La memoria de 1808, clave para la fundamentación axiológica de un ordenamiento constitucional basado en la soberanía nacional

por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín


Este ensayo constituye la introducción del libro Memoria de 1808: Las bases axiológico-jurídicas del constitucionalismo español, coord. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín, México/Madrid: Plaza y Valdés, 2009, ISBN: 978-84-92751-47-1.

La versión aquí presentada difiere algo de la finalmente publicada para reflejar, más bien (aunque no exclusivamente), la aportación de Lorenzo Peña a ese escrito de autoría conjunta.


Nuestro ordenamiento jurídico-constitucional incorpora unos valores explícitamente enunciados pero también parece exigir otros que no lo están, entre los cuales debería figurar la memoria histórica (o patrimonio espiritual común).

Hoy --cuando se postula, con toda razón, la recuperación de la memoria histórica y se intenta superar el olvido de un pasado sin el cual el presente carece de sentido-- parece menester percatarse de que la memoria histórica no puede ser sólo la de los últimos lustros o decenios, sino también la de un pretérito menos reciente en el cual se han ido pergeñando nuestras instituciones en un proceso complejo y arduo, todo lo cual reviste una honda significación jurídico-normativa.

Nos fijamos en los hechos históricos de 1808 como un capítulo de nuestra historia colectiva del cual no podemos olvidarnos. No es un capítulo como cualquier otro. Es el que marca el arranque de la España constitucional, el inicio de nuevas instituciones muy distintas del antiguo régimen. Es el momento de la quiebra de la vieja monarquía autocrática y del surgimiento del Estado liberal, en el cual se reconocen derechos fundamentales del individuo --amparados por garantías jurídicas--, en el cual se articulan modalidades de gobierno representativo, en el cual se establece el principio de división de poderes y la independencia de la magistratura, todo ello bajo la vigencia de unos valores de justicia, libertad e igualdad ante la ley.

Al acercarse el año 2008, el Grupo de Estudios Lógico-jurídicos del CSIC (JuriLog), en conformidad con sus orientaciones filosóficas, comprendió la conveniencia de atender a ese recuerdo colectivo y de rescatarlo de una preterición auto-destructiva. ¿En qué consideraciones filosóficas nos hemos fundado para llegar a tal conclusión? Vamos a hilvanar, en los párrafos que siguen, algunas de ellas.


Hay tres concepciones de la identidad personal individual. Para unos, una persona individual es un escueto particular (bare particular), de suerte que el mismo individuo persiste a través de las alteraciones del tiempo sólo en tanto en cuanto subsista un sustrato individuado por aquello que Juan Duns Escoto y su escuela llaman una «haecceitas», una «heceidad», o sea un algo inanalizable que hace de Juan Juan, de María María, y que no estriba en ningún rasgo ni propiedad salvo ese ser-Juan, ser-María y así sucesivamente.

Tal teoría es difícil de refutar pero paga el precio de que no ilustra ni explica nada. Por eso son preferibles otras concepciones, que hacen estribar la mismidad personal en ciertos rasgos. Una de ellas es fisicalista: la persistencia viene dada por la continuidad material subyacente. Para otra teoría, la psíquica, la mismidad de una persona individual viene dada por la continuidad de sus vivencias --y especialmente de su memoria. Desde la obra maestra de Derek Parfit,NOTA 1 sabemos que surgen dificultades que rodean a la atractiva concepción psíquica, pero también que, en cualquier caso, la continuidad mental puede ser más importante que la mismidad metafísica.

Si eso es así en lo tocante a las personas individuales, ¿qué pensar de las personas colectivas? Naturalmente, dependerá de qué concepción tengamos, para empezar, de si existen y qué son las colectividades. No entra en los límites de este escrito abordar tan complicado asunto. Vamos a atenernos a una hipótesis muy simple: las colectividades son conjuntos de individuos, pero conjuntos que tienen ubicación espacio-temporal, que son perceptibles, que juegan una acción causal --no conjuntos inertes, eternos.NOTA 2 Una colectividad está constituida por los individuos que la integran, pero la colectividad persiste aun cuando vayan cambiando sus miembros. Eso sí, las propiedades de la colectividad, del conjunto, supervienen en propiedades de sus integrantes.

