Lorenzo Peña
La igualdad intelectual como principio de lo múltiple en el pensamiento del Cusano

publ. en Anuario Filosófico vol. 28
Universidad de Navarra, 1995
pp. 711-736
ISSN 0066-5215


Sumario
  1. De la unidad a la pluralidad
  2. La igualdad intelectual y la segunda unidad
  3. Las diferencias de grado como realizaciones de una unidad de opuestos en el mundo sensible
  4. Conclusión

Constituye el mayor título de gloria del Cusano su magno esfuerzo por concebir a Dios de una manera que lo haga escapar cabalmente y de veras a cualquier finitud o circunscripción, situándolo allende cualquier linde. Para alcanzar ese propósito, el Cardenal trata de ver a Dios en una coincidencia radical de opuestos (o aun, en escritos de madurez, en algo así como una transcoincidencia de los contradictorios). De ese modo, Dios escapa a cualquier delimitación, ya que lo que en sí realice tal coincidencia no podrá estar sujeto a ningún constreñimiento, a ninguna limitación. Lo limitado estará aquí y no allá, tendrá esto y no aquello. Lo que tenga todas las determinaciones en una coincidencia sin residuo transcenderá a esas mismas determinaciones. Haya estado o no coronado por el éxito el intento cusaniano, lo que es seguro es que ni resulta baladí ni nos puede ser indiferente, si buscamos una conceptualización satisfactoria --o menos insatisfactoria que otras-- de lo divino, de la Raíz última de lo real.

Al indagar esos temas, el Cusano va a toparse con el problema de las relaciones entre las criaturas y el creador. Su propósito no era, ni podía ser, tan sólo el de ofrecer una conceptualización del ser mismo de Dios, sino que había de incluir un estudio de cómo es Dios la raíz y causa de todos los demás entes.

Es ese segundo aspecto de su pensamiento lo que se estudia en el presente artículo. Para cualquier persona familiarizada con la tradición neoplatónica estará clara la filiación del pensamiento cusaniano. Sin embargo, en el marco del presente trabajo ni se abordarán esos problemas de influencias recibidas por nuestro filósofo o por él ejercidas en ulteriores pensadores, ni tampoco se discutirán interpretaciones de su obra filosófica discrepantes de la propuesta por el autor de estas líneas. No porque tales tareas carezcan de interés, evidentemente.

Ese artículo será un comentario de unos cuantos pasajes en los que el Cardenal Nicolás de Cusa ha plasmado de manera particularmente percutante su concepción de las relaciones de las criaturas al Creador, por medio de su teoría de las cuatro unidades. Siendo muchos los pasajes de la obra filosófica cusaniana en que se perfila esa concepción, el presente artículo --por razón de espacio-- se centra exclusivamente en el De coniecturis. Ocasionalmente se citará algún otro pasaje. El estudioso asiduo de la obra cusaniana podrá apreciar cómo la temática aquí abordada resurge pujante en una serie de escritos de los años 1453 a 1459, y de nuevo 1462-64, como son: De visione Dei, Complementum theologicum, De aequalitate, De principio, De venatione sapientiae, De ludo globi, Compendium. La enorme riqueza y abundancia de tales textos desborda con mucho los límites de un artículo. Y de todos modos el texto del De coniecturis contiene lo esencial.

Citaré la obra del Cusano según la edición bilingüe en tres tomos (texto original latino más traducción alemana) de Leo Gabriel, Editorial Herder de Viena, 1964-67. En cada cita, el número romano indica el tomo y el arábigo la página del texto latino.


§1.-- De la unidad a la pluralidad

La opción del Cusano por la conjetura como único procedimiento accesible para nuestro conocimiento se basa en lo que él ve a la vez como una fuerza y una debilidad de nuestra capacidad cognoscitiva. Fuerza, su poder --dado por ser imagen y semejanza del de Dios-- para crear; sólo que no puede crear realidades --lo cual, evidentemente, le está reservado a Dios--, sino entidades puramente mentales, que son precisamente las conjeturas. Debilidad, en cuanto que nuestro conocimiento no tiene ningún acceso garantizado al mundo, ninguna garantía gnoseológica que, por una vía de contacto inmediato, le ofrezca la realidad del mundo en una presencia plenamente autocertificativa. A falta de lo cual, nuestro pensamiento ha de acudir a su propia iniciativa, a forjarse él mismo sus juicios acerca de la realidad.

Nuestro pensamiento no puede avanzar más que por operaciones en las que se sienta seguro de lo que hace, competente para hacerlo; allí donde la tarea es una para la que él esté habilitado. Eso sólo sucede cuando se trate de medir, comparar, calibrar, aquilatar; porque así nuestro conocimiento, aportando (conjeturalmente, desde luego) una medida, puede establecer las comparaciones que sean menester. De ahí que aquello que vaya más allá de la medida escapa a esa posibilidad cognoscitiva nuestra. Mas eso no significa que, allí donde la medida y la medición se terminan, ya no quepa más que la pura ignorancia. En ese terreno ábrese, en una efable inefabilidad, un resquicio, el de una superconjetura, que es un salto, un paso al límite en el cual la medición viene trocada en no-medición, las comparaciones en ultra-comparación, el más en un absoluto máximo. Tal es el género de conocimiento hiperconjetural de lo divino que el Cardenal reconoce a los humanos.

Que se correspondan a la realidad nuestros juicios --puramente conjeturales-- es algo que también juzgamos; mas de nuevo ese juicio es conjetura, no certificación que nos viniera dada. Su carácter conjetural no va en desmedro de su valor cognoscitivo. Lo único que acarrea es una ausencia de garantía última, absoluta, inconcusa. A un tejido de conjeturas sólo cabe oponer otro tejido de conjeturas. Unas serán más plausibles que otras; mas los patrones de plausibilidad sólo pueden venir dados por ulteriores conjeturas. Eso no conlleva escepticismo más que si por tal se entiende negación o puesta en tela de juicio de la existencia de conocimiento, entendiéndose éste último en un sentido que, por definición, sea mucho más que un mero estar en la verdad; p.ej. un estar en la verdad con garantía plena, última e inderrotable de que así es. Para el Cusano no hay garantías tales.

Como nuestra marcha hacia una ulterior adquisición de nuevos conocimientos es, pues, conjetural, imita al obrar divino en esto: en que nuestro pensamiento procede a partir de sí mismo y vuelve a sí mismo (II, 6). En esa marcha enfréntase nuestro pensamiento a una dificultad que es, en esencia, la que subyace a la dilucidación de cualquier creación o emanación: ¿cómo puede lo que en su origen es uno, igual, compacto, unido consigo mismo en íntima conexión, ser raíz de pluralidad, desigualdad, división?

Para el Cusano la explicación del enigma estriba en reconocer la coincidencia de los opuestos en la raíz creadora. Es lo que él, insistentemente, denomina el carácter unitrino, tanto de Dios cuanto de su imagen, que es nuestra capacidad cognoscitiva. La unidad puede ser origen último de la pluralidad y diversidad porque en ella está ya la pluralidad; sólo que en ella la pluralidad, que se da se da como unidad, es unidad. La igualdad puede ser raíz de la desigualdad porque ella encierra ya la desigualdad; mas la encierra de tal manera que en ella la desigualdad es igualdad. Asimismo la unión o conexión puede dar origen a la desunión porque en la conexión misma está la desunión, sólo que en ella la división o desunión no es tal, sino que es unión.

