§0.-- Introducción
En este ensayo, tras analizar el contenido doctrinal y las motivaciones teoréticas de la identificación agustiniana de verdad y existencia (Sección 1.ª) y de la teoría agustiniana de grados de verdad (Sección 2.ª), paso a considerar (Sección 3.ª) la concepción que de Dios, identificado con la Existencia misma, tiene S. Agustín y el papel que en su filosofía juega la postulación de la existencia divina, para luego (Sección 4.ª) sacar a luz cómo se debate desesperadamente S. Agustín con el problema de que parece menester postular una determinación positiva de no-ser, una nihilidad radical que, sin embargo, desencadenaría problemas insolubles a menos que se reelaborase todo el marco doctrinal de la ontología agustiniana. Finalmente, abordo en la Sección 5.ª semejante reelaboración, cuyo resultado --así al menos lo proclamo-- permanecerá, no obstante, fiel a lo más medular del agustinismo filosófico.
§1.-- La identidad agustiniana entre ser y verdad
Una de las ideas centrales de la ontología agustiniana es la identificación de verdad con existencia. Trátase de una de tantas muestras de la influencia directa o indirecta de Platón en el pensamiento del Obispo de Hipona. Platón, tras plantear en el Teeteto una definibilidad de la verdad que vaya en la línea de la concepción que luego desarrollará Aristóteles, llega en el Parménides y el Sofista a la conclusión de que ser verdad es lo mismo que ser, e.e. que existir: decir la verdad es decir lo que es, lo que existe. Es ésa una identificación que, por lo demás, hunde sus raíces en la propia lengua griega, ya que en el habla normal de un griego clásico þντα son las cosas que son verdaderas, que suceden, que existen. Si se pronuncia una oración falsa, como «Atenas está en Asia», es falso (en sentido semántico de «falso») lo pronunciado, porque es falso (en sentido ontológico --e. d. es irreal--) el hecho de que esté en Asia Atenas: no existe, en suma, hecho tal. Una oración es, pues, verdadera (en sentido semántico de «verdadero» --que es un sentido derivado--) si y sólo si ella mienta (o significa, o denota, o como llamarse quiera tal relación semántica) un hecho realmente existente; es falsa en caso contrario. Claro que Platón nunca desarrolló con la claridad con que se acaba aquí de formular su teoría de la verdad; y, por otro lado, la teoría se complica en Platón con la introducción de grados de verdad --que igualmente van a ser postulados por S. Agustín.
No nos interesa aquí adentramos en Platón más allá de las escuetas consideraciones que preceden. Lo que va a acaparar nuestra atención es la versión agustiniana de esas ideas. S. Agustín utiliza una lengua, el latín, en que no aparecía comúnmente con tanta claridad como en griego la identificabilidad entre existir y ser verdadero. No obstante, también hallamos pruebas en el latín no filosófico de cómo el hablante siente una identidad de significado entre «esse» y «uerum esse». Así, cuando dice Cicerón «in omni re uincit imitationem ueritas», está claro que lo que opone a la imitación no es una cualidad de oraciones, pensamientos, actos de habla u otros entes lingüísticos o mentales en virtud de la cual se adecúen a lo real: no, no es eso --ya que precisamente tal cualidad consistiría en adecuarse a la realidad, o sea en imitarla, en ser una imitación, y entonces estaría diciendo Cicerón que la imitación es vencida por la imitación--; antes bien está oponiendo Cicerón a la imitación la realidad misma, que es lo significado por «ueritas». Igualmente pueden aducirse otros pasajes ciceronianos: «non ueritate solum, sed etiam fama niti», y otros más. Que tal identificación de sentidos conlleve dificultades filosóficas es asunto del que me ocuparé sucintamente en la Sección final del presente trabajo.
S. Agustín, heredero a la vez del platonismo y de los clásicos latinos, llega, sin embargo, a la identificación entre verdad y existencia por un camino filosófico que semeja ser independiente. Está esbozado en los Soliloquios (Lib. II, caps. 5 ss.: BAC, vol. I, pp. 483 ss.). Podemos reconstruirlo así: en principio «verdad» se aplica a lo pensado en la medida en que ello tiene una característica que hace que el pensarlo sea un pensar correcto, e. d. que sea un conocer. (Correlativamente, y en un sentido derivado o semántico, aplícase el adjetivo «verdadero» al pensamiento en la medida en que es correcto, e. e. en la medida en que es verdadero --en sentido primario-- lo por él pensado o dicho). Similarmente bondad es la cualidad que tiene algo cuando el apetecerlo es un apetecer correcto (bondad no es apetecibilidad, pero sí es el fundamento de que sea correcta la apetición: ser buena una cosa es ser tal que merece ser apetecida; y nótese que también hay un sentido secundario o derivado de «bueno» que se aplica al acto mental de apreciación cuando éste se corresponde con la bondad objetiva de lo así apreciado). Ahora bien, ¿qué es, en qué consiste, esa cualidad de las cosas pensadas tal que, en la medida en que ellas la poseen, el pensamiento que se tenga de las mismas es un pensamiento correcto --un conocimiento--? Tal cualidad no es ni más ni menos que el existir. Pensada una cosa, ésta podrá existir más o menos; en la medida en que sea más real, el pensar que de ella se tenga será más correcto (más cognoscitivo); cuanto más irreal sea, menos podrá decirse que ese pensar es un conocimiento. Un pensar sin objeto alguno, un pensar tal que lo por él pensado no existiera en absoluto, sería un pensamiento totalmente falso; diríamos, pues, que sería totalmente falso (en sentido básico, ontológico) «eso» así pensado --pero tales expresiones neutras no estarían, claro está, denotando nada en absoluto (remito aquí de nuevo a la Sección final de este ensayo, donde abordaré la dificultad que parece encerrarse en esa carencia de denotación de dichas expresiones).
Asoma aquí una gran asimetría entre pensar y apetecer --si bien S. Agustín también va a postular que las cosas son tan verdaderas como buenas--. Parece bastante claro que tiene razón S. Agustín al sostener que lo que hace a la cosa merecedora de ser pensada (o sea tal que el pensarla sea conocerla) es su existir; en cambio, no resulta igualmente plausible (aunque el Obispo de Hipona también emprenda un intento paralelo en lo tocante a la bondad) sostener que sea el mero existir de una cosa lo que la haga merecedora de ser apetecida --lo que haga que el apreciarla sea justipreciarla.
En resumen, Agustín se ha enfrentado al mismo problema que siglos después abordarán los escolásticos al desarrollar sus variaciones e interpretaciones de la doctrina --originariamente esbozada por Aristóteles-- de la verdad transcendental y la relación entre la misma y el ser veritativo. Unos escolásticos abogarán por identificar el uerum transcendentale con el ens, pero siempre añadiendo alguna connotatio, o algún en-cuanto reduplicativo o especificativo en virtud de lo cual hubiera siempre algún género de distinción, siquiera rationis, entre lo significado por «es» (en el sentido de «existe») y lo significado por «es verdadero»; además, esos mismos escolásticos insistirán en que la verdad formal no es lo mismo que esa verdad transcendental, sino que formaliter la verdad se predica tan sólo de pensamientos y consiste en el ser éstos adecuados a la realidad; además, los restantes escolásticos, compartiendo esta última tesis sobre la verdad formal, no reconocerán con los anteriores que el uerum transcendentale es idéntico al ens --ni siquiera aspectualmente modificado por alguna reduplicación--, sino que lo harán consistir en una passio entis que estribe, p. ej., en (el fundamento de) la relación no predicamental del ens al pensamiento. Ninguno, pues, de esos filósofos identificará sin más la verdad con el ser, pese a que aparentemente todos se adhieran al adagio «ens et uerum conuertuntur». (Es más: el propio Aristóteles, al reconocer el ser-verdadero como un sentido del verbo «ser», lo que hace es, no practicar la identificación platónico-agustiniana entre verdad y ser, sino antes bien deslindar del ser propiamente dicho, existencial, un supuesto ser meramente veritativo y que, por ende, de algún modo involucre una secunda intentio; y ese paso marcará el camino del pensamiento escolástico al respecto).
