§1.-- Introducción: el error histórico de Kant
Es bien conocida la posición de Kant acerca del papel que incumbe a la lógica en la evolución de las ciencias. La lógica, por ser analítica, alcanzó al nacer su apogeo --según el pensador de Königsberg--; con Aristóteles nace y con Aristóteles llega a su cenit, de tal suerte que, después de él, no habría dado ni un paso adelante ni un paso atrás; ni habría de dar ya nunca en el futuro pasos, ni adelante ni atrás.
Desde que se ha ido generalizando un planteamiento que podemos llamar revisionista en la lógica --que encuentra algunos de sus grandes representantes en figuras como Boole, Frege, Russell, Łukasiewicz, Tarski etc--, hoy casi todos los autores e historiadores de la lógica rechazan por entero la visión de Kant como tan apartada de la realidad que constituiría un paradigma casi grotesco de a qué extremos de error puede llevar una toma de partido un tanto a priori que aspire a hacer casar, artificialmente, los hechos con un esquema que uno se ha construido y que no se ajusta a los mismos.
Lo que suele reprochársele a Kant --dentro de esa línea revisionista-- es que justamente su dictamen y, a la vez, profecía se produjeron unos decenios antes de la gran revolución lógica que iba a subvertir radical y decisivamente el paradigma aristotélico, reemplazándolo por otro que, ése sí, es la lógica por antonomasia, la lógica científica, genuina, la lógica a secas, e.d. la lógica también llamada simbólica o matemática.
Sin embargo, ya al poco de haberse impuesto ese nuevo paradigma lógico, presuntamente no-aristotélico, algunos historiadores más sagaces --como el gran lógico polaco Łukasiewicz-- lo que vinieron a reprochar a Kant no era principalmente ese erróneo vaticinio, sino su desconocimiento de la historia de la lógica misma.
A tenor de ese planteamiento de Łukasiewicz y muchos otros, Kant se equivocó por completo al hacer historia de la lógica, ya que, contrariamente a su afirmación, poco después de Aristóteles la lógica dio un paso de gigante con los megáricos y los estoicos, si bien ulteriormente ese avance megárico-estoico se eclipsó y sólo parcialmente, con esfuerzos y titubeos, se restauraron los avances megárico-estoicos en la escolástica tardía; aunque, incluso entonces, al hacerse bajo la supremacía del modelo aristotélico, el avance fue precario y confuso.
La tarea que habría cumplido la lógica moderna, llamada simbólica o matemática, sería restaurar plenamente --y con una técnica más depurada-- lo que habían intentado los megárico-estoicos.
Voy a sostener en este artículo que esos dos planteamientos --el que reprocha a Kant una errónea previsión de futura permanencia inalterada y el que le achaca su falta de comprensión de la diferencia entre lógica aristotélica y lógica megárico-estoica-- encierran, cada uno, su parte de verdad; que, con relación al cálculo sentencial, el punto de vista reseñado de Łukasiewicz, aunque correcto grosso modo, apunta empero a una faceta secundaria; que la verdadera innovación de la lógica moderna respecto de la aristotélica no estriba en eso, sino en el cálculo cuantificacional; pero que incluso ese cálculo --que se debe a Frege-- es todavía un tipo de lógica que puede verse como aristotélico, como ajustado o ajustable al patrón o paradigma básico de Aristóteles; donde sí se produce una novedad radical no es ni con el cálculo sentencial ni siquiera con el cuantificacional de Frege, sino con las lógicas no-clásicas, como las lógicas combinatorias y multivalentes --uno de cuyos fundadores fue el propio Łukasiewicz (aunque él mismo, al historiar la lógica, no realzara tal vez suficientemente el significado de su propio descubrimiento).
§2.-- Entre la silogística aristotélica y el cálculo cuantificacional fregeano
La magna obra de la silogística aristotélica ha constituido un impresionante edificio. En él se articula un manual de reglas de inferencia de cierta amplitud y características comunes, a la vez que vienen deslindadas esas reglas de aquellas otras que son incorrectas, aunque, por similaridad, podrían sofísticamente tomarse como certeras.
Hoy se admite generalmente que la gran diferencia entre la silogística aristotélica y el tratamiento que a ese género de inferencias les brinda la lógica moderna estriba en que Aristóteles sobreentiende que no hay términos vacíos, términos que no se aplican a nada; y, si los hay, no entran en razonamientos correctos; y, si entran, entonces se adoptan ciertos ajustes semánticos que hagan inocua la utilización de tales términos. Por el contrario, la lógica moderna no presupone nada por el estilo, y así alcanza una auténtica generalidad lógica.
Podemos ejemplificar este dilema con uno de los modos válidos del silogismo de la tercera figura, según Aristóteles: el Darapti. Un ejemplo: Si todos los hombres son mortales y todos los hombres son racionales, algunos seres racionales son mortales. Cuando un lógico moderno trata de formalizar ese razonamiento, el resultado se revela sofístico. En efecto: desde el punto de vista de la lógica moderna, decir que todos los hombres son mortales es decir que no hay hombre no mortal; la segunda premisa equivaldría a que no haya hombre no racional.
En un mundo sin hombres, será verdad que no hay hombre no mortal y que no hay hombre no racional; mas en ese mundo puede que no sea verdadera la conclusión, a saber que hay seres racionales mortales; puede que en ese mundo haya seres mortales no racionales y seres racionales no mortales, mas no seres a la vez racionales y mortales.
La lógica aristotélica se revela así, básicamente, como un cálculo de términos, y sólo de términos --incluyendo términos generales (e incluso, en principio, sólo tales términos, ya que la aplicación a los singulares ha parecido siempre, en ese marco, requerir algún ajuste). Pero un cálculo de términos sin términos vacíos.
No se ha solido recalcar otra faceta de esa limitación o presuposición aristotélica, a saber: no sólo no ha de haber términos vacíos (o, de haberlos, no han de entrar en los silogismos), sino que tampoco ha de haber términos universales o que se apliquen a todos los entes; ni siquiera universales dentro de una determinada categoría.
No pueden estar involucrados términos absolutamente universales es algo, porque Aristóteles rechaza que haya un género de todos los entes. La palabra `ente' no es unívoca; no se aplica por igual, en el mismo sentido, a una sustancia y a una cualidad.
Imaginemos este silogismo: Toda sustancia es ente; todo accidente es ente; ergo: algunas no-sustancias son no-accidentes --o sea que habría algo que no fuera ni sustancia ni accidente, contrariamente a un postulado básico de la ontología aristotélica. (La primera premisa se convierte en `Todo no-ente es no-sustancia; la segunda, similarmente, en `Todo no-ente es no-accidente'; por DARAPTI se sigue la conclusión de marras.)
