Razonamiento abductivo y método axiomático en la lógica deóntica

Lorenzo Peña y Gonzalo NOTA 1

CSIC. Instituto de Filosofía. JuriLog


Publ. en:
Prueba y razonamiento probatorio en Derecho: Debates sobre abducción
Juan Antonio García Amado & Pablo Raúl Bonorino (Coords.)
Granada: Editorial Comares, 2014
ISBN: 978-84-9045-135-9
(pp. 233-258)


Sumario

  1. Resumen
  2. La lógica pre-axiomática: de Aristóteles a Frege
  3. La lógica como un cálculo axiomático. ¿Intuición?
  4. Las lógicas no aristotélicas. El holismo de Quine
  5. Las lógicas deónticas: ¿cómo elegir los axiomas?
  6. La abducción como método heurístico y justificativo de la lógica jurídica
  7. Principios de la lógica jurisprudencial
  8. Dos cánones metalógicos
  9. El principio del bien común
  10. El principio de obligación consecuente
  11. Tres objeciones


Resumen

Arguméntase que, tanto en la elaboración de sistemas o cálculos lógicos, en general, cuanto, más concretamente, en la de sistemas de lógica deóntica, el método adecuado --y efectivamente seguido en la praxis investigativa-- es el abductivo, no sólo heurística sino también justificativamente: se inventan axiomas o reglas de inferencia que sirven para, a partir de unas premisas dadas, obtener las consecuencias deseables, evitando las indeseables. Posteriormente se somete el sistema así elaborado al test de su aplicabilidad para el razonamiento, modificándose en tanto en cuanto se patentice la necesidad, sujetando todo el procedimiento a ciertos cánones o constreñimientos: fecundidad, elegancia y verosimilitud. En la lógica deóntica el último canon es la utilidad para el bien común.


Abstract

When developing logical systems or calculi, be it in general or particularly in the field of deontic logic, abduction is both the suitable method and the one actually pursued in research practice, not only as a heuristic tool, but also as a justification standard: axioms and rules of inference are devised which, starting with certain given premises, yield desirable consequences, while keeping clear of undesirable ones. Later on the thus built system is put to the test of applicability for real reasoning, with needed adjustments being done in so far as the reasoning experience demands it. the whole procedue has to abide by certain canons or constraints of fruitfulness, elegance and plausibility. In deontic logic the ultimate canon is usefulness for the common good.


§1.-- La lógica pre-axiomática: de Aristóteles a Frege

Desde Aristóteles hasta mediados del siglo XIX, todos los lógicos concibieron la lógica como un saber evidente de suyo y no basado en la experiencia. Esa putativa autoevidencia de la lógica, con su consiguiente independencia con respecto a lo empírico, no casaban muy bien con el empirismo gnoseológico del propio Estagirita y su escuela, el Liceo, al igual que con otros empirismos posteriores, como los de Locke y Condillac, quienes, sin embargo, no cuestionaron la autoevidencia e inmunidad de la lógica con relación a la experiencia.

Por otro lado, Aristóteles no presentó su lógica como un sistema de axiomas o postulados.NOTA 2 El método axiomático no nacerá con él, sino algo más tarde, con Euclides, sin llegar a extenderse al campo de la lógica hasta la segunda mitad del siglo XIX. No faltan, ciertamente, en los lógicos estoicos, medievales y postrenacentistas esbozos de axiomatización lógica, pero nunca alcanzaron la claridad suficiente para distinguir los postulados de las reglas de inferencia ni, por lo tanto, para ofrecer un cálculo.

Son célebres los planes de formalización de Raimundo Lulio y, principalmente, de Leibniz. No fueron los únicos. Leibniz, en particular, unió su proyecto a un diseño de lengua universal formalizada; plasmó sus ideas en múltiples bosquejos, siempre en pos de un cálculo lógico, pero en realidad ese cálculo nunca pudo ponerlo en pie, aunque sí se acercó. En sus papeles (los más de ellos póstumamente publicados) da muchas vueltas a la formalización, sin conseguir pergeñar en lógica algo comparable al sistema de axiomas de la geometría euclídea.NOTA 3

No podemos caracterizar la apreciación de Kant sobre la lógica más que como uno de esos errores antológicos, que pasan a la historia como clamorosas equivocaciones de los filósofos. El pensador prusiano creyó que desde Aristóteles la lógica no había dado ni un paso adelante ni un paso atrás. Ignoraba los sepultados galeones cargados de tesoros lógicos que hoy, en parte, conocemos gracias a la exploración emprendida por los historiadores de la lógica.

No sólo Kant no sabía nada de eso, sino que tampoco hubiera querido saberlo, en el caso de haber tenido ocasión. Vivía en un ambiente intelectual totalmente despreciativo de la tradición de la philosophia perennis, esa filosofía escolástica por la cual todavía Leibniz había mostrado una elevadísima valoración, pero que en la segunda mitad del siglo XVIII se veía como un amasijo de elucubraciones inanes y etéreas, de filigranas especulativas en torno a sutiles minucias y artificiosas ocurrencias.

Es más, el mensaje central de la filosofía madura de Kant es el de una implacable y extirpadora denuncia de toda metafísica que pretenda presentarse como un conocimiento, encerrando así a la razón en un coto cerrado para abrir paso a la fe. Y, si bien los estudios de lógica y filosofía del lenguaje desarrollados en la escolástica tardía podrían desgajarse de su transfondo metafísico, tal operación los despoja en parte de su sentido y los aísla del horizonte conceptual en el que se llevaron a cabo.

El mencionado aserto de Kant patentiza una deficiente concepción de la lógica misma, que él considera un saber no sólo a priori, sino también analítico, sin, no obstante, inquietarse por la carencia de una formalización que permitiera hacer cálculos lógicos.

El siglo XIX marca la diferencia. De un lado, tenemos al bando empirista. David Hume había buscado, sin encontrarla, la fuente de la necesidad de la lógica, teniendo que recurrir a una fe o creencia subjetiva, producto del hábito, lo cual dejaba a los asertos lógicos en la mayor fragilidad y hasta los convertía en opciones gratuitas. John Stuart Mill va a asentarlos en una base epistemológicamente más seria, que será la misma que la de los demás saberes reconocidos en su época, a mediados del siglo XIX, un período de espíritu empirista y utilitario; se atreve, por ello, a dar un paso que ningún empirista anterior había osado: entender las verdades de la mismísima lógica como generalizaciones inductivas a partir de la experiencia.

De otro lado, los lógicos van a ponerse en serio a la tarea de hacer de la lógica un cálculo, dando pasos cumulativos que desembocarán en el primer sistema lógico axiomático, el de Frege (sin rehusarles a sus predecesores el crédito que merezcan por sus anticipaciones).

De suyo la labor axiomatizadora, la de construcción de sistemas formales, no implica una concepción a priori de la lógica ni está implicada por ella. J.S. Mill entendía tan a posteriori la aritmética, la geometría y la matemática en general como la lógica. Su concepción es compatible con la construcción de cálculos de álgebra, aritmética, geometría y también de lógica.

Ahora bien, el lógico puro, aquel que se dedica a la puesta en pie de sistemas formales, de cálculos, tiende a simpatizar poco o nada con esa visión empirista de J.S. Mill, inclinándose más bien a concebir sus axiomas o postulados como a priori evidentes, sillares de tal obviedad que sobre ellos pueden levantarse --sin resquicio para la duda-- edificios perfectamente sólidos. (Al menos así sucedía en ese tiempo, porque después las cosas ya no se plantean en esos términos.)


§2.-- La lógica como un cálculo axiomático. ¿Intuición?

Cuando llegamos al sistema de Frege en su famoso Bregriffschrift (1879) ya tenemos todos los ingredientes de un cálculo lógico en el sentido moderno. Frege escoge sus axiomas porque le parecen principios universales del pensamiento, de suyo evidentes, cognoscibles a priori e indubitables. No por ello los entiende --según lo harán después las escuelas formalistas (cuyo más destacado representante será David Hilbert)-- como verdades por convención, verdades relativas a reglas de juego ni al modo constructivista (posteriormente inaugurada por Brouwer), como productos de la elaboración conceptual humana. Al revés, combatió, con alacridad y encarnizamiento doctrinal, las ideas que ya circulaban en el ambiente matemático de su tiempo y que prefiguraban concepciones subjetivistas de ese tenor.

Para Frege la lógica refleja el mundo. Ciertamente postula, junto al mundo de los objetos físicos, uno, pletórico, de entes ideales (inespaciales e intemporales): las funciones, los conceptos --que son funciones con la particularidad de que sus valores son valores veritativos--, esos mismos dos valores --verdad y falsedad--, las extensiones de conceptos, los sentidos. Sería, no obstante, un craso error creer que, en su enfoque, las verdades de la lógica sólo reflejan el mundo de tales idealidades; antes bien, se aplican a cualesquiera entidades.

Aun sin enunciarlo nunca en tales términos, Frege anticipa, pues, las concepciones realistas del saber lógico que ya en el siglo XX van a defender Russell (en un período de su complicado y sinuoso itinerario intelectual)NOTA 4 y Ferdinand Gonseth: la lógica entendida como física del objeto cualquiera.

Aduzco eso sólo por su incidencia en el problema que estoy planteando, a saber: ¿cómo conocemos las verdades de la lógica? ¿Cómo seleccionamos unos determinados asertos para erigirlos en axiomas en combinación con unas reglas de inferencia? Frege combate intransigentemente toda visión subjetivista o psicologista de la lógica,NOTA 5 pero también toda fundamentación empirista, como la de J.S. Mill. De aceptarse ese enfoque empirista --objeta-- los asertos lógicos carecerían de necesidad, siendo contingentes y dubitables, como lo son los de las ciencias empíricas, y no pudiendo, por lo tanto, desempeñar la tarea a la que está llamada la lógica.

Está claro que Frege creía en una intuición intelectual de las verdades lógicas, pero ese problema nunca lo abordó. Pertenece al campo de la teoría del conocimiento, en el cual prefirió no penetrar. Contentóse con desarrollar una ontología y una filosofía del lenguaje que sirvieran para explicar y aplicar filosóficamente sus construcciones formales, sus cálculos lógico-matemáticos.

En esa intuición intelectual van a creer también diversos filósofos del siglo XX, desde Husserl (quien abandonó su inicial psicologismo precisamente por influencia de Frege) hasta Richard Sylvan, pasando por el neoleibniziano Kurt GödelNOTA 6 así como por Nicolai Hartmann y otros autores cercanos a la fenomenología.

