Estudios Republicanos:
Contribución a la filosofía política y jurídica
por Lorenzo Peña
ISBN: 978-84-96780-53-8
México/Madrid: Mayo de 2009
Plaza y Valdés
Capítulo 1. El valor de la hermandad en el ideario republicano radical
Sumario
§1.-- Las obligaciones del gobernante en virtud del pacto político
La racionalidad práctica, supuestos unos objetivos, infiere una conclusión a partir de una información con arreglo a la cual sean alcanzables tales objetivos por tales medios, no siéndolo en cambio por tales otros medios; de donde se razonará (según cierta lógica) para extraer ciertas conclusiones sobre lo que uno ha de hacer.
Una de las facetas de la racionalidad práctica es la normativa. No puede haber sociedad, ni humana ni no humana, sin normas.NOTA 1 Las sociedades de animales superiores (incluidos los humanos) sólo pueden existir si se coordinan las actividades voluntarias de los individuos obedeciéndose las órdenes de una autoridad.
Las normas son las regulaciones socialmente vigentes sobre qué se puede hacer y qué no se puede hacer. Son los mandatos vigentes de la autoridad. Pero tal aserto ha de ser doblemente matizado.
En primer lugar, porque la primera y (a lo largo de la historia) la principal autoridad --aquella de la cual emanan más regulaciones o normas-- es el propio colectivo al que van destinadas esas regulaciones por la vía de los preceptos consuetudinarios. Éstos no tienen momento de promulgación, ni plasmación en tablas o escritos, ni autor particular definido; el establecimiento de una norma consuetudinaria es indeslindable de su aplicación o ejecución. Cada acto que, en una sociedad cualquiera, efectuamos a tenor de la costumbre establecida --y a la que nos sentimos vinculados-- contribuye a afianzar la costumbre y a hacerla más vinculante, para nosotros y para los demás. No hay frontera precisa en esto. Se promulga anónimamente cumpliendo. Se manda obedeciendo.
En segundo lugar --y aunque en menor medida-- eso se aplica también a los promulgamientos de la autoridad. Ninguna autoridad tiene poder para imponer normas si no es asumiendo como mandato suyo las regulaciones consuetudinarias de los colectivos sobre los que ejerce esa autoridad e imponiendo preceptos que, en líneas generales, sean compatibles con la normativa consuetudinaria.
Los mandatos que choquen contra las regulaciones consuetudinarias se estrellan contra un muro y tienden a quedar inoperantes.
Somos una especie social.NOTA 2 El hombre es un ser natural, como nuestros cercanos parientes el chimpancé y el babuino. Especie social, la naturaleza no nos ha hecho para vivir aislados. La madre naturaleza no nos ha dotado de recursos para ser Robinsones Crusoes. Pereceríamos.
El hombre existe por naturaleza en sociedad y siempre ha existido en sociedad.NOTA 3 No hay diferencia entre sociedad y Estado. Son lo mismo. Una sociedad humana, en la medida en que sea independiente, es un Estado.
Sin un sistema de regulaciones normativas y sin una autoridad que promulgue tales normas no hay sociedad (o, lo que es lo mismo, no hay Estado). Llámese a esa autoridad «gobierno» o no, eso no cambia nada.
Mas no son las sociedades completas (Estados) las únicas que tienen autoridades y regulaciones. Las tiene cualquier colectivo humano mínimamente organizado. Hasta las organizaciones delictivas tienen que atenerse a unas normas, a algunos estatutos, a la autoridad de algunos dirigentes, respaldada por sanciones a los eventuales infractores.
La necesidad de que exista alguna autoridad no determina cómo se implanta ésta. La necesidad de autoridad sólo determina la imposibilidad de que persista la sociedad sin una dirección revestida de poderes de regulación y de sanción. Depende ya de cada sociedad y de cada situación y coyuntura histórica cómo se establezcan las autoridades. A lo largo de la historia --y, por lo que vemos, en la vida social de nuestros próximos parientes, otras especies sociales de mamíferos superiores--, en general es por la violencia. Un individuo, un grupo de individuos, tal vez respaldados por amplios sectores de una clase social (o tal vez no), asaltan el poder, atacando a quienes los han precedido en el ejercicio de ese poder y suplantándolos.
Que tenga que haber una u otra autoridad (que la naturaleza haya hecho que no pueda haber sociedad sin que unos manden y otros obedezcan) no determina, claro está, ninguna necesidad de que en particular sean éstos los que manden y aquellos los que obedezcan. Por eso, en la vida social de los colectivos humanos, como en la de otras especies emparentadas con la nuestra, a menudo ejercen el poder hoy individuos o grupos que estaban sometidos o dominados ayer.
Antes de llegar a serlo, el gobernante ha sido gobernado.NOTA 4 Puede haber accedido al poder o bien guardando las normas del poder que lo ha precedido (habiéndolo recibido así por herencia, elección, cooptación o nombramiento), o bien por haberlo asaltado, o por haberlo recibido de otros que lo asaltaron para él (un distingo un poco artificial, pero que puede tener cierto fundamento en ocasiones). Cuando, por lo menos, no lo ha asaltado (ni se ha beneficiado inmediatamente del asalto de otros), tiene una legitimidad de origen relativa. Sus títulos se retrotraen a los de su predecesor. Pero tiene a su favor un título más del que carecía su predecesor: la transmisión pacífica, consuetudinariamente validada, y en la que puede presumirse la buena fe.
Mas, en cualquier caso, esa legitimidad de origen, grande o pequeña, genuina o espúrea, convincente o dudosa, no es la más significativa. La principal base de legitimidad del gobernante consiste en la observancia de sus obligaciones de tal. Y esas obligaciones estriban, básicamente, en guardar y hacer guardar una avenencia sinalagmática entre gobernantes y gobernados, un pacto político, o modus vivendi, que los une.NOTA 5
En virtud de ese modus vivendi quienquiera que ejerza el poder --ya sea habiéndolo asaltado, ya sea habiéndolo recibido de manos de sus predecesores según las reglas de transmisión vigentes en el momento de la sucesión-- entra con los gobernados en una relación de obligaciones recíprocas (sinalagmática). Oblígase por ese pacto político el gobernante: a velar --mediante sus promulgamientos y su acción de gobierno-- por el bien común de la sociedad y, por lo tanto, el de los individuos que la componen, no imponiendo obligaciones discriminatorias o sacrificios arbitrariamente distribuidos; a respetar las normas consuetudinarias; en suma, a mostrarse a la altura de lo que la generalidad de los gobernados se cree con derecho a exigir y esperar del gobernante. A la vez ese pacto político obliga a los gobernados a acatar al gobernante (por muy usurpador que sea).