Por otro lado, la lógica aristotélica sólo pasa a tratar los razonamientos que involucran determinadas relaciones entre hechos significados por oraciones simples tras haber dilucidado los que no involucran tales relaciones.
La idea es, claramente, ésta: los razonamientos hipotéticos o disyuntivos, p.ej., involucran relaciones entre hechos; mas, antes de determinar qué inferencias quepa aceptar en torno a tales relaciones, habremos de saber qué inferencias, más elementales, no las involucran, qué inferencias se derivan tan sólo de la estructura interna de los hechos no-complejos. Un hecho no-complejo será el de que los hombres sean mortales, o que Sócrates sea hombre; las inferencias acerca de tales hechos son más básicas que las que involucran disyunciones o condicionales, como p.ej. la de que, si los hombres son mortales y si los mortales viven en el Planeta Tierra, los hombres viven en el Planeta Tierra. Sólo podemos estudiar tales inferencias cuando hayamos determinado las que se pueden articular sin acudir a partículas como `si ... entonces', `o' u otras semejantes.
Quienes recalcan el significado innovador de la lógica megárico-estoica respecto a la aristotélica, y su valor superior, insisten en que los megárico-estoicos se apartaron de esos supuestos de la obra lógica del Estagirita. En lugar de centrarse en un cálculo de términos, hicieron un cálculo de oraciones o proposiciones, en el cual se tomaban las oraciones como bloques, sin entrar a dilucidar su estructura interna; Aristóteles, en cambio, al haber introducido oraciones sólo previamente analizadas, nunca como bloques, perdió de vista las relaciones inferenciales entre ellas.
Sólo los megárico-estoicos brindaron un tratamiento axiomatizado --aunque imperfecto-- del cálculo sentencial, al paso que Aristóteles se perdió en los meandros de esa empresa, y los escolásticos tardíos sólo la implementaron en medio de confusiones, por no haberse sacudido el dogma o canon aristotélico.
A favor de esa atribución a los megárico-estoicos de la invención del cálculo sentencial hay que reconocer que efectivamente usan variables (numérico-ordinales) que se aplican a oraciones o proposiciones, y así centran su atención en las relaciones inferenciales que involucran disyunciones o condicionales, tomando como bloques a los algos a que estén involucrados en esas disyunciones o en esos condicionales. (El tomarlos como bloques no es creer que sean monolíticos, sino sólo sostener que --a efectos de determinar esas relaciones inferenciales-- no procede analizarlos, sino que hay que tomarlos como unidades).
La razón por la cual los modernos historiadores de la lógica suelen recalcar ese cisma entre Aristóteles y los megárico-estoicos es que --en el planteamiento usual hoy día-- la estructura inferencialmente pertinente de las oraciones que a Aristóteles le parecían simples se ve como más compleja que la de las que a él le parecían complejas. Hoy suele pensarse que un silogismo aristotélico es --debidamente analizado-- una inferencia mucho más compleja, que involucra inferencias de cálculo sentencial, más otras específicas.
Así, un simple silogismo en Bárbara (todo A es B, todo C es A, luego todo C es B) tendría la siguiente estructura: todo ente, x, es tal que, si x es A, x es B; todo ente, x, es tal que, si x es C, x es A; luego todo ente, x, es tal que, si x es C, x es B. Ahí tenemos que la partícula `si ... entonces' figura relevantemente en el razonamiento; y, junto a ella, figura también el cuantificador, `todo ente, x' --un recurso desconocido en la lógica aristotélica y que, lejos de quedarse incrustado dentro de fórmulas simples, afecta, como en este caso, a fórmulas complejas también, haciendo así viables razonamientos de apariencia sencilla pero que --adecuadamente analizados-- son mucho más complejos de lo que parecían.
Hay que admitir que todo eso es, grosso modo, como hoy nos lo pintan la mayor parte de los modernos historiadores de la lógica (hay alguna que otra oveja negra que disiente de ese planteamiento). Pero no hay que exagerar demasiado. Entre la empresa lógica de Aristóteles y la de los megárico-estoicos hay un gran parecido y también muchas coincidencias.
No es tan significativa o decisiva, al fin y al cabo, la discrepancia en lo que hace a términos vacíos o irrestrictamente universales. Si todo quedara en eso, los estoicos mweramente habrían llevado la obra aristotélica a un plano de mayor abstracción y generalidad.
Por otro lado, entre el cálculo aristotélico de términos y el cálculo de oraciones o proposiciones hay un estrecho paralelismo que llevó varias veces en la historia de la lógica a reconstruir, o reinventar, la lógica megárico-estoica a partir de la silogística aristotélica.
Uno de esos hitos en la reinvención es el escrito de Leibniz de 1686 Generales Inquisitiones de analysi notionum et ueritatum. El hilo conductor de Leibniz es que la diferencia entre proposiciones y términos puede y debe desecharse a efectos del análisis lógico y tal vez del tratamiento metafísico.
Cualquier término puede verse como una proposición, a saber como la atribución de existencia a lo designado por el término en cuestión; cualquier atribución de un predicado B a un sujeto A puede verse como un condicional, a saber que, si A existe, AB existe.
Aunque en el cálculo que implementa Leibniz para dar un tratamiento riguroso a esas ideas surgen no pocos problemas para darles un acomodo a silogismos como Darapti (Leibniz acude a varios expedientes para hacerles un sitio), grosso modo lo que, más o menos, resulta de ese empeño reconstructivo es un cálculo de proposiciones en el cual se no preservan inferencias correspondientes a Darapti etc; cálculo que se interpreta también, alternativamente, como un cálculo de términos.
Sin embargo, en esto último Leibniz fracasó. Formalmente su sistema se desmorona; porque, si se toman en serio sus reglas para reescribir --según convenga contextualmente-- un enunciado como un término y viceversa, lo que resulta es que, si hay algo que sea B, todo es B. Ese resultado es inocuo, en cambio, si únicamente se entiende como un teorema del cálculo sentencial (trátase del principio uerum e quolibet, estudiado y comúnmente admitido en la gran escolástica renacentista y posrenacentista): Si p, entonces, si q, p. (Hoy la lógica relevante lo rechaza.)