Puesto que la mismidad de una colectividad no estriba en la persistencia de sus miembros --y dejando de lado enigmáticas heceidades colectivas (cuya postulación nos sumiría en una especie de misterio o mística colectiva)--, no cabe duda que la mismidad del conjunto sólo se dará si la sustitución de sus integrantes individuales se realiza por ciertos procedimientos. No podemos sostener que una colectividad formada en un período por los individuos A, B, C y en otro por D, E, F, sea esa misma colectividad si no se pasa de la primera composición a la segunda por algún mecanismo dado de algún modo identificatorio de esa colectividad.

Sin embargo, si ya nos tienta la concepción psíquica de la mismidad individual, todavía más fuerte es la tentación en la mismidad colectiva, puesto que la continuidad física es, en este caso, de segundo nivel y de menor significación. Más que el reemplazo reglado de unos miembros por otros (por engendramiento, incorporación, etc), lo que determina la persistencia de una persona colectiva es la transmisión de unas vivencias comunes, compartidas, y en especial de una memoria colectiva, de unos recuerdos que se perpetúan en la conciencia común, junto con unos proyectos de futuro conjunto.

Que las vivencias sean compartidas, conjuntas, comunes, colectivas en suma, no quiere decir que hayan de ser interiorizadas por todos y cada uno de los individuos integrantes. Tal vez ni siquiera por la mayoría.NOTA 3

La formación de una pareja humana --para tomar este ejemplo de una colectividad-- es contingente y hasta axiológicamente neutral --no habiendo, en principio, más valor en que se constituya ésta que aquélla. Una vez que existe, la continuación de su existencia tiene un valor; en primer lugar, para sí misma; en segundo lugar para sus miembros. En ciertos casos podrá ser mejor que se extinga esa unión para dejar su sitio a otras; pero se trata siempre de una pérdida, de la pérdida de una comunidad ya formada y que aportaba algún valor (mayor o menor según los casos) a sus integrantes y también al entorno social,NOTA 4 puesto que la sociedad se beneficia de la existencia de vínculos fuertes y estables entre sus miembros.

Eso mismo cabe decir de las colectividades más amplias y en concreto de la población de un territorio históricamente unificado y erigido en Estado independiente. La pervivencia de tal población a través de las generaciones sucesivas sólo se da en la medida en que se conserva un acervo acumulado, un patrimonio cultural (no sin variaciones, que el tiempo trae inevitablemente consigo), lo cual abarca forzosamente unos recuerdos comunes, una memoria histórica. Cualquier empeño en olvidar el pasado común es destructivo de ese estar-juntos, para la convivencia de esa población.

La formación de una población así es un hecho contingente, igual que lo es la de cualesquiera otras colectividades humanas. Mas, una vez que la población ha llegado a existir, su continuación futura no es axiológicamente indiferente. No siéndolo, tampoco carece de valor que las generaciones precedentes transmitan a las siguientes un acervo de recuerdos colectivos y realizaciones culturales acumuladas, junto con la acumulación de elementos materiales (instrumentos de producción, obras públicas, lugares de encuentro, organizaciones, servicios colectivos, un patrimonio común ininterrumpido).

¿Es bueno o es malo que se difuminen los recuerdos que constituyen esa memoria histórica? Si es bueno que cese la convivencia (tal vez para que, en su lugar, surjan otras mejores), entonces acaso sea bueno. Si es malo que se extinga esa convivencia, ese estar y vivir juntos, ese proseguir unidos en una empresa colectiva intergeneracional, entonces la amnesia colectiva también será mala.