La razón de que el gobernado contraiga ese pacto político con el gobernante de turno, sea el que fuere, es que la sociedad tiene que existir y necesita que haya una autoridad; en las condiciones imaginadas --cuando alguien se ha enseñoreado de la supremacía en la sociedad-- no hay alternativa viable, para que haya autoridad, sino que siga ejerciéndola quien de hecho la ostente, cualquiera que sea el título originario de su poder.
Además, aunque uno no sea libre de pertenecer o no a la sociedad, por el mero hecho de ser miembro de ella y de beneficiarse de esa pertenencia (y, por ende, de beneficiarse de la protección, todo lo insuficiente que sea, de la autoridad establecida), contrae una obligación, un compromiso implícito, de no atentar contra la sociedad; obligación que, en las circunstancias imaginadas, se quebrantaría si desacatara uno la autoridad.
Lo anterior no significa que sean indiferentes los modos o procedimientos de acceso al desempeño de las funciones de autoridad. Uno de los deberes del gobernante es respetar la norma consuetudinaria; y una regla consuetudinaria (si es que no se trata de un principio básico de cualquier ordenamiento) es la de que el propio gobernante se abstenga de conculcar los preceptos que él mismo promulga o que mantiene en vigor. En la medida en que se respete esa norma se está en un «Estado de derecho». Los gobiernos arbitrarios, los que no son de derecho, vulneran sus propias reglas.
Ahora bien, una parte de la normativa vigente es la que regula precisamente cómo se accede a las funciones de autoridad. La usurpación es una grave conculcación de esa parte de la normativa vigente. Y, aunque luego el usurpador proceda a abrogar retroactivamente la norma precedente, obviamente lo que no puede es justificar su propia posición de poder desde los procedimientos vigentes y vinculantes a tenor de su propia legalidad. No puede ocultar ni borrar su ilegalidad de origen.
Por otro lado, la evolución de las expectativas sociales, del derecho consuetudinario, va también forzando a que se descarten procedimientos de acceso a funciones de poder tales como la herencia, la cooptación, el sorteo o el nombramiento a dedo. Subsisten, sí; en las monarquías persiste la herencia de sangre; algunos tiranos nombran sucesor (cual sucedió en España en 1969). Pero esos métodos tienden, en nuestro tiempo, a ser paulatinamente reemplazados por métodos republicanos: la elección o la selección profesional (caso, éste último, del poder judicial).NOTA 6
El resultado no es lo que se proclama. Se proclama «democrático» y en el fondo lo es sólo en pequeña medida. En las sociedades en las que persiste un voluminoso sector capitalista de la economía, quienes manejan los hilos del poder, quienes, bajo cuerda, hacen y deshacen gobiernos son los círculos de los más ricos.
Democracia sería poder del pueblo, y no es eso lo que se da.NOTA 7 Hasta, en estricto rigor, tal vez ni siquiera pueda darse democracia en el pleno y puro sentido de la palabra, porque significaría que los mismos fueran gobernantes y gobernados.
La democracia que se da hoy, en general, es la llamada «democracia representativa». Sería menos incorrecto llamar a ese sistema uno de elección popular. En general al pueblo, a los gobernados, no se le deja intervenir para nada en los asuntos de gobierno, salvo a la hora de emitir un sufragio. Sufragio que es un cheque en blanco. Los elegidos no se responsabilizan de nada. O, mejor dicho, no contraen, en virtud de los procedimientos del sistema democrático-representativo, responsabilidad alguna para con sus electores.NOTA 8
Pero cualquier gobernante --sea cual fuere el procedimiento, justo o injusto, de su acceso al poder-- contrae con los gobernados el ya mencionado pacto político o modus vivendi. Respetarlo es lo que determina principalmente su grado de legitimidad. El origen no es lo que más importa. El gobernante que se atenga al pacto será, pues, legítimo; o sea poseerá genuina autoridad en la medida precisamente en que cumpla sus obligaciones dimanantes del pacto político.
Pero el pacto político es precario y endeble. Son, desde luego, difusos los límites de las obligaciones, y está sujeta a apreciaciones subjetivas la determinación de en qué medida se respeten o no. En la medida en que incumpla el pacto político una de las partes, la otra empieza a estar justificada para no sentirse ligada. Cuando el gobernante atenta gravemente contra el bien común, vulnera grave y reiteradamente las normas consuetudinarias, impone sacrificios arbitrarios y privilegia a unos a expensas de otros, entonces, cuanto más se comporte así, más justificados están los gobernados para la desobediencia, la conjuración e incluso la rebeldía.
Además, en cualquier caso, el gobernado no está obligado a atenerse a ese pacto político más que en la medida en que la autoridad tenga efectivamente poder para establecer el orden. Si le surgen competidores que desafían su supremacía, con serias posibilidades de derrocarlo o desplazarlo, entonces, y en esa medida, el subordinado cesa de estar vinculado por ese compromiso de obediencia con el gobernante.NOTA 9
Todo eso es cuestión de grado. Cuanto mayor sea el grado en que el gobernante haya accedido a su supremacía asaltando violentamente el poder o tomándolo por astucia o engaño, más exiguo es su derecho a exigir acatamiento del gobernado, y más dependiente la validez de sus pretensiones de mando de que al menos cumpla el pacto político. En la medida en que el gobernante incumpla el pacto político, pasa el gobernado a adquirir (en mayor o en menor medida, según las circunstancias) un derecho de desacato e incluso de insurrección o revolución violenta.
Varía, por otro lado, con la evolución histórica, cuán vinculantes sean unas u otras normas consuetudinarias y, por supuesto, cuáles sean éstas en cada situación histórica. Cambian las costumbres. Y a menudo entran en contradicción unas con otras. A veces está arraigando una nueva costumbre, o al menos la costumbre de no contentarse con ciertas prácticas, por muy tradicionales que sean.
Así, p.ej., cuando cambia la mentalidad social en temas relevantes, las expectativas de aquellos grupos de la sociedad que mejor reflejan el cambio de mentalidades y el espíritu de los tiempos entran en conflicto con una serie de prácticas ancestrales, consagradas por el uso. En tales períodos de cambio de opinión pública, una serie de prácticas sólidamente implantadas van dejando de valer como regla consuetudinaria. Y, en esos casos, la legitimidad del gobernante estribará en ajustar sus mandamientos, no a las viejas prácticas que están siendo desacreditadas, sino a las expectativas que consuetudinariamente están comenzando a arraigar en la sociedad de unas prácticas nuevas.
A esa dinámica responden las grandes transformaciones sociales súbitas como la abolición de la esclavitud, de la servidumbre y de los privilegios feudales (medidas de la Revolución francesa tomadas, las tres, en el corto lapso 1789-1793), o las medidas revolucionarias llevadas a cabo en Rusia en 1917-18 (nacionalización de la tierra, confiscación de todas las grandes fortunas, estatalización de los medios de producción esenciales).
