Lorenzo Peña

Reseña de
QUIDDITIES de W. V. Quine


Contextos
Nº 15-16 (Universidad de León, 1990)
pp. 303-06.
ISSN 0212-6192
W.V. Quine, Quiddities: An Intermittently Philosophical Dictionary. Cambridge (Mass.): The Belknap Press, 1987. Pp. 249.

Quine menciona al diccionario filosófico de Voltaire como una especie de modelo de esta obra, pero --ni que decir tiene-- salvadas las enormes distancias de estilo y temática. Es este libro una colección de notas ordenadas alfabéticamente por títulos, cada uno de un máximo de tres palabras. Notas sobre temas filosóficos en buena parte, pero no todas ellas: algunas versan sobre cuestiones tan heteróclitas como la pronunciación del latín, la longitud y la latitud, los decimales, la extravagancia, la retórica, los fonemas, ... Con tantos diccionarios de diversa laya como están saliendo cada poco a la calle, ¿por qué no iba a ofrecernos uno, muy personal, alguien que merecidamente tiene tantos admiradores en el mundo como es este gran pensador norteamericano?

Y no nos defrauda nada. Vemos en esta fibra el fulgor más destellante de un Quine lleno de curiosidad intelectual, de agudas observaciones. Con las dosis de sistematicidad subyacente características de sus obras más serias y también de tanteos, ajustes ad hoc, compromisos provisionales consigo mismo en espera de una solución mejor. Todo eso que caracteriza a Quine no más, ni menos, que a otros grandes filósofos. Filosóficos o no, los artículos resultan todos muy interesantes para el lector de inclinación filosófica, o por lo menos para uno que comparta preocupaciones como las del reseñante. Muchas de las observaciones de Quine en este libro ciertamente reiteran asertos suyos en obras de más envergadura. Otras, sin embargo, son reveladoras de reajustes en su pensamiento, rectificaciones parciales, dudas, una busca que continúa.

Así, p.ej., la entrada `Belief' nos presenta una concepción mucho más eliminativista de lo mental que la que aparecía en escritos anteriores. Los predicados mentales eran, en otros trabajos, «conceptos» programáticos, en su día (es de esperar) reemplazables a lo mejor por descripciones neurofisiológicas pero, entre tanto, útiles no sólo desde un enfoque conductístico sino desde el de una semántica y una ontología relativistas. No se trataba de creer que p, a secas, sino de creer que p en tal idioma, y con respecto a tal manual de traducción desde ese idioma a aquel en el que se haga la atribución de la creencia en cuestión. Ahora, en cambio, dícesenos (pp. 20-1) que a veces tiene sentido conductual una atribución de creencia, pero que eso es relativo al contexto más que nada (tal contextualismo ha sido --cada vez más-- una salida de Quine para el tratamiento de muchas cuestiones de tipo «intensional», en algún caso con razón y éxito, en otros no tan claramente así). La paradoja del prólogo (el creer cada una de las creencias que uno tiene pero también que algunas de ellas son falsas) es un indicio más de que esa noción de creencia no ha de mantenerse más allá de contextos y usos particulares en los que sea empíricamente comprobable si, sí o no, la persona en cuestión cree esto o aquello, en virtud del poder explicativo de tal atribución de creencias con respecto a las consecuencias observables.