Fuera de ese ámbito es frecuentísimo invocar la intuición (calificada rarísimas veces --o nunca-- como «intuición intelectual»). Sin embargo en la inmensa mayoría de los casos tal invocación carece por completo de rigor. Adúcese la intuición, o lo intuitivo de una afirmación, sin esclarecer en qué consiste, cómo se alcanza, cómo sabe uno que tiene la adecuada, cómo conducir a quienes no comparten tales intuiciones por la buena senda.

Similarmente el matemático ha utilizado ese recurso desde tiempo inmemorial, pero en su praxis teórica tal invocación tiene un sesgo puramente pragmático. Es intuitivo aquello de que se parte y no se discute. Lo que es intuitivo en un contexto puede dejar de serlo en otro. La intuición sirve al matemático como indicio, no como prueba.

Si dejamos de lado la intuición, una alternativa es la de entender que los asertos que escogemos como axiomas de un cálculo lógico son meros postulados, que elegimos porque nos da la gana, porque nos sirven, porque nos vienen bien para un cierto juego, cuyas reglas estamos estipulando.

Con diversas modalidades tenemos ahí el enfoque convencionalista, el de que las verdades de las ciencias formales carecen de contenido, no son verdades en el sentido de que reflejen de algún modo una realidad, sino que son «verdades para entendernos», «para andar por casa», manifestando un pacto de usar las palabras de cierta manera. Por eso son verdades analíticas, nítidamente separadas de las sintéticas o empíricas.

Ya en el primer cuarto del siglo XX empezó a surgir la cuestión de si hay alternativas frente a una determinada selección de tales verdades. Inicialmente el problema no se planteaba, desconociéndose las lógicas no aristotélicas (desarrolladas desde los comienzos del siglo XX por lógicos como Peirce, Vasilief y Lukasiewicz, sin que sus trabajos alcanzaran difusión o ni siquiera publicación). Lo convencional de los axiomas lógicos parecía implicar que cualesquiera convenciones alternativas serían iguales, porque ninguna dice nada, todas son vacuas.


§3.-- Las lógicas no aristotélicas. El holismo de Quine

La tesis de la equivalencia entre cualesquiera sistemas lógicos se fundaba en el frágil y gratuito supuesto de que tiene forzosamente que carecer de contenido aquello que, con independencia de las observaciones empíricas, diseña uno libremente --siendo, por lo tanto, puramente formal; y, al ser formal, nunca puede colisionar con otra construcción igualmente formal. Serán modos diferentes de formalizar lo mismo.

Empezó a verse que eso no era así, porque una teoría física (o sociológica o cualquier otra) formalizada según una cierta lógica, A, arrojaba resultados incompatibles con los que se obtendrían si esos mismos datos empíricos se formalizaran según otra lógica, B.

Todavía quiso salvarse el enfoque convencionalista o formalista con dos maniobras. La primera, muy poco convincente, fue decir que, pese a su aparente discrepancia, los sistemas lógicos alternativos eran equivalentes, por ser igualmente aplicables independientemente del contenido. (Esa maniobra fracasó estrepitosamente por la razón que acabamos de invocar.)

La segunda maniobra fue decir que, efectivamente, la discrepancia era irreductible, pero no cognoscitiva, justamente por ser un asunto de convención. Así surge el principio de tolerancia de Carnap: cada quien es dueño de abrazar su lenguaje y su lógica; hay que ser tolerantes con otros lenguajes y otras lógicas. Sólo que, a quien quiera discutir con nosotros le incumbe explicarnos cómo funciona su lógica.

Al comienzo las lógicas no aristotélicas apenas encontraron otro eco que el de pasatiempos formales para matemáticos ávidos de ejercicios; las aplicaciones filosóficas que motivaron a sus pioneros resultaron, o confusas (aunque brillantes), en el caso de Peirce, o relativamente estériles (como le sucedió a Lukasiewicz).

El panorama cambia en los años 30/50 del siglo XX con el surgimiento de la escuela intuicionista (que rechaza el tercio excluso) y con los desafíos lógicos de la mecánica cuántica (con la consiguiente puesta en pie de cálculos lógicos presuntamente adecuados para habérselas con tales anomalías).NOTA 7

Poco después el descubrimiento de las lógicas modales e intensionales va a abrir nuevos derroteros. Uno puede seguir empeñado en que escoge los axiomas o postulados gracias a su intuición, pero, habiendo, como hay, infinitas opciones que pueden funcionar (infinitas lógicas cuánticas, infinitas lógicas modales, temporales, etc), ¿cómo sabemos que nuestra intuición es la buena? ¿Cómo describiremos esa vivencia del intuir la verdadera lógica modal, p.ej. un sistema como S4 o S3 o S5 o T o cualquier otro que se nos ocurra?

Por otro lado, en los años 50 Quine va a demoler la visión convencionalista de las verdades lógicas, no sólo con su célebre libro From a Logical Point of View, sino, quizá todavía más, con su temprano ensayo «Truth by convention».NOTA 8 Quine nos propone un holismo gradualista en el cual todos los asertos de nuestras teorías comparecen ante el tribunal de la experiencia, sólo que en medida diferente: los de la periferia vienen directa y fuertemente impactados por unas constataciones empíricas adversas, forzando su rápido reemplazo o reformulación, al paso que los del núcleo sólo se revisan en última instancia, porque su revisión eventual repercute en todo el sistema de nuestras creencias.NOTA 9

En ese tratamiento, no existe diferencia radical, de naturaleza, entre los asertos escogidos como axiomas de un sistema o cálculo lógico y los de una teoría física, antropológica o económica. Armamos tales teorías recogiendo la experiencia previa y con deferencia a la experiencia futura, que los corroborará o los desmentirá, y siempre bajo el imperativo de ciertos cánones (que en última instancia también son sometibles al dictamen de la experiencia).

Quine no rehabilita el enfoque inductivista de J.S. Mill, pero está claro que su propuesta guarda una afinidad ideológica con Mill. Sin embargo, la filosofía de Quine no consigue superar ciertas limitaciones --por la herencia verificacionista que toma del círculo de Viena--, por lo cual a la postre desemboca en lo que Hao Wang ha calificado de nihilismo filosófico --con sus tres tesis de la relatividad ontológica, la inescrutabilidad de la referencia y la indeterminación de la traducción así como del propio significado de los signos lingüísticos.NOTA 10 Nadie ha refutado convincentemente la refutación quineana de la dicotomía entre juicios analíticos y sintéticos,NOTA 11 pero esas dificultades de la propuesta de Quine han propiciado que muchos hayan recaído (confiésenlo o no) en una adopción ciega de esa misma dicotomía, en parte porque resulta útil.NOTA 12

Si analizamos conceptualmente la principal aportación de Quine nos percatamos de que lo que está haciendo es extender el invento de la abducción de Peirce, hasta el punto de fundar en la misma todos los saberes humanos enunciados sistemáticamente en forma de teorías. Cualquier axioma o postulado de una teoría --sea ésta lógica, geométrica, química o sociológica-- se escoge como hipótesis o, mejor, conjetura (retomando una idea de Popper, aunque el autor austríaco la desarrolla de modo radicalmente diverso y con una finalidad muy diferente). Esa conjetura se justifica, no en su aislamiento, sino como un miembro de un cúmulo o racimo de conjeturas que, conjuntamente tomadas, brindan una explicación de los hechos observados.

Desde luego, persiste siempre para Quine la subdeterminación de las teorías por la experiencia. Podemos estar seguros de que ciertas teorías son erróneas mas no de cuál es la verdadera, porque siempre hay --o puede haber-- varios competidores con similar palmarés.


§4.-- Las lógicas deónticas: ¿cómo elegir los axiomas?

Así estaban las cosas cuando, a partir de 1951, von Wright y sus continuadores ponen en pie sistemas de lógica deóntica.NOTA 13 No es asunto de esta ponencia el estatuto y el contenido de los axiomas de un sistema de lógica deóntica (si se trata de asertos metalingüísticos, de enunciados de un cálculo de predicados de orden superior al 1, de asertos prefijados por un operador o cualquier otro planteamiento). Sólo me ocupo de cómo seleccionamos los axiomas.

¿Por intuición? ¿Por convención? ¿Por inducción?

Ninguna de esas tres vías funciona. La intuición ya sabemos que no pasa de ser una proclamación enfática, en el mejor de los casos la invocación de un misterio que semeja a un oráculo. (Lo dijo la intuición, punto redondo.)

La convención se enfrenta aquí a los mismos problemas señalados por Quine más uno adicional: si el lógico deóntico justifica sus axiomas porque son convenciones que él adopta, como podría adoptar otras, entonces ¿qué autoridad puede esgrimir para que en la praxis jurídica se razone a tenor de esas pautas que él escoge y no de otras? ¿Admite que --en virtud de una deducción lógico-deóntica a partir de un conjunto de normas promulgadas por el legislador-- se pueda condenar a alguien, cuando la adopción de sistemas alternativos de lógica deóntica no acarrearía la misma consecuencia, aun partiendo de las mismas normas promulgadas? (Tales inquietudes no tenían por qué acongojar al científico puro, que está elaborando teorías abstractas, sin directa repercusión práctica.)

La inducción milliana no sale mejor parada. Es difícil saber qué observaciones empíricas pueden corroborar, p.ej., el principio de Bentham (o de subalternación deóntica), a saber: lo obligatorio es lícito. No se trata de saber si la gente cree eso o no, del mismo modo que para Mill el principio de no contradicción no se corrobora cosechando creencias, sino hechos observables. ¿Qué hechos, qué observaciones objetivas, pueden ratificar que lo obligatorio es lícito?

Un enfoque milliano (aunque nunca fuera desarrollado por el propio Mill) podría aducir mundos imaginarios con otras lógicas; efectivamente se han enunciado, en los debates contra las lógicas no aristotélicas, consideraciones de esa índole --que hunden sus raíces en la tesis cartesiana de que las verdades lógicas son voluntariamente creadas por Dios, habiendo podido el creador escoger lógicas diversas y, por lo tanto, mundos absolutamente disímiles. Gracias a la experiencia nos enteraríamos de cuál es la lógica de nuestro mundo.

