sobre la concepción de Dios en varios de esos pensadores, séame lícito remitir al lector únicamente a unos cuantos trabajos míos donde he tratado de mostrar cómo su pensamiento lleva a la afirmación de contradicciones verdaderas: «El significado de `nihil' en diversos escritos de S. Agustín», Estudios Humanísticos 9 (Universidad de León, 1987), pp. 155-68; «La identificación agustiniana de verdad y existencia», La Ciudad de Dios CCII/1 (enero-abril 1989), pp. 149-72; «La concepción de Dios en la filosofía del Cardenal Nicolás de Cusa», Revista de la Universidad Católica 47 (Quito: 1987), pp. 301-28; «La superación de la lógica aristotélica en el pensamiento del Cusano», La Ciudad de Dios CCI/3 (sept-dic. 1988), pp. 573-98; «Au-delà de la coïncidence des opposés: Remarques sur la théologie copulative chez Nicolas de Cuse», Revue de Théologie et de Philosophie 121 (Lausana: 1989), pp. 57-78; «El pluscuamracionalismo de Nicolás de Cusa: las contradicciones allende la contradicción», comunicación presentada al I Congreso español de filosofía medieval, Zaragoza, dic. de 1990 (aparecerá en las Actas); artículos «Nothing» y «Dialectics», apud Handbook of Metaphysics and Ontology, compilado por H. Burkhardt et al., Munich: Philosophia Verlag, 1990.
[NOTA 5]
Sobre el significado metafísico y lógico de la obra de Alexius Meinong véase lo que viene señalado al respecto en mi libro, El ente y su ser: un estudio lógico-metafísico, León: Servicio de Publicaciones de la Universidad de León, 1985, pp. 251-60. El lector encontrará ahí ulteriores referencias bibliográficas. pero la gran obra meinongiana de los últimos lustros es el libro de Richard Sylvan (al cual me estaré refiriendo en lo sucesivo, cuando hable de ese autor), Exploring Meinong's Jungle -- And Beyond, Canberra: Australian National University, 1980, ¡1035 pp.! He de advertir aquí que el nombre de autor de ese libro es `Richard Routley', que es como se llamaba entonces Richard Sylvan --el único filósofo, que yo sepa, que ha decidido, por razones que desconozco, modificar su apellido. El lector hallará ahí referencias a otros estudiosos de la obra del filósofo austríaco y a quienes han elaborado recientemente enfoques neomeinongianos, como T. Parsons, H.N. Castañeda, W. Rapaport, J.N. Findlay, R. Grossmann; también ha constituido el influjo de Meinong unos de los motivos para la puesta en pie de las llamadas «lógicas libres» de J. Hintikka, K. Lambert, H. Leblanc y Bas van Fraassen. En el citado libro de Sylvan se discute con gran detalle sobre la regla y el principio de caracterización, passim.
[NOTA 6]
Remito de nuevo a mis Rudimentos de lógica matemática, citados en una nota anterior, y a trabajos compilados en la antología Paraconsistent Logic: Essays on the Inconsistent, compilado por G. Priest, R. Routley & J. Norman, Munich: Philosophia Verlag, 1989.
[NOTA 7]
Mi principal trabajo al respecto es el libro citado en la nota 4. Con matices un poco distintos pero sin grandes cambios de fondo cabe citar «La transcendance de Dieu comme coïncidence des opposés», presentado al Congreso Mundial de filosofía de Brighton, en 1988. El marco lógico-metafísico en el que se encuadra ese tratamiento viene ya algo modificado en otro libro también citado más arriba, El ente y su ser. sin embargo, la alteración más significativa sólo aparece en los (también citados) Rudimentos de lógica matemática --si bien, obviamente, no se hace ahí mención a las repercusiones del cambio partcial de marco ontológico para el asunto de la presente comunicación.
[NOTA 8]
Así sin más la solución puede todavía tropezar con ulteriores dificultades dentro del monoteísmo si es que poros los entes salvo Dios poseen plenamente esa propiedad de no ser Dios; porque en ese marco lógico-metafísico eso dará lugar a identificar tal propiedad con la de ser algo en alguna medida, que no es una caterva; pero no está ni siquiera con tales supuestos cerrada una salida, como puede ser la de que el propio Dios no posea totalmente en todos los aspectos esa propiedad. Esas complicaciones pueden omitirse aquí.