Pero a veces la transformación no es tan revolucionaria y repentina como pueda parecer a primera vista. A menudo vino precedida de una cierta evolución de reformas parciales e inaugura un dilatado período de superación de las prácticas nominalmente abolidas, prácticas que de hecho se conservan en parte, en la vida real, durante un tiempo más o menos prolongado, aunque sea sufriendo una erosión o un desgaste paulatino por carecer ya del respaldo legal.
§2.-- Sociedad civil y Estado
Hay principios sin los cuales no es posible ningún sistema normativo, ni bueno ni malo. En la medida en que se descarten o socaven tales principios, deja de haber regulación normativa y, por lo tanto, tienen que desaparecer la sociedad o el colectivo. Se podrán conculcar o desestimar esos principios, mas no se pueden abandonar nunca del todo sin destruir la estructura del sistema normativo y, con ella, la cohesión social.Uno de esos principios básicos (de derecho natural) es el principio de libertad o de no-coacción (principio de respeto a los derechos ajenos): está prohibido impedir lo que sea lícito.
Naturalmente hay muchos grados de conformidad y de disconformidad con ese principio, y muy a menudo viene violado por las mismas autoridades. Sin embargo, la sociedad sólo tiene estabilidad --y la propia autoridad sólo recibe reconocimiento y acatamiento-- en tanto en cuanto se respete y se haga respetar ese principio.
Pierde el detentador del poder legitimidad --derecho a ser obedecido-- cuando, habiendo otorgado permiso para obrar de cierto modo, coacciona luego a quienes le están sometidos para que no obren de ese modo, o consiente que otros lo hagan. En cada colectivo (humano o no) tiene que haber un margen de lo que le es dado hacer al individuo, margen que esté protegido de interferencias ajenas, incluso las de la misma autoridad.
Otro de esos principios es el del bien común: cada uno (incluyendo la propia autoridad) tiene la obligación de contribuir al bien común (el bien común de la sociedad o del colectivo de que se trate).
Hay, desde luego, concepciones divergentes del bien común. Y es una noción en buena medida indeterminada, como casi todas las que tienen significatividad para la vida colectiva y la racionalidad práctica social.
El bien común no puede ser nunca el de unos particulares a expensas de otros. Ni el de una entidad colectiva que tuviera una finalidad propia divorciada de las finalidades de los individuos. El bien común es el bienestar de la sociedad, y por lo tanto acarrea el bien particular de cada individuo en la medida de lo posible, y salvando tan sólo los sacrificios que sean necesarios y que se distribuyan sin arbitrariedad.
Mas la noción de bien común evoluciona. Suele pensarse que la concepción tradicional o clásica del bien común es la del mantenimiento del orden público y de la paz social, así como la defensa del territorio frente a Estados extranjeros. Esa visión es sin duda la autoimagen del Estado liberal decimonónico. Obedecía a la concepción básica del individualismo (y hoy del neoliberalismo), la cual distingue lo que llama «sociedad civil» de lo que llama «Estado». La sociedad civil serían los individuos uno por uno, dispersos, o agrupados en asociaciones privadas; el Estado sería la sociedad organizada políticamente. Ésta se limitaría a esas funciones de milicia y policía y dejaría todo lo demás, la vida real, a la libre y privada iniciativa de los individuos, o sea de la «sociedad civil».
Por diferentes motivos esa noción de «sociedad civil», heredada, desde sus precedentes en el siglo XVII (Grocio) hasta la economía política individualista (Adam Smith etc) --y, por razones en parte diversas, Hegel y Marx--, ha alimentado todas esas tesis del individualismo y del neoliberalismo.
En primer lugar, es falsa esa dicotomía. No hay dos entes: uno, la sociedad desorganizada, atomizada, la mera suma o serie de los individuos o de las asociaciones privadas, y otro la propia sociedad políticamente organizada (el Estado). Hay ahí un solo ente colectivo: la sociedad, políticamente organizada, o sea el Estado, la cosa pública.
Similarmente, si consideramos una comunidad vecinal, no hay dos entes: uno la comunidad como tal, dotada de una organización y unos órganos directivos, y otro la «sociedad civil comunitaria» o serie de los individuos dispersos. Lo único que hay es la comunidad más sus miembros, no ese absurdo tercero en discordia que sería un cúmulo desorganizado.
En segundo lugar --y en parte por eso-- nunca el Estado se ha limitado a esas funciones. Es imposible. Tenemos hoy documentos sobre la legislación en Mesopotamia de hace 44 siglos y sabemos que ya entonces (y desde luego también en el siglo XIX) el poder público tenía que rebasar esos angostos límites en dos sentidos.
El primer sentido en el cual el Estado ha rebasado siempre los límites marcados por la ideología individualista es al asumir prestaciones de servicio público. ¿Puede haber una sociedad sin caminos, sin vías públicas, sin espacio público? Sólo eso impone ya unas enormes prestaciones, una regulación de expropiaciones, servidumbres, cargas, unos cuantiosos fondos para afrontar tales gastos.
Y a eso se suma en el siglo XIX la construcción de ferrocarriles, adjudicada por concesión a compañías privadas, pero que, por ese régimen de concesión, ya actúan como agentes del propio Estado y bajo su dirección.
Lo que sí es verdad es que, aunque nunca el Estado limitó las prestaciones de su servicio público a ese mínimo (las vías públicas), aunque ya en la antigua Mesopotamia era sólo el Estado el que asumía otras obras públicas de envergadura (como los regadíos), en nuestro siglo se ha ido incrementando más y más el volumen de lo que tiene que asumir el Estado: obras hidráulicas, puertos y aeropuertos, servicios postales, educativos, sanitarios, instalaciones de ocio y recreo, mercados, servicios de distribución básicos (agua, luz, gas etc). De nuevo, aun bajo las privatizaciones neoliberales, tiene que ser el sector público el que asuma eso, porque el sector privado, cuando se apodera de parte de esos bienes públicos, es como concesión, para llevarse ganancias y, en general, no asumir (todos) los gastos, que siguen en buena medida corriendo a cargo del Estado, o sea de la sociedad.
El segundo sentido en que siempre ha rebasado el Estado los límites que quisieron marcarle los ideólogos individualistas es interviniendo en los asuntos de los particulares, regulando contratos, compraventas, donaciones, testamentos, relaciones familiares, vínculos laborales.NOTA 10
No puede el Estado desentenderse y dejar todo eso al albur de las voluntades de los ciudadanos, porque no puede haber tales relaciones sin un marco que determine qué se puede y qué no se puede contratar o acordar, qué cláusulas son válidas y cuáles no; y además no son posibles los contratos si el Estado no interviene para hacerlos guardar o, alternativa y supletoriamente, para obligar al eventual infractor del contrato a compensar a la otra parte. Pero, al establecer una reglamentación, el Estado toma partido. Favorece unos intereses u otros, al prestador o al deudor, al asalariado o al patrono, al cónyuge en posición de fuerza o al que está en posición de debilidad; etc.
