Paso a paso:
Una solución gradualista a la paradoja del sorites, lejos de la indeterminación y del agnosticismo
Lorenzo Peña & Marcelo Vásconez

Bajo Palabra
II Época, Nº 5 (2010), pp. 399-418
ISSN 1576-3935

Sumario

0. Resumen + palabras clave. Abstract + key-words. 1. De la verdad a la falsedad, paso a paso. 2. ¿Culpa de las palabras? 3. ¿Vaguedad? 4. Un tratamiento gradualista. 5. Bibliografía


Resumen

En el presente artículo abordamos dos problemas estrechamente relacionados, la paradoja del sorites y el fenómeno conocido con el nombre de la vaguedad. Indicamos varias maneras de formular la premisa mayor del argumento, excluyendo la versión condicional, para favorecer la formulación en términos de disyunción y negación débil. Con el fin de evitar la conclusión absurda de la paradoja, salvando la verdad de las premisas, se considera inválida la regla de inferencia (el silogismo disyuntivo para la negación débil), lo cual acarrea un cambio de lógica. Por otra parte, discutimos una vía de solución de la paradoja que consistiría en achacar a las palabras el vicio de la vaguedad, la cual impediría la aplicación de la lógica a premisas que contengan palabras vagas. En efecto, rechazamos la concepción de la vaguedad como indeterminación, indecisión o ignorancia, para entenderla más bien como inapropiada generalidad, es decir, como un fenómeno pragmático de falta de necesarios detalles en un contexto comunicacional dado. Así pues, en lugar de vincular el sorites con la vaguedad, preferimos asociarlo con la gradualidad en la posesión de una propiedad difusa. La propuesta se desarrolla en diálogo con la teoría epistémica de Williamson y el supervaluacionismo.

Empezaremos exponiendo un ejemplo concreto de la paradoja que nos servirá para argumentar nuestra posición.


Palabras clave

sorites, vaguedad, gradualidad, epistemicismo, supervaluacionismo.


Abstract

In the present paper, we will be examining two closely related issues: the sorites paradox and the so-called phenomenon of vagueness. We will canvass several formulations of the major premise, rejecting the conditional version, to embrace the one in terms of disjunction and weak negation. In order to avoid the absurd conclusion of the paradox, while preserving the truth of the premises, we judge the inference rule (i.e., disjunctive syllogism for weak negation) to be invalid, which entails a change of logic. On the other hand, we discuss a possible way out of the paradox, consisting in disqualifying the words occurring in the argument by reason of their supposedly vicious vagueness, defect that would prevent logic from being applied to vague words. In fact, we reject the view of vagueness as some sort of indetermination, indecision, or ignorance, demanding instead that vagueness be understood as an inappropriate generality, that is, as a pragmatic issue consisting of a lack of detailed information required in a given communicative context. Therefore, instead of tracing the origins of the sorites paradox to vagueness, we rather prefer to associate it with graduality in the possession of a fuzzy property. We develop our proposal in dialogue with Williamson's epistemicism and the supervaluationist theory. We start arguing for our way by presenting a particular instance of the paradox.

Keywords

Sorites, vagueness, graduality, epistemicism, supervaluationism


§1.-- De la verdad a la falsedad, paso a paso

Un coche sale de Madrid hacia Colmenar. Lleva una cisterna agujereada que contiene tinta azul. Encima de la cisterna inferior hay otra cisterna con tinta roja conectada con la primera por medio de una válvula de paso que está mal cerrada. Al arrancar cae la primera gota de la cisterna inferior al suelo y la primera de la cisterna superior a la inferior. Ésta, además, tiene unas aspas mezcladoras en constante movimiento. Un segundo después caen las respectivas segundas gotas. En total son 10.001 gotas que caen en los 10.001 segundos que el coche (un modelo antiguo y lento) tarda en alcanzar el pueblo de Colmenar.

La primera gota caída al suelo, g0, al salir de Madrid, es azul. La última gota, g10000, que cae al llegar a Colmenar, es roja. ¿Y las intermedias?

Cada gota en esa serie es menos azul que la precedente (si la hay) y menos roja que la subsiguiente (si la hay). O sea, 9.999 gotas no son ni 100% azules ni 100% rojas.

Ahora bien, para cada par de gotas adyacentes que caen al suelo es un hecho que resulta o imposible o dificilísimo discernir perceptivamente su color. Sean cuales fueren las mediciones científicas al respecto, lo que sin duda diríamos todos, colocados ante un par de gotas así, es que las vemos iguales (en lo tocante al color). Y aun fijándonos mucho y concentrando nuestra atención, es casi seguro que seguiríamos sin apreciar diferencia de color.

Sin embargo, como la relación de indiscriminabilidad perceptiva no es transitiva, la gota g0 es seguramente discriminable, aun a simple vista, de la gota g1000. Un décimo de la distancia total entre puro azul y puro rojo es suficiente para que nos percatemos --en condiciones usuales de iluminación diurna-- de la disparidad de color.

La enorme similitud entre el color de una gota cualquiera de esa serie, gn, y el de la gota siguiente, gn+1, hace que resulte muy problemático establecer una línea de demarcación entre ellas en virtud de la cual la primera sea azul y la segunda roja --o incluso meramente no-azul. Dada la enorme similitud perceptiva, y dado que el color es una cualidad sensible, cualesquiera dos gotas que se siguen inmediatamente en la serie son azules ambas o ninguna lo es. Llamemos a este principio el principio de similitud (Horgan 1998: 318; Sainsbury 1988: 25).

Del principio de similitud síguese este corolario, el principio de paridad: cualesquiera dos gotas que se siguen inmediatamente en la serie son tales que, o la primera no es azul, o la segunda sí lo es.

Ese corolario es equivalente (en virtud de la involutividad de la negación, o sea la equivalencia entre «no no p» y «p», más las leyes de DeMorgan, que de momento suponemos admitidas) a éste otro: el principio de continuación: cualesquiera dos gotas que se siguen inmediatamente en la serie son tales que no sucede que la una sea azul y la otra no (Peacocke 123).

Ahora razonemos así. En virtud del silogismo disyuntivo, del par de premisas «no-p o q» y «p» cabe concluir «q». La primera gota, g0, es azul; por el principio de paridad, o g0 no es azul o g1 sí lo es; por lo tanto, y en virtud del silogismo disyuntivo, g1 es azul.

Repitiendo el razonamiento 10.000 veces, alcanzamos la conclusión de que la última gota es azul.

Del mismo modo, claro, y en sentido inverso, obtendríamos la conclusión de que la primera gota era roja.

Aunque los supuestos de este experimento mental son poco exigentes --y sin duda sería factible y aun fácil de llevar a cabo algo aproximado, aun con nuestros instrumentos limitados--, está claro que el problema que eso suscita no depende de la factibilidad práctica. La mera posibilidad metafísica bastaría para que tuviéramos que habérnoslas con un serio problema semántico.

El problema es que cualquier objeto del mismo color que uno azul es azul, y cualquier objeto del mismo color que uno rojo es rojo. Entonces llegaríamos a la conclusión de que todo lo azul es rojo y viceversa. De ahí que la bandera francesa dejaría de ser tricolor. Mas, generalizando el procedimiento, resultaría que los términos de color tendrían todos la misma extensión.