Pero en el caso de la lógica deóntica, ¿cómo sería eso factible? Imaginemos mundos que difieren en qué lógica deóntica les sea aplicable. P.ej. en unos vale el principio de Bentham y en otros no. ¿Qué tipo de datos empíricos podrían llevarnos, por inducción, a afirmar que en nuestro mundo lo obligatorio es lícito, aunque en otros no lo sea? ¿De qué se trata? ¿De observar si nuestros operadores jurídicos --digamos, los jugadores de nuestros juegos jurídicos-- tienden a comportarse como si se ajustaran a ese principio? Eso sería recaer en el mismo error ya criticado, el de confundir las observaciones sobre creencias con las observaciones sobre la realidad en torno a la cual versan esas creencias. (En nuestro caso sería la realidad deóntica, aunque se trate de una realidad ideal o tenga el tipo de realidad que uno quiera, habitante del Mundo Tres popperiano o lo que sea.)

Fracasadas esas vías, ¿se ha demostrado que sólo vale la vía abductiva? Lo dudo. No he presentado, ni tengo a mano, ninguna prueba de la exhaustividad de las alternativas ofrecidas. A lo mejor hay otras. Tal vez mi exposición se puede reconstruir de manera más rigurosa para hacer de ella una demostración genuina de que sólo son posibles la justificación intuitiva, la convencionalista, la inductivista y la abductivista; aplicando entonces el silogismo disyuntivo, obtenemos lo deseado: que la elección de un conjunto de axiomas de un sistema lógico --sea en lógica deóntica o en cualquier otro campo-- sólo es posible, razonablemente, por la vía abductiva.

En vez de esa demostración, sin duda sumamente difícil --si ha de ser rigurosa--, voy a ofrecer, en lo que queda de este ensayo, unas aclaraciones sobre la vía abductiva en lógica deóntica.

Cuando se pergeñan los primeros sistemas de lógica deóntica, se parte de una concepción de lo lícito como aquello que es posible hacer sin violar las normas imperativas del sistema deóntico en cuestión. Surge entonces la lógica deóntica como un caso particular de lógica de lo posible y lo necesario, de lógica modal.

Con ese planteamiento, es fácil entender la selección de axiomas. Basta estudiar las lógicas modales y, tomando una de ellas que parezca juiciosa, modularla para aquilatar su concepto de lo posible, en general, de suerte que lo entendamos como lo deónticamente posible, lícito en el sentido apuntado.

En seguida surgieron las paradojas de la lógica deóntica estándar, de sobra conocidas, que han traído en jaque a tantos pensadores y suscitado propuestas de solución múltiples, desde aquellas que han optado por minimizar las dificultades (o evadirse de ellas con maniobras verbales)NOTA 14 hasta quienes, como Héctor-Neri Castañeda, quisieron solventarlas «de un plumazo», con una lógica deóntica que basó en una metafísica original, muy sui generis, que distingue dos tipos radicalmente diversos de entes fácticos, proposiciones y practiciones.NOTA 15

No voy a detenerme en las paradojas de la lógica deóntica, aunque es verdad que han desacreditado los sistemas estándar y --por lo menos a ojos de algunos juristas y filósofos del Derecho-- la pertinencia de la lógica en el ámbito jurídico.


§5.-- La abducción como método heurístico y justificativo de la lógica jurídica

Parto de un supuesto, que no voy a demostrar:NOTA 16 el de que existen sistemas alternativos de lógica deóntica que escapan a esas dificultades, que no encierran paradojas lógico-deónticas y que, en cambio, sí permiten obtener inferencias jurídicamente relevantes, cosa de que fue incapaz por completo la lógica deóntica estándar.

Mi problema es ¿cómo llegamos a diseñar o perfilar esos sistemas alternativos --en concreto la lógica jurisprudencial, puesta en pie conjuntamente por Txetxu Ausín y por el autor de esta ponencia?

Y, una vez perfilados, ¿cómo los justificamos? Voy a sostener que es por abducción.

He hablado del principio de Bentham o de subalternación deóntica. Es una excepción porque es el único principio de la lógica deóntica estándar que tiene alguna pertinencia normativa. Todos los demás son, para la praxis del razonamiento normativo, inútiles o nocivos.

Excediendo los límites de este ensayo probar detalladamente esa inutilidad o nocividad de la lógica deóntica estándar para el razonamiento jurídico, voy a tomar sólo un par de ejemplos: (1) el principio de simplificación deóntica, a saber que, cuando es obligatorio hacer A-y-B, también lo es A (y también lo es B); y (2) su converso, el principio de agregación deóntica: a saber: que, cuando dos conductas por separado son obligatorias, también lo es la conyunción o combinación de ambas.

De valer (1), valdrá incondicionalmente. Imaginemos que es obligatorio que dos individuos conjuntamente aporten su respectivo concurso a un resultado, sucediendo que, de no hacerlo uno de ellos, la aportación del otro empeora las cosas. En tales casos, sostener que, incondicionalmente, si es obligatorio que ambos hagan su aportación, uno de ellos, por separado, también tiene que hacerla --aunque el otro no quiera o no pueda-- conduce a un resultado perjudicial, contrario a la finalidad del derecho, que es la de coordinar las conductas para un bien común.NOTA 17

En cuanto a (2) imaginemos que el ordenamiento jurídico tiene dos fuentes (los promulgamientos del pretor Mucio y los del Pretor Gayo, p.ej.); a tenor de una de ellas, es obligatoria una conducta, pero, a tenor de la otra, es obligatoria una conducta incompatible (del todo incompatible, si admitimos grados). Ya tiene un problema el ordenamiento jurídico con ese par de obligaciones, pero la situación empeora considerablemente al imponer el principio de agregación deóntica. (De hecho algunas lógicas deónticas cuasi-estándar abandonaron el principio de agregación, si bien al hacerlo socavaron la concepción modal de la lógica deóntica, el concepto mismo de que lo lícito es lo que se puede hacer sin violar la ley.)

Las objeciones que acabo de formular a la lógica deóntica estándar son casos particulares de razonamiento abductivo. Tomo una hipótesis, la del principio de simplificación deóntica o su converso, el de agregación. Y tiro del hilo. No cabe duda de que serán correctas muchas de las conclusiones que podemos extraer de premisas deónticas que hayamos aceptado. Mientras sólo nos las tengamos que haber con tales conclusiones, será razonable la hipótesis del principio de simplificación o del de agregación.

Llegan a nosotros casos en los que se revelan las anotadas dificultades. Si son casos aislados, marginales o desdeñables, si su descripción comporta una calificación conceptual dudosa, que pueda reemplazarse por otras exentas de tales dificultades, entonces el método abductivo nos autoriza a mantener nuestra adhesión a los axiomas deónticos asumidos, como los dos mencionados.

Como de hecho no es así, como los contraejemplos se multiplican, son alarmantes y gravísimos, hemos de rechazar esos principios y buscar otros.


§6.-- Principios de la lógica jurisprudencial

Hay muchos principios de lógica deóntica por los que podemos optar. El método de busca es el mismo que el de justificación: hay que inventar hipótesis o conjeturas que --con ayuda de un cálculo lógico subyacente al que nos hayamos adherido (y que esperamos pueda concitar una adhesión general, aunque no sea unánime)-- nos habiliten para extraer conclusiones deónticamente aceptables por los operadores jurídicos a partir de premisas que ellos aceptan, o sea de asertos que atribuyen obligatoriedad o licitud a determinadas conductas.

Así, p.ej., hemos propuesto el principio de colicitud, según el cual, cuando dos conductas son, por separado, lícitas, también es lícita su conyunción. Pocos principios de nuestros sistemas de lógica jurisprudencial manifiestan tan palmariamente nuestro radical distanciamiento respecto de la lógica deóntica estándar. Si entendemos «lícito» como «posible sin violar la ley», entonces, obviamente, de que dos conductas sean, cada una por separado, lícitas no se podrá seguir que sea lícita su conyunción.NOTA 18

Pero, por otro lado, concédasenos como hipótesis que A es una conducta lícita; si es lícita, es incondicionalmente lícita (porque algo es verde sólo si es incondicionalmente verde, y así sucesivamente; de no, no será en general verdad que es verde, sino sólo que, en cumpliéndose tal condición, lo será.) También ponemos como hipótesis que B es lícita. Supongamos ahora que A-y-B es una conducta ilícita. (P.ej., es lícito elegir una profesión y también lo es votar por un candidato, pero está prohibido votar por ese candidato si uno ha elegido tal profesión). Está claro que, en ese supuesto, no tenemos una licitud incondicional (un derecho), sino meramente condicional. Las premisas (licitud de A y licitud de B) eran falsas.

Imaginemos que no disponemos de principio de colicitud. Entonces, sea lícita la acción A y sea lícita la acción B. Se interpone una demanda contra quienes realizan la conducta conjunta A-y-B. ¿Qué decir? ¿Que estamos ante una laguna? ¿Que es materia ajena al ordenamiento jurídico? ¿Tal vez que es un caso de permisión débil en el sentido de Alchourrón y Bulygin?NOTA 19

Parece claro que la demanda será desestimada (no meramente inadmitida a fuer de materia extrajurídica)NOTA 20 con un razonamiento que, de manera informal, reproducirá aquel que puede llevarse a cabo con la lógica jurisprudencial.NOTA 21

Así, podemos generalizar inductivamente que, cuando tenemos dos situaciones jurídicas incondicionalmente lícitas, los operadores jurídicos entienden que la conyunción de ambas también lo es. La generalización queda explicada por la validez que postulamos del principio de colicitud.NOTA 22

Pero imaginemos que el legislador, habiendo promulgado que A y B son conductas lícitas ambas, prohíbe A-y-B. (O que el juez declara que A-y-B es ilícita, sentando jurisprudencia.) Esa situación jurídica plantea un desafío para nuestra lógica jurisprudencial. Es una dificultad (aunque imaginaria). El método abductivo y los cánones metajurídicos van a sernos de necesario auxilio para hacer frente a la dificultad.

Un modo de solventar el problema es sostener que, puesto que lex posterior derogat priori, las anteriores autorizaciones de A y de B quedan ahora, ya sea revocadas, ya sea en situación de inexequibles, por una colisión normativa. El principio de colicitud queda incólume.

Otro modo de solventar el problema estriba en sostener que el sistema normativo resultante contiene en verdad situaciones jurídicas mutuamente incompatibles, de contenido inter-contradictorio: de un lado, licitud de A-y-B; de otro lado, prohibición de A-y-B. Aquí el juez puede decidir la exequibilidad de la autorización o la de la prohibición.