Fracasa el intento de Leibniz de una lógica combinatoria, un cálculo que sea a la vez de proposiciones y de términos. Pese a los paralelismos, algo parece haber en cada uno de esos cálculos que no podría haber en el otro. Es difícil practicar la elegante reducción mutua del filósofo de Leipzig, mezclar en el mismo cálculo --y en plan de igualdad-- términos tratados como enunciados y enunciados tratados como términos. (Si ha de hacerse, será con recursos que exceden los que Leibniz tenía a su disposición.)
Mas no es ésa la única vía de renovación que intentó Leibniz. Otra vía fue la algebrización: reducir todas las verdades básicas de la lógica a ecuaciones, en las que el signo central sea el de igualdad, y el cálculo lógico a sustituciones de iguales por iguales. Es esto lo que más se le suele atribuir, y en su implementación dio importantes y significativos pasos adelante. Con todo quizá sería más grandiosa la formulación de una lógica combinatoria, si hubiera triunfado en ella.
La empresa de algebrización de la lógica estaba en el aire. El paradigma de la matemática y las claras similitudes entre lógica y matemática --similitudes fáciles de constatar pero difíciles de dilucidar-- impulsó a Euler y muchos otros autores entre la época de Leibniz y mediados del XIX a articular el tratamiento lógico de las inferencias correctas como un cálculo matemático y, más en particular, algebraico; o sea como un sistema de ecuaciones.
Fue G. Boole, en su gran obra de 1854 sobre las leyes del pensamiento, quien destacó más en esa labor y quien la puso --por la popularidad que alcanzaron sus escritos-- al alcance de un gran público (lo que no le quita un ápice a su aporte doctrinal: no fue un hongo surgido aisladamente, pero sí fue un pensador que dio pasos adelante).
Aunque Boole no articuló con pleno rigor lo que hoy se llama `álgebra de Boole' o `álgebra booleana', y aunque, en aras de dar un tratamiento algebraico a las inferencias lógicas, incurre en la introducción de operaciones extrañas, que nadie después ha admitido o entendido, como la «división lógica», hoy --con tal de que se lean un poco caritativamente-- podemos ver en sus escritos la cuasi-formulación del álgebra booleana y, por ende, la fundación de lo que se ha llamado `álgebra universal'.
Antes de Boole, el álgebra era un sistema de ecuaciones exclusivamente numéricas con una o más incógnitas (e.d. con variables, como lo diríamos hoy día). Desde Boole álgebra es cualquier sistema de ecuaciones, o incluso algo todavía más general: un álgebra es un conjunto o cúmulo cualquiera de entidades sobre las que se reconocen ciertas operaciones, siendo una operación una función que envía un cierto número de entes dados (argumentos) sobre un cierto ente resultante (el valor o la imagen). Así, la operación unaria `el padre de' envía a Isaac sobre Abraham, a Alfonso XIII sobre Alfonso XII, etc. La operación binaria `más' envía a los dos números 3 y 4 sobre el 7.
El álgebra de Boole --según se ve hoy, con un rigor y una completez que faltan en la pluma de su fundador-- es un álgebra en la que hay una operación unaria, ~; dos operaciones binarias: ∧, ∨; dos elementos especiales, 0, 1; y se cumplen los postulados ecuacionales:
--idempotencia (cada x es tal que x∨x=x=x∧x);
--asociatividad ([x∨z]∨u=x∨[z∨u] --y otro tanto para la operación ∧);
--conmutatividad o simetría de ∧ y de ∨;
--distributividad de ∨ sobre ∧ (o sea [x∧z]∨v=[x∨v]∧z∨v]) y viceversa;
--absorción: (x∨z)∧x=x;
--Leyes de DeMorgan: ~(x∨z)=~x∧~z; ~(x∧z)=~x∨~z;
--involutividad: ~~x=x;
--más las siguientes ecuaciones, que afectan al elemento mínimo, 0, y al máximo, 1: 1∧x=x; 1∨x=1; 0∨x=x; 0∧x=0; x∧~x=0; x∨~x=1.
Con ese tratamiento algebraico, Boole puede brindar a la vez un cálculo de proposiciones y de términos o clases. Ha nacido con él la teoría de clases o de conjuntos. Mas lo hizo con impurezas y mezclando elementos prescindibles, extraños y de difícil interpretación.
De algún modo ya tenemos lo que buscábamos: un tratamiento que vaya más allá de Aristóteles y que no se limite al estudio de inferencias que involucren la estructura interna de las oraciones dizque simples, ni requiera un previo análisis de tal estructura antes de abordar las inferencias que involucren disyunciones o condicionales.
Porque el tratamiento de Boole permite --dentro de ciertos supuestos-- meterse de lleno, y de entrada, en el cálculo proposicional. Basta con dar una interpretación de `∧' como conyunción, de `∨' como disyunción, definiendo el condicional ┌p⊃q┐ como ┌~p∨q┐. Las inferencias usuales del cálculo sentencial megárico-estoico (depurado de sus imperfecciones e impurezas) coincide con lo que nos da el álgebra de Boole. Y una buena parte de la silogística aristotélica es también un cálculo de clases que puede verse como un modelo alternativo de un álgebra de Boole.
Sin embargo, hay un hueso durísimo de roer para Boole: los enunciados existenciales o particulares, el `algún', o `hay'. Nunca pudo brindar un tratamiento satisfactorio de los mismos. Acudió al expediente de representar un enunciado existencial o particular `Hay algún A que es B' como vA=vB, donde el signo especial `v' se usa como una variable indefinida y de tal manera que su uso está restringido por ciertos constreñimientos ad hoc, que no se justifican ni si determinan con claridad.
Siguiendo a otros lógicos de mediados del XIX --y sobre la base de una idea cuyo descubridor fue Bentham-- lo que trata de hacer Boole es entender `algún A es B' como `algún A es algún B' y `todo A es B' como `todo A es algún B' (cuantificación del predicado). La implementación de esa lectura la hace con una suerte particular de signos, los `v' (con acentos etc), mas deja muchos problemas en la sombra sobre las condiciones de uso y la justificación de tales restricciones. La cuantificación no había quedado aclarada por Boole.
§3.-- La fundamentación del cálculo cuantificacional por Gottlob Frege
El aclarar la cuantificación es obra de Frege en su Begriffschrift o conceptografía de 1873. La idea central de Frege es el análisis de función y objeto (vide infra, §4). Hay una dicotomía entre dos categorías de entes: funciones o entes insaturados y objetos o entes saturados. Un objeto es un algo que tiene entidad propia de pleno derecho, que existe en sí y por sí. Una función es un ente o entoide cuya existencia es meramente la de tomar un objeto y hacerle corresponder otro; el primero es el argumento, el segundo el valor o la imagen.