Lo peor es que no se trata de una peculiaridad de términos observacionales, aunque ya eso de suyo sería grave. Hay suficiente analogía para pensar que sorites muy parecidos a ésos pueden afectar también a los términos teóricos. Así p.ej. las denominaciones de especie son términos no observacionales, mas que sí tienen una base observacional aunque sea indirecta, en virtud de la cual los científicos disponen de criterios para atribuir a un individuo la pertenencia a una especie. La evolución de las especies, según suele pensarse, es gradual; mas bastaría para nuestro razonamiento que pudiera serlo. Para dos denominaciones de especie hay o puede haber un tránsito gradual que dificulte o impida trazar una línea de demarcación, igual que pasa con la diferencia entre lo azul y lo rojo.

Desde que el problema fue planteado por los estoicos, se ha visto en él uno de los grandes desafíos para la racionalidad humana. Razonamos sobre las cosas usando nuestra capacidad inferencial. Mas esas inferencias las hacemos principalmente en un pensamiento verbalizado, por medio del lenguaje, profiriendo enunciados que figuran como premisas y alcanzando un enunciado que será la conclusión. Si esos razonamientos nos llevan a conclusiones tan inaceptables como la de que todo lo azul es rojo y viceversa (y, por extensión, que todo tiene el mismo color) --y asimismo que todos los animales pertenecen a la misma especie--, entonces es que o no todas las premisas eran correctas, o no eran válidas todas las reglas de inferencia utilizadas. Lo seguro es que algo pasa, que algo está mal. Y sólo se ve que puedan estar mal o las premisas o las reglas de inferencia.

Pero ¿qué premisa puede ser falsa? No la de que la primera gota es azul, claro. Tal vez sea falso el principio de similitud: por indiscriminables que sean --al menos a primera vista-- podría suceder que una gota fuera azul y la otra no. Sin embargo, abandonado el principio de similitud, no habrá motivo para juzgar que el color azul sea una cualidad perceptiva --ni, por consiguiente, que el adjetivo `azul' sea un término observacional. Ahora bien, como está muy claro que experimentos parecidos son posibles para todos los términos de observación, no habría términos de observación (Barnes 26), ni por ende base empírica para la ciencia.

Pero no sólo eso. La teoría misma, científica o no, veríase afectada por problemas similares, al menos en todos aquellos casos en que podamos construir sorites análogos al de los colores. Puede que se salve la física, mas no se salvan la biología, la medicina, la botánica, ni las ciencias sociales o históricas. De salvarse la física, pagará el precio de ser la única ciencia y de carecer de base empírica, aunque sea remota.

Eso hace muy implausible el rechazo del principio de similitud o de su análogo para casos de términos teoréticos, a saber: cuando el criterio para adjudicar o no una denominación teorética sea la posesión de tal requisito, de darse una diferencia exigua o inapreciable entre dos entes por lo que hace a esa posesión, o ambos recibirán la denominación de que se trate o ninguno la recibirá. Es ésta una reformulación del principio de continuidad de Leibniz (Cfr. Levey; Peña y Ausín).

Así pues, ninguna de las dos premisas parece poder rechazarse sensatamente. Lo único que parece poder descartarse entonces es la regla de inferencia usada, que era el silogismo disyuntivo. Sin embargo, el precio parece desmesuradamente alto.

Sexto Empírico constató que usan el silogismo disyuntivo no sólo los humanos sino también otros animales, p.ej. los canes. En una encrucijada un perro, tras haber olfateado todas las ramas salvo una y no haber hallado en ellas rastro olfativo de lo que busca, lánzase, sin pararse más, por el ramal no inspeccionado. Si es inválido el silogismo disyuntivo, el sabueso está cometiendo una falacia.

Como tampoco esa salida gusta a casi nadie, se ha intentado desesperadamente encontrar otro reo. Mas no se ve a primera vista cuál pueda ser. Si no es la premisa mayor; si tampoco es la premisa menor; si no es la regla de inferencia, ¿qué queda?


§2.-- ¿Culpa de las palabras?

Quedan --así lo han apuntado muchos-- los términos involucrados en el razonamiento. El problema vendría de una imperfección de tales términos, en virtud de la cual fallaría el razonamiento, no por falsedad de ninguna de las premisas, ni por invalidez de la regla de inferencia, sino porque la pauta inferencial en cuestión, de suyo correcta y válida, no podría utilizarse en presencia de términos afectados por la imperfección o el vicio redhibitorio que estaría aquí aflorando. Cuál sea éste es otro asunto que consideraremos en seguida (Cooper 249; Rescher 2001: 71).

A esta salida --a la que hace responsables a [algunas de las] palabras en presencia-- podemos llamarla imputación verbal.

A primera vista, la imputación verbal parece un subterfugio. Imaginemos que unos hechos dados más unas normas procedimentales llevan a imponer una sanción que deseamos no imponer. ¿Podría uno mantener que los hechos están verídica y verazmente constatados (o sea que las fuentes son fehacientes) y que las reglas procedimentales son intachables, pero que, en virtud de un vicio de la personalidad de los agentes involucrados, no cabe en esta ocasión emplear un razonamiento práctico que conduzca a la imposición y aplicación de la sanción? ¿No sería eso una solución espúrea, ad hominem? ¿Y no es igualmente ad hoc alegar en nuestro caso, el de los sorites, un supuesto vicio, sea el que fuere, de los términos en presencia, o de alguno de ellos, para zafarnos de la conclusión que nos desagrada sin sacrificar ninguna de las premisas ni de las reglas de inferencia?

Para que se vea mejor la motivación de este escrúpulo que nos hace, de entrada, mirar con enorme recelo el expediente de la imputación verbal, repárese en que nuestros razonamientos usaban términos mas no los mencionaban. Lo que nos planteábamos no era ni siquiera una cuestión de si hemos o no de aplicar la denominación `azul' a esta o aquella gota. Lo que nos planteábamos era si la gota es azul.

Cuando toda nuestra argumentación se lleva a cabo en lenguaje-objeto y sin acudir a meta-lenguaje (ni siquiera a la mención); cuando lo único que figura en el razonamiento es un par de premisas y una regla de inferencia, sin que nada en esas premisas ni en la conclusión hable del lenguaje, ni de términos, ni nada así; cuando sucede eso ¿cómo nos vamos a quitar de encima el razonamiento achacando un defecto, sea el que fuere, a los términos usados (que no mencionados) en las premisas?

Sin embargo, los adeptos de la imputación verbal pueden alegar que implícitamente la aplicación de una regla de inferencia a unas premisas para extraer una conclusión se hace siempre en virtud de una metarregla de inferencia. Así el modus ponens nos habilita para concluir «q» a partir de «p» y «q si p»; mas eso lo hacemos porque nos atenemos --aun sin reparar en ello-- a una metarregla de inferencia, a saber que, cuando profesamos una regla de inferencia «A1, ..., An ∴ B» y admitimos como verdaderas ene premisas de las formas, respectivamente, de «A1», ..., «An», entonces estamos legitimados para, aplicando esa regla, extraer la respectiva conclusión de la forma «B».