En este terreno es difícil evitar el recurso a la casuística; pero, a salvo del estudio de los casos particulares, la persistencia de la empresa común, de la convivencia de esa población en ese territorio, tiene un valor que se vería dañado por el cese de tal convivencia, por la desintegración. Para que ese desvalor sea compensado tendrían que darse serias razones que confieran mayor valor a nuevas integraciones resultantes de esa desintegración.NOTA 5

Concretando ya nuestro propósito, se trata de cómo vamos a habérnoslas con la pervivencia de esa colectividad que es el pueblo español,NOTA 6 políticamente unificado desde hace medio milenio.NOTA 7 Si situamos el comienzo de la existencia de una población unificada del territorio español a comienzos del siglo XVI,NOTA 8 los acontecimientos de la Guerra de la Independencia (1808-1814) se hallan, no a medio camino, sino más cerca de la generación actual que de la de Fernando el Católico.NOTA 9 No podemos ser indiferentes a la conservación de ese recuerdo colectivo en tanto en cuanto valoremos la convivencia de esta población --su vivir juntos y hacer cosas juntos, sus vínculos y su patrimonio compartido--, en tanto en cuanto creamos que vale la pena seguir haciendo futuro sin romper esa convivencia, para nosotros y para nuevas generaciones integrantes de esa población.NOTA 10

Un recuerdo, eso sí, verídico. No nos vale una leyenda, un mito, porque la falsedad encierra un desvalor y la verdad un valor, pero también porque el mito es frágil y el relato verídico es sólido.

De esas consideraciones generales pasamos, así, a las más concretas relativas a la conservación de la memoria común de lo que el pueblo español ha vivido a lo largo de los últimos 40 lustros. Borrar páginas de la memoria colectiva es practicar la amnesia. En algunos momentos ciertos políticos han podido intentar esa desmemoria como un bálsamo y no vamos a juzgar aquí ese intento.NOTA 11 Justifíquese o no, es una necesidad de la continuidad de la población aunada en un territorio que se recupere la memoria histórica, la memoria de los hechos de las generaciones precedentes, sin los cuales la convivencia pasa a ser un hecho bruto que no cimenta un querer seguir juntos.


Como lo hemos analizado en un estudio reciente,NOTA 12 la desmemoria histórica en la España posterior a 1978 ha provocado una desintegración identitaria del pueblo español, una auto-negación rayana en la auto-destrucción, una pérdida de perspectiva de un futuro compartido, siendo el caldo de cultivo para la pululación de pseudo-memorias inventadas.NOTA 13 Justamente por esos motivos hay que desempolvar los topoi de la memoria colectiva del pueblo español,NOTA 14 habiendo sido el bicentenario de 1808 una ocasión pintiparada para emprender esa labor.NOTA 15

Por otro lado hay que insistir en que el objetivo que se fue decantando en la lucha del pueblo español en la guerra de 1808-1814, a través de las juntas emanadas de su acción insurreccional, no era, no fue nunca, el retorno al absolutismo de la casa de Borbón, ni la reintegración del príncipe Fernando al trono del que se había adueñado en el motín de Aranjuez del 18 de marzo de 1808 --en el cual sus hombres impusieron la abdicación de Carlos IV.

La proclamación de Fernando como rey tenía otro sentido: era la expresión de una voluntad colectiva del pueblo, un acto de autodeterminación, ciertamente basado en un fundamento dinástico, pero cuyo título esencial radicaba en esa decisión popular, condicionada, de todos modos, al ejercicio de un poder constitucional, según acabaría diseñado y delimitado en la Constitución gaditana de 1812.

Que tal fuera la voluntad colectiva del pueblo español no significa que fuera la voluntad unánime ni la voluntad de cada español. ¡Claro que no! Oponíanse al giro constitucional muchos --concretamente los serviles, abundantes sobre todo en el estamento eclesiástico (y principalmente entre los prelados y altos dignatarios). Mas la voluntad de una colectividad es una resultante de la voluntad de sus miembros individuales según se fragua y se configura a través de diversos canales, uno de los cuales es la elección.NOTA 16

Ése será, pues, el sentido de la autodeterminación colectiva en 1812, pero ya lo era desde 1808. Lo de 1812 ya estaba pre-figurado en las proclamaciones de mayo-junio de 1808 así como en la orientación política de varios de los portavoces de la insurrección popular y miembros de las juntas instauradas por ese levantamiento de las masas. (No de todos, desde luego.)