Hemos visto que nuestro pensamiento sólo puede avanzar por medio de lo único que le proporciona seguridad, firmeza en su andadura, y que esto es la medición, la comparación cuantificada. Conocer --el conocer humano-- es comparar, cotejar, distinguir, discernir; hallar las desigualdades entre las cosas, los más y los menos. Quien no distingue unos árboles de otros no sabe de árboles. Quien los distingue sólo por un golpe de vista sabe poco. Sabe mucho quien puede determinar que los castaños son tanto más altos o bajos que los abedules, p.ej., y el verde de sus hojas tanto más oscuro o claro, y que la redondez de su tronco guarda tal o cual proporción con la de los otros árboles, y así sucesivamente. Si no, no pasamos del «no sé qué»: no somos capaces de dilucidar ese golpe de vista y nuestro conocimiento es meramente sensible, no intelectual. El intelecto opera, pues, por distinciones, comparaciones que aprecian las desigualdades y las presuponen.

Mas esa medición comparativa conlleva y presupone el número. El número es lo primero que viene presupuesto por la pluralidad (II 10). Para que haya varias cosas lo primero que hace falta es que se dé un más-de-uno, o sea que sean, en efecto, un número de cosas, en vez de una sola. Donde no se dé simplicidad absoluta, habrá composición. Para que haya composición, tendrá que haber pluralidad de componentes. Y ésta conlleva el número. Para que podamos comparar, tendremos que empezar constatando una pluralidad ante nosotros de entes por comparar; y esos entes tendrán que poseer alguna complejidad, porque difícilmente serían comparables entre sí entes pura y absolutamente simples. Igualmente, las comparaciones acarrean y requieren la cantidad, y por lo tanto el número: para que las hojas del abedul sean más verdes que las del álamo, será menester que lo sean en una proporción determinada, en un tanto, en una cantidad medible; y esa cantidad mensurable acarrea el número. (No puede darse que los chopos sean --como promedio-- más altos que las encinas sin serlo en ninguna diferencia determinada, sin ser tanto o cuanto más altos.)

Eso lo lleva a nuestro filósofo a conjeturar que el número posee cierta primacía con relación a lo numerado (II 10). Para nosotros los números son presupuestos a los que, al menos en cierto sentido, cabe calificar de últimos, según lo acabamos de ver --toda vez que están presupuestos por cualesquiera operaciones de medición y comparación. Puesto que la andadura de nuestro conocimiento conjetural reproduce, en nuestra mente, el proceso real de producción creativa del mundo por Dios, esas mismas consideraciones llevan a atisbar una similar prioridad del número respecto de lo numerado, o sea: a conjeturar una anterioridad del número con relación a las criaturas.

Por un lado, Dios, pura unidad simplicísima, ha de estar más allá del número, pues en él no hay pluralidad (o, más bien, en él la pluralidad está absorbida totalmente y sin residuo en la no-pluralidad). Por otro lado, en las criaturas mismas ya no tenemos número, sino lo numerado, lo plural, lo múltiple, variado y desigual. De ahí la necesidad de buscar una mediación, un lugar apropiado para el número; lugar intermedio, donde la unidad tienda a la pluralidad; lugar por debajo de la unidad pura, pero por encima de la variedad de lo numerado.

El Cusano se va a servir para ello de los célebres esquemas del emanatismo neoplatónico, a los cuales acude profusamente. No entra en los límites de este ensayo discutir qué sentido quepa otorgar a esos esquemas en sus versiones originales. Mas en lo tocante al Cardenal, está excluido que conlleven una visión de las cosas que arruine la idea de creación. Al contrario, su utilización de tales esquemas ofrece una manera atractiva y perspicua de esclarecer la noción misma de creación.

Por supuesto, alguien puede siempre pensar que, así vista, la creación ya no es creación en algún sentido especial y recalcitrantemente fortísimo que a él le sea caro. Lo malo de tales posiciones es que tienden a zanjar las disputas a golpe de estipulación definicional. Que la filosofía del Cusano no sea compatible con una visión de la creación que sea la profesada por otros filósofos es algo perfectamente concebible y verosímil; que, por ello, sólo por ello, no merezca la denominación de ser una concepción de la creación, es algo la mar de problemático y hasta de implausible, en la medida en que, a pesar de las discrepancias, quepa hallar un núcleo claramente asignable de doctrina común, cuya presencia en la filosofía cusaniana aleje decididamente a ésta de cualquier visión de las cosas en las que o no haya producción de los seres finitos por Dios o tal producción sea de una índole enteramente distinta de la que usualmente se reputa como creación --p.ej. una acción demiúrgica.

Cerrado este paréntesis, retomamos nuestro recorrido en pos del descubrimiento del lugar de los números tanto en la economía (cognoscitiva) de nuestro pensamiento cuanto en la economía (perteneciente al orden de la producción real) del cosmos. Ese lugar es el del intelecto.

El Cusano concibe a Dios siempre en una trialidad de facetas, que son la unidad, la igualdad y la conexión. No hay unidad perfecta sin auto-igualdad exacta y precisa de lo que se encuentre en tal unidad, y sin vínculo íntimo de ello consigo mismo. Ni hay conexión cabal e íntima sin igualdad. Ni igualdad sin unidad y unión, ya que, en la medida en que haya variedad, pluralidad, diversidad, desunión, habrá desigualdad (II 16). Conque las tres facetas son realmente una sola realidad y son inseparables entre sí. En su perfección, esas tres facetas o dimensiones son Dios mismo en el misterio de su trinidad. Omnia autem in Deo Deus. Al otro extremo, tenemos el mundo de los cuerpos, de lo sensible, donde impera la desigualdad, la variedad, la desunión. Entre ambos, el Cardenal sitúa dos pisos intermedios de la realidad: el del intelecto y el de la mente. Aunque no puede, ni mucho menos, asimilarse automáticamente a la divinidad sin más con la unidad, ni a la igualdad con el intelecto, ni a la unión o conexión con la mente (y no puede hacerse porque el plano o esfera del intelecto va a comprender tanto al divino cuanto a intelectos creados, mientras que el plano de la mente va a concebirse sobre todo como el de las almas), lo que sí parece estar claro es que la tríada de Dios, el intelecto y la mente refleja y reproduce, de algún modo, la propia trialidad interna de Dios. Dios es unidad, igualdad y conexión perfectas. Mas en esa triple faceta, es ante todo y sobre todo unidad. Es caracterizable --en la medida en que, muy impropiamente, lo sea para nosotros-- como pura unidad, de suerte que en él no sólo la variedad esté absorbida sin residuo en la unidad, sino que la igualdad sea, ante todo, unidad, y lo propio suceda con la unión o conexión: tan Uno es que --¡digámoslo así!-- ni siquiera necesita un nexo consigo mismo de igualdad, ni ningún otro, sino que hace los efectos o las veces de ese vínculo la propia y misma unidad.

