§0.-- Consideraciones Introductorias
El presente artículo aspira a mostrar que Quine llevaba razón en su argumentación contra el rechazo de la metafísica que habían propugnado con ardor, y tal vez con furor, los neopositivistas --y, como figura señera de los mismos, R. Carnap. Quine, al descubrir que no se da más que una diferencia de grado entre los enunciados de las llamadas ciencias empíricas y los de la lógica, la teoría de conjuntos y la matemática, abre las puertas a una rehabilitación de las consideraciones filosóficas a favor de uno u otro de los sistemas [onto]lógicos alternativos entre los cuales quepa optar; y ésas son consideraciones metafísicas. Así, irónicamente, volvía a brotar la metafísica, con nuevos bríos, en el seno del mismo movimiento filosófico que durante algún tiempo tuvo como portaestandartes más destacados a los miembros del Círculo de Viena.
§1.-- Carnap y su criterio de demarcación entre ciencia y metafísica
En primer lugar, hay que tomar en consideración las propias palabras que forman el título del célebre artículo de Carnap que nos va a ocupar en estas páginas: «Überwindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache», publicado en Erkenntnis en 1932.NOTA 1 El sustantivo principal ha venido alternativamente traducido como `superación' o como `eliminación'. En verdad, significa ambas cosas: Überwindung no es Aufhebung; no posee la ambigüedad de este último vocablo que le permitió a Hegel darle su peculiar empleo, luego tan extendido en la jerga filosófica: el verbo überwinden, del que se deriva el sustantivo verbal en cuestión, no tiene ninguna acepción «positiva» (a diferencia de aufheben, que puede significar conservar, guardar con cuidado y acciones similares); überwinden tiene, sí, más de una acepción, mas la aquí pertinente es la de anular o aniquilar, aplastar, hacer añicos, doblegar totalmente, derrotar, quitar de en medio a viva fuerza. Lo que intenta Carnap no es una operación que salvaguarde algo de la metafísica, ni siquiera remodelada, o sometida a una cura de adelgazamiento, o a una metamorfosis, ni nada de índole parecida, sino sepultarla para siempre y sin dejar ni rastro bajo la apisonadora de lo que él llama el análisis lógico del lenguaje. Donde ponga su planta ese análisis no volverá a nacer la mala hierba de la especulación metafísica.
Sin comprender ese propósito de Carnap, su pretensión de una certeza absoluta y definitiva, la cual no deje el menor resquicio de duda o de apertura a la controversia, no puede percatarse uno del tenor de su crítica antimetafísica. Lo que Carnap nos ofrece en ese escrito no son argumentos que él vea como más o menos plausibles, sino rigurosas demostraciones que están a la plena altura del rigor total que viene exigido por esas mismas consideraciones; demostraciones que sólo tienen un límite en sus pretensiones --también en eso acorde con los postulados de la propia doctrina expuesta en el artículo--, a saber: no demuestran ningún aserto con contenido fáctico, no dicen nada sobre la realidad, sino que tan sólo conducen a conclusiones tautológicas, a perogrulladas obvias. Queda en pie una dificultad únicamente, y es la de explicar que haya habido tanta ceguera metafísica para no ver lo evidentísimo de suyo. Ésa es harina de otro costal.NOTA 2
La erradicación de la metafísica se efectúa mediante el análisis lógico del lenguaje. Carnap no define qué sea análisis, ni cuáles análisis sean lógicos y cuáles no, ni cómo haya que entender la afección del lenguaje por el análisis (¿cabe analizar el lenguaje --uno en particular o cualquiera en general-- en el mismo sentido de la palabra en que se analiza un producto químico? Y ¿cuál análisis del lenguaje sería uno ilógico, o no lógico?). Lo que él aduce a título de análisis lógico del lenguaje es una metateoría. Sin embargo no lo dice así, ni es consciente de que ésa es sólo una de las metateorías posibles, sino que presupone que la metateoría ha de ser única, y por lo tanto la que él esgrime.
El principal argumento de Carnap es que, para que una palabra tenga sentido --y para que el usuario del lenguaje lo conozca (ambas cosas asoman sin deslindar en sus consideraciones)--, es menester que «la» (se sobreentiende, sin duda: cualquier) oración elemental p que contenga a la palabra sea tal que haya respuesta a las siguientes preguntas: ¿De qué oraciones es deducible p y cuáles oraciones son deducibles de p? ¿En qué condiciones ha de ser verdadera p y en cuáles ha de ser falsa? ¿Cómo cabe comprobar que p?
Carnap afirma como tesis inapelable el principio de que sólo tiene significado una palabra cuando las oraciones en las que entra son susceptibles de retrotraerse a oraciones protocolares (e.d. a enunciados de observación). Lo desmedido de tamaño aserto, que va incluso muchísimo más lejos de lo que él mismo necesita para su ataque antimetafísico, nos lleva a darle una interpretación debilísima (debilísima en proporción con la literalidad del texto carnapiano), a saber: que, para que tenga sentido, una frase ha de ser tal que de ella se deduzcan enunciados de observación, o viceversa; con tal de que dicha frase juegue en la deducción un papel no vacuo (esa segunda parte del criterio no figura en el artículo de Carnap aquí comentado, mas de la necesidad de tal cláusula de salvaguardia se darán cuenta muy pronto los positivistas lógicos, y será uno de los temas de la obra de Ayer; de todos modos, podemos caritativamente suponer que estaba implícito en el pensamiento de Carnap). Mientras no se disponga para una palabra de conexiones deductivas tajantes entre los enunciados en los que pueda figurar y enunciados de observación, no tendremos criterios para aplicar tal palabra; su uso será un flatus uocis; imaginemos que se trata de un adjetivo: sería una pura logomaquia disputar, en tales condiciones, acerca de si algo es o no así-o-asá (donde «así-o-asá» viene reemplazado por el adjetivo en cuestión).
Refuerza Carnap su tesis aseverando que la condición necesaria y suficiente para que una palabra cualquiera, «a», tenga un significado viene indistintamente formulada de cualquiera de estas maneras: 1ª) Que sean conocidas las notas empíricas de «a». 2ª) Que se haya estipulado de qué enunciados protocolares es deducible «P(a)». 3ª) Que se hayan establecido las condiciones de verdad de «P(a)». 4ª) Que sea conocido el método de comprobación de «P(a)». Carnap no demuestra que sean condiciones extensionalmente equivalentes, ni siquiera algo menos fuerte: que se aproximen en alguna medida o en algún sentido a serlo. Sin embargo, de tales postulados extrae tajantes conclusiones:
Puede alguien pensar que esas consideraciones de Carnap son tan añejas y rancias hoy que no vale la pena debatirlas ya. No hay en nuestros días positivistas lógicos. El examen de un trabajo como el de Carnap que estamos estudiando sólo puede tener valor histórico. No es así. Hay hoy menos franqueza, rotundidad y claridad en el abogar por un punto de vista neopositivista, cual era el de Carnap; pero de manera larvada asoman una y mil veces argumentos no muy dispares, que traicionan a sus esgrimidores, muy a menudo, como mucho más hondamente positivistas de lo que ellos creían. Los prejuicios antimetafísicos son, siguen siendo, fortísimos, aunque, paradójicamente, se den más entre quienes no profesan la filosofía analítica. Por eso, el amable lector habrá de perdonarme el entrar aquí en polémica con nuestro autor.
Se ve más claro el auténtico tenor del recién expuesto requisito carnapiano con respecto al uso de la palabra `Dios' cuando nuestro autor se explaya acerca de las categorías. Lo que quiere decir --para manifestarlo con su propio ejemplo-- es que una ristra de palabras como `César es un número primo' carece de sentido, es una pseudooración, porque el nombre propio `César' designa a un individuo, y carece de sentido afirmar o negar de un individuo que es un número, primo o no. La base subyacente para ese desnivelamiento categorial es la teoría russelliana de los tipos.NOTA 4 Pero Carnap va más lejos incluso que Russell, al sentar (y sin pruebas) que `César es un número primo' carece por principio de sentido. Hay no poco de arbitrario en eso: cada uno es muy dueño de estipular las barreras y desnivelaciones categoriales que le gusten, y acusar a quienes no se atengan a sus prohibiciones de vulnerar e infringir las normas de la sintaxis. Puede uno legislar que sólo de animales con patas tiene sentido afirmar o negar que sean mamíferos, con lo cual sería tan sinsentido decir que los cetáceos son mamíferos como que lo son los patos: ni lo primero será verdad ni lo segundo falso. O, con profusión de artilugios, se puede ir poco a poco condenando a ser sinsentidos cuantos enunciados reputa uno falsos; puesto que sabemos, o creemos saber, que no hay nada que se mueva a mayor velocidad que la de la luz, un enunciado de la forma «x es más rápido que z» dejaría de tener sentido si «z» designa a un haz luminoso; vendrían así prohibidas y desterradas, cual meros sinsentidos, ciertas teorías científicas (como la que propugna existencia de «taquiones», e.d. entes «más veloces»). Pues bien, en eso estriba uno de los dos argumentos para la estipulativa condena de la metafísica, en general, y de la teología filosófica, en particular, en el párrafo de Carnap que he citado más arriba. (Frente a ese argumento cabe alegar que las notaciones de la lógica moderna se han ido emancipando cada vez más de esas cortapisas categoriales, yendo en una línea que prefiguró, aunque inconsecuentemente, Frege: la del tratamiento combinatorio que borra todas las diferencias categoriales.)
El otro argumento de Carnap es que oraciones como «X es Dios» o «Dios es así o asá» no tienen asignadas condiciones de comprobabilidad empírica, ni directas ni indirectas. Con otras palabras: que no se ha indicado qué comprobaciones empíricas serían necesarias y suficientes para que diéramos nuestro asentimiento a esas oraciones, o para que disintiéramos de ellas. Profesando una cierta [pseudo]teoría acerca de Dios no se compromete uno a nada, porque no se ha determinado ni de qué enunciados de observación se deducen esas oraciones ni cuáles enunciados de observación se deducen de ellas. Ese fallo no es un mero defecto accidental, sino una incorrección sintáctica. Carnap lo llama incorrección lógica, afirmando que un lenguaje lógicamente correcto ni siquiera permitiría la formulación de preguntas metafísicas. Sin embargo el prestigioso adjetivo `lógico' no añade nada aquí. Seguramente lo único que quiere decir Carnap al usarlo es: por un lado, que el diseñador de un lenguaje habrá de tener en cuenta la teoría russelliana de tipos (a eso se remite expresamente); y, por otro lado, que el estipulador de las normas sintácticas habrá de admitir en su vocabulario, primero y para empezar, sólo términos empíricos, y luego paulatinamente otros cuyo uso venga ligado, mediante conexiones deductivas, al de los términos empíricos.
Para cerrar ya este apartado, he de mencionar algo de sobra conocido y que, si Carnap no lo menciona expresamente en el trabajo aquí comentado, es por lo obvio y familiar que había de ser para cualquier lector suyo: que hay enunciados analíticos, los cuales no tienen tampoco contenido fáctico, ni ligamen con la observación, pero que son verdaderos meramente en virtud de estipulaciones lingüísticas convencionales. Entre ellos figuran todas las verdades lógicas. Y entre ellos estarían las propias estipulaciones de la metateoría sintáctica, incluidas las consideraciones del artículo que estamos estudiando. La verdad de esas consideraciones no es, pues, debatible, ya que no se trata de constataciones que una mejor observación pudiera invalidar, sino que son afirmaciones, o pseudoafirmaciones, verdaderas por convención, y por lo tanto que no pueden no ser verdaderas (a menos que la convención cambie). Alterar la convención significa entender otra cosa por `lenguaje'. Es, pues, muy dueño el metafísico de pretender que en su lenguaje no tienen vigencia las estipulaciones y las proscripciones carnapianas. Pero al hacer eso, está simplemente cambiando el tema: está llamando `lenguaje' a algo que no es lenguaje, a algo que no es lo que hemos acordado en llamar `lenguaje'.