No es válido establecer un corte, ya que hay una continuidad entre esas declaraciones de la primavera y el verano de 1808 y las ulteriores decisiones de la Junta Central Suprema, la cual, a pesar de la resistencia del reaccionario Consejo de Castilla,NOTA 17 acabará convocando cortes de representación popular con una misión constituyente.

Ya el 7 de octubre de 1808, a poco de crearse la Junta Central (o Junta Suprema Gubernativa del Reino de España), se propuso la convocatoria de cortes constituyentes, propuesta reiterada en 15 de abril de 1809 por el diputado aragonés Lorenzo Calvo de Rozas.NOTA 18 Su propuesta fue bien acogida, plasmándose en un Decreto de la Junta de 22 de mayo de 1809,NOTA 19 en el que se convocaba la asamblea constituyente para el año siguiente.

La convocatoria se postergaría por varias razones. Una fue la pugna entre tradicionalistas (cortes por estamentos) y constitucionalistas o liberales (unas cortes plenamente constituyentes unicamerales). Otra razón vino dada por las dificultades de la guerra: los triunfos militares del invasor y la reducción del territorio donde el pueblo español ejercía su soberanía en la Península. El 29 de enero de 1810 la Suprema Junta expedía su último decreto disolviéndose, nombrando un consejo de Regencia con la misión de organizar las Cortes constituyentes del reino (que ella misma había convocado), misión cumplida a través de un proceso legislativo complejo (eran las primeras elecciones populares que se celebraban en España), reuniéndose, por fin, las Cortes el 24 de septiembre de 1810.

Las cortes de Cádiz llevarán a cabo una revolución política al transmutar completamente la estructura constitucional de España, pasando de la monarquía absoluta a una monarquía moderada, en la que los poderes regios estaban muy limitados al paso que el poder legislativo estaba en manos de unas cortes unicamerales de elección democrática.

Quienes quieren hacer un corte, ¿dónde lo harán? ¿Entre enero y septiembre de 1810? ¿Entre mayo de 1809 y enero de 1810? ¿Entre octubre de 1808 y mayo de 1809? ¿Entre mayo y octubre de 1808? Cada uno de los mencionados eslabones es parte de una cadena en la que se engarzan unos con otros, formando un continuum ininterrumpido, un flujo de acción de masas y de minorías ilustradas, que se complementan, y que va de las ansias populares de la primavera y su rechazo a la violencia invasora de los napoleónicos a la proclamación del 19 de marzo de 1812 de un nuevo régimen político para España.

El sentido de los acontecimientos de la primavera de 1808 tiene que estar, pues, inevitablemente en esa concatenación. Por lo tanto --y a pesar de las limitaciones que hoy podemos lamentar (y que obedecen al contexto de la época)--, tenemos ahí una verdadera revolución popular cuyo sentido era, no podía por menos de ser, no sólo arrojar al invasor y destruir al régimen intruso sino también regenerar al reino de España mediante un radical cambio de sus instituciones políticas.

El poder absoluto de Fernando VII no será restablecido por la acción del pueblo español, representado por las cortes con su régimen constitucional. Al revés, las cortes habían decretado que no se prestaría obediencia al rey ni se lo tendría por libre mientras no hubiera jurado la constitución (acudiendo así a una clara ficción jurídica). Será el Tratado de Valençay de 11 de diciembre de 1813 entre Napoleón y Fernando VII lo que determinará la restauración del absolutismo en España. O sea, será justamente el mismo Napoleón Bonaparte que, en 1808, impone como rey títere a su hermano el que, fracasado tal intento, restablezca en el trono como soberano absoluto a su huésped de Valençay (al que ciertamente no faltarán partidarios cuando cruce la frontera y perpetre un golpe de estado, auspiciado por las potencias europeas, que serán de nuevo las que restauren su poder absoluto en 1823).