Nos dan pánico esas consideraciones porque vemos asomar una regresión infinita, un problema de Aquiles y la tortuga. Si razonar --aplicar una regla de inferencia a unas premisas extrayendo una conclusión-- requiere valerse de una metarregla, ese «valerse de la metarregla» --ese metaprocedimiento en virtud del cual es racionalmente lícita la inferencia-- parecerá, por las mismas, tener que venir legitimado por una metametarregla y así al infinito. Problema que los lógicos conocen bien desde, como mínimo, Frege y Lewis Carroll, y que en general han resuelto o zanjado (cortando el nudo gordiano) postulando --tal vez gratuitamente-- que son superfluas las metarreglas; que la regla por sí misma basta y sobra para surtir su efecto; que, igual que la Ley no requiere una metaley que la haga vinculante, ni así sucesivamente, tampoco las reglas de inferencia lógicas que profesemos habrán menester de metarreglas de ningún género.

Mas, reconózcalo o no, la imputación verbal lo que está haciendo es precisamente eso, aducir la presencia validante o legitimadora de una metarregla, poniendo a la vez límites al campo de aplicabilidad válida o aceptable de esa metarregla.

La tesis de la imputación verbal lo que nos está diciendo en verdad es esto: para los casos en que los términos en presencia son intachables, o en todo caso están exentos del vicio que aquí se trata de diagnosticar y desentrañar, para todos esos casos es correcta la metarregla que valida la aplicación del silogismo disyuntivo. Mas deja de serlo cuando las premisas contengan ocurrencias de términos con ese vicio. No porque entonces sean falsas o sea incorrecto el silogismo disyuntivo, sino porque esa inferencia ya cae entonces fuera del ámbito de aplicabilidad lícita o legítima del silogismo disyuntivo; porque la metarregla que hemos de profesar validará el silogismo disyuntivo (o cualquier otra regla de inferencia) únicamente cuando todos los términos que figuren en las premisas sean términos en buena salud y sin ese vicio redhibitorio.

De manera más general, los adeptos de la imputación verbal lo que hacen es, en realidad, restringir el ámbito de aplicabilidad de las inferencias lógicamente correctas. No se trata de cambiar de lógica, de proponer modificaciones a la panoplia de reglas o pautas de inferencia que admitamos. Trátase de reconocer que esas pautas sólo pueden impunemente usarse cuando estemos profiriendo oraciones en las que no haya términos con el vicio en cuestión (posiblemente quedarían también fuera del campo de aplicabilidad de la inferencia lógica razonamientos en los que figuren vocablos con otros vicios).

Eso, sin embargo, no es ni tan sencillo ni tan inocente como pudiera parecer. Nuestras reflexiones iniciales --aquellas que daban origen al sorites-- estaban llevadas en lenguaje objeto y no mencionaban palabra alguna; dícesenos ahora, en cambio, que hemos de considerar reflexivamente todo el procedimiento inferencial para ver qué palabras hemos usado, y si alguna de ellas tiene el Vicio en cuestión. O sea, cada vez que razonemos habremos de dar un paso ulterior y, reflexivamente, escrutar los términos que hemos usado en nuestros razonamientos. Si alguno de ellos tiene el Vicio, el razonamiento tendrá que ser cuestionado o puesto entre paréntesis o entre signos de interrogación.

En vez de regresión infinita, estamos abocados a una progresión infinita, pero que no parece menos problemática. Tal vez los ángeles puedan dar en un tiempo finito --y, así se espera, corto-- todos esos pasos revalidatorios ulteriores, mas los humanos no podemos. Nos quedamos en tanganillas, pendiendo de un cabello sobre nuestras cabezas razonadoras la espada de Damocles del Vicio hasta aquí innombrado.

No, los adeptos de la imputación verbal no nos quieren tan mal como para someternos a ese calvario metalógico. Podemos estar confiados y tranquilos. En primer lugar, lo que nos dicen o vienen a decirnos es que las metarreglas no tiene uno necesidad de profesarlas, creerlas, verbalizarlas, sino que su operatividad es efectiva con que sean correctas de suyo y nosotros nos atengamos de hecho a ellas --igual que al hablar nos atenemos a muchas reglas lingüísticas que, sin embargo, no sabemos verbalizar o formular. Por eso, normalmente no tiene uno obligación de reparar en la metarregla para ser racional. Mas la metarregla válida restringe el ámbito de aplicabilidad de las reglas de inferencia a aquellos casos en los que las premisas no contengan términos semánticamente viciosos. Sólo cuando haya motivos para sospechar que así está sucediendo, sólo en esos casos excepcionales, hemos de fijarnos en el tenor de la metarregla y, tomándola en cuenta, abstenernos de seguir la pauta inferencial. O si, alternativamente, queremos seguir pudiendo usar pautas inferenciales cuando usemos o tengamos que seguir usando términos semánticamente viciosos, entonces, para esos casos únicamente, adoptar otra panoplia de reglas de inferencia. No --hay que insistir-- porque estén mal las reglas iniciales (en nuestro caso el silogismo disyuntivo), sino porque no están bien los términos en presencia. Las reglas inicialmente adoptadas son intachables, mas sólo en tanto en cuanto también sean intachables los términos involucrados en nuestro razonamiento.

¿Es satisfactoria esa solución? Le recuerda a uno otras soluciones que se han brindado para problemas similares en la historia de la filosofía, como el de atenerse a lo probable o lo verosímil, receta de los académicos, quienes, rechazando la certeza, y juzgando que hay siempre motivos racionales para dudar de todo, preconizan el seguir pensando, opinando y viviendo como si tuviéramos certeza, aferrándonos a lo probable o lo verosímil. Semejantemente Descartes adopta su moral por provisión.

En ambos casos es objetable el procedimiento. Una cosa es atenerse a lo probable o lo verosímil cuando uno desconoce que la creencia probable o verosímil merece de suyo tanta duda como cualquier otra. Otra cosa es hacer como que uno no se ha percatado de la absoluta dudabilidad de esas mismas creencias. Si no hay grados de dubitabilidad y si todo es dudoso o dubitable, el seguir aferrado a lo verosímil es practicar la fe del carbonero de una manera más irracional que la del carbonero. Es un vendarse los ojos.

Y algo parecido cabe objetar a la moral provisional cartesiana.

Y lo mismo vale en este caso.

Sin embargo, los que aducen el vicio lingüístico pueden al menos estimar que su situación no es tan mala como la de Arcesilao, Carnéades o Descartes, toda vez que, repare el razonador o no en la virtud o el vicio de los términos que usa, de hecho normalmente son virtuosos, y sólo ciertos términos, más o menos aislados, sufren el vicio semántico aún no precisado --sea el que fuere. Mas ésa es una esperanza infundada: si ese vicio es aquel rasgo en virtud del cual, aplicando una pauta inferencial dizque correcta --a saber, el silogismo disyuntivo--, alcanzamos una conclusión falsa e inadmisible en un sorites, entonces no es verdad que se trate de casos aislados. Todos los términos de observación están en ésas (Russell 63). Y --por la necesidad de disponer de criterios-- incluso los términos teoréticos, al menos los de muchas disciplinas.