Eso puede leerse recelosamente como un resabio de subordinacionismo. El Cardenal ha sido asiduo en frecuentar textos de la patrística y pseudo-patrística griega que pueden prestarse a lecturas subordinacionistas. Otras veces, sin embargo, a la luz de la tónica general de su pensamiento puede dar la impresión de modalismo. En verdad, sería anticaritativo el aferrarse unilateralmente a unos textos en detrimento de otros. Que se contradigan no es de extrañar, tratándose del filósofo que ha insistido, más que ningún otro, en que la validez del principio de no contradicción se limita a las criaturas, porque Dios se halla en una coincidencia de opuestos (y, en verdad, hasta más allá de la coincidencia, en una situación en que la propia coincidencia de opuestos viene transmutada en una supercoincidencia, en la cual los opuestos ya no se oponen, sino que uno de ellos queda absorbido sin residuo en el otro).

Si Dios, en su unidad originaria, es, por consiguiente, unidad, y si en él están la igualdad y la conexión sólo como facetas de esa unidad, es que en esa unidad --a la que, con expresión dionisiana, llama nuestro autor supradivina--, más que darse una coincidencia copulativa de opuestos, se da un allende tal coincidencia, mejor expresable (o menos mal-expresable) por neutrodicciones, de la forma «ni...ni». La negación es superior a la afirmación, porque la afirmación, en su positividad, delimita, determina, ciñe, circunscribe. Dios es mejor expresable diciendo que ni es ni no-es ni tampoco es-o-no-es ni es-y-no-es ni ni-es-ni-no-es. De esa unidad dice el Cusano que es penitus diuina seu absoluta. Ese `penitus', `totalmente', merece notarse, porque claramente está indicando que la unidad siguiente, aunque non penitus diuina, no será tampoco penitus non-diuina. La unidad del intelecto, la que es, por antonomasia, Igualdad, es, también, divina, mas no es LA unidad [supra]divina.

Eso es así, con propiedad (o con menos impropiedad) de Dios en sí, de Dios como unidad, de Dios en su unidad. Dios no se circunscribe, desde luego, a la primera persona de la Trinidad, mas sí que es cierto que, en su unidad, es concebible ante todo por esa primera persona, que es origen último y absoluto, puesto que las otras dos facetas poseen alguna derivación, un origen.


§2.-- La igualdad intelectual y la segunda unidad

La unidad suprema, la unidad por antonomasia, esa unidad divina o supradivina de Dios en su propio ser, está así caracterizada ante todo como la del origen último, es una unidad allende la coincidencia de opuestos. Un allende que no significa que ahí no se esté dando tal coincidencia --sólo que en ese plano supremo la transmutación de uno de los opuestos en el extremo perfecto es sin residuo, y así la coincidencia de opuestos es coincidencia plena de no-opuestos. La siguiente unidad ya no podrá ser idéntica a esa, pues entonces sería la misma, no otra. Esa unidad siguiente es caracterizable ante todo por la segunda faceta implícita e ínsita en la primera unidad, o sea: por la igualdad.

En la unidad pura, plena, absoluta, original, se da igualdad (igualdad asimismo pura y cabal). Mas en ella la igualdad lo es de lo uno que, en su unidad sin reservas, no tiene desigual, ya que lo desigual, en esa unidad, no es tal, sino que es --plenamente-- igual.

En la segunda unidad, los opuestos van a coincidir de otra manera, sin perder del todo su respectiva entidad, su naturaleza o fisonomía propias y específicas. Vamos a asistir aquí a una coincidencia de opuestos en la que ambos términos o extremos de cada oposición se mantienen, sin que uno de ellos desaparezca absorbido sin reservas por el otro. Sin embargo, la coincidencia de opuestos propia de la segunda unidad también va a ser una coincidencia perfecta. Y es que esa segunda unidad, que ya no es divina o, mejor, supradivina, es la del intelecto, y, tratándose del intelecto, se trata, en primerísimo lugar, del divino. Esta esfera de la segunda unidad va a comprender, de modos diversos, al intelecto increado y a los intelectos creados, mas bajo la hegemonía del primero. Y, sin caer, ni mucho menos, en una identificación errónea de la segunda persona de la trinidad divina con el intelecto divino --como si la primera y la tercera no entendieran, o sólo lo hicieran con un entendimiento ajeno--, lo que desde luego sí viene a proponer el Cardenal es una asociación especial, difícilmente efable, entre el intelecto y la segunda persona. No es, para él, casual la selección de palabras escriturarias al respecto, como la del Verbo. (Cf. De aequalitate, III, 390ss, donde se desarrolla el tema trinitario, acentuándose con vigor la asociación entre Verbo, Intelecto, e Igualdad subsistente.)

Mas ya sabemos que para el Cusano esta segunda persona de la trinidad es la igualdad. De ahí que vayamos a toparnos, a lo largo de una abundantísima serie de escritos cusanianos, con una asimilación (o asociación, o correlación) entre la igualdad, el intelecto, la faceta divina de Dios-como-origen o raíz de lo múltiple, y una coincidencia de opuestos en la que éstos coinciden plenamente mas sin que uno desaparezca en el otro sin residuo.

Retomando un tema platónico, el Cusano se va a plantear el problema de cómo, y a qué cosas, es igual la igualdad pura y plena del intelecto. Que la igualdad (cabal) es propia del intelecto es algo que le resulta claro, ya que sólo nos elevamos por el entendimiento a la noción de una igualdad perfecta. En lo sensible vemos siempre una mezcla de igualdad y desigualdad. No hay dos cosas sensibles perfectamente iguales. Ni hay tampoco cuatro cosas que sean igual de desiguales dos a dos; en lo sensible ni siquiera son iguales las igualdades --hasta donde las hay--; antes bien, cualesquiera dos desigualdades son, en mayor o menor grado, desiguales entre sí (cf. III, 662).

La igualdad plena no se da, pues, en el ámbito de lo sensible, sino más allá de él, en la esfera del intelecto. Mas ¿qué cosas vienen unidas por esa igualdad? Ante todo podemos, sin esfuerzo, admitir que aquellas cosas que, entre sí, están unidas mediante un nexo de igualdad son las iguales.

Hay que preguntarse inmediatamente cuál es la relación entre esos iguales y la igualdad. Sabemos que la igualdad une a los iguales, mas aún no sabemos cuáles sean éstos. O bien son iguales a la igualdad, o bien no. Si no, son desiguales; desiguales a la igualdad, y por lo tanto desiguales. El Cusano, lo mismo que Platón, aplica en sus razonamientos una regla de cercenamiento: lo que tiene tal determinación con respecto a tal entidad, tiene tal determinación [a secas]. Ama quien ama a alguien. Odia quien a alguien odia. Es igual lo que es igual a algo. Es desigual lo que es desigual a algo. Si los iguales por antonomasia, aquellos que vienen unidos por la igualdad, son diversos de la igualdad misma, entonces son desiguales a ella; si son desiguales a ella, son desiguales a algo; si son desiguales a algo, son desiguales. Luego esos iguales «son» la igualdad. Es ésta la que es igual, sumamente igual. Igual ¿a qué? A sí misma, claro. A lo igual, o sea a sí misma. Y ¿qué es con relación a los otros entes, a los desiguales? Si la igualdad intelectual sólo uniera a lo igual, ella sería a la vez igual y desigual. Porque, si deja de unir a un ente consigo misma, entonces ella es desigual de ese ente, al no haber entonces una relación de igualdad entre el ente en cuestión y la igualdad misma. Ahora bien, si la igualdad es desigual de ese ente, es desigual de algo y, por ende, es desigual. Como no es desigual, sino máximamente igual, no es desigual de nada, sino igual a todo. De ahí que en el ámbito del intelecto todo se halle igualado. Es ésa la coincidencia de opuestos propia de dicho ámbito.