En resumen, es inválido e infundado reprochar al pueblo español, levantado en armas contra el invasor y contra las autoridades monárquicas en la primavera de 1808, una orientación que no vaya en el sentido del progreso político.


En este volumen hemos recogido varias colaboraciones que nos llevan del análisis jurídico-axiológico de los acontecimientos de 1808 a la Constitución de Cádiz.

El primero es el trabajo conjunto de Txetxu Ausín y Lorenzo Peña, «Diferencias y similitudes entre la guerra de sucesión y la guerra de la independencia», en el cual presentamos un estudio jurídico-político del problema de la soberanía nacional a la luz de dos conflictos dinásticos, el de 1702-1714 y el de 1808-1814, examinando el hilo de continuidad histórica que va del uno al otro, mostrando las enormes diferencias que los separan pero también algunas similitudes que casi siempre se han pasado por alto.

Viene en segundo lugar el ensayo de Antonio Torres del Moral: «Elementos de la ideología constitucionalista y su recepción en España: De Bayona a Cádiz». Torres del Moral ofrece en ese trabajo una dilucidación del concepto de régimen constitucional y representativo, estableciendo varias notas, entre ellas las de garantía de la libertad y división de poderes y soberanía nacional. Ese análisis conceptual lo lleva a un enfoque crítico de la Constitución de Bayona, en comparación con el texto que se aprobará en Cádiz en 1812. El autor señala cómo la Constitución de Cádiz será bandera del constitucionalismo europeo. Esa Constitución resulta, a su juicio, destacable por su forma de alumbramiento, ya que tuvo la virtud de haber sido elaborada y promulgada en plena guerra contra Napoleón defendiendo la independencia de la nación española y reivindicando la soberanía nacional.

En su ensayo «El Estatuto de Bayona de 1808 y el modelo constitucional napoléonico», Ignacio Fernández Sarasola argumenta qye el Estatuto de Bayona de 6 de julio de 1808 fue la primera Constitución histórica española, a pesar de tratarse de una Carta Otorgada por Napoleón. Basada en el constitucionalismo imperial, el texto incluyó algunas instituciones y características españolas, merced a la participación de los afrancesados en el proceso constituyente. Una participación que se realizó tanto en una primera fase de consultas previas para diseñar el proyecto constitucional, como en una segunda, a través de la Junta de Bayona. El resultado fue un documento constitucional que, aunque incardinado dentro del modelo imperial, recoge elementos nacionales que le otorgan unas características particulares.

En el trabajo de Lorenzo Peña «La justicia de la Revolución Española: Refutación de los alegatos bonapartistas» se aborda la justificación del levantamiento popular de 1808 desde el ángulo de la doctrina de Juan de Mariana sobre el derecho del pueblo de resistir a la opresión; en él se analizan las pretensiones del régimen intruso, las auténticas credenciales de Napoleón Bonaparte así como el verdadero carácter de la monarquía imperial francesa y de su remedo fraguado en Bayona, concluyéndose que el ejercicio del acto colectivo de soberanía en que consistió la insurrección popular fue también una plasmación de un principio de defensa de la legalidad y rechazo a la usurpación militar, que se manifestará nuevamente en 1936.

José Manuel Díez Fuentes en «La difusión del conocimiento histórico en Internet: los sucesos de 1808 en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes» recuerda que la conmemoración del bicentenario del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808 en el que los madrileños se sublevaron contra las tropas francesas se celebra con una gran proliferación de actos y la aparición de un número de publicaciones; en ese marco, Internet también está presente, en el amplio contexto de la actual sociedad del conocimiento y la información, gracias, especialmente, a la labor de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, la cual ofrece un amplio fondo de contenidos organizados en veinte portales temáticos y nueve de personajes históricos sobre la Historia española e hispanoamericana, con temas y figuras muy variados.

