§1.-- Nuestro filosofar en los lejanos años 60
Quienes hemos llegado a la vejez rememoramos nuestra mocedad como si fuera ayer, pero a la mayoría de nuestros interlocutores han de resultarles exóticas aquellas circunstancias, formando un mundo que a duras penas consiguen imaginar.
Si eso es así en general, mucho más lo es en el caso de España. Y en lo tocante a los ambientes académicos hispanos más todavía. ¡No digamos en el de la filosofía española!
Remontémonos, para empezar esta historia, a los primeros años sesenta --que son aquellos en los que el autor de estas páginas comienza sus estudios de filosofía en la Universidad de Madrid (hoy Complutense), mientras que Javier Muguerza, recién licenciado (y próximo ya a doctorarse con su tesis sobre Gottlob Frege), daba sus primeros pasos en la carrera de docente universitario, lejos aún del esplendor y la celebridad que adornarán posteriormente su desempeño como catedrático.
Aquellos años eran tan distintos de lo actual que hasta las fotos de la época exhiben un paisaje humano hoy pintoresco. Entre los aspectos visuales que hoy serían más llamativos podemos recordar piñas de falangistas con camisa azul saludando brazo en alto (sin duda ya menos numerosas y nutridas que un decenio antes) así como montones de sotanas y hábitos talares (muy abundantes en el alumnado de la Facultad de Filosofía).1NOTA 1 La enseñanza preuniversitaria era sexualmente segregada, lo cual se notaba también en la calle, naturalmente --al ser infrecuente ver grupos mixtos de adolescentes de ambos sexos.
Como «nacional-catolicismo» se ha caracterizado la ideología de aquel régimen.2NOTA 2 La juzgo una denominación equivocada, pareciéndome un falso y superficial paralelo con el nacional-socialismo germano. Es difícil meter en casilla alguna lo que se sufría y respiraba, como lo había sido siempre el fascismo español (llamémoslo así convencionalmente): una ideología oportunista y maleable, mezcla de monarquismo, papismo ultramontano (Menéndez Pelayo), falangismo (ya de suyo otro combinado doctrinal de perfiles confusos), militarismo, tradicionalismo y, cada vez más, un militante occidentalismo, a la vez anticomunista y, sobre todo, antioriental, antiasiático (por extensión, anti-tercer-mundo).3NOTA 3
Suele afirmarse que la neo-escolástica fue la filosofía oficial de aquel régimen. Una verdad a medias. Podríamos decir que sus influyentes y poderosos adeptos posiblemente ambicionaban tal estatuto; pero, en la realidad, nunca llegó a ser así del todo; no resultó posible por lo heteróclito del «movimiento nacional» y del establishment franco-falangista bajo sus denominadores comunes de adhesión a la Cruzada y a su Caudillo.4NOTA 4
Lo que sí es verdad es que en aquellos primeros años sesenta, lejos de haber decaído o estar en bancarrota --como otros aspectos de la ideología del régimen, concretamente el nacional-sindicalismo--, la escolástica --principalmente el tomismo-- empezaba más bien un apogeo, que, sin embargo, será, a la postre, de corta duración, al estrellarse con la mutación de ideas que traerán consigo --entre otros factores-- el Vaticano II, la inminencia del fin del régimen y los disturbios de 1968 y años sucesivos.
En la primera mitad de los sesenta ¿quién podía prever todo eso? Vivíamos --como Silvio Pellico en Le mie prigioni-- bajo una opresiva capa de plomo sin avizorar luz alguna. La vida era triste, pobre, mezquina, genuflexa. La vida intelectual, paupérrima, mediocre, encorsetada y cohibida. Cierto es que ya quedaban pocos entusiastas de la ideología falangista (dígase lo que se diga, la única que profesó el régimen, hasta sus últimos días). Había ya que buscar con un candil sinceros partidarios del «¡Por Dios, España y su revolución nacionalsindicalista!». Pero todo lo disidente estaba, o prohibido o proscrito del medio acémico y condenado al ostracismo.
En aquel lúgubre ambiente, ¿a qué corrientes mirábamos con simpatía los pocos estudiantes de filosofía (en concreto de filosofía pura)5NOTA 5 que nos distanciábamos de las ideologías auspiciadas por el régimen o comúnmente asociadas al mismo? Sin duda, ante todo, al materialismo dialéctico. Pasaron por ahí, entre muchísimos otros, tanto Muguerza (al parecer muy fugazmente) cuanto quien esto escribe.
Sólo que ya entonces, en esa coincidencia, se da un primer desencuentro. Muguerza me había precedido en unos pocos años, pero él abandonó en seguida ese paradigma; yo fui amigo y compañero de amigos y compañeros de Muguerza, por lo cual, a lo largo de mis estudios de licenciatura, su figura me fue en todo momento muy presente, aun sin tener entonces la fortuna de conocerlo personalmente; mas, cuando él ya había dejado atrás esa efímera etapa marxista es justamente cuando yo abrazo dicha doctrina de manera mucho más intensa y duradera.
Junto con el marxismo, otro imán filosófico para los jóvenes disidentes era el positivismo lógico. Todavía no se empleaba la locución «filosofía analítica» (que justamente Muguerza introducirá en España unos años después). La verdad es que, en general, lo que sabíamos del positivismo lógico era un poco viejo. Hablábamos del Tractatus de Wittgenstein y de la obra de Carnap como si representaran el paradigma analítico. Yo nada sabía de Frege (el filósofo al que Muguerza consagra por el mismo tiempo su tesis doctoral) y no mucho de Russell; de Quine no recuerdo haber oído hablar entonces --a pesar de las traducciones de Manuel Sacristán.
Un tercer paradigma atractivo fue el existencialismo; de él me es más difícil hablar. No sé si Muguerza se sintió seducido por Heidegger o por Sartre; a mí me repelieron ambos (salvo el segundo en su obra literaria).
Así, mientras Muguerza estaba evolucionando de su momentáneo marxismo a una filosofía analítica --que, entre nosotros, estaba aún marcada por figuras y concepciones que ya no eran las prevalentes en el mundo anglosajón--, yo abrazaba el marxismo sin dejar de sentir afinidades, no con los planteamientos del círculo de Viena, pero sí con sus temáticas y sus métodos, especialmente la lógica matemática.
En ese cuasi-encuentro --que más fue un desencuentro-- median dos terceros: Kant y Hegel. Según lo veremos más abajo, el influjo de Kant en Muguerza fue decisivo --y quizá nunca se ha apartado de él. No puedo juzgar en qué medida era Kant un filósofo atractivo para los integrantes de los círculos estudiantiles a los que me he referido; lo cierto es que no recuerdo tal interés. En mí poco o ningún entusiasmo suscitó la temprana lectura de la Crítica de la razón pura (que no emprendí por afición, sino por la presión del profesor de la asignatura de 2º curso «Historia de los sistemas filosóficos»). En cambio, es notorio que Muguerza vio muy pronto en la filosofía kantiana un poderoso instrumento de renovación intelectual y que, desde entonces, nunca ha renegado de esa inclinación.
En lo que atañe a Hegel, dudo que Muguerza haya sido nunca hegeliano, mientras que yo sí lo fui, y mucho. Mi propio marxismo siempre estuvo muy impregnado de hegelianismo; y ni siquiera mi posterior paso a la analítica desvanecerá del todo la huella del filósofo del idealismo absoluto.
Vuelvo a aquellos círculos de los sesenta en la Facultad de filosofía, recordando a Carlos Piera, Jorge Deike, Víctor Sánchez de Zavala, Juan Antonio Delval Merino y tantos otros que --quien más, quien menos-- nos movíamos en las líneas que he apuntado, cada cual a su modo. Muguerza estaba en sus propios círculos, muy próximos y en parte superpuestos.
Dentro de las considerables discrepancias que ya entonces se manifestaban en esos círculos, esos tres imanes a los que he aludido marcaban un común rechazo de la filosofía abusivamente considerada como «la del régimen», la escolástica,6NOTA 6 no sólo en cuanto a las tesis profesadas, sino también en cuanto al método e incluso en cuanto a la problemática misma. No es baladí que la metafísica venga rechazada tanto por el marxismo (en pos de Hegel) cuanto por el neopositivismo e incluso, en algunos pronunciamientos, por el propio existencialismo. Claro que cada uno entiende lo de «metafísica» a su modo; pero la tendencia general fue la de recusar, no ya tales o cuales tesis de la filosofía aristotélico-tomista (como el hilemorfismo o la dualidad entre potencia y acto), sino la propia pertinencia de las cuestiones a cuya solución se enderezaban tales tesis.
Por paradójico que sea, me pregunto si el más conservador de todo aquel círculo no fui yo, a pesar de mi firme y duradera profesión marxista. Ya entonces fui el menos hostil a la metafísica e incluso a la escolástica, hacia la cual siempre sentí una fuerte atracción y una honda admiración, aun sin adherirme nunca a las ideas de Aristóteles.
Veremos más adelante que lo que Muguerza quiso o creyó hallar en la filosofía analítica (en el neopositivismo y sus epígonos) era una revolución doctrinal; como ya he dicho, temática y metodológica. Esa actitud fue común a todos, aunque en mi particular caso no tanto, pues, en definitiva, aquel marxismo que yo abracé con fervor era otra metafísica; mucho me impresionó la lectura del gran libro del P. Gustav Wetter sobre el materialismo dialéctico, donde se analizan las similitudes del mismo con la escolástica. Yo constituí la excepción, no la regla.