El anarquismo fue un fruto de la ideología liberal-individualista. Partía de esa dicotomía del pensamiento individualista entre sociedad civil y Estado y veía a éste como la organización de la violencia: policía, cárceles, milicia. Y quiso suprimir eso, ese parásito, para que sólo quedara la «sociedad civil», o sea los particulares tomados uno por uno --o agrupados tal vez en sindicatos, cooperativas de producción autogestionadas etc. ¿Cómo se regularían las relaciones entre esas asociaciones privadas? Si son varias, tendrán relaciones entre sí, y habrá de haber una normativa que regule tales relaciones o contrataciones, que prescriba esto, prohíba aquello, y eventualmente intervenga. (A menos que se piense que ya se las arreglarán los individuos y los grupos unos con otros, por las buenas o por las malas.) Si, por el contrario, se piensa en una asociación de todos, habrá de ser obligada la pertenencia a la misma, y en ese caso será lo mismo que el Estado supuestamente abolido.
Si todo lo que quiere decir el anarquismo es que esa sociedad organizada y dotada de una autoridad central estará exenta de violencia porque todos observarán espontáneamente las normas (haciendo así inútiles y superfluas las cárceles, la policía y hasta las leyes penales), eso, claro, es predecir una conducta humana de color de rosa, predicción que no se basa en ninguna inducción, en ninguna experiencia ni de la sociedad humana ni de las sociedades de nuestros parientes cercanos de otras especies de mamíferos. La predicción es, a buen seguro, falsa. No es que sea simplemente utópica. Utópico puede ser un proyecto realizable en sus grandes líneas aunque hoy por hoy no realizado en parte alguna. No, la predicción anarquista tiene todos los visos de ser, lisa y llanamente, irrealizable e incompatible con la naturaleza humana.
§3.-- Hacia la República fraternal sin propiedad privada
Así pues, nunca se ha limitado la concepción vigente del bien común a lo que imaginan el liberal-individualismo y el anarquismo. Pero sí han ido cambiando las expectativas arraigadas en la sociedad de qué sea el bien común. Y hoy nuestra concepción del bien común es mucho más fuerte que en otros tiempos. Hoy exigimos que todos los miembros de la sociedad participen de los bienes que produce la propia sociedad.NOTA 11Hasta donde alcanza la actual conciencia social, eso sólo llega a proclamar los derechos sociales: derecho a una vivienda; derecho a recibir información veraz; derecho al descanso; derecho a la educación y la cultura; derecho al cuidado a la salud; derecho a un empleo (o sea una colocación que cumpla una doble función: desde su desempeño, el empleado puede hacer su propia contribución al bien común; y, como retribución por ella, recibe bienes para asegurar y mejorar su nivel de vida); etc.
La conciencia social de nuestros días todavía no ha dado un paso ulterior: el de exigir que la participación en el bien común se regule como (idealmente) entre hermanos, sin privilegio alguno, o sea igualitariamente; e.d. que no sólo se satisfagan (en la medida de los recursos sociales) esas demandas básicas, sino que el excedente se reparta equitativamente en función de las necesidades de cada quien.
Un paso en esa dirección lleva a sujetar la propiedad privada a una servidumbre preceptiva de fraterna solidaridad, o sea al fraternalismo. El bien común, si se concibe con espesor, conlleva el fraternalismo.
El fraternalismo no significa forzosamente la ausencia de propiedad privada --o sea que todo sea colectivamente de todos--, mas sí que la propiedad, de existir, esté gravada con una servidumbre legal de beneficio a la gran hermandad que es la sociedad en su conjunto; y que lo esté cada vez más.NOTA 12 Con lo cual a la postre la propiedad se convierte en una pura y huera denominación; y el último paso, la realización del fraternalismo, es la abolición de la propiedad.
Mas la propiedad no es una relación simple. El derecho de propiedad es, en realidad, un cúmulo de derechos separables. En la sociedad capitalista o de economía de mercado --igual que en las sociedades con clases privilegiadas que la precedieron-- las relaciones de propiedad eran múltiples, no siempre coincidentes, y desde luego graduables y graduadas. (En nuestra sociedad actual, post-capitalista, la propiedad privada es residual y, desde luego, legalmente afectada por gravámenes en beneficio público.)
La abolición de la propiedad privada no sería, así, el reemplazo del todo por la nada. Ni en la sociedad actual --que profesa nominalmente ser de propiedad privada-- se da tal todo, ni su supresión acarrearía una nada de tenencia particular y privativa de cosas. En cualquier caso, el fraternalismo no reclama esa supresión, sino una intensificación paulatina de tales gravámenes, para que la propiedad privada, sin desparecer de golpe, vaya estando cada vez más subordinada al desempeño de una función social, de una aportación al bien común de la sociedad.
En primer lugar, ya en la actual sociedad la normativa consuetudinaria y hasta la legal han ido evolucionando, de suerte que hoy someten los derechos de propiedad a restricciones sustanciales (al menos en teoría): la propiedad ha de estar subordinada a una función social, ha de usarse y disfrutarse sin abusar; y siempre dando a los bienes poseídos, en la medida de lo posible y de lo socialmente deseable, un uso provechoso para el bien común. Naturalmente en la práctica las autoridades no hacen respetar esas obligaciones más que en una medida bastante insuficente. Mas está dado un gran paso al haberse reconocido tales obligaciones sobre el papel; y al haberse empezado a exigir la observancia de esos deberes.NOTA 13
En segundo lugar, aun en las hermandades que lo tienen todo en común hay distribución del uso, estando protegidos por la normativa que regula la vida de esa hermandad los derechos de uso dimanantes de tal distribución. Así, en el seno de una familia que tenga todos sus bienes como patrimonio familiar colectivo, se adjudica a cada miembro de la familia el uso y el consumo de tal parte de la comida, de tal habitación, de tal prenda de vestir, habiendo una norma consuetudinaria --sin la cual no perviviría el grupo familiar-- de respetar y proteger el reparto --equitativo o no, ése es otro asunto--, una vez decidido; de modo que no se permita a un miembro de la familia arrebatarle a otro su trozo de pan o su camisa. Mas tales derechos individuales son limitados y --salvo con relación a los bienes consumibles-- esencialmente reversibles si hay razones (de bien común) que lo determinen.