§2.-- De la sintaxis a la semántica --o el peligro de una vuelta de la metafísica: el principio de tolerancia
Según lo hemos visto, pensaba Carnap --y, con él, pensaban así todos los neopositivistas y empiristas lógicos-- haber sentado, allende cualquier duda o debate, la inviabilidad de toda teoría metafísica; inviabilidad consistente, no en ser falsa, sino en carecer de sentido. Lo incuestionable e indebatible de tales conclusiones estribaba en que eran verdades analíticas, asertos cuya verdad se deducía lógicamente de definiciones, o sea, en último término, verdades por convención.NOTA 5
Ahora bien, si ello es así, ¿no cabe optar por otras convenciones alternativas, por otras definiciones, eventualmente incluso por otras reglas de inferencia o de deducción, de suerte que no quepa ya extraer tales conclusiones? La pregunta, por natural que nos parezca, no se les ocurrió --en tales términos por lo menos-- a nuestros neopositivistas al principio, sino que fue perfilándose ante ellos tan sólo poco a poco. Lo obvio que les resultaba que las cosas son como ellos las pintaban, y que son así por mera definición, hacía que ni siquiera tuviera seguramente sentido formular una pregunta de esa índole.
Mas paulatinamente fue resultando inesquivable la pregunta. No bastaba, en efecto, alegar que las cosas suceden así por definición, que el lenguaje es por definición como ellos decían que es y no de otro modo. Porque surge la cuestión de saber si puede haber otras convenciones de las que se deduzcan conclusiones opuestas (opuestas, al menos, en su tenor literal). E igualmente con relación a las reglas utilizadas para sacar las conclusiones: cabe interrogarse acerca de reglas alternativas que no permitan colegir eso mismo. La existencia de lógicas no clásicas, que los neopositivistas desconocieron durante bastantes años, acabó por tener que ponerse sobre el tapete como algo insoslayable.
La respuesta, un poco desenvuelta y prejuzgada, fue lo que cabría suponer: que, ciertamente, es posible establecer otras convenciones alternativas; pero que las verdades que son verdades por convención están a salvo de esa variación porque, cuando uno cambia la convención, cambia con ello el tema. Así pues, los asertos metateóricos que hemos examinado en el Apartado anterior siguen siendo inasaltables e incontrovertibles, pues son verdades definicionales. Un código que permita mensajes intraducibles a los de un lenguaje que se ajuste a los constreñimientos positivistas será lo que sea, pero no será algo que quepa llamar `lenguaje', en la acepción que los neopositivistas dan a la palabra.
Es preciso percatarse de la envergadura y la enjundia del paso de la primera posición a la segunda. A diferencia de la primera, la segunda contempla la posible existencia de códigos --llamémoslos así-- intraducibles a un lenguaje neopositivistamente aceptable (sea éste fisicalista o --más bien, y según el plan original de Carnap, luego seguido por Ayer en su gran manifiesto del empirismo lógico inglés-- fenomenista). Lo único que habría que reprocharles a esos códigos lingüísticos sería el mero hecho de que no entrarían en la definición de `lenguaje' de los neopositivistas, una definición que contendría la nota de sujetarse a los constreñimientos característicos del criterio verificacionista de significación, estudiado en el Apartado anterior. Ese reproche, sin embargo, es de poca monta. Más fuerte era el reproche formulable a tenor de la posición inicial, a saber: que fuera del lenguaje neopositivistamente restringido no hay nada que sea susceptible de «análisis lógico», nada, por lo tanto, que pueda, ni siquiera por convención, recibir la denominación de `lenguaje', salvo al precio de que ya no tenga nada que ver con lo que se llama normalmente así.
Esa tesis suscitaba empero una grave cuestión: ¿trátase de constataciones de tipo sociológico o antropológico, o bien de estipulaciones definicionales? Si es lo primero, serán verdades de hecho, verdades sintéticas (según la dicotomía neopositivista), sujetas a debate y ulterior confirmación o desconfirmación empírica. Si, a su vez, se trata de estipulaciones, nada impide que alguien siente otras alternativas, y así al infinito. La salida de los neopositivistas y empiristas lógicos a esas dificultades solió ser la de que los asertos como los del párrafo precedente no son empíricos (sintéticos) ni tampoco son estipulaciones, sino que son enunciados [analíticamente] verdaderos en virtud de estipulaciones o definiciones. Ahora bien, eso no hace sino desplazar la cuestión sin resolverla ni poco ni mucho. Porque ¿qué obstáculos hay para que alguien siente otras estipulaciones o definiciones de las cuales se sigan enunciados que en su tenor literal, prout sonant, son --o entrañan-- negaciones de los asertos metateóricos o metalingüísticos de los neopositivistas?
Al pasar a la nueva posición, los neopositivistas se zafaban de esa engorrosísima cuestión, pero al precio de debilitar enormemente el atractivo de su oferta. Todo quedaba ahora en atenerse convencionalmente a ciertas convenciones dejando que los adeptos de la metafísica, p·ej·, se atengan a las suyas, sin poder aducir contra ellos otra cosa más que un mero: «De nuestras convenciones se sigue que los asertos metafísicos no tienen sentido --o que no son ni siquiera asertos». Algo tan banal como «reprochar» un hispanohablante a los alemanes el uso de frases que contengan `Buch', que no es palabra española.
Como el deslizamiento a esas banalidades ponía en peligro el interés mismo de la empresa neopositivista, Carnap intentó en Die logische Syntax der Sprache una solución a la dificultad, mediante su famoso principio de tolerancia: cada uno es muy dueño de establecer sus propias convenciones, estipulaciones, reglas metalingüísticas y definiciones; no tiene por qué someterse a las pautas sentadas por otros; lo único que se le exige es que declare con claridad sus propias pautas y normas si quiere discutir con nosotros.
Así reformulado, el planteamiento neopositivista constituye un desafío serio a las pretensiones del metafísico: éste es libre de usar un lenguaje que admita enunciados diversos de los que quepan en un lenguaje sujeto a los constreñimientos neopositivistas, pero habrá de ajustarse por lo menos a un requisito metateórico: el de declarar explícitamente y con suficiente claridad sus propias reglas o pautas para que sea posible la comunicación.
Lo que sucede es que no se sabe cómo se va a determinar el cumplimiento de ese requisito, cómo se va a juzgar si es clara o no (y en qué medida lo sea) la declaración de pautas metateóricas y metalingüísticas del adversario (o interlocutor). ¿Habrá de medirse tal claridad según una pauta neopositivistamente aceptable? ¿O hay algún terreno neutral, algún método para calibrar sin prejuicios el cumplimiento del requisito?
Implícitamente, Carnap estaba exigiendo lo primero al metafísico (o, más en general, a quienquiera que propusiera un lenguaje o un sistema que no contuviera como verdades analíticas sólo todas las que valían a título de tales en su propio enfoque); estaba exigiéndole que, no forzosamente sus pautas, mas sí al menos sus metapautas --por decirlo así-- fueran «claras» en la acepción de `claridad' neopositivistamente aceptable, e.d. que se ajustaran a normas de significatividad neopositivistas. ¿Y qué, si no lo hacía? Pues nada, no pasaba nada, salvo que la discusión se hacía imposible. El metafísico (o el lógico alternativo) venía condenado así al ostracismo. En el babélico negociado de Carnap y cía no habría línea de comunicación con gente así, hasta que, al menos en ese segundo nivel de las metapautas, pasaran por las horcas caudinas neopositivistas.
En ese libro, Carnap propone un arreglo: hablar, no de cosas, sino de palabras; pasar del modo «contenitivo» de hablar al modo formal de hablar. El error del metafísico era que creía estar hablando de cosas cuando lo pertinente era hablar sólo de expresiones. Las pseudocuestiones metafísicas como la de si hay o no números, clases, universales, etc, o la de si todo lo real es material, han de venir eliminadas a favor de reemplazantes de las mismas que sean sobre las propias palabras usadas en tales pseudocuestiones: ¿cómo usar la palabra `número', cómo la palabra `clase', etc?
En ese transfondo, la reducción carnapiana de los objetos físicos a sensaciones (su propuesta de un lenguaje fenomenista) ha de entenderse como la estipulación de parafrasear las oraciones que contengan nombres de cosas, o predicados de cosas, de manera que el resultado sean oraciones que no contengan esas expresiones sino nombres de sensaciones y predicados aplicables a sensaciones. La propuesta no dirá, pues, berkeleyanamente, que un caballo es un conjunto de sensaciones, sino que los enunciados sobre caballos se pueden reemplazar por otros acerca de sensaciones equínicas (por llamarlas de alguna manera).
Lo de menos para nuestros propósitos es que fracasara --pese a lo inimaginablemente ingenioso y potente que resultó ser-- ese particular intento de reducción fenomenística, al igual que el de Ayer y otros de esa laya. Lo de veras importante en nuestro presente contexto es que Carnap estaba estipulando, a la vez que formulaba su propia propuesta --que no pretendía ser más que eso--, una norma para cualquier otra propuesta: la de brindar, en vez de argumentos filosóficos, reglas sintácticas, y nada más. La modestia de la propuesta es una cosa; la ambición o altivez de la norma, otra. No es modesto sentar la estipulación de que todo lo que se proponga haya de ser modesto; esa estipulación, así propuesta, no lo es, y al venir propuesta se infringe a sí misma.
La primera costura por donde comenzó a abrirse una brecha en la embarcación carnapiana fue la que ligaba a los enunciados que se quería eliminar (o tomar cual meras abreviaciones) y las paráfrasis propuestas: ¿cuál era la índole o naturaleza de la ligazón? Carnap habló de equivalencia o equipolencia --y hasta muy al comienzo, antes de precisar mejor su posición sintacticista de los años treinta, de identidad de contenido. Mas, ¿en qué estriban tales relaciones? ¿No tienen nada que ver con sendas relaciones entre las palabras y las cosas?
Carnap no quería que tuviesen que ver, porque adivinaba o presentía que por ahí podía insinuarse e infiltrarse de nuevo la metafísica; perderíanse las conquistas intelectuales de la revolución neopositivista si hubiera que volver a hablar de cosas, y por ende de universales, de clases, de números. De ahí su tesón en el giro sintacticista, el atenerse al modo formal de hablar.
Pero los trabajos de Tarski en los años treinta llevaron a un cierto cambio de paradigma: la nueva moda ya no toleraba la completa eliminación de los problemas semánticos. ¿Mera cuestión de moda? ¿No es, antes bien, que se expusieron argumentos convincentes y que Carnap, igual que otros adalides neopositivistas, fue sensible a los mismos? Es difícil determinarlo.
Sea como fuere, lo que aquí me interesa es ver cómo se adaptó Carnap a ese cambio parcial de paradigma. Su nueva estrategia --en la etapa de su pensamiento filosófico llamada, con razón, semántica-- va a ser la de salvar el impacto de su dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos en el marco de la nueva admisión de la aceptabilidad de consideraciones semánticas.
Téngase bien presente que el filo de la impugnación carnapiana de la metafísica estribaba en llevar al metafísico a tener que abandonar sus dizque asertos sobre cosas para, en lugar de ellos, contentarse con asertos sobre [el uso de] palabras: cuando un enunciado no es empíricamente comprobable, cuando no están determinadas las relaciones inferenciales del mismo con enunciados de observación, entonces para que tenga sentido ha de ser un enunciado puramente formal: o una estipulación o una verdad por convención que se deduzca de estipulaciones; mas las estipulaciones, ¿de qué tratan? ¿De cosas? No, sólo de palabras. Luego las verdades formales o por convención versarán sobre palabras, sobre el uso de palabras. Todos los teoremas lógicos versan en verdad sobre cómo se usan o han de usarse las expresiones lingüísticas.
