La Balsa de la Medusa
Nº 21 (Madrid: 1992), pp. 3-17.
ISSN 0214--9982
§1. La significación jurídica de las fronteras como delimitadoras del derecho a la libre circulación
Proclaman las constituciones de cuantos países se dicen democráticos o sea casi todos los del mundo, así como probablemente todas las demás normas de rango constitucional en el mundo de hoy, que cada ciudadano tiene derecho a escoger libremente su residencia dentro del territorio del «país» en el cual esté vigente la norma en cuestión. Mas ¿qué es un país? En este contexto, significa lo mismo que significa «Estado» en una de sus acepciones. ¿Será [el territorio de] la entidad «pública» que goce de soberanía? Esa noción de soberanía es no menos difícil de definir y de articular, salvo acudiendo a ficciones la mar de arbitrarias. Igual que lo es, en verdad, la de «independencia»: de hecho lo que hay es grados y aspectos de dependencia. Pero, en fin, sea: aceptemos (para andar por casa) que está claro eso de «país independiente y soberano»: un territorio cuyas autoridades tienen derecho a enviar un embajador ante la ONU.
Ante esa unanimidad universal en reconocer a cada individuo el derecho a cambiar libremente su residencia dentro de los confines aludidos (o sea: dentro de las fronteras estatales internacionalmente reconocidas) considero ocioso debatir aquí sobre el fundamento de tal derecho inalienable de la persona humana. No porque sea asunto baladí; ni porque resulte obvio, pues en la cuestión de los derechos del hombre nada es baladí, ni obvio. Simplemente juzgo que, verosímilmente, cualquier lector o interlocutor aceptará la existencia de tal derecho, aunque lo limite de la manera indicada. Pues bien, lo que quiero probar es que son contrarias al derecho natural todas las limitaciones de ese género.
Si el hombre, el individuo humano, tiene naturalmente el derecho a ir y venir (pacíficamente, claro) y a escoger su lugar de residencia, según sus intereses y gustos, entonces ¿qué puede acarrear que semejante derecho únicamente pueda ejercerlo dentro de unos confines llamados fronteras? Seguramente la única justificación de tal delimitación es que, colectivamente, los habitantes de un territorio llamado país independiente poseen dicho territorio y pueden, por ello, excluir, del mismo a los forasteros o extranjeros, pues éstos no poseen el territorio ni siquiera tienen parte alguna en ninguna posesión colectiva del mismo. Sin embargo, de ser eso cierto, igualmente, o mucho más, podría decirse que poseen un territorio provincial, regional, cantonal, municipal u otro los habitantes del mismo, y con similares consecuencias. Cualesquiera que sean los derechos colectivos de posesión de un territorio por sus habitantes que eso es discutibilísimo, tales derechos estarán sujetos a restricciones, como cualesquiera derechos de propiedad y posesión; entre otras, la de que se ejerzan sin menoscabo del libre ejercicio del derecho inalienable del individuo humano a ir y venir, a vivir donde quiera y decida.
Que, además, este derecho fundamental de la persona humana a desplazarse de dondequiera y a dondequiera está por encima de cualquier presunto derecho de posesión colectiva de un territorio por una población revélalo cualquier apreciación serena y lúcida no sólo de la naturaleza de sendos derechos, sino también de las maneras de su adquisición y ejercicio. En efecto, el derecho a desplazarse y vivir donde uno quiera es un derecho inherente al hombre mismo independientemente de contingencias y accidentes del tipo que sean, al paso que el supuesto derecho a la posesión colectiva de un territorio, si es que existe, viene determinado en cada caso por miles de vicisitudes, que revelan su endeblez, precariedad y relatividad. Además, no a veces, no, sino siempre, siempre, ese supuesto derecho se ha engendrado, a lo largo de los siglos con recurso a la fuerza. No niego (¿cómo iba a hacerlo?) que, así y todo, cuanto más históricamente afincada en un territorio esté una población más derecho le asiste a repeler una incursión armada de gente de fuera. Pero hay un abismo de ahí a desconocer la precariedad y relatividad del derecho a tener un territorio como suyo que posee una población, precisamente porque en la formación de ésta y en su implantación en el territorio en cuestión se ha empleado la fuerza contra anteriores habitantes cuyos derechos de posesión del territorio eran de ser certeros los títulos al presente aducidos por los actuales habitantes igual por lo menos de válidos y fundados.
Las fronteras son líneas que sólo han cobrado la escasa realidad que poseen por voluntad de los poderosos, por el prevalecer del más fuerte, en tratados que siempre han sido desiguales e impuestos.(1) Ya es problemático reconocer o conceder como «suyo» a uno un participar en la tenencia colectiva de un territorio hasta tal raya, y no más, simplemente porque dos reyes o dos gobiernos, tras guerrear a causa de las miras expansionistas de al menos uno de ellos, hayan acordado hacer provisionalmente las paces con un reparto arbitrario, a cuyo tenor los ancestros de la persona en cuestión quedaron a un lado de la frontera. Peor, mucho peor, es, alegando tal presunta participación, conculcar el derecho de los descendientes de quienes quedaron al otro lado a atravesar pacíficamente y con propósitos de honrado trabajo una línea de demarcación que debe su existencia a semejante pacto.