Es, pues, infundado alegar que el fraternalismo, llevado a sus últimas consecuencias, establecería una sociedad en la que un colectivo asfixiante dejaría sin nada al individuo, o que lo individual se sacrificaría a lo general, lo privado a lo público, o que nadie tendría nada y, por lo tanto, habría una situación de pobreza total. Y es que no. Aunque ese principio de hermandad se llevara hasta la supresión de la propiedad privada, todos lo tendrían todo colectivamente --lo que es tener, o sea en propiedad. Mas esa propiedad común también sería un título limitado, que coexistiría con el derecho de uso y disfrute particular y privado de cada individuo sobre la porción de bienes que, según criterios de equidad, se decidiera colectivamente asignarle; eso sí, tales derechos de uso y disfrute también tendrían (como siempre tienen, en cualquier sociedad) sus límites; serían derechos esencialmente revocables por razones objetivamente válidas (no por capricho ni para favorecer a otros).
Es tan alto el grado de racionalidad de esta solución fraternalista que uno puede asombrarse de que tenga todavía tan mala prensa y de que no hayan prosperado los intentos de organización de la vida social en un sentido orientado hacia una estructura así y que han comportado la puesta en práctica de tales principios (aunque fuera deficiente, con errores, con desviaciones).
Una de las causas es que existen sectores privilegiados que tienen interés en que no se quiera una sociedad así, y por ello han logrado desprestigiar y desacreditar, primero, y derrotar, después, los intentos orientados hacia una República fraternal.
Pero eso tiene límites. Hay un efecto de desgaste y de erosión, en todas las cosas humanas y no humanas. Torres más altas han caído. Fortalezas inexpugnables han sido minadas o asaltadas.
No es omnipotente el enorme poder del dinero, que compra, corrompe, hace y deshace voluntades y opiniones, y que maneja a sus anchas a la opinión pública, la cual --por difícil que resulte verlo a simple vista-- poco a poco se trasforma en un sentido que, a largo plazo, no puede ya seguir siendo dictado por los acaudalados.
Evoluciona la conciencia social. Poco a poco se van insinuando, por entre los poros y resquicios de la conciencia colectiva, las ansias de equidad, la exigencia fraternal --por más torrentes de tinta que se vuelquen para tratar de desacreditarla, por más acusaciones desmesuradas que se lancen contra las experiencias que buscaron acercar el establecimiento de una República fraterna. Y esas ansias acabarán prevaleciendo y deslegitimando un poder que mantenga la propiedad privada y la economía de mercado.
Cómo tendrá lugar entonces la transición a esa nueva República eso no lo sé ni lo sabe nadie. Sea como fuere, sabemos que tendrá lugar. Antes o después.
No lo digo como profecía. Lo digo basado estrictamente en la inducción. Son enormes las razones objetivamente válidas para preferir el fraternalismo, incluso llevado a su última consecuencia (la abolición de la propiedad privada); frente a ellas resultan escuálidas y feas cualesquiera motivaciones que militen a favor del sistema de propiedad privada. Siendo ello así, basta con el nivel de exigencia ya actualizado en la conciencia social --que hoy no llega a la plena exigencia fraternal, sino que se limita a la reclamación de los derechos positivos--, cuando el sistema vigente entra en conflicto con la satisfacción de tales reclamaciones; basta eso para estimular --por la vía a la que he aludido varias veces, el desgaste o la erosión-- un paulatino descrédito de las ideas que apuntalan la vigente estructura social.
Con relación a la conciencia de la necesidad del fraternalismo no estamos hoy peor de como estaban a fines del siglo XVIII los adversarios de la esclavitud. Entonces eran apenas un insignificante puñado de bellas almas. Aparentemente sólo podían soñar una lejanísima abolición. Sin embargo, pocas generaciones después ningún país que se preciara de ser civilizado mantenía ese régimen de opresión, al menos oficialmente.NOTA 14
Podrían ponerse muchos otros ejemplos. P.ej., la abolición de la supremacía masculina (de la que, no cabe duda, persisten muchos restos, pero que legalmente casi ha dejado de existir en un siglo de reformas, habiendo dado ese proceso sus pasos decisivos entre 1880 y 1931).NOTA 15
Podrá alegarse que esos cambios han interesado a los sectores pudientes y, por lo tanto, no han sido provocados por la evolución de la opinión pública (o que ésta fue a su vez causada por los intereses de la nueva clase dominante). No voy a discutir esa tesis aquí (mas sí a manifestar que soy sumamente escéptico respecto de tales asertos y me inclino a pensar que son lisa y llanamente falsos). Si de eso se quiere sacar la conclusión de que no hay base inductiva para predecir que las ideas fraternalistas van igualmente a granjearse el favor de la opinión pública en el transcurso de unas cuantas generaciones, entonces respondo que, desde luego, ninguna base inductiva tiene valor absoluto; porque en una inducción se parte de experiencias de casos particulares, generalizándose a casos futuros, sin que concurra nunca identidad total (concurriendo una presumible mismidad de circunstancias o condiciones relevantes, sin poder demostrar, empero, que sean exactamente ésas y no otras las relevantes). Conque cualquier inducción tiene probablemente su tantico de conjetura. Es imposible demostrar, lo que es demostrar, que sea válido un razonamiento inductivo.
Mas, dentro de lo relativo que es, la experiencia histórica hace infinitamente probable nuestra actual inducción, nuestra conclusión de que, no tardando mucho (unos pocos centenares de años) resultará intolerable la pervivencia de las injustas instituciones de la economía mercantil y que la única normativa que entonces se reputará conforme con las expectativas consuetudinarias de la época será la que proceda a abolir la propiedad privada y a establecer un sistema fraternalista.
Pero estos asertos no los hago dogmáticamente. Hay base inductiva para formularlos. Están basados en argumentos. Pero nuestros argumentos son falibles. Puedo estar equivocado. Los presento a título de verdades abiertas; tesis sujetas a rectificación y que rectificaré si se me brindan buenos argumentos para hacerlo.
Al igual que no son neutrales las predicciones resultantes de sondeos electorales --por pulcramente hechos que estén--, sino que inciden en el propio fenómeno social que estudian,NOTA 16 las consideraciones que preceden constituyen un factor adicional que propicia el paulatino advenimiento de una nueva cultura, la de un republicanismo consecuentemente fraternalista.NOTA 17
§4.-- Hermandad, fraternidad, solidaridad
La hermandad es el valor central en este ideario republicano. Derívase de ella, como un corolario, el de la solidaridad. Sin embargo, para muchos autores es preferible prescindir de la hermandad o fraternidad para postular directamente la solidaridad, por su carácter más práctico, o más pragmático, más concreto, más a ras del suelo, menos altisonante o menos sentimental.NOTA 18 La solidaridad es un concepto que la sociología y la política legislativa en materia social han tomado de dos fuentes: el derecho privado --ante todo el mercantil-- y la biología.En el derecho privado, una obligación solidaria es aquella tal que a cualquiera de los obligados puede exigirles el beneficiario la plena observancia de la obligación. El caso típico es la deuda solidaria, en la cual el acreedor puede volverse contra uno u otro de los solidariamente deudores (o avalistas), cada uno de los cuales tiene que pagar la deuda íntegra si el acreedor lo exige (reservándose, luego, repetir de los demás deudores solidarios). A diferencia de la deuda solidaria, la mancomunada es aquella en la que se supone que los deudores van a actuar en mancomún, y así pagar a escote o por cotización; por consiguiente el acreedor sólo puede exigir separadamente de cada deudor la cuota que le corresponda.
