No es la Constitución la norma suprema

por Lorenzo Peña y Gonzalo


del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid
Profesor Vinculado ad honorem del CSIC
[Copyright © 2016 Lorenzo Peña]

publicado en:
Conceptos y valores constitucionales
(Lorenzo Peña & Txetxu Ausín, coords.)
Madrid: Plaza y Valdés. 2016
ISBN 9788416032952
pp. 261-398



Sumario

0. Introducción. I: El dogma de la supremacía de la Constitución en la dogmática jurídica. II: Derecho Natural y lógica nomológica. 2.1. El íntimo nexo entre el Derecho Natural y la lógica nomológica. 2.2. Normas, situaciones normativas, preceptos. 2.3. Las conexiones normativas. 2.4. Las reglas de inferencia normativa. 2.5. Axiomas normativos de la lógica nomológica. 2.6. Conexiones normativas axiomáticas de la lógica nomológica. 2.7. Ejemplos de aplicación de los axiomas nomológicos a la dogmática constitucional. 2.8. Reglas de inferencia primitivas de la lógica nomológica. 2.9. Las conexiones lógicas como vínculos necesarios entre estados de cosas. 2.10. Monismo o pluralismo axiológico: Los valores superiores del ordenamiento jurídico según la Constitución. 2.11. El principio nomológico de razón suficiente. III: ¿Por qué no es norma suprema la Constitución? 3.1. La Constitución no es la Grundnorm kelseniana. 3.2. La necesidad de aplicar a la Constitución cánones hermenéuticos y lógicos. 3.3. Las normas constitucionales anticonstitucionales y la revisión de la Constitución. 3.4. Cláusulas de intangibilidad, mutación constitucional y Derecho Natural. IV: Fundamentos de la legitimidad constitucional. 4.1. Primer fundamento: la coactividad del poder. 4.2. Segundo fundamento: la legitimidad del poder constituyente. 4.3. Justificar la Constitución por el pacto o por el consenso social. 4.4. Justificación teleológico-funcional. 4.5. La obediencia al Derecho y la adhesión a la Constitución. V: Veintidós objeciones. VI: Conclusión. VII: Anejo: La lógica nomológica en notación simbólica.


§0.-- Introducción

En los modernos sistemas jurídicos ha ido consolidándose un canon de jerarquía normativa, que, casi siempre, coloca en su cúspide un determinado texto legislativo que se suele denominar «Ley fundamental» --o, más generalmente, «Constitución».

Ninguno de esos dos rasgos es esencial al Derecho: ni el canon de jerarquía normativa ni el reconocimiento de una norma de máximo rango. El propio dogma de la jerarquía se ha visto resquebrajado y zarandeado por los desarrollos del Derecho contemporáneo, con la multiplicación de las fuentes del Derecho, no forzosamente jerarquizadas (inventándose conceptos sucedáneos, como el de primacía o exequibilidad preferente). Si bien los ordenamientos jurídicos siempre acudieron a unas u otras reglas para solventar las abundantísimas y proliferantes antinomias, sería abusivo atribuirles a todos una noción de jerarquía normativa según se ha desarrollado en la moderna teoría del Derecho.NOTA 1

Tampoco es necesaria la existencia de una norma de normas, de un texto legislativo revestido de un rango jerárquico superior al de las demás leyes. El Reino Unido ha vivido y vive sin otorgar esa distinción a ninguna de sus leyes; no deja tal situación de acarrear incertidumbres jurídicas («¿Qué sucedería si el Parlamento decidiera ...?»);NOTA 2 pero el ordenamiento jurídico británico convive perfectamente con tales incógnitas, en parte gracias a los rasgos propios de la common law, como su carácter en buena medida consuetudinario (la ley legislada --los statutes y las acts-- establece derogaciones parciales de normas consuetudinarias y jurisprudenciales, por lo cual ha de interpretarse literal y restrictivamente).

Si miramos hacia atrás, el primer texto legislativo que, en un Estado, ha desempeñado ese papel de ley superior a todas las demás fue el Instrument of Government, redactado por John Lambert y adoptado en 1653-12-15 para la Commonwealth de Inglaterra, Escocia e Irlanda, una república liderada por Oliverio Cromwell.NOTA 3

Más de un siglo después, en 1781-03-01, fueron ratificados, adquiriendo vigencia jurídica, los Articles of Confederation, en virtud de los cuales las trece colonias inglesas alzadas en armas contra la Corona británica se izaban al estatuto de una República independiente regida por dicho texto. Éste, empero, era tan inviable para ese fin que siete años después será reemplazado por una nueva Constitución de los Estados Unidos de América, redactada por la Convención de Filadelfia.NOTA 4 Estaba prevista la celebración de ulteriores convenciones futuras.NOTA 5

A lo largo del siglo XIX líbrase, en las monarquías de Eurasia, una batalla política entre los realistas y los liberales.NOTA 6 El liberalismo acabó triunfando en casi todas partes, aunque muchas veces truncado y diluido.NOTA 7

Mientras el liberalismo se va extendiendo, poco a poco, a la mayor parte de los países, los realistas siguen oponiéndose a la existencia de una Constitución que cercene el absoluto poder del soberano. En España, es la Comunión Tradicionalista Carlista --posteriormente denominada «los requetés»-- la que enarbola esa bandera del anticonstitucionalismo.NOTA 8

Eso explica la evolución institucional del régimen franco-falangista tras integrarse forzosamente los requetés en la Falange Tradicionalista y de las JONS, partido único del nuevo Estado Totalitario,NOTA 9 por el decreto de 1937-04-19 del cabecilla de la sublevación antirrepublicana, el ex-general Francisco Franco. Fue un despotado más ilimitado que ninguna monarquía absoluta del pasado, pues, por dos leyes salidas de su bolsillo --la una del 30 de enero de 1938 y la otra de 8 de agosto de 1939--, el Caudillo se arrogó plenos poderes, sin excluir el constituyente, tomando la precaución de introducir en las ulteriores «Leyes Fundamentales» cláusulas de preservación de esa intransferible prerrogativa.NOTA 10

Derrotados en 1945 sus aliados, su camarilla le hizo comprender la necesidad de ir elaborando un marco que diera estabilidad institucional y sucesoria a ese despotado. En 1947 restauró la monarquía («el Reino»), aunque dejando el Trono vacante hasta después de su muerte;NOTA 11 fue acumulando un ramillete de «Leyes Fundamentales» cuyo conjunto venía a ser como una Ley Fundamental o norma superior (si bien, dentro de ese agregado, la Ley de Principios del Movimiento Nacional era de rango superior al resto de Leyes Fundamentales). No se usó la palabra «constitución», que era nefanda para los franco-falangistas oriundos de la tradición carlista.

Tras la defunción del Caudillo en 1975-11-20, viene exaltado al Trono aquel que, ya en 1969, había sido designado «sucesor a título de rey» y «príncipe de España» por el propio déspota militar. Iníciase la transición, en el curso de la cual, la víspera de los Inocentes de 1978, Su Majestad el Rey sancionará y promulgará una Constitución que entrará en vigor 48 horas después.NOTA 12

Desde el 30 de diciembre de 1978 todos los juristas de España adoptan el dogma de que la Constitución es la norma suprema del ordenamiento, no subordinada a ninguna otra, ni pre ni supraconstitucional. (Ni subordinada ni condicionada ni limitada.)

Esa exaltación sólo es posible si se adopta un punto de vista juspositivista (los pocos que no comulgan con esa corriente doctrinal a tales efectos vienen a asumirla de facto). En efecto, de haber un Derecho Natural, sus contenidos no pueden estar por debajo de la Constitución.

Tampoco es compatible el dogma de la supremacía de la Constitución con la existencia de una lógica nomológica. (Veremos que lógica nomológica y Derecho Natural son casi lo mismo.) Tal lógica ha de estar basada en unos axiomas que sean normas o conexiones normativas y en unas reglas de inferencia normativa. Una de dos: o no hay lógica nomológica alguna --y entonces no ve uno cómo puede deducirse nada de las prescripciones concatenadas en el texto constitucional-- o sí la hay, y entonces sus axiomas y reglas de inferencia han de poseer un rango supraconstitucional.

Asimismo, o bien la Constitución no necesita nunca ser interpretada (siendo como la Biblia para Juan Calvino: scriptura suimetipsius interpres), o bien se presta a lecturas alternativas en algunos o muchos de sus preceptos. Pero, entonces, ¿de dónde extraen su fuerza los cánones hermenéuticos que avalen una u otra exégesis? ¿Del propio texto por interpretar? ¡Sería un círculo vicioso! Hemos menester de unos cánones hermenéuticos supraconstitucionales, que también derivan de imperativos del Derecho Natural.

Por último, ¿en virtud de qué es obligatoria la propia Constitución? ¿De dónde procede su vigencia como norma suprema? No puede ser porque ella misma lo diga.NOTA 13 Habrá que ofrecer alguna razón nomológica suficiente. Pero esa razón nomológica sólo puede consistir en una norma legitimativa --de rango más elevado-- que prescriba, en el caso de que una ley fundamental cumpla determinadas condiciones, acatarla y obedecerla.

Para escabullirse del reconocimiento de una norma legitimativa, la dogmática jurídico-constitucional opera dogmáticamente (muy al compás del espíritu disciplinar que le es propio), asumiendo la Constitución como el fundamento último e inconcuso; carecería de sentido preguntar por qué es válida; sería como buscar un fundamento del fundamento. Para los dogmáticos cualquier cuestión de validez es interna a un orden jurídico que se asume; cuando esté configurado como constitucional, será un indubitable postulado la supremacía de esa norma que se denomina «Constitución»; cuestionarlo sería salirse del Derecho.

Al filósofo del Derecho no le es tan fácil eludir esos problemas, refugiándose en la mera adopción ciega de la Constitución, sin parar mientes en la necesidad de un triple canon supraconstitucional: lógico, hermenéutico y justificativo.

Vamos a ver qué soluciones pueden ofrecerse desde un punto de vista jusnaturalista.


Sección I: El dogma de la supremacía de la Constitución en la dogmática jurídica

Una de las leyendas que fundamentan la dogmática --no sólo del actual Derecho político, sino, irradiando a partir de él, de todas las ramas de la doctrina jurídica-- es el mito de que la Constitución es la norma suprema.

Puesto que de unos axiomas o postulados hay que partir para construir una dogmática, vienen, con ese carácter, adoptados los contenidos de la Constitución vigente (deberes, prohibiciones, derechos y valoraciones).

Para cualquier rama del Derecho es útil proceder así, porque la interpretación e integración de cada sector del ordenamiento se facilita encuadrándolo en un sistema congruente con una clave de bóveda, que es la Constitución.

Podemos invertir la imagen, viendo en la Constitución el cimiento. Todos sabemos que algo hay debajo de los cimientos de cualquier edificio (aunque sea el Taipei 101 de la capital de Formosa). La experiencia pretérita --investigada por la arqueología-- nos demuestra que han acabado hundiéndose en la tierra edificios que se juzgaron sólidos y para los cuales se habían sentado cimientos que parecían firmes --según los conocimientos técnicos de su época--. Pero no por eso nos pasamos la vida temiendo que se hundan las casas en que vivimos. Sabemos que tenemos tiempo por delante. Nuestra mirada es sincrónica, abarcando un trecho temporal proporcionado a la duración de nuestras vidas o de varias generaciones.

Eso mismo hace el jurista. No ignora consideraciones como las tres siguientes:

1ª. Cabe preguntar por qué la Constitución tiene vigencia, por qué es una norma que haya que acatar, cumplir y hacer cumplir.

2ª. Por qué todas las demás normas integradas en el ordenamiento han de interpretarse de manera que sean conformes con la Constitución.

3ª. Por qué aquellas normas que no sean conciliables con la Constitución son nulas (en realidad no son normas, aunque parezcan serlo).

Pero de tales cuestiones prescinden, no sólo la dogmática del Derecho político (hoy llamado «constitucional»), sino también la doctrina del Derecho penal, del civil, del administrativo, del procesal, del mercantil, del tributario --igual que el matemático que desarrolla ulteriores ramificaciones de la teoría estándar de conjuntos da por supuestos los axiomas de tal teoría. Cuando preguntamos a un matemático enfrascado en uno de tales desarrollos (v.g. en la teoría de los grandes cardinales) en qué se funda su confianza en axiomas cuya evidencia es cuestionable (como el de elección), solemos recibir esta respuesta: sin ellos no podría probar nada (nada interesante o fuerte).

Claro que se puede construir una doctrina jurídico-civil, p.ej., sin necesidad de una norma fundamental que se llame «Constitución». Así se ha hecho, al fin y al cabo, durante milenios y así se sigue haciendo en el Reino Unido.

Mas, una vez que existe una norma con esa pretensión de ser la fundamental o suprema, ya no es posible ignorarla. Serían posibles dos actitudes, en principio: (1ª) la de oponerse a esa pretensión de supremacía, aduciendo que, no porque la norma diga que es suprema, es suprema forzosamente; y (2ª) la de inclinarse y admitir esa supremacía.

La primera de esas dos actitudes no se ha dado, que yo sepa, nunca. En todos los países donde se ha promulgado un texto jurídico denominado «Constitución» --desde finales del siglo XVIII para acá--, habrá habido rebeldes que hayan rechazado su validez, pero no ha habido jurista alguno que, reconociéndole el carácter de norma, haya disputado su supremacía. ¿Por qué? Podemos dejar para otra ocasión ese problema.

Por lo tanto, es perfectamente razonable, desde el punto de vista de la construcción dogmática, asumir esa supremacía y fundamentalidad de la Constitución, piedra angular para cualquier rama del ordenamiento.

Sin embargo, ¿vale lo mismo para el filósofo del Derecho? No, en absoluto. Incluso al filósofo positivista no le es epistémicamente legítimo aceptar esa suposición sin crítica. Porque, si se trata --según un eslogan típico del juspositivismo-- de «indagar el Derecho que es, no el que debiera ser», entonces al filósofo del Derecho le incumben tareas como la de saber si, efectivamente, en el Derecho que es se respeta de veras esa supremacía de la Constitución así como en virtud de qué mecanismos ésta ha entrado en vigor, qué «reglas sociales de reconocimiento» han conducido a su edicción y a su vigencia y si tales mecanismos son fuertes o están sufriendo una erosiónNOTA 14.

Si el filósofo del Derecho es jusnaturalista, todavía tiene más motivos para cuestionar esa supremacía de la Constitución, cualquiera que sea la modalidad de jusnaturalismo que abrace. Hay dos jusnaturalismos: negativo y positivo. Para el negativo o sustractivo hay cánones jurídico-naturales que sirven de filtro, restando validez jurídica a las normas disconformes con ellos. Para el positivo o aditivo, hay normas válidas de suyo, promúlguense o no, admítalas o no el legislador.NOTA 15

En el primer caso, en el del jusnaturalismo sustractivo, la Constitución estará sometida a esos cánones y no será jurídicamente vinculante en aquello en que entre en colisión con los mismos.NOTA 16 En el segundo caso, el del jusnaturalismo aditivo, no es forzoso sostener que las normas jurídico-naturales son superiores a la Constitución, pero no es posible en absoluto considerar que le sean inferiores; sería absurda tal inferioridad, destruyendo el concepto mismo de norma jurídico-natural, válida independientemente de los promulgamientos del legislador, toda vez que esa misma norma quedaría supeditada a un texto jurídico-positivo y, por ende, sólo sería válida con permiso de la autoridad legislativa, la cual podría derogarla.

Sin embargo, un jusnaturalista positivo puede pensar que no siempre hay jerarquía normativa, que pueden existir normas en conflicto tales que ni la una sea superior a la otra ni viceversa, lo cual da lugar a una genuina antinomia jurídica.

El autor de este ensayo lleva años abrazando un jusnaturalismo positivo o aditivo.NOTA 17 En varios de sus trabajos se ha abstenido de pronunciarse sobre si las normas jurídico-naturales son o no superiores a las de Derecho positivo. Desde luego en sus escritos ha quedado claro que deberían serlo, pues una de ellas es la de que todo el Derecho positivo ha de supeditarse al Derecho Natural. Aun así, las normas positivas que entren en conflicto con las jurídico-naturales ni quedan anuladas ni están incuestionablemente subordinadas a ellas.

En este trabajo doy un paso adelante, sosteniendo la supremacía de los principios normativos de Derecho Natural. Una supremacía, empero, que no implica cancelación o anulación de las normas positivas que les sean opuestas. Los unos y las otras coexisten, antinómicamente, en pugna. Cuáles sean exequibles, en cada caso, dependerá de las circunstancias, principalmente del estado de la conciencia jurídica.


Sección II: Derecho Natural y lógica nomológica

[Esta sección del texto está omitida en la presente versión por motivos de copyright]


Sección III: ¿Por qué no es norma suprema la Constitución?

§3.1.-- La Constitución no es la Grundnorm kelseniana

Ya hemos visto que la dogmática jurídico-constitucional parte de la Constitución como norma suprema, como axiomática; pero además como excluyendo cualesquiera otros axiomas y, más aún aquellos que pudieran contradecir los artículos de la Constitución. Tal adopción es acrítica, quedando de antemano proscrito cualquier cuestionamiento. Es más, ni siquiera se practica el estudio jurídico del texto constitucional con ese mínimo de crítica con el cual la dogmática jurídico-penal, p.ej., aborda el análisis del Código Penal o la doctrina del Derecho administrativo trata la muchedumbre de leyes que regulan las diversas facetas de la actividad administrativo y, además, la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa.

En lo penal, en lo administrativo, en lo laboral, en lo civil, en lo mercantil, en lo tributario la doctrina puede tomarse a veces la libertad de distanciarse puntualmente del legislador, señalando las antinomias encontradas, o los conflictos entre el articulado de una ley y su exposición de motivos, así como problemas de constitucionalidad y colisiones entre legislación, jurisprudencia y principios generales del Derecho. No es absolutamente insólito que un autor considere que un código ha sido radicalmente mal elaborado o mal inspirado doctrinalmente --o, más aún, que, en su estado actual, una ley vieja, múltiples veces enmendada, sea un embrollado galimatías. Las reflexiones de lege ferenda pueden llegar a reclamar un nuevo código civil, una nueva ley de jurisdicción laboral, una nueva ley de enjuiciamiento criminal, una nueva ley de expropiación forzosa, según los lineamientos doctrinales preferidos por el autor respectivo.

Nada de eso sucede en la doctrina jurídico-constitucional. Ésta podrá cuestionar tales o cuales sentencias o autos del Tribunal Constitucional o incluso ciertas disposiciones de la ley orgánica del Tribunal Constitucional; podrá debatir (en contadas ocasiones) si las opciones del legislador se han ajustado a la Constitución y si (por omisión de los legitimados) se ha privado al Tribunal Constitucional de la posibilidad de pronunciarse acerca de la constitucionalidad de tales opciones. Ya esas consideraciones suenan muy atrevidas; no las hallaremos a menudo.

Pero lo que más difícilmente vamos a encontrar en la pluma de los constitucionalistas es una crítica a la Constitución, ni en sus detalles ni, menos todavía, en su conjunto. Como mucho, algún autor, de los más audaces, se autoriza a deplorar el estilo, a quejarse del fárrago, a apuntar algunos vacíos. Tales críticas son excepcionales, absolutamente secundarias, de tono menor. El constitucionalista se siente llevado a abrazar lo que Hart llamaba «el punto de vista interno» con una firmísima adhesión. El constitucionalista tiene en la Constitución una fe casi religiosa.NOTA 18

¿Por qué? Por la necesidad de un asidero fundamental. En los tiempos pre-positivistas, el asidero era el Derecho Natural. Los teóricos de la monarquía absoluta, como Bodino, no reconocían al rey un poder tan absoluto que lo desligara de la obediencia al Derecho Natural. Incluso Hobbes no deja de someter al poder soberano a unos constreñimientos inherentes a su función y a su misión, en definitiva unos cánones jurídico-naturales. En el siglo XIX, ya en pleno auge del constitucionalismo, todavía prevalece la doctrina del Derecho Natural; todavía se piensa que el poder constituyente está sometido a los imperativos jurídico-naturales y que la Constitución ha de interpretarse y aplicarse con arreglo a tales imperativos.

Al adueñarse el positivismo jurídico de las cátedras, al suprimirse aun la asignatura del Derecho Natural, al empaparse todos los juristas de ese mismo prejuicio --el de que no hay más Derecho que el positivo--, al arrinconarse o perder adeptos las escuelas antinormativistas del positivismo (la realista, la sociológica, etc), el resultado ha sido que, para que el edificio doctrinal tuviera solidez, era menester tomar la Constitución como un axioma inconcuso y, además, único.NOTA 19

Concíbese así la Constitución, el texto constitucional, como si fuera la Grundnorm kelseniana. Pero estamos en el como-si. Nadie ignora que la Grundnorm kelseniana era un hipotético postulado, que no existe, que no puede existir, que no puede tomar cuerpo en ningún ordenamiento jurídico. Sería una mera idea regulativa kantiana, perteneciendo al campo de lo nouménico.NOTA 20

En la irreducibilidad que profesa Kelsen entre ser y deber-ser, un sistema normativo dinámico es uno en el cual quien edicta la norma nueva está facultado para hacerlo en virtud de una norma superior; no pudiendo ir al infinito, hay que imaginar una norma suprema puramente ideal no edictada por nadie, a sabiendas de que es una ficción. Esa norma habilitante suprema no es el texto constitucional, que, por el contrario, es producto de la escritura y actuación de un legislador en un momento. Además la Constitución real, el texto legislativo que ostenta ese título, trata muchas cuestiones, no limitándose a establecer una facultad legiferante originaria.

Todos los constitucionalistas lo saben, pero esa consagración del texto constitucional vigente como si fuera la Grundnorm es un expediente idóneo para la construcción dogmática.

Si bien esa postulación de la Constitución como una norma suprema ya ha quedado suficientemente quebrantada por las argumentaciones previas del presente ensayo, vamos, de momento, a asumirla, por mor del debate.


§3.2.-- La necesidad de aplicar a la Constitución cánones hermenéuticos y lógicos

Una vez que hemos adoptado la Constitución como norma suprema, tenemos que aplicarla.

Para aplicarla hay que empezar por interpretarla.NOTA 21 ¿Con qué criterios?

Nada vale la voluntad del poder constituyente. Remitirse a esa voluntad quitaría a la Constitución su carácter de norma suprema, pues pasaría a estar subordinada a los propósitos o las valoraciones de quienes integraron en su día el poder constituyente. Lejos de que toda norma vigente tenga que interpretarse ajustándose al criterio de conformidad con la Constitución, los fines y las valoraciones de los miembros del poder constituyente de decenios atrás pasarían a ser normas o cánones supraconstitucionales, exentos de la preceptiva interpretación secundum Constitutionem, so pena de circularidad.

Además, si tales propósitos tuvieran vigencia después de la promulgación de la Constitución, ésta ya no constituiría el big bang que ficticiamente se le atribuye;NOTA 22 dejaría esa promulgación de ser un parteaguas que crearía ex nihilo un nuevo orden jurídico, aniquilando simultáneamente el viejo, salvo en tanto en cuanto las leyes precedentes persistan, en todo o en parte, únicamente en aquella medida en que sean conformes con las disposiciones de la Constitución. Ahora bien, la expresión de tales propósitos precedió a la edicción y promulgación del texto constitucional.

Uno de los primeros autores que esbozaron una concepción de la Constitución como punto de arranque absoluto fue Max Weber, con su visión del arcano constitucional (un precedente del big bang).NOTA 23 En un ordenamiento constitucional, la entrada en vigor de la Constitución es un arcano. Claro que los historiadores podrán indagar los hechos que precedieron y acompañaron a ese salto, pero jurídicamente habría que, fingidamente, ignorar o descuidar todos esos datos fácticos para circunscribirse a la adhesión al postulado constitucional como fundamento único e inconcuso. Por tal razón, el criterio de la voluntad del legislador no se puede aplicar al texto constituyente ni siquiera en la medida en que pueda emplearse para interpretar leyes infraconstitucionales.NOTA 24

Descartada la voluntad del legislador, acudimos a otros criterios: el literal (también llamado «gramatical»), el sistemático, el teleológico-funcional y el sociológico-contextual. No es éste el lugar adecuado para enfrascarnos en una prolija discusión sobre la jerarquía de criterios, la implementación precisa de cada uno de ellos y los recursos hermenéuticos para conjugarlos. Lo que sí hace falta es aclarar si el acto de interpretar es un acto de conocimiento o de voluntad.

Para muchos autores, es un acto de voluntad. Escogemos una interpretación como escogemos una fruta para el postre. No niegan esos autores que la opción esté constreñida por unos cánones hermenéuticos, que nos imponen ciertos criterios exegéticos y no otros, escalonados de cierta manera y no de otra y ciñéndonos a unos límites marcados por la normativa vigente. Pero justamente porque al interpretar efectuamos una acción que ha de sujetarse a esa normativa, lo que así hacemos es un acto de voluntad. Una voluntad regulada, pero voluntad.

Por el contrario, mi punto de vista es que el acto de interpretar es intelectivo. Interpretar es entender el sentido de un texto (o de una expresión verbal). Ese sentido está ahí. Averiguarlo es cuestión de semántica. Los criterios exegéticos son cánones orientados a averiguar la verdad, a saber cuál es el sentido de un texto, o cuáles son sus sentidos (qué es lo que dice el texto a unos destinatarios en un momento dado, que puede ser algo muy distinto de lo que originariamente quisieron decir quienes lo redactaron).

Ahora bien, averiguar cuál es el sentido de un texto normativo, siendo una operación intelectiva, no es axiológicamente neutral, porque un texto así posee uno u otro sentido según los valores con arreglo a los cuales se entienda. Sin duda son pertinentes (a pesar de la circularidad que ello entraña) los propios valores proclamados en el mismo texto por interpretar. Pero las normas que regulan la actividad interpretativa no pueden venir exclusivamente de la propia Constitución, pues entonces incurriríamos en un círculo vicioso.

Insisto: indagar el sentido de un texto normativo no es igual que estudiar el de un texto descriptivo de hechos o expositivo de teorías axiológicamente neutrales. Un texto normativo expresa deberes y derechos. Y cuáles sean los deberes y derechos expresados depende, en buena medida, de cuál sea el sistema normativo en el cual se inserte el texto, cuáles sean los valores de tal sistema, cuál sea su función social.

De ahí que el proceder hermenéutico esté sujeto a normas. Así pues, la operación intelectual de averiguar el sentido de la Constitución viene constreñida por unos cánones exegéticos que no pueden emanar sólo del propio texto por interpretar, sino de los valores supraconstitucionales del ordenamiento, de la finalidad o función social del mismo, que es la de velar por el bien común --tutelándolo, promoviéndolo e incrementándolo.

Eso es así independientemente de que, al indagar el sentido del texto, concluyamos que tiene sólo uno o que, por ser ambiguo, tiene varios. Si tiene varios, surgirá un problema adicional: todos ellos tendrán vigencia normativa, mas, en cada caso, el juez habrá de optar por uno de ellos para aplicarlo (tendrá que determinar cuál es exequible). Tal operación también estará axiológicamente mediada, obedeciendo a cánones que no pueden emanar del propio texto (justamente éste presenta el problema, no ofreciendo la solución). Esos cánones serán pautas axiológicas supraconstitucionales --y, en última instancia, el criterio del bien común.

En relación con eso surge otra cuestión, que es diversa, a saber: ¿puede el juez, puede el legislador, puede el poder ejecutivo aplicar el sentido que a su juicio tiene un fragmento del texto constitucional, cuando la opinión predominante en la doctrina jurídica y entre los operadores es que el verdadero sentido es otro? Aunque el acto de interpretar es intelectivo, el de declarar la interpretación no lo es. Una autoridad encargada de aplicar la Constitución está constreñida por la lectura predominante en la conciencia jurídica, le guste o no.