El mismísimo Juez Hércules no podrá hacer otra cosa, aunque seguramente introduciría consideraciones basadas en la finalidad de la ley, el espíritu de la Carta Magna, la intención del legislador u otras para reinterpretar el contenido de la prohibición y el de la autorización de modo que no se contradigan. (También puede acudir a alguno de los otros cánones para dirimir conflictos normativos, aduciendo el diferente rango de las normas, o la prioritaria exequibilidad de una de ellas, o el principio de especialidad.)


§7.-- Dos cánones metalógicos

Ese experimento mental nos muestra cómo el método abductivo nos lleva a proponer una colección, un ramillete de postulados y de reglas de inferencia, con un solo criterio: obtener con ellos, a partir de un cúmulo de premisas jurídicas aceptadas, conclusiones jurídicamente aceptables, siempre que, al hacerlo, nos atengamos a dos constreñimientos adicionales:

1º. No ha de resultar ninguna conclusión jurídicamente inaceptable; en caso de que sí resulte, han de hallarse, sin forcejear demasiado, procedimientos verosímiles para disipar la dificultad, como una recalificación jurídica o una redescripción de las premisas fácticas o una reinterpretación de las premisas normativas.NOTA 23

2º. El sistema ha de abarcar un amplísimo espectro de razonamientos jurídicamente aceptables hasta el punto de que sólo queden sin cubrir por nuestro sistema patrones de deducción dudosos o marginales. Con otras palabras, el sistema ha de ser suficientemente fecundo.

Voy a tratar de justificar ambos constreñimientos. Intentaré mostrar que cada uno de ellos es sumamente verosímil y que conjuntamente constituyen un canon adecuado de corrección lógico-normativa.

Lo primero que vamos a ver es que cada uno de ellos es necesario. Si falla el primero, el sistema lógico-deóntico diseñado va a estar tropezando, cada dos por tres, con la producción indeseable de resultados molestos o claramente rechazables a partir de premisas acertadas; tales premisas son supuestos de hecho más preceptos cuya vigencia consta en el sistema normativo de que se trate.

Lo molesto o rechazable en este contexto se entiende como un defecto que no proviene de las premisas. Puede que éstas contengan disposiciones rechazables en algún sentido, ya sea ético, ya sea incluso jurídico, por tratarse de preceptos que, de suyo, vulneran normas de rango superior, o colisionan con valores o principios del ordenamiento. En tales casos, la lógica deóntica que apliquemos podrá servir, quizá, para poner de relieve ese defecto, inherente a las propias premisas.

Pero, cuando la grave deficiencia de la conclusión no es achacable a las premisas, entonces lo que queda desacreditado --o, al menos, fuertemente bajo sospecha-- es el sistema lógico empleado para pasar de las premisas a la conclusión.

Ahora bien, todas esas determinaciones son susceptibles de graduación. Una conclusión puede resultar molesta o irritante en un grado mayor o menor. Si la molestia es sólo lo sorprendente que parece ser, eso, sin más, es un inconveniente menor. Sabemos que el mundo está lleno de sorpresas, y el mundo de las situaciones jurídicas no lo está menos. Aun así, si se multiplican los resultados sorprendentes, aunque cada uno de ellos no vulnere más que nuestra expectativa sin causar estragos en la praxis del sistema normativo, habrá un motivo de sospecha y un aliciente para revisar el sistema con vistas a evitar, en lo posible, tales resultados, o suavizar lo sorprendente de los mismos. En suma, hemos de sopesar tanto la cantidad de resultados que no nos convencen o no nos convienen con la calidad, o sea con la intensidad del desagrado o malestar que suscitan o la gravedad de las consecuencias prácticas.

Por otro lado, sabemos --y lo acabamos de recordar-- que las sorpresas y aun a menudo las consecuencias asombrosas son inevitables, lo mismo en cualquier saber teórico que en uno práctico --como es el derecho y como es, más en general, el razonar en el marco de un sistema normativo--. En geometría, en física, en cualquier otra ciencia unas premisas claramente admisibles, más unas reglas de inferencia incuestionadas, conducen a conclusiones extrañas, cuya aceptación nos cuesta cierto esfuerzo de habituación. No hay ninguna razón para imaginar que el mundo de las situaciones jurídicas va a estar libre de tales sorpresas. Es normal que, al desembocarse en sorpresas, atisbemos ya un pequeño indicio de que algo no está bien en nuestro sistema. Sin embargo, si la reconsideración cuidadosa del sistema y su comprobada fecundidad manifiestan la enorme dificultad de reelaborarlo para ahorrarnos esas sorpresas, y si las sorpresas no son mayormente dañinas, un canon plausible de razonabilidad nos llevará a conservar el sistema, disipando lo sorprendente de ciertos resultados con aclaraciones pertinentes.NOTA 24

¿Qué aclaraciones? No podemos agotar la panoplia de los procedimientos aclaratorios, pero pueden ser recalificaciones jurídicas de aquellos hechos que figuren entre las premisas o una redescripción, como también pueden ser relecturas de las premisas normativas. Muy a menudo un precepto, literalmente tomado, conduce --en unión con supuestos de hecho-- a consecuencias absurdas aplicando principios y reglas sumamente verosímiles de lógica deóntica. Uno de los procedimientos más habituales en la praxis jurídica para solventar esa dificultad es el de brindar una lectura menos literal del precepto, acudiendo para ello a los cánones hermenéuticos admisibles y comúnmente admitidos. En ciertos casos, lo que parece una prohibición, un mandamiento o una autorización incondicionales se habrán de entender como condicionales; ciertos vocablos habrán de entenderse en sentidos más restringidos o más ampliados, teniendo en cuenta el contexto, la finalidad de la norma o el espíritu del ordenamiento.

Eso sí, en la medida en que el sistema lógico-deóntico adoptado nos esté forzando --constante o, al menos, reiteradamente-- a emplear esos recursos (sin que la necesidad de acudir a los mismos parezca atribuible a las premisas, habiendo indicios claros de que la fuente de la dificultad se halla en el sistema lógico), nos hallaremos ante un motivo muy fuerte para someter a reelaboración el sistema lógico-deóntico adoptado.

Queda así de sobra justificado el primer constreñimiento. Pasemos al segundo. Imaginemos que el sistema lógico-deóntico que elaboramos, aun permitiéndonos hacer inferencias razonables y útiles, esta lleno de agujeros; o sea: los razonamientos que nos permite hacer son dispersos, dejando entre medias enormes parcelas de argumentación normativa usual para las cuales el sistema escogido no ofrece receta ninguna. En ese supuesto, está claro que nuestra panoplia de axiomas y reglas de inferencia lógico-deóntica sólo será un esbozo o una promesa. Pero incluso peor que eso: lo esparcido o diseminado de las inferencias validadas por el sistema pone en seria duda la corrección de las mismas, porque en un sistema normativo --como en cualquier sistema en general-- las partes cobran sentido con relación al todo.

Por otro lado, sin embargo, sería pretencioso y arrogante aspirar a un sistema lógico-deóntico tan perfecto que cubriera prácticamente la totalidad de las inferencias que --tras un ejercicio ponderado de equilibrio reflexivo-- consideremos correctas para el ordenamiento normativo en cuestión. Por un teorema general de metalógica sabemos que, salvo algunos cálculos muy elementales, todos los sistemas axiomáticos son incompletos, en el sentido de que ningún conjunto recursivo de axiomas y reglas de inferencia permite capturar la totalidad de las inferencias correctas (o, técnicamente, de las consecuencias semánticamente válidas en los modelos del sistema).

De hecho nuestra experiencia nos ha mostrado que, partiendo de un manojo relativamente parco de axiomas y reglas de inferencia, con un potencial deductivo no desdeñable, evolucionamos, paso a paso, tanteando bien el terreno, para ir agregando nuevos axiomas (a veces versiones debilitadas de principios de la lógica deóntica estándar).NOTA 25

Todo eso es, naturalmente, cuestión de grado. En tanto en cuanto un sistema lógico-deóntico ofrezca una cobertura razonablemente amplia para una gama suficientemente variada de inferencias normativas usualmente consideradas correctas, tenemos motivos para estar relativamente satisfechos y recomendar su empleo en la praxis jurisprudencial, sin renunciar a enriquecer ulteriormente el sistema. En tanto en cuanto estemos lejos de cumplir esa condición, no tenemos nada que ofrecer, sino sólo barajamos un programa de investigación con la esperanza de, a la postre, alcanzar una propuesta aceptable.

Por otro lado, al remitirnos a ese parámetro o criterio de las inferencias habituales en la praxis jurídica que, en la misma, suelen juzgarse válidas, no podemos caer en el error de identificar lo que es correcto con lo que se tiene por tal. Es posible y aun probable que en el discurso forense, en las consideraciones jurisdiccionales y en los debates legislativos abunden los sofismas, como abundan en la vida diaria.NOTA 26 Es probable que haya ciertos patrones de inferencia falaz a los cuales seamos especialmente propensos. La naturaleza no nos ha dotado de una racionalidad perfecta, sino imperfecta.

A la vez, sin embargo, la naturaleza humana tiene, ínsita, la aptitud y aun la inclinación para rectificar sus errores, recapacitando. Es improbable que los patrones falaces de inferencia (o pseudoinferencia) cuelen o pasen desapercibidos; de ser unánimemente aceptados por las partes, es verosímil que ese erróneo consenso no perdurará. Así y todo, para contrastar la panoplia de nuestros patrones inferenciales con la praxis de las controversias y los debates jurídicos, hemos de aplicar filtros. No podemos dar por válida una inferencia sencillamente porque sea habitual en la jurisprudencia; pero en ese caso, tenemos que proporcionar una explicación convincente de las confusiones involucradas.

Todo ese procedimiento tiene algo de circular, no cabe duda. ¿Qué puede suministrarnos el filtro recién aludido? Contando con el utillaje conceptual hasta aquí manejado, parece que sólo nos lo puede facilitar un sistema de lógica deóntica (aunque sea incipiente o en construcción). ¿Cómo, si no, discriminaríamos las secuencias de prolaciones que constituyen inferencias genuinas y admisibles de aquellas otras en las que dictaminaríamos un non sequitur? En el apartado siguiente propondré, sin embargo, otro canon adicional que puede, al menos en parte, desempeñar esa misión.