La solidaridad de la obligación implica que cada uno responde por sí y por los demás socios (co-deudores). En principio esa solidaridad puede no acarrear ningún sentimiento de compañía o de benevolencia mutua entre los así solidarizados. La razón por la cual dos o más asumen esa deuda solidaria puede ser de puro egoísmo de cada uno, como consecuencia de una exigencia del acreedor. En todo caso, normalmente nadie se comprometerá libremente a ser deudor solidario más que si en ello va su propio interés o si lo vinculan a los otros deudores lazos afectivos, que podemos centrar en un vínculo de hermandad.
En el campo de la biología el solidarismo es una de las variantes de la simbiosis o colaboración de especies diferentes, en la cual la suerte de cada ser vivo asociado va ligada a la del otro.
Esa doble fuente marca también una connotación del valor de la solidaridad que lo aparta de la que acarrea la palabra «hermano» y sus emparentadas.
Cuatro son las razones que se han esgrimido para preferir atenerse al valor de la solidaridad en lugar del de la hermandad.
(1ª) La primera razón es la de basar la solidaridad en el pacto social (presuntamente el único fundamento racional de la convivencia social). Para que haya solidaridad, para que exista un deber de comportarse solidariamente unos con otros, bastaría que hubiera pacto, sin requerirse ningún vínculo natural o afectivo en que vendría a estribar la hermandad.
(2ª) La segunda razón contra la hermandad o fraternidad es un rechazo a lo natural a favor de lo artificial. Toda una amplísima familia de escuelas filosóficas ve con recelo cuanto en el hombre venga de la naturaleza, del cómo-son-las-cosas, considerando que el ser natural de las cosas carece de valor (una veces es beneficioso, otras perjudicial, según para quién), mientras que lo que da valor es el acto de voluntad, la decisión. Luego carecerá de valor la hermandad, el hecho real o presunto de que los hombres estemos ligados por un lazo de sangre o que estemos hermanados por una co-pertenencia familiar extendida, o algo así. Lo que tendrá valor será la solidaridad como un compromiso de los individuos de ser todos para cada uno y cada uno para todos, un compromiso basado en motivos de interés o de benevolencia, mas no en una común filiación.
(3ª) La tercera razón es que se quiere rehuir el eco sentimental y vaporoso, quizá declamatorio, de la hermandad o fraternidad. En particular, ese afecto fraterno ¿a quiénes estaría vinculando? ¿A todos los seres humanos? La solidaridad, más fría, menos entusiástica, liga a quienes adquieran un compromiso de solidaridad; podrá ser toda la especie humana llegado el caso, pero en principio son quienes suscriban algún género de contrato o cuasi-contrato.
(4ª) La cuarta y última razón es que se teme a la hermandad por sus efectos invasores, envolventes, desmesurados, que amenazarían la privacidad del individuo, empujándonos a una comunión que podría llegar a ser agobiante (como esas familias demasiado bien avenidas en las que el individuo acaba sintiéndose ahogado); por el contrario la solidaridad parece más circunscribible. Cuando un banco y una compañía financiera son avalistas solidarios de una deuda frente a un acreedor, la obligación del banco para con la compañía se limita al pago de esa deuda. De manera general las obligaciones solidarias están demarcadas por el compromiso suscrito. En cambio, es de temer que una invocación de algo tan abarcador como un lazo de hermandad o fraternidad se extienda a todos los ámbitos de la vida, erosionando nuestra esfera privada y hasta nuestro interés individual.
Voy a refutar esas cuatro razones. Frente a la 1ª, sostengo que, en lugar de basar la solidaridad en el pacto social, hay que basar el pacto (si es que éste tiene sentido) en la solidaridad o en su fundamento, la hermandad.NOTA 19
Cualesquiera arreglos o avenencias a que llegan muchos seres humanos para una convivencia presuponen --según la acertada tesis de Giner de los Ríos-- un hecho jurídico que es el estar colaborando ya para alguna tarea.NOTA 20 Lo que posibilita esa colaboración y a la vez la promueve es el vínculo de hermandad: esos seres humanos ya venían conviviendo en una comunidad asentada en un territorio.NOTA 21
Así, lo que precede a los pactos es la situación real de estar en un territorio compartido y hallarse objetivamente en necesidad de colaboración, en similitud frente a las dificultades y en una unión de parentesco que, antes o después, acaba produciéndose.NOTA 22
Caído el pacto como legitimador de la convivencia, cae con él el rasgo distintivo de la solidaridad frente a la fraternidad.
Frente a la 2ª razón niego que haya que rechazar la naturaleza como fundamento de la vida y la convivencia. Si rechazamos la naturaleza, nada servirá como criterio para deslindar las convivencias buenas de las malas, las que emanan del fondo de la vida humana de las que son producto del antojo o de la fantasía (y por lo tanto condenadas al fracaso).
Hay dos naturalezas: la naturaleza natural y la naturaleza cultural. La cultura tiene su propia naturaleza, que viene dada por aquellos componentes de la actividad colectiva que son menos producto del artificio y del arbitrio subjetivo, para oponer a cualquier intento voluntarista que les haga violencia la resistencia característica de lo natural: su peso y su volumen, su profundidad duradera, su inercia. Son obra cultural, sí, pero de siglos o de milenios de evolución, hondamente sedimentada en los hábitos de una gran masa de millones de seres humanos y que sólo sufren grandes mutaciones con el paso de varias generaciones. Son los hechos del nacimiento, de la nación (lengua, tradición, creencias populares, valores).
Esas dos naturalezas, la natural y la cultural, condicionan las decisiones humanas, que alcanzan su sentido en la medida en que responden a exigencias de la naturaleza (la una o la otra o ambas), aunque sea para transformar --sabia y paulatinamente-- algunas de ellas, siempre con ajuste al plan de conjunto que nos marcan las naturalezas.
Frente a la 3ª razón, sostengo que no hay nada malo en la sentimentalidad o afectividad que connota la idea de hermandad o la de fraternidad.NOTA 23 Justamente una ventaja del valor de la hermandad es el de entrañar un lazo de amor fraterno y, por lo tanto, el valor del amor, que parece ausente de la solidaridad.