Tal vez los adeptos de la imputación verbal pueden acudir a una actitud posmoderna, y acogerse a la precariedad y provisionalidad de cuanto hacemos. Sin embargo, es muy dudoso que eso sirva de nada, ni en esto ni en ningún otro campo. No se trata de negar la precariedad y provisionalidad, ni de aferrarse a ningún señuelo de fundamentación última e inconcusa. Trátase de que hay motivos para sospechar que la abrumadora mayoría de nuestros razonamientos involucran términos presuntamente defectuosos, que son aquellos cuya presencia acarrearía una suspensión de la vigencia de la metarregla de inferencia legitimadora. Y ello porque los sorites pueden fácilmente construirse usando palabras que designen colores, tamaños, perfiles, sabores, olores, sensaciones de dolor o cualesquiera otras, y usando palabras sobre artefactos (Unger 1979b); y sobre entes o rasgos geográficos, biológicos, zoológicos; y así sucesivamente.

Sería, pues, mucho mejor si halláramos una solución a las paradojas de los sorites sin tener que acudir a ningún presunto vicio semántico de los términos. Lo malo es que no se veía ninguna otra salida, ya que ni queríamos echar por la borda la premisa menor (que la gota g0 es azul) ni la mayor (el principio de similitud o sus corolarios) ni el silogismo disyuntivo.


§3.-- ¿Vaguedad?

Mas, antes de volver la mirada hacia una posible y plausible solución, parece que ya hemos abusado demasiado de la paciencia del lector y le debemos una aclaración de cuál vicio, o presunto vicio, es el que se estaría achacando a los términos esencialmente involucrados aquí.

La enfermedad, el defecto o vicio es, presuntamente, la vaguedad. Vaguedad que en la comunicación sería el defecto de la imprecisión (Russell 65; Schwartz 45-46; Sorensen 1989: 174-176; Dummett 206), algo que desde Frege se ve como el uso de lenguaje burdo, zafio, no pulido, no afilado (Heijenoort 35).

Lo malo es que este diagnóstico --o diagnóstico tentativo--, en vez de hacerse en unas cuantas páginas, casi todos los autores contemporáneos lo hacen en un par de líneas. Las más veces ni se presenta eso como un diagnóstico. Formúlase el sorites (con el ejemplo de nuestro reguero de Madrid a Colmenar o con cualquier otro) y ya está ahí la vaguedad --o así se afirma, mas se afirma como si no se estuviera diciendo un asunto opinable, sino como si se estuviera haciendo una constatación palmaria e inobjetable.

Si, razonando con pautas o reglas correctas a partir de premisas verdaderas, alcanzamos una conclusión errónea e inadmisible, es que los términos usados son viciosos o defectuosos. Y tan obvio y palmario sería que el presunto vicio de un adjetivo como el de `azul' es su dizque vaguedad, que eso no requeriría ningún paso justificatorio. Supuestamente «lo vemos», «lo intuimos» en el planteamiento mismo del problema.

Mas, en primer lugar, en el planteamiento mismo del problema no vemos ni percibimos nada sobre palabras porque no estamos hablando de palabras. Las usamos, no las mencionamos. Hasta prueba de lo contrario (y ya hemos visto que, aun suponiendo que la hubiera, nos dejaría en una situación de irracionalidad), sólo cabe cuestionarse la verdad de las premisas o la corrección de la regla de inferencia (silogismo disyuntivo), y no la virtud o el vicio de las palabras usadas en nuestros asertos o en nuestras prolaciones.

En segundo lugar, lo más que se habría mostrado desplegando el sorites y señalando lo inamovible e irrenunciable de las premisas y la regla de inferencia es que algo pasa en virtud de lo cual no cabe en este caso respetar la metarregla a la que normalmente nos atenemos para efectuar nuestras inferencias; o, dicho de otro modo, que esa metarregla no legitima casos de inferencias donde esté presente el algo en cuestión. Podría ser un algo que constituyera un rasgo pragmático del entorno de comunicación, p.ej. (Van Kerkhove 252; Walton 14, 233). Aun si aceptáramos que el algo en cuestión ha de ser forzosamente una propiedad semántica, todavía no está dicho que sea la dizque vaguedad. Eso no ha saltado a la vista. Ni saltará más tarde tampoco. No ya saltar a la vista, sino, más modestamente, venir dilucidada o señalada con el dedo tampoco le será posible mientras no se defina, al menos de manera tosca o aproximada.

Generalmente se abstienen de brindarnos una definición quienes proponen el diagnóstico de la vaguedad (insisto, no a título de diagnóstico sino como si fuera una constatación que se hiciera inobjetablemente con sólo plantear el problema). A veces están sugiriendo algo así como que la vaguedad es aquel vicio, sea el que fuere, por cuya culpa surge el sorites. Sin embargo, sobreentiéndese que es un rasgo semántico, que el culpable no es la realidad, sino el lenguaje (Sainsbury 1994; Bittner y Smith); que en la vaguedad asoma algún tipo especial de desajuste del lenguaje respecto a la realidad (Unger 1979a: 249; Rescher 1958: 245; Horgan 1994a: 179; Horgan 1998: 319-320; Keefe 15).

Desde luego no todos lo ven así. Unos pocos autores (poquísimos en verdad) hablan de vaguedad en las cosas mismas (Sylvan y Hyde 27; Hyde 659; Smith 219; Colyvan 88; Beall y Colyvan; Peacocke 133; Tye 1994: 2; Tye 2000: 195; Horgan 1994b: 121; Rolf 85; Eklund 34; Channell 201). De manera general, sin embargo, quienes diagnostican vaguedad juzgan estar diagnosticando un vicio de ciertas palabras que no afecta a las cosas.

Y, propóngannos o no una definición, suelen darnos una pauta para que veamos a grandes trazos qué están entendiendo por `vaguedad'. La vaguedad es --según lo apuntábamos siete párrafos más atrás-- una propiedad que tienen términos como los de color que impide que se pueda trazar una línea de demarcación entre aquello a lo que se aplica con verdad y lo que no (Verma 67-68, 71; Sainsbury 1991: 6; Graff 2002b: 54; Hospers 93; P. Engel 533). Así, un aserto en el que figure `azul' es vago porque es impreciso. Sería preciso si entendiéramos `azul' como lo que tiene una ondulación electromagnética de tantos angstroms, en un intervalo perfecta y explícitamente demarcado y establecido. No siendo así, en unos casos podemos tener manga ancha y en otros ajustarnos a mayor rigidez terminológica.

De donde cabe inferir que la vaguedad estriba en que se ha asignado a una palabra un campo en el que se aplica, otro en el que no, y un tercero en el que no se ha decidido nada (Alston 87, 96; Cooper 247).

En resumen, la lógica está hecha para un lenguaje sin vaguedad (Russell 65); cuando nos hallamos en presencia de la vaguedad, hay que acudir a expedientes, sean éstos los que fueren --que unos propondrán unos y otros otros.

Ese uso de la palabra `vaguedad' ¿es un uso técnico o coincide con el uso normal y corriente?