Luego surgen complicaciones: funciones pluriargumentales, funciones de segundo nivel, o sea que toman como argumentos a funciones, etc.
Para Frege los razonamientos silogísticos son razonamientos muy complejos. Las inferencias del cálculo sentencial o proposicional son mucho más simples y básicas. Ese cálculo es un cálculo algebraico en el que sólo se toma un dominio, un álgebra, de 2 objetos, los «valores de verdad» (neologismo de Frege que ha hecho fortuna), la Verdad y la Falsedad.
Aunque Frege no propone explícitamente un tratamiento del cálculo sentencial en forma de las hoy célebres tablas de verdad --sino que su tratamiento formal o riguroso es un cálculo axiomático en el que se prescinde de interpretaciones o modelos--, las ideas subyacentes a su cálculo sentencial son las de una semántica de tablas de verdad con sólo V y F --ideas luego por él explicitadas en los escritos filosóficos en que analizaba la significación de su propia contribución técnica. O sea, es un álgebra de Boole de dos elementos.
Mas en el interior de una oración muy simple, como `Pedro es bondadoso', Frege ve un signo insaturado, el predicado `es bondadoso', y uno saturado, `Pedro', el sujeto. Hacen respectivamente las veces de un ente insaturado, o función, y de un ente saturado u objeto. Esa función no es una función cualquiera, sino una con esta característica: los valores o imágenes que asigna a sus argumentos son únicamente valores veritativos, V o F. Una función así es llamada por Frege un `concepto'.
Un concepto es un ente objetivo, extramental, insaturado, cuya entidad se agota en enviar a objetos tomados como argumentos sobre V o F. El concepto es lo que suele llamarse una propiedad. La bondad envía a la Madre Teresa de Calcuta sobre V y a Hitler sobre F.
Sin entrar aquí en toda la complicación del asunto, podemos decir que grosso modo lo que hace Frege es: por un lado, aplicar el cálculo sentencial también a conceptos; por otro lado, introducir un concepto de segundo nivel muy especial, el cuantificador universal.
La disyunción, `o', la conyunción, `y', la negación, `no', no afectan o ligan sólo oraciones y los entes que éstas denotan, valores veritativos; también afectan o ligan conceptos. Hay un concepto negativo, el de no-ser-bondadoso; y uno conyuntivo, el de ser-bondadoso-y-atolondrado. El cálculo sentencial se aplica también a los conceptos (algo vagamente entrevisto por muchos medievales, escolásticos tardíos, por Leibniz y por lógicos postleibnizianos, mas que sólo Frege esclarece).
Las mismas leyes inferenciales para oraciones propiamente dichas valen para conceptos (en sentido Fregeano). Igual que vale la ley de simplificación (Si A&B, entonces A), vale otro tanto para los conceptos (si es rico y alegre, es rico; o sea: ser rico y alegre conlleva ser rico).
El concepto de segundo nivel que es el cuantificador universal es uno que envía a un concepto de primer nivel, A, sobre F (la falsedad) salvo si cada objeto cae bajo A, o sea: salvo si A envía a cada objeto sobre V; en ese caso, sólo en ese caso, el cuantificador universal envía a A sobre V.
El cuantificador existencial se define por una negación delante y otra detrás del cuantificador universal: decir que algo es verde es decir que no sucede que todo sea no-verde; o sea `algo es verde' abrevia a `No todo, x, es tal que: x no es verde'.
Frege entonces muestra que hay leyes especiales que involucran a los cuantificadores, con las cuales --más las de la lógica sentencial-- se da cuenta de toda la silogística aristotélica, con tal de que se depure a ésta de silogismos inválidos --desde este tratamiento-- como Darapti; o sea, con tal de que se levante la prohibición de términos vacíos y de términos universales.
Una cuantificación universal, `todo A es B', es verdadera si, y sólo si, no hay ente A que no sea también B; es verdadera, pues, entre otros, en el caso de que no haya nada que sea A. Ahora sí ha nacido la lógica moderna.
Se ha depurado la silogística aristotélica; se ha revelado la inferencia silogística como mucho más complicada que la que involucra sólo nexos disyuntivos, negaciones, condicionales etc; se ha invertido el procedimiento aristotélico: en vez de tener que analizar primero las oraciones supuestamente simples para, sólo a renglón seguido, analizar las compuestas; en vez de eso, la estructura inferencialmente relevante de las que se creían simples revela que no lo eran; que estaban agazapadas, dentro de ellas, suboraciones o subfórmulas (porque en la lógica que funda Frege se dará en llamar `fórmula' también a algo que, en rigor, no es una oración, ya que, en lugar de un sujeto, tiene una variable, un `x', que está reservando el hueco donde se puede colocar un argumento).
Eso es aquello que había columbrado o barruntado confusamente Boole, la variable. Ahora ya tenemos un tratamiento plenamente riguroso y filosóficamente justificado.
§4.-- La dicotomía fregeana de objeto y función
Así pues, lo genuinamente innovador en Frege es el cálculo cuantificacional; con él se da el más decisivo paso adelante en relación con la lógica aristotélica; vimos también que ese aporte fregeano está basado en la dicotomía entre objeto y función, y quedamos en analizar tal dicotomía más a fondo. Éste es el lugar de hacerlo.
La dicotomía principal que es preciso entender en esa ontología es la que separa funciones de objetos. Para Frege existen funciones y existen objetos (mas, como veremos en dos sentidos diferentes del verbo `existir' lo que mella bastante el filo de su afirmación).
Un objeto es un ente que tiene entidad por sí mismo; una función es un ente insaturado, inacabado, incompleto; las funciones son, como los accidentes aristotélicos, entes-de, más que entes en sí mismos; con la diferencia de que el accidente aristotélico es un singular, mientras que la función fregeana es un universal.
Como las explicaciones dadas hasta ahora sobre la dicotomía son meras metáforas poco esclarecedoras --de lo cual se percata Frege perfectamente--, vale más tratar, no de decir en qué consista el ser una función y en qué consista el ser un objeto --la diferencia entre ser lo uno y ser lo otro se capta con la captación de qué es ser una función--; no decirlo, sino mostrarlo, o, más exactamente: decir cómo se muestra eso en el lenguaje.
Hay expresiones que pueden constituir sujetos de predicación, que designan cosas en el sentido usual: `Gengis Kan', `Marco Polo', `Catay', `Benedicto XV', `Jerusalén', etc. De cada uno de los entes designados por esos nombres cabe preguntarse si posee o no una propiedad ordinaria cualquiera. La característica común de los objetos es la de ser designables por sintagmas nominales completos o sin huecos en oraciones cuyos predicados expresen propiedades nominales.