Por otro lado, sin embargo, el cúmulo de las inferencias así seleccionadas va a ser crítico, al servirnos de comprobante para nuestro sistema lógico-deóntico, ora para confirmarlo, ora para invalidarlo o someterlo a una vigorosa reelaboración.

Quedan, de ese modo, suficientemente justificados los dos cánones o constreñimientos. ¿Hace falta un tercero? Como lo acabo de anunciar, voy a proponer, más abajo, un tercer constreñimiento, probablemente menos consensual. En todo caso, cuando tengamos un sistema de lógica deóntica que nos ahorre disgustos a la vez que nos permita capturar o formalizar mucho o muchísimo de lo que, en la praxis del debate jurídico, solemos considerar inferencias correctas, entonces parece que tenemos, si no lo que queríamos tener, al menos sí una aproximación, de momento satisfactoria, de aquello a lo que aspirábamos.NOTA 27


§8.-- El principio del bien común

Los apartados anteriores nos dan la pauta de cómo hemos procedido tanto en el invento de los sistemas de lógica jurisprudencial cuanto en la justificación de los mismos una vez enunciados. Partimos de un conjunto de situaciones jurídicas (generalmente imaginario, pero no fantástico). Y, en ese supuesto, pensamos qué conclusiones sacarían los operadores normativos del sistema, aquellos a quienes incumbiera razonar sobre las implicaciones normativas de las normas vigentes --y, eventualmente, ejecutarlas--.

También pensamos en situaciones jurídicas que alguien podría, en el contexto imaginado, alegar que existen; se trata de, con deducciones a partir de las premisas normativas aceptadas, llegar a la conclusión de que esas otras situaciones alegadas existen en el supuesto considerado, o no.

El primer procedimiento es descendente, bajando de lo dado y conocido a lo inicialmente desconocido. El segundo es ascendente, subiendo de un aserto que se quiere fundar (o se espera sustentar, sin conocer todavía su estatuto normativo) a un conjunto de normas y hechos comúnmente admitidos de los cuales cabe deducir el aserto inicial.

En ambos casos observamos pautas inferenciales de los operadores jurídicos. Sometemos tales pautas a una consideración reflexiva, ideando patrones deductivos que nos sirvan para formalizar esa praxis inferencial. En unos casos tenemos éxito y otorgamos una acreditación a la inferencia examinada. En otros fracasamos, por lo cual calificamos la inferencia de falaz; y es que aquellos patrones inferenciales que se nos ocurren bajo los cuales podríamos subsumir las inferencias (o presuntas inferencias) consideradas nos resultan inadmisibles porque autorizarían muchas inferencias claramente sofísticas, con un resultado deletéreo para la praxis jurídica.

Así --volviendo al principio de simplificación, ya varias veces aludido-- podemos considerar la hipótesis de que sea obligatorio A-y-B pero las circunstancias hacen prácticamente imposible A. Un demandante se queja de que no se haya cumplido la obligación de B, pues --alega--, la obligatoriedad de A-y-B conlleva la de B, pase lo que pase con A.

Creo que pocos jueces, o ninguno, seguirían ese razonamiento; antes bien, me parece que razonarían como nosotros, rechazando el principio de simplificación deóntica. La obligación de A-y-B es la de un todo, una combinación de A y de B, de suerte que realizar parte de esa obligación no es ni siquiera cumplir parcialmente la obligación, sino realizar algo que puede ser inútil o contraproducente para el propósito de la obligación.

Nuestro método nos lleva --en tal supuesto imaginario-- a rechazar el patrón inferencial del demandante, adhiriéndonos al criterio de los jueces. No asumimos como patrón deductivo válido el paso de O(A&B) a OB --independientemente de que A se realice o no-- porque se seguirían montones de consecuencias absurdas y, en definitiva, porque una praxis jurídica que se ajustara a ese patrón inferencial sería peor que una que prescinda de él; peor porque se multiplicarían las injusticias; injusticias que --¡notémoslo!-- no vendrían del contenido de los preceptos del legislador, sino de, a partir de tales preceptos, extraer conclusiones según un patrón inferencial que, justamente por acarrear tales desastres, habría de ser arrinconado. (Digámoslo de otro modo: el principio de simplificación es la negación de un consagrado adagio jurídico: non adimplenti non est adimplendum.)

Como ya lo he señalado, no estriba ese método en ser meros recolectores de pautas de razonamiento aceptadas por los jueces u otros operadores jurídicos. Tal cosechar difícilmente bastaría para el propósito de sentar una lógica deóntica correcta y útil. Hace falta una pauta suplementaria, que proporciona la finalidad misma de los sistemas normativos.

No es verdad que (como lo dijo Lon Fuller) el propósito del derecho sea el de someter la conducta a reglas.NOTA 28 Ése no es un fin suficiente para que hablemos de Derecho, ni siquiera del derecho interno de una organización mafiosa. El propósito de un sistema de normas es el de regular la conducta de los miembros de una colectividad de manera conducente al bien común de esa colectividad, al fin social. (Ese fin social puede ser mal para otras colectividades.)

Por eso a los dos cánones ya mencionados más arriba agregamos este tercero --al que llamaré el principio del bien común--: el sistema normativo, enriquecido con el sistema lógico-deóntico postulado, es mejor para el fin social (o bien común) de la colectividad en cuestión que uno carente de esos axiomas y reglas de inferencia. P.ej. un sistema normativo sin principio de colicitud es peor. También es peor un sistema normativo sin el principio de subalternación deóntica. (En cambio es mejor un sistema normativo sin principio de simplificación deóntica.)


§9.-- El principio de obligación consecuente

Para poner un último ejemplo de la lógica jurisprudencial, sería peor un ordenamiento normativo en el que no valiera el principio de obligación consecuente, a saber: cuando es obligatorio que, en la medida en que se realice un supuesto de hecho, A, se lleve a cabo la conducta B y, de hecho, A tiene lugar, en esa medida será obligatorio B.

Este principio es totalmente desconocido por la lógica deóntica estándar y radicalmente incompatible con ella. Y es que en la lógica deóntica estándar nunca pueden mezclarse en las inferencias premisas normativas y premisas fácticas. La lógica deóntica estándar presupone el principio de Hume de separación total entre ser y deber-ser.NOTA 29

Acarrea un corolario que ha suscitado dificultades. Supongamos que es obligatorio que, en la medida en que A, B y que, así y todo, se ha autorizado ¬B (siendo «¬» una negación total, carente de grados). En un ordenamiento con esas dos normas, una imperativa y la otra permisiva, el principio de obligación consecuente tiene la sorprendente peculiaridad de habilitarnos para sacar de premisas normativas una conclusión fáctica, a saber que A no se ha efectuado en absoluto. Parece curioso que podamos saber cómo es la realidad meramente indagando qué situaciones jurídicas existen.

La perplejidad es fácilmente solucionable. Hay tres vías de solución.

1ª. Una es que el sistema contenga una colisión normativa. Sabemos que abundan, aunque no sean deseables. En el supuesto imaginado se daría colisión si se lleva a cabo A porque, en tal supuesto, B quedaría, a la vez, en situación de conducta obligatoria y de conducta lícitamente omitible.

2ª. Otra solución es que el último promulgamiento deroga al precedente o lo hace inexequible en tal hipótesis.

3ª. Una tercera es que, de no producirse ese efecto de derogación o inexequibilidad, uno de los dos promulgamientos es írrito.

Me parece que un juez razonaría exactamente de alguna de esas tres maneras. Por consiguiente, queda derrotado el contraejemplo esgrimido frente a nuestro principio de obligación consecuente.

En resumen --y como conclusión--: hemos encontrado y defendido los principios de la lógica jurisprudencial,NOTA 30 no por inspiración del espíritu santo (de la cual estamos privados) ni por intuición ni por convención ni por inducción sino por abducción. La construcción y justificación de un sistema de lógica, en general, de lógica deóntica, en particular, es un tipo de inferencia a la mejor explicación disponible; más exactamente, a una explicación suficientemente buena, verosímil, aceptable, fecunda, aunque quizá no sea la mejor (porque la subdeterminación de las teorías nos hace imposible pasar revista a todas ellas para escoger la mejor).


§10.-- Tres objeciones

Una primera objeción --que se puede enunciar con muchísimas variantes-- es que, al cobijar el procedimiento de hallazgo y justificación de los axiomas y las reglas de inferencia de la lógica deóntica (y de la lógica en general) bajo la idea seminal de Peirce de la inferencia abductiva, hemos escogido un mal paraguas. Muchos son los que cuestionan y aun rechazan la creencia de Peirce al proponer la abducción como un tipo especial de inferencia, irreducible tanto a la deducción cuanto a la inducción.

Si bien es pacífico el aserto de que la abducción no puede reducirse de ningún modo a una deducción, es polémica la irreducibilidad a la inducción. De admitirse la dicotomía entre inducción y abducción, arde la controversia sobre dónde ubicar la frontera entre ambas y sobre lo distintivo de la una y de la otra. Más en concreto han corrido ríos de tinta sobre si la abducción aporta algo nuevo u original, habiendo abundado quienes han querido reducirla al método hipotético-deductivo (según lo diseñaron sucesivamente Whewell y Hempel) así como quienes la han visto como un mero caso de conjetura sometida a un cálculo de probabilidades bayesiano.NOTA 31 De admitirse tales planteamientos, la abducción sería simplemente un componente, exento de originalidad, del método inductivo.

Contesto que, para mi propósito, no tiene importancia alguna que se pueda o no llevar a cabo una reducción de esa índole. Lo que Peirce inventa es un tercer tipo de inferencia para pasar de premisas a conclusiones; uno que no es ni deductivo ni inductivo en el sentido usual de la palabra (aquel que permite alcanzar conclusiones generales o universales a partir de premisas particulares o singulares --según lo entendieron Francis Bacon y John Stuart Mill). No aspirando a obtener una patente, nos contentamos con una marca. Y la marca abductiva es conveniente, surja o no, como contrincante, otro método, en algún sentido inductivo (pero que no es la inducción estricta y tradicional).