Puesto que, en el ámbito de la igualdad o del intelecto, la igualdad no es desigual a nada, sino que es igual a todo, resulta que en ese ámbito todo es igual, dados los rasgos de la igualdad, que es una relación simétrica y transitiva. Si A es igual a B, B es igual a A. Si A y B son iguales, y si B y C son iguales, A es igual a C. En ese ámbito, pues, todo es igual.

De ahí que, en ese ámbito, todos los números, en particular, sean iguales. En el ámbito del intelecto (o sea en el de la igualdad intelectual o pura) el 7 no es mayor que el 5. Eso lo expresa también el Cardenal diciendo que las verdades aritméticas usuales no se aplican a ese ámbito; que, en él, 2 más 3 no son 5 (II 80):

Nam etsi ratio tibi dicit duo et tria quinque esse praecise, eo quod hoc rationis judicio negari nequeat, tamen, cum ad rationis unitatem, intellectum scilicet, aspexeris, ubi non maiorem esse numerum quinarium quam binarium aut ternarium, neque alium parem alium imparem, neque alium magnum alium paruum numerum reperies; cum ibi omnem numerum rationis in unitatem simplicissimam absolutum conspicias, non erit haec uera duo et tria esse quinque nisi in caelo rationis.

Sin duda lo que quiere decir con eso nuestro autor --y el contexto lo aclara suficientemente-- es que, donde todo es igual, 2 más 3 no son más que 2; que, al adicionar algo a algo, no se obtiene algo mayor; porque, para que fuera mayor, tendría que ser desigual de lo dado, y ya hemos visto que en ese ámbito no hay desigualdad (salvo en la medida en que la desigualdad, en él, coincide con la igualdad, y --en tal medida-- ser desigual es --siempre con relación a tal campo-- igual a ser igual). Si 2 más 3 no son 5 en ese campo de la igualdad intelectual, eso, obviamente, está queriendo decir que 2 más 3, ahí, no son sólo 5, no son 5 exclusivamente en vez de seguir siendo 2, 3 o cualquier otro número. Porque en ese campo cualquier número está identificado a la unidad.

Naturalmente, al no aplicarse a ese campo las leyes de la aritmética --salvo con ese sesgo particular que acabamos de ver, o sea, uno a cuyo tenor el que se cumpla una ley no excluye un no-cumplirse, o sea no excluye que también se cumpla su negación--, el principio de no contradicción no se está aplicando a ese ámbito (II 80, 82, 88, 96). La igualdad intelectual va, en efecto, más allá del principio. Éste tiene vigencia sólo para el ámbito de la razón, que es el del alma o la mente, y que corresponde a una unidad inferior a la del intelecto.

Al subsumirlo todo en su igualdad, el intelecto constituye un ámbito en el cual no se dan grados, no hay más ni menos --salvo en tanto en cuanto todos los grados se hallan en él identificados entre sí y con la propia igualdad, o sea con el propio intelecto.

Sin embargo, esa igualdad, en el campo del intelecto, entre todos los grados y todos los números no sólo no excluye que el intelecto sea la raíz de lo numeroso, lo desigual, lo múltiple, lo que es más y es menos, sino que justamente es el intelecto esa raíz precisamente por esa unión e igualdad que en él se da entre lo más variado. La raíz de lo múltiple, numeroso, variado, desigual, no puede ser una entidad exenta por entero de desigualdad, variedad, número, pluralidad. Ni siquiera es posible --a juicio, al menos, de nuestro autor, siguiendo la línea y tradición neoplatónicas-- que constituya una raíz o un origen inmediato de lo múltiple algo en lo que la multiplicidad o el número más no está que está. Ahora bien, en Dios (en Dios-como-tal, o sea en la unidad primera o supradivina) cualesquiera determinaciones más no están que están, ya que en él la coincidencia de los opuestos más no está que está (o su modo de estar en él es más no estando que estando, en tanto en cuanto en esa unidad, más propiamente que un coincidir los opuestos en sus respectivas entidades, lo que hacen es desaparecer el uno en el otro, y aun éste está más bien a título de doblemente negado que de presente en su propia y positiva entidad). De ahí que la unidad supradivina o suprema no pueda ser la raíz --salvo última-- de lo múltiple. Es demasiado perfecta para que, directamente de ella, arranquen la variedad, la pluralidad, la diversidad, la desigualdad.

En cambio, en la unidad del intelecto hállanse presentes, en la inmediatez de su propio ser, sin merma de su particular tenor, de su contenido propio, todas las determinaciones, todas las desigualdades, todos los infinitos múltiples, coincidentes en una unidad copulativa de opuestos en la cual lo positivo no ha ya menester de estar transmutado en la negación de su respectiva negación. De faltar alguno de los múltiples en esa igualdad omniabarcadora del intelecto, habría ya algo a lo que no fuera igual la igualdad, y ésta, afectada así por un no-ser-igual con relación a algo, sufriría una desigualdad, contraria a su naturaleza intrínseca e insoslayable.

La unidad intelectual de la igualdad absoluta y omniabarcadora es, pues, raíz y origen inmediatos de lo múltiple, de lo variado y numeroso, porque es el ámbito en el que ya está precontenido todo lo múltiple en su positiva entidad, sin transmutación y sin merma --sólo que presente, eso sí, en una igualdad con todo lo demás que se perderá justamente al descenderse a otros ámbitos en los cuales cada uno de los múltiples se desgaje y adquiera una entidad separada, al margen de los demás, diferenciada, discernida, afectada por la desigualdad, por el más y el menos.

Hay unos cuantos puntos de la precedente exposición que cabe recapitular y pergeñar mejor, para perfilar el pensamiento cusaniano. Ante todo, hay que recalcar que la diferencia entre las dos unidades supremas --la supradivina y la intelectual-- no es desde luego nada fácil de captar; ni ambiciona nuestro filósofo captarla o plasmarla adecuadamente en sus fórmulas. Éstas sólo constituyen atisbos, vislumbres, de una verdad en el fondo inefable. Mas recordemos que, para el Cusano, lo inefable no es total y monolíticamente inefable. La inefabilidad de lo inefable tiene resquicios, por asombroso, enigmático y misterioso que ello sea. Hay una diferencia entre nuestro autor y otros pensadores (quizá no tanto los místicos --quienes justamente han tratado muchas veces de decirnos lo que ellos afirmaban ser inefable-- cuanto los adeptos del racionalismo usual, que deslinda con cuidadosa pulcritud y precisión lo accesible a la razón y a la dicción humanas de lo inaccesible, aunque a la hora de hacerlo inevitablemente incurran en la paradoja de decir `Tal cosa es inefable'). Esa diferencia estriba en que para el Cardenal de Cusa, lo indecible es tal que, misteriosa e inefablemente, resulta, sin embargo, decible, aunque la dicción en que se dice sea una trans-dicción, una plus-quam-dicción, un modo de callar hablando que se complementa con el silencio elocuente.