En «Razón jurídica y libertades en la Constitucion de Cádiz de 1812» Antonio Enrique Pérez Luño señala que, junto al interés que por su dimensión de contemporaneidad merece el legado político de 1812, se da una exigencia ético-social de fidelidad cívica a la ejemplaridad y al sacrificio de quienes cimentaron las bases próximas de nuestra convivencia libre y democrática. Para Pérez Luño hay en la obra de los constituyentes gaditanos una llamada a las generaciones posteriores para evitar que el esfuerzo de 1812, como tantos otros de nuestra historia, resulte baldío. En particular demuestra que la Constitución de 1812 juega un importante papel en la génesis de la consciencia constitucional española y concluye con estas palabras: «A más de siglo y medio de distancia puede afirmarse que la sociedad española participia mayoritariamente de la nueva forma de consciencia cívica engendrada en las Cortes de Cádiz. Se ha difundido ampliamente a lo largo de nuestro azaroso, pendular, y, tantas veces dramático, proceso de conquista de unas cotas dignas de convivencia democrática la convicción de que sólo puede existir libertad de pensar, de decir, de actuar y de decidir políticamente cuando esos derechos se hallan garantizados por la Constitución. Se ha adquirido también la consciencia de que nuestro sistema social y jurídico por sus carencias y sus imperfecciones debe ser medido y corregido con el criterio constitucional. Hoy como ayer la Constitución debe ser el símbolo al que apelen los sentimientos populares de libertad y de justicia y, en ese sentido, es un ideal que debe ser respetado y cumplido.»

Este volumen se cierra con tres anejos: el Acta de 11 de agosto de 1808 en la cual el Consejo de Castilla declara nulas las renuncias de Bayona; la Proposición de Lorenzo Calvo de Rozas (diputado por Aragón en la Junta Central) de convocatoria de las Cortes y elaboración constitucional (15 de abril de 1809); y el Decreto sobre restablecimiento y convocatoria de Cortes expedido por la Junta Suprema Gubernativa del Reino («Consulta al país») (22 de mayo de 1809). (Los tres documentos están reproducidos de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, ejemplificando el interés del servicio prestado por esa biblioteca.)


La coordinación de este volumen fue preparada por la celebración del III Simposio «La razón jurídica», dedicado al bicentenario de 1808, que organizamos en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC (Instituto de Filosofía) los días 17 y 18 de abril de 2008. Ese simposio recibió una ayuda del Ministerio de Educación y Ciencia a través de la Acción Complementaria SEJ2007-30041-E/JURI.

De manera más general, el trabajo de investigación que ha desembocado en la coordinación y publicación de este volumen forma parte del Proyecto «Una fundamentación de los derechos humanos desde la lógica del razonamiento jurídico» [HUM2006-03669/FISO] del Ministerio de Educación y Ciencia, 2006-2009.








[NOTA 1]

Reasons and Persons, Oxford U.P., 1986.


[NOTA 2]

V. el estudio de esas dos concepciones en María de Ponte Azcárate, Realismo y entidades abstractas. Los problemas del conocimiento en matemáticas, La Laguna, ISBN 978-84-7756-700-4.


[NOTA 3]

Evidentemente, a medida que tales vivencias se hagan minoritarias, tenderá a esfumarse el fundamento verídico para decir que siguen siendo vivencias colectivas (podría mantenerse si se trata de un eclipse y una difuminación transitoria).


[NOTA 4]

Según lo señala Michael J. Sandel en Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge U.P., 1998, 2ª ed.


[NOTA 5]

Aun en tal caso habría que plantearse si la compensación sería para todos igual o si esas alteraciones acarrearían un perjuicio para algunos.