Por último, frente a la 4ª razón, el antídoto a esa pervertida hermandad demasiado envolvente o invasora de nuestra privacidad es más hermandad, más amor fraterno, que nos hace amar a los otros lo suficiente para respetarlos y para no traspasar el umbral de su intimidad, igual que no queremos que ellos invadan la nuestra. Cualquier valor puede tener un uso y un abuso. La solidaridad tiene límites (marcados por otros valores e intereses legítimos) y también la hermandad los tiene.
La hermandad viene aquí preconizada como el gran valor unitivo de los habitantes de un territorio, para empezar, extensible a los de grandes ámbitos o espacios inter-territoriales en virtud de vínculos fraternos (de sangre, de historia, de lengua, de cultura, de trasvases poblacionales) y, en último extremo, al Planeta Tierra (ya que, en definitiva, es dudoso --y en general irrelevante-- el grado de parentesco entre cualesquiera dos individuos de un territorio, mientras que cualesquiera dos seres humanos comparten antepasados comunes de unas cien generaciones atrás,NOTA 24 lo cual es una distancia genética exigua).NOTA 25
Pero ese vínculo unitivo, profundo, cálido --fundado en el nexo de parentesco y en un destino común de todos los miembros de la familia humana-- ha de entenderse en un sentido de solidaridad. Y, desde ese punto de vista, tiene un lado positivo poner el énfasis en la solidaridad, porque la hermandad sin la solidaridad se convertiría en algo vacío. El valor que sostengo como pauta suprema de política legislativa e incluso de diseño constitucional es el de la solidaridad fraterna, el imperativo de que seamos hermanos y nos comportemos como tales.NOTA 26
[NOTA 1]
Tal vez de esa afirmación haya que excluir a las sociedades de insectos, en las que predomina el comportamiento instintivo, sin que haga falta, por lo tanto, coordinar las actividades de los miembros mediante órdenes. Sea eso así o no, es poco relevante para mi propósito.
[NOTA 2]
V. supra, cp. 0, §1.1.
[NOTA 3]
V. infra, cp. 7, §2, de este libro, donde critico la teoría del pacto social como una originación artificial de la sociedad a partir de individuos aislados que convendrían voluntariamente en esa unión ventajosa. (Es irrelevante que los adeptos de esa teoría la consideren un mito útil.)
[NOTA 4]
Salvo los que nacen reyes, como Alfonso XIII.
[NOTA 5]
Prefiero usar las locuciones «pacto político» o «modus vivendi» para evitar el sintagma «pacto social», contaminado por la teoría que (aunque sea en la esfera del mito o de la reconstrucción imaginaria) funda la existencia misma de la sociedad en un convenio acordado entre los individuos por el cual éstos deciden pasar de vivir aislados a vivir juntos bajo una autoridad. El pacto político, o modus vivendi, es un arreglo o acomodamiento recíproco, una conformidad, un cuasi-contrato que no se origina por un acto jurídico, sino por un hecho: la relación fáctica que se da por vivir en una sociedad obediente a un gobierno.
[NOTA 6]
Tal selección puede verse como una cooptación, en cierto modo, pero tiende a ser regulada por órganos emanados de la elección.
[NOTA 7]
Frente a la democracia partitocrática manejada por los círculos de influencia --sometidos a los del dinero--, v. infra, cp. 5 de este libro, mi propuesta de un nuevo modelo de República: la democracia justificativa.
[NOTA 8]
Salvo que, llegado el turno de los comicios siguientes, se arriesgan a no ser reelegidos. Los mecanismos de la democracia electiva impiden que funcione verídicamente esa responsabilidad, porque el elector siempre votará para evitar el mal mayor. V. infra, cp. 5.
[NOTA 9]
V. Lorenzo Peña y Txetxu Ausín, «Leibniz on the Allegiance due to a de Facto Power», en Leibniz und Europa. V Internationaler Leibniz-Kongreß. Vorträge. 1. Teil, pp. 169-176. Hanover: G. Wilhelm-Leibniz-Gesellschaft, 1994. ISBN 3-9800978-7-0.
[NOTA 10]
¿Habría acaso que exceptuar la legislación de la China Imperial, que presuntamente se limitaba al derecho público? Esa inhibición legislativa --un laissez-faire en la esfera de lo privado-- fue loada por algunos ilustrados europeos postmercantilistas, en especial los fisiócratas como François Quesnay en «Despotisme de la Chine» (1767). Tal enfoque merece una doble rectificación. De un lado, en la China Imperial existía un derecho privado, sólo que era consuetudinario. Y, de otro lado, muchos pleitos privados los abarcaba el derecho penal, a saber: siempre que se hubiera producido dolo o engaño. Sería un craso error creer que el sistema político-legislativo de la vieja China era un Estado-policía que relegaba los asuntos de la vida cotidiana a la iniciativa privada. Al revés, como lo dice Michael Lowe en The Pride that was China (Londres: Sidwick & Jackson, 1990, pp. 157-8), ya las leyes de Qin (la primera y efímera dinastía, entre 221 y 206 a.C.) obligaban a los funcionarios públicos a supervisar detalladamente el volumen de las siembras de cereal y los cuidados con que se hacía trabajar a los bueyes y caballos. A mediados del siglo XI Wang Anshi introdujo reformas para estabilizar los precios de los alimentos y para conceder préstamos a los campesinos pobres. Formaban parte de la legislación imperial las disposiciones de redistribución de tierras mediante las expropiaciones necesarias para ello (o sea una verdadera reforma agraria); v. Jacques Gernet, El mundo chino (trad. D. Folch, Barcelona: Crítica, 1991, p. 213). La administración imperial también asumía una ambiciosa política de obras públicas, especialmente hidráulicas (ibid., pp. 207-8). (V. Derk Bodde & Clarence Morris, Law in Imperial China, Cambridge (Mass.): Harvard U.P., 1967.)
[NOTA 11]
V. infra, cp. 7 de este libro.
[NOTA 12]
V. infra, cp. 2, §5.
[NOTA 13]
En EE.UU. y demás países del Norte se ha desencadenado en 2007 una crisis económica de superproducción, la cual empezó siendo una superproducción de bienes inmobiliarios, para extenderse después a los demás sectores de la economía real y de la financiera. ¿Llegará a alcanzar o a superar en sus deletéreas consecuencias las de la crisis de los años 30? Los vaticinios económicos son arriesgados. Una de las diferencias entre lo de hoy y lo de hace 70 y tantos años es que --a pesar de las campañas y políticas neoliberales-- actualmente el sector privado (afortunadamente) no abarca mucho más del 50% de la economía (en unos cuantos países que se consideran capitalistas ni siquiera eso). Es el sector público el que amortigua el golpe, contrarresta la inestabilidad de las bancarrotas empresariales y socializa las pérdidas. También hay que tener en cuenta que en la economía mundial tienen hoy un gran peso varios países del mundo emergente donde el sector estatal o semi-estatal sigue siendo, en el fondo, el más voluminoso (la India, China, Brasil, Rusia); en ellos esa crisis de superproducción inmobiliaria no parece haber tenido todavía efectos de magnitud comparable; el dinamismo de esas economías semi-estatalizadas preserva un cierto equilibrio del intercambio mundial de bienes y servicios, paliando la quiebra del sistema mercantil, a pesar de la obra nefasta de las privatizaciones.