Dentro de lo precario, frágil, limitado, aproximado (en el mejor de los casos) de cuanto al respecto podamos decir, esa diferencia entre las dos unidades supremas ha de entenderse así (II 22): con relación a Dios-como-tal, la respuesta altior, simplicior, absolutior conformiorque es una serie o retahíla de negaciones. Sin excluirse de ese ámbito otras teologías (ni va nuestro autor a excluir la teología copulativa que ha defendido en otras ocasiones), sí que otorga una prioridad a la negativa. En cambio, al ser la segunda unidad una en la que, de lo simple, se tiende a lo compuesto, de lo uno a lo múltiple, de la unidad a la no-unidad --tendencia que es menester para que esa segunda unidad sea raíz directa de lo numeroso y variado--, en ella sí se predica, tal cual, la conyunción copulativa de los opuestos, el nexo de igualdad entre las cosas y determinaciones más diversas: Copulabuntur igitur in eius simplicitate radicali opposita ipsa indiuise atque irresolubiliter (ibid), ya que quidquid in subsequentibus in diuisionem progreditur, in ipsa illa unitate radicali non disiungitur, uti differentiae diuise oppositae in speciebus diuisae in generali complicantur specierum radice; connexio autem omne disiunctione simplicior est atque prior.

Resulta de ahí un punto muy importante, que acentúa la diferencia que estamos tratando de captar. La unidad primera es, ante todo, un más allá. La unidad radical de la igualdad intelectual es, en cambio, menos un allende las diferencias o desigualdades que una subsunción de lo desigual en una unidad genérica. Desde siempre se ha reprochado al realismo de los universales --o al menos a algunas variantes de tal postura metafísica-- el encerrar insondables dificultades, justamente de este tenor: si existe la animalidad, el género de animal, éste no será ni cuadrúpedo, ni bípedo, ni de varias patas, ni de una ni de ninguna, ya que, de ser una de esas cosas, tendrían que caer fuera de la animalidad cuantos entes se apartaran de tal característica. En la tradición aristotélica, de la que tan marcadamente se separa nuestro filósofo, llégase así a la conclusión de que el universal no existe fuera de la mente más que en potencia, pues sólo en la potencia cabe una co-presencia de opuestos (opuestos que, en ella, no se dan más que precisamente como determinaciones potenciales: ni se dan la determinación A y su opuesta, no-A o B --si B conlleva no-A--, sino que se darían la potencia-de-A y la potencia-de-B, que ya no son mutuamente opuestas). Es propio del neoplatonismo peculiar del Cardenal el restaurar una cierta versión, muy sui generis en verdad, de realismo de los universales, precisamente al erigir ese campo o ámbito de la igualdad, como terreno en el que las diferencias específicas y genéricas están todas ellas presentes y reunidas, mas hermanadas y englobadas en esa universal coincidencia de opuestos.

De ahí que, al recapitular en el De coniecturis sus pasados escritos --especialmente la Docta ignorancia--, nuestro pensador vea ahora parte de lo que anteriormente dijo como menos exacto, apropiado o riguroso aplicado a Dios en su primera unidad, y como pudiendo, en cambio, decirse con mayor adecuación --o menor inadecuación-- de la unidad intelectual, o sea de la esfera de la igualdad (II 24).

Mas, si bien los contradictorios se dan en la unidad segunda o intelectual de otro modo que como se dan en la primera, no hay, sin embargo, que exagerar la diferencia. Es común entre ambas maneras de darse la no-incompatibilidad, la concordancia entre los opuestos. Si la unidad de la igualdad intelectual se caracteriza sobre todo por la copulación de los contradictorios, no es ni porque sólo en ella éstos sean compatibles entre sí, ni porque sólo en ella se dé tal copulación. También se da ésta en la unidad suprema; sólo que, en ella, más no-se-da que se da, en tanto en cuanto la negación es más simple y verdadera que la posición o afirmación; y la negación tanto de la disyunción cuanto de la conyunción es más simple que su afirmación. En la unidad suprema los contradictorios no sólo no son incompatibles, no sólo no se excluyen uno a otro, sino que no son contradictorios; en ella, ellos se dan siendo, en cada caso, el extremo inferior, no lo que de suyo es, sino el otro polo o extremo. La única diferencia, en ese particular, de esa unidad con relación a la unidad intelectual es que, en ésta, no se requiere tal transmutación unilateral de un polo en el otro que hace perder, de alguna manera, el tenor del par de opuestos presentes; en lugar de que se produzca tal transmutación, hay una presencia directa; los opuestos están en la segunda unidad tal y como estarán, más abajo, en las otras esferas de lo real. Sólo que en la esfera de la unidad intelectual, en la de la igualdad, no son aún incompatibles entre sí, aun siendo cada uno lo que es y estando a título de eso que es. La unidad intelectual o igualitaria es la de lo genérico con relación a lo específico, mientras que la [supra]divina es la de la absorción de un polo, el más imperfecto, en el otro, el más perfecto

Al igual que la unidad genérica --comoquiera que se conciba ésta-- es un presupuesto para las especificaciones, la unidad igualitaria del entendimiento o de la inteligencia viene presupuesta por las operaciones de la razón. Igual que no se puede negar el género (concíbase éste como se concibiere), sino que ha de postularse para pasar a las variaciones especificativas, no cabe negar la existencia de la igualdad intelectual: antes de los desiguales, en su variedad, está lo que tienen en común, lo que los posibilita en su misma variedad, que es también lo que los iguala en ese igualmente poder-ser (II 26).

Precisamente por ello, porque es un presupuesto requerido para que se den los múltiples en su variedad, no se aplican al ámbito del intelecto, o de la igualdad intelectual, las categorizaciones de la razón, que sólo tienen su zona de aplicación en donde los múltiples han alcanzado un ser particular, desgajados unos de otros, como desiguales, y afectados por el número y la medida, por el más y el menos. La inteligencia es una unidad más alta que la de la razón pero subyacente a ésta, que la hace posible y la funda. La razón, en sus distingos, sus categorizaciones, sus discernires, no puede osar erigirse por sobre el intelecto; ni atreverse a imponer a éste la validez de sus separaciones (II 28):

Intelligentia igitur nihil horum est, quae dici aut nominare possunt; sed est principium rationis omnium, sicut Deus intelligentiae.