Hasta los autores con quienes estamos debatiendo reconocen que la palabra `vaguedad' en el habla común designa muy a menudo otro rasgo, otro defecto o vicio: el de la carencia de suficiente detalle relevante (Cfr. Brock 45; Burns 17; Devos 57). En esa acepción --tildada de filosóficamente ininteresante--, son vagas las declaraciones de un político que hace promesas sin detallar contenidos o plazos, sin comprometerse a nada preciso. Mas, según ellos, junto a ese uso filosóficamente ininteresante, habría otro uso, filosóficamente interesante que sería esa ausencia de bordes semánticamente demarcados, esa indecisión semántica.

En tal sentido dizque filosóficamente ininteresante, hay respuestas vagas (evasivas), alusiones vagas, descripciones vagas, propuestas vagas, proyectos vagos, señas vagas, indicaciones vagas (y también algunas más vagas que otras, o sea: que ofrecen menos detalle).

Sostenemos que en la prosa no filosófica no existe otro uso del adjetivo `vago' más que éste: una prolación vaga es la de una expresión carente del esperado detalle.

Sin embargo, lo central y medular del sentido filosóficamente relevante (si existiera) sería la presencia de esa franja intermedia, compuesta por entidades a las cuales resulta problemática la aplicación del predicado; y resulta problemática justamente por los principios de similitud y paridad, que conducen a sorites. Y eso no asoma en absoluto en las acepciones usuales de `vago'. Hay, pues, base para conjeturar que `vago' en el supuesto sentido filosóficamente relevante es un neologismo acuñado tal vez por Peirce y Russell a comienzos del siglo XX; lo que no quita para admitir que de la acepción pragmática de `vago' (una prolación vaga es la que es menos informativa de lo que era de esperar en el contexto comunicacional pertinente según las reglas de intercambio lingüístico que lo rigen) puede pasarse al sentido filosóficamente inventado por ser a veces las palabras que denotan propiedades difusas o graduales las que estén involucradas esencialmente en mensajes vagos, o en la expresión de pensamientos vagos, según lo hemos explicado más arriba.

Esencial en la supuesta acepción filosóficamente relevante sería una conexión con la gradualidad (Dubois et al. 27-28; Sylvan y Hyde 26; Labov 353; Bouchon-Meunier 9, 95; Kosko 19, 46, 155; Machina 58, 65; Gottwald 424; King 21; Vásconez; Edgington 375; Fuhrmann 4; Bobzien 227; P. Engel 534, 537; McGee y McLaughlin 239). Puede que al final no sea solución adecuada la que brinde un tratamiento gradualista, pero lo que no cabe es desechar de entrada el lazo entre eso que se llama `vaguedad' (en el supuesto sentido filosóficamente interesante) y la gradualidad al menos aparente.

La noción pragmática de lo vago (la única que parece estar recogida por los lexicógrafos) involucra un factor contextualmente variable; no es una noción semántica. Lo que es vago, según esto, no es un enunciado ni un vocablo, sino una prolación contextualmente determinada, y en un entorno dado de elocución, con relación a unas normas o pautas implícitas que rigen ese intercambio comunicativo (Raffman; Walton 53, 146; Burns 61).

Es curioso que quienes --a propósito de los predicados involucrados en la derivación de sorites-- hacen el diagnóstico de la vaguedad suelen apresurarse a aclarar que vaguedad y generalidad no son lo mismo (dícese a veces que no tienen nada que ver; Tiercelin 83, 85). Alégase que `non' es muy general, porque hay infinidad de números nones, mas no es vago.

Bien, ¡sea! ¿Por qué esa necesidad de insertar precipitadamente y como de pasada ese obiter dicitum? ¿Qué tan claro y patente es que la generalidad no es vaguedad? Y ¿de dónde vendrá la necesidad de aclarar y recordar el deslinde?

Yerran nuestros interlocutores. La vaguedad es, según lo hemos visto, un rasgo pragmático, no semántico. Muy a menudo las palabras crucial o esencialmente involucradas en asertos que tienen el defecto pragmático de la vaguedad son justamente palabras generales, de excesiva generalidad (Brock 49, n. 13). Aquello por lo cual resultan vagos los asertos en cuestión es que el contexto de elocución o comunicación está demandando (o haciendo que los oyentes esperen) un detalle que, p.ej., no puede suministrar el cuantificador existencial. Meditemos sobre estos ejemplos:

(1) -- ¿Cuántos hijos tiene?

-- Número non.

(2) -- ¿Dónde vivía D. Alonso Quijano?

-- En algún lugar de la Mancha.

(3) -- ¿Cuántos empleos netos se crearán en 2012?

-- Muchos.

(4) -- ¿Qué estatura tiene?

-- Es alto.

Suele decirse que una palabra tan general como el adjetivo `non' está exenta de vaguedad. Mas las palabras no son vagas. Sólo son vagos ciertos usos de las palabras. El adjetivo `non' suele emplearse en un contexto y de una manera que se evita la vaguedad. Mas en (1) su uso sí es vago. Porque la respuesta nos dice muy poco. Suponemos que su número de hijos no será de 999.999 (porque, si estamos hablando de un animal tan prolífico, la pregunta sería improcedente), mas la respuesta deja abiertas muchas opciones: 1, 3, 5, 7 (si bien cada una menos probable que las precedentes).

La vaguedad deliberada de Cervantes hace del segundo un ejemplo paradigmático. Es un recurso que, usado con menos tino, abunda en la pluma de escritores como Agatha Christie y algunos de sus personajes, para dar al relato una aureola de enigma (justamente porque se sustrae información, al no facilitarse detalle). Notemos que puede usarse para eso no sólo un cuantificador existencial sino también la disyunción: `Fuéronse a veranear al Caribe, o a Rodas o a algún sitio así'. Se está facilitando información, pero poca, insuficiente.

En el caso (3) tenemos una de las típicas promesas que al hombre de la calle le dan la impresión de compromisos fuertes luego incumplidos pero que al analista político le revelan la formulación hábil (o no tan hábil en ocasiones) de quien da a entender que hará esto o aquello (`¡Hombre! ¡Entendíase que serían por lo menos cien mil!') mas no lo ha prometido, no se ha comprometido a nada ni lo dejará incumplido.

El mayor interés para nuestro propósito lo ofrece el ejemplo (4), porque es el único, de nuestros cuatro ejemplos, en los que figura uno de esos términos que los autores con quienes discutimos en este artículo suelen tildar de `vagos'. El ejemplo es sumamente revelador.

Cuando uno pregunta qué estatura tiene Cecilio, o está solicitando una información que puede tener alguna consecuencia en un razonamiento práctico o, si no, es por pura curiosidad. Si lo primero, normalmente la mera clasificación de Cecilio como alto difícilmente allanará la tarea de llegar a la conclusión adecuada, por lo poco informativa que es. Si la respuesta hubiera sido `altísimo', sería mucho menos vaga. Y, sin embargo, `altísimo' es un adjetivo de similares características semánticas: si fuera cierto que `alto' tuviera una franja de indecisión o indeterminación, también la tendría `altísimo'. Mas, sabiendo que Cecilio es altísimo, puede uno pensar en emparejarlo en el baile del pueblo con Adela, p.ej. Alternativamente, pues, supongamos que la pregunta obedecía a mera curiosidad. Poco colaboradora es la persona que responde, poco propicia a apagar la inquieta sed de saber del interrogador. Éste hará bien en volver a preguntar, p.ej.: `Alto, ¿como quién? ¿Como mi hermano Alejandro, o más incluso?'

