La Fundamentación Jurídico-Filosófica de los Derechos de Bienestar
NOTA1

por Lorenzo Peña


publ. en: Los derechos positivos: Las demandas justas de acciones y prestaciones
ed. por Lorenzo Peña y Txetxu Ausín
México/Madrid: Plaza y Valdés, 2006
(monografía de Theoria cum praxi)
Pp. 163-386
ISBN 10: 84-934395-5-X; ISBN 13: 978-84-934395-5-2

Sumario

  1. Consideraciones introductorias
  2. Los Derechos de bienestar y demás Derechos Humanos desde un Punto de Vista Histórico y Lógico
    1. Los Deberes Humanos en la Antigüedad
    2. Los Derechos Humanos en el marco foral y pactista
    3. Los Derechos Humanos en el liberalismo clásico (1770-1870)
    4. Los Derechos Humanos en la época de la democracia clásica (1870-1920)
    5. Hacia el Reconocimiento de los derechos de bienestar (1920-1950)
    6. La época actual de reconocimiento de los Derechos Humanos inaugurada por la Declaración Universal de 1948
    7. Conclusiones de la I Parte
  3. El Lenguaje de los Derechos Humanos
    1. Génesis y maduración de los derechos del hombre
    2. El reconocimiento constitucional de los derechos de bienestar
    3. Derecho y Derechos: el rechazo positivista de la noción de derechos
    4. El retorno de los derechos (y del jusnaturalismo)
    5. El vínculo lógico, jurídico y lingüístico entre deberes y derechos
    6. Una dificultad: ¿quién es el titular de un derecho?
    7. La participación en el bien común, derecho y deber fundamental
    8. Derechos individuales y colectivos
  4. La Participación en el Bien Común como Fundamento Jurídico-Filosófico de los Derechos de Bienestar
    1. Las afirmaciones de los derechos del hombre, enunciados analíticos
    2. Correlación entre deberes positivos y derechos de bienestar
    3. Dos fundamentaciones de los derechos de bienestar: la egológica y la histórico-social
    4. Universalidad y perpetuidad de los derechos humanos fundamentales
    5. Crítica de la fundamentación egológica
    6. Fundamentación en un jusnaturalismo dinámico
    7. El ligamen sinalagmático entre el individuo y la sociedad
    8. El vínculo social y la regla non adimplenti non est adimplendum
    9. Limitaciones a la exoneración por incumplimiento de la otra parte
    10. ¿Qué es contribuir al bien común?
    11. No contribuir al mal común
    12. Los principios de clemencia y de resignación
    13. El derecho a una mejora del nivel de vida
    14. Pluralidad y conflictividad de los derechos
    15. Libertad y derechos de bienestar
    16. La sociedad; ¿qué sociedad?
    17. Titulares de los derechos de bienestar: ¿Individuos o familias?
    18. ¿Quiénes son miembros de la sociedad?
    19. ¿Son miembros de la sociedad los extranjeros?
    20. Más aclaraciones sobre la noción de bien común
    21. ¿Es equitativo repartir el bien común según las aportaciones?
    22. El criterio de distribución según el mérito
    23. Otros criterios de distribución alternativos
    24. Razones para abogar por la regla distributiva de las necesidades
    25. Aclaraciones sobre el criterio de distribución según las necesidades
    26. Concepto cumulativo-social de necesidades
    27. La relatividad de las necesidades
    28. Una defensa del estatismo
    29. Qué y por qué hay que distribuir
    30. Dos restricciones al principio de participación según las necesidades
    31. Objeciones al criterio de distribución según las necesidades
      1. Hay propiedad privada justa.
      2. Fracaso de los modelos redistributivos.
      3. El criterio de las necesidades haría desplomarse a la economía.
      4. El estado del bienestar es injusto
      5. Esta propuesta arruinaría a las empresas.
      6. Más vale concienciar a los empresarios con una ética de empresa.
      7. Los sectores públicos son ineficientes.
      8. Redistribuyendo no se mejorará la suerte de la humanidad.
      9. Esta propuesta anula la libertad y la responsabilidad.
      10. La sociedad no es una familia.
      11. Hay que decantarse.
      12. Necesidades vs preferencias.
    32. Otras objeciones a las tesis sustentadas en este ensayo
      1. Deberes sin derechos correlativos
      2. ¿Ligamen triangular o sinalagmático?
      3. Derechos fuertes y derechos débiles
      4. ¿Lo público al servicio de lo privado?
      5. Diferencia entre derechos privados y públicos
      6. No hay derechos sustantivos sin garantías procesales
      7. Los derechos positivos no valen erga omnes
      8. Los derechos de bienestar no coinciden con los positivos
      9. Licitud y derecho
      10. Derechos negativos que no son de libertad
      11. El trabajo no es bienestar
      12. La riqueza no es un bien de dominio público
      13. Este tratamiento difumina el servicio público
      14. Precepto y consejo
      15. Paradoja de la cola
      16. No se pueden inferir hechos de derechos
      17. Diferencia entre deberes morales y jurídicos
      18. Utopismo
      19. Nociones sin aclarar
      20. ¿Dónde se sitúa doctrinalmente este enfoque?
    33. Conclusión
    34. Anejo I -- El principio de no impedimento en la tradición jusfilosófica
      1. Recapitulación del principio de no impedimento
      2. Derecho Romano
      3. Filosofía escolástica
      4. Pensamiento contemporáneo
    35. Anejo II -- Derecho a algo (determinación y exigibilidad de los derechos de bienestar)
    36. Anejo III -- La propuesta de renta básica
    37. Elenco bibliográfico