En este particular, cuenta sobremanera la interpretación del Tribunal Constitucional. Asoma aquí el espinoso y complicadísimo problema de fijar exactamente el alcance y los límites de la fuerza de cosa juzgada del las decisiones del alto Tribunal en materia de interpretación constitucional. ¿Está el legislador obligado a obedecer una interpretación que figura en el fundamento jurídico de una STC? Dejo abierta la cuestión, sin pronunciarme. De ser así, tenemos unas normas, emanadas del Tribunal Constitucional, que, sin ser supraconstitucionales, sí son paraconstitucionales.

Además de interpretar, hay que deducir. De las prescripciones y las autorizaciones de la Constitución hay que sacar conclusiones normativas que no se hallan en ella explícitamente. V.g. el art. 20.1.c reconoce la libertad de cátedra, o sea autoriza a impartir docencia sin sujetarse a constreñimientos ideológicos. El art. 16.1 reconoce la libertad ideológica de los individuos (y de las comunidades). Por el principio nomológico de colicitud, será, por consiguiente, lícito enseñar libremente según las propias convicciones así como abrazar y profesar la cosmovisión por la que uno libremente opte. Imaginemos una ley que condicione la libertad de cátedra a abstenerse de profesar determinada ideología. Está claro que esta ley es inconstitucional, dígalo o no el TC, porque de los dos preceptos 20.1.c CE y 16.1 CE se deduce, en virtud de la lógica nomológica, que es lícito ejercer la libertad de cátedra y, a la vez, profesar la ideología incriminada.

Ese canon lógico-nomológico podría haber sido incorporado al texto constitucional, pero no por ello ganaría mayor fuerza de obligar, ya que es preceptivo ajustarse a él en virtud de una norma supraconstitucional de razonar según la lógica nomológica correcta.

Imaginemos el supuesto de que el texto constitucional contuviera un artículo del siguiente tenor: «Nadie podrá prevalerse simultáneamente de dos o más derechos separadamente reconocidos en la presente Constitución si una ley condiciona el ejercicio de uno de ellos a la renuncia a ejercitar el otro». Llamémoslo «la cláusula de no conyuntividad». Siendo una negación del principio de colicitud, crearía una antinomia jurídica, pero, desde luego, no podría abrogar el principio nomológico, que tiene un rango superior al de la Constitución.

De hecho, en ese supuesto (afortunadamente contrafáctico), la Constitución tendría que ser desobedecida en ese punto. La cláusula de no conyuntividad tendría que ser inexequible. Nuestro TC habría de resolver el dilema. ¿Cómo? Conjeturo que acudiría a la interpretación creativa a la que ha recurrido en varias ocasiones, como cuando --en la STC 53/1985, de 11 de abril-- declaró que la vida humana es uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento constitucional (sin que conste como tal en ninguno de los tres elencos que hemos examinado).NOTA 25

Ya en su primer decenio, el TC tuvo el mérito de llevar a cabo una verdadera mutación constitucional con la Sentencia 104/1986, al reconfigurar radicalmente el significado del art. 20.4 constitucional, el cual, en su tenor literal, subordina la libertad de expresión del art. 20 al derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, previamente reconocidos en el art. 18.1. Aunque el ordinal de un artículo constitucional no es una prueba contundente de su rango, sin duda tampoco es casual ni baladí. Sin ser estricta ni absoluta, sí se presume (juris tantum) que el artículo ene tiene alguna primacía sobre el ene+1 y así sucesivamente. De hecho, ese orden de sucesión es una de las pocas indicaciones de la cosmovisión subyacente de la Constitución actual.

El texto constitucional, no sólo ubica el derecho a la honra dos artículos por delante de la libertad de expresión, sino que explícitamente subordina la segunda al primero. Pero vino el TC a enmendarle la plana al poder constituyente, diciendo que cada artículo del texto ha de entenderse en el sistema integrado que forman y que todos los derechos fundamentales gozan del mismo rango, de suerte que tanto condiciona el derecho a la honra a la libertad de expresión como a la inversa, prevaleciendo la libertad de expresión cuando tal prevalencia sea requerida por las exigencias de una vida democrática --que es otro principio constitucional--, o sea por el libre debate sobre la conducta de los personajes públicos.NOTA 26

Tal sentencia vino a instituir un orden de libertades muchísimo más amplio que el concebido por el poder constituyente. Pero el TC no puede decirse que, al pronunciarse en ese sentido, hiciera una verdadera interpretación de la Constitución, ya que, antes bien, la modificó.

Si el texto constitucional contuviera la cláusula de no conyuntividad que hemos imaginado, el TC podría enfrentarse a ella con un argumento similar: esa cláusula no tendría rango superior a los artículos de la Constitución que reconocen incondicionalmente derechos, de suerte que sólo sería exequible en tanto en cuanto no colisionara con el disfrute de esos derechos. Lo cual equivaldría a, púdicamente, abrogar dicha cláusula.

La mayor dificultad, empero, estriba en la angostísima capacidad de iniciativa del TC, atado por su Ley Orgánica, que la circunscribe (art. 39 LOTC) a casos en los que una norma haya sido objeto de recurso o de cuestión de inconstitucionalidad, en los cuales podrá el propio Tribunal declarar también nulos otros artículos de la norma en cuestión que no hubieran sido impugnados por los recurrentes, siempre que haya conexión suficiente.

¿Qué podría hacer el TC frente a una imaginaria cláusula constitucional de no conyuntividad? Tendría que esperar a que alguna ley, al amparo de tal cláusula, restringiera el disfrute de derechos fundamentales y que se incoara un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad contra dicha ley. Como el abogado del Estado alegaría la constitucionalidad de la ley en virtud de la cláusula de no conyuntividad, el tribunal tendría que maniobrar con una lectura creativa de la Constitución en el sentido que hemos esbozado más arriba; o sea, en la práctica, anulando (sin decirlo así) la cláusula de no conyuntividad.

¿Y si no se promulga tal ley (o sea si el legislativo no se aprovecha de la cláusula de marras para restringir el ejercicio de derechos fundamentales)? ¿Y si, aun promulgada la ley por consenso de las principales fuerzas políticas, ni se incoa recurso de inconstitucionalidad ni prospera ninguna cuestión de inconstitucionalidad (acaso porque las que se intentan sufren defectos de procedimiento)?NOTA 27

El callejón sin salida sería igual al que ya tenemos con leyes inconstitucionales no impugnadas.NOTA 28 Sobre ellas el TC no ha tenido posibilidad de pronunciarse, al haber sido pactadas por las principales formaciones políticas del país y al no haber prosperado cuestiones de inconstitucional en sede judicial. El TC está atado de pies y manos para enmendar esas violaciones de la Constitución.

También hay, evidentemente, errores del propio Tribunal. No me cabe duda de que una sentencia inicialmente errónea del TC, si prospera y arraiga en la conciencia jurídica, pasa a ser una norma, no supraconstitucional, pero sí paraconstitucional, pues conlleva una mutación constitucional. Así sucedió con la osada sentencia de la Corte Suprema estadounidense de 1803, ya mencionada, y por varias sentencias del TC español, p.ej. la 104/1986, más arriba referida y atinente al conflicto entre libertad de expresión y derecho a la honra. El TC actuó ultra vires al pronunciarse en ese sentido, porque franqueó sus límites, al optar por una lectura del texto constitucional que violaba su letra y su espíritu; una interpretación falsa.

Aquí hay que hacer un inciso. La declaración de inconstitucionalidad ¿es meramente declarativa o es constitutiva? ¿Y la declaración de constitucionalidad?NOTA 29

Mi respuesta es que, cuando son acertadas, tales declaraciones son meramente declarativas. Si la ley era constitucional y así lo reconoce el Tribunal, no añade ni quita nada al ordenamiento. Si la ley era inconstitucional y el TC así lo declara, no sólo la deroga, sino que la anula (aunque puedan persistir actos administrativos dictados al amparo de la ley anulada, en virtud de los principios de seguridad jurídica y de confianza legítima). Mas su declaración de inconstitucional no es, tampoco en este supuesto, creativa o constitututiva, sino exclusivamente declarativa, pues el Tribunal se limita a tomar conocimiento de una inconstitucionalidad ya preexistente, proclamándola y, por lo tanto, haciendo que surta los efectos jurídicos pertinentes.

Cuando la sentencia es errónea, crea Derecho, crea una norma nueva; es constitutiva.NOTA 30 Al crear Derecho, se autoconfiere un rango paraconstitucional, de facto, puesto que esa nueva norma --que colisiona con la Constitución-- es de obligado acatamiento por todos los poderes del Estado (con la excepción de que el propio TC puede invertir su jurisprudencia; mas en esa potestad no se incluye la de alterar la sentencia ya recaída, que es definitiva e inconmovible --salvo por una enmienda constitucional o por la adopción de una nueva Constitución).NOTA 31


§3.3.-- Las normas constitucionales anticonstitucionales y la revisión de la Constitución

Para enfrentarse a una disposición constitucional como la imaginaria cláusula de no conyuntividad habría un recurso más audaz que el hermenéutico: acudir al controvertido concepto de normas constitucionales inconstitucionales. Ha brotado en la doctrina jurídico-constitucional a propósito, inicialmente, de la potestad de algunos tribunales constitucionales de anular enmiendas a la Constitución si atentan contra cláusulas de intangibilidad de la misma, como las que se contienen en las constituciones francesa, alemana e italiana.NOTA 32

Es sumamente espinoso el problema de si los tribunales constitucionales tienen potestad de anular enmiendas constitucionales contrarias a la Constitución, ya sea porque, dado su contenido, vulneren valores y principios esenciales de la misma, ya porque hayan sido adoptadas sin ajuste al procedimiento constitucionalmente prescrito.

Esto último sucedió en Francia en 1962. El presidente de Gaulle hizo cambiar la Constitución para ser elegido directamente por sufragio universal, mediante un procedimiento constitucionalmente incorrecto: la revisión constitucional venía regida por el art. 89 de la Constitución de 1958, pero el General acudió al art. 11 que le permitía consultar al pueblo (sólo que el tenor literal de ese artículo excluía expresamente que lo consultado implicara una revisión constitucional). El referéndum se celebró el 28 de octubre; nueve días después el Consejo Constitucional se inclinó --declarándose incompetente-- porque la reforma se había adoptado por plebiscito, sentando así el canon jurisprudencial de que el propio Consejo carecía de competencia para anular una decisión del pueblo soberano.NOTA 33

En España, puede considerarse anticonstitucional la reforma exprés del art. 135 CE en 27 de septiembre de 2011 (consensuada por los principales partidos), porque subvierte, en su apartado 2, las atribuciones parlamentarias, ya que, a tenor de la reforma, la competencia de las Cortes para aprobar los presupuestos (según los arts. 66.1 y 134) queda ahora condicionada a las directrices marcadas por la Unión Europea, sin que esa entidad internacional tenga ninguna otra presencia en el texto constitucional; esa constitucionalización coarta también las disposiciones constitucionales sobre política exterior (arts. 93 a 96). Hasta ahora, la pertenencia a ese organismo paneuropeo era potestativa e infraconstitucional; con la reforma, España pierde libertad para, sin modificar su Constitución, abandonar el Tratado de la Unión Europea, por mucho que las circunstancias internacionales se hayan alterado.

Cierto que las materias implícitamente modificadas por la reforma constitucional de 2011-09-27 no son las superprotegidas (bloqueadas, de hecho) por el art. 168 CE; mas no deja de ser cierto que una enmienda reglamentística a un artículo sobre la deuda pública se convierte en una cuña por la cual se está introduciendo una modificación sustancial del sistema de distribución de poderes de la Constitución, exaltándose a una entidad transnacional por encima de la soberanía del pueblo español, e.d, quebrantándose la declaración de soberanía nacional del Preámbulo y del art. 1.2 constitucional;NOTA 34 o sea un contenido esencialísimo de la Constitución, un principio fundamental.NOTA 35

En cualquier caso, la mera debatibilidad de si podría venir bloqueada una reforma de la Constitución por una jurisdicción constitucional nos hace ahondar nuestro cuestionamiento del dogma de que la Constitución sea la norma suprema. En casos de conflictos como los evocados en este apartado, está claro que la Constitución encierra varias normas, especialmente la Constitución enmendada; normas en colisión mutua.NOTA 36 Tengan o no competencia los tribunales constitucionales para dirimir el conflicto, éste existe. Topámonos con antinomias constitucionales. La última palabra no puede corresponder a la Constitución, ese ensamblado de normas mutuamente contradictorias. Habrá que acudir, pues, a una norma supraconstitucional, que difícilmente puede ser otra que el valor jurídico-natural y lógico-nomológico del bien común.NOTA 37


§3.4.-- Cláusulas de intangibilidad, mutación constitucional y Derecho Natural

La posible inconstitucionalidad de una revisión constitucional se plantea con singular agudeza en aquellos casos en los que el texto constitucional contiene cláusulas de intangibilidad.

A diferencia de la actual Constitución española, otras contienen tales cláusulas de intangibilidad (v.g., de la forma republicana de gobierno).NOTA 38

Nuestra Constitución de 1978 acude a otro procedimiento para conseguir de facto la cuasi-intangibilidad de la monarquía, al blindarla por el art. 168, de tal modo que, para cualquier futuro previsible --y por muchísimo que cambien las inclinaciones políticas de unos u otros sectores de la población--, es radicalmente impensable que pudiera reformarse la Constitución en un sentido republicano, especialmente por el absoluto poder de bloqueo de un senado cuya democraticidad es escasa tirando a nula; ya la del Congreso es muy limitada en virtud de la vigente ley electoral.NOTA 39

Pero las constituciones con cláusulas de intangibilidad no suelen atribuir a los tribunales constitucionales el derecho de vetar una enmienda constitucional que viole tal cláusula. Ahora bien, la cláusula sería ociosa si nadie pudiera hacerla exequible.

Luego es defendible la autoatribución de competencia de un TC para bloquear una reforma que transgreda la cláusula de intangibilidad.NOTA 40

En realidad el problema es más viejo. La Constitución del Estado Libre de Irlanda (Eire) de 1922 permitía que, durante los primeros ocho años, se adoptaran enmiendas constitucionales por simple mayoría del parlamento (Oireachtas). Al amparo de tal previsión, el gobierno hizo adoptar una enmienda que anulaba las garantías constitucionales según el arbitrio del ejecutivo; en combinación con la 17ª enmienda --que era una cláusula de autointangibilidad-- se bloqueaba cualquier abrogación posterior de esos discrecionales poderes gubernamentales.

El Tribunal Supremo irlandés tuvo que abordar el problema en el juicio State (Ryan) v. Lennon, 1935. La mayoría de los jueces sostuvieron la constitucionalidad de la enmienda, pues formalmente se había adoptado de modo procedimentalmente legal. Pero el presidente del Tribunal, el Chief Justice Hugh Kennedy, se pronunció contra el positivismo jurídico heredado de la tradición jurídica de la isla vecina (y aún entonces dominante, pues la Constitución de 1922 estaba subordinada al tratado anglo-irlandés, que mantenía al Estado recién independizado bajo la Corona británica). El juez Kennedy argumentó que la enmienda 17 pugnaba con los inviolables principios fundamentales de la Constitución y que, por consiguiente, la autorización concedida a la mayoría parlamentaria para introducir enmiendas estaba subordinada a esos principios inmutables. Lo que pasa es que el texto constitucional de 1922 no usaba esos adjetivos de «inviolables» e «inmutables»; la lectura del juez Kennedy se basaba en el espíritu, no en la letra. Pero otro argumento del juez Kennedy era más audaz, invocando el Derecho Natural, que la razón natural puede descubrir; cualquier ley positiva que viole el Derecho Natural es, según dicho juez, inconstitucional, inválida, nula, írrita e inexequible (unconstitutional, invalid, absolutely null and void and inoperative).

Hubieron de transcurrir más de ocho lustros antes que el Tribunal Supremo de Irlanda (ahora una República) empezara a asumir la doctrina del juez Kennedy. La nueva jurisprudencia constitucional irlandesa se funda en dos principios. (1º) La Constitución no otorga derechos fundamentales, sino que los reconoce; tales derechos son supraconstitucionales. (2º) La protección concedida en la Constitución se extiende, no sólo a los derechos explícitamente enumerados en ella, sino a todos los derechos fundamentales, aun aquellos que no han hallado expreso reconocimiento constitucional (puesto que los derechos esenciales son supraconstitucionales).NOTA 41

Sin embargo, en años más recientes --y tras haber sido ásperamente combatida en los medios académicos-- ha sufrido un retroceso jurisprudencial esa recuperación del Derecho Natural como norma suprema del ordenamiento irlandés. Ventilándose tal debate en el país en el que se ventila, no podía dejar de enfrascarse en las polémicas sobre el aborto y temas similares, lo cual ha empañado el fondo de la controversia.NOTA 42


Sección IV: Fundamentos de la legitimidad constitucional

§4.1.-- Primer fundamento: la coactividad del poderNOTA 43

La Constitución, presunta norma suprema, no sólo --según lo hemos visto-- tiene que venir interpretada (para lo cual ha de sujetarse a ciertos cánones hermenéuticos --que no pueden emanar de la propia «Carta Magna», so pena de circularidad) e igualmente someterse --para poder extraer de ella conclusiones deónticas-- a valores, normas y axiomas supraconstitucionales de lógica nomológica, sino que, además, ha de venir abrazada como norma legítimamente vigente, no como puro mandamiento de quien, teniendo la sartén por el mango, dispone del uso de la fuerza para hacerse obedecer.

¿En virtud de qué merece tal aquiescencia la Constitución? ¿Es porque ella misma lo manda? De ser ésa la respuesta acertada, cualquier individuo o grupo podría publicar un texto que llamara «Constitución» y que también proclamara su propia supremacía. Podría ser incluso una Constitución mucho mejor (no hay que esforzarse demasiado para conseguirlo, pues es dudoso que haya otra de nuestro ámbito histórico-lingüístico con más defectos). No la consideraríamos válida. La razón de ello no puede estribar en lo que diga el texto, pues en su autoproclamarse normas supremas serían iguales.

Voy a discutir varios argumentos a favor de la obediencia a la Constitución.

El primero es que prescribe esa obediencia quien detenta el poder y está respaldado por el uso de la fuerza; desacatar tal prescripción acarreará consecuencias muy negativas para el transgresor. Si no acatamos la Constitución y las leyes que le están subordinadas, sufriremos represalias que pueden ser durísimas. Si rehusamos nuestra aquiescencia a la Constitución, no tendremos motivo alguno para reconocer la legalidad de las autoridades emanadas de la misma ni la validez de sus promulgamientos. En tal hipótesis, ofrécense tres opciones: o bien (1ª) guardamos tales sentimientos para nuestros adentros --y de boquilla simulamos inclinarnos--; o bien (2ª) expresamos nuestra auténtica opinión, pero sin dejar de ajustar nuestra conducta a ese ordenamiento; o bien (3ª) llevamos nuestro atrevimiento al punto de transgredir las prescripciones emanadas de la Constitución.

La opción 1ª es más segura, pero es de igual tenor que el acatamiento a las Leyes Fundamentales del Reino bajo del régimen despótico-militar de 1939-1975. Es la actitud de quien vela por sus intereses bajo un régimen que aborrece, actuando con la prudencia necesaria para no meterse en líos y ocultando sus pensamientos. No es ésa, evidentemente, la actitud que desean fomentar quienes ofrecen argumentos a favor del acatamiento a la Constitución. En todo caso, esas reservas en el fuero interno son indetectables y ajenas a lo jurídico. Aun así, desearíamos encontrar algún argumento para convencer a quien haya adoptado esa postura de que algún motivo hay para ser menos hostiles hacia la Constitución vigente; y es que no se es muy feliz viviendo con ese desgarramiento anímico de fingir acatamiento a un orden de cosas, execrándolo en nuestro fuero interno.

La opción 2ª es arriesgada, pero, administrada con cautela, no demasiado. Es ésa una diferencia significativa entre el actual ordenamiento y el existente hasta el 29 de diciembre de 1978. Entonces era peligrosísimo expresar una disconformidad con las Leyes Fundamentales, principalmente con la fundamentalísima, la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional del 17 de mayo de 1958;NOTA 44 tal disconformidad venía severamente castigada por el Código Penal; y, con código o sin código, las fuerzas de seguridad estaban autorizadas a someter al disidente (o aun al mero sospechoso de serlo) a privación de libertad, malos tratos y vejaciones.

Sin embargo, esta segunda opción tiene un límite muy estricto: si no juramos que guardaremos y haremos guardar la Constitución (y que seremos fieles al Monarca reinante), no podremos obtener empleo alguno en el sector público; lo cual, habiendo un desempleo en España de una cuarta parte de la población activa, limita seriamente nuestras posibilidades de supervivencia, anulándolas completamente para quienes hayan escogido una vocación que no ofrezca salidas profesionales fuera del sector público.

La opción 3ª es la más peligrosa de las tres. Vamos a suponer que quien la adopta regula, no obstante, su conducta por un código ético, por una cosmovisión que lo aparta de malas acciones lesivas para los demás. Sin embargo, al no reconocer la legalidad de las autoridades ni la validez de sus mandamientos, podrá permitirse infringirlos en tanto en cuanto quede a salvo su código ético. P.ej., en lo tocante al pago de impuestos. Según su conciencia, se autorizará a evadir tributos o incluso irá más lejos, desobedeciendo ostensiblemente las obligaciones fiscales y no pagando las multas, lo cual lo llevará a una estancia más o menos larga en presidio. ¿Vale la pena, por mucho que uno discrepe del actual texto constitucional?

En cualquier caso, el argumento de que hay que acatar y respetar la Constitución porque lo manda el poder me parece contundente e irrebatible; sólo que el acatamiento que así se presta es puramente forzado, igual que el someterse a la voluntad de un atracador o de un pirata.


§4.2.-- Segundo fundamento: la legitimidad del poder constituyente

Un segundo argumento es la legitimidad del poder que instauró tal Constitución.

A este respecto, vale la pena traer a colación la teoría de Max Weber de las modalidades de la legitimidad.NOTA 45 La legitimidad, según la entiende Max Weber, no es la de un sistema de normas ni la de una norma en particular, sino la de un individuo o un grupo que ostenta el poder; a lo sumo la de unas instituciones. La legitimidad es aquel título por el cual el detentador del poder se siente acreditado para exigir la obediencia de los súbditos de manera no meramente arbitraria ni basada exclusivamente en la fuerza.

Que yo sepa, Max Weber nunca demuestra que las posibles fuentes de la legitimidad del poder sean sólo las tres que él enumera. No procede por la vía de un análisis conceptual que vaya dividiendo el concepto de legitimidad en ramas, de modo que la enumeración se pruebe exhaustiva. No voy yo, en estas páginas, a emprender esa tarea.

Considero a continuación los tres tipos de legitimidad de Max Weber, no en el orden en que él los enumera.

Empecemos por la legitimidad carismática, aquella en la que un individuo (más que un grupo, aunque también podría ser un partido político) está aureolado por un carisma, o sea posee especiales dotes de liderazgo tan fuertes que atraen, como un imán, a una enfervorizada muchedumbre de seguidores quienes, por lo entusiástico y multitudinario de su adhesión, acaban imponiendo al conjunto de la población una actitud, si no de libre aquiescencia, al menos de sumisión. Naturalmente, para que sea posible la legitimidad carismática han de concurrir circunstancias muy particulares; normalmente, graves perturbaciones y zozobras que hagan quebrar la confianza en las instituciones preexistentes así como la disponibilidad de fuerzas armadas que apoyen a la personalidad carismática.

Podríamos discutir qué ejemplos históricos hay de tal legitimidad. Sea como fuere, todos concordarán en que ninguna de esas características se aplica, ni poco ni mucho, al poder político español de los años de la transición (1975-81). Sus timoneles navegaban a la deriva, sin plan preconcebido y, cuando tuvieron la suerte de acceder a posiciones de mando, tenían (merecida o inmerecidamente) fama de hombres ineptos, suscitando más desdén que ningún otro sentimiento.

De todos modos, racionalmente ¿qué podemos pensar de la legitimidad carismática? Las tiranías que se han aureolado con esos oropeles ¿eran de veras legítimas? Pero sobre todo --y esto es lo que importa para nuestra actual investigación-- ¿será legítima una Constitución porque la haya dictado un líder carismático? Creo que claramente tal legitimación desencadena una regresión al infinito, pues necesitamos conocer cuál es la fuente legitimadora del poder del líder.NOTA 46

Pasemos a la legitimidad tradicional, aquella por la cual el titular del poder reclama la obediencia de los súbditos --y suele obtenerla-- aduciendo su condición de sucesor de un viejo orden que se ha transmitido sin interrupción, con una continuidad cuya ruptura provocaría un caos. Someterse a ese detentador del poder es respetar un implícito vínculo sinalagmático por el cual el poder persiste gracias a la adhesión o, al menos, el consentimiento pasivo de los gobernados (digamos: su sumisión, alegre o triste), de suerte que subvertir ese poder implicaría trastornar el entramado de relaciones político-sociales bajo el cual han vivido pacíficamente generaciones sucesivas del pueblo y de las diferentes clases sociales.

¿Se puede sustentar la legitimidad de quienes adoptaron e impusieron la Constitución de 1978 en esas consideraciones de sucesión ininterrumpida de un orden tradicional? Sin duda los redactores de la Constitución (muy preocupados por su propia y radical ilegitimidad desde cualquier punto de vista) quisieron ampararse en ese tipo de legitimidad tradicional, estampando en el texto el art. 57.1. Éste atribuye la calidad de legítimo heredero de la dinastía histórica a la persona que había sido exaltada al trono el 22 de noviembre de 1975. En mi libro Estudios Republicanos sometí a crítica dicho aserto del texto constitucional; no voy a repetir aquí mis objeciones.NOTA 47

Hay, empero, un aspecto de la cuestión que no figura en dicho libro, porque en él no se estaba debatiendo el presente problema. Los títulos de sucesión --en cuya discusión no voy a entrar aquí (remitiéndome a la obra recién citada)-- no autorizan a hablar de continuación de un orden tradicional, cuando ese orden ya se había interrumpido anteriormente en tres ocasiones (1701-14, 1808-14, 1868-75) y, además, apenas acababa de restaurarse, tras un largo paréntesis de nueve lustros (precedido por ocho años de deslegitimación de la institución monárquica, al transgredir ella misma su propia norma, erigiéndose en un poder meramente meramente de facto).NOTA 48 Entre el 13 de septiembre de 1923 (revocación de hecho de la Constitución de 1876 por el golpe de Estado del marqués de Estella, auspiciado por el monarca reinante) y la promulgación de la nueva Constitución monárquica el 29 de diciembre de 1978 corre un intervalo de 20.196 días durante el cual España vivió, o bien sin Constitución alguna, o bien con una republicana (1931-39). Su Majestad Don Alfonso XIII había dejado de ser rey legítimo en la primera de esas dos fechas, al abjurar la Constitución.

Imaginemos que se restaurase la casa de Saboya en Italia. ¿Diríase que ostenta la legitimidad tradicional el pretendiente agraciado (ya fuera Amadeo, duque de Aosta, ya su primo y contrincante, Víctor Manuel IV, príncipe de Nápoles)? ¡No! Ha transcurrido demasiado tiempo desde el 2 de junio de 1946 (además de los líos sucesorios internos de esa casa, parecidos a los que enturbian la sucesión española de Alfonso XIII). Pero ¿cuánto tiempo ha de pasar para que se rompa el nexo de continuidad que permita hablar de legitimidad tradicional?NOTA 49

Por otro lado, la mencionada exaltación al trono del 22 de noviembre de 1975 no se había producido invocándose esa legitimidad tradicional, sino con otro título absolutamente dispar, que fue el nombramiento del Caudillo ante las Cortes orgánicas de procuradores del Reino el 22 de julio de 1969.NOTA 50 Sin duda, para que estemos en presencia de una legitimidad tradicional en el sentido de Max Weber, es menester, no sólo que de facto se dé una transmisión continua de un poder históricamente permanente a lo largo de un número de generaciones, sino, además, que sea ese nexo sucesorio el título invocado para la transmisión.