Cabe, pues, reivindicar para S. Agustín la originalidad de su identificación consecuente entre ser y verdad, sin otro precedente filosófico claro que Platón; sólo que el fundador de la Academia nunca llega a expresarse al respecto en tan inequívocas y tajantes palabras como las del Obispo de Hipona. De este último bástennos, como botón de muestra, un par de citas al respecto. En Sol., 2, 5, 8 (BAC, vol. I, p. 484), dícese: «Verum mihi uidetur id quod est». En V. Rel., 36, 66 (BAC, vol. IV, p. 135): «Vera in tantum uera sunt in quantum sunt»; igualmente en Conf., 7, 15, 21 (BAC, vol. II, p. 291) dice: «omnia uera sunt in quantum sunt». De esas tres citas es más explícita la primera, porque las otras dos podrían interpretarse como únicamente reconociendo una identidad de medida entre ser y ser-verdadero; lo que sucede es que seguramente para S. Agustín, cuando dos determinaciones son tales que necesariamente un ente cualquiera que posea una de ellas en cierta medida deberá en la misma medida poseer la otra, es que ambas determinaciones son, no dos, sino una sola y la misma.
§2.-- Grados de ser en el pensamiento agustiniano
La verdad, para S. Agustín, se da por grados. Unos entes son más existentes, otros menos. Es menos verdadero o existente lo que tiene más mezclado con su ser un no-ser: a más elevado grado de ser o realidad, menos no-ser. Lo único plena y absolutamente real es Dios, que no tiene ningún grado de inexistencia.
Lo mismo que la identificación de verdad con existencia, esta doctrina de los grados de verdad es uno de los contenidos de su propia filosofía que S. Agustín debe al influjo de Platón. Lo que aquí empero nos interesa es ver qué articulación cobra en la concepción agustiniana la doctrina --ella sí, platónica-- de grados de realidad. Al igual que para Platón, para S. Agustín la marca de una realidad plena o ilimitada es la inmutabilidad: «Quod autem quietum est... magis est quam id quod inquietum est. Inquietudo enim uariat affectiones, ut altera alteram perimat; quies autem habet constantiam, in qua maxime intelligitur quod dicitur est» (Lib. arb., 3, 8, 23: BAC, vol. III, p. 370). En sus tratados sobre el Evangelio de San Juan (38, 10: BAC, vol. XIV, p. 38) dícenos:
Vale la pena comentar ese interesante pasaje. Un ente que se muda es un ente que está involucrado en el dejar de existir de algún estado de cosas (a saber: un estado de cosas que sea verdadero o existente antes del cambio, pero no después); ahora bien, lo que está involucrado en la «muerte» de algún estado de cosas (en su pasar de existir a no existir) es, ello mismo, tal que tiene no-ser (a este aserto lo llamaremos: principio de involucramiento). Los puntos flacos de este razonamiento son dos: en primer lugar, el principio de involucramiento no parece obvio; en segundo lugar, el razonamiento presupone que existen estados de cosas, y también puede lanzarse un desafío a esa presuposición. Ahora bien, la presuposición de existencia de estados de cosas es común a ese razonamiento y a la mera identificación de verdad con existencia: si son lo mismo la verdad y la existencia, cabe preguntar: la existencia, ¿de qué? Está claro que de los estados de cosas. Aquello cuyo existir hace que sea (en sentido semántico, derivado) verdadero el enunciado «Cartago está en Africa» es la africanidad de Cartago --o sea un estado de cosas. (Que es plausible esa presuposición lo diré más abajo, en la Sección final). Mas, ¿qué sucede con el principio de involucramiento? Justifícase tal principio como sigue: un ente involucrado en un estado de cosas (e. d. un ente tal que el estado de cosas en cuestión sea acerca de él, como p. ej. la africanidad de Cartago es, al menos entre otras cosas, acerca de esa ciudad africana) tendrá que ser de algún modo afectado por lo que le pase a ese estado de cosas, al menos por las vicisitudes más importantes, por aquellas en las que al estado de cosas en cuestión le vaya su propio ser; conque, si lo que le pasa es que cesa de existir, que pasa a no existir, parece claro que lo más natural es pensar que el ente en cuestión es afectado recibiendo él mismo alguna dosis de no-ser.
La concepción agustiniana de los grados de realidad aparece reiteradas veces en la pluma del Obispo de Hipona. Esos grados se dan en una escala regida por un principio de plenitud o densidad, a saber: es más perfecta la obra de Dios conteniendo todos los grados intermedios que si sólo contuviera los grados superiores: «Deus... rebus quas ex nihilo creauit... aliis dedit esse amplius, alus minus, atque ita naturas essentiarum gradibus ordinauit» (Ciu. Dei, 12, 2: BAC, vol. XVIII, p. 662). (Téngase bien presente que, como lo explica a renglón seguido el propio Agustín, él toma «essentia» como el sustantivo verbal de «esse», en su plena acepción, y correspondiente al griego «oþσþα», que hasta Aristóteles había significado lo que «existencia» en castellano. Es infundado hablar de un esencialismo desexistencializante en Platón o en S. Agustín. Si Agustín distingue o no la esencia y la existencia de las criaturas es asunto aparte: es improbable que las distinga salvo titubeantemente en uno o dos pasajes. En todo caso, el propio Gilson --en (G:1), p. 343)-- reconoce que, en el propio pasaje agustiniano que acabo de citar y estoy ahora comentando, Agustín emplea «essentia» como sustantivo verbal de «esse» en su plena acepción. Lo que sí sucede --y eso parece escapársele a Gilson-- es que para S. Agustín cada ente es idéntico a su respectivo acto de existir, a su essentia: la naturaleza de una essentia no es, pues, sino la naturaleza del ente que tenga dicha essentia, dicho acto de ser o existir. Y, como ampliamente lo he mostrado en toda la Sección 1 de (P:2), tal identificación será abandonada o muy restringida en la Escolástica medieval). Así pues, anticipa S. Agustín la concepción leibniziana de que cada criatura creada por Dios está en el orden creado no de balde, no haciendo bulto (como se le configuran las cosas de la naturaleza al sartriano Roquentin), sino cumpliendo un papel, llenando un hueco y, por tal manera, contribuyendo, aun con su propia imperfección, a la perfección del todo. Así, en Lib. arb., 3, 9, 24 (BAC, vol. III, p. 371) se alega, a título de mero ejemplo --aplicable luego también a las criaturas espirituales y a sus propias imperfecciones, que son de orden moral--, que es menester que exista la Luna, con su falta de esplendor en comparación con el Sol, para que se tenga el hermoso cosmos creado por Dios; y que querer que exista la Luna pero que sea tan brillante como el Sol, o más de lo que efectivamente es, es querer el absurdo de que exista y no sea ella, la que es --sucediendo lo propio con respecto a los defectos de las criaturas dotadas de entendimiento y voluntad. Pero Agustín nunca extrae de eso la leibniziana conclusión de la necesidad de que el mundo creado sea el que efectivamente existe.
Al margen de cómo estén ordenados esos grados de existencia (o sea: de qué determinaciones posea el orden que los liga), siempre hallamos la conexión entre mutabilidad y no-ser; y entre no-ser y menor grado de ser. Lo único absolutamente inmutable es Dios, que está exento por completo de no-ser y por ende existe absolutamente. Las criaturas son mutables. Todo ente es o creador (Dios) o criatura. Mas ¿hay alguna prelación ontológica entre mutabilidad, no-ser y menor grado de ser? Posiblemente la raíz de la mutabilidad sea el no-ser, que consideraré más de cerca en la Sección 4.ª En Ciu. Dei, 12, 2 (BAC, vol. XVI, p. 662) dice nuestro autor: «Cum Deus summa essentia sit, hoc est summe sit, et ideo immutabilis sit»; en V. Rel., 18, 35 (BAC, vol. IV, p. 101) dice: «Quare mutabilia sunt? Quia non summe sunt»; ahora bien, de que algo no sea en sumo grado, saca S. Agustín la conclusión de que tal algo no es (vide infra). La mutabilidad nos revela el no-ser; decimos: hay no-ser porque hay mutabilidad --y así se expresa a veces S. Agustín, p. ej. Nat boni, 19 (BAC, vol. III, p. 838), empleando el «porque» en su acepción no-explicativa, en su acepción ilativa-inversa (como al decir «hace frío, porque se me han quedado heladas las manos») --que es un uso en el cual «p porque q» quiere decir que de la premisa de que q se infiere la conclusión de que p, siendo así lo inverso de decir: «q; así pues, p»: vide el lugar recién citado del De Natura boni, donde a renglón seguido se usa el «ergo» exactamente como lo acabo de indicar. Igualmente es el no-ser lo que explica el menor grado de ser, si bien podemos sacar la conclusión de que algo tiene un no-ser a partir de la premisa de que no es pleno su grado de ser: si es menos cierto que otra cosa, si su grado de existencia no es cabal, entonces algo de no-ser habrá de tener; en suma: vale el principio de que minus uerum habet rationem falsi, al igual que lo menos grande ha de tener alguna pequeñez.