Si la unidad intelectual o igualitaria viene así diferenciada de la unidad suprema --con una diferencia que no es pura diferencia, y que no es nunca cabalmente expresable--, por otro lado difiere de la unidad que la sigue, la de la razón (la mente, el alma) justamente en que en esta unidad ya ha brotado la disyunción, la delimitación o el deslindamiento entre los múltiples. Eso no quiere decir que en esa tercera unidad esté del todo ausente la unión entre los múltiples.. ¡No! Ya vimos al comienzo de este artículo que nuestro filósofo asocia, de algún modo, la trialidad de estas tres unidades a la trinidad de facetas de Dios, unidad, igualdad y unión o conexión. La razón conexiona, vincula, une esas determinaciones variadas y opuestas. Mas la unión que establece entre ellas es una unión que no merma su diferenciación, su separación, su no ser cada una las demás. En la región intelectual los opuestos está coimplicativamente unidos; en la de tercera unidad, están co-presentes sólo explicativamente, o sea en su despliegue; contraídos, así, a ser cada uno sólo él mismo (II 34). Lo que los une es, paradójicamente, la disyunción, el `vel' con que se expresa el principio de tercio excluso. Presupuesto firme de la razón es que, en cada caso, se aplica con verdad uno, sólo uno, de los términos contradictorios; cosa que ni se cumple en la unidad divina, ni en la intelectual (aunque ya hemos visto que ese incumplimiento se da con matices diversos según se trate de la primera o de la segunda). La razón, propia de un ámbito más bajo, se extralimita al pretender colocar bajo su órbita, y sujetar a sus patrones, a los dos ámbitos superiores (II 36). No sólo no le es dado tener éxito cuando, engreída, se yergue a tal pretensión, sino que ni siquiera puede indagarse a sí misma. Sólo es transparente para la inteligencia (II 36). Los principios de la razón, o sea los principios lógicos (nec est aliud logica quam ars in qua rationis uis explicatur: II, 92), tienen un transfondo que ellos mismos no pueden indagar. Porque para que las cosas sean desiguales, primero han de ser cosas, han de tener en común esa misma no-determinación que las hace iguales. Tal igualdad no es divisable desde la esfera de la razón (y por eso, para la razón, el problema de los universales es un puro enigma, ya que, sin el universal, no se da cuenta de lo común, mas con él no se da cuenta de lo diverso, que parece venir excluido por la existencia del universal).


§3.-- Las diferencias de grado como realizaciones de una unidad de opuestos en el mundo sensible

El Cusano brinda, a título de ilustración, una de sus numerosas comparaciones gráficas de su concepción de las relaciones entre la unidad divina y la pluralidad del cosmos sensible, mediante la imagen de dos triángulos cruzados tales que el vértice de uno de ellos reside en la base del otro y viceversa (II 44). Y lo aclara así:

Aduerte quoniam Deus, qui est unitas, est quasi basis lucis. Basis uero tenebrae est ut nihil. Inter Deum autem et nihil coniecturamur omnem cadere creaturam. Unde supremus mundus in luce abundat, uti oculariter conspicis; non est tamen expers tenebrae, quamuis illa ob sui simplicitatem in luce censeatur absorberi. In infimo uero mundo tenebra regnat, quamuis non sit in ea nihil luminis; illud tamen in tenebra latitare potius quam eminere figura declarat. In medio uero mundo habitudo uero existit media.

El contexto y la ilustración revelan varios puntos interesantes, mas también suscitan preguntas y dificultades a las que es difícil hallar respuesta en los textos cusanianos. Ante todo, nuestro autor está teniendo que habérselas con uno de los sempiternos problemas filosóficos a los que quizá nadie ha conseguido responder de manera plenamente satisfactoria: el problema del dualismo. Para dar cuenta de las oposiciones, los contrastes, las desarmonías, pueden invocarse dos principios independientes entre sí: uno de perfección y otro de imperfección; uno de ser, el otro de no-ser; uno de luz, el otro de oscuridad; uno de bien, el otro de mal.

El dualismo es uno de los grandes paradigmas, una de las soluciones de mayor poder explicativo. Hasta es acaso un enigma el que, con ese su enorme poder explicativo, con ese atractivo suyo, propio de las soluciones nítidas, tajantes, sencillas, radicales, hayan abundado tan poquísimo sus adeptos en la historia del pensamiento filosófico, y aun en la del religioso. Hay desde luego elementos de cierta tendencia al dualismo no sólo en la filosofía (algo de dualismo hay en Platón, p.ej.) y también en una amplia gama de religiones; pero las más de ellas se quedan menos que a la mitad del camino. Si la antigua religión irania fue una de las pocas que se acercaron más a una profesión dualista y, si --según parece-- el maniqueísmo fue un esfuerzo serio para configurar un dualismo consecuente, poca plasmación filosófica tuvieron. La herejía cátara o albigense sí suscitó, aparentemente, un tratamiento metafísico, en la obra de Bartolomé de Carcasona, quien abogó precisamente por una dualidad de principios originarios y mutuamente irreducibles, el del bien y el del mal; el del ser y el de la nada. ¿Queda totalmente explicada la escasa influencia de tales posiciones por las persecuciones de que fueron víctimas sus partidarios? Difícilmente, porque en tiempos más recientes, en los que el pensamiento ha gozado de libertad mucho mayor, no han reaparecido apenas tales especulaciones, y sí han vuelto a abundar los monismos de uno u otro matiz.

Sin duda el dualismo, a pesar de su atractivo, suscita, tan de inmediato, dificultades de tal magnitud que eso puede explicar, en parte, el reducido número de sus seguidores. Si el principio del ser y del bien carece totalmente de no-ser y de mal, y viceversa, ¿cómo se explica que puedan formarse zonas de lo real donde se encuentren co-presentes ambos, entrelazados, de algún modo unidos, cuando por su propia índole se excluyen mutuamente de manera absoluta, radical, y en medida total? Por otra parte, ¿cómo puede haber un principio del no-ser y del mal que carezca entera y absolutamente de ser y de bien? Si es, ya participará del ser. Y sin duda un mínimo bien plasmará su ser, aunque sólo sea porque, en primer lugar, apetecerá lo que sea bueno para sí mismo, y en segundo lugar porque sólo gracias a él es posible la diversidad de lo múltiple y variado, y con ella la riqueza metafísica del cosmos. En el otro extremo, el dualismo parecía, a sobrehaz, explicar lo que era una dificultad colosal para cualquier monismo, a saber que el principio del ser y del bien pueda ser origen y raíz de una multiplicidad de entes variados, deficientes (han de serlo para ser variados), afectados por imperfección, por no-ser. Sin embargo, en cuanto se cala en el problema, percátase uno de que esa promesa era un tanto ilusoria. Igual que el principio del no-ser o del mal habrá ya de contener en sí ser y bien, similarmente el principio del ser y del bien habrá de contener de algún modo no-ser y mal; pues, al unirse al principio a él opuesto, es origen de esa variedad, de lo defectuoso. Y, si se alega que no es el principio del bien y del ser de suyo, sino un tertium quid, lo que, uniéndose o acoplándose a él, da lugar a esa asociación o imbricación con el principio opuesto que engendre lo múltiple y defectuoso, es obvio que sólo se ha desplazado el problema, desencadenándose una viciosa regresión.

Así pues, el dualismo no parece salir mejor parado que el monismo (entendiendo por tal una doctrina que profese un origen radical único de la realidad). Y, sin embargo, una y otra vez los filósofos acuden a símiles combinatorios para dar cuenta de la trama de lo real, símiles que están sugiriendo una preexistencia de los dos elementos por combinarse. Uno de tantos ejemplos de esa índole es la imagen cusaniana que estamos comentando; no ya la ilustración en sí, sino el contexto del autor, sus dilucidaciones al respecto.

El Cusano es cauteloso y sabe que, en este terreno resbaladizo, hay que andar con pies de plomo. No deja de aderezar sus aclaraciones con importantes partículas restrictivas: `quasi', `ut'. Mas reparemos en las maneras tan distintas como se reparten esas cláusulas, o sea en su distribución. Mientras que el quasi afecta al predicado de la primera oración (del primer conyunto), el ut afecta al sujeto de la segunda. Dios es como base de la luz; lo que constituye la base de la tiniebla es como [una] nada. Si en el primer caso lo que tenemos es, sencillamente, una partícula que está indicando lo metafórico de la explicación toda, en el segundo la precaución es más fuerte. Propiamente no hay tal base que se halle en el extremo opuesto a Dios; la realidad es asimétrica; hablamos como si hubiera tal base, a sabiendas de que no es así. Mas, al no haberla, ¿qué se mezcla con el ser y el bien que proceden de arriba para formar los ámbitos intermedios?