[NOTA 14]
La monarquía borbónica española y la de los Braganza en Brasil fueron los últimos en resignarse a la abolición --respectivamente en 1880 y 1887--, varios decenios después de la emancipación de los esclavos en la casi totalidad de los países civilizados.
[NOTA 15]
Sobre el paso decisivo que para la emancipación femenina supuso la Constitución de la II República Española, v. infra, xp. 2.
[NOTA 16]
Similarmente, como lo ha puesto de manifiesto George Soros con su teoría de la reflexividad, los asertos de la economía repercuten en la propia praxis económica; así las predicciones de los economistas tienden a ser autorrealizativas o autorrefutadoras (porque a veces es la propia predicción lo que ha impedido que tenga efectivamente lugar el suceso previsto).
[NOTA 17]
En tanto en cuanto están avaladas por todo el cúmulo de argumentos presentados en los diversos capítulos de este libro.
[NOTA 18]
V. Marcel David, «Fraternité et solidarité à l'égard des plus pauvres», en Démocratie et pauvreté: Du quatrième ordre au quart monde, Actes du colloque de Caen, ed. por René Rémond, París: Albin Michel, 1991, pp. 550-63. El movimiento solidarista en Francia de fines del siglo XIX y comienzos del XX se vincula no sólo al rechazo del paradigma individualista de los monárquicos liberales y de los republicanos poco republicanos de los primeros tiempos de la III República (Gambetta y Jules Ferry), sino también a la busca de unas bases ideológicas más austeras y menos universalistas que las del fraternalismo de la II República y más acordes con el espíritu positivista y con la sociología de Durkheim. También jugó un papel la tendencia antirreligiosa de los librepensadores, a quienes desagradaba la connotación o resonancia cristiana de la fraternidad --la cual, había, en cambio, sonado bien a oídos de los hombres de 1848
[NOTA 19]
Veremos en el cp. 7 que el pacto social es un concepto sumamente discutible, porque ni siquiera está claro que podamos entenderlo o imaginar un pacto originador de la sociedad a partir de individuos dispersos. Sea como fuere, es difícil admitir que unos hombres aislados, por cálculo de interés, se avienen a una convivencia pactada en la cual esté inscrita una obligación de solidaridad. Si el punto de partida es el egoísmo y la vida aislada, el pacto seguramente sería de mínimos.
[NOTA 20]
V. Infra §5 del cp. 4, §1 del cp. 7 y §1 del cp. 8.
[NOTA 21]
Sabemos, por la genética de las poblaciones, que --exceptuando tal vez sistemas de castas-- entre las diversas familias que habitan un territorio a lo largo de un número de generaciones siempre acaba existiendo un vínculo de parentesco colateral; por lo cual no es ningún mito la existencia de un antepasado común (aunque sí lo sea la de un antepasado único). A título de ejemplo, v. Hélène Vézina y otros, «Origines et contributions génétiques des fondatrices et des fondateurs de la population québecoise» (http://id.erudit.org/iderudit/014011ar): «El número de antepasados comunes tras la séptima generación alcanza proporciones tales que casi cada individuo de la población está emparentado con casi todos los demás». No es, pues, infundado considerar a una guerra civil como un fratricidio.
[NOTA 22]
El parentesco es lo de menos, desde luego. Podríamos imaginar dos poblaciones coexistiendo sin ningún vínculo genético entre ellas y que afrontaran los mismos retos y estuvieran llamadas a unirse por las necesidades.
[NOTA 23]
Entre «hermandad» y «fraternidad» no establezco más diferencia que la estilística o, tal vez, ciertos usos prevalentes en determinados contextos.
[NOTA 24]
Se han hecho estudios científicos sobre los antepasados comunes de toda la raza humana actual. V. «Modelling the recent common ancestry of all living humans» by D.L.T. Rohde y otros, Nature, 431/7008, pp. 562-566 (2004) (http://adsabs.harvard.edu/abs/2004Natur.431..562R): «If a common ancestor of all living humans is defined as an individual who is a genealogical ancestor of all present-day people, the most recent common ancestor (MRCA) for a randomly mating population would have lived in the very recent past. [...] the genealogies of all living humans overlap in remarkable ways in the recent past. In particular, the MRCA of all present-day humans lived just a few thousand years ago in these models. Moreover, among all individuals living more than just a few thousand years earlier than the MRCA, each present-day human has exactly the same set of genealogical ancestors». Redondeando (y a salvo de que tales hipótesis necesitan ulterior confirmación), podemos inferir de ahí que cualesquiera dos humanos actuales tienen una consanguinidad colateral de grado 200 o menor.
[NOTA 25]
De hecho uno de los grandes juristas franceses de la escuela solidarista, Georges Scelle, insistió en el fundamento biológico de la obligada solidaridad entre todos los seres humanos, su común pertenencia a la misma especie; o sea, el parentesco que los une. (V. supra, n. 6 del Prólogo de este libro.)
[NOTA 26]
De preguntárseme si concibo a la hermandad como hecho, como valor, como derecho o como deber, contesto que de los cuatro modos. La hermandad es, en primer lugar, un hecho, en tanto en cuanto existe objetivamente un vínculo fraterno que nos une a todos los humanos, y que suele unir más estrechamente a los compatriotas o los habitantes de un espacio transcontinental aglutinado por lazos histórico-lingüísticos; un hecho de parentesco, de convivencia (hermandad política) y de mutua necesidad. Ese hecho es también un valor, en cuanto que, lejos de ser indiferente, es valioso, siendo deseable que se realice aún más, e incluso al máximo: que estemos unidos por vínculos de afecto, parentesco, ayuda mutua e interdependencia no es ni malo ni neutral. Es un deber realizar ese valor y es un derecho exigir su realización. Siempre somos hermanos, mas es menester que, en toda la medida posible, nos comportemos como tales.
Estudios Republicanos:
Contribución a la filosofía política y jurídica
por Lorenzo Peña
ISBN: 978-84-96780-53-8
México/Madrid: Mayo de 2009
Plaza y Valdés