Un principio así es empleado sistemáticamente por Platón. Su fundamento es la noción de participación. Lo que posee una determinación en un grado no pleno poséela por un mero participar de tal determinación; lo que participa de una determinación es diferente de la determinación de que se trate; y participa de ella sólo parcialmente, sólo hasta cierto punto, participando por ello a la vez de una determinación opuesta --por el principio de complementación, a saber: en la medida en que algo deja de tener una determinación o de participar de la misma, tiene una determinación opuesta o de ella participa. Y viceversa: sólo puede ser limitada la posesión de una determinación por algo cuando tal algo meramente participa de la determinación; participando también de una determinación opuesta. De ahí que Platón --tras haber deducido de que Simias es más grande que Sócrates y más pequeño que Fedón que Simias tiene en comparación con Sócrates grandeza, pero en comparación con Fedón, pequeñez-- concluya que Simias tiene a la vez las dos determinaciones opuestas de grandeza y pequeñez (vide P:5 y P:6). Similarmente, S. Agustín argumenta (Sermón Denis, II): «Quidquid aliud est quam Deus in illius comparatione nec est». Sólo Dios tiene plena existencia; los demás entes son menos reales, menos existentes que Dios; de ahí que, en comparación con Dios, no existan; luego no existen. En muchos otros lugares de la obra agustiniana aparecen esbozados razonamientos similares. En Sol., 2, 5, 8 (BAC, vol. I, p. 484) dícese: «Nam quod simul una res et uera et falsa est non nimis curo. Etenim uideo unam rem diuersis comparatam simul et maiorem et minoren esse». En Enarratio in psalmum, 134, 4 dice: «Ita enim ille est ut in eius comparatione ea quae facta sunt non sint. Illo non comparato, sunt; quoniam ab illo sunt. Alli autem comparata non sunt, quia uerum esse incommutabile esse est, quod ille solus est». El tema de la inmutabilidad nos es ya de sobra conocido; interésanos aquí fijarnos en cómo, al no ser verdaderamente, al ser o existir menos que Dios, los entes creados son y no son.
Similarmente, lo que no es la bondad, sino sólo participante de ella y, a fuer de tal, menos bueno --que la bondad misma--, es también no bueno: «bonum hoc et bonum illud, quae possunt alias dici etiam non bona»: Trin., 8, 3, 5: BAC, vol. V, p. 413. Es empero menester no pasar por alto que en este último pasaje úsase un verbo meramente de lengua donde se esperaría la cópula; esperaríase «sunt» en lugar de ese titubeante «dici possunt»: si se las puede llamar «no buenas», ¿no es porque son no-buenas? Algunas veces parece el Santo echarse atrás, y sugerir que, en vez de que el ser a menos grande (p. ej.) que b estribe en que a es, en comparación con b, pequeño, en vez de eso tiénese meramente que, siendo a más pequeño que b, a puede, al ser comparado con b, ser llamado «pequeño»: parua bona in maiorum comparatione contrarius nominibus appellantur: Nat. boni, 14: BAC, vol. III, p. 833; añadiéndose incluso (ibid.) que ello fallit imprudentes, tanquam illud sit bonum et hoc malum. Pero es el propio Agustín quien así se muestra muchas otras veces de «imprudente»; no porque no acepte que esto, peor que aquello, es, así y todo, bueno, sino porque, no obstante, hace estribar su ser-peor (que aquello) en su ser malo (en comparación con aquello), por lo cual será, a la vez, bueno y malo --como explícitamente lo dice Agustín; vide infra, hacia el final de esta misma Sección. Por lo demás, en diferentes lugares exprésase S. Agustín al respecto en términos que no indican subjetividad nuestra en la apreciación de un no-ser (parcial) de lo que exista menos que otra cosa, sino antes bien que encontramos por esa vía tal no-ser, no-ser que, para ser así encontrado, habrá de estar estando ahí: quidquid est aliud tibi comparatum inueniretur non esse uere: Enar in psalmum, 101, 10.
Dejando de lado esos titubeos y esas inconsecuencias ocasionales de nuestro autor conviene examinar un texto en el que se perfila ese planteamiento con claridad (V. Rel., 18, 35: BAC, vol. IV, p. 101): «Sed dicis mihi: Quare deficiunt? Quia mutabilia sunt. Quare mutabilia sunt? quia non summe sunt. Quare non summe sunt? Quia inferiora sunt eo a quo facta sunt. Quis ea fecit? Qui summe est». Paréceme claro que no todos esos «quia» tienen el mismo sentido. El primero y el cuarto son de sentido diferente del de los otros dos: en éstos trátase del «porque» explicativo; el primero y el cuarto, en cambio, son ocurrencias del «porqué» en su acepción ilativa-inversa; lo cual quiere decir que de la premisa «son mudables» síguese la conclusión «son (ontológicamente) deficientes», y similarmente de la premisa «son inferiores a aquello que existe sumamente» síguese «no son (sumamente)»: lo que no es sumamente, no es --aunque también sea--. La raíz de la mutabilidad es la deficiencia ontológica, y la de ésta es el no-ser de las criaturas; ese no-ser lo descubrimos comparándolas con el ser sumo, que es Dios. (A menudo el quia explicativo y el ilativo-inverso expresan relaciones conversas entre sí: si p es causa de q, y sucede ello en virtud de una ley causal que se supone conocida, puédese entonces deducir p de q, mediante una regla de inferencia en cuya derivación se aduciría esa ley causal; de modo que tendríamos: q quia (causal) p, pero p quia (ilativo-inverso) q).
Quizá el texto más elocuente en el uso de esa línea de razonamiento es el de Conf., 11, 4, 6 (BAC, vol. II, p. 469): los seres creados «nec ita pulchra sunt, nec ita bona sunt, nec ita sunt sicut tu conditor eorum, quo comparato nec pulchra sunt, nec bona sunt, nec sunt». En Conf., 7, 11, 17 (BAC, vol. II, p. 287) dícese: «Et inspexi caetera infra Te et uidi nec omnino esse nec omnino non esse: esse quidem, quoniam abs Te sunt; non esse autem, quoniam id quod es non sunt. Id enim uere est quod incommutabiliter manet». En Conf., 12, 6, 6 (BAC, vol. II, p. 511) dícese: «uerum autem illud quod cogitabam, non priuatione omnis formae, sed comparatione formosiorum erat informe». Por el principio platónico de superlatividad, cada forma es tal que ella y sólo ella máximamente se posee a sí misma: Haec est ueritas et simplex bonum: non enim est aliud ah quid quam ipsum bonum, ac per hoc etiam summum bonum. Non enim minui uel augen bonum potest nisi quod ex alio bono bonum est (Trin., 8, 3, 5: BAC, vol. V, p. 414); Trin., 5, 10, 11 (BAC, vol. V, p. 340): uera magnitudo uti que primitus magna est multo que excellentius quam ea quae participatione eius magna sunt; nihil castius ipsa castitate, et nihil sapientius ipsa sapientia, et nihil pulchrius ipsa pulchritudine, ita nihil similius ipsa similitudine (Gen. imp., 16, 58: BAC, vol. XV, p. 454). De ahí, aplicando la regla de inferencia que estamos considerando y a la que podemos llamar regla de comparación (de lo que es menos así-o-asá que otra cosa --e. e. de lo que, en comparación con esa otra cosa, no es asi-o-asá-- cabe decir que no es así-o-asá), puédese deducir que cuantas cosas sean diferentes de la Sapiencia misma son no-sapientes; y así sucesivamente. Así pues, cuantas cosas sean diversas del Ser mismo, o sea de la Existencia o la Verdad, son tales que no son, no existen, no tienen entidad possunt alias dici etiam non uera: cf. Trin., 8, 3, 5: BAC, vol. V, p. 413). Pero, claro está, también es cierto que sí tienen verdad, e. d. existencia o ser. De no, no serían, no serían algos o cosas. (Cuando dice nuestro autor que sólo Dios existe --vide Conf., 13, 3, 4: BAC, vol. II, p. 556--, no quiere desde luego decir que las criaturas no existan en absoluto, sino únicamente que son inexistentes --seránlo en uno u otro grado, pero no completamente). ¿Qué sucede, pues? ¿No nos encontramos con una contradicción --con multitud de contradicciones--? Sí, así es. Agustín, como Platón está implícitamente comprometido a reconocer que hay verdades mutuamente contradictorias, contradicciones verdaderas. Uno de los lugares en los que S. Agustín va más allá de un reconocimiento meramente implícito de esas verdades contradictorias es en el Enquiridón, cap. 14 (BAC, vol. IV, p. 413), donde --tras haber, en el capítulo anterior, dicho que el que muchas cosas sean a la vez buenas y malas es algo tal que cum dici uideatur absurde, connexio tamen ratiocinationis huius uelut ineuitabiliter nos compellit hoc dicere-- señala que hay determinaciones que, licet contraria, simul in eadem re esse possunt, por lo cual --añade-- in us contrariis... illa dialecticorum regula deficit qua dicunt nulli rei duo simul inesse contraria. Como para S. Agustín equiválense entre sí el ser-verdadero y el ser-bueno, idéntica coexistencia habrá en las criaturas de existencia e inexistencia, de verdad y falsedad. (Vide En in Psalmum, 146, 1: quod semper aliter atque aliter est non est...). Y repárese en que S. Agustín conocía sobradamente la lógica aristotélica como para que ignorara qué coletillas se ponen en ella al principio de no contradicción, a saber: «en los mismos momento y aspecto». Es ese principio, así formulado, el que según él falla (deficit) con respecto a contradicciones como verdad y falsedad, existencia e inexistencia.