[NOTA 6]

En este trabajo no hacemos ningún distingo semántico entre las dos locuciones «el pueblo español» y «la población del territorio español». La diferencia sintáctica entre ellas está acompañada, a lo sumo, por una diferencia estilística, o sea: diversas condiciones de pertinencia comunicacional --una distribución contextualmente diferente en función de parámetros del entorno comunicativo--, mas no una genuina diferencia semántica, consistente en que la una denote a una cierta colectividad, el pueblo español, y la otra a otra colectividad, la población española o población del territorio español. Si ya la existencia de entes colectivos es cuestionada por las metafísicas nominalistas o individualistas, cuando esos entes se multiplican es menester dar una buena razón para hacerlo. La razón será que las cosas se explican mejor, que la pluralidad postulada tiene virtudes de sistematización, de claridad. El lema metodológico que nos lleva a esa prudencia de las postulaciones no es el atribuido a Occam (entia non sunt mutiplicanda praeter necessitatem), sino uno mucho más débil: entia non sunt multiplicanda sine ratione. Y la mera resonancia estilística no es una razón válida.


[NOTA 7]

Ya lo había estado en períodos históricos anteriores, cuyo recuerdo nunca se había perdido del todo en la memoria colectiva --según lo ha repetido recientemente Francisco Rodríguez Adrados.


[NOTA 8]

Dejando de lado los períodos previos de dispersión y los de unidad en épocas más alejadas de nosotros. Tomo la fecha de 1512 como el año en que, con la reincorporación de Navarra a la Corona de Aragón, se culmina un proceso unificatorio de la Península Ibérica iniciado mucho antes --del cual quedará marginado el reino de Portugal por contingencias históricas.


[NOTA 9]

Eso desde un punto de vista estrictamente temporal. Entrar a determinar en qué medida el horizonte mental de la España de 1808 se parece más a la de hoy que a la de 1512 es una tarea para la que sería difícil pergeñar instrumentos metodológicos adecuados y convincentes.


[NOTA 10]

Cualquiera que sea el origen de los individuos que así se integren y cualesquiera que sean las vías de integración: engendramiento o inmigración.


[NOTA 11]

A la larga, la desmemoria, la amnesia, es destructiva de la propia identidad, pues acaba generando un síndrome psíquico en el que el vacío de pasado causa angustia y pérdida de perspectiva de futuro. Eso se aplica tanto a las personas individuales como a las colectivas.


[NOTA 12]

V. Lorenzo Peña, Estudios Republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, México/Madrid: Plaza y Valdés Editores, 2009, cp. 4.


[NOTA 13]

Que son pseudo-memorias lo prueba el hecho de que, en los casos aludidos, no hay un flujo continuo de lo memorizado desde su arranque u origen hasta hoy, faltando una ininterrumpida transmisión de recuerdos colectivos; ni siquiera la hay de la manera tenue o amortiguada en que, en ciertos períodos, puede estarse desvaneciendo un recuerdo de masas para recuperarse en la generación siguiente (que es lo que, en parte al menos, ha tendido a suceder con la remembranza colectiva de la guerra de España en el siglo XX y sus secuelas, desterrada de la recordación pública en la Transición y que ahora empieza a rescatarse). Lo olvidado del todo durante siglos deja de ser memoria; no puede recuperarse ese recuerdo, porque, en tales circunstancias, ya no hay recuerdo alguno. (Y olvidado está un hecho histórico cuando la gente no lo recuerda; olvidado, sea en su carácter de hecho bruto, sea en la significación de gesta colectiva provista de un determinado sentido de acción común de la población.) Habrá un invento posterior, que, en el mejor de los casos, se levantará desde una indagación histórica pero que, generalmente, sólo invocará un mito o un hecho histórico mitificado.


[NOTA 14]

Esos lugares de la memoria de que hablaba Pierre Nora; v. el cp. 4 de Estudios Republicanos, op.cit.


[NOTA 15]

O, mejor dicho, para continuarla, porque desde hace ya varios años se abordó la recuperación de la memoria histórica más reciente --aunque, desafortunadamente, a menudo sólo en sus facetas lúgubres y luctuosas.


[NOTA 16]

Aunque no el único ni siempre el principal.


[NOTA 17]

V., como Anejo I de este volumen, el Acta del consejo de Castilla anulando las renuncias de Bayona.


[NOTA 18]

Reprodúcese su moción de «convocatoria de las Cortes y elaboración constitucional» como el Anejo II de este volumen.


[NOTA 19]

Reproducido más abajo, Anejo III de este volumen.