Por añadidura, si bien es cierto que el texto constitucional no adquirió vigencia legislativa más que al venir sancionado y promulgado por Su Majestad el Rey el 27 de diciembre de 1978 y al publicarse en el BOE dos días después, no era una Carta otorgada.NOTA 51 Correspondió, antes bien, la autoría a unas cortes bicamerales emanadas del proto-posfranquismo, designadas al amparo de las ocho Leyes Fundamentales del Reino, en cuya cúspide se hallaba la de Principios del Movimiento Nacional del 17 de mayo de 1958, la cual conllevaba una cláusula de autointangibilidad absoluta en su totalidad --una intangibilidad confirmada en la posterior Ley Orgánica del Estado de 1967.

Eso significa que la autoridad que se autoatribuyeron esas Cortes bicamerales para elaborar una Constitución nueva --sometiéndola después a plebiscito popular y a asentimiento regio-- no emanaba, para nada, del orden tradicional, sino de un ordenamiento creado ex novo por el Caudillo de la Cruzada, con el aditamento de la Ley 1/1977 para la Reforma Política.NOTA 52

Por consiguiente, no vale invocar a favor de la actual Constitución una presunta legitimidad tradicional del poder que la instituyó.

Al margen de que, en el caso de la transición española, no concurrían las condiciones para hablar de un poder legitimado por la continuidad histórica, hay dos reparos generales que oponer a la tesis de que un poder tradicional esté facultado para legitimar una Constitución por el mero hecho de que él la dicta.

-- El primer reparo es que la mera tradicionalidad no es racionalmente suficiente para la legitimidad del poder. Podrá ser un argumento persuasivo para los ignorantes o los conformistas, pero no convincente para mentes críticas, que indagan el porqué. Es posible que haya razones prudenciales para dejar estar los poderes tradicionales, pero el fundamento para ello no es el linaje, no es la transmisión que viene de generaciones pretéritas, sino la conveniencia de evitar las perturbaciones que suelen rodear a cualquier cambio de régimen político.

-- El segundo reparo es que una autoridad tradicional que otorga una nueva Constitución opera una reducción al absurdo, puesto que, al edictar la nueva norma, que instituye un nuevo orden de cosas, quiebra las bases de su legitimidad histórica, basada en el orden de cosas heredado de los antepasados.

El tercer tipo de legitimidad de los que considera Max Weber es la legitimidad legal o formal: los titulares del poder lo han adquirido en virtud de actos jurídicamente reglados, mediante los cuales las autoridades preestablecidas --también ellas investidas de un título similar--, en el uso de sus facultades legales, han transmitido el ejercicio del poder a las nuevas, respetándose y ejecutándose las disposiciones jurídicamente vigentes.

El problema es que, si admitimos que las Cortes bicamerales de 1977-78 encarnaban el orden legal y que lo mismo le sucedía al jefe del Estado, entonces ni las unas ni el otro estaban habilitados para elaborar una Constitución que rompiera radicalmente con ese orden.

Era aquél un ordenamiento que no puede calificarse de constitucional.NOTA 53 Mas, sin ser constitucional, era un ordenamiento jurídico (o cuasi-jurídico, en la medida en que en rigor nunca dejó de ser un poder de facto), con unas Leyes Fundamentales cuyo cúmulo venía a ser una cuasi-Constitución. Ese ramillete de ocho Leyes Fundamentales estaba escalonado según unas reglas de jerarquía normativa, por las cuales la Ley de Principios del Movimiento era fundamentalísima y suprema, de suerte que no sólo era intangible en su totalidad sino que ipso jure eran nulas cualesquiera disposiciones que entraran en contradicción con ella. Eso determina que ya la octava Ley Fundamental, la 1/1977, o bien era jurídicamente inválida, o sólo era válida en tanto en cuanto, respetando cabalmente la superioridad jerárquico-normativa de la Ley de Principios de 1958, se interpretara de conformidad con dicha Ley suprema --y, por lo tanto, con los doce Principios Fundamentales del Movimiento.NOTA 54 Y es que su única fuerza jurídica emanaba de las Cortes orgánicas de procuradores y del Consejo Nacional del Movimiento (más la sanción real), los cuales carecían de atribuciones legales para aprobar norma alguna que contraviniera, ni poco ni mucho, la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958.NOTA 55

Las propias Cortes bicamerales de 1977-78 estaban asimismo sujetas al imperio de esas ocho Leyes Fundamentales y, por lo tanto, a la Ley del Movimiento de 1958, careciendo de competencia legal para aprobar una nueva norma fundamental que abrogara la Ley de 1958. Abrogación que, sin embargo, explícitamente lleva a cabo la Constitución en su Disposición Derogatoria 1.NOTA 56

Por lo tanto no hubo, absolutamente para nada, continuidad legal. El orden jurídico que invocó el poder constituyente de ese bienio para justificar sus atribuciones (las que le confería la Ley 1/1977 y las mucho más extensas que él mismo se arrogó) prohibía en los términos más tajantes y rotundos un cambio institucional así. Lo que hizo ese poder fue un golpe de Estado, la destrucción del orden jurídico o cuasi-jurídico existente por la propia autoridad encargada de hacerlo guardar.NOTA 57

Para cerrar la discusión de este segundo tipo de legitimación, es pertinente de nuevo --así sea por un obiter dictum-- poner en cuestión que la mera legalidad sea, por sí sola, genuina y satisfactoria fuente de legitimidad. ¿Hasta dónde ha de remontarse la cadena de la transmisión legal? Es difícil hallar régimen legal alguno que no arranque de una toma del poder, pacífica o violenta, iniciadora de un nuevo orden de cosas.NOTA 58 Además, aunque el argumento de legalidad es muy poderoso, no lo es aisladamente, sino en combinación con otros: las razones prudenciales para respetar el orden legalmente establecido --o, lo que es igual, los inconvenientes y peligros de cualquier alteración; el implícito vínculo sinalagmático que une a cada uno de nosotros con la sociedad y sus instituciones, en la medida en que nos beneficiamos de su existencia. En suma, la legalidad ha menester de un complemento de legitimación teleológica.

A falta de hallar basamento legitimante en ninguno de los tres tipos de legitimidad contemplados por Max Weber, podemos buscar otros dos: (1) el pacto social; (2) el argumento democrático que se remite a la voluntad popular.

No creo que valga la pena discutir aquí la teoría del pacto social, que ya Hume y Bentham refutaron contundente y definitivamente y a la cual yo mismo he dirigido irrebatibles objeciones en mi libro Estudios Republicanos.NOTA 59

Es absolutamente ilusorio pensar que pueden justificarse unas instituciones políticas porque dizque serían aquellas que se pactarían en un imaginario evento imposible, irrealizable, cuya mera descripción no es ya que sea contrafáctica, sino ilógica. Además, nadie ha demostrado que, en esa quimérica y absurda situación --que ni siquiera es imaginable ni coherentemente descriptible--, se escogería un orden gustoso para el filósofo político que acude a tales justificaciones (ya sea Hobbes, Rousseau o Rawls).

Sea como fuere, en los años de la transición no hubo pacto social alguno. Hubo, sí, un acuerdo por las alturas, tras los bastidores, entre líderes de diversas tendencias políticas e ideológicas, las unas salidas del franco-falangismo y las otras del desintegrado campo republicano. Fueron maquinaciones en la sombra, seguidas de actuaciones concertadas en público, sin que la población fuera consultada ni aun informada, salvo el anuncio de hechos consumados. La gente de a pie no pactó nada, ni directa ni indirectamente. La masa del pueblo poco sabía de lo que se estaba negociando entre cuatro paredes ni a qué precio (pues una parte del acuerdo fue pecuniaria). Años después nos hemos enterado de algo, pero seguramente bastantes de aquellos cabildeos no se conocerán nunca.

Conque podemos descartar sin más esa justificación por el presunto pacto social (a pesar de que los políticos de diverso pelaje suelen mencionar con éxtasis «el pacto social de la transición»).

Mayor atención merece el argumento democrático. Según éste, fueran las leyes vigentes las que fueren, poseyeran carisma o no los detentadores del poder durante el quinquenio 1975-80, aunque tal poder no emanara ininterrumpidamente de una transmisión tradicional, el hecho es que las Cortes que elaboraron esa Constitución habían sido elegidas por sufragio universal y que su producto, el texto constitucional, se sometió a plebiscito, obteniendo casi el 59% de los sufragios del cuerpo electoral (la suma de abstenciones, noes, votos blancos y nulos apenas sobrepasó el 41%).

Sin embargo, el argumento democrático o mayoritario se enfrenta a dos series de reparos. Cinco de ellos de orden general; y otros cuatro, de orden particular.

En el orden general, el primer reparo es que, para legitimar como democrática una situación o una votación, no basta que arroje un resultado mayoritario. ¿De veras vamos a legitimar todo poder que consiga un consentimiento mayoritario, cualesquiera que sean los medios empleados? Habrá que excluir aquellos casos en que el consentimiento está claramente coaccionado. Hay otros menos violentos, pero donde la aquiescencia popular se alcanza combinando: (1) situaciones de cuasi-monopolio político; (2) financiación del partido oficial contraria a los cánones que hoy se suelen adoptar en los países que se consideran democráticos; (3) restricciones a la libertad de expresión; (4) compra de votos; (5) manipulación caciquil; (6) amenazas larvadas y hostigamiento a los candidatos de oposición; (7) abuso de predominio (que ningunea a las pequeñas organizaciones opositoras); y (8) campañas de intimidación sobre el incierto futuro en caso de votación desfavorable al poder preestablecido.NOTA 60

Podríamos enumerar muchos ejemplos --los unos del pasado, los otros del presente-- de situaciones así, pseudodemocráticas, pero en esencia dictatoriales o cuasi-dictatoriales, unas más, otras menos.

Siguiendo en el orden general, un segundo reparo es que, además de requerir que las condiciones de la votación y del escrutinio sean limpias y libres, sin manipulaciones, también es menester que el sistema electoral sea igualitario. Porque, si todos pueden votar pero el voto de unos vale más que el de otros (sufragio de facto cuasi-censitario), eso constituirá un motivo que rebaje considerablemente la credencial de democraticidad del proceso electoral y su resultado.

Un tercer reparo es que, aunque la votación sea impecable, no nos bastará para decir que tiene legitimidad democrática si el resultado es un régimen autoritario o despótico. En ese supuesto, en mi opinión, la única opción juiciosa y políticamente decente sería acatar la decisión popular, por deplorable que sea. Pero no porque fuera democrática --que no lo sería si lo votado fuera antidemocrático--, sino porque no habría alternativa más que la violencia u otro despotado en nombre de la democracia, olvidando que la libertad no se puede imponer a un pueblo que no la quiere.

El cuarto reparo es que resulta problemático calificar de democrático un proceso constituyente, en el cual el viejo orden de cosas ya ha sido abolido (salvo excepcionales transiciones constitucionales que se ajustan a las previsiones de revisión de la Constitución anterior). Habiendo sido abolido el régimen político precedente y no existiendo todavía uno nuevo, el proceso constituyente podrá ser limpio y loable, alcanzando por las buenas la aquiescencia mayoritaria, pero difícilmente será democrático; pues la democracia no es el poder de la mayoría, sino ese poder sujeto a un ordenamiento jurídico que, ajustándose al imperio de la ley, se atenga a reglas y procedimientos establecidos, respetando los derechos de las minorías, teniendo abiertas vías de recurso, estando implementadas la tutela jurisdiccional y la distribución de poderes. Todo eso podrá instituirse a raíz del proceso constituyente, pero sólo embrionariamente existirá durante el mismo.

El quinto y decisivo reparo es que la democraticidad del proceso conducente a la adopción de una ley fundamental --incluso si esa ley es, ella misma, democrática-- no es ni condición necesaria ni condición suficiente de legitimidad.

No es condición necesaria; es, en efecto, absurdo pensar que una Constitución que, por su contenido, fuera axiológicamente satisfactoria sólo se reputaría válida y sólo merecería acatamiento si hubiera sido democrático el proceso a ella conducente, al paso que sería inválida e ilegítima si hubiera sido una carta otorgada (otorgada por un sabio y benéfico legislador, un Solón moderno). El origen no puede ser más importante que el contenido resultante.

La democraticidad del proceso y del resultado tampoco es una condición suficiente de legitimidad si, aunque asegure un sistema de libertades, un gobierno representativo y el poder de la mayoría, la ley fundamental resultante reconoce o mantiene la esclavitud, o el yugo colonial, o la guerra de agresión o la discriminación racial o el sistema de castas, o el tormento judicial, o la presunción de culpabilidad de los acusados, o sea instituciones absolutamente contrarias al bien común --dicho de otro modo, a los derechos naturales del hombre.NOTA 61

Pasemos al orden particular. En primer lugar, la elección de junio de 1977 no fue libre, ni limpia ni justa. No fue libre porque los partidos republicanos no pudieron concurrir a las urnas, no estando legalizados;NOTA 62 y otros, que sí pudieron presentar candidaturas, habían sido diezmados por los años del caudillaje, durante los cuales, hasta el final, el Tribunal de Orden Público condenaba a penas de 20 años de reclusión por delitos de asociación ilícita y propaganda ilegal; recién salidos de la clandestinidad, esos partidos se enfrentaban al potentísimo aparato del Movimiento Nacional, aunque éste acudiera a los comicios escindido en dos formaciones enemistadas entre sí. Tampoco fue una elección limpia, pues las manipulaciones fueron abundantes. Ni fue justa, todo lo contrario. No sólo el Senado de quinto regio tenía un grado de democraticidad cercano a zero, sino que incluso el Congreso fue elegido por un sistema extremadamente inigualitario, con las provincias despobladas de la España rural abrumadoramente sobrerrepresentadas y los grandes núcleos obreros subrepresentados.NOTA 63

En segundo lugar, si la elección no fue genuinamente democrática, tampoco lo fue el plebiscito del 6 de diciembre de 1978. Se excluyó del cuerpo electoral a los millones de españoles exiliados o emigrados al extranjero. Se sometió la Constitución como un paquete,NOTA 64 en vez de plantear un número de preguntas diferenciadas, como se ha hecho en otros países de nuestro ámbito histórico-lingüístico. Todo se ofrecía como quien dice: «Lo tomas o lo dejas». ¿Qué implicaba el «no»? La continuación del régimen de las ocho Leyes Fundamentales del Reino. Únicamente el «sí» abría la posibilidad de un sistema de libertades, aunque fueran muy recortadas (como claramente lo serían según la palmaria intención del poder constituyente).

En tercer lugar, la elección se hizo bajo constantes y serias amenazas de golpe de Estado militar.NOTA 65

El pueblo no ignoraba esas amenazas (amplificadas por rumores que sembraban el pánico). ¿Qué arriesgaba el elector de a pie votando «no» el miércoles 6 de diciembre de 1978?NOTA 66 El triunfo del «no» --además de significar, en la práctica, la permanencia de las ocho Leyes Fundamentales del Reino, incluyendo la de principios del Movimiento Nacional-- conllevaba un altísimo riesgo de golpe de Estado.NOTA 67

En cuarto y último lugar, aquellas Cortes bicamerales no eran Cortes Constituyentes. La de 1978 es una de las cuatro Constituciones en la historia de España que no se ha adoptado por unas Cortes constituyentes, cuyos diputados hubieran sido elegidos expresamente para elaborar una nueva Constitución, según había sucedido en 1812, 1837, 1854, 1869, 1873 y 1931.NOTA 68 Es muy pequeño el grado de democraticidad de un poder constituyente que se erige en tal sin haber sido elegido con el carácter de asamblea constituyente.

En resumen, faltándole credenciales de legitimidad democrática al poder político de la transición que se arrogó una potestad constituyente, no puede la Constitución legitimarse con referencia a la presunta legitimidad de ese poder, que ni siquiera era, de suyo, constituyente.

Han fracasado todas las legitimaciones del poder político que trajo la Constitución. No era ni fue legítimo ni, al arrogarse una potestad constituyente (y, además, según lo hizo), actuó con legitimidad, en ningún orden de cosas.


§4.3.-- Justificar la Constitución por el pacto o por el consenso social

Habiendo quedado desbaratadas las dos legitimaciones de la Constitución que hemos intentado (la del poder fáctico y la de la legitimidad originaria del poder constituyente), podemos volvernos hacia el criterio de Hart: la regla de reconocimiento. Según tal planteamiento, lo que justifica las leyes es que emanan de una autoridad (individual, colectiva o institucional) según un procedimiento establecido, tal que la masa de la población reconoce que los preceptos así emanados tienen fuerza de obligar, adoptando el punto de vista interno de adherentes a ese sistema de reglas y de partícipes en la praxis colectiva regulada por ellas.

Hart evidentemente había vivido en una sociedad donde, desde hacía siglos, reinaba un gran consenso manifestado en esas reglas de reconocimiento.

A esa legitimación de la actual Constitución española por la regla hartiana de reconocimiento hay que hacerle cuatro objeciones.

La primera es que tal regla resulta muy difícil de aplicar en sociedades fuertemente divididas y más aún en aquellas que, en su reciente pasado, han sufrido guerras civiles, pues en ellas no existen reglas de reconocimiento. Una de tales sociedades es la española, sobre todo en los años setenta, cuando la guerra civil era una memoria viva para muchísimos españoles y aun quienes no la habíamos vivido la teníamos presente por los cuarenta años de despotado guerracivilista, cuyo santo y seña era la Gloriosa Cruzada en defensa de la Civilización Occidental.

La segunda es que en muchísimos casos no hay tal reconocimiento, sino meramente un inclinarse ante los hechos consumados, ofreciendo la menor resistencia al poder. Cada uno actúa según ve actuar a los demás, en parte por imitación gregaria, en parte por comodidad e interés propio.

La tercera objeción es que resulta muy problemático saber qué piensan en su fuero interno los individuos que integran el cuerpo político. Acaso puedan ser informativos los sondeos de opinión --pero si valen o no es una cuestión que corresponde investigar a la sociología. Podemos permitirnos ser escépticos sobre la sinceridad de las declaraciones de adhesión y, todavía más, sobre la hondura de tales sentimientos.NOTA 69

La cuarta y más decisiva objeción es que ese hecho sociológico sólo puede ser justificativo de la ley si agregamos una premisa mayor nomológica o una regla de inferencia deóntica primitiva; la una o la otra nos dirían que, cuando se registre ese consenso, esa regla social de reconocimiento, las normas emanadas según el procedimiento avalado por tal regla han de reputarse válidas. A falta de ese axioma o de esa regla de inferencia deóntica no pasamos de una cuestión de interés meramente sociológico o antropológico, no jurídico ni filosófico-político.

Sea como fuere, en la España de los años setenta no había tal regla de reconocimiento.NOTA 70 El régimen existente hasta noviembre de 1975 venía rechazado por una buena parte de la población --los vencidos de 1939 y sus obstinados continuadores; de entre ellos, no pocos seguían recusando lo que se presentó abiertamente como una continuación de tal régimen, aunque a la postre acabara desembocando en otro nuevo, por una concatenación de acontecimientos no planificada ni prevista por nadie.NOTA 71


§4.4.-- Justificación teleológico-funcional

Voy a ofrecer un cuarto argumento, que me parece más convincente, a favor de la legitimidad de la Constitución.

Parto de la tesis solidarista de Léon Duguit,NOTA 72 según la cual lo que legitima al poder político es el servicio público. La sociedad existe para el bien común. Eso significa que ha de estar gobernada por unas autoridades cuya competencia se circunscribe a ordenar, promover y regular el bien común. Que haya bien común y no sólo bienes propios implica que la sociedad, a través de sus autoridades, facilite unos servicios públicos a la población.

Duguit es consciente de que no siempre el poder político ha cumplido esa función, la única que lo legitima. Sin embargo, afirma que, aun cuando se desentienda de esa tarea, el poder público tenderá a, por lo menos, simular que la desempeña. Y, en efecto, desde que tenemos conocimiento histórico, los poderes públicos han sido mucho más que guardianes nocturnos; han organizado obras de regadío y otras obras públicas, han atendido al abastecimiento de las poblaciones y a obras de protección colectiva, así como, en múltiples ocasiones, de fomento de la cultura y del saber. Cuando no lo han hecho, se han visto frecuentemente confrontados a graves disturbios.NOTA 73

Ampliando la tesis solidarista de Léon Duguit, yo propongo ésta, de mayor alcance, a la que llamaré «la justificación funcional», a saber: queda justificado un orden político-jurídico en tanto en cuanto ofrezca a la población un sistema de convivencia estable y pacífico donde se procure el bien público, incrementándose la riqueza colectiva así como reconociéndose y satisfaciéndose derechos individuales de libertad y de bienestar --que son participaciones distribuidas en ese bien público.NOTA 74 Entre esos derechos figura la seguridad, en tres órdenes: (1º) seguridad frente a agresiones, coacciones y amenazas ajenas; (2º) seguridad frente a actuaciones abusivas o arbitrarias de los agentes de la autoridad; y (3º) seguridad jurídica frente a incógnitas en lo tocante a la aplicación de la ley. Ese derecho a la seguridad es un derecho mixto, en parte de bienestar y en parte de libertad. No es el único derecho (como equivocadamente opinó Hobbes).

Pues bien, ante un sistema jurídico-constitucional, hemos de preguntarnos en qué medida satisface ese canon de justificación funcional. Y, en aquella medida en que lo satisfaga, quedará justificado el ordenamiento en su conjunto. De rebote, quedará justificada aquella norma (si la hay) que funcione en el sistema como piedra angular nomológica.

Esta noción de justificación funcional es gradual, no comparativa ni, menos aún, maximalista. No es que quede justificado un ordenamiento si es el que, en las circunstancias histórico-sociales dadas, óptimamente satisface el canon de justificación funcional. Ni que, para que un sistema jurídico-político esté justificado, sea menester que lo esté más que lo estarían otras alternativas alcanzables. Ni siquiera que se exija un umbral. Sencillamente, trátase sólo de averiguar hasta qué punto se satisface el canon para otorgar, correlativamente, el correspondiente grado de legitimidad al sistema.

En ese proceder no es la justificación de la norma dizque suprema --la Constitución-- lo que justifica las instituciones, sino al revés: es el conjunto de las instituciones jurídico-políticas lo que, en tanto en cuanto venga justificado por el canon funcional, justifica la norma interna fundamental del sistema institucional.

Muchos coincidirán en opinar que no satisfacía ese canon el sistema imperante en España desde 1936/1939 hasta 1978. O, si se quiere, que lo satisfacía en medida tan baja que, a efectos prácticos, podemos equiparar a nula --sin por ello ignorar que hubo evoluciones, que esa nulidad no se dio en todos los aspectos y que, por momentos, estuvo parcialmente atenuada. En contraste, es más satisfactorio el sistema institucional surgido el 29 de diciembre de 1978 --aunque en algunos puntos haya conllevado un empeoramiento con respecto a la situación precedente--.NOTA 75

No tengo que pronunciarme sobre el grado en el cual el actual sistema jurídico-político hispano satisface el canon de justificación funcional. Para saberlo hay que efectuar un estudio empírico muy complejo y prolijo. De todos modos, a falta de un conocimiento científico, disponemos de un saber vulgar, que obtenemos por inducciones imperfectas no exentas de márgenes de dubitabilidad racional. No podríamos vivir si sólo pudiéramos adoptar posiciones que impliquen juicios axiológicos cuando tuviéramos suficiente conocimiento científico. Absteniéndome yo de emitir aquí mi opinión personal, el lector podrá apreciar por sí mismo en qué medida se cumple hoy la condición de satisfactoriedad institucional; y, en esa medida, reconocerá legitimidad al ordenamiento jurídico-político.

Para mi argumentación bástame decir que el grado de cumplimiento del canon funcional --alto o bajo, según la opinión de cada cual-- es aquel en que hay que considerar que la Constitución está legitimada, siendo, por lo tanto, digna de ser obedecida.


§4.5.-- La obediencia al Derecho y la adhesión a la Constitución

Cualquiera que sea el criterio de legitimidad constitucional que adoptemos, una cosa está clara: la Constitución misma no puede ser la norma suprema. Por encima de ella estará otra norma legitimativa, de carácter implicativo o condicional que nos diga que, en cumpliéndose (o sea: en la medida en que se cumplan) determinadas condiciones, será legítima la Constitución vigente.

Pero la norma legitimativa en sí es anterior y superior. Esa norma legitimativa podríamos enunciarla aproximadamente en estos términos: es preceptivo que, en la medida en que funcionen provechosamente para el bien común las instituciones de un sistema jurídico-político establecido, se acaten y obedezcan tales instituciones, empezando por atribuir a las normas que las regulan el rango que les reconozca ese mismo sistema jurídico. Que las instituciones funcionen provechosamente para el bien común implica que, atendiéndose adecuadamente los servicios públicos, se facilite a la población en su conjunto (o por lo menos a una amplia mayoría) disfrutar de derechos de libertad y de bienestar, dentro de un orden de convivencia pacífica, en el cual se garanticen el imperio de la ley y la seguridad pública.

¿De dónde procede esta norma legitimativa? Es un corolario del axioma nomológico del bien común. Si existe un orden institucional de las características recién descritas --por imperfecto que sea--, atentaría gravemente al bien común subvertirlo por la fuerza o socavarlo por el incumplimiento de las leyes (a salvo, claro, del legítimo ejercicio de la libre objeción de conciencia).

La obediencia al Derecho (o, más exactamente, a las instituciones político-jurídicas) es, pues, un imperativo jurídico-natural. Hay que hacer, en este punto, cuatro aclaraciones: (1ª) no se trata de un imperativo ético; (2ª) ese imperativo es global y no conlleva una prescripción distribuida que incremente la fuerza de obligar de cada ley por separado; (3ª) es condicional, dependiendo de que tales instituciones sean provechosas para el bien común; y (4ª) es gradual, variando en intensidad según sea menor o mayor ese provecho de las instituciones para el bien común.

Empiezo por la primera aclaración. El imperativo de obediencia al Derecho no es un imperativo moral. El problema de si es moralmente preceptivo obedecer la ley ha sido ampliamente debatido entre los moralistas y entre los filósofos del Derecho hispanos.NOTA 76

Están claros los motivos por los cuales muchos de los partícipes --así fuera con reservas y matices-- se sumaron a la tesis separatista de González Vicén. Siendo --si no todos, casi todos-- juspositivistas, tenían razones para sostener que lo jurídicamente obligatorio no tiene por qué ser moralmente preceptivo ni viceversa. Desde el punto de vista positivista, sumarse a la no obligatoriedad moral de los preceptos jurídicos era un modo de ratificar su propia tesis nuclear de la no obligatoriedad jurídica de los preceptos morales. Pero para los moralistas de cuño kantiano (González Vicén también lo era) se trataba de no someter la conciencia al imperativo legal e incluso legitimar la desobediencia civil cuando emane de un dictado de la conciencia ética.

Otra fuente de la controversia fue la tesis de Norberto Bobbio de lo que él llamó «el positivismo ideológico», o sea, que el Derecho, por ser obedecido, debe seguir obedeciéndose.NOTA 77 En el caso de Bobbio no está tan claro que la obedecibilidad de las normas jurídicas a la que se refiere sea de índole moral o si lo que debate --y, a la postre, acaba asumiendo, según lo muestra Ruiz Manero-- es que, para cada norma jurídica B del tipo «Es preceptivo que A», sea jurídicamente preceptivo obedecer a B, e.d. si existe, jurídicamente, además de la norma B, una norma sobreañadida «Es obligatorio obedecer a la norma de que es obligatorio A». De ser así, Bobbio estaría más bien postulando algo parecido a lo que en seguida voy a llamar «el principio de Hammurabí». Dejémoslo de lado, por el momento.