§00.-- Consideraciones introductorias

Investigo aquí tres cuestiones --íntimamente ligadas entre sí-- que se plantean con relación a los derechos de bienestar como una clase particular dentro de ese más amplio cúmulo de títulos y reclamaciones de orden jurídico-moral que hemos dado en llamar `los derechos humanos'.

La Parte I del trabajo estudia el vínculo que existe entre, por un lado, la evolución histórica del reconocimiento de los derechos humanos en general (principalmente los positivos o de bienestar) y, por otro lado, la estructura lógica del cuerpo normativo que constituyen --o sea los nexos deductivos que se dan entre deberes y derechos humanos así como algunos problemas de lógica jurídica involucrados en su adecuado tratamiento.

La evolución histórica de ese reconocimiento un poco revela y un poco oculta los problemas lógicos, tales como las prioridades de unos sobre otros y los tipos de obligaciones dimanantes tanto para la sociedad cuanto para los individuos que la componen.

Conviene entender por qué unos derechos se han planteado en tal momento, otros en tal otro momento, para pergeñar una doctrina clara acerca de cómo hayan de tratarse posibles conflictos entre unos derechos y otros. En concreto, esa indagación nos lleva a aclarar el rango de los derechos de bienestar (o derechos positivos) en relación con una gama de derechos negativos o de libertad, que no cabe abusivamente simplificar como la de una prevalencia indiscriminada y en tropel de los unos o de los otros. Ahí aparecen ya perfilados algunos de los conflictos de derechos que luego se verán, más en detalle, en la Parte III.

La Parte II, consagrada al uso lingüístico de la locución `derechos humanos', examina la génesis del reconocimiento de los derechos del hombre a la luz de la controversia entre las dos grandes escuelas jusfilosóficas del naturalismo y el positivismo. De particular relieve es la emergencia de los derechos de bienestar en el siglo XX. A la postre, se está teniendo que retornar al jusnaturalismo para sustentar una visión convincente de los derechos del hombre e incluso para justificar la ampliación del elenco a esos derechos de bienestar.

Por último, la Parte III propone fundar esos derechos de bienestar --que vienen formulados mediante cláusulas cuyo contenido es una cuantificación existencial-- en la lícita participación en el bien común, como contrapartida del deber de contribuir a ese mismo bien común.NOTA2 Tal contrapartida puede enunciarse como un ligamen social sinalagmático supracontractual. Eso me lleva a estudiar la correlación entre deberes positivos y derechos de bienestar, criticando la fundamentación egológica de los primeros y defendiendo, en su lugar, un enfoque histórico-social.

Sostendré la universalidad y perpetuidad de los derechos humanos fundamentales, pero bajo la matización dinamizadora que introduce ese enfoque histórico-social. Como una pieza de ese dinamismo, reconoceré --frente a los planteamientos estáticos y minimalistas-- el derecho a una mejora del nivel de vida. Eso desemboca en un debate sobre la pluralidad y conflictividad de los derechos de bienestar y la colisión entre los mismos y ciertas libertades. Finalmente --en los últimos apartados--, tras explorar el ámbito de titularidad de esos derechos de bienestar, analizo algunos criterios de distribución equitativa, proponiendo como ideal regulativo la participación en el bien común según las necesidades de cada uno.


Parte I
Los Derechos de bienestar y demás Derechos Humanos desde un Punto de Vista Histórico y Lógico


§01.-- Los Deberes Humanos en la Antigüedad

Suele decirse que en la antigüedad clásica no hubo ninguna idea de los derechos humanos, al menos según los entendemos hoy. La afirmación me parece rotundamente falsa salvo en un sentido trivial, a saber: que en la antigüedad no había ninguna idea política según la entendemos hoy, ni la había en el siglo XIX. Cualquier noción política ha sufrido una evolución, se ha cargado de nuevos matices, de nuevas resonancias y connotaciones con la experiencia del quehacer político, del convivir, bien o mal, de los seres humanos.