Todo lo que no tenga esa característica es una función. Tomemos, p.ej., un sintagma nominal incompleto o con huecos, como «el padre de» o «la nariz de», etc. Es obvio que «la nariz de» no designa a un objeto, lo cual se muestra por reducción al absurdo: ni sería grande ni pequeña, ni carnosa ni afilada, ni nada. La expresión «la nariz de» significa algo, pero lo significado es, no un objeto, sino una función.
Una función es un ente incompleto y tal que hace corresponder a determinado argumento, un valor también determinado. La función expresada por «el padre de» hace corresponder, p.ej., a Alejandro Magno, Filipo II de Macedonia; a Salomón, David; a Pepino el Breve, Carlos Martel.
De entre las funciones, algunas se expresan mediante sintagmas verbales, o sea: oraciones incompletas; p.ej. `escribe novelas'. No cabría preguntar silo significado por `escribe novelas' es algo bueno o no, p.ej.; no es un objeto, sino una función, un ente incompleto. Cuando a esa función se le da un argumento, lo envía sobre un determinado valor funcional, como pasa con cualquier otra función.
Las funciones que son designadas por sintagmas verbales son llamadas por Frege `conceptos'. Tomemos el concepto `es dramaturgo'; démosle un argumento como Lope de Vega; la función hace corresponder a ese argumento el valor funcional que es lo Verdadero. Si damos a esa función como argumento el general Mobutu, el valor funcional correspondiente será lo Falso. (Luego discutiremos los motivos que llevan a Frege a elegir a lo Verdadero y lo Falso como valores funcionales únicos de los conceptos.)
La diferencia entre objetos y funciones es categorial. No tiene sentido afirmar ni negar de una función algo que quepa afirmar o negar de un objeto. Porque, de tener sentido afirmar, p. ej., de una función un predicado que sea afirmable o negable de algún objeto, entonces, por el principio de tercio excluso, esa función pertenecería al conjunto de los entes de los que es o afirmable o negable el predicado en cuestión.
Pero ese conjunto es el de todos los objetos; luego la función pertenecería al conjunto de todos los objetos, y, por consiguiente, sería un objeto. Es más: para que un predicado --que designa siempre a un concepto-- se transforme en una oración, que signifique o a lo Verdadero o a lo Falso, es menester que se llenen el o los huecos que haya en el predicado con sintagmas nominales sin huecos, o sea: con expresiones que signifiquen objetos.
Nótese que un predicado o expresión conceptual puede tener más de un hueco; p.ej. `mata a', que envía sobre lo Verdadero, p.ej. a los argumentos Enrique de Trastámara-Pedro 1, tomados en ese orden.
Pero al igual que el concepto es insaturado y está, así, en un nivel entitativo diferente de --superior en un escalón a-- los objetos, se dan, en un escalón entitativo superior, funciones de funciones, y, en particular, conceptos de conceptos.
Así, la función `es satisfecha por miles de cosas', cuando se le da como argumento la función `respira', le hace corresponder lo Verdadero; cuando se le da como argumento la función `es hijo de Napoleón', hace corresponder lo Falso; porque la función de respirar es satisfecha por miles de cosas, mientras que la de ser hijo de Napoleón sólo lo es --que se sepa-- por un único ente. Pero, en ese sentido de `ser satisfecho', no cabe decir con sentido que un objeto es satisfecho por algo; `ser satisfecho' es una función de segundo orden, que sólo puede afirmarse o negarse de funciones de primer orden.
Eso que yo acabo de denominar `ser satisfecho' es la relación inversa de la que llama Frege `caer bajo'. Se dice que un objeto cae bajo un concepto ssi, al ser dado ese objeto como argumento al concepto, éste le hace corresponder, como valor funcional, lo Verdadero. Por eso, Vivaldi cae bajo el concepto significado por el sintagma verbal `es músico', mientras que no cae bajo el concepto significado por `descubre Australia'; lo inverso sería cierto del navegante Luis de Torres. A esa relación entre objeto y concepto, el caer-bajo, podemos llamarla `subcadencia'.
Insiste Frege --y es éste uno de sus más transcendentales y fecundos hallazgos-- en una escrupulosa y pulcra distinción entre subcadencia y subordinación. Un objeto cae, o no cae, bajo un concepto; pero un concepto está subordinado a otro ssi cuantos objetos caen bajo el primero caen también bajo el segundo. El concepto significado por `es novelista' está subordinado al concepto significado por `es escritor', pero no cae bajo él, puesto que la propiedad de ser novelista no es un escritor. Cuando un concepto está subordinado a otro, se dice que el último es una nota (Merkmal) del primero; mientras que un concepto bajo el que cae un objeto se llama una propiedad del objeto.
La teoría fregeana de la predicación bloquea así la transitividad de la relación de predicación, que había postulado la tradición desde Aristóteles, y que tan malas pasadas había jugado. Y abre con ello las puertas a un realismo saneado de los universales. Con todo, el realismo fregeano de los universales es --¡no se olvide!-- categorial (y, a mi modo de ver, en esa medida no tan saneado; pero luego veremos que, además de los conceptos, postula Frege otros universales que sí me parecen satisfactorios).
§5.-- Independencia entitativa de las funciones fregeanas
Al haber dicho que las funciones, en general, y los conceptos en particular son entes incompletos, insaturados, que no son entes por sí mismos sino entes-de otros que sí son entes por sí mismos --los objetos--, podría haber dado la impresión de que, para Frege, los conceptos son entes ónticamente dependientes de sus inferiores --de los objetos que caen bajo ellos--; de que la entidad de los conceptos es, así, como parasitaria respecto de los inferiores.
No hay tal. Los conceptos fregeanos, aunque no son entes en y por si, sino entes-de, tienen esa entidad que tienen, una entidad que es relativa a objetos, de manera independiente de los objetos.
Eso puede parecer extraño y hasta incomprensible, pero se aclara como sigue. Una función es un ente-de, un algo que no es ente cabal o completo, sino que se limita a enviar a cada objeto-argumento sobre un objeto-valor funcional; pero la función tiene entidad por encima, y más allá, de los objetos que son sus argumentos.
Claro que, según Frege --extensionalista a su manera-- son idénticas dos funciones tales que cuantos objetos caen bajo la una caen también bajo la otra, y viceversa. (Frege no dice que sean idénticas, puesto que la identidad es una relación de objetos, no de funciones; dice que guardan la relación interconceptual correspondiente o análoga a esa relación interobjetual que es la identidad.)