Así pues, es vago un aserto proferido en un contexto de comunicación o elocución cuando no facilita tanta información como está autorizado a esperar el interlocutor según las pautas del intercambio comunicativo. Es, en sentido derivado, vago un vocablo cuando es frecuente o probable su ocurrencia en asertos vagos.

Llegados a este punto, es urgente considerar el problema de si, entonces, la vaguedad tiene que ser sólo un rasgo que afecte a la comunicación con otros. ¿Puede uno decirse algo vago a sí mismo? ¿Por qué no? ¿No puede acaso tener pensamientos vagos, recuerdos vagos, emociones vagas?

El planteamiento que hemos hecho de lo vago permite que uno pueda decirse a sí mismo vaguedades. El fenómeno del autodesdoblamiento está muy bien estudiado y, comoquiera que se dilucide, parece claro que es un fenómeno bien real. Y da pie a los casos (ya más restringidos) de autoengaño o falsa conciencia. Uno se persuade de hacer algo, se recuerda una tarea, se refresca la memoria con una información pertinente. Llevado por la pereza, uno puede contentarse con decirse a sí mismo, p.ej., una vaguedad, en vez de hacer el esfuerzo para recordar la plena información pertinente.

Un recuerdo vago puede ser también una no-cooperación de nuestra memoria que nos juega la mala pasada de no decirnos todo, de no facilitarnos una información detallada. Tengemos el vago recuerdo de lo hemos visto en alguna discoteca, mas no recordamos en cuál ni cuándo ni en qué circunstancias. En eso nuestra memoria nos está «hablando» --metafóricamente-- con vaguedades.

Tiene uno emociones vagas, sensaciones vagas, presentimientos vagos, a saber: cuando nuestra capacidad de sentir, augurar, emocionarnos no nos facilita la detallada información que para ciertos usos estaríamos llevados a desear. Así, Moriana puede tener una emoción vaga respecto a la próxima boda de Álvaro: hay varias emociones, cada una de las cuales llevaría a un comportamiento diverso; no están bien perfiladas y lo que ella percibe en su introspección es esa vaguedad, la de sentirse emocionada, sin poder decir si es de celos, de alivio, de añoranza de un pasado noviazgo, de odio, tal vez un poco de todo. Vaguedad.

Es muy dudoso que las palabras cruciales en los sorites sean palabras especialmente vagas, o que sea particularmente frecuente el recurso a las mismas para hacer prolaciones vagas (salvo que, naturalmente, como la abrumadora mayoría de nuestras palabras son así, susceptibles de entrar en razonamientos de sorites, hay una enorme probabilidad de que haya palabras de ésas en prolaciones vagas, igual que la hay de que aparezcan en asertos descorteses, arriesgados, humildes, comedidos, ocurrentes, banales etc).

De suyo, pues, el problema de los sorites no es un problema de vaguedad. La vaguedad, el no facilitar el detalle esperable, no tiene nada que ver con los sorites.

¿En qué nos basamos para sostener que no se da en el habla común ninguna acepción de `vago' que sea ésa, «filosóficamente interesante», de una franja de indecisión o indeterminación?

Básamonos, en primer lugar, en el testimonio de los lexicógrafos. De existir un sentido de `vago' en el lenguaje corriente relevante para las discusiones filosóficas sobre problemas relacionados con los sorites, habría de venir lexicográficamente recogido en una acepción parecida a ésta: un predicado es vago cuando un usuario del idioma debidamente informado sabrá que se aplica a ciertas cosas, que no se aplica a otras, pero no podrá determinar si se aplica o no a otras cosas que forman una franja intermedia (ni podría llegar a determinarlo por más que ampliara su conocimiento).

Pues bien, no parece existir tal sentido recogido por los lexicógrafos, ni ninguno suficientemente parecido, salvo tal vez como una acepción nueva de inspiración justamente filosófico-lingüística.

Las acepciones de `vago' recogidas por los diccionarios suelen ser del siguiente tenor: no claramente expresado o delineado, inexplícito, indefinido (instrucciones vagas); indefinido en pensamiento o expresión (`habló vagamente sobre su futuro'); sin forma, figura o carácter definidos; no claramente definido; amorfo; no bien perfilado; oscuro, impreciso, sin nitidez. Los ejemplos más abundantes: planes vagos, ideas vagas, recuerdos vagos, sensaciones vagas; una vaga complicidad, un vago malestar; nociones vagas de algo.

No cabe duda de que se da algún parentesco entre una o varias de esas acepciones y el presunto sentido filosóficamente relevante de `vago'. Así, un dibujo vago, por lo difuminado de los contornos, p.ej., sin duda guarda similaridad con un predicado «vago» (en sentido dizque filosófico) en esto: hay puntos o zonas determinadamente internas, otras determinadamente externas, y hay puntos o zonas en una franja intermedia. Y algo así, o en cierto modo similar, se puede buscar en las otras acepciones.

Pero en verdad siempre encontramos que la vaguedad estriba en que falta el detalle, la información, que se esperaba. El dibujo es vago porque no retrata con exactitud una situación real o imaginaria, sino que la difumina.

Nos basamos, en segundo lugar, en un muestreo. No hemos encontrado ningún uso «filosóficamente interesante» de `vago' en ninguna obra del corpus al que hemos aplicado nuestro estudio lexicográfico (un corpus que incluía: una colección de fragmentos de periódicos; obras de historia; biografías; novelas en inglés, francés y español), al paso que hemos hallado numerosísimas ocurrencias de `vago' en el sentido pragmático (falta de detalle). [Nota]

Basámonos, en tercer lugar, en que los pocos ejemplos de atribuciones de vaguedad que, en la prosa de los filósofos, pueden parecer naturales (en vez de ser mero recurso a la jerga técnica) son casos en los cuales se puede entender perfectamente la vaguedad justamente como la sustracción de información esperable mediante el uso de palabras como `alto' o `rojo' sin matizaciones que restrinjan el campo de aplicación. Y en todos esos casos, está claro que lo que suscita la acusación de vaguedad no es la posibilidad de sorites, ni es la implícita gradualidad, sino el hecho de que la propiedad de que se trate venga atribuida sin ninguna indicación de grado, ni en términos absolutos (cual lo sería decir que es altísimo, o un poco alto) ni en términos relativos (`más alto que Leoncio').

Nos basamos por último en que nos resulta increíble la visión de las relaciones entre lenguaje y realidad con que habría que comulgar para aceptar vaguedad en el sentido de indeterminación o indecisión.

En efecto, la indecisión aquí en presencia no es meramente epistémica. Se ha dicho con razón que la teoría epistémica de la vaguedad de Timothy Williamson y Roy Sorensen en verdad elimina la vaguedad (Machina y Deutsch 17). (Más abajo compararemos someramente el tratamiento gradualista que proponemos con el epistémico de Williamson.) No sabemos ni podemos saber si en este instante el número de estrellas de nuestra galaxia es non (y, si eso no tiene sentido por la teoría de la relatividad, podría formularse otro ejemplo parecido). La ignorancia no es indeterminación o indecisión. Un ser omnisciente no tendría dificultad en «decidir» si A o no A (salvo que `A' sea vago en el sentido aquí cuestionado).