¿Necesitaba nuestro autor esa imagen? No, si era satisfactoria y adecuada su teoría de las unidades sucesivas, del descenso de la unidad suprema a la de la igualdad intelectual, de ésta a la racional, y de ésta a la unidad --sepultada en diversidad-- del mundo sensible. Y, si esa teoría es insatisfactoria, menesterosa de complemento, de ulterior dilucidación, es dudoso que quede aclarada, o mejorada con esta imagen.

Sin embargo, es probablemente excesivo, y acaso fuera de lugar, plantear así las cosas en un estudio de la índole del presente. Nadie duda de que, cualesquiera que sean sus atractivos, la filosofía cusaniana no da una respuesta final y cumplida a muchos interrogantes metafísicos (si es que alguna filosofía la da). No sólo eso. Más que nadie, el Cardenal insiste en lo precario, parcial, aproximado --en el mejor de los casos-- de nuestras expresiones y aclaraciones. Cada uno de nuestros asertos será, a lo sumo, una remota aproximación a la verdad, máxime en el terreno de la metafísica, en el cual las conjeturas se proyectan allende el campo en el que nos sentimos seguros, aquel que dominamos con nuestras mediciones. De ahí que haya que tomar símiles como el aquí comentado únicamente a título de inadecuadísimas maneras de ayudar, mediante imágenes visuales, a captar lo que sólo inefablemente es efable. (Así y todo subsiste un cierto malestar del lector: ¿ayudan de veras? ¿O revelan más bien dificultades de la teoría?)

Sea de ello como fuere, lo que más ha de retener nuestra atención en torno al pasaje aquí comentado es cómo afloran las diferencias de grado. Si la base de la pirámide de la luz, Dios, es un límite sin espesor, y ahí no puede haber diferencias de grado; si, en el otro extremo, la dizque pseudo-base de la pirámide de tinieblas sería también un límite sin espesor donde no habría tampoco ni más ni menos, pues sería carencia total de luz, y por ende de ser y de bien; en cambio los dos campos intermedios pueden subdividirse al infinito, como lo indica nuestro filósofo. Así, p.ej., el campo que él llama `mundo supremo' o tercer cielo, que es aquel del que nos ocupamos en este artículo --o sea, el ámbito intelectual, el de la igualdad radical u originaria-- es aquella zona de lo real en la cual la tiniebla viene absorbida por la luz, de suerte que hay más luz que sombra; el primer cielo o mundo ínfimo es la zona en que sucede lo inverso; el segundo cielo, o mundo medio, que es el triplemente caracterizado como de la razón, del alma o de la mente, es el igualmente alejado de los extremos.

Ahora bien, equidistante, lo que se dice con rigor equidistante, sólo hay una línea sin espesor. Mas en la representación gráfica del Cardenal ese mundo medio es una zona del mismo espesor que las otras dos, zona que tiene en verdad dos mitades, una de ellas hacia arriba, la otra hacia abajo. Luego en ese campo, en el segundo cielo, habrá una mitad superior en la que haya más luz e igualdad que tinieblas y desigualdad, y otra mitad en la que suceda lo inverso. A su vez, en cada uno de los otros dos cielos habrá subzonas diferenciables por sendos grados de combinación del ser y el no-ser, la luz y las tinieblas, la unidad y la alteridad, la igualdad y la desigualdad.

El entrelazamiento de opuestos que se da --con proporciones diversas-- en los tres cielos de la ontología cusaniana es generalizado por el Cardenal de manera explícita (II 46). En cada par de opuestos uno de los dos polos o extremos es unitas alterius respectu. Sus combinaciones hacen que las determinaciones vengan siempre por grados: grados de potencia y de acto (II 50), de universalidad y de particularidad, de discreción y de continuidad.

Mas eso suscita una dificultad inmediata. El supremo cielo es el de la igualdad intelectual, o sea el de la inteligencia. Ahora bien, en ese ámbito no parecía que la unión de los opuestos tuviera que ser por grados, sino por ausencia de incompatibilidad entre ellos, lo que les permitiría, sin transmutación, en la inmediatez de su propia y respectiva entidad, sin participación, estar situados, co-presentes, aunados en una coincidencia sin conflicto; sencillamente porque en ese campo no se aplica el principio de no contradicción, como no tienen en él vigencia las leyes matemáticas. Al no tenerla, no parece ni que tuviera que haber cuantías, mediciones, más y menos, ni que pudiera haber nada de tal. En cambio, en el mundo de lo corpóreo y sensible, donde los opuestos se hallan desparramados, esparcidos, dispersos en la variedad, sí que se darían desigualdades, un más y un menos, y por lo tanto base para la medición; en ese campo, la unión de los contrarios sólo puede darse, por consiguiente, a título de medidas diferentes: uno de los opuestos estará presente sólo en tanto en cuanto, y en la medida en que, no lo esté el otro; medidas desiguales que fundarán las comparaciones, las proporciones.

¿Cómo resulta, entonces, que ahora, a raíz de la ilustración que estamos comentando, descubrimos que, después de todo, el mundo intelectual o igualitario no lo es tanto, ni tan homogéneamente como nos parecía prometido? Y, si ese mundo no es tan perfecto, ¿no será, a su vez, menos imperfecto de lo que semejaba a primera vista el mundo ínfimo? No será tan uniformemente ínfimo, ya que no todo en él estará igualmente disperso. Conque la unidad --ya que no coincidencia-- de opuestos que en él se dé ¿se dará tan sólo por esa vía de los grados, las medidas, sin ninguna participación de una unidad de coincidencia más elevada?

Sin plantearse el problema en esos precisos términos, el Cardenal exhibe síntomas de estar lidiando con él en las páginas que siguen a las hasta ahora comentadas (págªs 48ss del t. II). Hemos de recordar que el mundo de la igualdad intelectual es, sí, el ámbito en el que se despliega --o empieza a desplegarse-- la segunda faceta de la trinidad divina, pero es más que eso, es el campo de las inteligencias plurales. Cuanto hasta ahora había dicho el Cardenal respecto a ese campo se refería más bien al mismo en su aspecto primordial y característico, o sea como ámbito de la Igualdad con mayúsculas; mas, siendo un campo en el que ya hay pluralidad, esos anteriores asertos no se aplican por igual a todos sus habitantes. Así, la coincidencia de los opuestos por mera no exclusión mutua entre ellos, o su encontrarse allende la vigencia de los principios lógicos y matemáticos de la razón (II 54); tales asertos se aplican en medidas diversas dentro de ese campo. Al intelecto divino se aplicarán sin restricciones, y a unas inteligencias finitas se les aplicarán más, a otras menos, según su respectivo grado de intelectualidad. Los intelectos creados se apartarán, unos más y otros menos, de ese ideal perfecto sólo accesible en su plenitud al intelecto divino (II 58): In solo igitur diuino intellectu, per quem omne ens existit, ueritas rerum omnium, uti est, attingitur; in aliis intellectibus aliter et uarie.