Ahora bien, de ninguna manera debe constituir eso motivo de rechazo de la ontología agustiniana. Simplemente, si se quiere aquilatar con objetividad tal ontología, lo mismo que la platónica en la cual se inspira, es menester juzgarla con los patrones de una lógica que no sea la aristotélica. En la metafísica platónico-agustiniana hay contradicciones verdaderas porque existe un reino intermedio entre el Ser puro (que es Dios, idéntico a la Sabiduría, la Bondad, la Belleza, la Semejanza mismas) y el mero no-ser. Más peliaguda es, empero, la cuestión de si se da un no-ser, algo por participación en lo cual sean los seres creados, como efectivamente lo son (hasta cierto punto) inexistentes. (Abordaré ese tema en la Sección 4.ª).
Y no constituiría una objeción válida contra la atribución a S. Agustín de esa negación --textualmente evidenciada, según lo prueba la última cita-- del principio aristotélico de no-contradicción el señalar que en otros lugares el Obispo de Hipona enuncia ese mismo principio o el de tercio excluso --que considérase normalmente equivalente al de no-contradicción. Así, p. ej., en Lib. arb., 4, 24 (BAC, vol. III, p. 568) dícese que nihil esse medium inter miserum et beatum. Podráse argüir: si no hay intermedio entre ser-feliz y ser- desgraciado, no puede entonces haber un estado intermedio de ser hasta cierto punto lo uno y hasta cierto punto lo otro, el único en el cual sería (en una u otra medida) falso que no se tengan a la vez ambos opuestos. Pero el argumento es falaz; porque, en primer lugar, ese estado no está entre la felicidad y la desgracia, como un tertium quid que no fuera en absoluto ni lo uno ni lo otro; y, en segundo lugar, ese estado intermedio se da y no se da, ya que todo lo contradictorio es falso, aunque algunos estados contradictorios sean, además, verdaderos. (El que Platón y Agustín nieguen el principio de no-contradicción no quiere decir que lo rechacen, e. e. que sostengan que es del todo falso y que, por ende, hay situaciones intermedias entre el sí y el no que fueran totalmente verdaderas; no, cada situación así es siempre irreal (en alguna medida): es eso lo que dice el principio de no-contradicción; y dice verdad; sólo que también es verdadera la negación del principio --pues lo son algunas contradicciones).
Conviene señalar que, si bien S. Agustín expresamente afirma, en el citado lugar, que falla en algunos casos el principio aristotélico de no-contradicción (lo cual, nótese bien, no significa que sea forzosamente de rechazar tal principio, ya que, si en algunos casos falla, es que en tales casos habrá contradicciones verdaderas, e. d. verdades mutuamente contradictorias y, siendo eso posible, nada en principio impedirá que una de tales contradicciones verdaderas sea la verdad y simultánea no-verdad del propio principio de no-contradicción en su formulación más general), nunca en cambio nos dice que puedan existir supercontradicciones verdaderas; e. e. nunca nos dice ni da a entender que puedan ser verdaderas, ni siquiera en grado parcial o limitado, fórmulas del tipo «est et omnino non est» («omnino» puede ser reemplazado por sus sinónimos: «prorsus», «penitus», etc.). Al revés, son claras sus sugerencias en sentido opuesto. He aquí dos citas de Sol., II: en 15, 29 dice «sed non attendis illam rem quae omnino nulla sit ne falsum quidem posse dici»; en 17, 31 se pregunta: «aut quomodo potest esse quod penitus nihil est?». Está claro: por la segunda cita, que el Santo rechaza (y no meramente niega) que algo pueda a la vez ser y no-ser-en-absoluto; por la primera, que distingue una negación interna y otra externa, de suerte que «no: X es asi-o-asá» equivale a «X es no-así-o-asá» tan sólo cuando no sea del todo falso que X existe; de serlo, no podrá decirse con verdad que X es no-existente, e. d. falso.
Sería improcedente cerrar esta Sección pasando completamente por alto un tercer motivo para reconocer los grados de realidad: la existencia de transiciones, el paso de un estado a otro. Cuando se produce semejante paso, algo muere: el viejo estado deja de existir y es reemplazado por el nuevo. Ahora bien, ¿cuándo tiene lugar la muerte? Cuando se muere se ha muerto, y ya es después de la muerte; antes de morir no se ha muerto todavía. ¿No hay, pues, muerte? Y nuestro autor, debatiéndose con esa dificultad, asevera (Ciu. Dei, 13, 9: BAC, vol. XVIII, PP. 12-3):
Otro tanto cabe, naturalmente, decir de cualquier tránsito (toda transición, todo cambio, según Agustín, es en verdad una muerte). Es más: para nuestro autor, empiézase a morir empezando a vivir (una vida temporal) (ibid., cap. 10, p. 13). Tenemos, pues, que vida y muerte son de esos contrarios que, aunque con ello se vulnere el principio aristotélico de no-contradicción, coexisten en un mismo sujeto, a la vez y bajo el mismo aspecto. Sólo que hay grados. Cuanto más próxima está la muerte, o mejor dicho cuanto más próximo está el estado in morte (= post morten), el estado de haber (ya) muerto o estar (ya) muerto, tanto menos cierto es que se está todavía en o con vida (viviendo). Están viviendo (temporalmente) quienes están muriendo, y viceversa; pero unos están todavía más vivientes que murientes, otros lo inverso; y no se trata sólo de aproximación temporal de la muerte: otro factor que determina el grado de estar-viviente o muriente es la vitalidad de la vida, o por el contrario el predominio de la enfermedad (por eso morientes dicimus eos qui nondum mortui sunt, sed imminente morte iam extrema et mortifera afflictione iactantur: ibid., p. 12; téngase bien presente, en el contexto de toda la lectura que estoy brindando de ese texto agustiniano, que a esos moribundos llamámoslos «murientes» por antonomasia porque son más murientes que aquellos a quienes les queda todavía más lejos el estar ya muerto).
Cerraré esta Sección señalando un punto en el que, si no entro más, es por no alargar indebidamente este trabajo: aunque en la escala de los seres según sendos grados de existencia piensa S. Agustín que cada uno tiene conferido su propio grado, de ninguna manera llévalo eso a creer que el grado de realidad de un ente deba ser inmutable. Al revés, las criaturas son mutables y, a tenor de eso, cambia su grado de realidad: unas veces son más existentes, otras menos. Así que cuando hablamos del grado de existencia de una cosa, que constituye su perfil entitativo y la individúa, cabe entender ese sintagma «el grado de existencia de la cosa» en dos sentidos: o como significando el grado particular que tenga en un momento o como significando la secuencia temporal de sus grados momentáneos; sólo en el segundo sentido es individuante el grado de ser, no en el primero. Pues, en efecto, unas cosas pasan a existir más, otras a hacerlo menos, y sufren vicisitudes de más y de menos. Es natural que la criatura tienda a ser-más. Sucede empero que a menudo es éste el origen de que venga a ser menos, a saber cuando, en lugar de adherirse a lo más real que ella y, en suma, a lo único plenamente real, que es Dios, ensoberbécese, prefiriéndose a si, holgándose en y con su propio ser, de suerte que, al distanciarse más del Ser mismo, cae en mayor no-ser. (Vide, entre muchos otros lugares al respecto, Lib. arb., 3, 7, 21: BAC, vol. III, p. 366). En relación con eso aparece en nuestro autor el tema de la divinización tan caro a los padres orientales y tan poco cultivado después en la teología latina: el hombre merece ser un deus creatus, pero, como sólo puede serlo por participar de Dios verdaderamente, llega a divinizarse (adquiriendo el más ser que adquirirse puede) al unirse a Dios, al querer ser más con El y mediante El; mientras que se despeña en el mayor no-ser al pretender divinizarse a sí mismo al margen de Dios (vide Ciu. Dei, 14, 13; Trin., 14, 4, 6).