Examínese ese tema en relación con el problema de la fundamentación de la propiedad. Es sabido que incluso Nozick reconoce que, tal como han sucedido las cosas o sea, dado el empleo de la fuerza (y de otros procedimientos ilícitos, habría que añadir) en la apropiación actual de los bienes, su libertarianismo no puede ofrecer tanta justificación para el actual estado de cosas, el actual reparto de bienes y riquezas, como para la que se daría en una situación «ideal».(2) En otro trabajo he desarrollado ese tema en discusión con tesis de A. Flew sobre la igualdad y la justicia.(3) Pero más claro resulta eso en lo tocante a la posesión colectiva de territorios por las poblaciones, ya que la historia de las adquisiciones de territorios por los grandes grupos de seres humanos que han sido las «naciones» y los Estados es una historia en la que sólo excepcionalmente se han producido arreglos pacíficos, y éstos siempre han significado que el más débil ceda ante el más fuerte. Luego será tanto menos sólido (desde un punto de vista de derecho natural) un derecho dimanante de tales adquisiciones. Y, por consiguiente, tanto más deberá supeditarse a derechos de la persona humana que son básicos y no dimanan de ninguna contingencia, ni, menos, de actos violentos.(4)
§2. El derecho a salir y el derecho a entrar
Mucho se ha vociferado a favor de ciudadanos de países como los del Este cuando no podían salir de su territorio. Al menos quienes los condenaban a no salir no los condenaban a morirse allí de hambre. En verdad es más grave negar el derecho a la inmigración a los habitantes de los demás «países» que el derecho a la emigración a los del propio «país», porque lo primero atenta contra derechos inalienables de muchos más seres humanos que lo segundo; y, sobre todo, es mucho más grave cuando se dan circunstancias como las que empujan a esos pobres exiliados económicos de los países pobres, países que las potencias colonialistas no han tenido empacho en someter durante mucho tiempo a su dominación, y cuya actual pobreza seguramente tiene como una de sus causas esa pasada opresión que han estado sufriendo hasta hace poco o que, según aducen algunos estudiosos, siguen sufriendo, aunque con otras formas.
No está quizá de más a este respecto una reflexión acerca de la prioridad del derecho a abandonar un territorio sobre el derecho a entrar en otro. Quienes llevan ya tantos años dedicados a enaltecer los acuerdos de Helsinki nos han acostumbrado a la idea de que es un derecho natural del hombre, en verdad, el de abandonar el territorio donde vive: el derecho a salir; pero, en cambio, nunca han proclamado ellos que exista el derecho a ir a otros territorios: el derecho a entrar. (Aunque, curiosamente, ese derecho a salir siempre lo han denominado: derecho a la libre circulación de las personas.) Entonces, una de dos: o hay un acto de salir (de un territorio) que no sea, en absoluto, a la vez acto de entrar (en otros territorios), y es a tal salir a lo que se tendría derecho; o, si no, entonces, si es verdad que cada hombre tiene derecho a salir del territorio en que está, resulta que cada hombre tiene derecho a entrar en otro territorio. Lo primero paréceme palmariamente falso: cada salir es, a la vez, un entrar. No sólo conlleva un entrar, sino que es un entrar. Aun si en esto no llevara razón yo, y si un salir (de un sitio) y un entrar (en otro) fueran dos actos diversos, en todo caso es evidente que no puede haber un salir sin un entrar. Ahora bien, es obligatorio no estorbar, no impedir, el ejercicio de un derecho ajeno; por ende, si perpetrar cierta acción impide el ejercicio de un derecho ajeno, es obligatorio no perpetrarla; dicho de otro modo, el titular del derecho en cuestión tiene también derecho a que no se perpetre tal acción. Luego si alguien tiene derecho a salir, tiene derecho a que no le impidan entrar en algún lugar. Sólo que nos dirán esos adalides de Helsinki, aunque tenga derecho a entrar en algún lugar, no hay lugar alguno en el que tenga derecho a entrar. En otros términos tendría un ciudadano de un país el derecho a que haya algún otro país al que vaya, pero no tendría derecho a ir a ninguno en particular (salvo si las autoridades de uno de ellos se lo conceden). (Lo cual significa y sobre ello volveré más abajo que el alcance del cuantificador existencial es estrecho, no amplio.) Cuán poco razonable, cuán peregrino incluso, sería eso, creo que resultará manifiesto a cualquier lector.
En efecto: si el derecho a traspasar unas fronteras de dentro afuera es condicionado a que la persona que lo tenga haya recibido autorización del gobierno de otro país, situado allende la frontera, para traspasarla de fuera adentro entrando en ese país, entonces no existe derecho categórico a salir, sino un derecho hipotético no más. Mas ello significaría que el gobierno de un país que no permite a sus súbditos abandonar su territorio únicamente estará conculcando derechos de aquellos que hayan recibido tal autorización de algún gobierno extranjero de un país fronterizo. Como son excepcionales tales autorizaciones, únicamente habría excepcionales violaciones de ese derecho de la persona humana en tal país. Y eso es claramente erróneo. O quizá se alegue que la violación sistemática estriba en que no sea verdad que, si a un ciudadano de ese país le permitieran ir a otro las autoridades de éste, le vendría concedido permiso de salida en el suyo. Pero esto es hacer estribar un derecho en la verdad de un condicional subjuntivo que desde luego poco esclarece, de tal manera que el derecho en cuestión viene así más bien oscurecido y desfigurado. Porque no puede estribar un derecho tan importante de la persona humana en la verdad de una cláusula condicional de esa índole, toda vez que ello reduciría el ejercicio del mencionado derecho a algo sumamente precario y las más veces inverificable. Es que, por otra parte, si valieran esas reducciones de los derechos a la vigencia de condicionales subjuntivos de índole similar, ¿por qué no iba a practicarse una reducción así de cada uno de los derechos, o al menos de derechos todavía más básicos, como el derecho a la vida? Y es obvio que éste no es condicional, no es el derecho a que, si el que uno viva entrara dentro de las prescripciones de ciertas autoridades, entonces nadie le impediría a uno vivir. (Formulado así constituiría una cínica recusación del derecho incondicional a la vida.)