Esa empresa parecía periclitar una vez que venían reintroducidas las cosas y sus relaciones con las palabras. Tarski proponía una relación de satisfacción entre fórmulas abiertas y [ristras de] cosas a partir de la cual se definía la relación de verdad entre oraciones y [ristras de] cosas. ¿No se colaban así de rondón, nuevamente, los desterrados temas metafísicos de si hay o no universales, números, clases, etc, de si hay o no objetos contradictorios y toda la maraña de pseudoproblemas especulativos? Y es que, si tenemos asertos en nuestra teoría como `3 es non' y, por lo tanto, como `3 es non o par', equivalente a `3 es un número natural', habrá que plantearse en qué condiciones es verdadero un enunciado así, y por ello cuáles objetos satisfacen el predicado `es un número natural', o sea cuáles entes son números naturales (y si los hay). ¡Metafísica!
Antes de ver cuál fue la solución de Carnap hay que señalar que fue Quine el primero en apuntar lo insoslayable de las cuestiones ontológicas. Pero conviene evitar una confusión: la problemática metafísica redescubierta por Quine había estado todo el tiempo ahí y no se derivaba de los aportes semánticos de Tarski. Con y sin Tarski el problema es en el fondo idéntico. Con y sin Tarski cabe un enfoque como el de Carnap, igual que con y sin Tarski cabe aducir consideraciones atinadas a cuyo tenor resulta insoslayable la problemática metafísica. Ni Frege ni Russell ni Wittgenstein habían planteado los problemas semánticos de la manera en que lo haría Tarski, a pesar de lo cual los tres habían, en la construcción de sus sistemas, pensado en las notaciones que elaboraban como reflejos de la realidad, de suerte que el esclarecimiento proporcionado por esas notaciones o lenguajes ideales no venía a soslayar a la metafísica, sino a ayudar a brindar buenas soluciones a los problemas metafísicos. A Russell hay que remitirse para ver el punto de partida de Quine.
§3.-- De los desnivelamientos categoriales a la cuestión de los compromisos existenciales
Los positivistas lógicos habían abrazado como único marco de formalización el que les era conocido, el sistema de los Principia Mathematica, PP.MM., de Russell y Whitehead. La máxima del desnivelamiento categorial, a cuyo tenor venían prohibidas como carentes de sentido muchas cuestiones ontológicas tradicionales, explotaba los recursos de la teoría russelliana de tipos propuesta en PP.MM. No cabe --piensan Carnap y compañía-- formular preguntas como si hay o no universales, porque un universal, una propiedad, viene representado en la notación canónica de «la» lógica por un signo de segundo nivel, como «φ», tal que, al concatenarlo con uno de primer nivel (una variable o constante individual), `x', se tiene una fórmula «φx»; en el sentido en que se afirme o se niegue de un individuo, x, que existe, no cabe con sentido ni afirmar ni negar de una propiedad, φ, que existe. Sí, habrá en la teoría lógica un teorema, p.ej., de la forma «∃φ∃x(φx)», que quepa leer así: «Hay una propiedad, φ, tal que hay un individuo, x, tal que φx». Pero esos dos `Hay' tienen sentidos totalmente diversos, no habiendo nada en común entre uno y otro. Así pues, se puede utilizar ese formalismo sin caer en ninguna postulación platónica de propiedades, consistente en sostener que hay propiedades, un `hay' que tendría el mismo sentido que cuando se dice que hay gatos o zafiros. No puede atribuirse a los neopositivistas una concepción sustitucional de los cuantificadores de segundo nivel, porque les faltaba la elaboración técnica requerida para tal concepción; pero desde luego hacia algo similar a tal concepción iba enfilado su enfoque.
Quine, a poco de iniciar su carrera académica y filosófica, fue un admirador y seguidor de Carnap.NOTA 6 No obstante, datos recientes sobre su biografía intelectual nos muestran que, antes de su viaje a Europa en 1932, había sustentado en Harvard, en junio de aquel año, su tesis doctoral titulada «La lógica de las secuencias: una generalización de Principia Mathematica». En el marco de los PP.MM. no cabe hablar de relaciones en general, sino tan sólo de relaciones de tal nivel determinado y de tal número de argumentos en particular (p.ej., relaciones entre 7 individuos, o relaciones entre un individuo, una propiedad de primer orden y una de segundo, etc), hasta tal punto que la mera palabra `relación' es equívoca (y, siéndolo, también lo es la frase recién expresada). Quine quiere superar esas limitaciones y esas consecuencias de inefabilidad. La empresa de Quine en esa tesis posee dos características salientes: 1ª) lo que la guía es, no unos principios a priori, dizque evidentes, que vengan plasmados inmediatamente a título de axiomas y de los cuales se deduzcan los teoremas, sino, antes bien, la pauta de alcanzar como resultado demostrativo los teoremas apetecidos y satisfactorios (incluyendo entre ellos teoremas generales sobre las relaciones); 2ª) los signos primitivos que usa Quine no pretenden expresar nociones «intuitivas» que supuestamente fueran claras por sí mismas antes de la construcción del sistema formal (cual pretenden serlo las russellianas de individuo, propiedad de individuos, relación entre dos individuos, propiedad de relaciones entre dos individuos, etc etc): uno de esos signos es el superplexo, que se explica para el neófito así: el superplexo de las funciones φ y ψ, escrito φ#ψ, es la relación que guarda una función τ con una función θ cuando la inclusión de τ en φ implica materialmente la inclusión de θ en ψ (e.d. cuando se cumple esta condición: τ⊂φ⊃θ⊂ψ). A los 23 años de edad ya mostraba Quine su inclinación a la construcción de sistemas formales. No es que careciera de motivación filosófica, todo lo contrario; pero la motivación filosófica no tenía por qué venir plasmada directamente en la elección de los signos primitivos ni en la de los axiomas. Desde los comienzos de su navegación filosófica, Quine revela en todo eso (y en muchísimas otras cosas) una mente muy similar a la de Leibniz.
El viaje europeo de Quine a raíz de la sustentación de su tesis lo llevó momentáneamente a hacerse un apóstol, a su vuelta a América, del movimiento neopositivista. Sin embargo, un estudio detallado de las anotaciones pertinentes para la biografía intelectual de Carnap y Quine nos muestra cómo, tanto antes de esa momentánea conversión como durante el tiempo en que la misma tendría que estar teniendo lugar, Quine siguió porfiando con sus nuevos inspiradores y mentores (el propio Carnap y Le'sniewski, p.ej.) a favor de una tesis que --si bien acaso no todavía formulada en tales términos-- era la de que las cuestiones ontológicas no son pseudocuestiones sino que la cuantificación sobre variables de segundo orden conlleva un compromiso óntico igual que la que se efectúa sobre variables de primer orden.
Dos son las líneas de argumentación por las que Quine se opone a la posición neopositivista. La primera se refiere a la noción de verdad; la segunda a la de existencia. Voy a empezar por esta segunda, ya que se vincula más de cerca al tema de la tesis doctoral de 1932, pero la primera crítica publicada de Quine al neopositivismo se refirió a la noción de verdad [analítica].
Hemos visto cómo los neopositivistas podían, no sin ligereza, usar locuciones cuantificacionales que involucraban variables predicativas sin pensar que con ello contraían compromiso existencial alguno. La estratificación sintáctica de la teoría de tipos se les semejaba un abrigo contra esas pseudocuestiones. Pero entonces esfúmase también un criterio para optar por una u otra teoría según qué cuantificaciones existenciales afirme como teoremas. Como no se compromete uno a más aseverando `Hay números' (en el peculiar sentido de `Hay' que le esté adjudicado a la variable del nivel correspondiente) que absteniéndose de tal aserto, no hay tampoco razón, en virtud de esa diferencia, para preferir como más austera una teoría del mismo poder, aunque la hubiera, mas que no contuviera ese teorema. Un principio como la navaja de Occam ni siquiera tendría sentido, igual que tampoco lo tendría otro principio metodológico opuesto, cual sería el de preferir (en cierto modo a lo Leibniz) una teoría con carga existencial que sea, cæteris paribus, más amplia. Eso no quiere decir que para Carnap y demás miembros del Círculo de Viena no hubiera nunca motivos racionales para optar por un marco teorético como el de los PP.MM. o por otro sin esas cuantificaciones existenciales; pero el motivo habría de ser, no la verdad, sino la conveniencia pragmática. No es que el lenguaje más austero nos comprometa a menos asertos existenciales que conlleven creencias en la verdad de que existan más cosas, o cosas de más tipos o índoles, sino que tan sólo se trata de que puede que sea más, o menos, conveniente, útil, manejable, fácil o lo que sea.
Pues bien, desde 1939 Quine se pronuncia claramente en oposición a ese indiferentismo neopositivista sobre la cuestión de los compromisos existenciales (llamados por él `ontológicos' y luego `ónticos'). Quine señala (en sus dos escritos «Designation and Existence» y «A Logistical Approach to the Ontological Problem») que cuáles entidades existan desde el punto de vista de un lenguaje determinado depende de qué posiciones estén accesibles a las variables en ese lenguaje; de suerte que --para poner el propio ejemplo de Quine-- no es el mero hecho de que figure en un lenguaje la palabra `apendicitis' lo que conlleva compromiso existencial respecto a esa enfermedad, sino el que dicha palabra sea un sustituyente de una variable. Decir que existe la apendicitis es igual que decir que la palabra `apendicitis' designa.NOTA 7
Hemos visto en el Apartado anterior cómo el ascenso sintáctico le permitía a Carnap soslayar cuestiones ontológicas. Quine plantea desde el primer momento la cuestión semántica, la de la designación. Hablar sobre la palabra `apendicitis' puede hacerse diciendo diversas cosas; puede decirse que tiene cinco sílabas, que es un sustantivo femenino, etc; son asertos sintácticos, que se refieren sólo a relaciones entre unas expresiones y otras. Puede decirse que esa palabra guarda con alguna cosa tal o cual relación como la de designar, u otra semejante: es éste un aserto semántico. Para Quine la semántica es indispensable, pero no constituye ningún medio de evitar cuestiones ontológicas ni de disfrazarlas de cuestiones lingüísticas, sencillamente porque cualquier aserto semántico tiene su equivalente en «lenguaje objeto».NOTA 8
Que tal equivalencia está sujeta a dificultades es otro asunto. Es muy verosímil que, a tenor de las demostraciones de Tarski y otros, no quepa en general sostener que para cada oración de la forma «`φ' designa» haya una de la forma «φ existe» tales que la primera es verdadera si y sólo si lo es la segunda. Sin embargo en los casos comunes y corrientes sí se da esa equivalencia, por lo cual el ascenso semántico, que tendrá sus virtudes, no puede tener la de hacer inútil o innecesaria una cuestión ontológica.
La lección que Quine les está, ya en 1939, enseñando a los neopositivistas es que, si quieren sustraerse al compromiso existencial respecto a clases, atributos, números y demás entidades llamadas abstractas, tienen que elaborar teorías en las que no figuren expresiones numéricas, de clase, de atributo, etc, en posiciones accesibles a la cuantificación existencial. Sin entrar en los detalles técnicos del asunto (que están ciertamente erizados de dificultades --las cuales injustamente se han esgrimido muy a menudo contra la empresa abordada por Quine), lo esencial es que, para volver al ejemplo anterior, uno puede tener una teoría en la que figure `apendicitis' sin por ello estarse comprometiendo a la existencia de la apendicitis con tal de que en esa teoría no se pruebe ni `La palabra `apendicitis' designa' ni `La apendicitis existe' ni nada así (como `∃x(x=la apendicitis)'). El mero uso de una expresión no conlleva compromiso ontológico, pues puede tratarse de una expresión sincategoremática; pero el uso en posiciones accesibles a la cuantificación sí es existencialmente comprometedor.