§3.-- La existencia de la verdad absoluta y la prueba climacológica
Se ha debatido mucho acerca del sentido de la prueba o pruebas agustinianas de la existencia de Dios. Hay quien, rotulando alguna de tales pruebas como cosmológica, ha recalcado que, mientras para Sto. Tomás, p. ej., demuéstrase que existe Dios a partir --entre otras-- de la premisa de que existen entes finitos o contingentes, para S. Agustín la premisa pertinente es, antes bien, la de que tales entes no existen (son inexistentes en uno u otro grado). (Y nótese que fue probablemente Hegel, en sus Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, el primero en haber planteado como manera adecuada de formular la prueba cosmológica la que consiste en aducir el no-ser de las cosas finitas en lugar del ser de las mismas). Ahora bien, aparte ya de que la prueba cosmológica aduce siempre, además del ser de lo finito, alguna deficiencia ontológica del mismo que hace que sea menester postular otro ente como lo único necesario, sucede que la prueba agustiniana debe ponerse más bien en parangón con el argumento climacológico, que constituye la cuarta vía tomista.
En el fondo, S. Agustín no ofrece sino una única prueba de la existencia de Dios, la cual puede alternativamente ser formulada como un argumento por las verdades eternas o como un argumento climacológico. El neruus probandi es, en uno y otro caso, el mismo: hay verdad, pues hasta la hipótesis de que no la haya entrañaría la verdad de que no hubiera verdad --y esa verdad sería una verdad--; si hay verdad, o todas las verdades son verdades limitadas, parcialmente verdaderas y parcialmente falsas, o no; la primera alternativa es imposible: pruébase ello de dos modos: en primer lugar, por experiencia sabemos que la verdad o existencia de las cosas se da por grados, en escalas ascendentes (lo que meramente es es menos existente que lo que vive, y esto menos que lo que conoce --y, además, dentro de esos grandes peldaños hay muchos grados intermedios, con transiciones paulatinas de lo uno a lo otro--), lo cual nos hace pensar que debe de haber un polo de convergencia de esas gradaciones, un superlativo como límite del comparativo, lo superlativamente existente que, por serlo, no podrá ya tener existencia limitada (pruébase que ha de haber ese superlativo porque, de no, se juzgaría o regularía sin regla, sin principio de ese juicio, sin término supremo de la comparación); en segundo lugar, como cada ente que tiene una determinación en grado limitado tiénela por participación en la determinación misma, si todo existente fuera limitado, no habría ninguna diferencia entre verdad y falsedad, ser y no-ser, ya que, para que se dé tal diferencia, es menester que, aunque en las más cosas estén mezclados ser y no-ser, el principio del ser sea diferente del no-ser, y ese principio del ser no puede ser otro que el Ser mismo, un ser que sea no por participación en otro, sino por sí, e. d. ilimitadamente. Dedúcese de todo ello que existe el Ser que es ilimitadamente, e. e. la Verdad ilimitada. (No es menester en esa prueba aducir expresamente las verdades matemáticas. Pero, si se aducen, es porque, al establecer esas escalas de ser o verdad, pasamos de lo que es parcialmente falso o inexistente, y a fuer de tal mutable, a lo que, siendo inmutable, eterno --estando así exento de los vaivenes y las variaciones del tiempo--, tiene pleno y absoluto ser. Esto es Dios. Ahora bien, si alguien en lugar de reconocer a Dios, se quiere contentar con las verdades matemáticas como el ser supremo y eterno, entonces se probará que, si existen tales verdades, existe una regla de las mismas, un Ser-Verdad del cual participan si es que no se identifican con él; y esa regla es la Verdad pura y absoluta, o sea Dios, del cual realmente no se distinguen).
Podrían desarrollarse muchas variantes de la prueba agustiniana. Y podrán tanto considerarse las variantes de esa prueba en diferentes escritos del Santo como escrutarse críticamente las premisas de esa prueba. Omito aquí esas tres tareas por razones de espacio (limitándome al respecto a decir que me remito principalmente a estos dos textos agustinianos: De Libero arbitrio, Lib. 2, nn. 3-4; y V. Rel., caps. 29-31, nn. 52-8). Únicamente deseo recalcar que el esquema es siempre el mismo: de las verdades a la Verdad: ubi inueni ueritatem, ibi inueni Deum, ipsam Veritatem (Conf., 10, 24, 35). El atajo seria éste: por el principio de participación, si hay entes, como los hay, es que hay algo que es el Ser mismo (omnino ipsum esse: De Trin., 6, 6, 8; Ciu. Dei, 8, 6); si hay verdades, que son, a la vez que verdaderas, también parcialmente falsas, hay un principio del ser-verdaderas tales verdades, principio por participación en el cual lo son; y ese principio no puede ser sino superlativa, totalmente verdadero: trátase, pues, de la Verdad misma. Muchas de las variantes de la prueba agustiniana responden a un intento de nuestro autor por hacer más constructiva su prueba, por hacer que, a través de ella, no sólo sea llevado el lector a la convicción de que existe una Verdad suprema, sino que efectivamente la encuentre (de ahí el amplio uso de «inuenire» en tales versiones de la prueba).
A ese Dios, al Ser mismo, a la Verdad, trata de expresarlo S. Agustín en un balbuceo, luchando con palabras que le parecen insuficientes para decir a Dios. Y es curioso que se aferre una y otra vez a un verbo en tercera persona, sustantivándolo, como menos inapropiado para significar a la Verdad: Dios es el es: sed est est (Conf., 13, 31, 46; Enarr., 134, 4: est enim est; vide Enarr. in psalmun 101: quidquid ibi est non nisi est). Dios es el es, el existe; los demás entes son (hasta cierto punto) inexistentes. La concepción agustiniana dista de ser un analogismo. No acude al expediente aristotélico de la analogía; cierto que para nuestro autor toda palabra es inapropiada (en alguna medida) para mentar a Dios (ya que uerius cogitatur Deus quam dicitur, et uerius est quam cogitatur: Trin., 7,4,7: BAC, vol. V, p. 389 --y nótese bien que se trata de grados--); pero ello es una paradoja de la docta ignorancia, de nuestra contradictoria situación cognoscitiva, pues en el mero reconocer esa relativa inefabilidad aparece Dios como efable (vide Doc. christ., 1, 6, 6: BAC, vol. XV, p. 62: «si illud est ineffabile quod dici non potest, non est ineffabile quod uel ineffabile dici potest»). Porque Dios es, en alguna medida, efable, nuestras palabras son, en esa medida, apropiadas para decirlo: mas, de todas, la más apropiada es «ES», «EXISTE» La sustantivación de esa forma verbal terciopersonal realza el hecho de que: por un lado, sólo El es sin mezcla de no-ser; y, por otro lado, no es que tenga existencia, sino que es la existencia misma (esse ipsum); de otra cosa, nombrada como sea, se predicará con verdad (parcial) el est; de Dios, y únicamente de Dios, no sólo se predica el est con verdad absoluta, sino que se predica de El como una identidad, diciendo que El est est. (Mas nótese la diferencia --en la que no cabe entrar aquí-- entre esa concepción existencial y la teoría neotomista de Gilson sobre la inconcebibilidad de la existencia que sólo podría expresarse en el acto judicativo y mediante el verbo «es» cuando, precisamente, éste no esté sustantivado, como si lo está en la pluma de S. Agustín; vide acápite 1 del cap. 1.º de mi libro Fundamentos de ontología dialéctica, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 25).