Cuando la filosofía analítica deje de parecerle revolucionaria, Muguerza cesará de estar adherido a ella (si es que su talante filosófico permite hablar de adhesión en momento alguno); entonces buscará la revolución doctrinal por otros derroteros. Pero ese viraje, a miles de kilómetros de distancia, andará temporalmente próximo a aquel que marcará mi propio rumbo, justamente mi definitiva pertenencia a esa misma filosofía analítica por un motivo nada revolucionario: por ver en ella una coronación de la philosophia perennis, con el utillaje conceptual contemporáneo.
§2-- ¿Agotamiento de la filosofía analítica?
En 1987 yo me incorporé al nuevo Instituto de Filosofía del CSIC, fundado poco tiempo antes bajo el liderazgo personal de Javier Muguerza. Pocos meses antes tuve la suerte de conocerlo en persona, por una casualidad. Al haber permanecido lejos de España durante casi cuatro lustros, no había seguido los debates filosóficos en nuestro país. Cayó entonces en mis manos la reciente reimpresión de la antología compilada unos años antes por J. Muguerza titulada La concepción analítica de la filosofía,7NOTA 7 colección abundantemente citada y consultada desde entonces por muchos de los que en el mundo de habla hispana se habían interesado por el filosofar analítico. Muguerza completó con esa publicación su labor magistral de introductor entre nosotros de la filosofía analítica, pero también su propio despegue de la misma. En lo restante de este artículo voy a comentar cuán vivo interés suscitó en mí la lectura de esa obra a la vez que expondré las razones de mis desacuerdos.
La reimpresión de 1986 aparecía con un Prólogo a la segunda edición de J. Muguerza, quien manifestaba ahí que «seguiría suscribiendo la mayor parte de los juicios» que se habían vertido en la Introducción --Introducción íntegramente reproducida con el resto de la obra.
Para quienes somos filósofos analíticos resultaba muy satisfactorio que todavía a mediados de los ochenta Muguerza se interesara por nuestro filosofar como lo hacía en esas largas páginas introductorias --nada menos que 123 grandes páginas, agrupadas en siete secciones, y todo ello bajo el subtítulo de «Esplendor y miseria del análisis filosófico».
No sería una crítica convincente quejarse de que Muguerza destacaba unilateralmente más la miseria que el esplendor. El rincón de la filosofía analítica en el que está ubicado quien esto escribe puede que no sea la atalaya mejor plantada para supervisar todo el panorama analítico. No sé si la posición de Muguerza le daba un campo de mira mucho más vasto, pero desde luego --y según voy a indicarlo-- creo que, desde ella, no se percibe del todo bien ese paraje en el que nos encontramos quienes hacemos o hemos hecho metafísica analítica.
Las profundas divergencias de perspectiva entre ese texto de Muguerza y la visión de quien esto escribe radican, ante todo, en una cuestión metafilosófica: sitúase Muguerza en una postura por encima de los paradigmas filosóficos, en un terreno en el cual se avizoran y divisan, desde por encima, los cambios de paradigma (p.16) en filosofía como en otros campos de la cultura. Desde tal punto de vista aventajado, trátase de ver con ecuanimidad al filosofar analítico como uno más entre tantos.
Al aquilatar el vigor de ese filosofar y sus limitaciones, Muguerza cree hallar un agotamiento de la filosofía analítica que, de revolucionaria que había sido (o, casi más bien, que había pretendido ser), habría incurrido en un doble defecto: (1º) escolastizarse, diluyéndose; y (2º) caer a menudo en el mejunje, al dar indiscriminadamente acogida a cuanto se le ofreciera. Al venir, en su evolución, afectado por ese segundo defecto, tal filosofar tenía que ser superado, puesto que, en verdad, el cascarón de una etiqueta prestigiosa ya no encerraba ningún impulso claramente distinguible; y, al estar afectado por el primer defecto --su degeneración en escolástica--, tal filosofar se revelaba como rebasado por la problemática misma y el quehacer filosófico de nuestro tiempo.
Si todo ello fuera así, lo que me resulta extraño es que, al final de su Introducción, Muguerza optara, no por desechar ese paradigma del filosofar analítico, sino por trabajar para una transformación del mismo. Claro que lo hacía con palabras susceptibles de más de una interpretación (p. 138): «la opción por la `transformación' del giro analítico podría ser entendida a la manera de una opción reformista por la `filosofía normal' con exclusión o en detrimento de otras revoluciones filosóficas pendientes de advenir. No hay que decir que, en la medida en que el análisis filosófico haya podido un día representar una `revolución' en la filosofía, su consolidación no excluye en modo alguno la posibilidad de una `revolución en la revolución'. Pues las revoluciones filosóficas ... han de ser permanentes o no serán revoluciones».
Lo que yo me pregunto es si se trataba de revolucionar esa revolución o de transcenderla para ir más allá de ella --de hacer una revolución contra la revolución. Por lo demás, estamos en cosquilleos verbales mientras no se precise el sentido de esa revolución --algo en lo que yo no estoy de acuerdo con el texto comentado (prescindiendo en este artículo de en qué medida esa obra de 1981 haya correspondido, o no, al pensamiento posterior de Javier Muguerza).
En realidad, no es muy fácil encontrar en dicha Introducción una caracterización concisa y clara de en qué había consistido el carácter revolucionario del filosofar analítico; ni siquiera estoy seguro de en qué medida Muguerza creía en tal carácter. Mas, si era un espejismo o una superchería, ¿a qué querer revolucionar una inexistente revolución? Releyendo hoy el texto, tengo la impresión de que, si Muguerza se abstuvo de tal caracterización, fue por un prurito de respetar la pluralidad de tal filosofar, las peculiaridades de los diversos grandes de la analítica cuyo tenor filosófico iba glosando.
Ahora bien, si en general tales glosas me parecen bien logradas, no veo en cambio cómo puede agruparse todo eso en un movimiento si falta un denominador común; lo más interesante sería debatir acerca de semejante común denominador. Lo otro, ese escrupuloso respeto a lo particular --muy a lo último Wittgenstein tal vez-- no nos permite fijar posiciones netas sobre el movimiento estudiado en su conjunto ni, por ende, abrir una discusión en torno a tales posiciones.
Lo que más eché en falta no eran piropos a la analítica --no faltaba alguno, aunque nunca lisonjero--, sino algo que hiciera las veces de una definición del movimiento analítico. Por mi parte, voy a proponerlo (y es una definición osada --esta que yo brindo u otra-- lo que me hubiera gustado ver en esas páginas de Muguerza: algo que dé netamente lugar a la discusión).
La definición que yo propongo es la siguiente. Es analítico el método filosófico que se caracteriza por estos tres rasgos:
1º) El intento de definir al máximo --por uno u otro tipo de definición, sea explícita, sea en uso-- aquellos términos que se introduzcan que no sean expresiones «claras», de sentido común y relativamente improblemáticas (o, cuando no se consigan definiciones, al menos dilucidaciones, algo que venga a ser como conjuntos de postulados significacionales, aunque su uso entrañe algún género de circularidad «virtuosa»).
2º) La argumentatividad formal, entendida como el intento de presentar argumentos formales --o, al menos, formalizables-- a favor de cuantas más afirmaciones mejor --reduciendo al mínimo lo que se postula porque sí, sin justificación (y eso de «formal» ha de entenderse así: según reglas de inferencia que permitan tener, si no siempre una noción fuerte de prueba --e.e. una noción decidible y recursiva-- sí, al menos, una que resulte por flexibilización de esa noción fuerte); también valen las inferencias inductivas y abductivas, siempre que sean rigurosas.8NOTA 8
3º) Una sensibilidad y atención especial a los problemas de la relación entre lenguaje y realidad --tomando al lenguaje de un modo u otro, si no siempre como espejo de la realidad, sí al menos como campo de estudio que puede proyectar de un modo u otro luz para nuestra concepción filosófica general.9NOTA 9
Añadiría yo que es analítico un pensador contemporáneo en la medida en que cumple estos tres requisitos: 1º) que su método sea analítico;10NOTA 10 2º) que los problemas que estudie se enlacen al ámbito de problemas estudiados en la tradición filosófica, arrancando de los griegos; 3º) que se vincule, de un modo u otro, a la corriente filosófica iniciada con Gottlob Frege.11NOTA 11
Erróneo o no, el recién ofrecido bosquejo tiene la ventaja de delinear un perfil preciso. Muguerza, siempre erudito, hubiera podido objetarme que mi caracterización no parece del todo apropiada para Carnap, Strawson, Austin, Wisdom y otros; que el perfil parece hecho ad hoc para los ontólogos, y éstos no son mayoría en la Analítica. A tal objeción cabría responder: que la formulación arriba propuesta es suficientemente flexible para dejar dentro también a todos esos adversarios analíticos de la metafísica (no meramente descriptiva); y que hay grados de analiticidad.