Con todo, que la función está más allá de los objetos que bajo ella caen se patentiza en la existencia de funciones vacías, y, concretamente, de conceptos vacíos, o sea: tales que no cae bajo ellos ningún objeto. Son, p.ej., vacíos: el concepto significado por `es un hombre de cuatro metros de altura'; el significado por `es diferente de sí mismo', y miles más.
Además de los conceptos o propiedades, reconoce Frege la existencia de otros universales, emparentados con los conceptos, pero que, a diferencia de ellos, son objetos, a saber: las clases o conjuntos. (Frege llama también a una clase `recorrido de un concepto' y `extensión del concepto'.)
A cada concepto le corresponde una clase (aquella de la que son miembros todos los objetos que caen bajo el concepto, y sólo ellos); y a cada clase, un concepto (el que es significado por el sintagma verbal `cae bajo la clase...', llenándose los puntos suspensivos con un nombre de la clase en cuestión). La clase es un objeto, un ente saturado. Tienen clases correspondientes aun los conceptos bajo los que cae un solo objeto, o ningún objeto. Así hay una clase correspondiente a `es el último rey de Egipto', clase cuyo único miembro es Fuad II; y existe, aunque sea vacía, la clase de objetos que caen bajo el concepto significado por el sintagma verbal `es un país de más de 25 millones de Km2'.
Correspondiendo a la relación de subcadencia está la relación de membría; un objeto guarda tal relación con una clase (o sea: es miembro de la clase) en la medida en que cae bajo el concepto correspondiente a la clase. Hay así una correspondencia exacta, en el ámbito de objetos, con respecto al ámbito mixto en que están involucrados objetos y conceptos a la vez. (Frege alegaría, sin embargo, que la relación de membría es un concepto, y, por lo tanto, nunca salimos del todo de un ámbito mixto; únicamente conseguimos desplazar, reemplazando a ciertos conceptos por objetos correspondientes, pero debiendo, para ello, hacer entrar en escena a algún otro concepto.)
Todavía existe otro tipo de universales: los correlatos de conceptos. Porque, según lo que hemos dicho, un concepto es algo insaturado y, por consiguiente, significable sólo por sintagmas oracionales incompletos, e.e. que comportan uno o varios huecos. Pero, entonces ¿no es un concepto lo significado por la expresión `el concepto significado por el sintagma verbal `es un museo''? ¡Pues no! No es un concepto. Es un objeto, puesto que está significado por un sintagma nominal y sin huecos. Claro, cuando hablábamos de tal objeto, cuando lo mentábamos, nuestra intención, y la de Frege, era hablar, no de él, sino del concepto correspondiente.
Pero resulta que éste se nos escabulle, y es propiamente inefable: no se lo puede nombrar, sino sólo significar por medio de un sintagma verbal: en cuanto mencionamos ese sintagma (encerrándolo entre comillas simples) y prefijamos al resultado de tal mención la expresión incompleta --esa si funcional-- «el concepto significado por...»; en cuanto hacemos eso, hemos mentado o significado, no al concepto, sino a un curioso objeto, que ciertamente guarda una relación peculiar con el concepto, viniendo a ser como su vicario; por eso los exégetas de Frege lo han llamado `el correlato del concepto'.
¿No cabría identificar a esos objetos vicarios o correlativos de conceptos con las clases? Frege no se plantea esa cuestión, ni parece aventurarse a emitir conjeturas al respecto. Ciertamente siente uno algún malestar ante esa lujuriante proliferación de universales que se replican: el concepto, la clase de objetos que caen bajo el concepto y el correlato del concepto (el cual guarda también con los objetos que bajo el concepto caen una relación correlativa de la subcadencia).
Lo peor y más lamentable de todo es que cuando se analiza lo que hemos dicho creyendo hablar de conceptos, resulta que era un hablar acerca de correlatos de conceptos; si bien, de un modo como mágico, el lector ha «entendido» la verdad inefable sobre los conceptos. (Sería una situación similar a la que diagnostica el propio Wittgenstein al final del Tractatus como propia de la relación entre el autor del mismo, el texto y los lectores: lo que se quería decir es inefable, y lo que se ha dicho, queriendo decir lo inefable, decía otra cosa --o, según Wittgenstein, no decía ni podía decir nada, pues era un sinsentido--; pero, a través de la lectura de ese pseudomensaje, el lector ha visto cómo surge en sí mismo lo que el autor pretendía decir, esforzándose en vano por conseguirlo.)
Henos ya en condiciones de comprender qué es la existencia para Frege. La existencia, dice, no es una propiedad de primer orden, puesto que, en ese caso, nunca tendría sentido decir de una cosa que no existe; ¿de qué cosa se estaría hablando?
Si digo que no existe Volpone, y si lo digo con verdad, entonces no estoy hablando de cosa alguna que sea Volpone; no puedo, pues, ni ponerle ni quitarle cosa alguna a lo que no es nada de nada, en este caso a Volpone --por hipótesis. Luego no estoy hablando de Volpone. ¿De qué hablo, pues? De la propiedad de ser Volpone; esa propiedad puede ser entendida como la propiedad de ser un hombre con las características con las que pinta Ben Johnson a un supuesto personaje; y de esa propiedad digo que es vacía, o sea: que no es ejemplificada por ningún objeto --lo que equivale a decir que ningún objeto cae bajo ella--, de suerte que una oración de la forma «No existe...» debe parafrasearse o traducirse de modo que lo que se venga a decir sea esto: «Es vacía la propiedad de ser (idéntico a)...».
Similarmente, «Existe...» será una formulación inadecuada de «Es no vacía la propiedad de ser un ente (idéntico a)...» Decir que existe César Vallejo es decir que no es vacía la césarvallejidad (la propiedad de ser (un ente idéntico a) César Vallejo); y decir que no existe Melibea es decir que es vacía la propiedad de ser Melibea; o sea: que es vacía la propiedad de ser una moza de quien se enamore un mancebo llamado `Calixto' el cual consigue ser correspondido mediante los oficios de una vieja llamada Celestina, todo ello rodeado de los otros pormenores relatados en la obra de Fernando de Rojas. La propiedad de ser Melibea sí existe; porque no es vacía la propiedad de ser la propiedad de ser Melibea; lo que es vacío es la propiedad de ser Melibea.