O acaso podría alegar alguien que, aunque es incondicional el derecho a salir, no existe ningún derecho incondicional a entrar, sino que, cuando a alguien le conceden autorización para entrar (en otro país), y sólo entonces, adquiere un (incondicional) derecho a entrar tal que, ejercitándolo, puede ejercitar el derecho a salir (de su país de origen). Lo cual querría decir que este último derecho, aunque se tiene, no se puede ejercitar (en derecho o sea: con un poder que significa: no estar obligado a no hacerlo). ¿No entrañaría eso que la persona con derecho a salir pero todavía sin derecho a entrar en otro país estaría obligada a no ejercer su derecho a salir?
Ahora bien, ¿hay diferencia entre salir y ejercer el derecho a salir (suponiendo que se dé el derecho a salir)? Si no la hay, entonces el estar una persona obligada a no ejercer el derecho a salir será lo mismo que el estar obligada a no salir; si tiene la primera obligación, tendrá la segunda; y la segunda equivale a que no tenga derecho a salir; luego, en tal caso, no habría derecho a salir (contra la hipótesis). Queda la otra alternativa: que sea diverso el salir del ejercer el derecho a salir, aun existiendo ese derecho. Pero eso no es posible. Porque, de serlo, por paridad de casos se tendría que alguien con derecho a asociarse podría carecer del derecho a ejercer su derecho a asociarse, y así sucesivamente. Todo lo cual evidentemente es inadmisible y absurdo.
No niego que la lógica deóntica y jurídica depara sorpresas. Hay que pensar con cuidado en estas cosas, evitando el desatender ciertas diferencias que, a primera vista, pudieran desestimarse.(5) Así, p.ej., aunque alguien tenga derecho a tener derecho a ser elogiado, puede que carezca del derecho a ser elogiado: tiene el primer derecho, pero, para que éste viniera ejercitado o sea para que la persona en cuestión tuviera el derecho a ser elogiada sería menester que mereciera el elogio. Similarmente, aunque alguien tenga derecho a castigar a otra persona no tiene derecho a tener el derecho a castigarla: el derecho a castigarla lo tiene por cómo suceden (desgraciadamente) las cosas, pero él tiene obligación de que sucedieran de otro modo y, así, no tuviera él ese derecho. Pero ninguno de tales casos es el de un derecho tal que no se tenga el derecho a ejercerlo (sino a lo sumo un derecho tal que no se tiene derecho a tenerlo).
Ahora bien, si por consiguiente cabe descartar que la persona con derecho a salir esté obligada a no ejercer tal derecho, entonces, si esa misma persona carece del derecho a entrar (en otro territorio allende las «fronteras»), resultará que tiene derecho a una acción que sería impedida por otra acción de otras personas, sin tener no obstante derecho a que no venga perpetrada ésta última. Mas ello infringe una norma común en lógica deóntica y jurídica, la de que, si una acción no puede realizarse a menos que no se efectúe otra, entonces el derecho a llevar a cabo la primera conlleva el derecho a que no se lleve a cabo la segunda. Siendo eso así, resulta que, si hay derecho a salir, hay derecho a [que no le impidan a uno] entrar. Luego hay derecho a entrar (pues casi todo el mundo acepta hoy que hay derecho a salir).
Queda sólo, pues, por afrontar la tesis de que hay derecho a entrar en algún territorio pero en ninguno determinado (la tesis del alcance estrecho del cuantificador existencial: se da el derecho a que exista [así, en subjuntivo] algún país o territorio al que pueda uno entrar pero no existiría país alguno al que uno tuviera derecho a entrar). Eso parece peregrino, porque resultaría inaudito infringir o recusar lo que podemos llamar el principio de Barcan deóntico: está excluido que haya un derecho a que exista algo así o asá sin que exista en absoluto cosa alguna tal que se tenga derecho a que esa cosa sea así o asá; si eso no estuviera excluido, se trataría de un derecho totalmente baldío, de suerte que en verdad ninguna diferencia efectiva separaría el tenerlo del no tenerlo incluso del no tenerlo en absoluto.
Cabe alegar, sin embargo, que alguien puede tener, pej, derecho a una vivienda digna, sin que no obstante haya una vivienda digna a la cual él tenga derecho. Eso es razonable en general: el derecho básico de cada ser humano a una vivienda, a un trabajo, a unos medios para ganarse la vida, etc., no comporta para nadie, así en general, un derecho suyo a esta vivienda, a este puesto de trabajo, a estos medios en particular de ganarse la vida. Pero en particular, en una situación precisa determinada, cuando no haya ninguna otra disponible salvo ésta, y ésta esté vacía, si la persona humana en cuestión no tiene ninguna, entonces, en ese caso particular, esa persona sí tiene derecho a esa vivienda.