A Muguerza le habría resultado inatractivo en extremo decir que la filosofía de hoy deba seguir trabajando con los problemas de la filosofía tradicional y con sólo aquellos otros que con ellos se enlacen temáticamente (e.d. de aquellos cuyo mero planteamiento no marque una ruptura total con el ámbito de cuestiones debatidas en la philosophia perennis). Creo que está claro que, según Muguerza, en los tiempos recientes se han descubierto nuevos problemas, que brotan de las nuevas situaciones humanas, quedando así rebasados los problemas mismos --no ya sus meras soluciones-- al irse abriendo nuevos horizontes intelectuales. Nuestro interlocutor entendía que el filósofo no ha de permanecer sordo y ciego ante la realidad cambiante que lo rodea, masticando hasta la náusea variaciones sobre los diálogos platónicos, o la categoría del ubi.
Lamentablemente las circunstancias prácticas no facilitaron en 1987 un debate en torno a estos desacuerdos. ¡Cuánto me hubiera gustado tenerlo! Al no haberse materializado la discusión entonces, la imagino ahora en un experimento mental. A esa interpelación de Muguerza, habría respondido esto: no digo, como Jaspers, que la filosofía haya, si acaso, retrocedido respecto de Platón; digo que es filosofía en la medida en que su problemática guarde una conexión suficientemente estrecha con las de Heráclito, Parménides, Platón, Aristóteles y Crisipo --eso sí, con todas las nuevas matizaciones y los nuevos enriquecimientos que se quiera, con los nuevos problemas y puntos de vista.
Vistas así las cosas, le es difícil a un analítico (al menos a uno de mi cuerda) suscribir el aserto de Muguerza de que (p. 25) la obra de Kant «constituye una de las más radicales tomas de conciencia, por parte de la filosofía de todos los tiempos, acerca de sus propias posibilidades y limitaciones». Como Brentano en la segunda mitad del siglo XIX, optaría yo hoy por un género de filosofar que no sea en clave kantiana. No es de extrañar eso: el enfoque de Kant --sin duda muy sugestivo-- cambia la problemática: desde sus planteamientos ya no tiene sentido seguir abordando problemas como los de Platón, Aristóteles y Leibniz, o bien ésos quedan totalmente modificados.
Muguerza parece acercarse a ver las cosas desde un punto de vista que me permitiría calificar de «historicista»: la historia de la filosofía marcha siempre adelante a través de cambios de paradigma; nosotros estamos inevitablemente insertos en un paradigma pero también, aunque sea desde él, podemos avizorar el más allá de ese paradigma, atisbando otros nuevos.12NOTA 12 Según tal enfoque no cabría pronunciarse sobre los problemas de espaldas al sentido de la historia de la filosofía: plantear problemas como cuestiones eternas, las cuales serían tales al margen del paradigma al que pertenezcan --o al menos del marco del paradigma en el que se planteen--, argumentando sobre ellos con un género de argumentación meramente formal, la cual lo mismo podría valer ahora que en el siglo V a.C.
Un analítico replicaría que sí tiene sentido --y hacer eso es hacer filosofía: lo demás, bonito, interesante, apasionante, será hacer historia de la filosofía, o sociología de la filosofía, o lo que sea. Desde el punto de vista analítico, pues, no es menester aceptar como revolucionario o como paso adelante todo lo que haya sido cambio de paradigma.
Me hago perfectamente cargo de que Muguerza habría visto mi planteamiento como típicamente escolástico, quizá no tanto por esa socarrona caracterización suya del escolástico (p.133) como alguien que se parece a otro escolástico como un huevo a otro huevo,13NOTA 13 sino por (p. 134) la «insensibilidad histórica que lleva, en momentos en que hay cosas más interesantes que hacer o en que pensar, a prestar atención desmesurada a minucias que entonces no pasan de minucias, malgastando en ellas sutilezas que resultan ya ociosas».
Si entiendo bien lo que nos quiso decir Muguerza, no sería de suyo malo argüir sobre, p.ej., el principio de individuación; pero, cuando la tarea histórica nos impone otras cosas, lo que se redarguya en torno a ese tema serán sutilezas escolásticas desfasadas.14NOTA 14
No comparto tal sentimiento: para mí siguen siendo apasionantes y actuales (lo serán siempre) las disquisiciones escotistas o tomistas sobre la esencia y la existencia, sobre la unidad y la identidad, o sobre la potencia y el acto. Pasarán los auges y las caídas de los imperios, las guerras y las paces, los regímenes políticos y sociales: dentro de diez mil años seguirá dándose vueltas a los futuros contingentes, al determinismo y el libre arbitrio, a la relación de causalidad, a las contradicciones del movimiento o la identidad de los indiscernibles.
Si Muguerza, ante tan abierta toma de posición, hubiera alegado que con ello se desestiman los problemas candentes del hombre en su situación histórica, habría yo respondido que, lejos de estar reñido con elaborar una teoría ética, una teoría filosófica de la historia y una filosofía de la política, articular un sistema ontológico que nos permita ver claro cómo es la Realidad confiere a tales elaboraciones un cimiento racional; y, sobre la base de esas teorías, cabe racionalmente plantearse los problemas --esos ya extrafilosóficos-- de qué actitud adoptar ante las exigencias históricas de nuestro tiempo.
Las líneas que preceden revelan también el desacuerdo entre Muguerza y el autor de estas páginas en la posición a adoptar ante la situación filosófica española, las líneas de demarcación y de evolución de la misma. Con Muguerza (p. 117) coincido en afirmar que «no hay en rigor nada a que poder llamar la filosofía `española' del momento como no sea la filosofía que se hace ahora en España».15NOTA 15
Muguerza trazaba con razón un cuadro sombrío de la filosofía española en la postguerra (pp. 117ss). Mientras Muguerza reprochaba a nuestra Escolástica o Neoescolástica del franquismo «presentar a la filosofía --contra toda corriente-- como un saber de primer orden»16NOTA 16 y --ni que decir tiene-- hacer metafísica (pues [p.122] «hacer hoy metafísica por las buenas ... es no darse por enterado de la aportación kantiana a la filosofía»), mi reproche es muy otro: lo malo de esa nuestra Escolástica es que no dio de sí ninguna obra grande: nada que pudiera, ni de lejos, parangonarse con el gran trabajo de nuestros Escolásticos del Siglo de Oro; en vez de eso, manuales que, a menudo, despachaban en unas páginas --cuando no en unas líneas-- lo que un Juan de Sto. Tomás o un Suárez discutían a lo largo de dilatadas disputaciones.17NOTA 17 Nuestros neoescolásticos ni siquiera nos dejaron alguna obra comparable en valor a la ofrecida --aunque ya en un plano mucho más modesto que un Báñez o un Molina o un Zumel-- por Maréchal, Maritain, Cornelio Fabro, o Gilson.
Lo peor es que esa infertilidad de la neoescolástica española y la postura política que adoptaron sus cultores sumieron en el desprestigio a la gran tradición de la filosofía perenne, dando lugar a que --por una reacción no tan disculpable-- los ambientes de la profesión filosófica en España vinieran anegados por la antimetafísica y la antiescolástica, por la fijación con lo «moderno» y el intento de arrancar las raíces ontológicas del filosofar mismo, suplantando las cuestiones metafísicas por cualesquiera otras que olieran a otra cosa. Defectos éstos que, ya entrado el siglo XXI, seguimos arrastrando. ¿No se pueden acaso contar con los dedos de una mano aquellos que, entre nosotros, sostienen tesis sobre la relación entre esencia y existencia, la realidad de los universales, la identidad de las sustancias o la realidad de los mundos posibles alternativos?
En una situación así resulta que la Analítica redescubre su fuerte entronque con la tradición de la filosofía perenne y --más allá de Husserl y de Kant, más allá de Descartes incluso-- retoma contacto con las grandes corrientes de la metafísica tradicional. Lo quiere hacer y lo ha hecho. Muguerza no podía ver nada de eso con buenos ojos, increpando a A. Quinton como exponente de lo obsoleto en esa renovación analítica de la metafísica. Leemos en la p. 113: «lo único obsoleto [en la obra de Quinton] no es por desgracia el título, sino todo su adusto aire de tratado sistemático de ontología (coronada por su correspondiente metafísica)». Muguerza se quejaba de lo que parecía la nueva divisa de los analíticos, «Back to Aristotle!».
Si ese quehacer de los filósofos analíticos desde mediados de los cincuenta junto con su problemática ontológica los hubiera valorado Muguerza más positivamente, creo yo que su selección habría sido un poco diversa. Algún texto de al menos uno de estos autores no hubiera podido omitirse: Chisholm, Castañeda, G. Bergmann, Geach, H. Hochberg, R. Grossmann, S. Kripke, M. Munitz, A. Plantinga, D. Lewis, por no mencionar otra pléyade de cultores de la metafísica en el filosofar analítico.
Tendrá todos los defectos que se quiera el filosofar analítico, pero desde luego no el de carecer de firmeza e ímpetu en sus posiciones tajantes, en la defensa ardiente de su ideal racionalista. Lejos de dar muestras de languidez, decadencia o componenda ecléctica con quien se ofrezca a algún maridaje de compromiso, el filosofar analítico ha mantenido su vitalidad, a pesar de los agoreros diagnósticos y vaticinios de los desencantados como Hao Wang.
§3.-- El enfoque metafilosófico de Javier Muguerza
Antes de pasar a abordar una cuestión metodológica central en el planteamiento de Muguerza --su principal reproche tanto a la Escolástica como a buena parte de la filosofía analítica--, cabe comentar lo que podríamos llamar su punto de vista metafilosófico, según ha quedado ya bosquejado más atrás; a saber: el filósofo no debe encerrarse en una escuela, en una óptica o en un modo de hacer filosofía, sino columbrar, desde por encima, el más allá de cualquier óptica o de cualquier posición en que esté ubicado a fin de tender a transcenderla, enriquecido con la conciencia que ello le dará de la relatividad de tal óptica o posición.