Lo recién apuntado nos hace plantearnos un problema: ¿cabe decir con el mismo significado de `existe' que existe Jomeini y que existe la propiedad de ser Jomeini? Eso depende de que, en este contexto, estemos empleando la palabra `propiedad' para hablar del concepto o para hablar de la clase. Las clases son objetos, y existen como los demás objetos.
Los conceptos son funciones, y no comparten propiedad alguna con los objetos, ni siquiera la de existir. De un concepto no cabe decir que existe con el mismo significado de la palabra en que si cabe decirlo de un objeto (a saber: en el sentido de que no es vacía la propiedad de ser ese objeto); si, en este contexto, por `propiedades' entendemos conceptos, entonces lo mentado por la palabra `existencia' es un concepto de segundo orden, bajo el que caen aquellos conceptos de primer orden que no son vacíos --e.e. que son tales que hay objetos que caen bajo ellos.
En cambio, si por `propiedades' entendemos clases, entonces si cabe decir que la propiedad existe igual que el miembro de la misma; porque no es vacía la clase cuyo único miembro es la clase cuyo único miembro es Jomeini, del mismo modo que no es vacía la clase cuyo único miembro es Jomeini.
En cualquier caso, lo cierto es que los enunciados existenciales (aquellos en que parece estarse predicando existencia o inexistencia de un ente determinado) no son lo que parecen ser; parece que `Existe Mustafá Kemal' es del mismo tipo que `Mustafá Kemal come'; pero no --nos dice Frege--: si la última oración habla, efectivamente, de Mustafá Kemal, la primera habla, en verdad, de la propiedad de ser Mustafá Kemal, diciendo de esa propiedad que no es vacía, e.e. que hay algo que bajo ella cae.
§6.-- Teoría fregeana de las descripciones definidas para lenguajes bien hechos
Ahora se plantea una cuestión. Los enunciados existenciales que hemos invocado a título de ejemplo tenían como sujetos nombres propios. Pero, ¿qué pasa con aquéllos cuyos objetos son descripciones definidas, e.e. expresiones de la forma «el ente que...» (p.ej.: `el hombre más guapo del mundo', `la bailarina más joven de Úbeda', `la montaña más alta de Holanda', etc.)?
Propone Frege, a la hora de construir un lenguaje correcto, considerar tres casos: 1º) aquel en que la matriz de la descripción definida de que se trate (e.e. lo que se colocaría en vez de los puntos suspensivos tras el prefijo `el ente que') significa aun concepto bajo el que cae un solo objeto; en ese caso, la descripción definida significa a ese objeto; 2º) aquel caso en que haya varios objetos que caen bajo el concepto significado por la matriz de la descripción; en ese caso, la descripción significa a la clase de objetos que caen bajo tal concepto; 3º) aquel caso en que no hay ningún objeto que caiga bajo el concepto en cuestión; y, en ese caso, la descripción significa a un objeto que puede escogerse arbitrariamente, p.ej. a la clase vacía. (Reelaboraciones de la teoría fregeana han establecido para el segundo caso la misma estipulación que establece Frege para el tercero.)
Como resultados de esa concepción de las descripciones definidas, tenemos los siguientes (emplearé letras esquemáticas para aludir a matrices):
§7.-- Dificultades de las dicotomías fregeanas objeto/función y sentido/significado
La dicotomía objeto/función nos condenaría a la inefabilidad, lo cual va, además, en contra de un principio fregeano de que todo es efable. Que sea una función podría mostrarse, mas no decirse.
Además, nos condenaría a que carecieran de sentido todas las explicaciones en que se dice, p.ej., que cuanto existe es objeto o función --como lo hace, y no puede por menos de hacerlo, Frege, en repetidas ocasiones. Porque, al aplicarse a una función, el verbo `existe' tendría un sentido diferente del que tendría al aplicarse a un objeto. Ni tendrían sentido las palabras algo', `todo', `cualquier cosa', etc., puesto que sólo cabría decir: `cualquier objeto'; `cualquier función de primer orden' (salvando, en este último caso, lo incorrecto de un hablar semejante, puesto que una instancia aplicativa de `cualquier función de primer orden' sería un nombre propio de una función de primer orden, el cual, al ser proferido, se metamorfosearía y pasaría a significar, no a una función, sino al correlato u objeto vicario de la misma); `cualquier función de segundo orden' (con análoga salvedad), etc. Pero nunca cabe agrupar a un objeto y a una función en un conjunto que englobe a ambos.
Peor todavía: lo que acabamos de decir carece de sentido, puesto que, por no poderse afirmar con sentido de una función algo que se afirme de un objeto, ni viceversa, tampoco puede negarse con sentido algo tomando como sujetos a expresiones que signifiquen a una función y a un objeto.
Así pues, si es correcta la dicotomía objeto/función, entonces es inefable, y carecen de sentido cuantas explicaciones demos sobre ella (incluso la de que es inefable, o la de que es inefable la verdad vinculada al decirse, sin sentido, que es inefable, o...).
Felizmente, sin embargo, hay cómo evitar tal dicotomía categorial, con las secuelas que la acompañan. Podemos explorar varias alternativas.
La alternativa más plausible es la de considerar que, en lugar de que haya una dicotomía categorial o de naturaleza entre objetos y función, lo que hay es una diferencia de papel entre lo que está actuando como objeto y lo que está actuando como función.
Esa alternativa ya le fue sugerida al propio Frege, quien contestó con un argumento que podemos recapitular así: aunque consideremos que, dados un objeto, x, y una función, φ, la diferencia entre ambos es de papel --o sea: no se trata de diferencia entre ambos, sino entre los papeles respectivos que están jugando--, aun así deberemos, en la oración que diga que x está siendo dado como argumento a la función φ, enunciar esa diferencia de papeles de algún modo; pues, si de suyo φ y x son entes del mismo nivel entitativo, los signos con los que respectivamente signifiquemos a ambos entes serán también entes de la misma categoría gramatical; será, pues, menester que haya en la frase algún signo de otra categoría gramatical, el cual sea un signo funcional que tome como argumentos a x y a φ, en ese orden-o en el inverso, da igual con tal de que sea un orden fijo y asimétrico-; ese signo añadido tendrá que estar significando a algo, pues, si no, no se explica la necesidad de su presencia: en la realidad deberá suceder, pues, que a lo significado por ese signo adicional le estén siendo dados como argumentos, en cierto orden, los dos entes x y φ; si a ese significado, funcional evidentemente, del signo sobreañadido queremos ahora considerarlo como un objeto, diciendo que su diferencia con respecto a x y a φ es, no de categoría, sino de papel, deberemos, por idéntica razón, añadir otro signo más y así al infinito.