Salvo en esa banalidad, en lo demás es falsa la tesis de que en la antigüedad no había idea de los derechos humanos, como lo prueba el hecho de que, cuando en los albores de la revolución liberal los pensadores y los hombres prácticos miraron atrás para tomar modelos de la tarea de obtener la promulgación de un elenco de garantías contra los abusos del poder, justamente hallaron tales modelos en la antigüedad, en las repúblicas de Fenicia (incluyendo Cartago), Grecia y Roma.

Claro que la articulación de esas garantías en dichas repúblicas no corresponde a aquello a lo que hoy aspiramos, ni siquiera corresponde a aquello a lo que aspiraban nuestros antepasados de hace seis generaciones (e igual que lo que éstos querían plasmar no es lo que querríamos hoy ver plasmado). Mas de ahí no se sigue que no haya continuidad; no se sigue que nuestros derechos humanos no tengan nada que ver con los derechos humanos por cuya garantía lucharon nuestros remotos precursores de hace veintitantos siglos.NOTA3

Estableciéronse en esas repúblicas antiguas no pocos de nuestros actuales derechos humanos (con muchas limitaciones, desde luego, y con un ámbito restringidísimo de titularidad --ámbito que se circunscribía casi exclusivamente a los ciudadanos, o sea ni siquiera a todos los hombres libres). Sin embargo, la mentalidad jurídica de la época llevaba a formular esos derechos no usando esa terminología de `derecho' sino la de deberes, obligaciones y responsabilidades penales por su violación.

Como lo demuetra Hans Kelsen, no puede haber dos situaciones jurídicamente diversas, una en la cual X tenga el derecho de que Z le haga tal o cual cosa, y otra en la cual Z tenga el deber de hacer esa cosa a X.NOTA4

Suele ser más seguro (o más pertinente) hablar de deberes. Y eso es lo que hacían en general los antiguos. Los derechos eran, para la mentalidad jurídica de los antiguos, resultados que se desprendían de la existencia de deberes, deberes que ligaban a unos hombres con otros en la sociedad.

Y así --fuera cual fuese la terminología empleada-- las repúblicas antiguas establecieron derechos como éstos: no ser sometido a castigo sin un proceso debido y con garantías de defensa, publicidad e imparcialidad; no ser arbitrariamente detenido; poder apelar de sentencias desfavorables; denunciar ante los tribunales a los infractores de la ley y en particular a quienes lo hubieran lesionado a uno; expresar su opinión sobre los asuntos de la colectividad sin sufrir represalias por ello; desenvolver su vida asociándose con otros para los diversos asuntos; entrar voluntariamente en parejas de convivencia amorosa, tanto en la forma del matrimonio como en la de parejas de hecho; participar directa o indirectamente en las decisiones políticas; viajar, emigrar y regresar a la Patria.

Aunque no todos esos derechos fueron reconocidos siempre ni siquiera a todos los ciudadanos masculinos adultos de esas repúblicas, algunos de ellos fueron otorgados a hombres libres sin ciudadanía.

En resumen, y a pesar de no haber escrito nunca una lista que detallara qué derechos tenía cada ciudadano, a pesar de las zonas oscuras, lagunas aparentes y contradicciones normativas (de nada de lo cual están exentos nuestros sistemas normativos actuales), el hecho es que, aunque precario y parcial, el reconocimiento en las repúblicas antiguas de esos derechos civiles y políticos nos revela que --en contra de lo que se ha dicho-- la noción de derechos humanos no es una particularidad idiosincrática de nuestra cultura moderna, de la cultura «europea» ilustrada o postilustrada.NOTA5


§02.-- Los Derechos Humanos en el marco foral y pactista

Se ha sostenido que una noción de derechos humanos en un sentido que empiece a aproximarse a lo que hoy concebimos se perfila sólo en la baja edad media, al estamparse una serie de reclamaciones o aspiraciones en esos pactos peculiares que fueron las cartas pueblas, los fueros y los privilegios.

Hay una gran dosis de verdad en eso. Para entenderlo mejor hemos de percatarnos de cuál era la estructura política de la edad media. Salvo unas pocas excepciones, imperaba por doquier la monarquía, y en la monarquía el rey es (o al menos tiende a ser) tan despótico como las circunstancias le dejen serlo. Mas, a diferencia de las monarquías antiguas, las de la baja edad media son monarquías feudales. En el feudalismo se establece un vínculo entre el señor y el vasallo, vínculo que reviste la forma de un pacto de protección y lealtad.

Hasta qué punto ese presunto pacto responde a una realidad, hasta qué punto es una cáscara ideológica, eso es otro asunto. Inicialmente puede que se tratara de una apariencia, una justificación embellecida de lo que eran muy complejas relaciones de poder. Y es que en la monarquía feudal hay una escala de señores, uno (el soberano) que no tiene a ninguno por encima, y una serie de peldaños hasta llegar a los villanos.