¿Es sostenible tal punto de vista? Me pregunto si --como lo diría Frege-- es uno de esos vanos intentos por salirse de la propia piel. Un punto de vista así es vulnerable a un argumento que podríamos seguramente calificar de transcendental: parece una presuposición de toda tesis --y hasta de toda conjetura-- la validez de aquel aparato conceptual que se maneja para formular esa tesis o conjetura; tal validez requiere que sea verdadero el cuerpo principal de creencias u horizonte de intelección en el cual está situado quien abraza esa tesis o emite esa conjetura; sin dicho cuerpo de creencias carecería de sentido (para uno) ese aparato conceptual --o en todo caso no habría manera alguna de determinar un significado de los términos que lo constituyan--.
Siendo ello así --so pena de incurrir en incongruencia, e.d. en incoherencia total-- queda excluido emitir la hipótesis de que ese cuerpo de creencias sea totalmente falso, e.d. de que el mismo sea uno más de los muchos acerca de los cuales la historia de la filosofía pronunciará un veredicto que, en lo tocante a su pretensión de verdad, no será absolutorio.
Al no resultar, pues, pragmáticamente sostenible esa hipótesis, hay una buena razón para rechazarla: el principio de autocoherencia. Trátase de un principio metodológico --subyacente a todo argumento transcendental-- según el cual no puede ser verdadera una tesis, T, tal que será incoherente el cuerpo de creencias resultante agregando T a cualquier otro cuerpo de creencias del cual se parta.18NOTA 18 La razón de la verdad del principio de autocoherencia es que no puede ser verdadera una tesis pragmáticamente autorrefutadora.19NOTA 19
Reconozco, empero, que no está demostrada la falsedad de una tesis por el mero hecho de ser ésta pragmáticamente autorrefutadora; salvo, eso sí, en caso de aceptar una regla de inferencia que lo autorice, habiendo dos posibles razones epistemológicas a favor de tal regla de inferencia:
1ª) Un principio que nos constriñe a escoger aquella hipótesis que mejor permita sistematizar y ampliar nuestro cuerpo de creencias.20NOTA 20
2ª) El principio de que no hay verdades absolutamente incognoscibles.21NOTA 21
Así pues, frente a una actitud «de vuelta de todo», como la que combate Juan de Mairena, o a un resabido o resabiado relativismo, mi propuesta sería la de seguir trabajando en los problemas filosóficos de siempre, aportando lo que uno buenamente pueda, pero lejos ya de esperanzas ilusorias de garantías epistemológicas inconcusas, lejos, en verdad, de todo fundacionalismo,22NOTA 22 lejos incluso de la errónea idea de que el conocimiento es algo más que creencia verdadera --lejos, pues, de erigir la justificación en un fin de la empresa epistemológica.23NOTA 23
No tenemos garantía neutral, imparcial, externa a la economía de nuestro propio proceso cognoscitivo; ni, dentro de éste, instancia privilegiada alguna que se autosustente con una evidencia corroborativa por sí suficiente e inamovible. Tampoco la necesitamos ni es sensato que aspiremos a ella. ¡No, no! ¡Manos a la obra del filosofar sobre los problemas filosóficos mismos, sin querer poseer, sobre la corrección del conocimiento, un criterio ajeno, anterior, o superior, al propio conocimiento, al propio flujo o decurso de nuestras meditaciones filosóficas! ¡Adiós a esa pedantería de querer saber nadar antes de echarse al agua!
Y, ya en esa agua procelosa pero dulce del filosofar, retomemos todos los viejos problemas, incluido el de si no es preferible postular un ser perfecto en virtud del ideal regulativo de la razón que postula elaborar la mejor imagen del mundo compatible con la evidencia disponible, un ideal que Husserl en su «Idea de la filosofía» de 1909 formulaba como un imperativo para la razón de ver al mundo como el mejor posible; ideal que se puede justificar con un argumento transcendental, a partir de consideraciones epistemológicas que explotan --a la vez que justifican-- la regla de inferir (la verdad de) la mejor explicación (disponible) de la evidencia que esté a nuestro alcance: consideraciones, pues, en la línea de teorías del conocimiento científico próximas al holismo de Quine. De donde resulta la postulación de ese ser perfecto como foco de convergencia de la realidad, nudo unificador de la misma, que le da cohesión y sentido: lo real es racional.
La óptica por la que estoy abogando aquí desemboca en reentronizar lo sustantivo en filosofía, retornando así a un planteamiento prekantiano; o sea: hacer filosofía sustantiva. Frente a ella nos topamos hoy con una excesiva tendencia actual a la metafilosofía --que entre los más recientes eurocontinentales llega a ser exclusiva.
§4.-- Cuestiones de método: ¿Es la lógica un instrumento filosóficamente neutral? ¿Es la filosofía un quehacer sustantivo?
Llego, pues, a lo que ya anuncié un poco más atrás y que será mi penúltimo comentario al texto de Muguerza: una cuestión de método. En la p. 42 dícenos Muguerza que la lógica es un instrumento filosóficamente neutral.
No comparto ese parecer: no hay una única lógica que sea «la» lógica: la lógica clásica es una más entre otras, igualmente respetables. Cada lógica descansa en una metafísica --expresa o subyacente--, en una visión del mundo que ella articula de manera rigurosa. Y nada obsta para que una lógica incorpore axiomas sobre la temporalidad, la causalidad, la bondad: ya existen lógicas así.24NOTA 24 Los afanes de neutralidad quedaron superados por la evolución de la investigación lógico-matemática. Una vez más lo que todo eso ha revelado es lo insoslayable de uno u otro enfoque metafísico.
Ahora bien, si señalo esto es porque nos permite situar mejor el foco del desacuerdo entre Muguerza y quien esto escribe acerca tanto de qué significa hacer metafísica hoy25NOTA 25 como, especialmente, de cuál es y cómo ha de valorarse el papel de la metafísica en la filosofía analítica.
Vuelvo a la crítica --ya citada más atrás-- de Muguerza a Quinton y a sus afanes ontológico-metafísicos: repróchale Muguerza a Quinton (p. 113, sub fine) el que «con estos últimos [los neoaristotélicos] (y otros) colegas comparte, por lo menos, la pretensión de llevar adelante su andadura con la lógica por único viático. Y ésa es empresa que hoy debiera parecernos difícil de consumar...»ù
Si lo entiendo correctamente (y teniendo en cuenta las observaciones metodológicas del contexto), lo que está sugiriendo Muguerza es que hacer filosofía hoy no es posible más que en asociación y enlace estrecho con las ciencias y con los diversos campos de la cultura, o sea: que el acervo (o «viático») de un filósofo que sea verdaderamente de hoy ha de comprender vastos conocimientos con relación, por lo menos, al ámbito del saber o de la actividad cultural humana que más cercana esté a la problemática filosófica en la que se especialice.
Sólo en confluencia con conocimientos así, extrafilosóficos --y con su auxilio-- podrá el filósofo llegar a proponer algo útil y válido. Nunca conseguirá, en cambio, resultados prometedores, que aporten algo nuevo e interesante, si únicamente trabaja con lo que tengan que decir la lógica o el análisis del lenguaje, toda vez que así tan sólo se dejará descarriar y concluirá, p.ej. (vide p. 114, sub initio), que el mundo es así o asá porque se deja expresar mediante un lenguaje, como el de la lógica formal o cualquier otro, que posea tales o cuales determinaciones.
Bien: hasta aquí mi lectura de lo que sobre tales temas nos dice Javier Muguerza. Mi comentario va a consistir en matizar todo eso más que en rechazarlo.
Ante todo cabe notar la significación de lo ya más arriba apuntado: la no-neutralidad de determinada teoría lógica. No es banal o anodino el viático de la lógica por la sencilla razón de que ya el mero hecho de optar por esta lógica, en vez de aquella otra, es una opción teorética que sólo cabe efectuar en el transfondo de una determinada concepción filosófica, de un horizonte de intelección que contiene también unas posiciones últimas de valor.26NOTA 26
Quien haga filosofía con el viático de la lógica clásica estará abocado a rechazar como absurda toda contradicción y, por lo tanto, a desechar como irracional toda concepción dialéctica de lo real. Mientras que quien use una lógica paraconsistente podrá muy bien dar sentido a muchas de las tesis defendidas en la tradición dialéctica. Así las cosas, está claro que (si, para simplificar, tomamos aquí esas dos lógicas como las únicas alternativas entre las que haya que escoger) la opción por una de ellas habrá de hacerse desde la base de una orientación filosófica u otra; orientación a la que no serán ajenos unos intereses en el sentido en que un pensador está «interesado» en ver la realidad de una manera cuando el hacerlo es ventajoso ya sea para avalar y sustentar sus valores, sus principios axiológicos y éticos, ya para optimizar su concepción global de lo real --permitiéndole ajustarse a principios epistemológicos como los de máxima cohesión, claridad y simplicidad del resultado.27NOTA 27
Vemos, pues, que en cualquier aplicación de criterios legítimos de opción por una u otra teoría lógica --de entre alternativas viables-- intervendrán principios nada neutrales y factores que podríamos llamar «ideológicos» (en una acepción no peyorativa). En verdad esta observación no debiera parecer más polémica de lo que de hecho es: no hace sino aplicar en este punto bien conocidas advertencias de la hermenéutica de un Gadamer o un E. Coreth, p.ej., afines en esto a posiciones holísticas como la de Quine --aunque éste omita en su consideración las «posiciones últimas de valor»-- o, en todo caso, no muy dispares, por su enjundia, de una epistemología holística.