Ahora bien, si eso es así, ¿quiere decirse que el verbo `creer' es lisa y llanamente polisémico, equívoco? No puede ser, ya que Quine nos dice al respecto que beliefs grade off y que el sentido dwindles from case to case and we are at a loss to draw a line. ¿Hay entonces grados de sentido, de tener sentido? Y, ¿por qué trazar una línea? (Esto tiene que ver con los grados, de los cuales hablaré en seguida.) ¿Por qué no contentarse con eso, con que en unos casos tiene más sentido que en otros una atribución de creencia? De ser certera la pauta no poco verificacionista de Quine, en los casos de más testabilidad empírica de [los presumibles enfoques causales de] la creencia, más sentido tiene atribuirla o no; en los casos de menor testabilidad, menos sentido. Ahora bien, igual que en otros terrenos ha prescindido Quine de la dicotomía sentido/sinsentido (p.ej., en el tratamiento de paradojas teorético-conjuntuales) a favor de la en todo caso imprescindible de verdad/falsedad, ¿por qué no aquí también? (Cabe mencionar que en este mismo libro, pp. 191-2, tras denunciar un respeto excesivo de las dizque categorías y un estar dispuesto a tildar de carente de significado a cualquier oración que cruce una linde categorial, apunta a `Ryle and other no-nonsense philosophers', para concluir: `Nothing but vagueness and complexity is lost by declaring it simply and trivially false, rather than meaningless, to say that the breeze was cooler than the reception or vice versa'.) Preferible parece, pues, decir que en ciertos casos se cree más, en otros menos. C‘teris paribus, más cree que p x que z cuando x hace ciertas cosas y z no, o las hace menos. Faltando criterios parciales así, menos razones tenemos para atribuir creencia, o a lo mejor las tenemos para atribuir menor creencia. Porque no es disparatado pensar que aun para los adentros de uno mismo el grado de creencia corra parejo, c‘teris paribus, con el de testabilidad de algún género, con lo que los semánticos del papel conceptual llamarían la función de la creencia en el conjunto de la actividad del creyente, incluida su restante actividad mental. El tan quineano recurso de aducir grados nos permitiría aquí aprovechar mucho de lo que alegan y elaboran los funcionalistas sin abandonar del todo ciertas limitaciones antifuncionalistas, sean de índole «materialista» o verificacionista (como es el caso de Quine) o de otro tipo. Quizá en asuntos muy «abstractos» nadie cree mucho ni en el sí ni en el no (o por lo menos, si no nadie, cabría decir: poca gente, o en «circunstancias normales»). ¿Cuánto cree un filósofo en la verdad de su enfoque o de su sistema? (Nozick llega al punto de que no tiene por qué creer en eso.) ¿No basta aquí un grado de creencia que no sea [en absoluto] mucho menor que el de increencia?

Es más: en su teoría del conocimiento a menudo ha sugerido Quine que un tratamiento naturalista como el que él propone haría mejor en no preocuparse más que de la creencia verdadera. En este mismo libro, en el artículo `Knowledge', pp. 108ss, Quine aparentemente está de acuerdo en que una creencia verdadera puede no ser conocimiento [¿en absoluto?]. Tras sugerir que el conocimiento es una cuestión de grado (sugiere poner la palabra `know' en el mismo plano que `big'), concluye --a mi juicio equivocadamente-- que, no teniendo lugar en la ciencia los términos afectados por esa carencia de fronteras, lo mejor es give up the notion of knowledge. Añade: `Podemos seguir hablando de una creencia como verdad, y también de que sea más firme o, a juicio del creyente, más segura que otra'. Grados, pues, de creencia. Y creencia, en todo caso. Por otro lado, ahí están las aplicaciones científicas de teorías de conjuntos difusos. Ni la medicina prescinde de `sano' ni la geografía de `litoral'.

Eso de la paradoja del prólogo nos lleva al artículo `Paradoxes' precisamente, donde Quine examina varias contradicciones de teoría de conjuntos y teoría semántica, remitiendo a la entrada `Truth'. Y ésta concluye (p. 216) con `una nota sombría, notificando que acaso no esté todo bien en la jerarquía' puesta en pie o imaginada por Tarski: (lenguaje, metalenguaje, metametalenguaje, ...). Citando una buena discusión de Kripke, Quine de un plumazo revela lo mal que resuelve las cosas ese desnivelamiento; cita la propia solución de Kripke, que abandona el principio de tercio excluso; y finaliza, pues, con estas palabras: `Let me say again that all is not well'. (¿Diríamos, con Nicolás Guillén: `Sí bad, sí very bad'?) Si, por consiguiente, está en crisis la noción de verdad, si no hay solución buena, lo que se dice buena, a las paradojas, ¿por qué tratar con desdén a la noción de creencia por encerrar paradojas muy similares y a lo mejor derivadas?