Algo muy importante en esta concepción de Dios, del Ipsum Esse (Trin., 6, 7, 8: BAC, vol. V, p. 365) es que ipse est quod habet (Ioan., 70, 1: BAC, vol. XIV, p. 319). Por ello, Dios es lo mismo que su bondad, que su felicidad, que su vida, que su entendimiento, y que todo lo demás que tiene: lo es porque es simple, ya que lo complejo es mutable y, a fuer de tal (parcialmente), inexistente. Ahora bien, Dios no es justo, p. ej., en virtud de participar de la justicia, de una justicia que, de suceder tal participación, sería diversa del propio Dios. No: es idéntico a la justicia, porque El es plenamente justo. Es, pues, la justicia. Y la fortaleza (Trin., 6, 4, 6). Y la grandeza (Trin., 5, 10, 11). Y la vida (Ioan., 19, 11-13). Y el amor (Gen. impf., 16, 58: BAC, vol. XV, p. 454). Y la similitud (vide Ciu. Dei, 8, 6: BAC, vol. XVI, p. 422). Y así sucesivamente. Examinando esos textos aparecen, trenzados, dos argumentos: el de la simplicidad (Dios es simple, pues lo no simple es mutable y, por ende, no es) y el de la participación-superlatividad (lo que no es idéntico a una determinación sólo puede, si acaso, participar de ella, y entonces carecerá también de ella en parte). El segundo argumento es una reelaboración del de Platón en el Protágoras, tan discutido y diversamente interpretado. Sea como fuere, esa doctrina de la identidad de los atributos divinos es uno de los lados flacos de la concepción agustiniana y merece revisión (vide infra, Sección 5.ª).
§4.-- El problema del no-ser en S. Agustín
Aparece en S. Agustín el problema del no-ser como polo opuesto al ser, identificado por él con la Verdad y también con la Belleza y la Bondad. Si ser = verdad, entonces no-ser = falsedad; por ende, dice nuestro autor, lo falso no existe: nec quicquam est falsitas nisi putatur esse quod non est (Conf., 7, 15, 21: BAC, vol. II, p. 291). De ahí surge este problema: siendo, pues, la verdad idéntica a la existencia y ésta a la bondad y a la belleza, ¿cómo es que hay cosas falsas, malas, feas? ¿No es menester que tales cosas participen también de la falsedad, de la maldad, de la fealdad, y por ende del no-ser? ¿Hasta dónde se atiene Agustín a la negación de existencia de cosas falsas o malas? ¿En qué sentido hay cosas falsas? Hay que despejar aquí un equívoco. No se refiere este problema de la existencia de lo falso al hecho de que se den pensamientos falsos o, si se quiere, enunciados falsos: esos pensamientos y esos enunciados, de ser en efecto total y absolutamente falsos (pero falsos en el sentido semántico, derivado, de la palabra), seránlo por carecer totalmente de objeto, e. d. por no reflejar o mentar hecho real alguno. Es obvio que no son falsos esos pensamientos en el sentido agustiniano básico, pues, siendo ser falso lo mismo que ser no-verdadero, y siendo ser-verdadero lo mismo que existir, ser falso es ser inexistente. (No puede, desde luego, desconocerse que aparece en la pluma del Santo una confusión entre los dos sentidos de «falso» --el primario o básico, en el que significa lo mismo que «inexistente», y el secundario, semántico o noético, en el que se aplica a un enunciado o un pensamiento en la medida en que sea inexistente lo por él respectivamente denotado o mentado--; confusión que causa estragos, divagaciones y titubeos, como el desorientado merodear de los capítulos 6 ss. del Libro II de los Soliloquios, donde se mezclan las posiciones doctrinales claras y tajantes con las vueltas y revueltas más desconcertantes. Por no sacudirse del todo la noción de verdad como el ser algo tal como aparece, se llega a decir que la oración falsa eslo por imitar a la verdadera, sin ser verdadera: II, 15, 29; consideraciones afines aparecen en el De Magistro claramente está sumido ahí S. Agustín en una perplejidad de la que no acierta a salir, por no distinguir claramente los dos sentidos tanto de «verdadero» como de «falso» --si bien su confusión y perplejidad afectan sobre todo al segundo adjetivo).
¿De qué cosas puede decirse que no existen? De ellas --sabémoslo por la Sección 2.ª de este ensayo-- diráse que son falsas. Y son los entes mutables, e. d. las criaturas todas. Igualmente, y como allí lo vimos, todas las criaturas son --en medidas diversas-- feas y malas: sonlo en comparación con la Belleza en sí, con la Bondad en sí, e. e. con Dios mismo; y por ende lo son. ¿Hay algo teniendo y por tener lo cual, y en la medida en que lo tengan, son inexistentes, feas y malas? De no haberlo, ¿qué base no arbitraria conservará la doctrina toda de la participación? ¿Con qué derecho podremos seguir sosteniendo con el Santo que las cosas castas sonlo en y por (participar de) la castidad, las sabias en y por (participar de) la sapiencia, las bellas en y por (participar de) la belleza (Gen. impf., 16, 58: BAC, vol. XV, p. 454), del mismo modo que las cosas verdaderas sonlo en y por la Verdad, como las semejantes son semejantes en y por Semejanza (V. Rel., 36, 66: BAC, vol. IV, p. 135)?
Plantéasele a S. Agustín, pues, el problema del no-ser a propósito de la deficiencia de ser, de bondad y de belleza de las criaturas. Parece requerirse un principio positivo de tal deficiencia. Y es eso lo que conduce a la conclusión contradictoria de un no-ser existente. En pocos lugares aparece ese requerimiento de postular un no-ser existente con tanta fuerza como en el Libro XII de las Confesiones, a la hora de explicar aquellos pasajes del Génesis en que se sugiere la existencia de algo informe, creado por Dios en el principio o comienzo, pero que hubiera servido de materia prima para formar de ahí el resto --e. d. para la prosecución ulterior de la creación. Los capítulos 3 ss. de dicho libro bregan, quizá sin éxito, con el problema engorroso de que el Génesis parece sugerir una doble creación: una en el principio del cielo y de la tierra; otra, temporal, de las criaturas específicas. La interpretación del Santo es que el cielo es el cielo del cielo, la inmutable casa de Dios; y la tierra es la materia informe. Esta materia no es una aristotélica materia prima, pues tal sería mera potencia pura; tiene actualidad (túvola antes de recibir forma y de que fueran así creados los entes formados), pero es casi nada. Con auxilio de la teoría platónica de grados de existencia, a la que está acudiendo aquí nuestro filósofo, trata de entender esa materia informe como una cuasi-nada, «quiddam inter forman et nihil, nec formatum nec nihil, informe prope nihil» (cap. 6, 6, 16-17: BAC, vol. II, p. 511), pero no una mera nada, «non... omnino nihil». De nada hizo Dios esas criaturas básicas o primigenias, «unum prope te [Deum], alterum prope nihil, unum quo superior tu esses, alterum quo inferius nihil esset» (cap. 7, sub fine). Esta última cita anuncia un problema de traducción que resulta todavía más acuciante en otros pasajes próximos: el que «la tierra», o sea --tal como la entiende el Santo--, la materia informe, sea algo quo inferius nihil est, ¿quiere decir que es algo tal que por debajo suyo, en la escala de grados de ser, sólo está la nada? ¿O bien que es algo tal que no hay nada por debajo suyo en esa misma escala? En suma, «nihil» ahí ¿es un cuantificador universal negativo o es un nombre propio de algún entoide que sea la pura nada? La primera lectura parece imponerse con abrumadora evidencia. Pero no faltan indicios a favor de la segunda lectura. En efecto, si la informe materia primigenia está cerca de la nada, ¿hay algo entonces (a saber: esa misma nada omnímoda) cerca de lo cual esté? ¿O no lo hay? Si no lo hay, ¿en qué sentido puede decirse que cerca de «ello» esté la tal materia? ¿En qué sentido puede decirse que se halla la materia entre «ello» y la forma? La materia informe es, aunque no omnino nihil, sí un nihil, una mera informidad --algo, pues, con un grado ínfimo de realidad o existencia. Al final del cap. 6 dice Agustín: «Si dici posset nihil ah quid et est non est, hoc eam dicerem; et tamen iam utcumque erat, ut species caperet istas uisibles et compositas» (ibid., p. 512). La mutabilidad misma, la informidad o sustrato informe, es, pues, algo que debería poder llamarse un «algo-nada», un «es-no-es», que no obstante existe, pues recibe las formas o especies. Ahora bien, si ella es un «algo-nada», ¿hay un principio de su nihilidad, como lo hay de su ser algo, e. d. de su ser a secas? En el cap. 8 (sub fine) dice S. Agustín: «de qua informitate, de quo paene nihilo faceres haec omnia, quibus iste mutabilis mundus constat et non constat, in quo ipsa mutabilitas apparet... ». Lo que significa que ese sustrato informe, casi-nada, es aquello de lo cual hizo Dios los entes visibles y especiosos, aquellos de los que el mundo consta y no consta: consta y no consta porque el mundo, en sus mutaciones, es inconstante, contradictorio, algo intermedio entre el ser y el no-ser: tal es el sino de todo lo creado. (Todo lo cual nosotros sólo podemos conocerlo ignorantemente con la docta ignorancia: uel nosse ignorando uel ignorare noscendo: cap. 5, sub fine; cf., en torno a este tema de la docta ignorancia, lo dicho en el Libro 10.º del De Trinitate al dilucidarse la búsqueda de sí misma por la mente como, a la vez, conocimiento y desconocimiento de si, pero más lo primero: dum se nescientem scit... magis se ibi notam quam ignotam esse conuincitur: 10, 3, 5: BAC, vol. V, p. 474).