Nada tiene que ver con la cuestión moral la legitimidad del Derecho que estoy postulando --y que imperativamente conlleva una obediencia al mismo, en especial un acatamiento de su ley fundamental. Andaban muy equivocados aquellos positivistas que concebían el positivismo como baluarte frente a la mezcla de Derecho y moral. Kant, que es un jusnaturalista, separa derecho y moral.NOTA 78 Lo opuesto al juspositivismo es la tesis de que hay un Derecho Natural, o sea normas jurídicas y axiomas normativos del orden jurídico que no provienen de la promulgación del legislador (ni de ninguna otra fuente social), sino que valen necesariamente en virtud de los valores nomológicos y de la existencia de una sociedad que necesite una regulación normativa. Cuáles sean las relaciones entre ese Derecho Natural y la moral o la ética es otro asunto, en el cual los jusnaturalistas estamos divididos.

También, por las mismas, andaban errados los jusnaturalistas que entendían que defender el Derecho Natural implica defender que el Derecho tiene un fundamento ético o moral.

El jusnaturalismo es neutral con respecto a: (1) si hay o no verdades éticas (si los enunciados morales son o no cognoscitivos); (2) si, de haber verdades éticas, éstas son o no reducibles a verdades no-éticas; (3) cuál sea la teoría ética correcta, si una intrinsecista, una genética o una consecuencialista o teleológica.NOTA 79

Conque, siendo así, lo que aquí estamos debatiendo no es si el Derecho --o tal pieza particular del mismo-- exige moralmente nuestra obediencia o nuestro acatamiento, sino si jurídicamente --desde el punto de vista del Derecho Natural-- se da esa legitimidad, o ese imperativo que podemos calificar de «metajurídico» (imperativo jurídico de obedecer el ordenamiento jurídico).

Tras esta larga digresión sobre la aclaración 1ª, paso ya a la segunda aclaración. El deber jurídico de obedecer al Derecho es una obligación sobreañadida a las obligaciones que impone el propio derecho; una obligación suplementaria de adoptar, con respecto al Derecho como ordenamiento de conjunto, una conducta obediente (a salvo de la objeción de conciencia). Obedecer al ordenamiento jurídico, cuando éste se construye según parámetros constitucionales, implica aceptar la norma fundamental interna del mismo, pues, de no hacerlo, no habrá obediencia.

No se trata, pues, de una obligación en conciencia; no rige el fuero interno, sino sólo el comportamiento. Pero --y ahora viene la aclaración-- tal preceptividad es global, no conllevando ningún reforzamiento de los deberes jurídicos.

En especial, hemos de rechazar dos principios que podríamos suponer que se derivarían de la obligatoriedad jurídica del Derecho. El uno sería el principio de iteración del operador de preceptividad: «Lo obligatorio es obligatoriamente obligatorio». Sabemos que en la lógica nomológica vale la implicación inversa (principio de desiteración, o sea el coronario Nº 2 del axioma Nº 2): en la medida en que es preceptivamente obligatorio que A, es obligatorio que A. Pero el principio de iteración es inadmisible, pues entrañaría que cualquier obligación es tal que, no sólo existe, sino que es preceptivo que exista. Por lo tanto, si el poder legislativo ha preceptuado que A es porque era obligatorio que A fuera preceptivo. En muchos casos no es así: el legislador podía no imponer ese deber sin quebrantar ninguna obligación jurídica.

Otro principio también errado, afín al de iteración, es el de Hammurabí, que dice: para todo estado de cosas, A, es preceptivo que, en la medida en que sea preceptivo que A, se realice A. Puede parecernos la mar de razonable, pues lo que se está diciendo es que toda obligación, además de existir, exige que se cumpla. Sin embargo hay dos razones de peso para rechazarlo. La primera es que prácticamente no añade absolutamente nada: si ya estábamos obligados a A, ningún deber suplementario se agrega con ese principio de Hammurabí, al no existir diferencia alguna entre cumplir el deber de A y cumplir el deber de, siendo preceptivo A, realizar A.

La segunda razón es que, en el marco de la lógica nomológica, el principio de Hammurabí desemboca en un horrible corolario: que una conducta cualquiera sólo es lícitamente obligatoria en la medida en que se realice; o, dicho por contraposición: en la medida en que se realice una conducta, será obligatorio que tal conducta sea lícita. Creo que huelgan comentarios.

La tercera aclaración es que la legitimidad del Derecho es condicional. No todo ordenamiento la merece, sino sólo aquel que cumple ciertos requisitos de funcionar (más o menos) para el bien común, ofrecer un surtido de servicios públicos, respetar y satisfacer una gama de derechos individuales --tanto de libertad cuanto de bienestar--, brindar un marco de cierta seguridad, incluida la jurídica. A falta de tales requisitos, es ilegítimo.NOTA 80

La cuarta aclaración es la de que, dándose en medidas sumamente dispares los requisitos de legitimidad, también variará en grado la legitimidad. Nadie va a exigir un cumplimiento perfecto y cabal --entre otras cosas porque es seguramente imposible, al haber antinomias entre los diferentes valores y derechos en los que se despliega el axioma del bien común.NOTA 81 Unos ordenamientos legítimos reconocen y respetan más libertades y las respetan más; otros reconocen menos y las respetan menos; otros no reconocen derechos de bienestar.NOTA 82 Es problemático saber cómo baremar esos diversos factores para determinar, habida cuenta de todo, en qué grado el sistema cumple los requisitos de legitimidad. Vamos a suponer que esa dificultad tiene solución. Bajo tal supuesto, el sistema jurídico nos merecerá mayor o menor grado de acatamiento y obediencia en la medida en que sea funcionalmente positivo para el bien común.

Aun en el supuesto de que el sistema fuera ilegítimo, todavía con ello no estaría legitimada ni la desobediencia civil ni, menos aún, la rebelión, pues los efectos podrían ser peores. Eso determina un sucedáneo de la legitimidad, una cuasi-legitimidad o pseudo-legitimidad, que protege a un ordenamiento jurídico cuando las actuaciones contra él --y en especial la insurrección-- verosímilmente vayan a acarrear males mayores.


Sección V: Veintidós objeciones

1ª Objeción.-- La lógica nomológica no puede ser lo mismo que el Derecho Natural ni casi lo mismo. La lógica es una disciplina analítica y formal, neutral en cuanto al contenido. Que una conclusión se siga lógicamente de unas premisas es sólo una manifestación de que toda la información de la conclusión ya estaba contenida en las premisas. En cambio, si hubiera un Derecho Natural, éste tendría que poner un contenido normativo.
Respuesta.-- La lógica no es formal, salvo en el sentido de que la lógica moderna acude a procedimientos de formalización mucho más avanzados y elaborados que los de Aristóteles, los estoicos y la tradición aristotélico-escolástica. Tales procedimientos son los de notación simbólica, axiomatización y enunciación explícita de reglas de inferencia.

Hoy, cuando sabemos que se pueden elaborar infinitos sistemas de lógica --cada uno con sus peculiaridades, sus ventajas e inconvenientes--, procede preguntarse qué criterios hemos de adoptar para adherirnos a alguno de tales sistemas. El lógico intuicionista rechaza varios axiomas de la lógica clásica, tales como el tercio excluso y el principio de Clavius (a tenor del cual es falso todo aquello que implique su propia negación). El lógico relevantista rechaza otros, incluso varios admitidos por los intuicionistas.NOTA 83 Hay lógicas conexivistas (en las cuales A-y-B no implica A);NOTA 84 lógicas paraconsistentes (que forman una abigarrada familia); lógicas difusas o multivalentes; así como lógicas simultáneamente subsumibles bajo varias de tales denominaciones (así, la lógica transitiva o gradualista, subyacente a la nomológica, es, no sólo paraconsistente, sino también difusa e infinivalente).NOTA 85 ¿Cuál de todas ellas (u otras) es la lógica verdadera, aquella que refleja adecuadamente la realidad? La respuesta dependerá de nuestra concepción del mundo. Nada de vacuidad. Ni de obviedad. Ninguno de los axiomas de la lógica es obvio o indebatible.NOTA 86

La lógica no es, pues, una cáscara sin contenido, como tampoco lo es la matemática. La aritmética no tiene nada de neutral: afirma la existencia de números y les atribuye propiedades; números, además, en cantidad infinita; para formalizar el cálculo aritmético acude a una axiomatización (la de Peano).NOTA 87

Si eso es así, en general, también --y a mayor abundamiento-- lo es en el caso de la lógica nomológica.NOTA 88 El objetor que abrace una visión formalista de la lógica deberá rehusar a la lógica nomológica el calificativo de «lógica», alegando que se trata, antes bien, de una colección de pautas de razonamiento extralógicas. Y es que ni uno solo de los axiomas o de las reglas de inferencia de la lógica nomológica escapa a la controversia ni reviste carácter tautológico. Sin embargo, para no incurrir en círculo vicioso, ese objetor habrá de haber demostrado, primero, que sólo mecere la denominación de «lógica» un sistema de vacuas tautologías.NOTA 89

La formalización es un recurso heurístico y mnemotécnico para auxiliar nuestra limitada capacidad de razonar; mas las disciplinas formalizadas no son juegos de símbolos sin contenido. Si cada lógica presupone una metafísica, la lógica nomológica comporta una ontología normativa.

2ª Objeción.-- Las conexiones normativas que son axiomáticas en la lógica nomológica no conllevan compromiso normativo alguno. No sólo no son normas, sino que son meros nexos de la razón; su presunto rango superior a las normas estriba sólo en su vaciedad.
Respuesta.-- Las conexiones normativas no son normas, pero sí tienen una impronta normativa, toda vez que, asumida una de ellas, automáticamente, dadas unas premisas fácticas o normativas, se deduce una norma. No son vacuas. Tan no lo son que varias de esas conexiones han suscitado viva controversia, justamente porque entrañan consecuencias que, por racional que sea adoptarlas, no son huecas tautologías de la forma trivial A=A --igual que a menudo suscitan incredulidad o perplejidad no pocos resultados de sistemas de lógica cuantificacional e intensional así como de diversas ramas de la matemática.

3ª Objeción.-- Está de más en la lógica nomológica el principio del bien común. O ese concepto del «bien común» es vago y vacuo, adaptable a cualquier ordenamiento, o es una noción densa (thick), con una carga normativa y entonces es extralógico.
Respuesta.-- La objeción incurre en petición de principio, presuponiendo que la lógica es vacía y que un axioma lógico no puede comprometerse a ningún contenido. Que la lógica nomológica, en virtud de ese principio, sea incompatible con determinados ordenamientos sólo nos dice que tales ordenamientos no son jurídicos. De hecho, existen en un equilibrio inestable y tienden a periclitar, pues la función de un ordenamiento normativo es sólo el bien común. Efectivamente el concepto de bien común es elástico y, en parte, indeterminado, como tantos conceptos jurídicos. Pero eso no significa que cualquier cosa pueda denominarse «bien común» o que no haya normas y conductas absolutamente opuestas al bien común.

4ª Objeción.-- El bien común es una noción de contenido. Si viene impuesta por la lógica nomológica, de modo que se excluyen de la clase de sistemas jurídicos aquellos que no vayan enderezados al bien común, el lógico se está arrogando unas atribuciones normativas por encima de las de los decisores jurídicos.
Respuesta.-- El lógico se arroga tal función con todo derecho. Un legislador sólo tiene potestad de legislar si lo hace para el bien común; en caso contrario es un usurpador del poder. La naturaleza ha hecho a la especie humana una especie social, ha determinado que los hombres vivan en sociedad, sólo para la misma finalidad que ha hecho así a elefantes, hormigas, arácnidos sociales, babuinos y delfines: en aras del bien común. El lógico no se saca su lógica de la manga, sino que la elabora mediante un método abductivo para dar cuenta de los razonamientos útiles, sea en el ámbito puramente teorético, sea en el práctico. La lógica nomológica es un saber normativo. Aquellos ordenamientos que no respeten los constreñimientos de la lógica nomológica son conglomerados de prescripciones, mas no sistemas jurídicos.

5ª Objeción.-- Imponer el bien común como finalidad forzosa del ordenamiento es contrario a las sociedades liberales, que meramente instituyen un marco para dirimir los conflictos entre los particulares, dejándoles a éstos escoger, individual o asociativamente, sus opciones del bien, común o no común.
Respuesta.-- Esa concepción hobbesiana del poder público (hoy remozada por doctrinas como la de Nozick y la ideología del Tea-Party) no ha sido jamás la de ninguna sociedad política ni, desde luego, la de las sociedades liberales.

Lo propio de una sociedad liberal es reconocer y proteger un abanico más o menos amplio de libertades individuales, como las de pensamiento o conciencia, profesión ideológica, matrimonio, asociación, palabra, manifestación, fijación de residencia y movimiento, junto con unos derechos procesales como el estar a salvo de humillaciones o malos tratos, la presunción de inocencia, legalidad e irretroactividad sancionatoria, defensa procesal con garantías, etc.

El bien común exige que se reconozcan y respeten tales derechos y libertades, pues no hay bien común sin la participación en el mismo de todos, una participación que, entre otras cosas, exige derechos de libertad.NOTA 90

Un Estado liberal no puede desentenderse de otras tareas del bien común: las obras públicas, el transporte público, el abastecimiento de las poblaciones, la salud pública, los hospitales, los servicios de salvamento, la instrucción pública, las instituciones culturales y de seguridad social, la promoción de la riqueza nacional, etc. Ni es ajeno a un Estado liberal legislar para que funcione una política redistributiva. Todo lo cual forma parte del principio de legislar para el bien común.

6ª Objeción.-- También sobra otra norma que se postula como axioma de la lógica nomológica, a saber: el principio de subalternación. En lugar de esa norma, «Es obligatorio que, en la medida en que sea obligatorio que A, sea lícito que A» bastaría la conexión normativa «En la medida en que es obligatorio que A, es lícito que A». La norma, si es verdadera, es extralógica.
Respuesta.-- En el contexto de la lógica nomológica, la mera conexión es un teorema, pero sin la norma axiomática no se pueden obtener otros teoremas perfectamente deseables y deónticamente útiles, como el de que, en la medida en que sea lícitamente obligatorio que A, es lícito que A (por contraposición: en la medida en que es preceptivo que A, es obligatoriamente lícito que A). Adoptar la norma como un axioma es menester para que la lógica nomológica cumpla toda su misión.

7ª Objeción.-- Es erróneo el principio de colicitud. Tengo derecho a casarme con Adela y tengo derecho a casarme con Manolita, pero no tengo derecho a casarme con las dos.
Respuesta.-- Ud no tiene ningún derecho incondicional a casarse con Adela ni tampoco con Manolita. El principio de colicitud se aplica a derechos incondicionales, como lo son los derechos naturales del hombre, los reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (varios de los cuales vienen también reconocidos en la actual Constitución española como derechos fundamentales).

8ª Objeción.-- Si el Derecho Natural es sólo la lógica nomológica más el principio de no arbitrariedad (o de razón suficiente nomológica), entonces es algo que no merece la calificación de Derecho, en el sentido en que se llama «Derecho» a un corpus de normas trabadas por unos nexos de cierta congruencia (que podrían ser los de la lógica nomológica u otros); así se habla del Derecho civil, del romano, del canónico, del internacional público; mas, con los recursos de la mera lógica nomológica --tres normas muy generales y unas cuantas conexiones normativas más dos reglas de inferencia normativa--, aunque le agreguemos el principio de no arbitrariedad, nunca produciremos un sistema de normas. No podría haber sociedad alguna que, a falta de otro corpus jurídico, se rigiera sólo por un Derecho Natural tan escueto y rudimentario.
Respuesta.-- No es verdad. Esas pocas normas dan de sí todo lo que se quiera y haga falta. En una sociedad de náufragos, que no concuerden de antemano en ningún código, la mera acción del Derecho Natural determina que sea preceptivo que se instituya una autoridad (sin la cual no habrá bien común), que la misma recaiga en aquel o aquellos más capaces de ejercerla (aquí podemos acudir a la legitimidad carismática tan cara a Max Weber) y que sus prescripciones se obedezcan en la medida en que propicien ese bien común. Hay que admitir que tan escueta normativa suscita una enorme inseguridad e incertidumbre, por lo cual el Derecho Natural postula la creación de un derecho positivo que lo complete.

9ª Objeción.-- El Derecho Natural no se invoca por los jueces y funcionarios en sus funciones jurisdiccionales y administrativas, ni puede invocarse. Pero el Derecho, aunque de difícil definición, es, en todo caso, un corpus cuyas piezas pueden venir aducidas para justificar las decisiones de los encargados del poder judicial o del ejecutivo.
Respuesta.-- El Derecho Natural se ha invocado no pocas veces a lo largo de la historia.NOTA 91 En Francia, antes de la Revolución, los altos tribunales (los parlamentos) oponían su veto a las leyes regias aduciendo consideraciones, no sólo de Derecho positivo (como las «leyes fundamentales de la monarquía» --un concepto indefinido), sino también de Derecho Natural.

Ya hemos visto más arriba cómo, en recientes decenios, ha resurgido en Irlanda la invocabilidad jurisdiccional del Derecho Natural. En otros lugares, se lleva a cabo disimuladamente: haciendo pasar normas jurídico-naturales como principios y valores recogidos en la Constitución (a veces sin ninguna base textual para ello) o como principios generales del Derecho.

Claro está que, en mayor o menor medida, los modernos ordenamientos constitucionales han tendido a inspirarse en el Derecho Natural; hasta donde lo hayan conseguido, sería redundante y arriesgado para el juez invocar una norma jurídico-natural, pudiendo, menos polémicamente, aducir una prescripción constitucional. Sin embargo, los jueces tienden a ser selectivos en lo atinente a qué disposiciones constitucionales alegan como fundamentos de Derecho; el criterio que siguen es el de su comprensión del Derecho Natural.

Si, en el siglo XX y lo que va del XXI, hallamos, en los fundamentos jurídicos de las sentencias de los tribunales, muy parcas remisiones expresas al Derecho Natural, eso se debe exclusivamente al clima jusfilosófico, marcado por la aplastante hegemonía del positivismo, que constriñe al juez a acudir a las aludidas estratagemas hermenéuticas o a otros expedientes, como el canon dworkiniano de integridad, que lo autoriza a descubrir el derecho más allá de la ley.

10ª Objeción.-- Al rechazar los útiles distingos de Hohfeld, este ensayo incurre en considerar que cualquier actuación no prohibida es un derecho (por lo cual no hay lagunas). Pero muchas veces estamos ante un vacío legal, una indeterminación, en la cual dos conductas mutuamente incompatibles carecen, ambas, de calificación jurídica, ni favorable ni desfavorable; pretender que ambas son lícitas es incompatible con el principio de no vulneración.
Respuesta.-- El objetor incurre en petición de principio. Lo que se opone al escenario que él traza es la regla normativa de permisión, una regla de lógica nomológica y, por lo tanto, también de Derecho Natural; regla que permite inferir la licitud de la no prohibición.

El objetor viene a decirnos que los dos comportamientos carecen de calificación jurídica porque, de tenerla ambos, el uno y el otro serían lícitos y, siendo incompatibles, la licitud del uno destruiría la del otro por el principio de no vulneración.

Sin embargo, hay que saber en qué estriba esa incompatibilidad, si es que uno de los comportamientos impide u obstaculiza al otro mediante uso de fuerza, violencia, coacción o amenaza (o sea, si coarta la libertad del otro agente). De ser así, es ése el comportamiento prohibido. Si ambos comportamientos son así, ambos están prohibidos (las riñas o reyertas lo están, por ambas partes). Si ninguno lo es, la incompatibilidad de marras no entra en el ámbito objetivo de prohibición del principio de no vulneración.

Además, no está sólo prohibido aquello que los preceptos legislativos califican explícitamente de tal, sino también lo que de ahí se deduce como prohibido usando la lógica nomológica y aduciendo premisas fácticas (en aplicación de principios como el de la consecuencia jurídica y el de opción obligatoria).

Trátase de averiguar cuál es la situación jurídica; si no es una de prohibición, es una de permisión.

Por último, en el peor de los casos, tendríamos una antinomia jurídica, no una laguna. El objetor da por supuesto que no pueden existir antinomias. Pero las hay.

11ª Objeción.-- No es lo mismo que una conducta sea lícita que el que sea un derecho. La conducta lícita meramente acarrea la no interferencia de los poderes públicos; en cambio, el derecho reclama una tutela, una protección y, en ciertos casos, una prestación. El derecho es un título jurídico que legitima una reclamación.
Respuesta.-- El distingo es arbitrario, artificialmente inventado sin ninguna base. A asumirlo se oponen cinco razones.

La primera es que el objetor desconoce que es un deber fundamental del poder político brindar su protección a los súbditos.NOTA 92 Si una conducta es lícita, cualquier coacción que la impida o la obstaculice estará prohibida. Ciertamente en nuestro ordenamiento tal prohibición tiene un rango infraconstitucional, estando regulada en el art. 172 CP. Sin embargo, antes de ser incorporada a tal código, la interdictio prohibendi es un axioma normativo de la lógica nomológica (el axioma Nº 11: principio de no vulneración) y desde siempre ha habido consenso de todos los juristas y filósofos políticos en que incumbe al poder velar por la seguridad de sus súbditos, protegiéndolos contra coacciones ajenas. El art. 17.1 CE que reconoce y tutela el derecho de toda persona a la libertad y a la seguridad ¿ha de entenderse restrictivamente, sólo como el derecho a ser libre y estar seguro frente a actuaciones del poder público, sin comprender derecho alguno a estar también libres de agresiones privadas y protegido para asegurar que no se produzcan?

La segunda razón para oponerse al distingo es que nos obligaría a una inacabable y estéril casuística, teniendo que leer, una por una, todas las disposiciones legales --y constitucionales-- para determinar, caso por caso, si se trata de un derecho o de una mera licitud sin derecho. En la práctica eso conduciría a una decisión antojadiza del exégeta, a falta de indicios claros de que el sentido del texto interpretado sea el uno o el otro.

La tercera razón es que, si resulta tan arbitrario optar, en cada caso, por uno u otro sentido, es que no se aprecia diferencia alguna lógico-nomológica entre esos dizque dos sentidos. El objetor nos debe una descripción prolija del distingo que él se saca de la manga, explicando, paciente y minuciosamente, cuáles son las consecuencias jurídicas de lo uno y las de lo otro.

Además --cuarta razón--, incumbe también al objetor proporcionarnos una prueba de que el distingo es real, actúa de veras en la praxis jurídica, se manifiesta en indicios claros y objetivos y posee una historia en la elaboración de los conceptos jurídicos.

Quinta razón: la navaja de Occam entendida como principio de economía conceptual: conceptus non sunt multiplicandi praeter necessitatem. En la moderna filosofía analítica, ha sido Quine el autor que ha acuñado el principio de economía conceptual en reemplazo del original occamiano de economía ontológica: asumir más entidades no tiene por qué trastornar nuestra imagen del mundo ni acarrear serias dificultades teoréticas, al paso que cualquier complicación conceptual las entrañará sin lugar a dudas. Por lo cual quien la proponga habrá de esmerarse en justificar su necesidad y aclarar su potencial deductivo.

12ª Objeción.-- No puede ser igual que alguien, digamos Eleuterio, tenga derecho a una vivienda digna y adecuada --según lo estipulado por el art. 47 CE-- que el que a ese mismo alguien, a Eleuterio en nuestro caso, le sea lícito tener una vivienda digna y adecuada, si el que un hecho sea lícito equivale a que no esté prohibido. Las leyes no prohíben a Eleuterio tener una vivienda, pero esa mera no prohibición no le otorga ni siquiera el derecho del art. 47 (no muy efectivo, ¡admitámoslo!, en virtud del art. 53.3, que cercena la fuerza normativa de todos los preceptos del capítulo 3º del Título I, rebajándolos a principios que «informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos»).
Respuesta.-- A menos que el ordenamiento contenga la norma expresada en el art. 47 CE, sí prohíbe a Eleuterio tener una vivienda, cuando de hecho no tiene ninguna. Lo que prohíbe el ordenamiento no es sólo aquello que, deduciendo normas de normas, se demuestra prohibido, sino también aquello que, deduciendo normas de un cúmulo de premisas verdaderas --las unas fácticas, las otras normativas--, se prueba que es una situación jurídica de prohibición.NOTA 93

Podríamos pensar que el ordenamiento jurídico español no prohíbe a Eleuterio ser propietario de la Torre Picasso de Madrid, puesto que nada le impide comprarla; y, por las mismas, no le prohíbe comprar o alquilar una vivienda más modesta. Sin embargo sí es ilícita la situación expresada por «Eleuterio es dueño de la Torre Picasso»; su ilicitud se deduce, no aisladamente de los asertos del BOE o del tenor de las leyes (siendo aquí especialmente relevante el art. 33 constitucional, que consagra el derecho a la propiedad privada que cada cual tenga), sino --razonando con los axiomas de la lógica nomológica-- de una combinación de las normas con situaciones fácticas, como que ni Eleuterio tiene dinero para esa compra ni el propietario de la Torre quiere venderla. En esas condiciones, sólo hay una vía para ser Eleuterio su dueño: apoderarse de ella (imaginemos que eso fuera materialmente posible). Sería ilícito. Por lo tanto, habida cuenta del conjunto de situaciones fácticas y jurídicas, es jurídicamente ilícito que Eleuterio tenga esa Torre.

Es lícito, empero, que haya alguna vivienda digna en la cual more Eleuterio gracias a: (1) la preceptividad jurídico-natural del bien común;NOTA 94 (2) el art. 47 CE; (3) el art. 25.1 de la Declaración universal de los derechos humanos (constitucionalizada por el art. 10.2 CE, siendo admisible la interpretación de que tal incorporación se aplica a todos los derechos fundamentales del hombre y no sólo a aquellos que, bajo el membrete de «derechos fundamentales y libertades públicas», tilda de tales la Sección 1ª del capítulo II del Título I CE); y (4) el art. 11.1 del Pacto Internacional sobre derechos económicos, sociales y culturales, ratificado por el Reino de España.

¿Qué efectos concretos tiene esa licitud, ese derecho? En virtud del principio de no vulneración, acarrea una obligación para la sociedad --representada por el Gobierno-- de facilitar ese acceso de Eleuterio a una vivienda (v.g., dando cumplimiento a la disposición del art. 33.2 constitucional que limita y condiciona el derecho de propiedad por el deber de que satisfaga una función social; pero, a falta de viviendas, acometiendo nuevas edificaciones).

13ª Objeción.-- El axioma de consecuencia jurídica es una simple tautología. Nos dice que suponiendo que, dado un supuesto de hecho, ha de seguirse una consecuencia jurídica, suponiendo eso, entonces, dado ese supuesto de hecho, es preceptiva la consecuencia jurídica. O sea es del tipo «Si A, entonces A».
Respuesta.-- ¡Falso! La prótasis del axioma no es ésa, sino otra muy distinta, a saber: «Es preceptivo que, en la medida en que se dé un supuesto de hecho, A, se siga la consecuencia B». En esta prótasis el operador de obligatoriedad está prefijado a la implicación, mientras que, en la desfigurada versión que ofrece el objetor, la prótasis tendría el operador de obligatoriedad afectando sólo a la apódosis implicativa de la prótasis.NOTA 95

14ª Objeción.-- El ensayo presenta un cuadro excesivamente lúgubre de la transición española de 1975 a 1979, particularmente en lo tocante a la amenaza de golpe militar. Puede que existiera tal amenaza (aunque quizá no merecían tomarse demasiado en serio las proclamas de algunos mandos del ejército), pero mucha gente apenas se enteró y otros en seguida lo olvidaron, por lo cual no se sintieron coaccionados a la hora de votar. Tal vez sea verdadero el condicional subjuntivo de que, en la contrafáctica hipótesis de que el resultado de la votación hubiera determinado un rebasamiento de las líneas rojas, los militares hubieran entrado en acción. Pero ésa es una amenaza objetiva. La acción sólo deja de ser libre cuando se enfrenta a una amenaza subjetiva, o sea conocida por el agente.
Respuesta.-- ¿Qué porcentaje de la población conoció los dos comunicados de la plana mayor militar del 12 de abril de 1977, el oficial y el oficioso? Es dudoso que sólo fuera una minoría. Es imposible saber en qué medida vino condicionada la actuación electoral por tan perentoria e intimidante proclama. Pero sin duda la masa de la población más politizada, la más informada, la más consciente, sí estuvo perfectamente al tanto, no sólo de esa declaración, sino de muchos hechos posteriores que mantenían la presión al borde del estallido, como en una olla exprés calentada al máximo. De todos modos, aun suponiendo que los votantes la hubieran ignorado, la amenaza objetiva implicaba que su opción no era libre, por más que, erróneamente, creyeran que sí lo era.