Por lo tanto, cualquier reconocimiento del derecho a salir de un país conlleva el reconocimiento de que existe algún país al que se puede entrar. Pero, ¿cuál? Si cada ciudadano de un país dado cualquiera tiene [en derecho natural] derecho a salir de él, ¿a cuál tiene [en derecho natural] derecho a entrar? No más a uno al sur que a otro al norte, no más al oeste que al este. Cualquier selección sería arbitraria. Luego tiene derecho a entrar a cualquier país. Entrar ¿para cuánto tiempo? Si tiene derecho a no regresar a su país de origen, tiene derecho a quedarse para siempre en el país al que haya ido. Y así es, en efecto.
Recapitulo mi argumentación en esta sección. Cada habitante de un país tiene derecho a salir de él, e.d. las autoridades tienen el deber de no oponerse a que salga. Es obligatorio que, si alguien sale de un país, entre en otro. Luego cada habitante de un país tiene derecho a entrar en otro; e.d. tiene derecho a que haya otro en el que entre: tiene derecho a que haya otro tal que las autoridades de éste lo dejen entrar. Por consiguiente hay algún país cuyas autoridades tienen obligación de dejar entrar a un ciudadano dado sea quien fuere de otro país. Pero si al menos un país es así, todos lo son, ya que no son pertinentes aquí las peculiaridades de tal o cual país (el razonamiento no involucra ninguna particularidad o especificidad de país alguno). Luego en cada país las autoridades tienen obligación de dejar entrar a cualquier persona humana, del país que sea. Y no sólo de dejarla entrar sino de permitirle quedarse o radicarse allí. (Por supuesto pacíficamente y sin cometer ningún delito pero eso se aplica igual a los habitantes ya radicados en el país en cuestión.)
§3.-- El derecho a la emigración y las justificaciones de la conquista colonial
El principal argumento que esgrimieron los europeos en el momento en que tenían lugar sus guerras de expansión contra los pueblos y los países de América, África y Asia --a lo largo del período que se extiende desde el final del siglo XV hasta principios del XX-- consistió en hacer valer el derecho de los particulares para anudar relaciones de comercio con los habitantes de otros países, incluida la libertad de radicarse en esos países para dedicarse a actividades profesionales pacíficas. El que las autoridades de los países no europeos denegaran el permiso para ello vino invocado siempre como una razón suficiente para declararles la guerra o para conquistarlos incluso sin ninguna declaración de guerra, ya que su mala conducta a este respecto justificaba el procedimiento. A menudo los conquistadores ni siquiera esperaron, sino que lanzaron sus campañas de conquista sobre la base de una presunción de que las autoridades locales estorbarían o impedirían la inmigración de los extranjeros, es decir de los europeos. Entre los europeos que se consideraba tenían derecho a radicarse en dichos países se colocaba a los misioneros. Se puede pensar que la libertad para radicarse en otro lugar ha de concederse, según los juristas europeos que expusieron esta doctrina, a quienquiera desee dedicarse a algún tipo de actividad, sin duda con tal de que ésta sea pacífica y no comporte ningún delito, es decir que sea conforme al derecho de gentes.
Uno de los primeros en haber invocado este principio jurídico fue el gran teólogo español R.P. Francisco de Vitoria, O.P., cuyo ensayo De iure belli Hispanorum in Barbaros relectiones (Universidad de Salamanca, 1538), constituía, hasta cierto punto, una denuncia de los sofismas más burdos utilizados por los lacayos de la Corona española para justificar la conquista de México y de otros países americanos, pero al mismo tiempo --no sin titubeos-- proponía como razón suficiente precisamente la facultad de cualquiera para emigrar y entablar lazos pacíficos, el titulus naturalis societatis et communicationis.
¡Cuántas veces ha sido esgrimido, reelaborado, vulgarizado el mismo argumento --la mayor parte de las veces desprovisto de las sutilidades et de la erudición que al menos constituyen lo mejor de la prosa del P. Vitoria! Como nos lo recuerda Franz Ansprenger(6), en el fondo es el mismo argumento que han esgrimido los ingleses para lanzar la guerra del opio y las demás guerras contra China a lo largo del siglo XIX, y, bajo una u otra formulación, el mismo al que a menudo se ha recurrido para justificar o al menos para presentar como aceptable la conquista de lo que hoy llamamos Tercer Mundo. Séame lícito citar --de entre la gran cantidad de ejemplos que pueden aducirse a este respecto-- dos jugosas declaraciones mencionadas por Ansprenger (loc. cit., pp. 2-3): la primera es aquella con la que l'Osservatore Romano justificaba el ataque de la Italia fascista contra Etiopía el 24 de febrero de 1935: «Vemos en la colonización un milagro de la paciencia, del heroísmo y del amor fraterno. Ninguna nación, ninguna raza tiene derecho a vivir en el aislamiento». La segunda son las palabras pronunciadas por Lord Luggard --uno de los principales políticos y hombres de Estado británicos-- en 1922: «Los trópicos son la herencia de la humanidad, y (...) las razas que los habitan no tienen derecho a rehusar sus riquezas a quienes las necesitan».