En resumen: lo que hemos propuesto es un método de descubrimiento de reglas y principios lógico-deónticos y de ulterior acreditación o comprobación (en parte experimental) del sistema constituido con esas reglas y esos principios. He sostenido que --mutatis mutandis-- es, y ha sido siempre, el método por el cual se diseñan y se diseñaron en el pasado reglas y principios lógicos, en general. Ese método lo he subsumido en el concepto peirceano de abducción. No hay inconveniente alguno en que, alternativamente, quepa subsumirlo en una versión refinada del método inductivo.NOTA 32

Una segunda objeción que se ha formulado contra la abducción peirceana es que, contrariamente a su pretensión de alcanzar en la conclusión algo nuevo, no hay tal novedad. Alégase que, partiendo de una constatación sorprendente, A,NOTA 33 y agregando la premisa de que, si sucediera B, A ya dejaría de ser sorprendente, la abducción es el procedimiento que nos autoriza a extraer de ahí la conclusión B; pero esa conclusión B no sería nueva, pues estaba incrustaba en la premisa segunda (la mayor).NOTA 34

Dudo que esa objeción vaya muy lejos. Por dos razones. En primer lugar, si bien B está incrustada en la segunda premisa, ésta no afirma B, sino algo muy distinto, a saber: que, si B, A. (O que, en la medida en que B, A, si aceptamos grados de verdad.) Y, en segundo lugar, el carácter incentivador de la novedad de que está revestido el método abductivo estriba justamente en que exhorta a inventar esa segunda premisa, cuya prótasis será la conclusión del razonamiento. Ni la inducción tradicional ni la deducción comportaban la invención de premisa alguna.NOTA 35

Paso a considerar una tercera y última objeción, más específicamente enfilada contra la propuesta contenida en el presente ensayo. ¿No incurro en una inconsecuencia? He rechazado que la encuesta de opinión (o --para decirlo más sobriamente-- la exploración de cómo se razona efectivamente en el ámbito de la argumentación jurídica) sea un método satisfactorio para fijar qué axiomas y qué reglas de inferencia elegimos para nuestros sistemas de lógica deóntica, ya que los operadores jurídicos incurren en paralogismos igual que los demás seres humanos. No obstante, acudo a un examen de las hipotéticas reacciones jurisdiccionales como pauta para determinar nuestra selección de principios lógico-deónticos.

Mi respuesta es triple:

1ª. El método abductivo que he propuesto no desdeña escrutar los patrones inferenciales que efectivamente se emplean en la argumentación jurídica, sino que, al revés, explícitamente considera que hay que acudir a tal escudriñamiento; no una sola vez, sino dos: la primera --en el arranque de nuestras pesquisas--, para hallar la materia prima que habrá que depurar y justificar mediante reglas y principios lógico-deónticos;NOTA 36 la segunda --al final ya de nuestra indagación--, para comprobar cómo el sistema de lógica deóntica que hayamos pergeñado entre tanto se acopla con esa praxis de la argumentación jurídica efectiva --o sea: si incide en ella, si la aumenta, si la disminuye, si la modifica. Tendremos una prueba (no concluyente) de la corrección (o al menos de la relevancia) del fruto de nuestros esfuerzos en tanto en cuanto el resultado de nuestra investigación consiga salvar el grueso de la argumentación jurídica efectiva (especialmente de la argumentación jurisdiccional y de la legisprudencial --para usar el neologismo de Luc Wintgens--); pero el esfuerzo habrá valido la pena si, además de eso, el sistema diseñado proyecta claridad y rigor, endereza ciertos patrones inferenciales y robustece otros o incluso agrega algunos que estaban faltando. (Y, sobre todo, si el resultado así alcanzado mejora la propia praxis de la argumentación jurídica, haciéndola más adecuada a la función del Derecho, que es el bien común.)

2ª. Adhiriéndome a una forma de realismo jurídico --próximo a tesis defendidas por Michel Troper (en Pour une théorie juridique de l'État, P.U.F., 1994) y a otras expuestas, entre nosotros, por Jordi Ferrer--, sostengo que el contenido de las normas jurídicas no está fijado de antemano según emanan éstas del promulgamiento legislativo, sino que se va configurando evolutivamente por el consenso de los operadores jurídicos y, ante todo, de la jurisprudencia. Lo va determinando, no, aisladamente, la decisión individual del juez --ni siquiera la firme y definitiva de un tribunal supremo o corte constitucional--, sino la conciencia jurídica colectiva (en la cual yo pienso --siguiendo la vieja doctrina de Joaquín Costa-- que cuenta también el refrendo popular o la falta del mismo). De ahí que incluso la determinación de las premisas normativas sea, en parte, tarea del juez. Pero éste no puede optar libremente por una u otra interpretación de los preceptos legislativos, sino que escogerá en función de las consecuencias jurídicas que se sigan de una u otra lectura. Una lógica jurídica está, pues, subyacente a la determinación del contenido mismo del Derecho. Si esa lógica jurídica fuera radicalmente errada y entrara en irreconciliable conflicto con la que vayamos a proponer a la postre, la nuestra sería inservible para el Derecho, y éste no sería Derecho, porque no podría cumplir la función del Derecho.

3ª. En todo caso, los razonamientos en sede judicial sólo los tomo como indicios, sujetos al canon de bien común. Un vicio argumentativo repetido en mil sentencias no sirve para avalar una errónea manera de pasar de premisas a presuntas conclusiones cuando sea patente que tales paralogismos introducen distorsiones en el funcionamiento del sistema jurídico, con daño para el bien común.









[NOTA 1]

El presente trabajo se inscribe en las tareas de realización del proyecto «Los límites del principio de precaución en la praxis ético-jurídica contemporánea» [FFI2011-24414], Plan Nacional de I+D+i. (IP: Txetu Ausín.)


[NOTA 2]

Aunque una añeja tradición (que nos viene del neoplatonismo) consagró un distingo conceptual entre axiomas y postulados, la diferencia, en realidad, no rebasa el ámbito de la psicología.


[NOTA 3]

Aunque tanto Aristóteles como Leibniz concibieron como autoevidentes y no menesterosas de prueba las verdades lógicas (que ellos pensaban reducirse a una sola, el principio de no-contradicción), no obstante ambos se esforzaron por aportar algún tipo de sustentación. En el caso de Aristóteles se ha hablado de una argumentación transcendental, que se esfuerza en mostrar que un adversario (Heráclito) que cuestione el principio de no-contradicción está implícitamente acudiendo a él en su propio discurso; tendríamos así una demostración del principio por algo parecido a la regla de Clavius: si no-A implica A, es que A es verdad. También --con un tipo de aproximación bastante similar-- Leibniz --en varios ensayos (especialmente en los Nouveaux Essais sur l'entendement humain)-- viene a sostener que sólo el principio de no-contradicción brinda una razón suficiente para la empresa misma del conocimiento humano, con lo cual, paradójicamente se está fundando el principio de las verdades a priori en el de las verdades a posteriori. Tales tentativas guardan alguna semejanza con la abducción peirceana, que más abajo voy a defender. Probar esa semejanza me apartaría del propósito de este ensayo.


[NOTA 4]

Russell nunca se aferró a esa concepción filosófica ni a ninguna. Su honestidad intelectual le impedía cerrar los ojos ante las dificultades que asaltaban a los paradigmas que --con una adhesión volátil y efímera-- iba sucesivamente abrazando. La contrapartida de su afán del desprejuicio a toda costa fue la total falta de perseverancia, que frustró lo que hubiera sido una interesante reconstrucción de sus teorías frente a las objeciones. Quizá esa inconstancia lo excluye de la élite de los grandes filósofos, que se esforzaron por salvar sus propios sistemas, así fuera introduciendo modificaciones inesenciales --como Platón, Leibniz, Malebranche, Spinoza, Hegel, Bentham, Quine, todos los cuales quisieron ser fieles a sí mismos. La fidelidad no era uno de los valores adoptados por Bertrand Russell. Ello no lo empequeñece.


[NOTA 5]

Aunque Frege, por rutina, usa locuciones como «leyes del pensamiento» para hablar de las leyes de la lógica --y aunque en sus primeros escritos persiste una influencia kantiana que entiende esas leyes como cánones o pautas que el pensar se impone a sí mismo--, el sentido que otorga a tales locuciones es el de leyes ontológicas que rigen la realidad. De hecho, en su teoría semántica, los pensamientos serán los sentidos de oraciones, de suerte que a cada pensamiento le corresponderá un valor veritativo, verdad o falsedad. Esos pensamientos son entes objetivos de un mundo ideal, siendo las leyes del pensamiento aquellas que rigen esa correspondencia entre pensamientos y valores veritativos. Pero hay que insistir en que tales regulaciones no tienen únicamente vigencia en el mundo ideal, sino también en el real. La filosofía de Frege es un platonismo. Igual que para Platón las leyes del mundo de las Formas o Ideas se reflejan o reverberan (imperfectamente, eso sí) en el mundo sensible, para Frege sería inconcebible que los entes del mundo real o físico escaparan a los cánones ontológicos a que los sujetan las leyes del pensamiento, a pesar de que éstas, de suyo, están en el mundo de los entes ideales.


[NOTA 6]

Hao Wang, Reflections on Kurt Gödel, MIT Press, 1987.


[NOTA 7]

Así algunas de tales lógicas cuánticas abandonan el principio de distributividad, según el cual, si es verdad que p y que q-o-r, entonces, o bien es verdad que p-y-q, o bien es verdad que p-y-r. Dicho con otras palabras, pueden darse situaciones indeterminadas e indeterminables (q-o-r, sin que pueda concretarse, ni siquiera ontológicamente, ni que q ni que r), combinadas con situaciones determinadas (p). Imaginemos lo que, de admitirse, significaría eso en el ámbito jurídico. P.ej., podríamos tener, según un testamento, que el legatario X tiene derecho a la finca del Casar, C, y a una de las dos de La Majada, A y B, sin que, no obstante, le sea lícito tomar posesión de C y de A ni tampoco tomar posesión de C y de B.


[NOTA 8]

Si bien Quine escribió el artículo «Truth by Convention» en 1935, el autor no gozaba todavía entonces de gran reputación, por lo cual pasó un tanto desapercibido. Cuando se reprodujo en The Ways of Paradox and other essays, Harvard U.P, 1966 (2ª ed. revisada, 1976), ya había ganado amplísima aquiescencia la demolición quineana de la dicotomía analítico/sintético. Notemos que --en virtud de la ley del péndulo-- estos últimos años se publican muchos artículos que --para rehabilitar esa dicotomía-- zarandean los argumentos de Quine. Es dudoso si esas tentativas de resucitar un cadáver doctrinal tienen suficientemente en cuenta el gradualismo de Quine, el cual nunca pretendió poner todos los enunciados del acervo de teorías científicas en pie de igualdad ante el tribunal de la experiencia.