15ª Objeción.-- El acto sancionador y promulgatorio de la Constitución del 27 de diciembre de 1978 no era ilegal, no violaba las Leyes Fundamentales del Reino ni, menos, los Principios del Movimiento Nacional, puesto que habían quedado abolidos por la Ley para la Reforma Política, Ley 1/1977.
Respuesta.-- No es así. Según lo hemos visto más arriba, en el §4.2, o bien la LRP era un documento jurídicamente nulo, sin validez legal, o bien su única vigencia la tenía como una Ley subordinada a la de Principios del Movimiento de 1958, lo cual implicaba su preceptiva interpretación conforme a esa Ley Suprema, que segía vigente. O sea, o bien la adopción de la LRP fue un hecho antijurídico que determinó que España viviera sin legalidad alguna en el bienio 1977-78, o bien fue un acto jurídico; y, si lo fue, entonces --independientemente de la voluntad de los agentes involucrados-- ese acto estaba supeditado a la supremacía de la Ley de Principios del Movimiento, siendo nulo en cuanto la contadijera o menoscabara.NOTA 96

Y es que el ordenamiento a cuyo amparo se había realizado el acto jurídico de adopción de la LRP era el de las siete Leyes Fundamentales del Reino hasta entonces vigentes, que instituían la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento de 1958 como absolutamente perpetua e inmutable (en las palabras explícitas del promulgador, el Caudillo Francisco Franco, en la Disposición A de esa Ley: «Los principios contenidos en la presente Promulgación, síntesis de los que inspiran las Leyes Fundamentales refrendadas por la Nación en seis de julio de mil novecientos cuarenta y siete, son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables», o sea jurídicamente intangibles en su totalidad). La Disposición C de la misma Ley de 1958-05-17 preceptúa: «Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley fundamental del Reino». La Ley Orgánica del Estado de 1967 ratifica esa supremacía absoluta de la Ley de Principios calificando de antemano como nulos cualesquiera actos que entraren en colisión con la Ley de 17 de mayo de 1958; en su terminología serían «actos de contrafuero».

De ahí la curiosa y sibilina disposición derogatoria del texto constitucional de 1978 al derogar la Ley 1/1977 de 4 de enero «así como, en tanto en cuanto no estuvieran ya derogados por la anteriormente mencionada Ley, la de principios del Movimiento Nacional del 17 de mayo de 1958, el Fuero de los Españoles [...] [y] la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967 ...». Si se derogan, es que están en vigor en el momento de derogarse. La de Principios de 1958 no admitía ningún «en tanto en cuanto» de derogación, ni podía haber sido, ni en todo ni en parte, disminuida en su vigencia ni alterada por la Ley 1/1977, ya que la de 1958 era intangible y perpetua, afectando de nulidad absoluta cualquier acto jurídico que le contraviniera en lo más mínimo.

16ª Objeción.-- El proceso constitucional que desembocó en la promulgación de la actual Constitución española puede que haya sido muy defectuoso, pero las transiciones de un orden constitucional a otro suelen estar afectadas por defectos, si no iguales, en todo caso no desdeñables. El tránsito suele implicar irregularidades. Ya la proclamación de la primera Constitución española, la del 19 de marzo de 1812, implicaba una irregularidad, pues el ordenamiento precedente no confería a las Cortes generales del Reino competencia para hacer una nueva constitución. Las constituyentes de 1869 fueron convocadas por un gobierno revolucionario surgido de un pronunciamiento. Y así sucesivamente. Tampoco fue constitucionalmente correcto (aunque se salvaran las apariencias) el tránsito en Francia de la IV a la V República en 1958. Por lo tanto, a nada conduce insistir en las debilidades del proceso.
Respuesta.-- Es verdad que las transiciones de un orden constitucional a otro se han solido llevar a cabo transgrediendo las reglas vigentes de revisión constitucional --que en algunos casos implicaban la intangibilidad de la vieja constitución (p.ej. en Colombia).

Justamente por eso la tesis de este ensayo es que la legitimidad de la constitución vigente no puede pender de la del proceso constituyente, de modo general, sino de la legitimación teleológico-funcional de las instituciones político-jurídicas en cuyo vértice normativo interno se sitúe esa ley fundamental.

Reconociendo que así es, no deja de ser cierto que ningún proceso constituyente de los últimos siglos, en ningún país del mundo, ha estado tan aquejado por tantas y tan clamorosas tachas de ilegitimidad como el español de la segunda mitad de los setenta. Por dos razones:

  1. El marco totalitario en el cual se efectuó (a cuya continuidad se aferraron los protagonistas del cambio, carentes de legitimidad democrática, pues la que adujeron fue postiza, en virtud de las razones que ya he expuesto más arriba).
  2. La manera de arrogarse un poder constituyente unas Cortes bicamerales que sólo tenían competencia para aprobar --en los términos textuales del art.3 de la Ley 1/1977-- una «Ley de Reforma constitucional», o sea una ley de refundición del conjunto de las ocho Leyes Fundamentales del Reino, lo cual forzosamente exigía respetar, íntegramente, la perpetuidad e intangibilidad absolutas de los doce Principios de la Ley de 17 de mayo de 1958.

17ª Objeción.-- Si para legitimar la Constitución es menester una norma legitimativa, también para justificar jurídicamente tal norma legitimativa será menester una supernorma o una norma legitimativa de segundo nivel y así al infinito. Hay que partir de axiomas. Y en la postulación de axiomas vale más optar por un principio de economía, o sea adoptar axiomáticamente la Constitución sin pretender remontar más arriba.
Respuesta.-- Pero la Constitución no posee evidencia alguna, al paso que la norma legitimativa es un corolario del axioma jurídico-natural del bien común. Postular axiomáticamente la constitución es arbitrario. No lo es justificarla por la norma legitimativa más la constatación de situaciones de hecho favorables (que las instituciones presididas por esa Ley Fundamental sean aproximadamente satisfactorias desde el punto de vista del bien común).

18ª Objeción.-- Es sumamente vago el canon de provechosidad para el bien común que se erige en prótasis de la norma legitimativa, a saber que, «atendiéndose adecuadamente los servicios públicos, se facilite a la población en su conjunto (o por lo menos a una amplia mayoría) disfrutar de derechos de libertad y de bienestar, dentro de un orden de convivencia pacífica, en el cual se garanticen el imperio de la ley y la seguridad pública». No se usa el artículo determinado «los» para fijar qué derechos han de respetarse. Basta, al parecer, con que haya algunos derechos de libertad y algunos derechos de bienestar disfrutados por una amplia mayoría de la población para que eso justifique acordar a las instituciones vigentes un título de legitimidad.
Respuesta.-- Ya he dicho que es cuestión de grado. Ningún sistema político-jurídico concede y respeta una total libertad, ni siquiera de expresión; menos aún de reunión y de asociación; ni de movimientos; aun la libertad ideológica está cercenada. Igualmente ningún país satisface de lleno todos los derechos de bienestar. En verdad nadie ha demostrado que haya compatibilidad, ni siquiera lógica, entre todos esos derechos; más verosímil todavía es que, aun cuando no haya incompatibilidad lógica, sí se produce colisión siendo el mundo como es, siendo los humanos como somos, siendo los Estados como son.NOTA 97

Por eso hay que enunciar un criterio elástico y graduable, que admita grandes variaciones de intensidad así como una pluralidad de aspectos. Dejar atrás las ingenuas perspectivas del todo-o-nada, caras al pensamiento binario.

19ª Objeción.-- Llama la atención que en ese canon de provechosidad para el bien común no figure para nada una cláusula de democracia. Hay que entender, pues, que, según el autor, resulta irrelevante la democraticidad del sistema político-jurídico para determinar en qué medida es provechoso para el bien común. De lo cual se sigue que puede haber democracias que no merezcan acatamiento y no-democracias --o sea dictaduras-- que sí posean legitimidad.
Respuesta.-- Si la democracia fuera una condicion de legitimidad, habría que deducir que, a lo largo de los seis mil años de historia, se imponían el desacato y la desobediencia casi siempre; o prácticamente siempre hasta entrado el siglo XX. Las que llamamos «democracias» de la antigüedad eran sistemas sin apenas similitud alguna con las modernas democracias representativas. Éstas ¿preexisten al sufragio universal? Y, si exigimos que haya sufragio femenino, tendremos que excluir, hasta después de la II guerra mundial, a la mayoría de los países usualmente juzgados democráticos. De todos modos, además de que las credenciales de democraticidad son mucho menores de lo que proclaman sus ensalzadores, comoquiera que el valor de la democracia sea instrumental, el juicio de legitimidad ha de versar sobre lo producido con el instrumento, siendo indiferente cuál sea éste; indiferente --precisémoslo-- desde la temática abordada en este ensayo, que se mantiene estrictamente en el terreno de la filosofía jurídica --dejando al margen las cuestiones de filosofía política.

20ª Objeción.-- Pero justamente esa neutralidad con respecto al régimen político tiene una consecuencia inquietante. La proclamación de un Derecho Natural (cánones de la lógica nomológica más el principios de razón suficiente o no-arbitrariedad) acarrea que se está proclamando que, por encima de la voluntad popular, hay una instancia a la que el propio pueblo debe obediencia si quiere que el régimen del cual se dote sea legítimo --legítimo desde el punto de vista jusnaturalista del autor.
Respuesta.-- En efecto, así es. Por encima de la autoridad del pueblo hay unas normas y unos cánones normativos no promulgados, igual que los ha habido siempre por encima de cualquier poder soberano. Marca un retroceso doctrinal con respecto a tesis como las de Bodino y Mariana en el siglo XVI sostener hoy que al nuevo soberano (o presuntamente tal), al pueblo, sólo por serlo, le es lícito decidir arbitrariamente y sin sujeción a ningún canon normativo, cayendo así en el voluntarismo. Para Duns Escoto, Occam, Descartes y Pufendorf una conducta es buena porque Dios la prescribe, no la prescribe porque sea buena. Para algunos demócratas de hoy una legislación es buena porque viene prescrita por el pueblo (o, mejor, por los legisladores elegidos) y no al revés. Este ensayo sostiene todo lo contrario.

21ª objeción.-- Tras haber pugnado contra el dogmatismo de tomar como principio supremo la ley fundamental o Constitución así como contra el de someterse a la regla hartiana de reconocimiento o a otros fundamentos esgrimidos a favor de un acatamiento al Derecho, el ensayo, finalmente, nos brinda otro: la justificación teleológico-funcional en aras del bien común. Tómase axiomáticamente ese bien común, sugiriéndose que podría ser un corolario del mismo otro axioma jurídico-natural, el principio de no arbitrariedad o de razón suficiente nomológica.
Sin embargo, el autor ha de ser consciente de algo que ya señalara Aristóteles: no se puede querer demostrar todo, so pena de regresión infinita; de algún axioma hay que partir; algún corte hay que dar: un punto donde se diga: «de aquí para arriba ya no se busca más». El intento de racionalizar el Derecho desemboca así en un callejón, porque el autor no justifica el bien común, ni la vida social, ni el principio de razón suficiente. ¿Cuál es su fundamento?
Respuesta.-- Aunque de algo hay que partir, no es igual partir de lo más evidente que de lo menos evidente; partir de lo que tiene un valor intrínseco que de lo que carece de él. El bien común y la racionalidad son valores intrínsecos, mientras que el mal común y la arbitrariedad son antivalores.

En cambio, la Ley fundamental y la regla de reconocimiento son axiológicamente indiferentes --salvo que, en un caso concreto, se pruebe lo contrario.

Filosóficamente es legítimo seguir preguntando la razón válida para adherirse al bien común, o para valorar la vida social, o la vida humana en general; la razón para ser racionalista, igual que la razón para abrazar alguna lógica en vez de preferir la ilógica, la sinrazón. Un filósofo no preguntará sólo cómo ha de ser el Derecho sino si debe existir Derecho y si la existencia del ser humano vale la pena.

Lo que pasa es que tales preguntas desbordan el marco de la filosofía jurídica. El filósofo jurídico tiene una misión: indagar los fundamentos racionales del Derecho, omitiendo la cuestión sobre los fundamentos de tales fundamentos. Es ése el terreno de la metafísica de los valores, que conviene explorar siguiendo la huella de Nicolai Hartmann, como ya lo hiciera el maestro Eduardo García Máynez.

22ª Objeción.-- La teoría constitucional propuesta en el ensayo reconoce un axioma jurídico-natural y lógico-nomológico de bien común. Pero esa noción es vaga e insuficiente. Que se fomente y acreciente el bien común y que todos hayan de contribuir a él así como beneficiarse de él no nos dice cuál haya de ser la aportación de cada uno ni tampoco en qué medida haya de beneficiarse; si todos por igual o cada cual en proporción a alguna variable; de ser así, cuál, cómo, cuánto. Para eso hace falta una teoría de la justicia. Y, si tenemos una teoría de la justicia, sobra la noción del bien común, pues esa teoría ya se encargará de determinar derechos y deberes de los miembros de la sociedad según un principio de equidad o de imparcialidad, pudiendo prescindir de una noción material como la del bien común.
Respuesta.-- Si la noción del bien común es vaga, si sufre un margen de indeterminación jurídica que ha de venir reducido por los datos de hecho (supuestos fácticos que corresponden a las circunstancias histórico-sociales), al menos es, de suyo, una noción clarísima, perfectamente ilustrable con sencillos ejemplos. Además, como criterio de distribución de cargas y beneficios ha de invocarse junto con el principio de razón suficiente o no-arbitrariedad.

En cambio, la palabra «justicia» es un mero rótulo de encomio, que ni siquiera vehicula un concepto mínimamente claro o consensuable, ni ilustrable con ejemplos --salvo asumiendo en cada caso presupuestos la mar de discutibles, en general convencionales--. Las varias definiciones de «justicia» dan para todo. Lo único claro es que es injusto sólo todo lo que no se debe hacer.

Ilustraré la noción del bien común con un ejemplo simple. Cinco abogados se congregan, fundando una sociedad civil, el Estudio Jurídico «Jus Omnibus». Acuerdan unos Estatutos, de conformidad con los cuales cada uno se quedará con el 50% de los honorarios que perciba de sus respectivos clientes, adjudicando a la sociedad la otra mitad, que se destina, no sólo a los gastos de mobiliario, manutención, alquiler del local, abono a bases de datos, etc, sino también a compensar a los socios que no consigan clientes durante algún tiempo o que sufran calamidades no adecuadamente cubiertas por su póliza de seguros; en fin, periódicamente el excedente se redistribuye entre los socios a partes iguales.

Tenemos aquí un bien común que es, en parte, colectivo (el patrimonio de la sociedad, la clientela societaria, la reputación) y, en parte, distributivo: las ventajas que cada socio deriva de su pertenencia a una sociedad que va ganando prestigio y la participación en el beneficio societario según las reglas estatutarias.

¿Son esas reglas las únicas posibles para una sociedad de tal índole? No. Ni siquiera son las óptimas, porque no hay reglas óptimas. Las que han adoptado tienen su porqué: sirven al propósito del bien común de la sociedad y, por ello, al bien de los socios. Claro que algún socio puede beneficiarse más que otros. P.ej. uno de mayor talento, más atractivo corporal, más carisma o más suerte puede percibir honorarios mucho más cuantiosos, al paso que otro socio atraviesa por un período de vacas flacas, sin lograr ganarse clientes; gracias a las cláusulas redistributivas de los estatutos societarios, el segundo socio saca más ventaja de la sociedad que el primero, quien tal vez podría prosperar con su propio bufete individual. Pero fijaron así las reglas por ser reglas idóneas para el bien común y, mientras dure el contrato de sociedad, a ellas han de atenerse.

¿Son reglas justas? ¡Dios mío! ¿Qué es eso? Si justo es dar a cada uno lo suyo, podemos decir que lo son, pues es de la sociedad el 50% de las ganancias; pero también podemos decir que no lo son, pues es de cada socio lo que él gana. Si por «justo» entendemos proporcional, habrá que decidir si buscamos proporción al mérito, a la suerte, a la necesidad, a una combinación de los tres factores o a otro.NOTA 98 Si la justicia estriba en tratar igual a los iguales y de modo desigual a los desiguales, de nuevo podemos decir que los Estatutos son justos, o que son injustos, según qué rasgos o factores tomemos en consideración para atender a su igualdad o desigualdad.

Si por «justo» entendemos aquello que convendrían, en una situación primitiva, bajo un velo de ignorancia, lo que hay que contestar es que tal contrafáctico rawlsiano no tiene respuesta racional alguna. Podemos, en efecto, pensar que quizá convendrían que se echara a suertes y aquel que obtuviera el premio se llevara los 4/5 de todas las ganancias acumuladas --no siendo obviamente irracional pensar que, por ser neutral el azar, tal regla da a cada socio una igual oportunidad de enriquecerse. También podríamos pensar que, bajo ese velo de ignorancia, se decidiría juntar todas las ganancias para repartirlas a partes iguales.

En general no hay respuesta racional alguna a la pregunta de qué sucedería si se cumpliera tal condición contrafáctica, salvo en los casos en que haya leyes físicas que fijen la respuesta.NOTA 99

Si justo es aquello que se determina cuando se presta igual consideración a las reivindicaciones de todos, falta por saber con qué criterio se van a baremar tales reclamaciones, cómo se van a dirimir al entrar en conflicto unas con otras. El mero hecho de atender a todos, escucharlos sin prejuicios, imparcialmente, no nos da absolutamente ninguna indicación de qué saldrá de esa atención, salvo que ya sepamos cómo adjudicar entre motivaciones dispares y probablemente inconmensurables.

En suma, ningún concepto de justicia nos hace avanzar nada.NOTA 100 Aun suponiendo que la justicia sirviera para determinar una parte alícuota de contribución de cada socio y de reparto entre los socios, aun así, en la medida en que tal determinación colisionara con el acrecentamiento del bien común, habría que subordinar la justicia al bien común. P.ej. si el patrón distributivo más justo encizaña las relaciones o debilita la sociedad.

¿Es lícito, entonces, establecer una regla que implique desigualdad? Sí, siempre que contribuya al bien común y esté fundada en una razón suficiente.

Si, al fundarse la sociedad, ya saben todos que Onofre es un letrado senior y prestigioso, de mucho mayor tirón, siendo los demás abogados noveles que tienen que darse a conocer, entonces no sería irrazonable que los estatutos optaran por otro criterio, p.ej. acordando una cuota de beneficio proporcional a la aportación de cada socio, dejando un margen para los fines societarios. No porque eso sea «lo justo», sino porque, dadas las circunstancias, sería razonable pensar que así se propiciaría el bien común.NOTA 101


Sección VI: Conclusión

[Esta sección del texto está omitida en la presente versión por motivos de copyright]


Sección VII: Anejo: La lógica nomológica en notación simbólica

He aquí una presentación de la lógica nomológica con notación simbólica.

El cálculo sentencial subyacente es la lógica transitiva o gradualista. «∧» es la conyunción; «∨» la disyunción; «→» la implicación («A→B» se lee «En la medida [al menos] en que A, B»). «↔» es la biimplicación --o, mejor dicho, la equivalencia veritativa--, que se define así: «A↔B» abrevia a «A→B∧.B→A», significando que A y B son exactamente igual de verdaderas, o falsas.

Distinguimos entre negación débil o simple, el mero no, que se escribe «~», y negación fuerte, «¬», que se lee «no ... en absoluto». «A∧~A» es una mera contradicción, mientras que «A∧¬A» es una supercontradicción. (Si bien esta lógica es paraconsistente, sólo lo es para la negación débil; una teoría con una supercontradicción estalla, o sea es delicuescente --lo cual significa que todas sus fórmulas serían teoremas.)

Tomamos como signo deóntico primitivo «o», que significa «es obligatorio que». Signos definidos: «aA» abrevia a «~o~A»; «vA» abrevia a «o~A». «aA» se lee «Es lícito que A» (o «Está autorizado que A») y «vA» se lee «Está prohibido que A» (o «Está vedado que A»).

Símbolos especiales: «ç» significa la relación de originar (sea mediante una acción causal eficiente y directa, sea ocasionando por abstención en circunstancias en las que era de esperar una acción impeditiva). «þ» significa la relación de impedir (coercitivamente).

Recordemos ahora los dos corolarios que expusimos más arriba del axioma Nº 2 (cuya prueba requiere invocar también el axioma [5b])

Recopilándolos, tenemos los nueve siguientes esquemas teoremáticos:

Por el contrario, son inválidos los seis esquemas siguientes:

No olvidemos, por último, la condición ya enunciada más arriba: en cada caso, los sustitutos de «A» y «B» han de ser sentencias que, o bien expresan, ambas, situaciones normativas nucleares (siendo, pues, de la forma «aC» o «oC»), o bien denotan hechos contingentes de suyo y contingentes entre sí.NOTA 102








1

[NOTA 1]

V. Pierre Brunet, «Introduction: La hiérarchie des normes, fétiche ou nécessité?», Revus [Online], 21, 2013, acc. 2016-04-16: http://revus.revues.org/2768.


2

[NOTA 2]

V. H.L.A. Hart, The concept of Law, 1ª ed., Clarendon, 1961, pp. 145ss.


3

[NOTA 3]

V. http://www.constitution.org/conpur097.htm, acc. 2016-04-06. V. sobre ese importante texto constitucional: Ricardo Cueva Fernández, «Una constitución republicana inglesa: El Instrument of Government de la Commonwealth (1653-1657)», Derechos y libertades, Nº 26, Época II, 2012, pp. 261-296.


4

[NOTA 4]

El tránsito de un texto al otro se hizo por un procedimiento contrario a lo prevenido en el primero de ellos.


5

[NOTA 5]

Sólo que 45 lustros después todavía se espera la segunda convención --un segundo advenimiento que seguirá siempre quedando para el futuro.


6

[NOTA 6]

De éstos últimos una minoría dan un paso adelante, abrazando el republicanismo.


7

[NOTA 7]

Si, antes de las revoluciones de 1848 («la primavera de los pueblos»), sólo Inglaterra, Francia, España, Portugal, Holanda y Bélgica eran monarquías constitucionales, en vísperas de la I guerra mundial ese sistema había venido adoptado en Austria-Hungría, Persia, Egipto, Turquía, el Japón, la nueva Italia, el nuevo Imperio germano-prusiano, las nuevas monarquías balcánicas, las escandinavas, y hasta la mismísima Rusia (con libertades mayores o menores y con un parlamento elegido --por un electorado que tendía a ampliarse--, revestido de más o de menos poderes). Un baluarte del absolutismo, el Imperio Chino de la dinastía Ching, fue derribado por la revolución republicana de 1911. La caída de monarquías a raíz de esa guerra dará lugar a la creación de numerosas repúblicas, algunas de ellas democráticas, como Checoslovaquia, y otras autoritarias, como Turquía y Polonia


8

[NOTA 8]

Resultará palmario, desde este momento, que, sin desmedro de su naturaleza de estudio jusfilosófico general --en sus grandes lineamientos aplicable a cualesquiera sistemas constitucionales--, el presente trabajo está centradísimo en el ordenamiento jurídico constitucional hispano de los últimos decenios. Esperando, sin embargo, el autor que --allende esas particularidades-- los razonamientos medulares del escrito tengan un alcance general, opina que, aun cuando estuvieran equivocadas sus consideraciones sobre la realidad socio-histórica y jurídica de la España contemporánea, ello, por sí solo, no invalidaría la doble tesis del ensayo, a saber: (1) que en un ordenamiento jurídico una ley fundamental llamada «Constitución» no puede ser la norma suprema ni tomarse como axiomática; y (2) que la legitimidad de esa ley fundamental depende de cuán satisfactoria sea para el bien común la realidad jurídica presidida por ella.


9

[NOTA 9]

Hay muchas definiciones de «Estado totalitario», en su mayor parte desafortunadas o sesgadas --principalmente porque no se aplican a aquellos Estados que se proclamaron «totalitarios», como lo fue el franco-falangista. Mi definición es ésta: es un sistema político en el cual un solo individuo: (1) se ha adueñado del gobierno por la fuerza, destruyendo violentamente la legalidad preexistente y eliminando todas sus instituciones; (2) concentra vitaliciamente en su persona todos los poderes del Estado, sin exceptuar el constituyente; (3) prohíbe todos los partidos imponiendo una organización política monopolística bajo su mando absoluto; (4) persigue a los resistentes, refugiados en la clandestinidad, con torturas y brutales castigos; (5) no tolera órganos de expresión que no estén auspiciados por sus adeptos (o por los sectores sociales que respaldaron su toma del poder); y (6) no permite ninguna elección por sufragio universal ni asamblea alguna con presencia de una oposición.


10

[NOTA 10]

Las siete Leyes Fundamentales del Reino edictadas por Franco Bahamonde lo fueron «en ejercicio de la facultad legislativa que me confieren las leyes de 30 de enero de 1938 y de 8 de agosto de 1939», según lo proclama expresamente el Preámbulo de la última de las siete, la LOE (Ley Orgánica del Estado) de 1967. Por añadidura, esa misma LOE mantiene en vigor dichas leyes de 1938 y 1939 (ambas edictadas por el propio Franco, un caso --peculiar e infrecuente-- de autoconferirse plenos poderes). Ello significaba que el Caudillo mantenía en vida la plenitud del poder constituyente, pudiendo abrogar, cuando le viniera en gana, sus propias Leyes Fundamentales y hasta la mismísima Ley intangible de 1958.


11

[NOTA 11]

Así lo dispuso la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947-07-26, aprobada en plebiscito según la versión oficial (no podía haber ninguna otra). Tal norma fue exaltada al rango de una de las Leyes Fundamentales del Reino. Una de sus primeras consecuencias fue la restauración de los títulos nobiliarios y el otorgamiento de muchos otros.


12

[NOTA 12]

Justo en el aniversario 93 de aquel golpe de Estado militar que restauró el trono de los Borbones, poniendo fin al sexenio democrático.


13

[NOTA 13]

En Interpretación constitucional y fórmula política (Madrid: CEC, 1988, pp. 171ss), Raúl Canosa Usera examina las fuentes y las consecuencias del principio de supremacía de la Constitución (provocativamente denominado «soberbia constitucional» por su maestro Pablo Lucas Verdú). Afirma: «La supremacía de la Carta Magna puede deducirse por las siguientes vías: del propio texto fundamental; de la jurisprudencia constitucional; o de ambos». Sostiene el autor que la Constitución asevera su propia supremacía en el art. 9.1: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». ¿De veras es ésa una afirmación de supremacía constitucional? No suena a tal. Haría falta que, mediante algún argumento hermenéutico, el autor demostrara que ése es su sentido, porque el texto citado no dice lo que él le hace decir. La conyunción copulativa «y» es, en principio, simétrica, o sea conmutable, sin denotar, de modo general, primacía del conyunto izquierdo sobre el derecho. («Antonio y Cleopatra» equivale a «Cleopatra y Antonio».) De modo que, para leer el 9.1 en el sentido de la supremacía de la «Carta Magna», será menester acudir a un canon hermenéutico supraconstitucional. La segunda vía, la de la jurisprudencia, sufre un defecto: su vinculatividad es inferior a la de la Constitución; siendo así, no le incumbe adjudicar un rango a una norma que, de suyo, lo tiene superior. (Sería como que el Subdelegado del Gobierno en Burgos adjudique superioridad jerárquica al propio Gobierno que lo ha nombrado.) Canosa agrega una tercera vía, que es escudriñar las declaraciones de la legislación infraconstitucional; tampoco a esa fuente le corresponde en absoluto tal tarea, por igual motivo.