Cae fuera de los límites de este trabajo entrar en las discusiones sobre ese criterio de Quine.NOTA 9 Muchos lo han impugnado, alegando que también se incurre en compromiso existencial usando una expresión aunque sea en posiciones no accesibles a variables cuantificables; otros han alegado que no se incurre en compromiso existencial ni siquiera porque en la teoría que uno profesa se demuestre un teorema que sea una cuantificación de esa índole, ya sea porque haya que interpretar de otro modo a los cuantificadores (p.ej. sustitucionalmente), ya sea porque el campo de variación de las variables haya de ser uno de «objetos» o «ítemes» no forzosamente existentes o reales; se ha discutido si el compromiso existencial se contrae por la teoría, por el lenguaje, por quien profesa o asevera la teoría, etc; y también si se contrae con entidades que existen sólo o también, en cierto sentido, con entidades que no existan (p.ej. si de una teoría que afirme `Hay unicornios' podemos decir que está comprometida con unicornios, o con la existencia de los mismos). Asimismo se ha debatido acerca de si es posible --según lo propone Quine para una amplísima gama de casos, y a título de desideratum para muchísimos más-- aligerar la carga del compromiso existencial parafraseando un aserto de la forma `Hay entes así y asá' de suerte que el resultado de la paráfrasis ya no miente a entes «así o asá»: si la paráfrasis es eso, una paráfrasis de la oración dada, ¿no habrá de heredar toda la carga de compromisos de ésta última?
Son dificultades reales que no cabe desatender. Sin embargo, ninguna de ellas nos puede hacer olvidar lo atinado y pertinente del suscitar la cuestión: no es lícito profesar con toda inocencia una teoría que contenga el teorema `Hay números' y llamarse andana respecto a la cuestión ontológica de si hay o no realmente números. Quine ha tendido a señalar que su noción de compromiso existencial es más banal de lo que se ha querido ver, y que lo único que quería apuntar, al decir que una teoría está comprometida con unicornios (o con conjuntos, o lo que sea) es que contiene el aserto `Hay unicornios' (o `Hay conjuntos' etc). Estaríamos entonces en un retorno al llamado giro lingüístico. Tal vez no se había sacado a la problemática filosófica del círculo en que la querían encerrar Carnap y los demás miembros del círculo vienés.
Pero no, no es así. Sean cuales fueren las dificultades, que son genuinas, Quine ha puesto el dedo en la llaga y ha descubierto algo que no veían los neopositivistas. Tal vez sea cierto que el compromiso existencial no es una relación real entre la teoría, o el teorizador, y las cosas, salvo en el caso de que la teoría sea verdadera; tal vez sea más seguro decir que el compromiso existencial lo contrae la teoría que estemos considerando, no con la realidad, sino --si se quiere-- con nuestra propia teoría (ese género de relativización va un poco en la línea del ulterior relativismo ontológico a que llegará Quine en una etapa posterior de su pensamiento filosófico, desde mediados de los cincuenta, por la vía de su célebre tesis de la indeterminación de la traducción). Podemos pensar, en efecto, que la teoría de Spinoza está comprometida con una sustancia única que sea Dios y esté constituida por una infinidad de atributos, sin que ello signifique que al sostener eso estemos afirmando que se da una relación de compromiso existencial entre la teoría spinoziana, por un lado, y por el otro una sustancia única que es Dios, etc etc; si no creemos en la existencia de una sustancia que sea única, y sea Dios, y esté formada por infinitos atributos, no diremos eso; mas sí podremos decir que entre la teoría de Spinoza y la nuestra propia se da la relación de compromiso existencial consistente en que la nuestra sólo puede ser una extensión de la de Spinoza añadiéndole como postulado la frase en cuestión (`Hay una sustancia única ...').
Es sabido que Quine, en sus propuestas sistemáticas, aboga siempre por un marco lo más extensional posible y en el cual no haya más que una suerte de variables, las individuales, y por lo tanto únicamente un nivel de cuantificadores, los de primer orden.NOTA 10 Deséchanse así los desnivelamientos categoriales de Frege y Russell. Ni Frege ni Russell eran positivistas. Ambos creían que sus sistemas eran ontologías que reflejaban genuinamente la realidad según era ésta en sí misma. Sin embargo esos sistemas, por el desnivelamiento categorial, estaban abocados a resultados de inefabilidad. Los neopositivistas saludaron esos resultados porque equivocadamente creyeron ver en ellos una garantía contra los pseudoproblemas metafísicos. Al percatarse Quine de la insoslayabilidad de tales problemas (en primer lugar el de los compromisos existenciales), la inefabilidad y las limitaciones de las teorías de tipos de Frege y Russell y la oscuridad del empleo de cuantificadores de distintos niveles llevan a cortar por lo sano, optando por una ontología sin niveles, e.d. por una teoría extensional de conjuntos. Una u otra reelaboración de tal teoría parece, todavía hoy, lo más viable y plausible.NOTA 11
§4.-- El holismo de Quine y el rechazo de la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticosNOTA 12
El primer ataque publicado por Quine contra la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos fue su artículo «Truth by Convention», aparecido en 1936.NOTA 13
El artículo comienza planteando la dualidad entre las ciencias físicas y las lógico-matemáticas, según la entienden los neopositivistas. El primer ejemplo aducido es, curiosamente, el mismo que figura unas páginas más atrás en este trabajo: el de cómo Einstein puede sentar por pura definición que la velocidad de la luz sea la máxima (definiendo, en efecto, de una manera original la simultaneidad a distancia) y resolviendo así lo que antes parecía un enigma. Desde un enfoque neopositivista cabría preguntarse si la definición einsteiniana no es, en el fondo, un postulado empírico. Ya desde este artículo de juventud Quine viene a rechazar la alternativa así planteada: el paso de Einstein va en el sentido de mayor claridad, y es conveniente porque hace a la teoría más elegante, pero más allá de tales constataciones carece de sentido preguntarse si es un enunciado analítico o no. De ahí que sea igualmente un sinsentido pretender que --a diferencia de la física en la cual, reconocidamente, no todos los asertos pueden ser meras definiciones (ni meras consecuencias lógicas de definiciones)-- en las ciencias «formales» (e.d. las lógico-matemáticas) sí sucede eso, o sea: que en ellas todas las verdades son por convención.
Ante todo recuerda Quine qué es una definición: un mero procedimiento de abreviación notacional, una simple autorización para reescribir [partes de] una teoría colocando el definiens en lugar del definiendum o viceversa. Ya en ese escrito tempranero, Quine expone con exactitud su famoso criterio para distinguir las verdades lógicas de las no-lógicas: tomemos simplemente un cierto vocabulario pequeño, y llamemos `lógicas' a las verdades en las que tengan ocurrencias esenciales sólo palabras de ese vocabulario (donde unas determinadas ocurrencias de ciertas palabras son esenciales en un enunciado si cualquier alteración del enunciado que modifique sólo otras partes del mismo dejará, como resultado, una verdad si el enunciado original era verdadero). Pasemos de ese cúmulo de verdades lógicas a otras que sólo difieran de ellas por definiciones. ¿Siguen siendo lógicas las verdades así obtenidas?
Señala Quine que uno de los métodos utilizados para una reducción de la matemática a la lógica es lo que ya Russell llamara el `si-entoncismo': sea «A» la conyunción de los axiomas de un sistema de geometría, p.ej., y sea «B» una fórmula lógicamente demostrable a partir de «A» con ayuda de ciertas definiciones: entonces una dizque reducción de ese sistema geométrico a la lógica vendría a consistir en reemplazar «B» por «B si A» (y así para cada teorema en lugar de «B»). Mas por ese procedimiento cabe igualmente reducir a verdades lógicas cualesquiera asertos de la mitología griega, de la sociología o de cualquier disciplina axiomatizable (la axiomatización puede que sea altamente inelegante).
Un procedimiento más refinado de reducción consistiría en eliminar los términos primitivos del axioma conyuntivo «A» mediante variables que luego vengan universalmente cuantificadas, así: reemplacemos esos términos, f¹, f², f³, ..., por sendas variables (del tipo apropiado --es una concesión de Quine a la teoría de tipos a efectos de la argumentación nada más), φ¹, ..., φn, ..., y sean, respectivamente, «A'» y «B'» las fórmulas resultantes del reemplazo en cuestión a partir de «A» y de «B»; entonces el enunciado que supuestamente lograría la reducción deseada sería éste: «∀φ¹...φn...(A'⊃B')»; e.d.: cualesquiera entidades φ¹, ..., φn que cumplan la condición A' cumplirán la condición B'. (Aunque Quine no lo llama así, podemos --según suele hacerse-- decir que ese procedimiento es una ramseyización del enunciado dado). ¿Por qué es ésta una mejor reducción? Porque no encierra ya términos primitivos no lógicos. El que en la anterior formulación presuntamente reductiva estuvieran presentes términos no lógicos conllevaba la admisión en el sistema de elementos extralógicos cuya presencia no sería definicionalmente eliminable; que es lo que se suele alegar como obstáculo a la reducción a la lógica de las disciplinas empíricas.
Sin embargo la reducción es inadecuada. Porque el enunciado cuantificacional resultante no tiene por qué ser leído como un modo formalizado de decir lo que inicialmente queríamos decir, sino que puede querer decir muchas otras cosas alternativamente. En efecto, a tenor de ese procedimiento, decir que toda esfera tiene tales o cuales características será un modo abreviado de decir que cualquier ente que cumpla las condiciones A, axiomáticas del sistema de geometría que se profese, tendrá dichas características (suponiendo para simplificar que sólo tenemos el término `esfera' como primitivo en ese sistema geométrico). Pero todas las esferas de más de un metro de diámetro cumplen las condiciones A; luego cumplen también las condiciones B; podemos entonces interpretar el enunciado cuantificacional en cuestión como si dijera que todas las esferas de más de un metro de diámetro cumplen las condiciones B. Y así sucesivamente. Es más, la aplicación de ese procedimiento nos llevaría muchísimo más lejos todavía, permitiendo interpretaciones mucho más alejadas de lo que se buscaba inicialmente. Como el procedimiento es aplicable a otras disciplinas comúnmente reconocidas como extralógicas, puede que lleguemos a que una cierta reducción a la lógica de la geología de un planeta sea idéntica a la reducción a la lógica de la mitología escandinava, previas ramseyizaciones respectivas.
Piérdese con ello lo peculiar de una disciplina. Si es sólo así como viene reducida la geometría a la lógica, es una reducción que sacrifica una serie de verdades empíricas que son también verdades geométricas; y lo propio sucedería con reducciones similares a la lógica de otras disciplinas empíricas; son posibles, aunque sean más difíciles de llevar a cabo que la reducción de la geometría.
Conduce la precedente discusión a la inanidad de la reducción de la geometría a la lógica. Si por verdades analíticas entendemos las que se deducen de verdades lógicas por convención, y admitimos ese tipo de reducciones, entonces podemos (apencando con los inconvenientes señalados) ufanarnos de reducir las verdades geométricas a verdades analíticas, sí, pero también las verdades sociológicas y las historiográficas.
Hay quien sostiene que la aritmética no se puede tampoco reducir a la lógica, pero en ese tema no entra aquí Quine. Lo que le interesa es ver si, aun suponiendo que una disciplina se haya reducido a la lógica, eso ha bastado para hacer que sus verdades sean verdades por convención. Para que se siga eso será menester que las propias verdades lógicas sean verdades por convención.