Una de dos: o bien ese derecho natural a radicarse donde uno quiera es en efecto uno de los derechos humanos que han de prevalecer sobre las leyes positivas de los Estados, o bien no existe ese derecho --o, lo que es lo mismo, no puede ser colocado por encima de las disposiciones dictadas por las autoridades de los distintos países. Si existe ese derecho, entonces no estará sin embargo probado el fundamento jurídico de la conquista colonial, hasta que se haya demostrado: 1º) que efectivamente las autoridades de los países conquistados infringían grave y sistemáticamente ese derecho; 2º) que no se tenía al alcance de la mano ningún otro medio para hacerlo respetar; 3º) que además los beneficios de la conquista realizada con este fin han sido superiores a los sufrimientos y a las injusticias cometidas; 4º) que los conquistadores han actuado efectivamente con este fin. Pero hay algo cierto: si debe existir esta facultad, entonces es lícito a los habitantes de los países del Tercer Mundo venir a radicarse en los países ricos, y cualquier obstáculo al ejercido de esa libertad constituye una flagrante violación de los derechos humanos al menos tan grave como el encarcelamiento de los disidentes políticos (mucho más grave, puesto que afecta a mucha más gente y atenta contra el conjunto de sus condiciones posibles de existencia cotidiana).
Pasemos a la segunda alternativa, es decir la hipótesis de que pueda venir legítimamente obstaculizado o negado por las leyes de un Estado el derecho a radicarse en otro lugar (en cualquier país que uno haya escogido). Entonces es fácil concluir hasta qué punto carecía de fundamento la única razón que tenía un mínimo de aparente respetabilidad de entre las que fueron invocadas en descargo de la conquista europea (evidentemente es preciso incluir dentro de los conquistadores europeos de los que hablamos aquí a los norteamericanos: baste para ello recordar cómo la marina de guerra de Estados Unidos encabezada por el commodoro Perry, impuso por la fuerza a los japoneses en 1853 la apertura de dos de sus puertos a los traficantes de EE.UU.; más tarde, en 1863, una escuadra enviada por las potencias occidentales bombardeó el puerto nipón de Shimonoseki, lo que aseguró a los euro-norteamericanos el acceso al archipiélago).
Habiendo causado así un espantoso perjuicio a eses pueblos, se les debe una indemnización proporcional. Ahora bien, esa indemnización comprenderá ciertamente una ayuda, pero sobre todo no puede dejar de incluir una mínima reciprocidad: no la reciprocidad plena que consistiría en reconocer a los habitantes de los países del Tercer Mundo la facultad de conquistar los países europeos por la fuerza, pero sí al menos el que no les esté prohibido el venir a residir en los países que previamente los han conquistado y que, después de hacerlo, concedieron a sus propios ciudadanos la autorización de ir a vivir a los países conquistados, sin pedir a los indígenas ni su opinión ni su permiso.
Por supuesto, existen otras muchas razones para pensar que los ciudadanos de los países del Tercer Mundo merecen una compensación suficiente --incluida la abrogación de cualquier prohibición de permanecer en los países ricos, sin ninguna restricción-- independientemente del argumento presentado más arriba. Cualesquiera que fuesen los motivos de la conquista, ésta conllevó demasiados horrores, incluida la trata de esclavos durante siglos. Además, existen razones morales suficientes para apuntalar la tesis de una obligación por parte de los países ricos de ayudar a los países pobres, aunque la riqueza de los primeros no hubiera sido adquirida, ni parcial ni totalmente, a expensas de los habitantes de los países pobres, y aunque no hubiera habido en absoluto conquista. Cualquiera que acepte ese deber de los países ricos de ayudar a los países pobres debe plantearse esta pregunta: ¿qué formas y qué grados de ayuda son obligatorios?
Me parece que una de las formas de ayuda que deben ser reconocidas en primer lugar es la que se aporta no poniendo obstáculos a ese componente elemental de lo que se llama espíritu de libre empresa que consiste en ir a vivir en otro lugar para vender su fuerza de trabajo. Otras formas de ayuda pueden suponer un cierto sacrificio positivo por parte de los donadores, pero la ayuda de la que hablamos aquí no comporta ninguno. Todo lo más entraña un riesgo de hacer la competencia a los trabajadores de los países ricos. Ahora bien, en primer lugar es preciso constatar que en muchos casos eso no es así puesto que los inmigrantes están dispuestos a ejercer actividades para las cuales difícilmente se puede contratar mano de obra en esos países. En segundo lugar, la experiencia del pasado nos muestra hasta qué punto semejantes pérdidas a corto plazo desaparecen poco a poco, de tal modo que a la larga lo que resulta es un beneficio para todos. En tercer lugar, corresponde a los gobiernos el tomar medidas para ayudar a evitar o a compensar la depreciación temporal de los salarios que pudiera producirse por un aumento de la inmigración. En cuarto lugar, cualquier forma de ayuda conllevará algún sacrificio para los contribuyentes, y no parece sincero lamentar la pérdida de ganancias de los asalariados causada por la competencia de la mano de obra migrante, cuando sabemos muy bien que son los trabajadores quienes directa o indirectamente aportarán la mayor proporción del dinero que se entregará a los gobiernos de determinados países del Tercer Mundo como ayuda al desarrollo. En quinto lugar, contrariamente a otras formas de ayuda que no es seguro que lleguen a los destinatarios teóricos --las poblaciones de los países pobres--, no sucede así con esta forma de ayuda (que no debe entenderse como exclusiva, por supuesto). En sexto lugar, puestos a tener en cuenta esos factores de la oferta y la demanda en el mercado salarial, no podemos olvidar la revalorización de los salarios en los países de origen que probablemente se seguirá de la transferencia parcial de las poblaciones, tratándose de países donde el número de parados es casi siempre de más de un tercio, a menudo más de la mitad de la población activa, y por consiguiente --a causa de las medidas tomadas por imposición del Fondo Monetario Internacional-- los salarios están rebajados a un nivel que ni siquiera puede ser llamado de subsistencia. Además, si valiera ese argumento, también valdría para il interior de un "país", y cabría entonces, lícitamente, prohibir la libre circulación dentro de un mismo territorio estatal.