Para precisar más lo que precede conviene traer a colación la idea, tan cara a Quine, de la subdeterminación de las teorías científicas por la evidencia disponible; lo cual no significa sino que es posible construir diversas teorías, no equivalentes entre sí, igualmente compatibles con un mismo cuerpo de enunciados observacionales que se suponga provisto de confirmación empírica.
A favor de esa tesis de la subdeterminación de las teorías empíricas abonan tan persuasivas consideraciones que resulta un punto de vista sumamente plausible, aun sin estar aceptado por todos los epistemólogos. Ahora bien, de existir tal subdeterminación, entonces no bastarían enunciados observativos adicionales ni para confirmar una teoría frente a otras alternativas ni para refutarla, probando en su lugar la corrección de alguna de esas alternativas.
Puesto que la filosofía es parte integrante de nuestro cuerpo global de creencias sobre el mundo, el sino de una concepción filosófica será el de cualquier otra teoría; con la única particularidad, precisamente, de lo mínimamente particular que es la filosofía, esto es: de que una teoría filosófica sólo entra en conflicto con la evidencia empírica --o sólo viene confirmada por ella-- de manera tan indirecta que es casi siempre más probable que, en la práctica, uno recurra a ajustes en campos extrafilosóficos dejando inalterable la teoría filosófica por la que haya optado previamente; pero no está excluida la revisión de la teoría filosófica.28NOTA 28
Admitido ese enfoque holista en teoría del conocimiento, lo único que es menester añadir es que la subdeterminación persiste incluso cuando añadimos requisitos epistemológicos generales como el de la simplicidad. Entre otras cosas, claro, porque el mismo quantum de simplicidad puede obtenerse de maneras muy diferentes e incompatibles entre sí; pero también porque, al menos en muchos casos, aun determinando más qué tipo de simplicidad desea conseguirse, subsiste un margen que es el de la subdeterminación.
Es ahí donde intervienen otros criterios para pronunciarse a favor o en contra de tal o cual teoría frente a otras alternativas; criterios que tienen que ver con eso que --siguiendo a Gadamer, Coreth y otros hermeneutas-- he llamado más arriba «las posiciones últimas de valor». Criterios como los de, p.ej., optar por la (teoría que nos suministre la) «mejor» imagen del mundo, o que por lo menos se ajuste a normas o ideales de cierta índole; normas e ideales cuya postulación tiene algo que ver con opciones ético-valorativas.
Se da, claro está, una incidencia de esas actitudes valorativas en la medida en que existen reglas plausibles de inferencia algunas de cuyas premisas son asertos valorativos y cuya conclusión es un aserto fáctico;29NOTA 29 concedo que tales reglas de inferencia pueden venir rechazadas sin incurrir forzosamente en irracionalidad; todo lo que estoy aquí presuponiendo es que, dados ciertos supuestos, algunas de tales reglas son racionalmente aceptables.30NOTA 30
Por lo demás, qué reglas de inferencia se acepten depende también en parte de qué presupuestos se adopten y de qué actitudes valorativas se tengan. Nada es completamente neutral: ni (1) las reglas de inferencia; ni (2) las actitudes valorativas; ni (3) las creencias sobre el mundo. A menudo será muy indirecto el efecto de una de esas opciones en la construcción teorética; pero, en principio, siempre hay viables alternativas, tanto si tenemos en la práctica suficiente imaginación para que se nos ocurran como si no.
Lo que más me interesa ahora destacar es que esa viabilidad de alternativas --con acoplamientos mutuos de esos tres tipos de factores mencionados-- afecta tanto a la lógica como a lo demás en la construcción teorética.
Por otro lado, en la reflexión muguerciana más arriba reproducida venía a equipararse, en cierto modo, la lógica con el lenguaje. Tampoco juzgo que valga esa ecuación. El lenguaje sí es neutral. Mas cualquier lenguaje (incluido el natural, desde luego) es susceptible de numerosas interpretaciones --de numerosos análisis sintácticos y, aún más, de numerosas asignaciones semánticas; optar por alguna interpretación no es neutral, anodino o indiferente, en general, a cuál sea nuestra concepción de lo real --tal o cual concepción de lo real es incompatible con tal o cual interpretación del lenguaje; y, en cambio, ciertas interpretaciones entrañan reconocer que la realidad es de determinada manera.
No es, pues, baladí el viático formado por una teoría lógica y una determinada interpretación del lenguaje. Con él vienen dados determinados supuestos ontológicos, epistemológicos y valorativos.31NOTA 31
Mas ¿cómo se justifican entonces esos supuestos? ¿No será menester acudir a argumentos lógicos, lo cual, a su, vez presupondrá el previo reconocimiento de una teoría lógica? Desde el prisma de una epistemología coherentista puede articularse perfectamente una teoría del conocimiento que acepte, o bien cierto tipo de circularidad, o bien una regresión al infinito --de alguna índole no viciosa-- y que haga ver que, en el fondo, no se da tal dificultad.
Paso a algo que ya toca más de cerca a la posición de Javier Muguerza y, por otra parte, constituye de suyo un tema extremadamente importante. En principio sería muy deseable que (según los deseos de Muguerza) el filósofo se cargara del conocimiento de lo más posible acerca de lo real; justamente una epistemología coherentista como la que se perfila en este artículo --próxima a un holismo como el de Quine-- sostendrá que es pertinente para el filósofo --quien se halla en el centro-- toda la periferia del saber y de la actividad teorética, pues no existe ningún a priori, sino que, en cualesquiera momento y campo del saber, puede aparecer alguna incompatibilidad que podría llevar al filósofo y al lógico, a modificar su teoría en aras de restablecer la coherencia del corpus de las teorías científicas en su conjunto.
Ahora bien, gústenos o no, el tiempo del filósofo es limitadísimo: y puede que, mariposeando en pos de conocimientos extrafilosóficos que vengan a dar materia «concreta» a sus cogitaciones filosóficas --para asentarlas en el suelo del quehacer común de los hombres de ciencia y de la aún más amplia comunidad de productores de obras culturales--, acabe el filósofo por extraviarse, desatendiendo el estudio con hondura de su propia temática, de sus propias fuentes y de su propia metodología, todo lo cual requiere y conlleva una tecnicidad también propia que sólo muy luengos años de consagración profesional permiten conseguir, aunque nunca plenamente.
Recordemos que Hegel fue uno de los máximos defensores de la tesis según la cual el cultivo de la filosofía requiere un vasto conocimiento enciclopédico del conjunto del saber disponible (pues, según lo dijo en la Introducción a la Ciencia de la lógica, como lo general especulativo, lejos de prescindir de la riqueza de lo particular, la contiene en sí subsumida --aunque también cancelada--, «la lógica no puede apreciarse en su valor más que cuando es el resultado de la experiencia científica», que requiere «un conocimiento más hondo de las otras ciencias»). Verlo así no le impide, a la vez, quejarse del sentir, bastante común, según el cual, mientras que para cada una de las ciencias no filosóficas será menester --antes de poder emitir una opinión autorizada-- haberse empapado en sus técnicas y su utillaje conceptual, en filosofía le sería dado a todo hijo de vecino lanzar su parecer por las buenas, sin haberse tomado la molestia de nutrir su pensamiento ni de disciplinarlo con la paciencia, el trabajo y el dolor de ese negativo que es el manejo de la técnica específica que la filosofía requiere.
Dejando ya de lado lo insatisfactorio de ese soberbio empeño hegeliano, es obvio que la evolución ulterior del quehacer científico muestra lo utópico de semejante enciclopedismo.32NOTA 32
Valga, pues, como ideal meramente regulativo el desideratum de un quehacer filosófico que, meticulosamente, incluya en su reflexión abundante material «empírico» extraído de un dilatado y acaso especializado conocimiento personal, por parte del filósofo, de ciertos campos extrafilosóficos de la cultura afines a su especialidad filosófica;33NOTA 33 pero deje de valer como ideal en la medida en que venga a estorbar al más perentorio requerimiento de que el filósofo domine a fondo las propias técnicas filosóficas junto con cuanto ellas entrañan de conocimiento histórico y filológico.34NOTA 34
Así pues, aquel conocimiento de las ciencias que necesita el filósofo es uno que le permita ir tendiendo a corroborar la ausencia de conflictos entre la doctrina filosófica que profese y las tesis que quepa sustentar en las ciencias; una corroboración, claro está, que, siendo inacabable, tan sólo puede consistir en ir mostrando indicios a favor de la plausibilidad de la teoría que se quiere precisamente ir así corroborando;35NOTA 35 a lo cual cabe aspirar como a un ideal asintótico.