Ahora bien, la discutible presuposición de ese argumento --que podemos llamar lingüístico-transcendental-- es que a las diferencias de categoría gramatical deben de corresponder diferencias de categoría ontológica de los entes significados por expresiones de sendas categorías.
Tal presuposición puede ponerse en tela de juicio, proponiéndose como alternativa que lo que separa a dos signos de categorías gramaticales diferentes es, no la categoría óntica de sendos entes por ellos respectivamente significados, sino el tipo de relación semántica que cada uno de tales signos guarde con un cierto objeto.
Así, p.ej., si aceptamos que hay una diferencia de categoría gramatical entre nombres propios y verbos, cabrá decir que en la oración `Hiro-Hito eructa', tenemos: una ocurrencia de una palabra, `Hiro Hito', que guarda con un objeto, Hiro-Hito, cierta relación semántica --podríamos llamarla: relación de apelación-- y otra palabra, el verbo `eructar', que guarda con otro objeto, la propiedad de eructar, otra relación semántica --podríamos llamarla: relación de expresión, en un sentido desde luego no fregeano.
Diríamos entonces que un ente está siendo apelado por un signo en una oración en que hay otro signo que está expresando a otro objeto ssi el primer objeto está siendo tomado como argumento por el segundo, el cual está, con respecto al primero, actuando como función y siendo el valor que el segundo objeto hace corresponder al primero o bien lo Verdadero o bien lo Falso según que la oración dada sea verdadera o falsa.
Aquí me he limitado a considerar como funciones a los conceptos monádicos, pero es obvio que el tratamiento que estoy proponiendo puede extenderse, de manera fácil y fructífera, a funciones no conceptuales y a conceptos poliádicos. Lo interesante es que, con esta complicación semántica consistente en postular más de una relación entre signos y objetos, obtenemos una simplificación ontológica no ya útil o conveniente, sino que se impone para evitar la inefabilidad a que se ve abocado Frege.
No entra en los límites de este artículo desarrollar esa propuesta ni examinar las dificultades que encierra, pues no hay solución teorética alguna que esté exenta de sus propios inconvenientes. En cualquier caso, la solución es netamente preferible a la de Frege precisamente porque escapa a ese despeñadero del inefabilismo.
Lo único que conviene añadir a las consideraciones precedentes es un refinamiento --cuyo examen detallado también dejo aquí de lado--, a saber: nominalizar todos los sintagmas verbales salvo el verbo `abarca' de modo que una oración como `Es ególatra Mobutu' pase a ser parafraseada como `La egolatría abarca a Mobutu'. El abarcamiento será, pues, el único ente expresado (por el verbo `abarca'), aunque también podrá ser apelado (por el sintagma nominal `el abarcamiento').
No considero tampoco convincentes los argumentos aducidos por Frege para postular una dicotomía de sentido y significado. Con respecto a los enunciados de identidad, cabe mostrar que se puede, y se debe, reconocer tanto la autoidentidad de cada cosa como su autodistinción.
El argumento con el que quiere Frege probar que hay sentidos sería una reducción al absurdo; pero no es reducción al absurdo, pues lo único que muestra es una contradicción verdadera, no una conclusión supercontradictoria, la cual si sería un absurdo. He aquí una instancia de ese tipo de argumentación:
Pr. 1ª Maffeo Barberini = Urbano VIII.
Pr. 2ª Urbano VIII es tal que sabe Clotilde de él que es Urbano VIII.
Pr. 3ª Maffeo Barberini no es tal que sepa Clotilde de él que es Urbano VIII.
De las premisas 2ª y 3ª se concluye:
Concl. 1ª: Maffeo Barberini es distinto de Urbano VIII
(donde «x es distinto de z» abrevia: «No es verdad que x sea idéntico a z», siendo ese no una negación débil o simple, no una supernegación; en cambio «x es diferente, o diverso, de z» abreviará: «No es verdad en absoluto que sea x idéntico a z»).
Pero, entonces, tenemos la contradicción formada por la premisa 1ª y por la conclusión 1ª; además, en virtud de la indiscernibilidad de los idénticos --y de la consiguiente mutua sustituibilidad de términos que designen al mismo ente--, cabe, aplicando la premisa 1ª a la conclusión 1ª, obtener esta conclusión final: Maffeo Barberini es distinto de Maffeo Barberini.
Y, como cada cosa puede ser designada por más de un nombre, cada cosa es distinta de sí misma; distinta, pero también idéntica a sí misma. Así de contradictoria es la realidad. Pero es mil veces preferible aceptar esa contradictorialidad de lo real (Hegel supo ver, con toda razón, que la relación de identidad presupone alguna distinción o alteridad entre los idénticos, o sea entre cada cosa y sí misma) antes que postular los estrafalarios sentidos irreales y embarcarse en una gnoseología que da la espalda a un sano empirismo según el cual nihil est in intellectu quin prius fuerit in sensu.
Asimismo, de darse sentidos fregeanos, serían irreales; no ejercerían acción causal alguna. Luego, con o sin ellos, el mundo sería igual, pues, al no ejercer acción causal, no afectarían ni alterarían los sentidos el mundo en manera alguna, y sería como si no existieran en absoluto. ¿Cómo podrían, entonces, ser conocidos, aun suponiéndose en el hombre una enigmática intuición intelectual?
Además, es inverosímil que aparezca de golpe ante nuestra mirada intelectual --como por arte de birlibirloque-- un nuevo sentido en virtud de la mera acuñación de un nuevo nombre para rebautizar a algo que ya recibía otra u otras denominaciones. ¿En qué diferirán el sentido de `Avicebrón', el de `Selomó Ibn Gabirol' y el de `Salomón Ibn Gabirol'? Y ¿en qué diferirá el sentido de `Tamerlán' del de `Tamorlán'?
Para cerrar esta discusión, diré que, pese a todas las críticas que acabo de formular, me parecen más importantes los transcendentales e imperecederos hallazgos de Frege: su teoría de la predicación no transitiva --con el distingo entre subcadencia y subordinación--; el rechazo de toda forma de idealismo o subjetivismo; la postulación de la existencia de universales o propiedades; la concepción extensional de las propiedades; el rechazo de procedimientos de escamoteo de los problemas, como los «en-cuantos»; sus sugerencias sobre tratamiento de descripciones definidas en lenguajes bien hechos.
Pero, además, y sobre todo, los propios errores de Frege son esclarecedores y fecundos estimulantes de la investigación filosófica.