En todo caso el artículo `Excluded Middle' también nos depara cosas interesantes, y discutibles. Quine lo quiere como las niñas de sus ojos (y así quiere a la two-valued logic, embodiment of the law of excluded middle, que es streamlined logic skipped for action: p. 55), pero se percata (p. 56) de cuán serio desafío constituye para tal principio la existencia de lo vago. Sólo que no creo que Quine haya dado del todo en el clavo en este punto. Más que la existencia de lo vago, de términos vagos, efecto de la evolución lingüística, es la existencia de conjuntos difusos, de propiedades que se dan por grados. Y extraña que él, filósofo, si los hay, que recalca la gradualidad de las cosas una y otra vez en múltiples contextos, no haya juzgado oportuno incluir ninguna entrada en este diccionario sobre grados, gradualidad, grading [off], o algo de eso.

Pues bien, el desafío es resoluble: podemos tener tercio excluso más conjuntos difusos (y predicados igualmente difusos o «vagos») sin lógica bivalente. Y es que no corren parejos. Una lógica plurivalente, infinivalente incluso, puede conservar el tercio excluso acudiendo a lo que Quine podría llamar ajustes compensatorios. P.ej., casi todas las lógicas paraconsistentes aceptan todas las versiones del tercio excluso, pagando el precio de no excluir contradicciones o antinomias. (Por la regla de apencamiento, lo que, en cierto grado, es así o asá es así o asá.) Puede que una lógica así no ofrezca tampoco solución perfecta a las paradojas, pero puede que contribuya a mejorar el tratamiento de las mismas, a hacer inofensivas, si no todas las versiones, sí las más comunes y naturales (sin que nos tenga que asustar el que surjan otras paradojas reacias al tratamiento, más rebuscadas: igual que los antibióticos no han acabado radicalmente con los microbios; pero ¿no han sido útiles en la lucha contra ellos?).

Pasa algo molesto, sin embargo. Y es que Quine, el filósofo gradualista, en este libro al menos, parece a la postre comprometido a rechazar los grados. Ese mismo Quine que, no obstante, también en este libro usa con profusión sus consabidas expresiones de ese tenor (`the concept of inflection is less clean-cut than it would at first appear': p. 102; hay un grading off del impulso altruista: p. 5; los quarks serían `more utterly elementary particles' que las que llevan la última denominación: p. 13; hay grados de busca de la verdad: p. 17; hasta se habla de grados de abstractez y de existencia: p. 35; grados de conciliación de varios desiderata en conflicto entre sí: p. 234; y así sucesivamente). Y es que Quine, junto con esa inclinación, ha estado siempre tan propenso al atomismo y al discretismo, que en este libro aparecen más acentuados (vide pp. 12ss, 45ss). La continuidad (p. 48) es nuestra percepción desvaída de lo discreto. Aquí es su adhesión al patrón de la ciencia imperante lo que lleva a nuestro filósofo a endurecer y exacerbar así su propia tendencia atomista; adhesión en particular a las teorías cuánticas reinantes en la física. Si el razonamiento es bueno ¿no valdría más el modus tollens? Con el desbarajuste actual de las teorías físicas admitidas y las dificultades lógicas en las que están empantanadas, lo que falta es audacia para optar por alternativas radicales basadas en un cambio también bastante radical de lógica --aunque a la par conservador. Ese paso Quine no lo ha dado, ni ha recomendado siquiera que se dé. Quizá por aplicar su propia máxima (p. 185) de no querer haber tenido razón, sino sólo tenerla. No, no: una cosa es la tenacidad de los paradigmas establecidos, otra, mucho más encomiable, la de quienes --como Quine en sus mejores momentos, incluso en este libro-- luchan por un cambio de paradigma.

Lorenzo Peña
Instituto de Filosofía del CSIC


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