Lo que acabo de decir no debe entenderse en un sentido demasiado restrictivo, como una tesis según la cual el filósofo únicamente necesita ocuparse de lo que digan las ciencias para evitar un conflicto con ellas; porque, así entendida mi posición, lo mejor sería que el filósofo se abstuviera de afirmar nada que tuviera que ver con la naturaleza, con el hombre o con el lenguaje; o sea: que en su vocabulario no aparecieran términos que figuren con ocurrencias esenciales en algunos saberes no filosóficos. Eso sería reducir toda la filosofía a la sola ontología; y, además, como es bien sabido, la frontera es difusa.
Por tres razones no defiendo esa idea de una filosofía tan frugal, descomprometida y austera.
-- En primer lugar porque es insostenible un minimalismo así --no existe ningún mínimo que, a buen seguro, no vaya a entrar en conflicto con nada que digan las teorías que quepa admitir en campos no-filosóficos de la investigación.
-- En segundo lugar, rebajaría el importantísimo papel de la filosofía, desgajándola de la vida comunitaria y colectiva del quehacer cultural y del científico en particular.
-- En tercer lugar, separaría a la filosofía de su historia, en la que siempre se han planteado las grandes cuestiones cosmológicas, antropológicas, lingüísticas, teológicas y jurídicas.
Así pues, mi tesis sobre el nudo de articulación entre filosofía y ciencias hay que entenderla en el transfondo de una concepción del propio campo del saber filosófico que sea lo suficientemente abarcadora. Mi tesis es, pues, cuestión sólo de acento; nada más.
En resumidas cuentas: no estoy contra la mutua acción entre investigación filosófica e investigación en los diversos campos científicos.36NOTA 36 Sólo pido que al filósofo no se le exija demasiado. Que el filósofo se dedique a filosofar; cuando se produzca una colisión entre su teoría filosófica y los resultados empíricos de alguna ciencia, será menester proceder a la modificación de alguna de las tesis (no forzosamente de las del filósofo, dada la subdeterminación de las teorías científicas). Ese conflicto no habrá aflorado, seguramente, por la labor exclusiva del filósofo, sino como resultado de muy complejos procesos de comunicación que involucren una serie de eslabones intermedios.
Concluyo ya este largo apartado con una precisión más. Puede que, tras las matizaciones que preceden, sospeche el lector que con ellas (casi) viene a disiparse como el humo (el motivo de) mi controversia con Muguerza en esta cuestión de la relación entre la filosofía y las otras ciencias.
Acaso, en efecto, nuestras posiciones estén mucho más cercanas de lo que pudiera parecer. Sin embargo, subsiste una discrepancia: ¿no cabe atisbar en su posición una tendencia --común en nuestros días-- a ver a la filosofía como ancilla scientiarum --como una reflexión que sólo encontraría hoy justificación y sentido en el trabajo interdisciplinar con materiales y con especialistas de otros campos investigativos? De ser así, topámonos con un desacuerdo significativo.
§5.-- Conclusión: Metafísica y filosofía analítica
En España, donde --por razones históricas de todos conocidas-- llegó la filosofía analítica con decenios de retraso (pensemos que en los sesenta empezaban a apreciarse en nuestro medio académico --y eso sólo por una minoría de jóvenes disentientes-- los trabajos del Círculo de Viena de los años treinta), se ha tendido a reducir la filosofía analítica a lo que parecía más visible de su cultivo: teoría del conocimiento científico completada con la lógica y con la filosofía del lenguaje.
Por razones sociológicas --así como por la ya más arriba aludida reacción antimetafísica--, hemos llegado a una situación en la que muchos de quienes investigan sobre temas o autores más o menos pertenecientes a la Analítica vinieron obligados a hacer profesión de fe antimetafísica, mientras que a quienes se interesaban por temas de ontología, teología filosófica o de teoría del conocimiento les resultaba difícil cultivar tales materias en el ambiente de la filosofía analítica y tomando como interlocutores, de entre los contemporáneos, a filósofos analíticos.
Esta aberración viene determinada por el troceo de la filosofía en «áreas de conocimiento». Las barreras académicas no han impedido del todo el cultivo de una metafísica analítica, pero lo han estorbado considerablemente.
Lo que sí quería destacar es la perspicacia de Muguerza, quien, si bien (ya lo he anotado más arriba), al elaborar la antología que he comentado en estas páginas --llevado en parte por el propio ambiente mayoritario de la Analítica en el momento de su composición--, dio en ella poca cabida a planteamientos ontológicos, se percató, no obstante, de cómo estaban ya asomando en el movimiento analítico las tendencias, hoy preponderantes en él, a dedicar a la vieja problemática ontológica el lugar central y --sin renunciar a la aplicación de las nuevas técnicas rigurosas de prueba y dilucidación-- reanudar un fecundo diálogo al respecto con la tradición filosófica prekantiana y hasta precartesiana.
Su acertada percepción la revelan, no sólo sus observaciones críticas en torno a Quinton, su andanada contra el neoaristotelismo analítico y su nota a pie de página (en la p. 105) acerca de la obra de G. Bergmann y su escuela, sino, más en general, su invectiva contra el sesgo escolástico que iba tomando la Analítica.
A salvo de las divergencias que he ido hilvanando en las páginas precedentes, la relativamente temprana comprensión de Javier Muguerza de cómo iba evolucionando la filosofía analítica ilumina nuestro acuerdo en el desacuerdo. Tal derrotero contribuyó a apartarlo a él del filosofar analítico, siendo, en cambio, lo que a mí más me acercó al mismo.
Nos separan 55 años del momento de arranque de este itinerario cruzado --que he situado en torno a 1961. Es hora de balance sobre lo que hemos hecho y sobre lo que nos habría gustado hacer. En momentos diversos y por motivos no coincidentes, Muguerza y el autor de estas páginas compartieron varias de sus orientaciones e inquietudes intelectuales. Queda la nostalgia de que las circunstancias no nos hayan permitido debatir en esas coyunturas de cambio de rumbo del uno o del otro.
Así las cosas, este trabajo no ha aspirado a ser más que un sucedáneo de lo que --de haberse podido llevar a cabo a su debida hora-- habría formado parte de una controversia que pudo ser pero que nunca llegó.37NOTA 37
[NOTA 1]
No se olvide que todo eso precedía al Concilio Vaticano II.
[NOTA 2]
Para Gregorio Morán, sólo la de su luenga etapa posterior a 1944.
[NOTA 3]
Al producirse las independencias africanas --principalmente desde la del Congo Belga en 1960--, la prensa del régimen arremetió contra ellas por constituir un desafío a Occidente. D. Jesús Fueyo proclamaba en el diario Arriba: «¿No querían liberalismo? Pues ahí lo tienen. Salvajemente interpretado por los tantanes de la selva».
[NOTA 4]
Podemos mencionar un nombre: el del falangista D. Adolfo Muñoz Alonso, catedrático de historia de la filosofía, quien profesaba un agustinismo violentamente hostil a la escolástica, que consideraba materialista; no era un personaje cualquiera, sino un alto dignatario del poder, colmado de cargos, honores y prebendas: Rector de la Universidad de Madrid, Director General de Prensa (con Arias Salgado), Consejero Nacional de FET y de las JONS, Procurador en Cortes durante 18 años (desde 1956 hasta su muerte). Para D. Adolfo toda la filosofía estaba encerrada en la frase de Tales de Mileto «El agua es el principio de todas las cosas», no por los conceptos de cosa ni de principio ni menos de agua, sino por el es; a lo largo de ocho meses divagaba acerca de tal es, siendo ése el único contenido de su curso de historia de la filosofía antigua. Alejábalo de la disciplina neoaristotélica de los tomistas su estilo ensayístico y elucubratorio; de ahí que profesara aversión al Opus Dei (además, evidentemente, de las rivalidades intestinas de un sistema como aquél).
[NOTA 5]
Es informal esa denominación de «filosofía pura»; claro está que nunca se utilizó oficialmente, para nada. Era el modo coloquial de referirse a la especialidad de Filosofía en las Facultades de Filosofía y Letras. En los planes de estudios de aquella época, la licenciatura abarcaba cinco cursos anuales; los dos primeros, en esa Facultad, eran los «comunes». El 3º, el 4º y el 5º eran los de especialidad. Entre las especialidades figuraban las de historia, filología clásica, filología semítica, filología románica, pedagogía y filosofía; ésta última sólo se impartía en tres Universidades: Madrid, Barcelona y Valencia.
[NOTA 6]
La desproporcionada calificación de la neoescolástica como la filosofía del régimen venía facilitada por el hecho de que en Madrid el catedrático de Fundamentos de Filosofía --que se impartía, preceptivamente, en primer año de licenciatura a todos los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras-- era el opusdeísta D. Antonio Millán Puelles, Premio Nacional de Literatura Francisco Franco, quien --pese a coqueteos con la fenomenología-- era un profeso neotomista. La gran mayoría de los estudiantes de la Facultad nunca recibieron la docencia de profesores que enseñaban en la especialidad de Filosofía pura, como el ya citado Muñoz Alonso, López Aranguren, Gil Fagoaga, Saumells, Sánchez de Muniáin, Rábade Romeo. De haber recorrido ese itinerario discente, ¿no habrían, tal vez, anhelado más escolástica? Por lo menos, así me sucedió a mí.
[NOTA 7]
Javier Muguerza (comp.), La concepción analítica de la filosofía. Versión española de A. Deaño, J.C. García Bermejo, J. Muguerza, M. Sacristán, V. Sánchez de Zavala, C. Solís y J.L. Zofío. Madrid: Alianza 1986 (reimpresión de la 2ª edición de 1981; la 1ª ed. era de 1974). Hállanse en esa obra textos de Russell, Moore, Carnap, Ayer, Ryle, Quine, Strawson, Smart y otros autores.