[NOTA 9]

Quine, sin embargo, no fue consecuente con esas tesis holistas. En sus ensayos posteriores las reflexiones sobre la indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia lo llevarán a cuestionar su propia hipótesis de atribuir al interlocutor una lógica discrepante de la nuestra --especialmente una lógica que admita como verdaderos enunciados mutuamente contradictorios (o sea paraconsistente, aunque él desconozca ese concepto). Sin rechazar totalmente la aceptabilidad eventual de una traducción del lenguaje del interlocutor al de uno mismo tal que se perfile ese conflicto entre dos lógicas, considera tal salida un caso extremo e improbabilísimo, prácticamente descartado por la infinita gama de traducciones o interpretaciones posibles que desvanezcan ese aparente desacuerdo lógico. (V. al respecto mi ensayo «Semántica veredictiva y lógica infinivalente», en Symposium Quine, comp. por Juan José Acero & Tomás Calvo Martínez, Granada: Universidad de Granada, 1987, pp. 251-56. ISBN 84-338-0581-9.)


[NOTA 10]

Hao Wang, Beyond Analytic Philosophy. Doing Justice to What We Know, MIT P., 1987.


[NOTA 11]

El autor de estas líneas ha intentado abordar esa tarea en «A vueltas con la indeterminación de la traducción y los enunciados existenciales», en Lenguajes naturales y lenguajes formales IV.1, comp. por Carlos Martín Vide, Barcelona: Universitat de Barcelona, 1989, pp. 67-96. ISBN 84-7665-516-9. V. también: «Quine y el intento neopositivista de superación de la metafísica» (en Reexamen del neopositivismo, Salamanca: Sociedad Castellano-Leonesa de Filosofía, 1992, pp. 39-64, ISBN 84-604-4394-9) y «Indeterminacy of Translation as a Hermeneutic Doctrine» (en Hermeneutics and the Tradition, comp. por Daniel O. Dahlstrom. Washington: American Catholic Philosophical Association, 1988, pp. 212-24, ISBN 0-918090-22-9).


[NOTA 12]

Varios factores han favorecido esa restauración --más o menos resuelta, titubeante o confusa, según los casos-- de la dicotomía entre los enunciados analíticos y los sintéticos --tan cara al Círculo de Viena de los años 20 del siglo XX--. Uno ha sido la reflexión metafilosófica que confina al filósofo a una tarea de mero análisis conceptual, a menos que pretenda ser un especialista en todo; ese tipo de análisis conceptual arraigó mucho en la escuela de Oxford, en la obra de los filósofos del lenguaje común, como Ryle y Austin, inspirados en el último Wittgenstein. Otro factor ha sido la tendencia simplificadora a entender el rechazo quineano de la dicotomía prescindiendo de su gradualismo.


[NOTA 13]

En este trabajo uso de manera a veces intercambiable tres sintagmas a los que, sin embargo, en rigor atribuyo sentidos diferentes: «lógica deóntica», «lógica jurídica» y «lógica jurisprudencial». La lógica jurisprudencial es una lógica jurídica y ésta es una lógica deóntica. Lógica deóntica, en general, es una lógica en la que aparecen, con ocurrencias esenciales, en premisas y conclusiones, operadores deónticos («Es obligatorio que», «Está prohibido que», «Es lícito que»). Una lógica jurídica es una lógica deóntica en la cual la obligatoriedad, prohibición y licitud en cuestión son de índole específicamente jurídica --y no, p.ej., moral. La lógica jurisprudencial (o jurística) es la que, a lo largo de cuatro lustros, hemos venido elaborando Txetxu Ausín y el autor de este trabajo. Si se quiere, es un término de marca, para señalar claramente, por ese signo distintivo, la fuerte diferencia que nos separa de la lógica deóntica estándar.

No deseo pronunciarme sobre si hay, o no, lógicas deónticas que puedan legítimamente calificarse de lógicas jurídicas aun difiriendo sustancialmente de la lógica jurisprudencial. Ésta contiene, entre otros axiomas, el principio de no-impedimento o de no vulneración, a saber: cualquier conducta es, o bien ilícita, o, si no, tal que está prohibido impedirla. (Esta escueta formulación viene acompañada de unas pautas delimitativas e interpretativas que huelga aquí considerar.) Es, posiblemente, un axioma específicamente jurídico, que se funda en la misión del Derecho como protector de todas las conductas que no sean antijurídicas. Hasta podemos ver en la vigencia de tal principio uno de los criterios definitorios del concepto mismo del Derecho. No conozco ninguna lógica deóntica, fuera de la lógica jurisprudencial, que haya incorporado un axioma de ese tenor.


[NOTA 14]

El autor del presente ensayo examinó esas paradojas en una serie de artículos de los años 90, varios de ellos en coautoría con Txetxu Ausín. Hállase una exposición de ese recorrido en «Normatividad y contingencia», en Aproximaciones a la contingencia, ed. por Concha Roldán & Óscar Moro, Madrid: Los libros de la Catarata, 2009, pp. 25-64, ISBN 978-84-8319-437-9.


[NOTA 15]

Sobre el magno intento de Castañeda --que comprende una fundamentación ontológica, una teoría de la acción y un desarrollo lógico-matemático--, v. mi artículo «La metafísica de Héctor Castañeda», Theoria, Nº 16-17-18, t. A, pp. 387-407, 1992, ISSN 0495-4548.


[NOTA 16]

Aunque no me propongo aquí probarlo, está claro que --de ser acertadas-- las consideraciones del resto de este trabajo sí suministran una evidencia indirecta a favor de los sistemas de lógica jurisprudencial y, por lo tanto, a favor de la tesis de que existe una lógica deóntica adecuada.


[NOTA 17]

El fondo de mi objeción contra el principio de simplificación deóntica no tiene absolutamente nada que ver con el hecho de que los dos conyuntos conjuntamente obligatorios sean tales que el uno exprese una acción de un agente y el otro una acción de otro agente. Lo inadmisible de razonar según el principio de simplificación asoma igual en el caso de que se trate de dos acciones del mismo sujeto. Supongamos que Marta debe corregir los exámenes y firmar el acta, que no los corrige pero sí firma el acta. Está claro que el resultado es peor que el de que no haga nada, porque, en ese caso, las autoridades administrativas tomarán medidas para remediar la infracción, al paso que, con un acta firmada, el desaguisado tardará en descubrirse, con consecuencias quizá ya irreparables. Por ello no le valdría a Marta escudarse diciendo que, como estaba obligada a A-y-B, tenía que hacer B, hiciera A o no, y que al menos ese segundo deber sí lo ha cumplido.


[NOTA 18]

Además de otras consideraciones evocadas a continuación en torno a la aceptabilidad del principio de colicitud, es frecuente toparse con la objeción de que no por ser separadamente lícitas dos conductas, A y B, va a ser lícita su conyunción. Suelen aducirse presuntos contraejemplos del siguiente tenor: un hombre puede casarse con María, puede también casarse con Adela, mas no con ambas; un empleado puede tomar vacaciones en julio y puede tomarlas en agosto, pero no puede tomarlas en julio y agosto; un elector puede votar por la candidatura A y puede hacerlo por la B, mas no por ambas; y así sucesivamente.

Tal objeción falla radicalmente. Ninguno de esos permisos es incondicional. En realidad un hombre puede contraer matrimonio con María sólo si cumple, y mientras siga cumpliendo, una serie de condiciones necesarias, porque, cuando deje de cumplirlas, se hallará ante un impedimento. Similarmente el derecho a tomar vacaciones en un determinado mes está sujeto a una condición necesaria: no haberlas tomado en un mes anterior. Lo mismo se aplica a la votación y a todos los demás ejemplos invocados. Por consiguiente, podemos estar tranquilos al enunciar nuestro principio: quicquid licet singillatim licet coniunctim.


[NOTA 19]

Aun esto último requeriría una lógica de las permisiones débiles, con un principio de colicitud debilitado.


[NOTA 20]

Evidentemente puede ser inadmitida, mas no porque se trate de materia extrajurídica, sino por estar palmariamente infundada, o sea: por lo incontrovertiblemente lícita que es la conducta impugnada.


[NOTA 21]

¿Podría fundarse la desestimación en que la parte actora no hubiera probado la ilicitud de la conducta que ha causado su queja? Eso está claramente excluido. Aunque el demandante sea libre de argumentar en el sentido de que la conducta está prohibida, sus alegatos de licitud o de ilicitud no pueden vincular al juez, ya que iura nouit curia.

La desestimación sólo puede fundarse en la falta de prueba de los hechos, inadecuada calificación jurídica o licitud de la conducta. (Y siempre que al juez no le conste la prohibición de una conducta, ha de aplicar, por imperativo jurídico, la presunción de licitud de tal conducta.) Hablo en general, independientemente de que nos encontremos en un juicio contencioso-administrativo, laboral, penal, civil, mercantil u otro cualquiera. En cada caso la realización de una conducta prohibida obligará a la jurisdicción a declararla y a tomar medidas de remedio --sancionatorias o no, según las particularidades del asunto y el orden jurisdiccional de que se trate.


[NOTA 22]

Así y todo, como casi ningún derecho --por fundamental que sea-- es absolutos o ilimitado, determinados ejercicios de un derecho pueden acarrear --por mandamiento legítimo de la Ley-- ciertas limitaciones al ejercicio de otro derecho.

Así, p.ej, a cada quien le asiste el derecho a escoger libremente una profesión, como puede ser la de abogado (siempre que cumpla los requisitos legales para ello); y le asiste igualmente la libertad de asociación, en su doble faceta positiva (asociarse) y negativa (no asociarse). Sin embargo si, de entre todas las profesiones, escoge la de abogado, tiene la obligación de asociarse, incorporándose a un colegio profesional. (Mientras que, si escoge la profesión de juez, no podrá pertenecer a un sindicato.) Otro ejemplo: tenemos libertad de palabra y, de nuevo, libertad de escoger profesión, pero ciertas profesiones implican algunas restricciones a la libertad de palabra (como la prohibición de divulgar los secretos de la empresa o del servicio o datos reservados de los clientes).

Podemos brindar dos lecturas de tales colisiones: como límites externos y como límites externos de los derechos así restringidos en su ejercicio concreto. En el primer caso, las extralimitaciones serían abusos del derecho (de lo cual se cercioraría eventualmente el juez por un método ponderativo), al paso que, en el segundo caso, serían actividades que no caerían en el ámbito del ejercicio legítimo del derecho. Para nuestro propósito, da igual. Cualquiera de los dos instrumentos nos permite dejar a salvo del principio de colicitud.