Cabría objetar que una autorización a los trabajadores de los países pobres para viajar y permanecer libremente en los países ricos puede causar un perjuicio a esos mismos países pobres, ya que los que se beneficiarían serían las franjas de trabajadores más activos o los más cualificados, lo cual se traduciría en un empobrecimiento ulterior de los países pobres. A ello se puede responder que, aunque así fuera --lo que por otra parte no está probado--, puesto que la economía de mercado a la que son tan adictos los países ricos no ofrece casi ninguna posibilidad a los habitantes de los países pobres de encontrar en ellos su prosperidad, lo mínimo que se puede hacer por ellos es permitirles emigrar (y por consiguiente no prohibirles vivir libremente en los países ricos). Además la experiencia histórica de los países que han aportado numerosa mano de obra migrante prueba lo contrario: las poblaciones que se quedan en su lugar de origen se benefician de ese hecho por diferentes medios (entre los ejemplos que podrían mencionarse figuran países europeos como Italia y España). Finalmente, es preciso tener bien presente que sea lo que fuere de semejantes consideraciones económicas, los derechos del individuo deben ser respetados, como nos lo recuerdan cada día los representantes del orden establecido, que enarbolan por encima de todo el principio de la inviolabilidad de los derechos de la persona.
Para cerrar ya este apartado, deseo añadir un punto más. Si es general es ilícito e hipócrita denegar a los otros el derecho a que emigren al propio país alegando que, al hacerlo, uno no les está impidiendo salir de su respectivo país, porque pueden o podrían ir a otras partes (si les dejaran hacerlo), más obviamente inapropiada es esa excusa cuando es el propio país de uno el que ha impuesto por la fuerza las fronteras en las que de hecho se está encerrando a los que desearían emigrar (lo desean, o lo desearían si supieran que tal deseo podría realizarse). Pensemos en algo tan artificial como las fronteras del minúsculo estado de Gambia (aunque el caso es más general, puesto que en diversa medida se aplica a toda África): está claro que, agobiados como están por la miseria y el intercambio desigual, no van ahora a dar acogida otro países africanos a posibles emigrantes de Gambia; rehusarles el derecho a venir a Europa es obligarlos por la fuerza a que permanezcan en un dedo de terreno acotado por Inglaterra y Francia como transacción en sus pasadas rivalidades en la zona en torno a la trata de negros y la expansión colonial.
§4. ¿Serían catastróficas las consecuencias prácticas de reconocer este derecho?
Cerraré este artículo con unas someras consideraciones sobre las consecuencias prácticas del ejercicio del derecho que estoy proclamando. Los agoreros nos dicen que, si se reconociera ese derecho, seguiríanse resultados funestos: se vaciarían de población los territorios y países menos desarrollados, y estallarían o poco menos, por congestión o exceso de población, los más desarrollados. Los nuevos llegados, confrontados a la opulencia de los moradores mayoritarios del país al que entren, se verían llevados, por resentimiento y a falta de puestos de trabajo suficientes, a actos de violencia. Y cosas así.(7)
Ahora bien, si vale ese argumento en contra del reconocimiento de un derecho humano inalienable, similarmente podrán valer otras justificaciones pragmáticas de sendas infracciones de otros derechos sobre todo cuando aquellos que vengan privados de un derecho sean también beneficiarios de tal privación, al revés de lo que sucede con el caso que nos ocupa, pues nadie puede pretender que es mejor para los que desearían inmigrar el que no se les deje hacerlo. Por otro lado, pronósticos de esa índole se han hecho en la historia contra cada intento de que se reconozca algún derecho humano fundamental. Y siempre la historia, luego, se ha encargado de darles el mentís. Se dijo que sin esclavitud se vendría todo abajo, que los ex-esclavos no trabajarían, etc. Se dijo que, si a los aldeanos se les permitía salir de su terruño, dejaría de cultivarse la tierra y sería el desastre, la ruina general. Se dijo que, si se permitía a los mal nacidos aspirar a altos cargos, los pobres se harían insolentes y vagos, pensando sólo en ascender en la escala social. Consúltese la panfletística y hasta la teoría política de siglos pasados, y no muy pasados: se hallarán muestras de todo eso y más. De hecho hoy nadie, sin sonrojarse, se atrevería a decir cosas así, o a pretender que se han confirmado tales predicciones.