[NOTA 8]
Según me lo señala con razón Juan Antonio Negrete, tengo que matizar este criterio, toda vez que admito la existencia de una pluralidad legítima de lógicas (aunque yo personalmente profese una de ellas --juzgando que, habida cuenta de todo, es la mejor fundada). Dándose esa pluralidad de lógicas, habrá una pluralidad de formalizaciones. P.ej., un argumento por silogismo disyuntivo («O A o B; pero no A; luego B») no vale ni para los adeptos de la lógica relevante ni en el marco de mi propio sistema lógico, la lógica transitiva o gradualista. Un argumento que, de la premisa de que una hipótesis dada entraña su propia negación, concluya la falsedad de tal hipótesis será inválido según un abanico de lógicas, entre otras la intuicionista. Podemos multiplicar ejemplos.
Ese pluralismo lógico nos constriñe a flexibilizar nuestro criterio de la argumentación formal, invocando el célebre principio de tolerancia de Carnap: a quienquiera que sea nuestro interlocutor le aceptamos que ofrezca sus argumentos, revelándonos los patrones de ilación lógica a los que se atiene; sólo le pedimos que los explicite y que nos los explique, para que así podamos seguirle.
[NOTA 9]
Este rasgo constituye lo que se llamó el «giro lingüístico». Verdad es que --en cierto sentido frente a él, o en parte como reacción a él-- vinieron luego el giro ontológico de Gustav Bergmann y el giro científico de Wilfrid Sellars. Sin embargo, en mi opinión, Sellars y Bergmann continúan el giro lingüístico. Sus análisis filosóficos tienen siempre en cuenta el lenguaje. En particular, Bergmann, resucitador del atomismo lógico russelliano (en nuevas versiones), no podía en absoluto desentenderse el lenguaje como espejo del ser, aunque en él se trata preponderantemente de un lenguaje artificial deslinearizado. (V. mis dos artículos «El lenguaje deslinearizado de Gustav Bergmann: Examen crítico y búsqueda de una alternativa combinatoria», en Lenguajes naturales y lenguajes formales II, comp. por Carlos Martín Vide, Universitat de Barcelona, 1987, pp. 351-60, ISBN 8476651414; y «Notes on Bergmann's New Ontology and Account of Relations», Philosophy Research Archives 12, Bowling Green University, 1987, pp. 221-49, ISSN 0164-0771.)
[NOTA 10]
Nótese que lo característico del método analítico es la conjunción de las tres pautas. Dudo que, fuera del ancho campo de la analítica, haya otras filosofías contemporáneas que posean el primer rasgo o el segundo; pero este tercer rasgo, el interés por el lenguaje, desde luego es compartido por algunos «continentales», particularmente los hermenéuticos y los cultores de la gramatología y enfoques afines. De hecho yo estoy, personalmente, convencido de la posibilidad de una fecunda hibridación entre la hermenéutica y la filosofía analítica. (El influjo hermenéutico es palpable en este mismo artículo.)
[NOTA 11]
Y ¿qué pasa si un filósofo, observando los otros dos requisitos, incumple el tercero? ¿Qué pasa si nunca cita, para nada, a Frege, Russell, G.E. Moore, Carnap, Wittgenstein, Ayer, David Lewis, Quine, G. Bergmann, H. Hochberg, T. Nagel, Derek Parfit, N. Rescher, Peter Singer, J.J.C. Smart, Bernard Williams, T. Williamson, Ruth Barcan Marcus, ni a nadie de esa tradición? (Como presumimos que a alguien citará, ¿a quién? El lector puede enunciar sus propias hipótesis.) ¿Queda por eso excomulgado de la comunidad de filósofos analíticos? En mi concepto, sería un cuasianalítico.
[NOTA 12]
Podemos, a este respecto, traer a colación la teoría de Thomas Kuhn de las revoluciones científicas, que involucran cambios de paradigma de tal envergadura que dos paradigmas diversos y sucesivos son inconmensurables e intraducibles, plantean problemas diferentes y perfilan mundos distintos. Kuhn podía permitirse un relativismo historicista para la ciencia porque él no estaba incorporando esas tesis a ninguna teoría científica, sino que se veía haciendo metaciencia. (Claro que el propio talante de su argumentación nos llevaría a hacer una metametaciencia que relativizaría su teoría metacientífica, y así al infinito.) Un filósofo que abrace el historicismo sobre las teorías filosóficas lo tiene mucho más difícil, pues habrá de, simultáneamente, profesar su teoría y desprenderse de ella.
[NOTA 13]
Una pulla que vale como recurso polémico, pero que olvida las hondas diferencias doctrinales que separan a unos escolásticos de otros sobre el ser y la esencia, los universales, el libre albedrío, las pruebas de la existencia de Dios, la unión hipostática, la vinculación entre el alma y el cuerpo, el principio de individuación, la relación entre intelecto y voluntad, los criterios de corrección moral, etc.
[NOTA 14]
Mi artículo está ofreciendo, no sólo una defensa de la filosofía analítica --en lo que tiene de recuperación temática y metodológica del legado de la escolástica aristotélica--, sino también de esa misma philosophia perennis. De ahí que no esté de más una puntualización. La acusación de «escolástica» --en una acepción peyorativa-- se ha dirigido, no sólo a los medievales y sus continuadores (principalmente a las tres grandes escuelas de tomistas, escotistas y suarecianos --si bien sería menester recordar otras escuelas, principalmente el nominalismo de Occam y el realismo de Wiclef), sino al marxismo, al neokantismo, a la fenomenología y, desde luego, a la filosofía analítica.
Esa acepción de «escolástica» es un concepto que, seguramente, involucra estas cuatro notas (u otras parecidas): (1ª) partir de un esquema conceptual rígido, inmutable y preestablecido, que ni evoluciona ni se adapta ni se enriquece ni se dinamiza; (2ª) discutir de puertas adentro, como si las únicas opciones dignas de consideración fueran las de otros correligionarios del mismo movimiento filosófico al que está uno adherido; (3ª) no proponer tesis novedosas (salvo en sus detalles o en sutiles matizaciones, que pueden ir al infinito), limitándose, en lo esencial, a dar vueltas a las tesis de los precursores; (4ª) confinar las relaciones con cualesquiera otros enfoques filosóficos a un rechazo en bloque de sus propuestas, sus argumentos, sus conceptos y hasta sus problemas (salvo en tanto en cuanto sean reconducibles a los propios).
Cualquier escuela filosófica que alcance implantación y difusión es propensa a esa degeneración. Hay, además, un motivo pragmático para ser «escolástico» en ese sentido: puede facilitar la carrera académica (salvo, quizá, si se cae en el exceso). Reconozco que pecan de esos vicios unos cuantos papers de la filosofía analítica de nuestros días; pero no creo que tengan el monopolio.
[NOTA 15]
Entre paréntesis: que no se incluya ahí a mi propio filosofar, que en 1981 no se hacía en España.
[NOTA 16]
Supongo que quería decir: un saber en el que prima la intentio recta, reproche que naturalmente afecta por igual a la mayor parte de la Analítica, pero también a un filósofo como N. Hartmann, p.ej.
[NOTA 17]
En verdad uno se pregunta si de veras nuestros recientes neoescolásticos creían en lo que hacían: ¿por qué no echaron de lleno manos a la obra, enfrascándose en disputaciones del tenor, envergadura, densidad y riqueza de precisiones argumentativas que caracterizaran a los autores que decían admirar e imitar?
[NOTA 18]
Me refiero, evidentemente, a la paradoja del prólogo. Para ponerlo más claro: sea un cuerpo de creencias dado el trío D = {C1, C2, C3}. Y sea T la tesis de que cualquier cuerpo de creencias contiene errores absolutos (asertos carentes por completo de verdad); de donde se deduce que ese trío contiene errores, o sea que al menos uno de entre C1, C2, C3 es totalmente erróneo. Agregar T a D implica agregarle la disyunción entre las respectivas negaciones totales (supernegaciones) de esos tres asertos; lo cual da por resultado un cúmulo de creencias superinconsistente. De ahí que no puedan tomarse en serio las reservas de modestia de los prólogos (del tenor «No desconozco que varias de las aseveraciones de la presente obra no están exentas de error»). El autor está pidiendo indulgencia; pero en serio no puede creer lo que escribe, pues entonces sería deshonesto publicar el libro.
[NOTA 19]
Concedo que habría (malas) soluciones que tolerasen, de algún modo, la presencia en un cuerpo de creencias de tesis pragmáticamente autorrefutadoras. Pocos filósofos han ofrecido tan reiterada atención a la paradoja del prólogo como Nicholas Rescher, quien vuelve sobre ella en una obra reciente, Reality and its Appearance, A&C Black, 2011, ISBN 9781441188908. Es verdad que, por inducción, podemos inferir que nuestro cuerpo de creencias contiene errores, puesto que todos los previamente profesados han acabado mostrando alguna flaqueza. En eso se basa la famosa metainducción de Bas van Fraassen, con la cual sustenta su realismo científico opuesto al realismo metafísico. Van Fraassen induce que es falsa nuestra propia teoría (sea la que fuere); lo induce justamente de nuestra propia experiencia histórico-epistemológica. Su solución vendría a ser no aspirar a la verdad (o, al menos, a la verdad en el sentido de la correspondencia con la realidad). (V. Bas van Fraassen, The Scientific Image, Oxford U.P., 1980.) No me satisfacen tales soluciones. Es cierto que no podemos estar totalmente seguros de la verdad de nuestro cuerpo de creencias, pero tampoco de su falsedad.