14

[NOTA 14]

Para disipar posibles equívocos, he de hacer constar que en este trabajo no se enuncia ninguna disyunción exhaustiva entre el jusnaturalismo y el dogma de la supremacía de la Constitución. Si, efectivamente, tal dogma es incompatible con el jusnaturalismo, tampoco ha venido, mayoritariamente, asumido por el juspositivismo a lo largo de sus treinta lustros de recorrido. No le rindieron pleitesía los juspositivistas de inclinaciones «realistas» (desde el realismo jurisdiccionalista estadounidense hasta el más complejo de Escandinavia), las escuelas del positivismo sociológico --en sus variantes--, el legalismo de la Escuela de la Exégesis e incluso el propio normativismo kelseniano. (Para Kelsen lo que posee una ideal supremacía es una norma imaginaria e ilegislable. V. Geert Edel, «The Hypothesis of the Basic Norm: Hans Kelsen and Hermann Cohen», Normativity and Norms: Critical Perspectives on Kelsenian Themes, ed. por Stanley L. Paulson, Oxford U.P., 1999, ISBN 9780198763154.)

En su multifacético despliegue, el juspositivismo de todas esas escuelas rebaja los humos de la llamada Ley Fundamental: según sea la orientación particular de cada corriente y de cada autor, nos vendrán a decir que la Constitución tiene supremacía pro tanto: mientras a ella se ajuste el legislador, o mientras la ejecuten los administradores y jueces o incluso mientras la obedezcan los súbditos (si se vincula validez con eficacia de la norma). Si una tarde la cámara legislativa --o aquel a quien corresponda sancionar y promulgar las leyes-- abroga inconstitucionalmente la Ley Fundamental, habrá dejado de ser norma suprema. (¿No fue eso lo que sucedió en el Reino de España el 27 de diciembre de 1978?) (Sobre la filosofía jurídica del positivista danés Alf Ross, v. su obra On Law and Justice, The Lawbook Exchange, Ltd., 1959, ISBN 9781584774884. V. también Liborio Hierro, El realismo jurídico escandinavo: Una teoría empirista del Derecho, Madrid: Iustel, 2009, 2ª ed. rev. y abreviada.)

Es más, por mucho que --al menos en España-- los más radicales positivistas jurídicos se sumen hoy al dogma aquí considerado, la exaltación de la Constitución suele obedecer --al menos en parte-- al intento de buscar una tercera vía entre positivismo y jusnaturalismo; intento, a mi juicio, lógicamente condenado al fracaso por el principio de tercio excluso.

Cerraré esta nota recordando que para Alf Ross el Derecho Natural «es una ramera, que se entrega al primero que pase». Tan lasciva comparación dista de honrar al jusfilósofo escandinavo. Repite un estribillo reiterado usque ad nauseam: con el Derecho Natural los unos prueban A y los otros no-A, sirviendo igual para un roto que para un descosido. ¿Y qué se hace el Derecho positivo, señores positivistas? Dejando de lado algunos litigios --en los cuales sólo se discrepa sobre hechos--, en todos los demás está en discusión qué prescribe el derecho positivo; v.g., si la conducta incriminada es o no antijurídica, o si es típica, o si entra en el ámbito de protección de la norma o si excede el riesgo permitido; o si el contrato es nulo por falta de causa; o si la tributación aplicable a un ingreso es en concepto de actividades económicas porque unilateralmente así lo haya consignado el empleador; o si el divorcio ha de regirse por la lex loci; o si la herencia ha de hacerse teniendo en cuenta la vecindad aragonesa del de cujus; o si el plazo de prescripción legalmente aplicable es éste o aquél; o si el negocio jurídico efectuado es válido o constituye fraude de ley; o si el comportamiento cae bajo la responsabilidad extracontractual del 1902 CC o se trata de un enriquecimiento sin causa; o si el demandado ha actuado en el legítimo ejercicio de la libertad de conciencia del art. 16 CE; o si esta compraventa ha de regirse, o no, por el convenio de Bruselas, dada la participación de agentes externos al ámbito de dicho instrumento; o si este tribunal es competente para instruir este proceso; o si, con respecto a las aducidas circunstancias impeditivas, tiene vigencia un principio procesal de inversión de la carga de la prueba; o si la inscripción de tal marca vulnera o no la ley; o si la publicación de tal obra respeta la ley de propiedad intelectual; o si a la pretensión de la parte actora le beneficia el efecto directo de una norma de Derecho paneuropeo a falta de su transposición al ordenamiento legal interno; o si el colindante tiene derecho de tanteo o de retracto; y así sucesivamente. ¿Vamos a prescindir del Derecho positivo?

Si quedara invalidada una disciplina por la mera existencia de desacuerdos entre autores y escuelas, habría que arrojar por la borda la economía, la lógica, la física, la sociología, la genética, la paleontología, la biomedicina, etc.


15

[NOTA 15]

Valga esta comparación. Sea una macedonia de frutas. Supongamos que se condimenta con vinagre. El jusnaturalista quiere la macedonia dulce, no amarga. El sustractivo, exige que se lave para quitar el vinagre. El aditivo agrega azúcar.


16

[NOTA 16]

Una visión blanda del jusnaturalismo sustractivo podría reconocer una validez de tales contenidos constitucionales, mas considerándolos jurídicamente deficientes, afectados de una tacha nomológica.


17

[NOTA 17]

Aquellos motivos por los cuales el autor de estas páginas ha abrazado el jusnaturalismo positivo o aditivo --en lugar del negativo o sustractivo-- se han ido desarrollando en varios escritos; ya esbocé esa dualidad en mi primer ensayo de filosofía jurídica, «El bien común, principio básico de la ley natural», Isegoría Nº 17, 1997, pp. 137-163, ISSN 1130-2097. Muchísimo más he profundizado en esa discrepancia en mi reciente tesis doctoral jurídica IDEA IURIS LOGICA (Universidad Autónoma de Madrid, junio de 2015) (acc. http://dx.doi.org/10.13140/RG.2.1.4072.8169 así como en http://hdl.handle.net/10486/667139 y en http://hdl.handle.net/10261/117264).

Cabe observar que esa opción viene matizada en mis últimos trabajos, donde --sin dejar de decantarme, una vez más, por el jusnaturalismo aditivo-- admito --para algunas inferencias puntuales-- un modicum de jusnaturalismo sustractivo; no sería exacto decir que el resultado es un jusnaturalismo mixto, en tanto en cuanto es marginal esa sustractividad, ese efecto de filtro.

Un ejemplo de tal funcionamiento de la lógica nomológica como cedazo lo tenemos en el siguiente ejemplo. Imaginemos que el legislador ha edictado, por la ley reguladora del IRPF, la preceptividad de que quien perciba unos ingresos anuales de más de 100.000 euros tribute por renta al tipo impositivo del 49%; sin embargo, aunque tiene una renta muy superior D. Luis Hermenegildo de Valdenájera y Jáudenes de Peñaranda, marqués de Sagarmínaga de Las Delicias con Grandeza de España, la ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado para el año entrante contiene una disposición adicional ad hominem por la cual se exonera de tal obligación al señor marqués. Por más que tal exención vulnere el art. 31.1 constitucional, no cabe recurso de amparo (puesto que ese artículo pertenece a la Sección Segunda del capítulo II del Título I, y no a la Sección Primera). Desde el punto de vista de la lógica nomológica --y, por lo tanto, desde el Derecho Natural-- sólo es posible, o bien entender que esa Ley de acompañamiento deroga (en parte) la reguladora del IRPF, o bien que la exoneración es nula de pleno derecho, en aplicación de un axioma de lógica nomológica, el de consecuencia jurídica.


18

[NOTA 18]

Hart, op.cit., pp. 55ss.


19

[NOTA 19]

De ningún modo insinúo que los positivistas juzgan que la Constitución es incriticable. Pueden criticarla extra-jurídicamente. Lo que no pueden admitir es que haya cánones o parámetros jurídicamente vinculantes supraconstitucionales. Siendo así, la crítica de cada uno valdrá lo que valgan sus criterios. Si es una crítica moral enunciada desde una particular concepción ética, valdrá para quienes la asuman. (Y sabemos que cualquier concepción ética sólo recibe el asentimiento de una minoría de los filósofos.)

Un jusnaturalista puede tener una actitud de repulsa moral hacia conductas que, a su entender, son y deben ser lícitas según el propio Derecho Natural, p.ej. desear el mal ajeno, mentir, profesar el satanismo o ser racista. El jusnaturalista no confunde Derecho con moral ni los mezcla. Cuando critica determinadas normas de un ordenamiento, lo hace desde principios normativos (los de la lógica nomológica y el de no arbitrariedad) también presentes en ese mismo ordenamiento, aunque el legislador ni lo sepa ni lo desee.


20

[NOTA 20]

Podemos compararla con los hechos atómicos y sus elementos, igualmente atómicos, del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, postulados con la clara conciencia de que igual no existen.


21

[NOTA 21]

Más exactamente, claro, lo que se interpreta es el precepto, el texto escrito que crea esa situación normativa que es la Constitución.


22

[NOTA 22]

Aunque la metáfora del big bang constitucional ha venido muy utilizada recientemente --siendo dudoso quién la haya acuñado--, podemos ver en su adopción la influencia de las ideas decisionistas de Carl Schmitt, quien, a su vez, las toma de Juan Donoso Cortés, autor de la célebre frase (tan propia de su florida oratoria): «El Poder Constituyente no puede localizarse por el legislador ni formularse por el filósofo, porque no cabe en los libros y rompe el cuadro de las constituciones; si aparece alguna vez, aparece como el rayo que rasga el seno de la nube, inflama la atmósfera, hiere la víctima y se extingue» --citado por Luis Sánchez Agesta, Lecciones de Derecho Político (Granada: Ed. Prieto, 1951, p. 338).


23

[NOTA 23]

El arcano constitucional del que habla Max Weber es el mito o enigma en el cual deliberadamente se envuelve el acto jurídico fundacional de un nuevo orden normativo. También lo llama «la revelación jurídica» (Offenbarung). V. Mª José Fariñas Dulce, La sociología del derecho de Max Weber, Madrid: Civitas, 1991, pp. 246ss.


24

[NOTA 24]

Un criterio, de todos modos, muy poco operativo en nuestro ordenamiento; sería inaudito interpretar el Código Civil según la mentalidad del legislador de 1889.


25

[NOTA 25]

El FJ 3º afirma que el derecho a la vida del artículo 15 CE «es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional --la vida humana», agregando que se halla «indisolublemente relacionado [con] el valor jurídico fundamental de la dignidad de la persona, reconocido en el art. 10». De nuevo el FJ 5º reitera que la vida humana es un valor fundamental y el 9º que es un valor central. A pesar de lo cual, siendo el nasciturus un ente dotado de vida humana --portador de ese valor fundamental y, por lo tanto (en virtud del FJ 3º), de la dignidad personal del art. 10 CE--, carece, según la Sentencia, de derecho a la vida.

En su voto particular, el magistrado F. Tomás y Valiente rechazó considerar la vida humana como un valor fundamental del ordenamiento; lo propio hizo el magistrado Rubio Llorente.


26

[NOTA 26]

Rompiendo la continuidad de una jurisprudencia de los primeros años del TC, la STC 104/1986 renuncia a jerarquizar los derechos fundamentales de la Sección Primera del capítulo II del Título I CE, abrazando, en su lugar, el principio de la concordancia en caso de conflicto entre dos derechos de rango fundamental, mediante una «necesaria y casuística ponderación».

V. Pedro Padilla Ruiz, «El conflicto entre el derecho al honor y la libertad de expresión en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», Revista Aranzadi Doctrinal, Nº 4, 2011 (acc. https://www.academia.edu/4106454): y Eduardo F. Rodríguez Gómez, «El Tribunal Constitucional y el conflicto entre la libertad de información y los derechos al honor, la intimidad y la propia imagen: Revisión jurisprudencial», Estudios sobre el Mensaje Periodístico, 20/2 (2014), ISSN 11341629; http://dx.doi.org/10.5209/rev_ESMP.2014.v20.n2.47061, acc. 2016-04-02.


27

[NOTA 27]

Aquejan siete deficiencias al sistema de recursos de inconstitucionalidad ante el TC según lo previsto en la CE. (1ª) En ningún caso se concede al Tribunal la iniciativa (ni existe, adjunto al mismo, un Oidor con facultades para incoar de oficio procesos de inconstitucionalidad). (2ª) Es demasiado restringida la legitimación para interponer recurso de inconstitucionalidad, impidiéndose que puedan presentarlo la Jefatura del Estado (antes que sancionar una ley que viole la juridicidad constitucional), los grupos parlamentarios minoritarios (cuyos integrantes no alcancen el número de 50 diputados) o corporaciones de Derecho público especialmente relevantes pero diversas de las Comunidades Autónomas; podrían ser: la Fiscalía General del Estado, el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Universidades, el Consejo General de la Abogacía Española, el Consejo Económico y Social, etc. (3ª) La no previsión de recurso de inconstitucionalidad contra la omisión del deber de legislar. (4ª) La irrecurribilidad de las decisiones tomadas en única instancia (lo cual sería remediable, ya fuera instituyendo un doble escalón decisional --con recurso de apelación por motivos tasados--, ya fuera haciendo admisible, bajo supuestos especialísimos, un recurso de reforma devolutivo). (5ª) La indeterminación de los efectos jurídicos de la declaración de inconstitucionalidad (art. 164.1), o sea si se trata de una nulidad ex nunc o ex tunc. (6ª) La imprecisión sobre si lo preceptivo de las sentencias del TC es sólo el fallo o también la doctrina sentada en los fundamentos jurídicos. (7ª) No haber previsto recurso previo de inconstitucionalidad (el cual fue infraconstitucionalmente instituido por la primera redacción de la LOTC, art. 79, abrogado en 1985).

Algunos de esos problemas vienen abordados en el libro La sentencia sobre la constitucionalidad de la Ley de la Asociación de Letrados del TC (Madrid: CEC, 1997). El TC tímidamente ha intentado a veces suplir tal o cual de esas deficiencias, v.g. declarando nula una exclusión en el texto de una ley (una exclusión no enunciada, meramente manifestada por la omisión de un precepto que prevea el supuesto en cuestión). V. ibid., p. 95.

De todos modos --si bien es un tema que desborda el marco del presente trabajo--, juzgo preferibles los sistemas como el estadounidense de control difuso de constitucionalidad (judicial review); en ellos cualquier juez puede fallar la inconstitucionalidad de una ley --abriéndose, claro está, las vías de recurso hasta llegar al máximo órgano jurisdiccional. En un sistema así es muchísimo más difícil que prosperen leyes inconstitucionales, que es uno de nuestros males.


28

[NOTA 28]

Hay leyes vigentes que son inconstitucionales, no sólo en materia de autonomías regionales (posiblemente muchos de los estatutos autonómicos son inconstitucionales), sino también en temas tributarios (violación del art. 31.1), de política exterior (violación del Preámbulo) y otros.


29

[NOTA 29]

V. José Juan Moreso, «La doctrina Julia Roberts y los desacuerdos irrecusables», en J.J. Moreso, L. Prieto Sanchís & Jordi Ferrer Beltran, Los desacuerdos en el Derecho, Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2010, ISBN 9788461442973.


30

[NOTA 30]

No me pronuncio sobre el alcance de la fuerza obligatoria de la jurisprudencia constitucional. En concreto, los fundamentos jurídicos de una sentencia del TC pueden contener lecturas del texto constitucional cuya fuerza no creo esté claramente fijada en el ordenamiento jurídico-constitucional hispano. Es dudoso que un legislador que, en el futuro, edicte una norma disconforme con esa lectura de un fragmento del texto constitucional esté actuando anticonstitucionalmente. La norma paraconstitucional emanada del alto Tribunal tiene, en nuestro ordenamiento, un valor esencialmente consuetudinario. Es oscuro su lugar en la jerarquía normativa.


31

[NOTA 31]

A quienes se oponen al control jurisdiccional de la ley o quieren restringirlo al máximo se les plantea el mismo problema cuando una asamblea legislativa edicta una ley que es disconforme con la Constitución, aunque erróneamente los legisladores pretendan que no lo es. En esos sistemas, no es que --como equivocadamente se ha afirmado muchas veces-- la Constitución no sea normativa, sino que, aun siéndolo, el poder legislativo goza de una potestad paraconstitucional, generando antinomias. En tales sistemas no existe genuina jerarquía normativa; la supremacía de la Constitución es más nominal que real.

Es un problema de investigación histórico-jurídica, pero mi opinión es que con los sistemas de control jurisdiccional de la ley se ha ganado muchísimo en el respeto de los derechos humanos, aunque hayan sido desafortunadas no pocas decisiones de los tribunales constitucionales. Un caso paradigmático es el de la Constitución de la V República Francesa, de 1958, de sesgo autoritario, poco liberal, que sufrió una mutación constitucional por la Decisión 71-44 DC del Consejo Constitucional (julio de 1971), a la que han seguido muchas otras, que han alterado de hecho el ordenamiento jurídico-constitucional francés; para bien.


32

[NOTA 32]

Es un asunto que también se ha debatido en América Latina: Colombia, Argentina y México. V. http://uir.ulster.ac.uk/29740/2/Guardians.pdf, Rory O'Connell, «Guardians of the Constitution: Unconstitutional Constitutional Norms» Journal of Civil Liberties, vol. 4 (1999), pp. 48-75; acc. 2016-03-28.).


33

[NOTA 33]

Jurisprudencia peligrosa, si un día se sometiera a plebiscito la abolición del derecho de asociación o de la libertad de residencia, o bien la autorización de la tortura. (En algunos Estados de USA cuyas constituciones prevén plebiscitos, los Tribunales han anulado a veces el resultado de los mismos por contradicción con la Constitución Federal.)

Notemos, sin embargo, que la reforma constitucional francesa de julio de 2008 permite que, antes de verificarse el plebiscito, lo consultado en él sea sometido a la previa aprobación del Consejo Constitucional.


34

[NOTA 34]

Imaginemos que, aleccionados por el impasse gubernamental surgido a raíz de las elecciones de diciembre de 2015, los diputados y los senadores deciden --por sendas mayorías de 3/5 preceptuadas por el art. 167-- modificar los artículos 99, 100, 114 y 115, eliminando totalmente la participación del Rey en el nombramiento del presidente del Gobierno y de los ministros; v.g., instituyendo el procedimiento de que, tras las elecciones, se presenten ante el Congreso candidatos a presidir el Gobierno, resultando elegido aquel que salga más votado. Esa reforma colisionaría con lo prevenido en los artículos 62.d y 62.e, que pertenecen al Título II, cuasi-intangible en virtud del art. 168.

¿Qué procedería hacer frente a tal reforma? El Tribunal Constitucional podría anularla, alegando que, aunque no se han reformado artículos del Título II, éste sí está afectado por la reforma, por lo cual habría sido menester actuar según el art. 168. Sin embargo, es perfectamente posible que el TC no tuviera ocasión alguna de pronunciarse (como no la ha tenido con la reforma exprés del art. 135 que afecta al Título preliminar, asimismo bloqueado por el art. 168). El resultado sería una Constitución antinómica, con un artículo 62 que conferiría ciertas potestades al Rey, las cuales le vendrían rehusadas por los enmendados artículos 99, 100, 114 y 115.

Está claro que en el septeto que redactó el anteproyecto de Constitución de 1978 no había ni un solo lógico, ni un solo individuo con estudios de lógica matemática, en general, ni de lógica deóntica, en particular. Pero el sentido común, la capacidad de razonar y de prever, hubieran debido bastar para no incurrir en los absurdos que acarrea la doble vía de las enmiendas, la de los artículos 167 y 168.


35

[NOTA 35]

Cabe preguntarse si no incumbía a la Corona abstenerse de sancionar una reforma anticonstitucional de la Constitución, aunque para tal eventualidad el texto no ha hecho previsión alguna, como tampoco la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.


36

[NOTA 36]

De modo general, la vía hermenéutica es la más adecuada para afrontar el problema de las prescripciones constitucionales anticonstitucionales --o sea de las antinomias internas en la Constitución, ya sean originarias, ya resultantes de alguna enmienda. Eso significa que, en la medida de lo posible, habrá que interpretar cada una de las prescripciones constitucionales en un sentido de mutuo encaje, que disuelva la antinomia. No siempre es posible; ni la mera posibilidad implica necesariamente verosimilitud o corrección de lo que puede ser un mero ardid exegético, más o menos forzado. Sobre todo, como, por encima de la Constitución, están el Derecho Natural y la lógica nomológica, el conflicto entre dos cláusulas del mismo texto constitucional ha de dirimirse --allende la posible armonización interpretativa-- acudiendo a cánones supraconstitucionales.

Un caso reciente de antinomia se ha producido en la Constitución mexicana por las reformas de 6 y 10 de junio de 2011, a tenor de las cuales, por un lado, las normas de derechos humanos no se relacionan en términos jerárquicos (lo cual significa que aquellas cuya preceptividad venga dada por un tratado internacional no son infraconstitucionales), pero, no obstante, se establecen dos reglas antinómicas: la una, que hace prevalecer las eventuales restricciones de los derechos contenidas en el texto constitucional (por el principio de supremacía de la Constitución); y la otra, el principio pro persona, que constriñe a los jueces a resolver cada caso atendiendo a la interpretación más favorable a la persona. La colisión se produce cuando un fallo de la CIDH, p.ej., preceptúa una medida más favorable a la persona en un ámbito en el cual, sin embargo, existe una restricción constitucional.

Un pronunciamiento nomológicamente fundado requeriría examinar qué intereses legítimos y bienes jurídicos son aquellos que tratan de proteger las referidas restricciones y si se hallan en conflicto dos derechos humanos, lo cual es muy frecuente; en tal supuesto la solución más favorable para una persona es la más desfavorable para la otra.


37

[NOTA 37]

Puesto que el bien común pertinente en una Constitución es el del cuerpo político realmente existente --o sea la Nación, en un sentido histórico-político--, la inescindibilidad de dicho cuerpo es otro de los principios que --explícitamente incorporados o no al texto constitucional-- son, de suyo, supraconstitucionales, por encima de cualquier potestad de revisión constitucional o de proclamación de una nueva constitución.

Por ello no comparto en absoluto la doctrina del TC en las sentencias 103/2008, 42/2014, 31 y 32/2015, según la cual sería viable, en aplicación del art. 168 CE sobre la reforma constitucional, enmendar el art. 2 (ubicado en el Título Preliminar), «La Constitución se fundamenta en la indivisible unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» --una prescripción que desarrolla la declaración de soberanía nacional del Preámbulo--. Afirma Mariano Bacigalupo en «¿Permite la Constitución un referéndum de autodeterminación en una comunidad?» (El confidencial, 2016-04-07): «El TC ha reafirmado esta doctrina en sus recientes sentencias de 11 de junio de 2015 [...] y de 2 de diciembre de 2015 [...]». Esa errónea y funesta doctrina implica que podría eventualmente someterse a revisión la unidad de España, cuando ésta es, antes bien, un intangible principio supraconstitucional, un corolario del axioma nomológico del bien común.

Concedo que la vía agravada del art. 168 hace casi imposible tal reforma en un próximo futuro. Pero hablamos de una cuestión de principio. Y, como cuestión de principio, sostengo que ni por la vía del art. 168 constitucional ni por ninguna otra sería lícita una partición de España --en ninguna eventualidad, fueran cuales fueren las circunstancias--. Y es que desborda la potestad de cualquier poder constituyente --sea el originario, sea el constituido-- suprimir, destruir o fragmentar la Nación cuya preexistente soberanía otorga facultad constituyente a ese poder.

Como bien lo recalcó D. Francisco Giner de los Ríos, las sociedades se crean, no por actos jurídicos, sino por hechos jurídicos. Lo que crea una Nación como sujeto con personalidad jurídica en el orden internacional es un hecho histórico-político, la convivencia de muchas generaciones sucesivas (cuantas más, mayor indivisibilidad); una convivencia con instituciones y autoridades comunes, con una comunidad hacia adentro y hacia afuera. (Tal doctrina no se aplica a confederaciones instituidas por un tratado de unión no perpetua, como la canadiense, establecida en la reciente fecha de 1867.)

Notemos, además, que una imaginaria abolición del artículo 2 CE que autorizara la secesión de una región española sería inicua si, simultáneamente, no autorizara al resto de las regiones a expulsarla de la unión nacional, e.d. a imponerle la secesión (o, lo que es lo mismo, a hacer secesión respecto a ella). Instituido el derecho al repudio, éste al menos ha de ser mutuo y simétrico.


38

[NOTA 38]

Que la Constitución de 1978 no exprese cláusulas explícitas de intangibilidad no significa que no las contenga implícitamente ni, todavía menos, que no quede sujeta a ellas por algún canon supraconstitucional.

Desde un punto de vista de radicalismo juspositivista extremo, Juan Luis Requejo Pagés, en Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente (Madrid: CEPC, 1998), tras dejar sentado (p. 41) «que desde la ciencia del Derecho no es posible otro planteamiento que aquél que opera a partir de conceptos y categorías racionalmente contrastables, y entre ellos no se encuentran ideas tales como la de la justicia o el bien común», rechaza la aplicabilidad de la lógica al Derecho (p. 106): «Sin embargo, por encima de la lógica stricto sensu --de la lógica normativa-- está, siempre, la lógica positiva, esto es, la impuesta por la expresa voluntad constituyente, frente a la que nada pueden límites que, por más que se califiquem de implícitos, no son sino los queridos por el intérprete. Y éste no puede querer ahí donde el constituyente, expresamente, no ha querido». Tan intransigente postura le sirve para recusar cualesquiera tesis que postulen algún principio intangible que ninguna revisión constitucional estaría facultada para sacrificar.

En la misma línea, Requejo descarta, con el reverso de la mano, cualquier recurso de inconstitucionalidad contra alguna prescripción contenida en el texto constitucional (pp. 84-85): «ha de admitirse que la Constitución puede incurrir en antinomias aparentes; puede incluso contener previsiones frontalmente contrarias a las que cabría deducir de algunos de sus preceptos. En ningún caso, sin embargo, puede hablarse de contradicción (palabra vedada al intérprete cuando de la Constitución se trata)». Recuerda uno aquel mandamiento del emperador Justiniano: «Que nadie se atreva a encontrar contradicción alguna en la legislación por mí edictada». Mas, si no importa la lógica, ¿por qué hacerse cruces con el reconocimiento de contradicciones en el texto constitucional? La omnipotente voluntad del constituyente, que --según el autor positivista-- prevalece sobre la lógica, ¿no puede imponer la preceptividad, no ya de meras contradicciones, sino hasta de supercontradicciones?


39

[NOTA 39]

No sólo de la ley, sino de la propia Constitución, cuyo art. 68.2 establece un sistema de elección que vulnera el principio de igual representación en proporción a la población de las diferentes circunscripciones, principio que, en cambio, figuraba en la Constitución de 1812, en sus arts. 31, 32 y 33.


40

[NOTA 40]

Tenemos aquí un argumento similar al que desarrolla el juez Marshall en Marbury v. Madison, 1803, que también significó una mutación constitucional, al instituir un poder judicial de control de las leyes, que la Constitución no había previsto.