[NOTA 23]

Podríamos atenuar ese constreñimiento, dejando un margen para casos difíciles siempre que fueran muy raros y rayanos en lo extremo. Eso significaría que el sistema adoptado valdría en general, pero excepcionalmente podría llevar a resultados inadmisibles que el propio sistema no ofrecería recursos para solucionar. Por increíble que parezca, no es ésa una actitud muy alejada de la posición de no pocos físicos con relación a las paradojas, incongruencias y lagunas de las teorías científicas comúnmente admitidas en la colectividad investigativa. Piensan que, si bien hay casos límite donde el conjunto de tales teorías arroja resultados lógicamente incongruentes e inaceptables, se encuentran con la suficiente infrecuencia como para, entre tanto, dormir tranquilos. Tenemos ahí una especie de «moral provisional» cartesiana, un como si. Entiendo que tales acomodos con la ilógica chocan violentamente con las exigencias de la razón, aunque tal vez puedan admitirse, a falta de algo mejor, a título transitorio y excepcional


[NOTA 24]

Una de las sorpresas que nos depara el razonamiento lógico-deóntico --al menos si adoptamos la lógica jurisprudencial, algunos de cuyos principios se examinan en este ensayo-- es que, en la medida en que esté prohibido A-y-B, está prohibido A o está prohibido B. (La prueba se hace a partir del principio de colicitud, por modus tollens, aplicación de reglas de lógica elemental y definición de «prohibido» como «obligatorio que no».) Esgrímese inmediatamente una objeción, a saber: es perfectamente comprensible que el legislador haya prohibido la conyunción o combinación de A y B sin haber prohibido A ni tampoco B.

Así es, en efecto, pero el objetor desconoce que, en la lógica de las situaciones jurídicas (o lógica jurisprudencial), «está prohibido que A» no significa que exista un precepto (un enunciado promulgado por el legislador) cuyo contenido semántico equivalga a la prohibición de A. Lo que significa es que existe la situación jurídica de ilicitud de A. Y, cuando es ilícita una conyunción de dos situaciones, A y B, es que al menos una de ellas lo es. ¿Cuál? Dependerá de qué suceda en la realidad, qué situaciones fácticas se realicen. Si se realiza A, B será ilícita; y viceversa. Si se realizan ambas, las dos lo son. ¿Qué pasa si no se realiza ninguna? Eso es lo sorprendente. Ahí tendremos una disyunción de ilicitud de A o ilicitud de B sin tener determinadamente ninguna de las dos hasta que las cosas cambien. P.ej., si está prohibido beber y conducir, está claro que el que beba no deber conducir y viceversa, pero para el que no efectúe ninguna de las dos conductas todo lo que se tiene es una disyunción entre esas dos prohibiciones.


[NOTA 25]

P.ej., en nuestra más reciente reelaboración del sistema de lógica jurisprudencial (en «Soft Deontic Logic», en Soft Computing in Humanities and Social Sciences, ed. por Rudolf Seising & Veronica Sanz, Berlín: Springer Verlag, pp. 157-172, ISBN 978-3-642-24671-5) hemos rescatado el principio de simplificación de la lógica deóntica estándar con una premisa adicional: que el otro conyunto se haya realizado. O sea: en la medida en que sea obligatorio (o lícito) A-y-B y, de hecho, se realice (o se cumpla) A, en esa medida será obligatorio (o lícito) B. Y es que, en ese supuesto, sólo es posible realizar A-y-B realizando B.


[NOTA 26]

Podemos incluso decir que, entre las artes lícitas de un buen abogado, está la de hacer cuantas inferencias conduzcan a un resultado favorable a las pretensiones de su cliente --tal vez con el límite de no incurrir en falacias clamorosas. Si una pauta inferencial es dudosa o incluso improbable, parece que el abogado puede --quizá debe-- presumir su corrección, cuando ello ayude a la causa que él está defendiendo.


[NOTA 27]

En seguida voy a matizar ese aserto en el sentido de que el sistema será insuficientemente satisfactorio a menos que cumpla un requisito adicional.


[NOTA 28]

Es bien sabido que Lon Fuller basa en ese principio su óctuple canon --propuesto en The Morality of Law, 1964-- de regularidad, publicidad, claridad, cumplibilidad, irretroactividad, estabilidad, mutua compatibilidad y congruencia en su aplicación. En su concepción se trata de algo parecido a lo que, en términos de la teoría semántica de Carnap, podemos caracterizar como «postulados de significación». Un aglomerado de mandamientos que no se ajuste a ese óctuple canon (se entiende que: en absoluto) no podrá caer bajo el concepto de Derecho, no será un ordenamiento jurídico.

Al margen de otras consideraciones y otros reparos que podrían formulársele a Fuller, su principal error es creer que cualquier sistema de normas que regule conductas es un sistema jurídico. No aplica el criterio funcionalista. El Derecho es una institución finalista, como la medicina, el transporte, la ingeniería, la enseñanza, el suministro de agua, el teatro, la arquitectura o la minería.


[NOTA 29]

En la lógica deóntica estándar puede haber premisas no prefijadas por un operador deóntico siempre que sean verdades necesarias, porque en esa lógica todo hecho necesariamente verdadero o real es también obligatorio y cualquier situación imposible está prohibida. Por eso es obligatorio que, si A&B, entonces A; de donde se deriva --según las reglas de inferencia de tales lógicas-- que, si A&B es obligatorio, A será (incondicionalmente) obligatorio, pase lo que pase. En suma la lógica deóntica estándar es de espíritu muy kantiano: el deber por su lado y el ser por el suyo, sin que nunca incida el uno en el otro. Lo opuesto a la gran tradición metafísica --de Platón a Hegel, pasando por Aristóteles y Leibniz-- que quiso ligar, por algún nexo íntimo, ser y deber-ser.


[NOTA 30]

La lógica jurisprudencial abarca muchos otros principios. El manojo de los aquí presentados y discutidos sirve sólo para un muestreo. Tal vez esa abundancia de principios y reglas de inferencia se presta al reparo que nos ha formulado Manuel Atienza, a saber: que el sistema resulta demasiado difícil y complicado para que pueda utilizarse en la praxis jurídica. Pero podríamos aquí invocar la broma de Hegel cuando se burlaba de quienes afirman que la lógica enseña a pensar, comparándola con la fisiología que enseñaría a digerir.

De todos modos, aun sin ser de una sencillez pueril como la lógica deóntica estándar, y aun involucrando conceptos como los de causa y obstrucción --que, por su menor claridad, no están equipados de una axiomática generalmente admitida--, la lógica jurisprudencial puede aprenderse --al menos en sus rudimentos-- en un par de tardes --o, a lo sumo, en una semana, o sea muchísimo menos que lo que se lleva entender la Ley del IRPF.


[NOTA 31]

Para no alejarme del tema de este ensayo, dejo de lado las razones que me llevan a dudar que el cálculo de probabilidades bayesiano sea una formalización correcta del concepto de probabilidad, ya sea éste el objetivo (frecuencia relativa), ya sea el subjetivo (verosimilitud o plausibilidad reflexivamente sostenible). La principal razón es el cúmulo de las conocidas paradojas de la probabilidad bayesiana, que poca mella parecen hacer en quienes, casi con la fe del carbonero, se aferran a esa formalización como a un dogma de fe.


[NOTA 32]

Tenemos una clamorosa revancha, en todo caso, de lo a posteriori sobre lo a priori, de lo sintético sobre lo analítico. Durante milenios el conocimiento a posteriori se consideraba inferior y subordinado, contingente y no necesario, incierto y no evidente. (O, en todo caso, menos seguro y menos obvio que el a priori). Ya vimos cómo, a pesar de esa jerarquización, grandes filósofos de la deducción, como Aristóteles y Leibniz, en cierto sentido buscaron justificar la deducción aduciendo, de algún modo, consideraciones inductivas. En todo caso, hoy, con una epistemología holista (pero gradualista) como la de Quine, el triunfo de la abducción/inducción (un método que no es a priori) queda relativizado o matizado, porque en definitiva serán cuerpos de doctrina enteros los que habrán de comparecer ante el tribunal de la experiencia para recibir el veredicto apropiado.


[NOTA 33]

En el arreglo aquí propuesto del método abductivo de Peirce no es menester en absoluto que esa primera premisa sea sorprendente. Basta que esté necesitada de explicación, de aclaración o de fundamentación. P.ej., en el ámbito de la praxis jurídico-argumentativa, la necesidad que se siente es la de justificar los patrones inferenciales que de hecho se emplean, para que no resulten arbitrarios.

Puede entenderse --y debatirse-- una filosofía jurídica en la cual la mera voluntad del legislador es fuente necesaria y suficiente del derecho vigente; pero la mayoría de quienes así piensan rechazarán que sea la voluntad del administrador o la del juez la que determine qué patrones de inferencia jurídica valen y cuáles no, de suerte que sería esa voluntad la que decidiera si, de los promulgamientos legislativos más unos supuestos de hecho, se siguen o no tales o cuales consecuencias jurídicas.

Entre quienes darían ese atrevido paso figuran, tal vez, ciertos representantes del realismo jurídico norteamericano y posiblemente del escandinavo, así como el último Kelsen, para el cual no hay, ni puede haber, lógica deóntica, sino que el juez decide libremente qué se sigue de la ley y qué no --igual que para Descartes Dios decide libremente qué leyes lógicas regirán el mundo, qué será lógicamente posible y qué será imposible. Podemos subsumir tales posiciones extremas bajo el rótulo de «voluntarismo».


[NOTA 34]

Está claro que, tanto para Peirce como para cualquiera de quienes, en eso, hemos seguido su senda es menester que se cumplan ciertos requisitos, más o menos exigentes, para validar ese procedimiento, que ha de sujetarse a fuertes constreñimientos o cánones.


[NOTA 35]

Eso sí, en las teorías deductivas --salvo las pocas que son algorítmicamente decidibles-- hay que inventar la prueba que vaya de las premisas a la conclusión.


[NOTA 36]

Reglas y principios cuya invención corresponde al investigador, pero que no le vienen de la iluminación del Intelecto Agente --ni nada por el estilo--, sino que se las sugiere --en parte al menos-- la propia praxis de la argumentación jurídica efectiva.