[NOTA 20]
No es de extrañar que uno de los blancos de van Fraassen sea el criterio de optar por la mejor explicación (la inferencia a la mejor explicación), o sea el canon rector de las inferencias abductivas.
[NOTA 21]
De hecho muchas verdades quedarán siempre fuera de nuestro alcance, pero de ahí no se sigue que haya verdades tales que sea metafísicamente imposible conocerlas.
[NOTA 22]
Cuando Javier Muguerza nos dice que Kant probó los límites irrebasables de la filosofía (y, por ende, la imposibilidad de una metafísica cognoscitiva), está sobreentendiendo que, de darse tal metafísica, tendría que poseer plena certeza, basándose en un inconmovible cimiento gnoseológico. Tal pretensión (el fundacionalismo epistemológico) fue quebrantada ya por los escépticos de la Antigüedad (Pirrón, Arcesilao, Carnéades), cuya posteridad en la Edad Moderna va de Montaigne a Hume. Aparentemente Leibniz, el racionalista e innatista, se ubicaría en el polo opuesto; pero, bien examinada, la teoría leibniziana del conocimiento es poco dogmática: los principios presuntamente a priori resulta que los descubrimos abductivamente por brindar la mejor explicación, siendo así como justifica las leyes de su propio sistema: la armonía preestablecida, la continuidad, la optimalidad, la conexión universal, la razón suficiente (aunque haya en eso cierta circularidad). Lo que Kant quiso probar --y ésa es su aportación-- es que, no obstante, resulta posible una metafísica no cognoscitiva integrada por ideales regulativos.
[NOTA 23]
No sé si, al adoptar este modesto racionalismo, me acerco un poquito al propugnado por el propio Muguerza en La razón sin esperanza.
[NOTA 24]
De hecho el autor de estas líneas ha trabajado con Txetxu Ausín en los últimos decenios, poniendo en pie nuevas lógicas deónticas. No hemos hecho más que continuar una obra ingente del amplísimo campo de trabajo que se denomina usualmente el de las «lógicas intensionales», en el cual han descollado tan preclaros autores como C.I. Lewis, Ruth Barcan Marcus, G. Hughes, M. Cresswell, von Wright, A.N. Prior, Richard Montague, J. Hintikka, y muchísimos otros.
[NOTA 25]
Para mí lo mismo que en cualquier otro período histórico.
[NOTA 26]
No querría que se entendieran tales posiciones últimas como decisiones arbitrarias o inmotivadas, no sujetas al debate. No, en absoluto. Tales posiciones axiológicas pueden y deben estar basadas en razones y, sobre todo, someterse al cuestionamiento racional, a las objeciones, a los reparos, viniendo --en función de tal confrontación-- posteriormente modificadas. Pero sí es verdad que, en diversos momentos de nuestro itinerario filosófico, tenemos que hacer un alto, una estación en el camino; en ella adoptamos unas opciones axiológicas a las cuales nos han conducido nuestras precedentes reflexiones; pero, en ese instante, las tomamos como firme asidero, a la espera de ulteriores razones para revisarlas.
[NOTA 27]
Máxima, eso sí, partiendo de un cuerpo de creencias previo que se trata de recomponer, de modificar, de perfeccionar, no de arrojar por la borda para hundirse en la nada doxástica.
[NOTA 28]
Ésas son cuestiones de hecho; sobre las de derecho hay que decir que esa metodología tiene a su favor el indicio de que así opera la comunidad de investigadores siempre, y cada investigador por separado, y operando así estamos donde estamos; un argumento transcendental revelaría entonces cuán poco envidiable es la actitud de quien descalifique semejante aproximación metodológica a lo real: la revisión de la teoría ontológica queda abierta como último recurso o cuando, mediante la misma, se obtenga una simplificación global de nuestra visión del mundo --y también una fuga desesperada cuando nuestro corpus de opiniones entre en bancarrota, sin que acertemos a reflotarlo con algún ajuste parcial.
[NOTA 29]
Sostener que se dan tales reglas de inferencia es neutral respecto a si, convenientemente analizados, los asertos valorativos son o no asertos fácticos. Las reglas de inferencia a las que aludo son las de una lógica axiológica, como puede ser una de la familia de lógicas nomológicas puestas conjuntamente en pie por Txetxu Ausín y el autor de este artículo.
[NOTA 30]
Deseo hacer una advertencia, para evitar malentendidos: poco o nada tiene que ver el reconocimiento de que un científico opera según lo he descrito con el proceder del falsario, quien, presuponiendo los resultados, truca o amaña el experimento (puesto que le conviene que su hipótesis quede probada experimentalmente). Digo «poco o nada»: en verdad hay un continuum de procedimientos, en esto como en casi todo; la diferencia es de grado; mas una diferencia de grado puede ser una enorme distancia. No es menester ser un embaucador (y los hay) para tener, desde el comienzo, una idea de lo que uno quiere y espera demostrar. Pero hay luengo trecho de ahí a una manipulación arbitraria o deshonesta del experimento. Desde luego en la vida hay miles de casos muchísimo menos extremados en los cuales no es fácil saber qué prevalece. Es tolerable un cierto grado de sesgo y de selectividad de datos; para corregirlos están la libertad investigativa y la libre discusión científica.
[NOTA 31]
Más claramente expresado, es esto lo que quiero decir: se presupone una doctrina filosófica determinada --o al menos una disyunción entre varias de tales doctrinas-- en la articulación de una teoría --p.ej. física o sociológica-- en el sentido de que el modo más natural de justificar esa teoría a partir de la evidencia empírica disponible es, precisamente, esgrimir --a título de premisa-- la doctrina filosófica en cuestión, entre otras cosas para así justificar las reglas de inferencia utilizadas. (Trátase, pues, de una abducción: la doctrina filosófica se abduce de la teoría física o sociológica.) Por su mayor generalidad, en cambio, resulta imposible que de la teoría filosófica se pueda abducir una teoría física. Eso sí, una teoría ontológica --o, en general, filosófica-- acarreará (dadas ciertas reglas de inferencia) conclusiones que pueden entrar en conflicto con asertos de la física o de otras ciencias.
[NOTA 32]
En cuanto al supuesto de que lo general subsume la riqueza de lo particular, cualquier comentario desbordaría el marco del presente artículo.
[NOTA 33]
Más irrealizable sería un modelo enciclopédico a lo Hegel.
[NOTA 34]
Lo que estoy argumentando no obsta a que aquel filósofo que se especialice en una determinada disciplina filosófica tenga que dominar también el saber científico de su mismo campo de especialización. Dudo que se haga buena filosofía del lenguaje sin un estudio serio y concienzudo de la lingüística; o buena filosofía de la historia sin amplios y hondos conocimientos historiográficos; o filosofía del derecho sin dedicarle años al aprendizaje jurídico; o filosofía de la naturaleza sin estar compenetrado con los problemas y conceptos de las ciencias naturales.
[NOTA 35]
La corroboración o confirmación a que aludo es la normalmente aceptada, a saber: una teoría gana en grado de corroboración o confirmación en la medida en que se comprueba la verdad de conclusiones que se deducen de tal teoría (presuponiéndose ciertas reglas de inferencia, claro está). Tal concepción de la corroboración no está exenta de dificultades, según es bien sabido (paradojas de Hempel y Goodman); pero no me parece que invaliden su fructífera aplicabilidad. Así pues, una teoría ontológica vendrá corroborada por toda la actividad científica, y por la experiencia general de la humanidad, en la medida en que abunden indicios a favor de la tesis de que dicha teoría no entra en conflicto con nada que digan las teorías «aceptables» en las diversas disciplinas científicas. Cuando entre en conflicto una teoría filosófica con una determinada teoría, p.ej., física, pero en cambio sea compatible con otra teoría física alternativa, entonces, naturalmente, no será neutral el fallo sobre si la teoría filosófica entra o no en conflicto con la experiencia y con la ciencia. Un veredicto más ponderado (nunca neutral) demandará tomar en consideración más elementos de juicio: grado de simplicidad y de belleza de la teoría global que se constituya, cohesión con teorías de otros campos y así sucesivamente.
[NOTA 36]
Pero permítaseme que repita y recalque: como el que mucho abarca poco aprieta, el filósofo (salvo tal vez el puro metafísico) hará bien, al especializarse en una disciplina filosófica, en completar su formación académica y vocacional con el estudio del saber científico que directamente ataña a su campo de especialización.
[NOTA 37]
La escritura del presente artículo forma parte de mi contribución al proyecto de I+D «Responsabilidad causal de la comisión por omisión: Una dilucidación ético-jurídica de los problemas de la inacción indebida», [FFI2014-53926-R] del MINECO (2015-2017).
El autor agradece encarecidamente la ayuda que, para la redacción final de este artículo, han tenido la bondad de prestarle Blanca Rodríguez, Marcelo Vásconez Carrasco, Javier Cumpa Arteseros, Txetxu Ausín y Juan Antonio Negrete Alcudia.