41

[NOTA 41]

En M'Gee v. Ireland (1974) el Tribunal Supremo irlandés sostuvo que era anticonstitucional prohibir a una mujer casada obtener anticonceptivos, pues violaba su derecho a la intimidad conyugal (un derecho que se formula en esa sentencia por primera vez). El magistrado Brian Walsh asumió la doctrina del Derecho Natural: «[The fundamental rights provisions] emphatically reject the theory that there are no rights without laws, no rights contrary to the law and no rights anterior to the law. They indicate that justice is placed above the law and acknowledge that natural rights, or human rights, are not created by law but that the Constitution confirms their existence and gives them protection».


42

[NOTA 42]

También en la India el Tribunal Supremo ha instituido la doctrina de la inconstitucionalidad de enmiendas constitucionales que infrinjan derechos fundamentes, sosteniendo que sólo una nueva asamblea constituyente tendría tal potestad.


43

[NOTA 43]

Chirría fundar la legitimidad del ordenamiento en el poder coercitivo de quien lo establece o hace guardar, pero toda una tradición positivista abraza ese fundamento. Definen al poder como la regulación del uso monopólico de la fuerza. No sólo Carl Schmitt, sino también el propio Kelsen asumen ese enfoque. De algún modo se trata de hacer que el problema de la legitimidad se desvanezca, reemplazado por el de la legalidad, definida como la normativa de quien tiene el poder armado. (Hay otros positivistas que no comulgan con esa idea, exigiendo que la sociedad haya asumido una regla de reconocimiento acompañada del punto de vista interno; o sea, demandan un consentimiento de los gobernados. Claro que un bucanero lo acabará obteniendo si persiste.)


44

[NOTA 44]

El texto de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional de mayo de 1958 empieza con estas palabras: «Yo, Francisco Franco Bahamonde, caudillo de España, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia, en presencia de las Cortes del Reino, promulgo como Principios del Movimiento Nacional, entendido como comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada, los siguientes: 1. España es una unidad de destino en lo universal. [...] 2. La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspira su legislación». El punto 7 afirma que la forma política del Estado español «es, dentro de los principios inmutables del Movimiento Nacional y de cuanto determinan la Ley de Sucesión y demás Leyes Fundamentales, la Monarquía tradicional, católica, social y representativa». El punto 8 advierte: «toda organización política de cualquier índole al margen de este sistema representativo [el de la representación «orgánica»: Familia, Municipio y Sindicato] será considerada ilegal».

La Revista del Instituto de Estudios Políticos (hoy Centro de Estudios Políticos y Constitucionales) consagró una sección monográfica a glosar esa ley fundamentalísima, con participación de las luminarias jurídicas del Régimen, como Fraga Iribarne, Pérez Serrano, Castán Tobeñas y Ollero Gómez. (Posteriormente, Carlos Ollero Gómez escribirá un libro de comentario a esa Ley y, cuatro lustros más tarde, será no sólo vicepresidente del Consejo del Reino sino también senador por designación regia, con un destacado papel en la elaboración del texto final de la actual Constitución. Encarna así su persona el tracto sucesivo de un sistema al otro.)

En los años 60 el establishment jurídico legitimaba la Ley de Principios del Movimiento con tan obsequioso celo como aquel con el que hoy echa incienso sobre la Constitución de 1978. A veces han sido los mismos individuos y otras veces sus discípulos y sucesores en la plaza.


45

[NOTA 45]

El locus classicus de la tripartición weberiana es su conferencia de 1919 «La profesión y vocación de la política», repr. En Political Writings, ed. & trad. inglesa de P. Lassman & R. Speirs, Cambridge U. P., 1994. (En español: M. Weber, El político y el científico, trad. F. Rubio Llorente, Madrid: Alianza, 2012.) V. al respecto P. M. Blau, «Critical remarks on Weber's theory of authority», The American Political Science Review, 57/2, 1963, pp. 305-316. V. también Max Weber, Sociología del Derecho, trad. y ed. José Luis Monereo, Granada: Comares, 2001, p. 257.


46

[NOTA 46]

Luis Sánchez Agesta, en su citado libro publicado en 1951 (el mismo año en que, por orden ministerial, viene nombrado rector de la Universidad de Granada, cargo que ocupará durante nueve años hasta trasladarse de cátedra a la Universidad de Madrid), atribuye al Caudillo la plenitud del poder constituyente. Revelándose fiel discípulo y secuaz de Carl Schmitt, alega que, en virtud de su naturaleza orgánica y creadora, el poder constituyente ni puede ni debe buscar otra legitimidad que la propia decisión de quien se ha adueñado de tal potestad para ejercerla según su voluntad. Sánchez Agesta funda esa absoluta potestad constituyente del Caudillo en el hecho bruto de que los acontecimientos políticos lo han erigido en titular fáctico de un poder omnímodo. Atribuir el poder constituyente «al Rey o al pueblo debe considerarse únicamente como mitos históricos que tratan de reforzar una acción política determinada. Titular del Poder Constituyente, dada su específica naturaleza histórica, no es quien quiere o quien se cree legitimado para serlo, sino más simplemente quien puede, esto es, quien está en condiciones de producir una decisión eficaz sobre la naturaleza del orden» (ibid., p. 342).

En Las Cortes bicamerales de 1977, Sánchez Agesta fue uno de los 41 senadores de designación regia y miembro de la comisión constitucional del Senado. En su intervención del 31 de octubre de 1978, se pronuncia a favor del texto consensuado porque coronaba la Ley para la Reforma Política, o sea la 8ª de las Leyes Fundamentales del Reino. Cabe conjeturar en qué medida sus teorías schmittianas de 1951 seguían siendo el impulso para esa toma de postura 27 años después. Al fin y al cabo, en ambos casos, faltando otra legitimidad, había que remitirse a la facticidad del poder.


47

[NOTA 47]

Lorenzo Peña, Estudios Republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, México/Madrid: Plaza y Valdés Editores, 2009. ISBN 9788496780538, capítulo III, esp. §2.


48

[NOTA 48]

Es difícil aceptar la noción de un poder meramente de facto para el positivismo --sobre todo en sus versiones duras, en las que se define el Derecho como la regulación del uso de la fuerza por quien la detenta. (Un positivismo suavizado, como el de Hart, exige, para que se tenga un poder de jure, que esté operativa una regla de reconocimiento acompañada del punto de vista interno.)

Los insurrectos que irrumpen en la capital de un Estado, imponiendo allí sus órdenes, ¿constituyen un poder legal? Puede que en el futuro, si consolidan su dominación y la disciplinan, acaben algún día instituyendo un régimen de jure. Mi tesis es la de que franco-falangismo nunca lo consiguió del todo, ni de lejos.

Voy a poner un ejemplo. El 25 de marzo de 1997, un grupo de soldados amotinados, capitaneados por el Mayor Koroma, auxiliados por rebeldes, se adueñó de la capital de Sierra Leona, Freetown, imponiendo su poder, que no fue internacionalmente reconocido. El presidente Kabbah se refugia en Nigeria. Un año después, paradójicamente, la dictadura militar de Nigeria --bajo la tiranía del general Sani Abacha-- manda un cuerpo expedicionario que recaptura Freetown, restaurando el poder civil de Kabbah. ¿Cómo vería el positivista el régimen de facto de Sierra Leona entre marzo de 1997 y marzo de 1998? Es difícil saber cuál era la regla de reconocimiento. En todo caso, Kabbah era un depuesto presidente exiliado, sin ningún poder real. Supongamos que finalmente las tropas nigerianas no hubieran intervenido; entonces Kabbah jamás habría vuelto a Freetown y el régimen de Koroma se habría afianzado.

Otro caso parecido es el del presidente haitiano Jean-Bertrand Aristide, depuesto por un golpe de estado militar el 29 de septiembre de 1991 y restaurado en la presidencia el 15 de octubre de 1994 a consecuencia de una decisión del Consejo de Seguridad de la ONU; durante ese trienio había seguido siendo el Jefe de Estado legal de la nación haitiana, mientras que las autoridades de facto de Puerto Príncipe eran usurpadoras; sólo que, claro está, si no se hubiera restaurado la legalidad constitucional, si durante mucho tiempo hubiera persistido la tiranía militar, es dudoso hasta qué momento consideraríamos que Aristide seguía siendo el Presidente legal. (El lector puede comparar esos hechos con los acaecidos en otros países, para no hablar ya de los gobiernos en el exilio de la II guerra mundial.)

¿Es la duración del poder de facto lo que hace de él un poder de jure? ¿Cuántos años? Y ¿cuántos años de exilio se requieren para que las autoridades coercitivamente expatriadas dejen de constituir el gobierno legal del país? Pienso que tales preguntas hallan su respuesta en el §4.4 del presente ensayo, cuando defiendo la justificación teleológico-funcional. El poder de facto sólo se transforma en poder de jure cuando --y en la medida en que-- instituye una realidad normativa satisfactoria para el bien común.


49

[NOTA 49]

¿Qué diríamos si esa restauración monárquica en el país hermano se hubiera producido en 1990, o sea 44 años tras la fuga de Humberto II --un lapso igual al que distancia 1975 de 1931?


50

[NOTA 50]

V. Juan Ferrando Badía, Teoría de la instauración monárquica en España, Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1975, ISBN 8425905648. En la p. 156 se recoge este párrafo del discurso pronunciado por el Caudillo ante las Cortes en el anochecer del 22 de julio de 1969: «En este orden creo necesario recordaros que el Reino que nosotros, con el asentimiento de la nación, hemos establecido nada debe al pasado: nace de aquel acto decisivo del 18 de Julio, que constituye un hecho histórico trascendente, que no admite pactos ni condiciones. La forma política del Estado nacional, establecida en el Principio 7º de nuestro Movimiento [...] es la Monarquía tradicional, católica, social y representativa». Según lo pone de relieve otro fragmento del discurso (ibid., p. 159) la aludida tradición es la del carlismo que luchó contra «la decadencia liberal» a lo largo de todo un siglo; o sea la de secuaces de pretendientes de la otra rama dinástica, que no son antepasados del sucesor designado. Sólo que el designado, en su discurso de gratitud del día siguiente (ibid., p. 191), además de confirmar que lo que se estaba instituyendo era una monarquía nueva --y no la heredada de su abuelo-- («recibo de Su Excelencia el Jefe de Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936»), deslizó, sibilinamente, la frase «Pertenezco, por línea directa, a la Casa Real española y en mi familia, por designios de la Providencia, se han unido las dos ramas. Confío en ser digno continuador de quienes me precedieron». ¿Quiénes le precedieron? ¿Sus antepasados de la execrada rama «liberal» o isabelina? A ese pasado nada debe el nuevo Reino, según lo acabamos de ver. ¿Serán los pretendientes carlistas --de quienes no desciende Su Alteza?


51

[NOTA 51]

Cual lo había sido el Estatuto Real del 10 de abril de 1834, concedido a los españoles por la Reina Gobernadora en nombre de su augusta hija, Dª Isabel II.

Los cuatro más célebres ejemplos de Cartas Otorgadas fueron:

  1. La Carta constitucional concedida por Luis de Borbón (Luis XVIII) el 4 de junio de 1814, al ser puesto en el trono de sus antepasados por las potencias que acababan de derrotar a Francia y seguían ocupándola. (El preámbulo termina con estas palabras: «Nous avons volontairement, et par le libre exercice de notre autorité royale, accordé et accordons, fait concession et octroi à nos sujets, tant pour nous que pour nos successeurs, et à toujours, de la Charte constitutionnelle qui suit».) No será abolida hasta la revolución republicana de febrero de 1848.

  2. El llamado «Estatuto albertino», otorgado a sus súbditos por el Rey de Cerdeña Carlos Alberto I en 1848 para contener la insurrección liberal que amenazaba con derribar el trono. El monarca, al edictarlo, lo llamó «Legge fondamentale perpetua ed irrevocabile della Monarchia sabauda». Esa «monarquía sabauda» o saboyana, estaba formada por la isla de Cerdeña (un reino) más los ducados de Saboya, Piamonte y Liguria. Lo curioso es que el Estatuto se había redactado en francés (se inspiraba en la Carta de Luis XVIII), siendo menester traducirlo luego al toscano. Cuando su hijo, Víctor Manuel II, se adueñe de la mayor parte de la península, proclamándose «rey de Italia» el 17 de marzo de 1861, el Estatuto se convertirá en la ley fundamental del nuevo reino, permaneciendo nominalmente vigente hasta 1946, con la instauración de la República Italiana.

  3. La llamada «constitución Meiji» otorgada a sus súbditos por el Emperador Meiji del Japón en 11 de febrero de 1889, la cual hacía residir en el Mikado --sagrada e inviolable divinidad terrenal, descendiente de dioses-- la plenitud de la soberanía, si bien las leyes requerían el consentimiento de la Dieta. A la vez esa Carta concede algunos derechos condicionales a los súbditos, pero sólo en tanto en cuanto la Ley no los suprima o restrinja. El principal derecho es el de propiedad privada. La constitución Meiji permaneció en vigor hasta la capitulación del Imperio Japonés el 2 de septiembre de 1945.

  4. El Acta de revisión del Digesto de las Leyes Fundamentales del Imperio Ruso renuentemente edictada por el zar Nicolás II Alejándrovich en 23 de abril de 1906. El Digesto había sido promulgado en 1832 por su bisabuelo, Nicolás I Pávlovich. El régimen consagrado en ese Digesto era el tradicional de Rusia, la monarquía absoluta. En su juramento al ser ungido y coronado Emperador, el zar hacía un voto a Dios de mantener la autocracia y transmitirla a su heredero. El acta de 1906-04-23 quebraba ese voto, poniendo fin al poder absoluto del soberano. Nicolás se consoló pensando que quedaba a salvo lo esencial de la autocracia (ya que el nuevo sistema semi-constitucional dejaba intacta la mayor parte de su imperial potestad).


52

[NOTA 52]

Un aditamento que, explosivamente, colisionaba con el entramado de las siete Leyes Fundamentales precedentes, subordinándose --en virtud de imperativos del propio sistema-- a la Ley suprema, la del Movimiento Nacional de 1958, por clamorosamente antinómico que resultara ese conglomerado legal, tan incongruente que rayaba en una mera acumulación de normas carente de sistematicidad jurídica.


53

[NOTA 53]

El propio régimen aborreció esa palabra, abominada en la tradición carlista que constituía uno de sus pilares ideológicos.


54

[NOTA 54]

Afirmar que la LRP, Ley 1/1977, fue válida porque se tramitó de manera procedimentalmente correcta es desconocer que, en un ordenamiento jurídico, la validez tiene dos condiciones necesarias: (1ª) formal o procedimental; (2ª) material o de contenido --consistente en no contravenir una norma de rango superior, en el supuesto de que esa norma superior expresamente haya prescrito la consecuencia de nulidad de las normas inferiores que la transgredan. En el ordenamiento de las Leyes Fundamentales del Reino, la de Principios del Movimiento era superior a las demás y, por añadidura, expresamente prescribía la nulidad absoluta de cualquier norma que implicara vulneración o incluso meramente menoscabo de tales principios. Por consiguiente, vulnerarlos o menoscabarlos comportaba tacha radical de invalidez, o sea de inexistencia normativa.

Tampoco el procedimiento fue idóneo para una reforma constitucional, porque, abusivamente, el Gobierno acudió al trámite de urgencia, que cercenaba las posibilidades de debate. (V. Sánchez Navarro, La transición española en sus documentos, Madrid: CEPC/BOE, 1998, pp. 332 y 361ss.)

El Presidente del Gobierno, D. Adolfo Suárez, adujo falazmente (ibid., p. 369): «La Ley de Principios del Movimiento Nacional tiene en nuestro ordenamiento el mismo rango que las demás Leyes Fundamentales y puede, consiguientemente, ser modificada --e incluso derogada-- por el mismo procedimiento que se establece para las demás [...] no dejará de admitirse que, si la Ley puede modificarse, la declaración de permanencia e inalterabilidad que en ella se consagra puede, naturalmente, ser el objeto de esa modificación».

La triquiñuela consistía en cortar la Ley de Principios en dos trozos: el uno, los 12 artículos que exponían los Principios en sí, inmutables y perpetuos; el otro, las tres Disposiciones finales, que serían mutables. La Disposición A reza así: «Los principios contenidos en la presente Promulgación [...] son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables». La disposición C prescribe: «Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino».

¿Era legal derogar la Disposición A, convirtiendo así lo inmutable y perpetuo en mutable y temporal? Era antijurídico por tres razones: (1ª) la norma que pretendiera hacerlo violaría la Disposición C y, por consiguiente, sería nula de pleno derecho (puesto que la Disposición C no sólo anula de antemano las normas que vulneren los Principios, sino también aquellas que los menoscaben, siendo un claro menoscabo privarles de su rango de perpetuidad e inmutabilidad, o sea de su intangibilidad jurídica); (2ª) la intangibilidad de los Principios no necesita ser proclamada en la Disposición A, sino que es patente en su propio contenido; y (3ª) aunque antijurídico y fraudulento, un procedimiento de revisión de la Ley de 1958 que hubiera querido, al menos, guardar las apariencias habría debido comprender tres etapas sucesivas --en secuencia temporal--: la primera, una especial Ley Fundamental de derogación de la Disposición C; la segunda, posterior, otra nueva Ley Fundamental de derogación de las Disposiciones A y B; tercera, una ulterior Ley Fundamental, de derogación o modificación expresa de aquellos principios afectados por la reforma política. (Suárez tuvo la desfachatez de sostener [v. ibid., p. 371] que sólo uno de los principios del Movimiento quedaba afectado, el relativo a los modos de representación pública.)

No habiéndose seguido tal procedimiento, la LRP, Ley 1/1977, sólo tenía validez o vigencia en tanto en cuanto se mantuviera estrictamente subordinada a la Ley de Principios de 1958 y se interpretara como compatible con tales Principios.


55

[NOTA 55]

En la medida en que existiera una juridicidad franquista, quedó seriamente mellada con la promulgación de la LRP (Ley para la Reforma Política) de 4 de enero de 1977, la 8ª Ley Fundamental del Reino, que contradecía las precedentes, conculcando, en particular, la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958. Las resultantes antinomias jurídicas convertían ese cúmulo legislativo en un amontonamiento con escasa sistematicidad, al borde de lo extrajurídico.

Hasta qué punto implicó fraude de ley todo el tránsito del sistema de las siete Leyes Fundamentales del Reino, vigente hasta el 4 de enero de 1977, al sistema posterior de las ocho Leyes lo señala, con sumo acierto, Georges Kaminis, La transition constitutionnelle en Grèce et en Espagne, París: LGDJ, 1993, donde hallamos atinadas afirmaciones. En las pp. 150-151: «Afin de justifier la tactique réformiste, le Premier ministre [Adolfo Suárez], d'une part, donnait une image déformée de la `rupture démocratique' et d'autre part, idéalisait l'ordre constitutionnel franquiste qu'il qualifiait de propre à un État de Droit. Selon ses termes, le seul fait que l'Espagne franquiste disposât d'une légalité positive était suffisant pour lui attribuer la qualité d'État de droit. Somme toute, Suárez confondait l'`État de lois' avec l'`État de doit' [...] Or, admettant même l'argumentation des gouvernants, considérant donc l'Espagne comme un État de droit, [...] nous pouvons nous demander si la révision constitutionnelle proposée par le gouvernement constituait une application rigoureuse des postulats de l'État de droit».

El jurista heleno prueba, a renglón seguido, que sucedió todo lo contrario, ya que la LRP agravó tanto las ambigüedades y las antinomias de la legislación fundamental precedente, que llevó el conglomerado resultante de esa adición al borde del estallido, lo cual conllevó consagrar una total arbitrariedad a favor de la Corona, a la cual se atribuían amplísimas potestades discrecionales en la nueva amalgama pseudo-legal, especialmente en la propia LRP. Si el declarado propósito (según la doctrina de Torcuato Fernández-Miranda que hizo suya su discípulo Adolfo Suárez) era evitar el vacuum juris (para así transitar «de la ley a la ley por la ley»), lo que se produjo fue un amontonamiento de normas que apenas se podía considerar jurídico, al no respetar un mínimo canon de congruencia ni ajustarse a pauta alguna para, en esa mar gruesa de clamnorosas antinomias normativas, determinar la exequibilidad de una norma o de otra --salvo la nuda y antojadiza voluntad del soberano. Lo que salió --nos dice Georges Kaminis-- fue una atribución de manos libres al Monarca (v. ibid., pp. 204-205).

Por último, el Profesor de la Universidad de Atenas señala cómo la LRP constituyó un fraude de ley (p. 274): «L'abrogation des Principes Fondamentaux du Mouvement, qui constituaient la supra-légalité constitutionnelle, transformait en effet ces organes [las instituciones políticas oficiales] en véritables autorités de fait. L'illégalité commise était la plus grave possible, puisqu'elle avait pour objet les principes qui constituaient le sommet de la hiérarchie juridique franquiste. [...] il ne restait qu'à constater que les autorités constitutionnelles se transformaient en autorités de fait [...]».

Permítome discrepar del insigne constitucionalista griego en lo atinente a la abrogación de la Ley de Principios de Movimiento. Ni la LRP se presentó en tales términos ni tampoco las Cortes o el propio monarca tenían potestad legal para abrogarla, ni siquiera para menoscabarla. Por lo tanto, esa Ley --junto con todo el entramado de las siete Leyes Fundamentales anteriores a la LRP-- siguió vigente hasta el 27/29 de diciembre de 1978, cuando se produjo el golpe de estado institucional que --sin ninguna base legal-- destruyó abruptamente toda la juridicidad o cuasi-juridicidad existente.

He de aclarar, no obstante, que, tanto si es correcta mi lectura como si lo es la de Georges Kaminis, en cualquiera de los dos casos hubo ruptura absoluta de la legalidad. Según su opinión, se produjo en enero de 1977. Según la mía, en diciembre de 1978.


56

[NOTA 56]

Es palmaria la radical ilegalidad de todo el procedimiento cuando nos preguntamos qué se hizo el numeral 3 de la Disposición transitoria 2ª de la LRP, Ley 1/1977 --la 8ª Ley Fundamental del Reino, según lo proclamaba su disposición final. Dicho numeral contenía el siguiente precepto: «Cada Cámara [de las Cortes] elegirá, de entre sus miembros, cinco Consejeros del Reino para cubrir las vacantes producidas por el cese de los actuales Consejeros electivos». Promulgada la ley y celebrados los comicios, cinco meses después, no volvió a haber Consejo del Reino; un consejo al cual estaba confiado pronunciarse sobre los recursos de contrafuero, que venían a ser, en aquel ordenamiento, algo similar --mutatis mutandis-- a recursos de inconstitucionalidad, asumiendo así dicho Consejo, en alguna medida, una función en parte asimilable a la de un Tribunal constitucional; eso sí, uno cuya misión era la de preservar la incolumidad de los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. V. Ángel J. Sánchez Navarro, op.cit., pp. 318, 336.


57

[NOTA 57]

Todos los integrantes de aquel poder habían jurado fidelidad a la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. Alternativamente podríamos decir que el acto sancionatorio y promulgativo del 27 de diciembre de 1978 fue nulo e írrito de pleno derecho y, por lo tanto, jurídicamente inexistente.


58

[NOTA 58]

Habrá que remontarse años, decenios o siglos atrás, pero ese primer eslabón de la cadena se acabará encontrando.


59

[NOTA 59]

V. op.cit., capítulo VII.


60

[NOTA 60]

V. mi artículo «Dictadura, democracia, república: Un análisis conceptual», en Memoria del Primer Encuentro Internacional sobre el poder en el pasado y el presente de América Latina, coord. por Francisco Lizcano y Guadalupe Zamudio. Toluca: Universidad Autónoma del Estado de México, 2009, pp. 29-60. ISBN 9786074220698.


61

[NOTA 61]

Sobre el valor instrumental de la democracia, v. Ernesto Garzón Valdés, «El consenso democrático: Fundamento y límites del papel de las minorías», Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, Nº 0, ISSN 1138-9877, publ. 1998-05-07, acc. en 2016-03-31, http://www.uv.es/cefd/0/Garzon.html.


62

[NOTA 62]

El partido ARDE (Acción Republicana Democrática Española, surgido de la fusión, en 1959, de Izquierda Republicana y Unión Republicana) sólo fue legalizado por el Ministerio del Interior el 2 de agosto de 1977, cuando ya no podía jugar ningún papel electoral. Unos días antes, el 22 de julio, El país recogía esta noticia: «El ministro del Interior ha denegado la solicitud de Acción Republicana Democrática Española (ARDE) en tanto no sea cambiada la denominación de dicho partido». Pero el mismo día recaía una sentencia firme inhibitoria, que devolvía el asunto a la administración. Todavía el 30 de julio El país informa de que el Ministerio del Interior exige a ARDE dejar de llamarse «republicana». Al último, ante la solicitud de algunos diputados, el Ministerio cambió de actitud teniendo en cuenta «la actitud del Rey, que no se mostraría contrario a esa legalización».


63

[NOTA 63]

V. Ferrán Gallego, El mito de la transición, Barcelona: Crítica, 2008, p. 575. V. también Toni Rodon i Casarramona, «El sesgo de participación en el sistema electoral español» Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS), N.º 126, 2009, pp. 107-125, acc. 2016-04-01, http://www.reis.cis.es/REIS/PDF/REIS_126_041238571255060.pdf.


64

[NOTA 64]

Una sola pregunta: «¿Aprueba el Proyecto de Constitución?».


65

[NOTA 65]

El martes 12 de abril de 1977 se había reunido al completo, en el Palacio de Buenavista, el Consejo Superior del Ejército, formado por todos los capitanes generales de las regiones militares, el jefe del alto estado mayor, el jefe del estado mayor del ejército, el director general de la guardia civil, el director de la escuela superior del ejército, el presidente del consejo supremo de justicia militar y el subsecretario del Ministerio. Por unanimidad aprueba y emite un comunicado, en el cual manifiesta: «El Consejo considera debe informarse al Gobierno de que el Ejército, unánimemente unido, considera obligación indeclinable defender la unidad de la Patria, su bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas» (v. Joaquín Bardavío, Sábado santo rojo, Madrid: Ediciones Uve, 1980, p. 200). La versión oficiosa era aún más contundente e intimidatoria: «el Ejército se compromete a, con todos los medios a su alcance, cumplir ardorosamente con sus deberes para con la Patria y la Corona» (v. Gregorio Doval, Crónica política de la Transición (1975-1982), Madrid: Síntesis, 2007, p.398). Eso marcaba líneas rojas. Los constituyentes podían modificar el sistema político-jurídico, siempre que se mantuvieran la monarquía, la bandera bicolor y un privilegio para las Fuerzas Armadas --lo cual excluía cualquier profesión de pacifismo o neutralidad en la política exterior.

Pablo Oñate Rubalcaba, op.cit., p. 164, n. 152, afirma: «a los nueve días de haber jurado su cargo como Presidente del Gobierno, Adolfo Suárez se reunió con dos altos representantes del PSOE para informarles de las limitaciones que el Ejército ponía al programa de reforma y, así, a la transición. Ver la nota de Solana para informar a su partido, recogida en El país, 2 de diciembre de 1995, en la que Solana reproduce las palabras de Suárez en el sentido de que el Ejército era `la institución básica en estos momentos [julio de 1976] en cuanto a la definición de los límites por los que puede pasar la reforma [...] que no debe ser provocado y con el que hay que contar sistemáticamente'». Hízose, pues, la transición a punta de pistola.


66

[NOTA 66]

De hecho el cuartelazo no fue tampoco evitado por esa votación, sino sólo aplazado un par de años, aunque lo suficiente para que, a la postre, no triunfara.