Sin entrar aquí en el detalle de la prueba de Quine, lo esencial es que revela cómo los teoremas lógicos no pueden deducirse de definiciones ni de ciertos asertos primitivos tomados como «verdades por convención» (o, si se quiere, «verdades porque sí», «verdades porque me da la gana llamarlas `verdades'») más que presuponiendo la corrección de ciertas reglas de inferencia lógicas; si a su vez decimos que sólo por convención adoptamos tal presupuesto, desencadenamos una regresión infinita. Únicamente cabe salir de esa dificultad postulando de entrada un número infinito de tales «verdades por convención».
Cabría reducir la geometría a la lógica mediante una modificación del procedimiento anteriormente considerado: añadiendo la estipulación convencional de tomar al enunciado conyuntivo «A» como una «verdad por convención» («¡Llamemos a ese enunciado `verdadero'!», un llamar que a nada comprometa, que no conlleve el reconocer algo en común a lo así llamado con los enunciados que reputemos usualmente verdaderos y no por mera convención). De nuevo tenemos que el procedimiento es aplicable también a la sociología y a la historia del Japón. Mas, valga lo que valga ese procedimiento, ni siquiera él es aplicable a la lógica.
Sólo una salida le queda al partidario de la concepción carnapiana de que las verdades lógicas son meras verdades por convención (o sea, verdades en otro sentido de la palabra `verdad', uno que dependa meramente de la estipulación): sentar que las convenciones de que se trata aquí no han tenido que venir previamente estipuladas antes de aplicarse, sino que son convenciones tácitas que de hecho seguimos. Lo malo de esa salida no es que no haya convenciones así, sino que en este caso habría de tratarse de convenciones que no podrían comunicarse hasta después de ser adoptadas: si un hablante las comunica a otro que no las haya adoptado aún, habrá de explicarle cómo se aplican, y para ello razonar, a tenor de reglas de inferencia lógicas; el destinatario de su mensaje no podrá seguirlo sin haber previamente adoptado esas mismas convenciones. Ahora bien, unas convenciones así no sólo se difuminan sino que pierden poder explicativo.
Dieciocho años después, Quine volvió a tomar esa crítica de la concepción carnapiana de las verdades lógicas en su artículo «Carnap and Logical Truth».NOTA 14 Los argumentos aparecen mucho más elaborados. Además, asoman en este trabajo otros dos temas bien conocidos de la prosa quineana: 1º) el problema de la determinación o indeterminación de la traducción; y 2º) el holismo epistemológico matizado (e impregnado de gradualismo --cosa que los críticos suelen pasar por alto).
Para mis actuales propósitos lo más interesante del artículo en cuestión estriba en la ficción de un personaje imaginario, Ixmann (un procedimiento argumentativo que no pocos críticos han reprochado a Quine), que no es sino una parodia de Carnap o de cualquier otro neopositivista. El metafísico alega que la ciencia tiene supuestos metafísicos. Ixmann contraataca aduciendo la posibilidad de un lenguaje --el de los marcianos, supongamos-- en el que ni siquiera quepa formular ni preguntas metafísicas ni respuestas a tales preguntas. Pues bien, ¿cómo describe Ixmann a los hablantes de ese idioma? Una de dos: o bien como estipulando las convenciones o bien como meramente siguiéndolas. Si lo primero, habrán de expresarse en un lenguaje que sí permita cuestiones metafísicas, que diga, p.ej., que sí se puede decir esto mas no aquello --y, al decir esto último, estarán diciendo qué no se puede decir, para lo cual habrán de decir eso mismo que no se puede decir. Queda la primera alternativa. Pero ¿a dónde alcanza? ¿En qué estribará entonces eso de que en ese lenguaje no se pueden formular esas preguntas ni esas respuestas? Sólo en la imaginaria constatación de que no aparecerían en el corpus recogido. Luego, por puro fiat, sienta Ixmann, de su propia cosecha, la prohibición.NOTA 15
Quine va a parar con todo eso a esta conclusión: que en la evolución de cualquier teoría hay fiat, hay aceptación de ciertos principios o tesis por decreto, pero que ese estatuto es pasajero. Lo legislativo de ciertas verdades estriba sólo en lo «artificial» de su postulación sin pruebas. Andando el tiempo, esfúmase ese rasgo, y la teoría en su conjunto afronta colectivamente el tribunal de la experiencia. El fiat lo es de la aceptación de los asertos, no de la verdad de los mismos.NOTA 16 Será convencional el aceptarlos como verdaderos, no el que sean verdaderos (o el que sean falsos). Esa tesis suya sobre lo meramente transitoria que es la convencionalidad o pura definicionalidad de un aserto se entiende mejor en el transfondo de su holismo epistemológico: hemos visto que Einstein «resuelve» la espinosa dificultad de lo arbitrario que resulta el que la velocidad de la luz sea un límite por el expediente de una estipulación definicional; pero ante las numerosísimas y gravísimas dificultades y paradojas a que tiene que hacer frente la teoría de la relatividad, nada impide a un físico, al revisar esa teoría, alterar precisamente la definición, conservando en cambio, en su tenor literal, otros asertos de la teoría. Las definiciones no gozan de privilegio en las vicisitudes de una teoría, cuando ésta tiene que habérselas con la experiencia. (Y otro tanto cabe decir sobre las definiciones en lógica y en teoría de conjuntos, desde luego.)
La separación entre las posturas de Carnap y de Quine estriba en que para el primero las llamadas (por él) verdades analíticas (incluidas las lógicas) son verdades-por-convención, sintagma que hay que tomar como un bloque indescomponible; de no (de llamarse `verdades' a las verdades-por-convención), se estará acudiendo a una abreviación definicional. Toda la argumentación de Quine revela que ésa, desde luego, es una postura viable, pero que su contenido viene a reducirse al de, por convención, por decreto, llamar a ciertas verdades, y no a otras, `verdades-por-convención'.
Antes de terminar este Apartado, impónense dos puntualizaciones. La primera es que, si bien Quine rescata, con toda su argumentación, la legitimidad y la ineliminabilidad de una especulación metafísica acerca de qué tipos de entes haya y cuáles no y acerca de qué verdades generales se den sobre esos entes (y, por lo tanto, cuáles principios ontológicos sean verdaderos, incluida la cuestión de si son verdaderos, verdaderos sobre la realidad, los principios de un sistema lógico, como la lógica clásica, p.ej. el de tercio excluso y el de no contradicción), su propia inclinación práctica es la de preferir ante esos problemas la solución más conservadora posible, e.e. la de, en la práctica, comportarse lo más posible como si las respuestas a esas preguntas fueran las mismas verdades por convención que profesaba Carnap.
El caso extremo de tal conservadurismo es el rechazo casi preliminar de cualquier teoría que acepte verdades mutuamente contradictorias; en ese particular Quine casi parece darle la razón a Carnap en sostener que el abrazar esa teoría rompería la convención sobre cómo hablar; sin embargo, ha de tomarse en cuenta el gradualismo de la epistemología de Quine: interpónese el `casi', también en ese punto, entre ambas posiciones; lo que Quine viene a decirnos --según lo aclara en otros lugares-- es que serían menester razones muy muy fuertes para abrazar una teoría contradictoria; en vez de una frontera carnapiana entre enunciados analíticos y sintéticos, Quine propone una transición gradual de la clase de asertos más fácilmente modificables a tenor de cambios en nuestro entorno a la de aquellos que somos más reacios a abandonar. Quedan, pues, abiertas --y de par en par-- las puertas a una revisión de tales creencias cuasi-analíticas, si se dieran razones de peso, ya sea por nueva evidencia empírica, ya por una sistematización alternativa más elegante de tal evidencia. Y, aun dentro de su conservadurismo, Quine se aparta del esquema de Carnap en muchos puntos (p.ej. frente al pluricategorialismo de éste, opta siempre por ontologías extensionales sin pluralidades categoriales).
La segunda puntualización es que, si bien en los argumentos reseñados y comentados en este Apartado, Quine aduce consideraciones sacadas de los trabajos semánticos de Tarski, no depende crucialmente de ellos, ni de ninguna teoría semántica. Con muy pocas adaptaciones, el meollo de su argumentación seguiría en pie aunque se adoptara, supongamos, una concepción incluso puramente «sintáctica» de la verdad, o sea una que hiciera estribar la verdad de los enunciados tan sólo en un cierto rasgo inherente a los mismos independientemente de sus relaciones con las cosas. Aun así, quedaría incólume la corrección de los principales argumentos de Quine al respecto, los cuales muestran que se puede, sí, cribar el acervo de verdades que uno profese para adjudicarles sólo a algunas de ellas el calificativo de verdades por convención, mas que nada se habrá esclarecido con esa estipulación por decreto. Aplícase igualmente todo eso a otros calificativos de connotación similar, como el de `verdades analíticas'.
Ha fracasado, pues, la pretensión neopositivista de arrinconar las cuestiones metafísicas alegando que son pseudoproblemas y que, en los terrenos que aspiraría a cubrir la «especulación» sobre tales [pseudo]problemas lo único que cabe es sentar estipulaciones y atenerse a meras convenciones, ya que ahí no habría verdad o falsedad, sino sólo «verdad-por-convención».
§5.-- La reacción de Carnap: la dualidad de cuestiones externas e internas
Mientras que el artículo de 1936, «Truth by Convention», no había suscitado ninguna reacción apropiada, ni tampoco lo habían hecho una serie de argumentaciones orales de Quine, una conferencia pronunciada por este filósofo en la primavera de 1948 en las universidades de Princeton y Yale, titulado «On What There Is», dio lugar a una polémica que no se ha extinguido.NOTA 17 Ese trabajo fue incluido después en la antología Desde un punto de vista lógico.NOTA 18 Figuran en ese trabajo las celebérrimas disquisiciones de Quine en torno a los inexistentes y los meros posibles, así como las discusiones con los imaginarios McX («Équisez») y Wyman («el Sr Y»), siendo el último una parodia de un autor que venga a sostener algo parecido a la teoría de los objetos de Meinong (al menos a ciertas facetas de la misma, según las entendió Russell en sus escritos polémicos al respecto), al paso que el primero sería un exponente de la idea vulgar de que los entes que llamamos inexistentes carecen de existencia extramental mas poseen en cambio entidad intramental. Desde el punto de vista neopositivista toda esa discusión carece incluso de sentido. Que Quine trata de abrazar, en el laberinto de esas controversias, la posición ontológicamente más austera posible no quita para que se esté tomando muy en serio toda esa temática, a pesar de la desenvoltura polémica con la que trata ahí a esos imaginarios interlocutores. Esa discusión es bien conocida del público hispano, por la traducción de Manuel Sacristán, y no me explayaré en ella.NOTA 19
Sin embargo lo más interesante del artículo para nuestros presentes propósitos es lo contenido en las últimas páginas del mismo. Quine expresa a las claras su preferencia metodológica por un principio de máxima austeridad ontológica, e.d. por opciones que --aun a costa de complicar la trama de la teoría e incluso su carga de predicados sincategoremáticos primitivos-- apliquen tan a rajatabla como sea posible la máxima de economía occamiana. (Volveré sobre este punto más abajo.) La posición de Quine es la de, en la medida en que resulte posible, optar por el nominalismo; y recuerda su artículo conjunto con Goodman del año anterior (1947), «Steps towards a constructive nominalism».NOTA 20 Ese artículo ha provocado a menudo la grave incomprensión de creer que Quine es un nominalista. No, no lo es. Le gustaría serlo, pero justamente se lo impide el profesar como verdadera la teoría científica (que ¿cuál? -- pues la que quepa profesar según los patrones y criterios preferibles). El holismo epistemológico está ya subyacente en ese artículo: aun expresando todavía una especie de nostálgica querencia para con el fenomenismo carnapiano, sostiene rotundamente que, frente al fenomenismo, la afirmación del mundo físico aparece como un mito: algo cuya verdad postulamos sin pruebas (o sea, una estipulación que cabe ver como arbitraria o artificial y, así, reputar como analítica, desde la óptica de Carnap), y otro tanto sucede con la afirmación de entidades «abstractas» --clases, atributos, números--. Pero profesar esos mitos es algo que se hace en virtud de razones, y no porque sí: esa profesión se le aparece a Quine como de la misma índole que la de entes físicos con tales o cuales características en particular (p.ej., átomos, moléculas, galaxias): trátase siempre de mitos, de postulaciones sin pruebas, mas no de estipulaciones mera y totalmente arbitrarias, pues en cada caso se obtiene, o se espera obtener, una simplificación de nuestra visión del mundo.