Hay una frase del exprimer ministro francés, Sr. Miguel Rocard, según la cual `Francia no puede acoger a toda la miseria del mundo'. De la verdad de ese aserto, ¿se sigue acaso que no pueda acoger a ninguna parte de la miseria del mundo, ni siquiera a la provocada --al menos parcialmente-- por su propia conquista y dominación colonial? Además, de ser todos los países poderosos los que acojan, ninguno tendrá que acoger toda la miseria; podrá repartirse. Sólo que hay que empezar: es ilícito abstenerse completamente de cumplir la propias obligaciones alegando que otros no cumplen las suyas, siendo similares; porque entonces tendríamos derecho a robar, ya que otros roban y su robo queda impune. (Eso de la impunidad es relativo a veces: no deja también de ser una oportuna consideración pragmática la previsión de que seguir conculcando mucho tiempo el derecho de los habitantes del Tercer Mundo a emigrar puede no seguir quedando impune, después de todo.)
Tampoco puede un país acoger a toda la riqueza del mundo, ni siquiera puede un país europeo acoger a toda la riqueza de Europa. Sin embargo, sería absurdo alegar eso contra la libre circulación de capitales.
En relación con ésta última, sí cabe señalar, no obstante, cuán injusto es que se conceda el derecho a la libre circulación de las personas dentro de una unión pluriestatal, como la de la CEE, rehusándose ese derecho a los de fuera, y especialmente a los pobres de fuera. Porque todavía se hallaría, no justificación mas sí excusa, a que un Estado quisiera atrincherarse poblacionalmente para salvaguardar su llamada identidad nacional («La France aux Français!»). Cuando hasta eso es falso, como lo es de hecho, tampoco puede servir el deseo de mantener la propia identidad como coartada para cerrar las fronteras a los inmigrantes de los países pobres.
Es más, puestos a que hubiera discriminación entre unos posibles inmigrantes y otros, habría de haberla a favor de los de los países pobres. Ante todo por motivos de justicia, pero también por otros más pragmáticos e interesados, a saber: los inmigrantes del Congo, de Egipto o del Malí no ocupan el territorio, no se apoderan de los bienes de la población local, sino que viven en espacios estrechos dentro del territorio público o bien en pequeños espacios privados alquilados, al paso que en algunas comarcas de varios países del Mercado común europeo está sucediendo que nuevos residentes (permanentes o, más a menudo, estacionales) que vienen de otros países de Europa van adquiriendo los mejores terrenos y las mejores casas, reduciendo a las poblaciones locales a un estatuto subordinado. Los exaltados nacionalistas xenófobo-racistas no lo ven con malos ojos, a pesar de que en ese caso sí habría una razón para preguntarse si, en ese punto, ha de prevalecer el derecho a la libre circulación sobre el de las poblaciones locales. Nada ni remotamente parecido ocurre, en cambio, con los inmigrantes que vienen en busca de trabajo.
Mi conclusión es, pues, la de que, pase lo que pasare, el derecho de la persona es lo que es, y hay que reconocerlo; y, además, que la capacidad del ser humano para adaptarse a nuevas circunstancias le permite sacar buen partido de situaciones derivadas del reconocimiento de derechos en el pasado conculcados, situaciones que siempre acaban redundando en un mayor beneficio general.(8)
Parece mentira cuán poco, y cuán poco hondamente, se ha tratado en la reciente filosofía moral y política el problema del significado ético-jurídico de las fronteras; cuán a menudo se montan teorías de la justicia que presuponen que cualquier articulación efectiva de una organización política que aplique unos principios de justicia conmutativa o distributiva estará basada en la preconcepción de que los detentadores de derechos son sólo los «ciudadanos» del «país» o de «la sociedad» en que se lleve a cabo tal articulación, o sea: aquende las fronteras (en cada caso); sin que medie un análisis crítico de esas nociones, cuya validez viene en gran medida desmentida por la realidad de un sistema social, político y económico que transciende las fronteras. A quienes así debaten sobre la justicia les parece desconocida la tradición del derecho de gentes. Cuando se debate, en la reciente literatura, el problema de las fronteras es en general para aludir a problemas como el de la guerra y la no-intervención o, a lo sumo, al de la ayuda a los necesitados en países diversos de aquel en que uno viva. Problemas importantes, pero no únicos. Un problema tan básico como el derecho de cada ser humano a traspasar las fronteras, cualesquiera fronteras, no parece inquietar todavía a casi nadie. Al proclamar yo ese derecho, reconozco que hay grados en ese derecho, y que más derecho tiene el habitante de un país que en el pasado vino despojado bélicamente por un vecino de parte de su territorio a emigrar a ese país vecino que no habitantes de países alejados que no han sufrido esa lesión.
Las importantes repercusiones que acarrea esa concesión de Robert Nozick (vide al respecto, de éste último, el cap. 7º de Anarchy, State, and Utopia, Blackwell: 1974, pp. 149ss) han venido analizadas por Alan Brown en Modern Political Philosophy, Penguin: 1986, pp. 95ss. Nozick defiende el capitalismo en una situación ideal en la cual todas las adquisiciones y transferencias se hayan hecho, ab initio, correctamente, o, cuando no, se hayan rectificado. Aparte de cuán discutible sea la concepción de Nozick desde otros puntos de vista, lo seguro es que, si ha habido adquisiciones y transferencias de bienes hechas correctamente, ello ha debido de ser excepcional sobre todo cuando se trata de bienes o territorios poseídos por toda una comunidad, por una «nación».