Entonces ¿qué es? Según lo sugerimos ya más arriba, la usual respuesta básica es que a un término vago, A, se le ha adjudicado o atribuido una extensión, una antiextensión y una tierra-de-nadie; se habría así facultado al locutor competente a llamar A a algo que esté en la extensión, a llamarlo no-A si está en la antiextensión, sin que haya una pauta clara, o única, o definitiva, sobre qué ha de decir de las cosas que están en la tierra de nadie.

Si aceptamos eso, no podemos decir que lo que aprendemos con el aprendizaje de las palabras son los entes designados por esas palabras. Ésta es la manera más simple y natural de ver esa relación. En el caso de verbos, adjetivos y similares los entes designados serán propiedades y relaciones. Si es correcto ese principio de correspondencia semántica, entonces es imposible que a un adjetivo como `azul' se le asignen separadamente esos tres cúmulos.

Por el principio de correspondencia semántica, el adjetivo `azul' designa una propiedad, la de ser azul. La negación, a tenor de ese principio, se aprenderá según una pauta general: dícese que es no-A de algo, X, en tanto en cuanto se dice de X que no es A, o sea en tanto en cuanto no tiene la propiedad designada por `A'. En cambio, a tenor de la propuesta de vaguedad o indeterminación, fijaríase, de un lado, el ámbito de `A'; de otro, independientemente, el de `no-A'; y finalmente el resto quedaría en la tierra de nadie. No está nada claro cuál sería la regla semántica de la negación `no'.

Por otro lado, o bien, a tenor de ese enfoque indeterminacional, el adjudicar `A' o `no-A' se hará en virtud de un criterio o no. Si no, es puramente arbitrario. Un lenguaje con tal arbitrariedad semántica sería inaprendible y seguramente inservible. Sería por pura enumeración como deslindaríamos lo A de lo no-A y de lo «indeterminado».

Si la adjudicación de `A' se hace con un criterio, ¿con cuál? ¿Será por el grado de A-idad? P.ej., ¿diremos de una gota que es azul cuando su grado de azulado sea al menos igual que el de la bandera de la Unión Europea? Con otras palabras, ¿estará el empleo atributivo, a secas, del adjetivo en función de su empleo comparativo u otros similares? (Ésta es la posición aristotélica. Cfr. Moline 406. Kennedy 66; Graff 2002a.) O, por el contrario, ¿será en función del grado de posesión de otra propiedad, p.ej. en función de una cierta relación con algún número? (En nuestro caso podría ser por el número de ondulaciones electromagnéticas.)

Lo segundo es inaplicable. No aprenderíamos nada. Aunque los colores sobrevengan en relaciones con números, está poco aceptada la idea de que son esas relaciones. Y, séanlo o no, de la correlación nos enteramos empíricamente. Es más, nuestra capacidad de observación usual, no asistida por instrumentos, no nos permite detectar esos números. Igual que vemos que Cecilio es alto sin ver que mide 1,70 (para esto necesitamos una vara).

Mas, si lo segundo es irrealista e inaplicable a una lengua natural, tampoco es creíble lo primero (que se nos autorice a decir `alto' cuando nos sea lícito decir que es más alto que esto o aquello, o que Fulano o Mengano, o que es alto con relación a tal paradigma). No lo es porque lo que en tales autorizaciones está involucrada es la pertinencia o relevancia pragmática, nada más. No hay paradigmas compartidos. Un grupo de hablantes, una comunidad, puede establecer este o aquel paradigma. El cúmulo de hablantes de un idioma natural no comparte ni puede compartir ningún paradigma. Puede que en tal cultura sea insólito (por hiperbólico) usar aseverativamente tal vocablo a secas hablando de un determinado objeto; en esa cultura habría que matizar, restringir. Sin embargo ese tipo de pautas son variables, movedizas, inestables y con fortísima tendencia a no ser compartidas más que por grupos reducidos, a menudo selectos.

¡Trátese de poner de acuerdo a cien hablantes del español para saber cuán azul ha de ser un objeto para que sea comunicacionalmente lícito decir que es azul! (En nuestro caso del goteo de Madrid a Colmenar, si se hace un cuestionario sobre «dónde trazar la raya», las respuestas serán para todos los gustos, aunque es verosímil que muchos digan que en ninguna parte.)

Los diagnosticadores de la vaguedad se ven frecuentemente abocados a una de estas dos soluciones:

(1ª) Las supervaluaciones: técnica de las precisificaciones legítimas; cada predicado vago puede legítimamente «precisificarse» de infinidad de maneras, cada una de las cuales divide a lo real en dos campos mutuamente excluyentes pero juntamente exhaustivos, la extensión y la antiextensión; una verdad lógica es válida si lo sería bajo cualquier precisificación legítima (Fine, Keefe). Entre los inconvenientes de esa idea está que así se hace depender el valor veritativo que tiene un enunciado de los que tendrían sus partes si, en vez de significar lo que significan, se rigieran por una semántica diversa.

(2ª) Las vaguedades de órdenes superiores: para no tener que decir que la gota g5 es azul mientras que el azulado de la g6 está en el limbo de la indeterminación o tierra de nadie, se dirá, p.ej., que es vago o indeterminado no sólo si la gota g6 es azul, sino también si es indeterminado que sea azul o no lo sea; y también es indeterminado o vago que eso sea vago o indeterminado; etc. (Cfr. Hyde 1994, Wright, Williamson 1999.) Poca imaginación hace falta para darse cuenta de que la teoría será inefable o acabará diciendo algo que ponga a la vaguedad en un aprieto, en el del corte brusco y tajante, perfecta y súbitamente marcado por una impecable línea de demarcación, entre lo que es azul y lo otro (lo que es vagamente ... vagamente azul, con el adverbio repetido infinitas veces); línea que, de reconocerse, arruina el propósito del enfoque en cuestión, que es el de evitar toda determinación, toda demarcación o delimitación entre lo azul y lo otro.

Así pues, ni resulta plausible que haya vaguedad en el sentido dizque filosóficamente interesante ni, de haberla, parece que se resuelvan los problemas.


§4.-- Un tratamiento gradualista

¿Cómo pueden resolverse? Nos limitaremos aquí a un par de líneas para acusar al silogismo disyuntivo. Lo imprescindible del silogismo disyuntivo viene de que se confunde la negación simple, débil, natural, con la negación fuerte o total, el `no... en absoluto'. El silogismo disyuntivo vale para la última, no para la primera.

Cuando hay orballo, llueve y no llueve. Como llueve, llueve o el mar es rojo. Como llueve o el mar es rojo, y no llueve, el mar es rojo. Eso valdría si valiera el silogismo disyuntivo. Mas no, no vale, porque hemos dicho meramente `no', no `no ... en absoluto'. Y es que, al haber orballo o garúa, llueve y no llueve mas no sucede en absoluto que no llueva en absoluto (ni por ende es verdad que llueva y no llueva en absoluto).