Lo curioso es que, al trazar el cuadro de las alternativas disponibles al respecto, Quine enumera entre los platónicos nada menos que al propio Carnap, junto con Frege, Russell, Whitehead y Church, por reconocer la existencia de entidades abstractas, al usar variables cuantificables para referirse a ellas.
Carnap replicó en su artículo «Empiricism, Semantics and Ontology», de 1950. Ya no podía tratarse, por parte de Quine, de que no hubiera entendido bien, o de que no lograra expresar convenientemente, y según las pautas del escolarca, las ideas de la «filosofía científica», ni las originarias ni siquiera las resultantes de la maduración aportada por los trabajos semánticos de Tarski. No, la disidencia quineana estallaba ya con transparencia y no cabía sino emprender su refutación.
La preocupación de Carnap es, ante todo, la de sacudirse el sambenito de ser un platónico por el hecho de enunciar oraciones que, en su lectura usual, suenen como «Hay propiedades [o números, o clases] tales que ...». Asimismo quiere tranquilizar al físico que tenga escrúpulos en aceptar verdades de teoría de conjuntos o de aritmética porque contengan aparentes compromisos ontológicos con clases o con números, etc.
La tesis central de Carnap en ese trabajo es que se da un distingo básico y radical entre dos géneros enteramente dispares de cuestiones de existencia: las externas y las internas. Las primeras son analíticas; de las segundas, unas son también analíticas, pero otras son sintéticas. Las primeras sólo aparentemente se refieren a cosas: son de la forma «Hay entidades así o asá», donde «así o asá» viene reemplazado por una expresión que designe una categoría: `Hay clases', `Hay objetos físicos', etc. Las cuestiones internas no son de tal índole, sino que dicen si hay, o no, dentro de una categoría dada, entes con determinadas particularidades: si hay o no objetos físicos que sean más pequeños que el resultado de elevar a menos 99 el tamaño de un átomo de hidrógeno, p.ej. En ese caso se trata de una cuestión empírica, que ha de zanjar la investigación mediante la experiencia. Cuando se trata de una cuestión interna sobre, p.ej., existencia de números con estas o las otras particularidades (supongamos: números perfectos nones), cabe zanjarlas mediante la investigación matemática. En uno y otro caso, eso de que cabe zanjarlas ha de entenderse en el sentido de que, si acaso, sólo así se puede averiguar la verdad de la afirmación o la de la negación. En cambio, las cuestiones externas no son zanjables por ninguno de ambos procedimientos, sino tan sólo por decisión: no hay ningún género de ni de experimentos ni de cálculos que pueda arrojar como conclusión que hay números --o que no los hay--, que hay clases --o que no las hay--, etc.
Es difícil deslindar en ese artículo --que, sin embargo, es corto-- lo que son premisas de la argumentación de lo que son conclusiones, o reformulaciones de las mismas tesis. Así y todo, un lector atento podrá atribuirle a Carnap los tres siguientes argumentos a favor de su tesis de la dualidad mencionada.
Primer argumento: las cuestiones internas se formulan dentro del marco de un esquema lingüístico que uno haya adoptado; en cambio, las cuestiones externas no pueden formularse en ese marco. Ergo.
Segundo argumento: se pueden invocar consideraciones a favor de la adopción de un marco lingüístico o en contra de ella: razones que tengan en cuenta cuán fecundo, simple y eficaz sea un lenguaje; pero, a diferencia de las consideraciones invocables a favor de una respuesta --positiva o negativa-- a una cuestión interna, esos temas --si el lenguaje de que se trate posee o no las tres cualidades mencionadas-- son de grado, y no cuestiones de «Sí» o «No»; como son de grado, no puede basarse en ellas la respuesta a una pregunta de la forma «¿Es real o no lo es?»
Tercer argumento: a diferencia de las cuestiones internas, las externas no se pueden zanjar nunca ni por experimento ni por cálculo. Por ende, no son cuestiones fácticas, no poseen contenido cognoscitivo. De hecho no son zanjables de ninguna manera, pues las consideraciones invocables a favor de una opción de esa índole son --ya lo hemos visto-- meramente de grado.NOTA 21
Por consiguiente --dícenos Carnap-- las cuestiones externas no se refieren a qué haya o deje de haber, sino a qué lenguaje hayamos de usar. Optaremos por uno que tenga --o no-- constantes o variables de clase, o por uno que tenga --o no-- constantes o variables numéricas, etc, según los tres mencionados criterios (simplicidad, fecundidad y eficacia).
Si bien Carnap no cita frecuentemente a Quine en ese artículo, es obvio que desde el primer momento es Quine el interlocutor o adversario con quien está polemizando (aunque hay que reconocer que no era Quine el único autor al que se le habían pasado por las mientes ideas como aquellas contra las cuales está debatiendo Carnap). En aras de la concordia con su cuasi-discípulo, Carnap, en nota a pie de págª, dice que Quine le ha dado satisfacción, en su correspondencia, en el sentido de que al atribuirle un platonismo no le estaba endilgando la doctrina metafísica de Platón sobre los universales, sino tan sólo la aceptación de un lenguaje matemático que contenga variables de niveles superiores al primero. ¿Sólo? Pero para Quine, según lo hemos visto, eso conlleva un compromiso ontológico. Es difícil saber hasta qué punto Carnap está jugando al malentendido. Sea como fuere, en el texto mismo del artículo, la frase que sigue a la nota aludida es ésta: Esa terminología [la de motejar de platonismo la admisión de variables de tipos abstractos] `conduce a la absurda consecuencia de que quienquiera que acepte el lenguaje de la física con sus variables de números reales ... habría de llamarse platónico, aunque sea un estricto empirista que rechace la metafísica platónica'.
Muy someramente, voy a discutir los tres argumentos de Carnap. ¿Por qué no pueden formularse las cuestiones externas dentro de un marco lingüístico que uno haya adoptado? El propio Carnap reconoce que cabe discutir acerca de la conveniencia o no de adoptar un lenguaje con nombres (u otros designadores) de números, o de clases, o de atributos, o de proposiciones. (Que esa discusión carezca, según él lo sostiene, de contenido fáctico es, naturalmente, otro asunto.) Pues bien, ¿en qué lenguaje se efectúa esa discusión? ¿En uno que ya contenga tales expresiones o en uno que no las contenga? Supone uno que es lo último: el lenguaje usado, L, contendrá expresiones que designen expresiones del «lenguaje-objeto», L', las cuales designarían --de adoptarse tal lenguaje-- a entes «abstractos». Aparentemente en L no se debaten cuestiones ontológicas acerca de esos entes abstractos, sino sólo sobre el uso de variables o constantes de determinados tipos. Pero ése es un artilugio. Carnap mismo dice en el artículo que estoy comentando que, si se acepta una constante, `α', entonces la oración `Existe α' será analíticamente verdadera. Eso no es tan seguro, desde luego; admitir la existencia de la palabra `Homero' no conlleva tan «analíticamente», después de todo, la existencia de Homero (¡cuidado si han discutido al respecto los historiadores y filólogos!). Mas no es ese nuestro asunto entre manos: lo que sí es aquí asunto nuestro es que no cabe escamotear la cuestión ontológica de si existió Homero o no aduciendo que se trata meramente de debatir acerca de la fecundidad y conveniencia de usar, en nuestro lenguaje, la palabra `Homero'. Igualmente no cabe esquivar la cuestión ontológica de si hay clases alegando que tan sólo se está planteando el problema de si vamos a usar o no un lenguaje con expresiones de clase. Decir que vamos a usar un lenguaje en el cual afirmaremos `Hay entes, z, tales que hay entes, x, tales que z abarca a x' es un modo --un poco sinuoso-- de decir que vamos a decir que hay clases [no vacías]; y decir que vamos a decir que hay clases suscita el problema de si lo vamos a decir con verdad o no, y por lo tanto si es verdad o no lo que vamos a decir. El rodeo, el «ascenso lingüístico», tendrá sus virtudes (mayor rigor de planteamiento), mas no ha de servir para ocultar de qué se está tratando.NOTA 22
El escrúpulo de Carnap al respecto parece éste: dentro de un lenguaje con varias categorías sustantivales, incluyendo una categoría de nivel enésimo, será tautológico decir que hay entes de enésimo nivel; fuera de un lenguaje así, será imposible. Ahora bien, Carnap se sigue aferrando a la presunta necesidad de un marco pluricategorial como el de Russell. Justamente el que surjan en él esos problemas de inefabilidad es una excelente razón para optar, frente a tal marco, por uno sin desnivelamientos categoriales. En un marco así, como los que propone Quine, puede haber un predicado que signifique `ser un número', p.ej.; conque, en lugar de que haya variables numéricas de una suerte o categoría especial, de cualquier ente cabrá decir si es o no un número (ello conlleva la ventaja de poder decir verdades como puños; p.ej. la de que César no es un número, o que los números no matan, o muchas otras, que tendrán unas u otras condiciones de pertinencia comunicacional, pero que no por eso dejan de ser verdaderas).NOTA 23
Frente al segundo argumento, hay que recordar simplemente la gran enseñanza quineana del holismo: exactamente el mismo género de consideraciones que cabe invocar a favor o en contra de la adopción de un lenguaje con expresiones numéricas, o de clase, p.ej., cabe asimismo invocar a favor o en contra de la adopción de un lenguaje con expresiones que denoten quarks, átomos, protones, galaxias, planetas, plantas, zigotos, gametos, uvas o ferrocarriles: en cada caso se trata de hacer coherente, simple, elegante, nuestra imagen del mundo, dando cohesión a los datos de la experiencia. De ningún género de entidades tenemos evidencias inconcusas y absolutas; cada aserto, sea existencial o de otra índole, viene justificado, directa o indirectamente, mediante consideraciones así; en unos casos más, en otros menos; e.d., en unos casos la evidencia que abona a favor del aserto está más directamente conectada con la experiencia, o bien con axiomas previamente sentados y que no estemos poniendo en tela de juicio; en otros casos, la argumentación a favor de un aserto habrá de dar más vueltas por más campos, o por terrenos más alejados. Ello no elimina en absoluto la semejanza básica.
En lo tocante a la segunda parte del segundo argumento, hay que señalar que también son de grado las consideraciones alegables a favor o en contra de una hipótesis «empírica»: el que la teoría einsteiniana de la relatividad pueda ofrecer una visión cohesionada y clara del conjunto de los datos que poseemos, y cuán cohesionada y clara sea frente a sus competidoras (tanto las que efectivamente se han propuesto cuanto las que pueden o podrían hacerlo) es asunto de grado donde los haya: no menos, desde luego, que las consideraciones a favor o en contra de la adopción de una teoría con constantes numéricas (definidas o primitivas). (Carnap da muestras de sus prejuicios clasicistas al sentar como dogmas --presupuestos en su argumentación--: 1º) que las cuestiones sobre la realidad o existencia de algo no son cuestiones de grado; 2º) que las cuestiones de «Sí» o «No» no son cuestiones de grado, y viceversa --o sea: si a una pregunta es pertinente responder con un «Sí», o con un «No», no es pertinente responder con un `Bastante', ni con un `Más de lo usual', p.ej. [cuán falso sea eso échase de ver por miles de casos que se le pueden ocurrir al lector]; 3º) que, si una pregunta es de «Sí» o «No», las consideraciones invocables a favor de una respuesta a tal pregunta habrán de ser también sendas respuestas a otras preguntas de «Sí» o «No».