Queda en pie un hecho básico, a saber (II 48): in supremo caelo omnia, quae alteritatis existunt, in ipsam unitatem pergunt: diuisibilitas enim in indiuisibilitatem, etc. Lo inverso sucede en el mundo ínfimo, donde la indivisibilidad degenera en divisibilidad, la estabilidad en inestabilidad y así sucesivamente. Es que, en ese campo, prevalece la desigualdad, la cual propicia el desequilibrio, la disonancia, el desorden, la discordia, la ininquidad y, por ende, la zozobra y la inestabilidad, haciendo a las agrupaciones y a las sociedades tanto menos duraderas y firmes cuanto mayor sea su desigualdad. (Todo este tema es central en los desarrollos del De aequalitate, III 400-406.)

No es, pues, que los grados sean exclusivos del mundo inferior. Grados los hay en los tres pisos de la ontología cusaniana. Mas en el campo superior, la unidad de opuestos más se da por coincidencia que por combinación gradual. En el mundo inferior sucede lo inverso. El que la unión de los opuestos venga dada por grados es, pues, asunto de grado.

Hasta este momento parecía que las oposiciones básicas de la ontología cusaniana eran tajantes y absolutas. Hay igualdad o hay desigualdad. Y parecía sobreentenderse que, en cada caso, lo uno o lo otro de manera total e irrestricta. Ahora vemos que no es así. En tanto en cuanto el ámbito supremo es el de la igualdad, es un terreno igualitario en el que se hallan los opuestos en su propio tenor y a la vez compatibles. Mas es un en tanto en cuanto. O sea: hay grados de igualdad, y los hay de desigualdad. El mundo intelectual o igualitario no es completa y homogéneamente igualitario. Ni tampoco es el mundo inigualitario de la multiplicidad sensible y corpórea homogéneamente un ámbito de mera desigualdad. Nada es mera potencia, pero hay gradaciones infinitas de potencia y acto. En el campo intelectual hay una progresión infinita a la mayor perfección (II 52). En el campo sensible, descenso infinito a menos perfección. Progresiones inacabables, incompletables; siéndolo, no son progresiones recorribles: Igitur omne dabile maius est minimo et minus maximo absque eo, quod hic processus currat in infinito. (No es que no se dé la progresión, sino que no hay proceso alguno por el que una cosa pueda recorrerla.) De ahí que nuestros intelectos hayan menester de la conjetura (II 60), ya que Coniectura igitur est positiua assertio in alteritate ueritatem, uti est, participans.

Lo que sí es cierto es que, en el mundo de lo sensible y corpóreo, no hay otra co-presencia de los opuestos que aquella que se da por los grados. La igualdad misma es un principio exaltado por encima de lo igual y de lo desigual, al paso que, en el ámbito de lo sensible y disperso, cada ente participa en medidas forzosamente desiguales tanto del ser cuanto del no-ser (II 254); por lo cual, en ese ámbito, duo contradictoria non possunt aeque de eodem uerificari. Mas nótese bien el adverbio `aeque'. Hasta en el mundo inferior hay, para el Cardenal, una co-presencia, una unión de determinaciones mutuamente contrarias en un mismo sujeto; no a título de excepción, sino por doquier; sólo que, en ese ámbito inferior, tal unión se da siempre a través, únicamente, de diferencias de grado, prevaleciendo en unos casos la una y en otros la otra. (Mas ¿no podrían darse ambas en el mismo grado en un mismo sujeto corpóreo? ¿No puede una materia viscosa estar exactamente a mitad de camino entre lo sólido y lo líquido? Nuestro filósofo excluye tal hipótesis, ya que para él (II 256) en este mundo inferior no hay nunca precisión, no hay exactitud; en cada combinación de dos determinaciones opuestas tendrá, pues, que prevalecer una de ambas.)

Séame lícito terminar estas consideraciones comentando un pasaje del Complementum theologicum (III, 658ss). Ocúpase en él nuestro filósofo de la coincidencia entre lo curvo y lo recto. Coincidencia propiamente dicha entre ambos sólo la hay en lo infinito. Cuanto mayor es una circunferencia, menos curva es. De ahí que no veamos la circularidad del globo terráqueo, sino que vemos el horizonte como si fuera recto. Una circunferencia infinita sería una de curvatura infinitamente pequeña; sería, pues, recta, siendo curva. Esa igualdad cabal de recto y curvo está reservada, pues, al ámbito de lo infinito; no puede darse --ni concebirse adecuadamente-- más que medio intellectus infiniti, qui est infinita aequalitas, omne diuersum et differens et alterum et oppositum et quicquid inaequalitatem nominant antecedens, per quem solum intellectum infinitum omne intelligibile mensuratur. Fuera de él, no hay, pues, cuadratura del círculo; no porque no se aúnen en lo finito las propiedades opuestas de curvatura y rectitud. Sí que se aúnan, ya que (cf. De ludo globi, III 234) la redondez de una bola será siempre menor que la de otra, participando así más que ésta última de la rectitud. Lo que pasa es que --según lo hemos visto-- en cada ente finito prevalece una u otra determinación contradictoria; al paso que, de ser posible la cuadratura del círculo, habría una coincidencia entre ambos opuestos sin prevalecer el grado de ninguno de ellos (III 662).


§4.-- Conclusión

Nuestro recorrido nos ha permitido seguir los pasos del Cardenal en su originalísimo intento de dilucidar la relación de las criaturas al creador de conformidad con su teoría de la coincidencia de los opuestos en lo divino. La serie de unidades descendentes es neoplatónica, mas el papel que juega, dentro de esa temática, en la obra cusaniana, y cómo lo juega, son rasgos muy nuevos de la filosofía del Cardenal, que difícilmente pueden reducirse a enfoques de autores anteriores --sin por ello dejar de deberles mucho.

El tratamiento cusaniano de esta cuestión ha estribado en postular una unidad en que se plasma y realiza la coincidencia de opuestos que no sea, sin embargo, exactamente la misma que aquella que se da en Dios como tal; una unidad caracterizada por la igualdad de los opuestos, su compatibilidad; una unidad que es el número numerante, no numerado --y que, por ende, no se ajusta a las leyes de la aritmética, ni a las de la lógica (cf. De aequalitate, III, 372). Número numerante que ya contiene en sí todo lo que surgirá en el cosmos, y que aun lo contiene con su entidad intransmutada; sólo que, según están en esa unidad, las determinaciones opuestas no son todavía incompatibles, y gracias a ello lo múltiple, así presente en tal unidad, está en ella como uno; lo desigual como igual.

Esa unidad será no sólo origen del cosmos poblado por las cosas variadas y dispersas, sino también fin de ese cosmos, ya que al movimiento descendente le sigue un movimiento de retorno.

Ese tratamiento no escapa a serias dificultades, desde luego. No puede pretenderse que el Cusano las haya resuelto con éxito. Algunas no se las planteó. Con otras bregó, y sus cavilaciones dieron un fruto de enorme valor. No creo que nuestra desazón quede aquietada con tales explicaciones. Sin embargo, la bella estampa metafísica que traza su pensamiento descuella por encima de muchísimos otros sistemas y permanece no sólo como lo más cautivante de la filosofía renacentista, sino también como uno de los más ambiciosos paradigmas filosóficos de todos los tiempos.