De esos y otros pasajes, despréndese que para Agustín el sustrato informe es lo ínfimo, lo menos existente (y, por ende, lo menos bello y lo menos bueno) de todo lo real. Pero ¿no se postula principio alguno de su nihilidad? De postularse parecería deber ser todavía menos existente, un no-ser que fuera todavía menos aliquid y más nihil S. Agustín quiere escapar a tal postulación. En alguno de los pasajes citados apunta titubeantemente un reconocimiento implícito de ese no-ser; mas en ese mismo fragmento se acude a una solución común --muy aristotélica-- a ese problema: decir que hay una carencia de algo no es sino otro modo de decir que no se da tal algo (cap. 3.º): «Ubi ergo lux nondum erat, quid erat adesse tenebras nisi abesse lucem?... sicut sonus ubi non est silentium est. Et quid est esse ibi silentium nisi sonum ibi non esse?». Y abunda en el mismo sentido lo dicho en otros lugares: en De beata uita, 4, 29 (BAC, I, p. 573) dícese: «Quamquam nescio quomodo dicamus, Habet egestatem, aut habet stultitiam. Tale est enim ac si locum aliquem, qui lumine careat, dicamus habere tenebras: quod nihil est aliud quam lucem non habere. Non enim tenebrae quasi ueniunt aut recedunt, sed carere lumine hoc ipsum est iam tenebrosum esse, ut carere ueste hoc est esse nudum... Quamobrem, ut quod uolo explicet sicut possum, ita dicitur Habet egestatem, quasi dicatur Habet non habere». Otro pasaje que abunda en lo mismo es Gen. contra Manichaeos, 1, 4, 7 (BAC, vol. XV, p. 302); ahí se repite que tenebrae nihil sunt, manitas non est aliquid, silentium non aliqua res est, nuditas aliqua res non est (sed in corpore ubi tegumentum non est nuditas dicitur). Desgraciadamente la cosa no es tan sencilla como en esos lugares parece figurárselo nuestro autor: las carencias o privaciones son algo, algo que tiene causas (por más que de tal constatación trata S. Agustín de zafarse al decir en Ciu. Dei, 12, 7 (BAC, vol. XVI, p. 471) que la causa de una mala voluntad no es efficiens sed deficiens, quia nec illa effectio est, sed defectio) y también efectos, algo que es explicado y que a su vez sirve para explicar. (Incluso el propio Agustín, inconsecuentemente, reconoce en el lugar últimamente citado de La Ciudad de Dios que las carencias o deficiencias pueden ser captadas sensorialmente: las tinieblas con la vista, el silencio con el oído, aunque no viendo ni oyendo; si es así, su realidad explica y funda la veracidad de nuestra percepción. S. Agustín ve en eso un ejemplo de docta ignorancia: nesciendo sciuntur, ut sciendo nesciantur). Una carencia,, un no-ser o no-estar cierta cosa o determinación en algún sitio o ente es algo que existe; algo que en algunos casos se padece, se sufre, o bien algo que en ciertos casos es motivo de responsabilidad (una omisión). Además no pocas veces resulta enteramente arbitrario decidir cuál de entre dos propiedades opuestas es positiva y cuál negativa: ¿por qué va a ser positivo el movimiento y negativa la quietud y no al revés? El propio Agustín se expresa a menudo en términos que parecen inequívocamente significar un reconocimiento de la realidad de las carencias: en Nat. boni, 16 (BAC, vol. III, p. 835) dícese que priuationes rerum sic ordinantur, que Dios tenebras fecit, que priuationes decenter facit, de suerte que lux et tenebrae laudant Deum. Es más: según la propia concepción de S. Agustín, aun en la hipótesis absurda de que no hubiera nada, sería verdad que no habría nada; pero entonces esa verdad sería algo, pues ser-verdad es ser, existir; e. e. aun en tal caso existiría el no haber nada; luego algo habría; por la regla de abducción resulta, pues, probado que es imposible que se dé el caso de que no exista nada. Mas esa argumentación presupone que, siendo lo mismo existir que ser-verdadero, y siendo lo mismo el que suceda algo que el ser-verdad que sucede tal algo, el que no exista cierta cosa es lo mismo que el que exista el no-existir tal cosa; ahora bien, ese existir la inexistencia de una cosa no es sino la carencia de dicha cosa: carencia, pues, entendida como algo positivo, no como una carencia meramente negativa (consistiendo el que lo sea en que la última aclaración que hubiera que dar de la misma fuera que el que se dé tal carencia no es sino el que no se dé aquello de lo que es carencia).
Por todo ello, parece una inconsecuencia de nuestro filósofo el querer zafarse del problema del no-ser alegando simplemente que el que no exista algo es una mera carencia y, por ende, no es nada. Pero si el que no-exista cierta cosa es, no mera carencia negativa, sino una carencia realmente existente --cuando se dé--, entonces tal carencia tiene algo en común con todas las demás carencias: cada una de ellas es el no-existir algo, y el denominador común de las mismas es el no-ser: algo significado por la partícula «no», la negatividad, la nada si se quiere. Similarmente, si hay grados de realidad o verdad, un grado menor será aquel que, consistiendo en una menor participación en el ser, tenga a cambio una mayor participación en el no-ser.
§5.-- Defendibilidad de las ideas centrales de la ontología agustiniana
Paréceme incontestable que no constituyen un conjunto coherente todas las ideas ontológicas de S. Agustín. Y no se trata de una peculiaridad lamentable de nuestro autor: los indicios que poseemos llévannos antes bien a pensar que casi todos los filósofos esforzáronse en vano por poner en pie sistemas coherentes, sin conseguirlo. De ahí que no sólo se abran cauces divergentes a la interpretación (tratando cada intérprete de aplicar de un modo singular el principio de caridad, o sea: agraciando con caritativas relecturas tales o cuales pasajes o líneas de pensamiento), sino que, sobre todo, estén siempre dispuestas en abanico las vías alternativas por las que es dado reconstruir el sistema considerado empeñándose por, al infligirle tales o cuales modificaciones o truncamientos, instaurar así en él (o, mejor dicho, en el resultado de la reelaboración) la anhelada coherencia.
Esta Sección va a constituir un somerísimo esbozo de una mera indicación de las grandes líneas de una de tantas reconstrucciones posibles del sistema agustiniano. El resultado --no demasiado sorprendentemente, espero-- coincide con la filosofía ontofántica puesta en pie por el autor de este trabajo en diversas publicaciones y obras inéditas (vide, p. ej., las referencias bibliográficas P:2, P:3, P:4). Tal resultado merece empero el calificativo de neoagustinismo, pues es palmario que mantiene, en varios puntos centrales, la herencia agustiniana --inspirándose, como el originario pensamiento de S. Agustín, en Platón, y a la vez aquilatándolo también desde la común óptica de un teísmo creacionista.
Del legado agustiniano he aquí lo, a mi juicio, más valioso, aquello que merece ser conservado en esa síntesis neoagustiniana: la identidad entre verdad y existencia; la doctrina de grados de verdad; la afirmación de Dios como la Existencia y como lo único que es plenamente real en todos los aspectos (lo absolutamente existente); el principio de participación (lo que tiene una determinación o bien es esa misma determinación o bien de ella participa, siendo ese vínculo de participación una relación por la cual la determinación en cuestión está en lo que de ella participa, lo constituye de algún modo); el hacer de algún modo estribar el mal en deficiencia óntica, y ésta en no-ser.
Mas la síntesis aludida apártase rotundamente del pensamiento originario de San Agustín en otras cuestiones: contrariamente al parecer del Santo, no identifica los diversos atributos de Dios ni con El ni entre sí; modifica, pues, la concepción agustiniana de la simplicidad de Dios; también abandona el principio general de superlatividad, reemplazándolo por otro más prudente, a saber: cada perfección es tal que nada participa de ella en medida superior a aquella en la cual ella misma se autoposee (formulación que también hallamos en la pluma del Obispo de Hipona --cf. supra, Secc. 2.ª: nihil castius ipsa castitate, etc.--, pero que en él va acompañada por la doble, y equivocada, creencia de que ese grado superlativo ha de ser forzosamente el grado total o supremo de verdad y de que semejante principio se aplica a todas las determinaciones, mientras que en la formulación aquí brindada vale tan sólo para las perfecciones --siendo una perfección para algo una propiedad o determinación tal que, de poseerla más, más real seria dicho algo).