Véase mi artículo «Flew on Entitlements and Justice», en International Journal of Moral and Social Studies (de inminente aparición).
Uno de los autores que han abordado el problema de la significación ético-jurídica de las fronteras, Alan H. Goldman concluye su artículo precisamente titulado «The Moral Significance of National Boundaries» (Midwest Studies in Philosophy VII (1982), pp. 437-53) con estas declaraciones (pp. 452-3):
This may explain further why at present obligations to follow citizens are stronger than duties to persons in other countries. [...] The other part of the explanation is the fact that those deprived in our society are so partly because of the operation of the social and economic system that we help to maintain. Our responsability for their deprivation, like our contribution to their welfare, is more direct.
Lo equivocadísisma que es tal declaración aparecerá claro por varias de las consideraciones presentadas en este artículo. En primer lugar, es discutible de lo más la noción, dogmáticamente empleada, de «nuestra sociedad». En segundo lugar, y en relación con ello, hoy el sistema socio-económico es internacional y cada ciudadano de un país que juegue un papel más o menos hegemónico o destacado en ese sistema tiene una parte de responsabilidad por el funcionamiento del mismo. En tercer lugar, ese sistema opera de manera lesiva para los habitantes de países menos desarrollados, y ello aunque el volumen del comercio exterior de un país hegemónico sea, en su expresión monetaria, una pequeña fracción de la economía de tal país, pues precisamente eso se debe a la depreciación de los bienes exportados por los países menos desarrollados en las condiciones del sistema de economía de mercado. En cuarto lugar, incumben a los países hegemónicos ulteriores responsabilidades derivadas de pasadas o acaso también presentes intervenciones de otra índole. En quinto lugar, la dimensión de un país hegemónico, el hasta dónde lleguen sus fronteras, ha sido el resultado de guerras de expansión que han arrebatado territorios suyos a los vecinos, con lo cual éstos tienen en compensación como mínimo otros derechos, incluyendo el derecho a que se los ayude a afrontar sus dificultades, particularmente cuando se trata de situaciones de pobreza de una parte de la población toda vez que, de no ser por esa pasada expansión bélica, un país hegemónico no sería lo que hoy es de hecho, ni sus vecinos tampoco estarían como hoy están. En sexto lugar, uno de los deberes más importantes que tienen los habitantes de un país hegemónico respecto a los de los demás pero particularmente de vecinos en el pasado víctimas de lesiones como aquellas a las que acabo de aludir es el de no oponerse a que ejerciten el derecho a la libre circulación y a escoger su lugar de residencia, e.d. el derecho a transpasar libremente las fronteras; cosa que no requiere ningún especial desembolso de los habitantes de un país hegemónico, sino que de ser certero el distingo que postula Alan Goldman entre derechos positivos y derechos negativos, siendo éstos dizque más fuertes sería el reconocimiento de un derecho negativo, cuyo respeto estribaría en meramente no estorbar el ejercicio del mismo.
Véase mi artículo «Un enfoque no-clásico de varias antinomias deónticas», Theoria III/7-8-9 (1988), pp. 67-94.
Véase su libro Auflösung der Kolonialreiche (Munich: Deutscher Taschenbuch V., 1981 --cf. la traducción inglesa n Routledge, 1989, pp. 2ss.
Como argumento ad hominem permítaseme criticar a quienes aducen esas supuestas consecuencias catastróficas del reconocimiento del derecho a la libre circulación e inmigración de todos los seres humanos diciendo que, si como a menudo sucede son defensores del régimen de libre mercado, muestran escasa confianza en éste. Nozick critica (op. cit. supra, en n. 2, p. 182) la cláusula de salvaguardia de Locke alegando que la libre operación de un sistema de mercado hará que nadie salga perjudicado con la apropiación de bienes previamente no poseídos por nadie. Si el mercado es así de bueno, no veo yo por qué no va a tener mecanismos para convertir en ventajosa la situación inicialmente difícil acarreada por movimientos migratorios más intensos resultantes del reconocimiento del derecho general a la libre circulación. Al revés, mi convicción es que, con o sin economía de mercado, a la larga esa situación engendraría un mayor bienestar general, entre otras cosas propiciando mayor inversión en las regiones menos desarrolladas, según lo comprueba la experiencia de los efectos de las migraciones internas dentro de los grandes países.
Mi tratamiento en este artículo deja de lado muchas cuestiones, como las de: quiénes exactamente tendrían el derecho de salir y entrar (¿Sólo los adultos? ¿Desde los 18 años y un día? ¿Sin importar qué lazos los unan a otros, qué deudas tengan etc.?); qué bienes tendrían derecho a llevar consigo, sacar de un país e introducir en otro, etc. Esos problemas (evocados por Nozick sólo con respecto al derecho a salir que parece el único que al respecto él reconoce en la p. 330 del libro citado supra (nn. 2 y 6)) por un lado afectan más al componente de salida que al de entrada en el ejercicio de este derecho; y, por otro lado, si se plantean en el traspaso de fronteras interestatales, también surgen y se van tratando y solucionando en el de límites entre municipios, cantones, provincias o estados de un mismo país.
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