La confusión de las dos negaciones ha llevado a mal formular el principio de paridad como un condicional (el principio de preservación): Si gn es azul, también lo es gn+1 (Unger 1979c: 182). ¡Craso error! Porque la penúltima gota, g9999, que cae antes de llegar a Colmenar es, todavía, [un poco] azul; poquísimo, sí, pero algo. La última, g10000, la cual cae al entrar en la localidad colmenareña, ya no tiene nada de azul, ya es totalmente roja. Como g9999 es y no es azul (mucho más no-azul que azul), es verdad (en un grado, además, bastante alto) que o g9999 no es azul o g10000 sí es azul. Lo que es en cambio totalmente falso es que, si g9999 es azul, también lo es g10000; es falso, totalmente falso, ese condicional porque tiene una prótasis que es un poquitirrinín verdadera, al paso que la apódosis es enteramente falsa.

Según este tratamiento, `es rojo' y `es azul' denotan propiedades difusas, graduales: «rojo (x)», aplicado a un objeto, x, da como resultado un aserto al que corresponde un valor veritativo, o sea un grado de verdad o de falsedad entre -∞ y +∞ (ambos inclusive).

La disyunción «p o q» tiene como valor veritativo el más alto de los dos disyuntos; la conyunción, el más bajo; la mera o simple negación, `no' (`N'), el resultado de aplicar la operación `-'; para la supernegación, o negación fuerte, `¬', o sea el `no ... en absoluto', tenemos --como podía preverse sin la menor sorpresa-- que el valor veritativo de «¬p» será -∞ salvo si el de «p» es, justamente, -∞, y en tal caso será +∞.

Todos los valores veritativos son grados de verdad salvo -∞; todos son también grados de falsedad salvo +∞. (En la jerga técnico-lógica son, pues, valores designados todos salvo -∞.) El condicional, «p⊃q» («Si p, entonces q») se define igual que en la lógica clásica: «¬p∨q».

Así, son válidos los principios de similitud, paridad y continuación. No valen ni el principio de preservación ni el silogismo disyuntivo para la negación simple, `N' (aunque sí vale para la negación fuerte, `¬').

Es instructivo comparar ese enfoque con el epistémico de Williamson (1994, Cap. 7º; 1996: 39-42), mucho más ampliamente difundido. Para éste, no vale ninguno de los principios de similitud, paridad, continuación y preservación; en él se mantiene la lógica clásica y se descarta toda distinción de negaciones. Así pues, según Williamson, aléticamente no hay imprecisión, vaguedad, indeterminación, gradualidad, tierra de nadie ni cosa que se parezca a nada de todo eso; pero epistémicamente sí; la «vaguedad» es incognoscibilidad, falta de claridad: no podemos saber qué gota es la última azul en el reguero de Madrid a Colmenar, ni cuál es la primera roja. Hay, eso sí, un cierto número n tal que gn es la última gota claramente azul, y de ella sabemos que es azul; mas no podemos saber si gn+1 es azul o si es roja, ni tampoco podemos saber que gn es la última gota claramente azul (que sea la última gota claramente azul no entraña que sea claramente la última gota claramente azul).

Curiosamente ambos enfoques coinciden en reconocer un borde, una frontera, entre lo azul y lo rojo (o sea la existencia de una gota, gm tal que gm es azul y gm+1 es roja). A diferencia de esa tesis común a ambos enfoques, lo más frecuente es hacer estribar la cualidad que causaría los sorites en una falta de borde. Mas, a la vez, hay una discrepancia fundamental entre el enfoque gradualista y el epistémico. Para éste último, el borde es único, es un corte tajante o punto de cesura; al paso que el enfoque gradualista entiende que hay una multitud de tales bordes, que forman una franja ancha, cada uno de cuyos puntos es una frontera: hay bordes, no un único borde.

Creemos que el diagnóstico gradualista es simple, diáfano y natural. Y la solución es fácil y cómoda. Basta con deslindar las dos negaciones, la clásica, negación total, de la negación más débil, que es el mero `no' y que no tiene tanta fuerza excluyente. No tenemos que someter las metarreglas de inferencia a complicaciones, ni desencadenar una regresión viciosa. La última palabra es clara y sencilla: ¿cuáles de las diez mil y una gotas son azules? Salvo una, todas lo son en alguna medida; unas son más azules que otras. O sea, lo que ya sabíamos. Lo que, en aras de tener una sola negación, habían tratado de olvidar los lógicos.

Comparación entre los enfoques gradualista y epistémico

gradualista epistémico
(1) Hay un n tal que gn no es roja y gn+1 es roja (1)
(3) No-(2) [en absoluto] (2) Hay un n tal que gn no es roja en absoluto y gn+1 es totalmente roja
(4) No-(3) [en absoluto] (3) Para cualesquiera m,n, si gn y gm no son rojas pero gn+1 y gm+1 sí lo son, n=m
[unicidad]
(5) ∀n(gn-1 es roja o gn no lo es)
[principio de paridad]
[=: ∀nN(gn es roja y gn-1 no es roja)
(principio de continuación) ]
(6) No-(5) [en absoluto]
(7) Hay un n tal que gn es y no es roja (8) No-(7) [en absoluto]
(8 bis) Si x es y no es roja, entonces p
(10) No-(9) [en absoluto] (9) Hay un n tal que es totalmente imposible creer racionalmente que gn es roja y es totalmente imposible creer racionalmente que gn no es roja
(12) No-(11) [en absoluto]
[= ∀n,m(Si n>m entonces gm es menos roja que gn) ]
(11) Hay n>m tales que gn es igual de roja que gm
(14) No podemos percibir cuán roja es gn (para cierto n) (14) (reformulada así: No podemos percibir si gn es roja)

Recapitulando los resultados alcanzados, podemos decir que sólo caben dos salidas ante la paradoja del sorites: o una de las premisas no es verdadera en absoluto, o la regla de inferencia no es válida. Por incurrir en serias dificultades, quedó excluida una tercera vía para obviar la conclusión: el recurrir a una imputación verbal; la paradoja no se genera por culpa de la vaguedad de las palabras. Nuestra estrategia consitió en mantener la verdad de las premisas, especialmente de la premisa mayor, interpretada como el principio de similitud, en base a que perceptualmente nos es imposible discriminar entre un par de objetos adyacentes en la serie sorítica. El conservar la premisa mayor nos permitió explicar el tránsito del primer miembro de la serie al último: el cambio es gradual, imperceptible, paso a paso; el fenómeno subyacente es la gradualidad de las propiedades involucradas. Consiguientemente, si las premisas no son falsas, se reconoció la necesidad de invalidar el silogismo disyuntivo para la negación débil, que es una negación no clásica.


§5.-- Bibliografía













De una discusión en el Internet extraemos esta cita: «No me parece bien ahí la palabra `describir', sino que preferiría algo más vago, p.ej. `indicar' o `sugerir'»; la discusión giraba en torno a ejemplos, ideales o modelos que describirían pautas de justicia. Más de una vez se encuentra usada la locución `vagas generalidades', un oxímoron para los autores cuyas tesis estamos debatiendo.