Pasemos al tercer y último argumento: ninguna cuestión, ni las que Carnap llama externas ni las que llama internas, puede zanjarse de manera concluyente ni por experimento ni por cálculo, salvo sobre la base de supuestos que cabe poner siempre en tela de juicio. Similarmente, puede resolverse por experimento o por cálculo una cuestión como la de si hay entes que incumplan un principio como el de tercio excluso o el de no contradicción sobre la base de determinados supuestos que no vengan puestos en tela de juicio. En eso, como en casi todo, las diferencias son de puro grado.
Pondré punto final a este Apartado con un breve comentario sobre la contrarrespuesta de Quine.NOTA 24 Quine indica que Carnap ha mezclado, en su distingo entre cuestiones externas e internas, dos dualidades: la que, según él, se da entre enunciados analíticos y sintéticos, y la que, efectiva y reconocidamente, se da entre: 1º) enunciados de la forma «Hay entes, x, tales que x es así o asá» cuando el predicado «así o asá» se aplica a todos los entes que estén en el campo de variación de la variable `x'; y 2º) enunciados de la misma forma pero en los cuales el predicado se aplica sólo a algunos de esos entes. Los primeros son asertos categoriales, los segundos de sub-clase.NOTA 25 Con toda razón apunta Quine que el distingo presupone la teoría de tipos (o una variante de la misma), mientras que hay sólidos y buenos motivos para preferir, en vez de la teoría de tipos, algo parecido a la teoría de conjuntos de Zermelo, coetánea de la misma.NOTA 26 Y añade que, incluso dentro del pluricategorialismo de la teoría de tipos, se puede, en la práctica, sortear la obligación de desnivelar explotando el procedimiento del propio Russell de usar los signos con ambigüedad tipal sistemática. Una de las ventajas que tiene la propuesta de Quine es que permite discutir si hay o no entes que sean atributos, propiedades, clases, relaciones, etc, mientras que en el marco de la teoría de tipos profesada por Carnap eso ni siquiera tiene sentido: no puede, en efecto, preguntarse, con el mismo verbo `Hay', si hay individuos y clases; ni, una vez admitidas variables de un determinado tipo, cabe, sin incoherencia, decir que no hay entes e ese tipo --en ningún sentido de `hay', ni siquiera en uno peculiar y ad hoc.NOTA 27
§5.-- Conclusiones
Llévame todo lo anterior a la conclusión de que, si bien, al iniciar su propia peregrinación filosófica, Quine no pretendía distanciarse de sus maestros del Círculo de Viena, la enjundia de sus principales argumentaciones fue, desde muy pronto, la de restaurar a la metafísica en sus legítimos derechos.NOTA 28 Y es que, sencillamente, la metafísica es inevitable. Quien dice hacer metafísica puede que no la esté haciendo, mas quien dice que no se puede hacer sí la está haciendo.
En su transcurrir posterior la filosofía analítica ha abrazado con entusiasmo, y con enorme rigor también, la tarea de hacer metafísica. Desde sus orígenes, ciertamente, había cultivado la metafísica. Fue sólo un período de ese movimiento filosófico --la etapa «vienesa», años 30 y 40-- el que estuvo caracterizado por la línea antimetafísica.
Los exégetas de Carnap y de Quine han debatido mucho, estos últimos años, si, y hasta qué punto, las posiciones de Carnap eran, en el fondo, próximas a las de Quine, cuán convincentes eran los argumentos quineanos, cómo han evolucionado en el filosofar posterior del profesor de Harvard, y de qué manera en el reciente desarrollo de ese filosofar Quine ha parecido optar por reducir todavía más, en lo posible, los compromisos existenciales, aun a costa de incrementar los compromisos conceptuales (o «ideológicos», como él los llama en una acepción técnica).NOTA 29 Todos esos temas caen fuera del ámbito del presente artículo y los discutiré en otro lugar. Sea como fuere en cada uno de esos problemas, paréceme que algo queda en pie: Quine no ha hecho fracasar el intento neopositivista porque ese intento estaba fracasado desde sus comienzos. Pero ha revelado --en cierto sentido desde dentro del movimiento-- las principales razones de ese fracaso. Quine ha superado (en el sentido etimológico del verbo) la dizque superación neopositivista de la metafísica.NOTA 30
[NOTA 1]
En lo que sigue todas las citas se hacen según la traducción española, contenida en El positivismo lógico, comp. por A.J. Ayer, trad. de l. Aldama et alii, Editorial Fondo de Cultura, 1965, págªs 66-87.
[NOTA 2]
Una exposición sencilla, clara y, en líneas generales, correcta de los propósitos y el impacto de ese trabajo de Carnap, y de su significación dentro del programa neopositivista, puede hallarse en el libro de Oswald Hanfling Logical Positivism, Blackwell, 1981, págªs2ss.
[NOTA 3]
Loc. cit., págª 72.
[NOTA 4]
George Romanos, en Quine and Analytical Philosophy (The M.I.T. Press - Bradford Books, 1983, págªs 12ss.) hace una atractiva exposición de las relaciones entre los tratamientos de Russell, el reduccionismo sintáctico a que aspiraba Carnap, y el itinerario de Quine, con la ulterior polémica entre ambos.
[NOTA 5]
En su autobiografía intelectual («Intellectual Autobiography», ap. The Philosophy of Rudolf Carnap, comp. por P.A. Schilpp, La Salle [Ill.]: Open Court, 1963, págª 44) señala Carnap con toda razón: `This neutral attitude with respect to different language forms led me later to adopt the principle of tolerance in Logical Syntax'. Así y todo, en esa autobiografía Carnap casi pone sordina a tal principio; y no sólo él, sino que en todo el magnum opus en el que figura ese trabajo no hay ningún artículo consagrado íntegramente a ese principio.
[NOTA 6]
La principal fuente de las consideraciones que siguen es ésta: Burton Dreben, «Quine», ap. Perspectives on Quine, comp. por R.B. Barrett y R.F. Gibson, Blackwell, 1990, págªs 81ss.
[NOTA 7]
Señalé ya la importancia de ese artículo de Quine de 1939 en un trabajo anterior («A vueltas con la indeterminación de la traducción y los enunciados existenciales», apud Lenguajes naturales y lenguajes formales IV.1, compilado por Carlos Martin Vide, Barcelona: Universitat de Barcelona, 1989, pp. 67-96). Ese trabajo está dedicado a la relatividad ontológica y alética a la que es llevado Quine, en su itinerario filosófico posterior, por la tesis de la indeterminación de la traducción. Véase también «Indeterminacy of Translation as a Hermeneutic Doctrine», apud Hermeneutics and the Tradition, compilado por Daniel O. Dahlstrom, Washington: American Catholic Philosophical Association, 1988, pp. 212-24.
[NOTA 8]
Unas puntualizaciones muy claras respecto del papel circunscrito que Quine asigna al ascenso semántico figuran en el §56, y último, de Word and Object, Cambridge (Mass.) The M.I.T. Press, 1960.
[NOTA 9]
Entre los muchos trabajos de diversa envergadura que están dedicados a ese tema, recomiendo este libro: Dale Gottlieb, Ontological Economy: Substitutional quantification and mathematics, Oxford U.P., 1980. Mi propio enfoque, sin embargo, está en las antípodas del sustitucionalismo y el nominalismo de Gottlieb.
[NOTA 10]
Una excelente exposición de los motivos y la significación de esa opción de Quine --en el transfondo de toda la problemática aquí considerada sobre la polémica entre Carnap y Quine y el programa quineano de reducción ontológica-- figura en el libro de Paul Gochet, Quine en perspective, París: Flammarion, 1978, págªs 125ss.
[NOTA 11]
Véanse, más abajo, los párrafos 14º y 18º del §5, donde se ahonda en la significación de esa opción de Quine frente al planteamiento carnapiano.
[NOTA 12]
La impugnación por Quine de la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos ha suscitado una polémica tan intensa que una compilación de los trabajos publicados a ese respecto ocuparía sin duda varios gruesos volúmenes. Naturalmente, en el presente contexto no voy a tomar en consideración sino una pequeñísima parte de los argumentos esgrimidos (aunque tal vez más bien habría que decir: de las versiones publicadas de tales argumentos, pues muy a menudo los argumentos se repiten y dan vueltas, sólo que con variantes o matices). Hállase un útil resumen de esas controversias en el capítulo 4º (págªs 85-101) del libro de Roger Gibson Enlightened Empiricism: An examination of Quine's Theory of Knowledge, University Presses of Florida, 1988. (Véase también al respecto mi reseña de ese libro, en THEORIA, Nº 12-13 [1990], págªs 300-2.) Entre los artículos más famosos en esa polémica --aunque a mi juicio no, desde luego, entre los más profundos-- está el de Grice y Strawson «In Defense of a Dogma» --una crítica de las tesis sostenidas por Quine en su artículo «Two Dogmas of Empiricism», publicado en The Philosophical Review en 1951--, que apareció en la misma revista en 1956; ambos trabajos están reproducidos en la antología Problems in the Philosophy of language, comp. por Th. M. Olshewsky, Nueva York: Holt, Rinehart & Winston, Inc., 1969, págªs 398-430.
[NOTA 13]
Tanto «Truth by Convention» cuanto el artículo que comentaré unas pocas págªs más abajo, «Carnap on Logical Truth» figuran, reproducidos, en la antología de trabajos de Quine The Ways of Paradox and other essays, Harvard University Press, 1976, págªs 77-132.
[NOTA 14]
Una recomendable discusión sobre ese artículo de Quine en el transfondo de la temática quineana del rebasamiento de la dicotomía entre lo analítico y lo sintético figura en el libro de Paul Gochet Ascent to Truth: A Critical Examination of Quine's Philosophy, Munich: Philosophia Verlag, 1986, págªs 25ss.
[NOTA 15]
Podríase intentar --se ha hecho-- devolver verosimilitud al convencionalismo carnapiano mediante la teoría de la convención de David Lewis (ver su libro Convention: A Philosophical Study, Harvard U.P., 1969). La teoría de Lewis hace plausible hablar de convenciones no explicitadas. Pero el problema no está ahí, no está en si puede haber o no convenciones así, sino en que las convenciones no explícitas son menos convenciones que las explícitas. Dentro de un enfoque quineano, casi todas las diferencias son de grado. Y, sobre todo, el problema estriba en que unas convenciones no explícitas carecen del poder explicativo radical que se requeriría para que pudieran ser los pilares de un estatuto epistemológico particular de la lógica y la matemática.
[NOTA 16]
En un reciente artículo («Truth by Convention», Pacific Philosophical Quarterly 71/2 [junio de 1990], págªs 81-102), Jody Azzouni sostiene que Quine llevaba razón en lo tocante a que la verdad de los sistemas matemáticos no es por convención, pero se equivocaba en negar que son convencionales. Ahora bien, Quine expresamente reconoce la convencionalidad de la aceptación de un sistema matemático. así y todo existe una genuina discrepancia entre el enfoque de Quine y el que propone Azzouni: la divergencia se refiere a los sistemas formales que no se integren en la gran teoría científica global sobre el mundo, e.e. a aquellos sistemas que carezcan de aplicaciones; para Quine hay que verlos como sistemas no interpretados, mientras que para Azzouni son verdaderos. Azzouni sostiene que la diferencia entre las ciencias empíricas y las matemáticas es de principio, porque en éstas últimas no se dan presiones causales ni directas ni indirectas. Pero ese argumento depende de que sea cierto que los sistemas sin aplicaciones son verdaderos; a mi juicio esa tesis es muy difícil de admitir sin caer en la posición de Carnap de que su «verdad» es meramente verdad-por-convención. No creo que haya ni una sola razón sana o convincente a favor de esa tesis de Azzouni: no hay más motivo para ver como verdadero a un sistema sin aplicaciones a nuestra visión de lo real que para llamar verdadera a una partida de póquer. sólo que entre las aplicaciones hay que incluir también las metafísicas, e.e. las que lo que mejoran no es nuestro tratamiento de este o aquel terrenito particular, sino el de nuestra concepción del mundo globalmente tomado.