67

[NOTA 67]

No sólo la transición se desarrolló bajo esa constante amenaza de golpe de Estado militar, sino también en un clima extremo de violencia política. «La Transición no es el cuento de hadas que nos cuentan. Cada vez que había una fecha decisiva para el cambio político se recrudecía la violencia política en la calle. El objetivo era que la calle no fuera de izquierdas, así como controlar el proceso sin tocar a los franquistas ni los grandes capitalistas. Se pretendía desestabilizar y frenar el proceso democrático», analiza Mariano Sánchez Soler en su libro La Transición Sangrienta: Una historia violenta del proceso democrático en España (1975-1983), Ed. Península, 2010, ISBN 9788499420011. No deja de ser paradójico que los autores positivistas (quienes --a fin de distinguir el derecho que realmente es del que debiera ser-- fundan la normatividad en un hecho social, elucubrando a la vez sobre Hart y la regla de reconocimiento) no presten atención alguna a los hechos reales de cómo se incorporó a nuestro ordenamiento la norma que califican de suprema: qué serie de atrocidades, amenazas, intrigas y sobornos imposibilitaron que las votaciones pudieran arrojar ningún otro resultado que el de sumisa aquiescencia. Sánchez Soler demuestra que entre 1975 y 1983 hubo que lamentar 591 muertes por violencia política, de las cuales 188 fueron hechos de violencia política institucional, o sea homicidios «desplegados para mantener el orden establecido, los organizados, alentados o instrumentalizados por las instituciones del Estado», aclara el autor. Evidentemente, el número de muertos es sólo una exigua fracción del de quienes sufrieron violencia, principalmente policial, desde apaleamientos, contusiones y lesiones hasta torturas. Por cierto, la entrada en vigor de la Constitución en 1978-12-29 no puso fin a tal violencia desde las alturas. Cuando, varios años después, se organice el GAL, no será una creación ex nihilo, sino el producto de una continuidad en las actuaciones policiales. V. también: Damián Alberto González Madrid, El franquismo y la transición en España: Desmitificación y reconstrucción de la memoria de una época, Los libros de la catarata, 2008, ISBN 9788483193853. Asimismo: Gonzalo Wilhelmi, «Víctimas de la transición», acc. 2016-04-01, http://www.congresovictimasfranquismo.org/wp-content/uploads/2011/12/26.

Otro hecho significativo fue cómo se montaron artificialmente --a base de una lluvia de marcos alemanes y dólares norteamericanos-- los partidos hegemónicos de aquel proceso, minúsculos o inexistentes hasta la segunda mitad del decenio; de ellos, dos emanaban del aparato del régimen, pero además se beneficiaron de esa munificencia de las potencias septentrionales. Más agraciado todavía resultó el imprescindible partido de la oposición intrasistemática, el PSOE (puesto que, por más méritos que hiciera, el PCE no podía en absoluto desempeñar ese papel, al no contar con la venia de quienes podían concederla o rehusarla). V. «Willy Brandt, el amigo alemán de la izquierda española», artículo de Rosalía Sánchez, El Mundo, 2013-12-18: «A mediados de 1975, el PSOE tenía 1500 activistas y su presupuesto mensual de 125.000 pesetas apenas alcanzaba para pagar los salarios de dos liberados, la edición de propaganda y los viajes de sus dirigentes. [...] parecía imposible que un socialista pudiera hacer sombra a Santiago Carrillo como líder de la izquierda. Fue el alemán Willy Brandt quien se encargó de dar la vuelta a esa situación». «El apoyo logístico del SPD al PSOE se vehiculó a través de la Fundación Friedrich Ebert. Su delegado en Madrid, Dieter Koniecki, trabajó con Alfonso Guerra en la dotación de sedes a los 27 comités provinciales que se inauguraron en abril de 1976. El alquiler, el material de oficina, los gastos corrientes y el salario del secretario de organización y su ayudante corrían por cuenta de la Ebert», relata Antonio Muñoz Sánchez en su libro El amigo alemán: El SPD y el PSOE de la dictadura a la democracia, RBA Libros, 2012, ISBN 9788490062852.


68

[NOTA 68]

Todas esas asambleas constituyentes habían sido unicamerales, sólo de diputados.

Las otras tres constituciones no adoptadas por asambleas constituyentes fueron el Estatuto Real de 1834 (carta otorgada por la Reina Gobernadora, Dª María Cristina de Borbón y Borbón), la moderada de 1845 (Narváez) y la conservadora de 1876 (Cánovas). En efecto: carecían del carácter de Cortes constituyentes las bicamerales de 1845 y las de 1876. A éstas últimas el recién restaurado Alfonso XII encomendó elaborar una nueva constitución (que fue sancionada y promulgada por el Rey)--. Hay hondas similitudes entre los procesos constituyentes de 1876 y de 1977-78, así como entre las dos constituciones borbónico-restauradoras, la de 1876 y la de un siglo después. Ambas marcaban retrocesos históricos suavizados con concesiones al espíritu de los tiempos.


69

[NOTA 69]

No se me oculta que para Hart la adopción del punto de vista interno --asociado a la regla de reconocimiento-- no es cuestión de sentimientos, sino de actitudes que se manifiestan en la comunicación y en el comportamiento, mediante posturas de aprobación o rechazo. Es dudoso que ese punto de vista interno y esa presunta regla de reconocimiento sean otra cosa que fantasías del teórico; en qué medida la masa de la población otorgue genuina aquiescencia al poder político y a sus promulgamientos es asunto que sólo a los sociólogos incumbe investigar; corren el riesgo de darnos sorpresas.


70

[NOTA 70]

Por lo tanto, aun aceptando los criterios de Hart, no pueden servirnos para legitimar los mandamientos del poder político español ni en 1975 ni en los años sucesivos.


71

[NOTA 71]

Habiendo sido abandonado, unas semanas antes, por los dos únicos países que, hasta ese momento, reconocían oficialmente a la República Española en el exilio, Yugoslavia y México (la decisión de ruptura diplomática la habían tomado sendos presidentes, Tito y López Portillo), el 21 de junio de 1977 el Gobierno republicano español decidió su audodisolución, hecha pública en un comunicado difundido en París con la firma del Presidente de la República, D. José Maldonado González, y del Presidente del Consejo de Ministros, D. Fernando Valera Aparicio. Hasta ese día un número de españoles del interior y de la emigración veía en ellos la legítima encarnación de la autoridad del Estado, sin que pudiera haber ninguna regla de reconocimiento jurídico que disputara tal legitimidad. Es más, sobre que fue voluntaria pero no libre, la autodisolución excedía las competencias constitucionales de quienes la adoptaron. Surgió así un vacío legal, mas no por ello forzosamente una unánime adhesión a la monarquía de facto.


72

[NOTA 72]

V. Ignacio Ara Pinilla, «El retorno al fundamento del servicio público. Claves de rescate», en Lorenzo Peña, Txetxu Ausín & Óscar Diego Bautista (coords.), Ética y servicio público, Madrid: Plaza y Valdés, 2010, pp. 79-148. ISBN 9788492751945.


73

[NOTA 73]

Recordemos en la historia de España de siglos recientes los tumultos del pan.


74

[NOTA 74]

V. mi conferencia «El servicio público como principio justificativo del Estado», presentada en las Jornadas «Democracia, ética y servicio público», Zaragoza: Fundación Giménez Abad (2011-06-08), acc. en http://lorenzopena.es/multi/servicio_publico.avi y en https://youtu.be/ObtfWo7RgBM.


75

[NOTA 75]

En 1975 estábamos mejor que ahora en los siguientes aspectos: no teníamos ley de extranjería, siendo libre la entrada en nuestro territorio de extranjeros y su permanencia (además de que los acuerdos de descolonización de Marruecos, 1956, y de Guinea Ecuatorial, 1968, reconocían a sus nacionales el derecho a vivir en España si lo deseaban); no había tropas españolas fuera de nuestras fronteras; el medio ambiente estaba mucho menos deteriorado (las emisiones de anhídrido carbónico eran sensiblemente más bajas); el sistema de selección del profesorado universitario no era el endogámico que sufrimos desde 1983, sino el tradicional de las oposiciones; la instrucción pública no había caído en el descalabro que hoy padece (aunque ya se hallaba en declive); existía el INI (Instituto Nacional de Industria); tenían importancia la empresa y la iniciativa públicas en la economía; había una planificación económica (en ese año termina el tercer y último Plan de Desarrollo Económico y Social); había derechos laborales de estabilidad en el empleo y representación laboral en los consejos de administración de las empresas; teníamos una industria que representaba el 36% del PIB, frente al 15% actual; había una administración unitaria y centralizada (la de las 50 provincias creadas en 1833, en los albores del liberalismo), en lugar del esperpéntico desbarajuste de los 17 reinos de taifas, con sendos parlamentos y sistemas legislativos; sufríamos menor dependencia respecto al Bloque Atlántico (romper los acuerdos bilaterales con USA era más fácil que salir de la NATO). En 1975 el PIB español era igual al irlandés, el cual hoy supera al nuestro en un 46'6%. En 1975 España era la 8ª potencia económica; hoy es la 16ª. (Varios de estos datos los tomo de un artículo de Roberto Centeno en El confidencial de 2016-04-04.)

Socialmente muy doloroso ha sido el empeoramiento del empleo. En 1975 el porcentaje de paro era del 4%. Según la OIT, el que sufre España en 2016 es de 21,5 %, habiendo sido de 22,4% en 2015. (Datos tomados de http://www.elmundo.es/economia/2016/01/20/569f37d446163fef2d8b462d.html, acc. 2016-04-12.) Sin embargo, tales datos enmascaran la verdadera situación del empleo en la España de hoy. En su artículo «¿Cuál es la verdadera cifra de parados en España?», Llorenç Pou Garcias (http://www.nuevatribuna.es/articulo/economia-social/cual-verdadera-cifra-parados-espana/20140803180401105702.html, acc. 2016-04-12) argumenta: «Las personas `desanimadas' que la EPA [Encuesta de Población Activa] excluye de su concepto de parado, pero que sí se incluirían bajo nuestro concepto más amplio, supondrían que el total del desempleo en España se situara en 7.013.678 personas en 2014». Pero, además: «Para la EPA si se trabaja una hora a la semana ya se considera como ocupado». Con tal definición «se corre el riesgo de que la extensión de los contratos a tiempo parcial enmascaren reducciones del desempleo que no son tales».


76

[NOTA 76]

La célebre discusión fue abierta por el malogrado D. Felipe González Vicén en su artículo «La obediencia al Derecho», en Estudios de filosofía del derecho, Universidad de La Laguna, 1979. González Vicén, de inspiración kantiana, quiso separar estrictamente derecho y moral, sosteniendo que el derecho impone unas obligaciones pero que la moral no impone obedecerlas, sino, antes bien, a menudo desobedecerlas. En la encendida polémica participaron, con brillantes contribuciones, Juan Antonio García Amado, Javier Muguerza y muchos otros. La discusión fue resumida por Juan Ramón de Páramo en «La obediencia al derecho: Revisión de una polémica», Isegoría, vol. 2 (1990), pp. 153 y ss. V. muy especialmente: Eusebio Fernández García, La obediencia al Derecho, Madrid: Civitas, 1987.


77

[NOTA 77]

V. Juan Ruiz Manero, «La triple distinción y el propio Bobbio», Revus: Journal for Constitutional Theory and Philosophy of Law, Nº 26 (2015), acc. 2016-03-31 https://revus.revues.org/3324.


78

[NOTA 78]

Ya, más de un siglo antes, había dado el primer paso otro jusnaturalista: Pufendorf. No olvidemos que también Hegel --un filósofo sin lugar a dudas jusnaturalista (por más que sea crítico hacia el jusnaturalismo leibniziano)-- diferencia y hasta enfrenta derecho (objetivo) y moral (subjetiva), como dos estadios diversos y mutuamente antitéticos, que vendrían superados o sublimados (aufgehoben) en un estadio más elevado del espíritu: la Ética, a la vez objetiva y subjetiva.


79

[NOTA 79]

V. Lorenzo Peña, «Ubicación del utilitarismo de J. Stuart Mill en el panorama de las doctrinas éticas», prólogo al libro de Íñigo Álvarez Gálvez, Utilitarismo y derechos humanos: La propuesta de John Stuart Mill, México: Plaza y Valdés Editores, 2009, ISBN 9788496780835.


80

[NOTA 80]

En particular es ilegítimo un ordenamiento surgido de una sublevación armada que haya destruido un previo orden legítimo a través de un torrente de sangre derramada y que, además, se haya mantenido por la represión política y la práctica de la tortura. En suma, fue ilegítimo el ordenamiento en España entre el 1 de abril de 1939 y el 27 de diciembre de 1978.


81

[NOTA 81]

Estará claro para el lector que, en la cuestión, suscitada por el pluralismo axiológico de Isaiah Berlin (al cual respondió contundentemente el monismo de Roland Dworkin con su Justicia para erizos), las simpatías del autor están con Berlin, a pesar de haber reconocido, en el ámbito jurídico, un único valor supremo, el del bien común. Ello se debe, no sólo al distingo entre la ética y la jurídica (en el ámbito ético puede haber valores opuestos al bien común), sino, sobre todo, a que el bien común es intrínsecamente contradictorio, desplegándose, calidoscópicamente, en una pluralidad de valores subordinados, nunca del todo conciliables, sólo armonizables pagando el precio de restringir la realización de unos en aras de otros.

Pienso que lleva razón I. Berlin cuando critica «the conviction that all the positive values in which men have believed must, in the end, be compatible, and perhaps even entail one another. [...] It is a commonplace that neither political equality nor efficient organization nor social justice is compatible with more than a modicum of individual liberty, and certainly not with unrestricted laissez-faire; that justice and generosity, public and private loyalties, the demands of genius and the claims of society, can conflict violently with each other. And it is no great way from that to the generalization that not all good things are compatible, still less all the ideals of mankind. [...] empirical observation and ordinary human knowledge [...] give us no warrant for supposing [...] that all good things, or all bad things for that matter, are reconcilable with each other. The world that we encounter in ordinary experience is one in which we are faced with choices between ends equally ultimate, and claims equally absolute, the realization of some of which must inevitably involve the sacrifice of others». De ahí que I. Berlin rechazara como imposible la noción de un cielo (y también la de un infierno). Berlin creyó que, al defender esa tesis, refutaba el racionalismo de la tradición platónico-hegeliana, pero en eso estaba equivocado.

El ideal de la armonización de todos los valores y de todos los derechos humanos subsiste como meta asintótica. (El texto de I. Berlin, de su celebérrimo ensayo «Two Concepts of Liberty», 1958, viene reproducido en http://www.cooperative-individualism.org/berlin-isaiah_positive-versus-negative-liberty-1958.htm, acc. 2016-05-01.)


82

[NOTA 82]

P.ej. la Constitución de USA --aunque, por normas infraconstitucionales, sí se satisfagan varios de ellos para una parte de la población.


83

[NOTA 83]

V.g., el lógico relevantista rechaza que sea una verdad lógica la siguiente: «Si los españoles son latinos, los matemáticos españoles son matemáticos latinos».


84

[NOTA 84]

Las lógicas conexivistas fueron ideadas --en los años sesenta del siglo XX-- por R. Angell y Storrs McCall sobre la base de la opinión (tomada de Aristóteles, de Boecio y de la mayoría de la tradición lógica anterior al siglo XIX) según la cual el que A implique B significa que A es incompatible con no-B. Por ello es un teorema de tales lógicas «Si A implica B, entonces no-A no implica B». Vino después el descubrimiento de que, para ser consecuentes con esas ideas, había que sacrificar el principio de simplificación (el que A-y-B implique A); un sacrificio que, sin embargo, halla motivaciones en una parte de la tradición metafísica, para la cual A-y-B es un tertium quid, no un mero darse A, por un lado, B por el otro. (Lo más peregrino es que, en esas lógicas, A-y-A tampoco implica A ni viceversa, o sea no vale el principio de idempotencia.) V. Bruce E. R. Thompson, «Why is conjunctive simplification invalid?», Notre Dame Journal of Formal Logic, 32/2, 1991, pp. 248-254, doi:10.1305/ndjfl/1093635749. Más en general sobre las lógicas conexivistas, v. http://plato.stanford.edu/entries/logic-connexive/, acc. 2016-04-21. También en la Ética de Spinoza está subyacente una lógica similar, puesto que, según el autor panteísta, de una premisa falsa sólo pueden seguirse conclusiones igualmente falsas. La opción por tales lógicas conlleva una fuerte carga metafísica, aun sin ser ése el propósito de sus diseñadores. No menos metafísicamente cargado es rehusar adoptarlas.


85

[NOTA 85]

Ver: (1) Rudimentos de lógica matemática, Madrid: Editorial CSIC, 1991, ISBN 8400071565; (2) Introducción a las lógicas no-clásicas, México: UNAM, 1993, ISBN 9683634516; (3) «Una cadena de reforzamientos difusos de la lógica del entrañamiento», en III Congreso español de tecnologías y lógica fuzzy, comp. por S. Barro & A. Sobrino, Santiago de Compostela, 1993: Universidad de Santiago, pp. 115-22, ISBN 8460475107.


86

[NOTA 86]

Hasta el propio principio de identidad, «A=A», viene cuestionado en ciertas lógicas cuánticas.


87

[NOTA 87]

En principio podríamos hacer aritmética sin recurrir a simbolizaciones, pero nuestra limitada capacidad intelectual pronto se vería forzada a desistir.


88

[NOTA 88]

No sólo no son vacuos los axiomas y las reglas de inferencia de la lógica nomológica, en particular, o de cualquier otra lógica deóntica, en general, sino que, además, como para construir una lógica deóntica o jurídica hay que adoptar un subyacente cálculo sentencial y cuantificacional, al no ser metafísicamente neutral la opción por uno u otro de tales cálculos, ya esa adopción implica decantarse por una determinada ontología, en lugar de otras alternativas. La lógica deóntica estándar no se planteó el problema, abrazando como una inconcusa obviedad la lógica clásica (bivalente verifuncional), sin ni siquiera percatarse de que, al hacerlo, estaba optando y, por lo tanto, sin aducir ningún criterio; en suma, como si no hubiera ni pudiera haber alternativa alguna. Incluso --por equivocada que esté-- la lógica deóntica estándar sería muy diferente si se hubiera erigido sobre una subyacente lógica conexivista o intuicionista o relevantista, p.ej.


89

[NOTA 89]

Pero, además, ¿no es la lógica, precisamente, un sistema de pautas de razonamiento?


90

[NOTA 90]

Eso sí, pueden surgir --y, de hecho, surgen-- antinomias en la implementación del valor del bien común, de suerte que las políticas legislativas encaminadas a satisfacer los derechos de bienestar pueden colisionar con derechos de libertad e incluso diferentes derechos de libertad pueden entrar en conflicto entre sí.

Para solventar tales dificultades la jurisprudencia constitucional ha desarrollado el utilísimo criterio de la ponderación. No niego que éste ha tenido equivocadas y abusivas aplicaciones en algunos tribunales (que lo han invocado más como un conjuro que como una noción doctrinal rigurosa de la ciencia jurídica; no basta decir que se pondera para realmente ponderar). Mas la necesidad de ponderación es una consecuencia de la gradualidad de las situaciones jurídicas y de la de sus supuestos de hecho así como de las contradicciones en la realidad y en la vida jurídica.

Mi concepto de ponderación es muy distinto del de Alexy y todavía más de la vaga noción ampliamente invocada en la jurisdicción bajo ese rótulo. Mi filosofía jurídica no admite la dicotomía de Dworkin entre principios y reglas. El fundamento de la ponderación es la gradualidad. Un mismo supuesto de hecho puede subsumirse en cierto grado bajo una calificación jurídica y en otro grado bajo otra calificación jurídica; puede también realizarse en mayor o menor grado. Por otro lado, también puede ser mayor o menor el grado de obligación o de prohibición implicativa normativamente ligado a la subsunción del supuesto bajo cierta calificación jurídica. Y, por último, tiene su propio grado de vigencia cada norma que preceptúa una consecuencia jurídica para un supuesto de hecho jurídicamente calificado. La ponderación es aquella operación que toma en consideración todas esas graduaciones. No se opone a la subsunción.


91

[NOTA 91]

Sobre el uso del Derecho Natural en sede judicial a lo largo de la historia forense, v. R. H. Helmholz, Natural Law in Court: A history of legal theory in practice, Harvard U.P., 2015, ISBN 9780674504585. Evidentemente el Derecho Natural dejó de alegarse en los juicios cuando doctrinalmente se impuso el positivismo.

De todos modos, como acertadamente lo señala Robert P. George (en «Natural Law, the Constitution and the theory and practicve of judicial review», Fordham Law Review, 2269 [2001], acc. 2016-04-24: http://ir.lawnet.fordham.edu/flr/vol69/iss6/1) el reconocimiento de un Derecho Natural no implica que el mismo sea aducible en sede judicial o, más concretamente, que en los sistemas con control judicial de la legislación incumba a los jueces velar por el cumplimiento del Derecho Natural. Sin duda corresponde ante todo (y quizá exclusivamente) a los poderes legislativo y ejecutivo regirse por ese Derecho Natural, al paso que el margen de los jueces está más restringido. No olvidemos la fructífera teoría de la legisprudencia (v. Luc J. Wintgens (ed.), Legisprudence: A new theoretical approach to legislation, Oxford: Hart Publishing, 2002, ISBN 1841133426), la cual hoy ha puesto de manifiesto cómo la legislación no es un acto arbitrario, de mero querer. (Para la escuela intelectualista de Santo Tomás y Leibniz que sigue el autor de estas páginas, legislar no es un acto de voluntad.) Tampoco lo es el ejercicio del poder constituyente ni aun el de la soberanía. Ningún pueblo es soberano contra el Derecho Natural.


92

[NOTA 92]

Para Hobbes es su única misión, pero tan firme que el soberano deja de ser legítimo en la medida en que no la desempeñe, sea porque no puede o porque no quiere.


93

[NOTA 93]

Adaptando un célebre distingo del maestro Eduardo García Máynez, podemos introducir una dicotomía terminológica entre el ordenamiento jurídico (o el sistema de normas) y la realidad jurídica, o sea el cúmulo de todas las situaciones jurídicas existentes en un territorio donde tiene vigencia dicho ordenamiento. El ordenamiento o sistema jurídico sólo contiene normas, las cuales suelen ser generales (aunque también las hay particulares y singulares). En cambio la realidad jurídica está integrada por situaciones generales, particulares y singulares. Resulta de aplicar el sistema de normas al conjunto de situaciones fácticas, a través de los axiomas de la lógica nomológica.

Notemos que la realidad jurídica abarca también situaciones jurídicas existentes en el país por efecto de normas de Derecho internacional privado, sin que por ello el Derecho extranjero haya sido anexionado al ordenamiento jurídico propio. (V. Lorenzo Peña & Txetxu Ausín, «La frontera entre hecho y derecho: La norma jurídica extranjera como supuesto fáctico», en Problemas de filosofía del derecho: Nuevas perspectivas, coord. por René González de la Vega & Guillermo Lariguet. Bogotá: Temis, pp. 61-78, ISBN 9789583509520.) Similarmente, aunque en España tienen validez jurídica ciertas disposiciones dictadas por tribunales eclesiásticos según el Derecho canónico, ello no significa que ese Derecho esté integrado en el ordenamiento jurídico español. El Derecho extranjero o el canónico son supuestos fácticos --igual que los estatutos de una sociedad anónima o los de un partido. Por excepción (y anomalía) se consideran normas los convenios colectivos --aunque, en puridad doctrinal, no debiera ser así.

Recordemos la controversia sobre si pueden coexistir en un territorio varios sistemas normativos, conjugándose mal que bien o incluso entrechocándose. V.g., tenemos en España el sistema de normas emanado de la «integración» europea. ¿Es, jurídicamente, sólo una parte del Derecho público internacional? Por mucho que el art. 96 CE mande incorporar los tratados internacionales al ordenamiento legal interno, no sólo no les otorga exequibilidad preferente --ni, menos, jerarquía superior a las leyes--, sino que ese principio no se aplica más que al derecho convencional, no al derivado. Resuélvase la controversia en un sentido monista o dualista, lo que tenemos es una realidad jurídica, que sí comprende todas las situaciones jurídicas existentes en el país, a menudo mutuamente contradictorias, sea cual fuere su fuente.


94

[NOTA 94]

V. Lorenzo Peña, «Derecho a Algo: Los derechos positivos como participaciones en el bien común», Doxa, Nº 30, 2007, pp. 293-317. ISSN 0214-8676.


95

[NOTA 95]

Usando notación simbólica, el axioma dice «o(A→B)→.A→oB». El objetor confunde «o(A→B)» con «A→oB». Esto último no es una norma ni tiene sentido que lo promulgue el legislador, sino una situación mixta. Las razones por las cuales los mandamientos del legislador no pueden llevar el operador deóntico sólo en la apódosis las he discutido ampliamente en la ya citada Tesis Doctoral Idea Iuris Logica. (V. el Anejo de este ensayo, en el cual viene expuesto el sistema de lógica nomológica con notación simbólica.)


96

[NOTA 96]

De tener algún valor jurídico la Ley para la Reforma Política de 1977 fue como un acto jurídicamente válido, o sea tal que ni «vulnera ni menoscaba los Principios proclamados» en la Ley de 1958. En la medida en que vulnerase o menoscabara alguno de ellos, era un acto nulo e írrito.


97

[NOTA 97]

Que la ejercibilidad de un derecho sea limitada no significa en modo alguno que el derecho sea condicional. Sólo significa que tiene un ámbito de ejercicio, que en unas legislaciones es más amplio y en otras es menos amplio. Para que sea condicional, la titularidad misma habrá de quedar suspendida al cumplimiento de la condición (si ésta es suspensiva) o el derecho se extinguirá al cumplirse la condición (si ésta es resolutiva). Así el derecho a ser profesor universitario es condicional, estando suspendido a cumplirse varias condiciones de titulación, mérito y discreción de los tribunales (condición suspensiva) y extinguiéndose al alcanzarse 70 años de edad (condición resolutiva).


98

[NOTA 98]

La noción de justicia como proporcionalidad me parece la más acertada; es una regla según la cual, cuando una consecuencia jurídica depende de un supuesto de hecho, el grado de aplicabilidad de la consecuencia jurídica habrá de estar en función del de realización del supuesto de hecho, de suerte que, al aproximarse dos supuestos de hecho en el grado de su respectiva calificación jurídica (en el grado de su valor o desvalor), también se aproximen sendos grados de aplicación de la consecuencia jurídica. Con otras palabras, los supuestos de hecho similares se tratarán jurídicamente de manera similar. (De ahí que hayan de excluirse los saltos, salvo cuando sean inevitables.) Pero, así entendida la justicia, ¿es un principio independiente? ¿O es un mero corolario de los dos axiomas del bien común y de no-arbitrariedad? Me inclino por la segunda opción.


99

[NOTA 99]

Eso ya lo vio la escuela tomista en su polémica con la escuela jesuita en la escolástica hispana del siglo de oro.


100

[NOTA 100]

Me temo que la desmesurada importancia que últimamente han concedido los filósofos del Derecho a la noción de justicia se debe, en parte, a su tendencia a ir a remolque de la filosofía política --con sus ases, Nozick, Rawls, Sen, Simmons, Pettit y Walzer, sin prestar la misma atención a aquellos que anteponen el concepto de bien común, como Michael Sandel.


101

[NOTA 101]

V. del autor de este trabajo: «El bien público, más allá de la justicia», en Justicia ¿para todos? Perspectivas filosóficas, ed. por David Rodríguez-Arias, Jordi Maiso & Catherine Heeney, Madrid: Plaza y Valdés, 2016, pp. 31-40. ISBN 9788416032822.


102

[NOTA 102]

La escritura del presente estudio forma parte del proyecto de I+D «Responsabilidad causal de la comisión por omisión: Una dilucidación ético-jurídica de los problemas de la inacción indebida», FFI2014-53926-R, MINECO (2015-2017).

El autor agradece los comentarios a versiones preliminares de este ensayo que han tenido la bondad de hacerle Blanca Rodríguez, Ricardo Cueva Fernández, Juan Antonio Negrete Alcudia, Armando Pérez Rugerio, Marcelo Vásconez Carrasco y Pablo Ariel Rapetti.