En otros puntos, la síntesis ontofántica, más que apartarse del todo del camino filosófico agustiniano, marca una rectificación parcial, o una matización, respecto de las posiciones de S. Agustín. Así, de las dos concepciones alternativas del bien entre las que oscila Agustín, nuestra síntesis opta por la de hacer estribar el bien para algo en aquello que lo hiciera existir más (un bien para algo es una perfección, viniendo definidas las perfecciones como parentéticamente acábolo de hacer pocas líneas más atrás, abandonándose en cambio la exagerada identificación del grado de existencia de una cosa cualquiera con su grado de bondad). Por otra parte, apartándose de las vacilaciones de S. Agustín al respecto, nuestra síntesis filosófica defiende resueltamente la existencia de entes no-sustanciales.
En otros aspectos, en fin, nuestra síntesis lo que hace es ir más lejos que el propio Agustín en la postulación consecuente de algunas de sus propias ideas --desembarazándose así de los escrúpulos y titubeos del Santo. Así, p. ej., nuestra síntesis, al defender que cada ente es idéntico a su propia existencia (algo que nunca niega S. Agustín, pero que tampoco formula nunca en esos términos), siendo la existencia de X nada más ni menos que el hecho o estado de cosas de que existe X (al igual que la paciencia de X es el hecho de que X es paciente, e. e. la relación de participación que X guarda con la paciencia en sí), tendráse que cada ente es un hecho o estado de cosas; la postulación de estados de cosas --titubeante y oscura en los textos agustinianos-- aparece en nuestra síntesis con nitidez: si identificamos verdad con existencia, entonces aquello que sea (objetiva, ónticamente) verdadero será lo existente, y viceversa; pero es ónticamente verdadero algo sólo cuando es verdadero (en sentido semántico o noético) el acto mental o lingüístico por el que se piensa o se dice ese algo. Así, p. ej., existe la Torre de Pisa; es, pues, verdadera; a tenor de la correspondencia recién apuntada entre verdad óntica y verdad semántica, será verdadero (en sentido derivado, semántico) el acto de habla por el que se diga a la Torre de Pisa; pero ¿es --en ese sentido-- verdadero el sintagma nominal «La Torre de Pisa» (o, si se quiere, un acto de habla consistente en proferir tal sintagma nominal)? Sí. Lo que sucede es que tal sintagma nominal es una variante de la oración «Existe la Torre de Pisa». Y así para cada nombre o descripción definida. La diferencia entre un sintagma tal y la oración resultante de concatenarlo con «existe» es meramente estilística: son alomorfos en distribución complementaria (como lo son los morfos «-s» y «-es» para formar el plural).
Nótese cómo forman un todo armónico y coherente esas diversas modificaciones del sistema agustiniano. Al postular estados de cosas --cada estado de cosas es una relación individual de participación de una determinación por algo--, postulamos con ello entes no-sustanciales, ya que no todo estado de cosas es una sustancia: será una sustancia la Torre de Pisa, pero no el que la Torre de Pisa esté inclinada, e. e. su inclinación. De ahí que las propias carencias existan: son estados de cosas reales, que consisten: o bien en que el ente que carezca de esto-o-aquello participe de la determinación de carecer de esto-o-aquello (la injusticia es la determinación de carecer de la justicia y así sucesivamente); o bien en que participe de la nihilidad la participación de dicho ente en esto-o-aquello (en los casos «normales» ambos análisis serán coincidentes).
Al reconocer diferencia entre perfecciones diversas, que S. Agustín identificaba --con Dios y, por tanto, también entre ellas--, podemos entender que no sea (siempre) lo mismo el que algo exista y el que sea grande; ni esto (siempre) lo mismo que el que sea prudente, o justo, o... Las perfecciones son atributos de Dios; con Filón de Alejandría, con los Padres griegos y con Doctores de la Iglesia griega, como S. Gregorio Palamás, distinguiré entre Dios y sus atributos: éstos son entes divinos, increados porque tienen existencia infinita, aunque no absoluta (su grado de realidad será en todos los aspectos infinito, pero no en todos los aspectos total, pues un grado de existencia puede ser infinito cuando esté infinitamente cercano al grado total, aun estando separado de éste por una distancia infinitesimal). Así pues, Dios no tiene por qué ser más bueno que todo «lo demás»: su propio atributo de Bondad será tan bueno como ser quepa.
Mi propuesta reconstrucción del sistema agustiniano identifica, pues, lo significado por cualquier sintagma nominal determinativo con lo significado por una oración; y por ende con un estado de cosas. Pero también identifica lo significado por una palabra cualquiera con lo significado por un sintagma nominal determinativo. En eso atiénese estrictamente a la concepción agustiniana de que cada palabra --que tenga significado-- es el nombre de una cosa (vide De Magistro, caps. 5-6, nn. 16-17: BAC, vol. III, p. 600). El «no» es, pues, nombre de algo: de la negatividad o nihilidad, de la determinación de no- existir. Será, acaso, algo totalmente inexistente en algunos aspectos
--un entoide, algo, pues, que sólo en algunos aspectos merezca ser llamado «algo»; pero no puede ser totalmente irreal en todos los aspectos, pues de serlo no existiría en absoluto bajo ningún aspecto y, por ende, no habría nihilidad, ni negatividad, ni carencias --hipótesis absurda, supercontradicción, ya que entonces se carecería por completo de carencias.
Eso sí, toda esta reconstrucción del sistema agustiniano llévanos a modificar la concepción que de la libertad divina se hacia el Obispo de Hipona. Como hay grados, hay grados de creación y grados de necesidad. Dios crea algo en la medida en que existe ese algo (si es un ente finito). Un ente puede que exista más en algunos aspectos, menos en otros: su grado de necesidad será el menor de tales grados. Dios no crea a las criaturas con la misma necesidad con que se conoce o se ama a Sí mismo, sino con necesidad infinitamente menor. Y Dios crea el mal en la medida en que éste existe; crea el no-ser, el NO, en la medida en que exista esa determinación de la negatividad, medida que --si es certera nuestra sospecha, arriba apuntada, de que el NO es un entoide que sólo existe en determinados aspectos, mas de ningún modo en todos-- será en algún aspecto nula --y, de ser así, entonces será absolutamente falso que Dios cree necesariamente el NO, aunque no por ello dejará de ser verdad que es necesariamente cierto que al menos en algunos aspectos Dios crea el NO, la negatividad.
Esta concepción neoagustiniana (séame lícito así llamarla) modifica, pues, la idea que de Dios se hacia S. Agustín. No sólo en lo ya expuesto, sino en lo tocante también a la intemporalidad e incorporeidad divinas (vide al respecto P:2, donde está ampliamente tratado este asunto, a la vez que oportunamente indicadas convergencias de capital importancia entre la concepción ontofántica y la de S. Agustín --p. ej. sobre la libre voluntariedad y sobre la omnipotencia y providencia divinas).
Pondré punto final a este estudio con una advertencia: hay signos que nada significan --y que no se han de confundir con los que significan la nada--, como son p. ej. aquellas descripciones definidas que no individúan a nada en absoluto. Así, al decir que no existe (en absoluto) lo absolutamente irreal, esa descripción «lo absolutamente irreal» nada denota o significa en absoluto; ni por ende se le puede aplicar con corrección a tal frase la regla de generalización existencial. He tratado ese problema extensamente en varios de los lugares citados en la bibliografía --y considero inoportuno el ocuparme aquí más de semejante cuestión.
En resumen: estimo que si hay un modo (que parece) coherente de reelaborar la ontología agustiniana sin sacrificar lo esencial de la misma. Resultado de tal reelaboración será un sistema ontológico acorde con una lógica no-aristotélica --la única desde la que cabría juzgarlo--, que he desarrollado en diferentes trabajos (consúltense los escritos citados en la bibliografía). Trátase, pues, de una síntesis lógico-ontológica fiel a lo que me parece más valioso del legado ideológico de S. Agustín.
§6.-- Bibliografía
Los escritos de S. Agustín están citados las más veces por la edición de la BAC y las demás veces por la Patrología Latina de Migne.