[NOTA 17]
El artículo de Quine «On What There Is», lo mismo que el de Carnap --que en seguida voy a comentar-- «Empiricism, Semantics and Ontology», figura en la antología Semantics and the Philosophy of Language, comp. por Leonard Linsky, Urbana: University of Illinois Press, 1952, págªs 189-206 y 208-28, respectivamente.
[NOTA 18]
From a Logical Point of View, Harvard University Press, 1953. La segunda edición, con algunos cambios interesantes, es de 1961.
[NOTA 19]
La traducción de Manuel Sacristán fue publicada por Ediciones Ariel en 1962 y sigue la primera edición inglesa. El prólogo de Sacristán a esa publicación merece venir considerado como un clásico en la introducción del filosofar analítico en nuestra Patria.
[NOTA 20]
Un exquisito intercambio de pareceres entre los dos autores de ese escrito, Nelson Goodman y Willard Quine, 37 años después, figura en la antología The Philosophy of W.V. Quine, comp. por L.E. Hahn & P.A. Schilpp, La Salle (Ill.): Open Court, 1986, págªs 159-63. Goodman recuerda: `Since «Steps», Quine has somewhat reluctantly adopted the platonist's luxuriant apparatus, while I inch along in stubborn nominalistic austerity'. Y Quine responde: `What I have called nominalism, and do not indeed see my way of maintaining, is what he calls particularism', e.d. reconocer existencia sólo de entes «concretos».
[NOTA 21]
En su respuesta a Quine («Quine on Logical Truth», ap. Schilpp (comp.), The Philosophy of Carnap, op.cit. supra (págªs 915-21), Carnap despliega gran habilidad argumentativa en explotar ciertas debilidades en la refutación que hace Quine de la doctrina neopositivista del carácter lingüístico de la verdad lógica y de la analiticidad. Lo más de señalar es que (ibid., págª 921) a fin de poner a salvo la dicotomía, Carnap distingue ahora entre dos géneros de reajustes del marco lingüístico o conceptual: 1º) un cambio de lenguaje; 2º) la asignación o atribución de verdad a un enunciado previamente indeterminado. Carnap nos dice que los enunciados analíticos son tales únicamente dentro de un lenguaje, y por lo tanto no cabe hablar de que sean preservados --o no-- en el paso de un lenguaje a otro. A lo largo de todo este artículo he respetado la manera de hablar de Carnap, frecuente también en Quine, que hace equivaler la elección de un lenguaje con la de una teoría lógica o lógico-matemática, o al menos con los asertos cuantificacionales generales. (Quine a veces convierte a cualquier cambio de teoría, matemática o no, en un cambio de lenguaje.) Esa identificación es problemática porque se puede cambiar el punto de vista que tenga uno sobre el tercio excluso, p.ej., sin dejar de hablar el mismo idioma. Y se pueden tener variables de clase en un lenguaje en el que se formule una teoría que diga que no hay clases (y variables de individuo aun afirmándose que no hay individuos, que el universo está vacío). Eso será raro, mas es posible. Sin embargo poco importa para lo medular de las argumentaciones básicas del presente trabajo. Lo que no es tan baladí es esa salida de Carnap: por mera y simple definición hace que todo disentir de un enunciado tildado de analítico sea un cambio de lenguaje, y que lo mismo pase con todo asentir a un enunciado cuya negación era tildada de analítica. Así su teoría de la analiticidad no lo comprometería a tener que salvaguardar a cualquier precio las tesis lógicas que uno profese, sino sólo mientras no cambie de lenguaje --y eso cuando el retractarse de alguna de tales tesis sería ya un cambio de lenguaje. Ciertos «filósofos de la ciencia» poscarnapianos han pretendido que cambiar de teoría física es cambiar de lenguaje (y lo han hecho con un sentido que no le da Quine, en el sentido de que los axiomas de una teoría física vienen también a ser analíticos). Puestos a eso, ¿no puedo decir que quienquiera que discrepe en algo del presente artículo no habla castellano?
[NOTA 22]
Algo similar es lo que apunta el lógico-matemático E. W. Beth en su artículo «Carnap on the Advantages of Constructed Systems over Natural Systems in the Philosophy of Science», ap. Schilpp (comp.), The Philosophy of R. Carnap, cit. Supra, págª501: `... in connection with the problem of the method of semantics, a discussion of the acceptance or rejection of certain ontological commitments cannot be restricted, as Logical Syntax suggests, to the question whether a certain phrase «for all properties...» can be formulated in S (or M2); for it remains to be seen whether this phrase «for all properties...» can be interpreted as «for all properties whatsoever,» and, if understood in accordance with strict usage, such an interpretation is impossible without an appeal to certain ontological commitments'. Es interesante ver la respuesta de Carnap (ibid., págª 933). Por un lado concede a Beth que hay un fondo de verdad en sus observaciones sobre los compromisos ontológicos en el sentido de que muchos problemas filosóficos tradicionales son rescatables, después de todo; mas, si Beth está, como parece, pensando en las cuestiones existenciales externas, entonces Carnap se remite a lo que ha dicho al respecto en una parte anterior de sus «Replies». Y ¿qué ha dicho? Esto (págª 871): `I seems to me that external existential sentences do not have cognitive content; therefore, I regard them as pseudo-statements if they claim to be theoretical statements. I think this holds for both the thesis of realism ... and for the thesis of nominalism ...'. Y más abajo (págª 873) Carnap insiste en que `Hay clases de objetos' y `No hay clases de clases de objetos' no son genuinos enunciados sino pseudo-enunciados --salvo si se les da una lectura caritativa que los haga inocuos y banales.
[NOTA 23]
Véase lo dicho cuatro párrafos más abajo, con relación a la respuesta de Quine a Carnap. Véase también supra, nota 11.
[NOTA 24]
«On Carnap's Views on Ontology», 1951, reproducido en The Ways of Paradox, cit. supra [n. 13], págªs 203-11.
[NOTA 25]
Véase, a este respecto, lo ya señalado cuatro párrafos más arriba, con relación al primer argumento de Carnap. Véase también la nota 11, supra.
[NOTA 26]
Véase a este respecto la Sección III de mi libro Rudimentos de lógica matemática, Madrid: Servicio de Publicaciones del CSIC, 1991. Véase también mi artículo «¿Lógica combinatoria o teoría estándar de conjuntos?», Arbor 520 (abril 1989), págªs 33-73.
[NOTA 27]
Si bien --como ya lo he indicado de pasada más arriba-- no habría dificultad en reelaborar la teoría de tipos para permitir la presencia de variables de un cierto tipo tal que fuera un teorema de la teoría en cuestión que no hay entes de ese tipo. La ventaja de un sistema unicategorial es que en él podemos debatir acerca de qué hay y qué no hay, cuáles axiomas existenciales conviene postular y cuáles no, comparando las ventajas y los inconvenientes de afirmar la existencia de entes de tal o de cual clase.
[NOTA 28]
En el más arriba citado artículo «Two Dogmas of Empiricism» señala explícitamente Quine que uno de los efectos del abandono, por él propuesto, de la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos es `a blurring of the supposed boundary between speculative metaphysics and natural science'. Una reelaboración de esa difuminación de límites defendida por Quine figura en mi trabajo «The Boundary between Scientific and Non-Scientific Knowledge», presentado en la Conferencia de SOFIA, Salamanca, junio de 1981 --que fue críticamente, y con interesantes objeciones, comentada por Sebastián Álvarez Toledo desde una perspectiva más «carnapiana» (aunque eso sólo es verdad en lo tocante a establecer una frontera mucho más nítida entre ciencia y filosofía, no en el de rechazar la filosofía «especulativa», cual quería hacerlo Carnap). Como se ve, la polémica Carnap/Quine no puede darse por concluida.
[NOTA 29]
Un par de autores, por lo menos, abogan por una difuminación --a mi juicio confusionista-- de la frontera entre la posición de Carnap y la de Quine. Así, p.ej., Christopher Hookway, en Quine: Language, Experience and Reality (Cambridge: Polity Press, 1988, págª 37) dice: `But `Two Dogmas' does little to show how his position differs from Carnap's considered view -- indeed from reading it one would not gather that Carnap shared Quine's insight about the holistic character of the relations between evidence and theory'. Sin embargo, toda la evidencia textual que consigue desplegar Hookway me parece que no sirve en absoluto para apuntalar esa interpretación que acercaría a Carnap a Quine. Hay multitud de hechos que resultarían inexplicables si fuera correcta la lectura de Hookway, principalmente todo lo dicho por el propio Carnap en «Empiricism, Semantics and Ontology», donde rechaza el holismo de Quine como una rareza casi estrambótica. Por otro lado, las citas que alega de Die logische Syntax der Sprache no muestran de ninguna manera, contrariamente a lo que pretende Hookway (ibid., págª 35) que Carnap esté dispuesto a `responder a observaciones sorprendentes ajustando los principios del marco [lingüístico o conceptual] en aras de una posición más simple y coherente'. ¡No, no!: Lo único que dice Carnap es que, tanto dentro del ámbito de las «reglas» del lenguaje físico cuanto dentro del de lo que él llama las L-reglas (que incluyen las lógico-matemáticas) hay sólo diferencias de grado entre las más firmemente establecidas y las más fácilmente revisables. Pero el género de consideraciones que pueden llevar a revisar una L-regla es totalmente heterogéneo respecto del de las observaciones empíricas. Eso hasta lo reconoce líneas más abajo el propio Hookway: `Indeed, a new observation ... cannot conflict with an analytic proposition'. Otro intérprete que quiere acercar las posiciones de Carnap y de Quine es Richard Creath (véase, p.ej., su artículo «Carnap, Quine, and the Rejection of Intuition», ap. Perspectives on Quine, comp. por R.B. Barrett y R.F. Gibson, Blackwell, 1990, págªs 55-66. Creath afirma: `I think that Carnap's theory of knowledge ... can survive the specific objections that Quine has raised ...' (págª 65); pero lo principal de la lectura de Creath estriba en, explotando la ulterior tesis de Quine de la indeterminación de la traducción, ver a Carnap y a Quine como más cercanos de lo que se suele creer. La equivocación de Creath, a mi juicio, estriba en desestimar, o minusvalorar, la brecha entre ambas posiciones, que persiste incluso cuando, efectivamente, Quine viene en su trayectoria posterior a abrazar un relativismo alético y ontológico: en todas sus etapas, Quine mantiene entre el estatuto epistemológico de las llamadas verdades analíticas y las sintéticas una mera diferencia de grado, sometiéndolas lo mismo a las unas que a las otras a las vicisitudes de su planteamiento holista, con o sin indeterminación traduccional.
[NOTA 30]
Entre los problemas que he tenido que dejar al margen del presente artículo figura una discusión de la concepción de la verdad lógica de Quine, frente a la común entre los adeptos de la dicotomía por Quine rechazada. Hay valiosas argumentaciones al respecto de Nicholas Rescher, Raúl Orayen, Hilary Putnam, Alan Berger, Graham Priest, John Woods y otros autores. Todos ellos (hélas!) impugnan el gradualismo quineano y abogan por una vuelta a un deslinde más radical y más de principio entre lo lógico y lo extralógico. Como un anticipo de mi futura defensa de la posición de Quine en ese asunto véase «Semántica veredictiva y lógica infinivalente», ap. Symposium Quine, comp. por Juan José Acero & Tomás Calvo, Granada: Universidad de Granada, 1985, págªs 251-56.