Mientras que en la monarquía despótica el rey puede tratar casi como iguales a todos sus súbditos, la potestad de un monarca feudal es más precaria, pues se va estableciendo en el equilibrio inestable de forcejeos de poder a que se entregan los señores por arriba, por abajo y al mismo nivel. El precipitado idealizado de esas relaciones de poder lo constituyen los nexos de vasallaje.

Es esa situación la que propició la forma del contrato de vasallaje, que acabará metamorfoseándose idealmente en el contrato social imaginariamente fundador de la sociedad.

La hipótesis de un convenio o pacto fundamentador de la sociedad se halla ya en filósofos de la antigüedad a título de una ficción que daría cuenta hipotéticamente del porqué de las instituciones sociales. Sin embargo sólo será en siglos recientes cuando tal ficción pase a jugar un papel importante y central en las teorías políticas de justificación del poder. En la antigüedad no podía izarse a ese rango porque se partía siempre --a pesar de esa ficción ocasional-- de que la sociedad es natural y no resulta ni puede resultar de ningún pacto, de ningún artificio.

La Magna Carta inglesa fue sólo uno de los múltiples fueros y privilegios que por la misma época (últimos siglos de la edad media) van arrancando a los reyes sus súbditos, o más exactamente los nobles y privilegiados (aunque también es verdad que, de rebote, esos privilegios nobiliarios, al mordisquear en el poder de la corona, al erosionarlo, al introducir un comienzo de derechos procesales y de garantías individuales --inicialmente para las clases privilegiadas--, poco a poco van extendiéndose a otras categorías de la población y acabarán beneficiando a todos, ya después de la revolución liberal).

Tenemos ejemplos de cartas pre-constitucionales de esa índole en la corona de Aragón (p.ej. en el reino de Aragón el Privilegio de la Unión en el siglo XIV), en Polonia, en Francia durante la guerra de los cien años, en Navarra, etc. Fracasaron muchos de esos intentos (en Castilla, Francia, y en muchos otros reinos) porque los monarcas, que habían cedido en un momento de debilidad, se resarcieron, desgarrando los fueros y privilegios otorgados en cuanto recuperaron fuerzas.NOTA6 Inglaterra fue una de las pocas excepciones donde, precarios y frágiles, los derechos fueron manteniéndose (a trancas y barrancas), gracias a lo cual sus defensores acabarán derrotando al absolutismo regio en la segunda mitad del siglo XVII.

Son esas particularidades de la situación política de la monarquía feudal las que, por consiguiente, explican la forma que reviste ahora el reconocimiento de una serie de derechos que hoy incluiríamos en nuestro catálogo de derechos humanos. Si las antiguas repúblicas los habían reconocido por la vía de prohibir y castigar su violación, trátase ahora de exigir al monarca (o, más en general, al señor nobiliario con relación al cual está uno en dependencia de vasallaje) que se comprometa a no hacernos ciertas cosas, a no imponernos ciertas cargas, a no someternos a ciertos tratos o malos tratos.

Aun así, el lenguaje de tales fueros sigue expresándose, más que en términos de derechos (o sea, más que en términos de qué licencia o exención se otorgue al súbdito), en términos de compromisos regios de abstenerse de infligir determinados tratos al pueblo. ¡Poco importa, sin embargo! Lo que se va plasmando en esos fueros es un modestísimo esbozo de una serie de facultades individuales (principalmente procesales) como: la presunción de inocencia; la defensa letrada; un mínimo de imparcialidad judicial; también exención de trabajos forzados y de tributos abusivos, arbitrarios o insufribles.

Los teóricos del Contrato Social (de Grocio a Rousseau) pasan, del pacto entre el soberano y sus súbditos, a otro convenio anterior y más básico (imaginario, desde luego) por el cual los hombres dispersos --que vivirían en estado de naturaleza como presuntamente lo hacen las fieras-- se congregarían y convendrían en fundar una vida en común, una sociedad, dotada de una autoridad que pusiera orden e impidiera a unos dañar a otros.

Está claro que --suponiendo que tuviera sentido ese imaginario pacto fundador de la sociedad--, las cláusulas del convenio deberían contener las obligaciones básicas de los individuos, unos para con otros, de no agredirse, no atacarse, no darse muerte, no apoderarse unos de las cosas de otros y así sucesivamente; subsidiariamente entrarían las obligaciones de la autoridad; y, correlativamente, estarían los correspondientes derechos: a no ser matado, lesionado, tullido, vejado, robado, etc (ni por los demás miembros de la sociedad ni por la autoridad constituida para imponer ese respeto de los derechos ajenos).

Fueron Hobbes y Spinoza los que más se acercaron a esa visión, entendiendo el pacto social y político como un convenio triangular entre el poder, un individuo cualquiera y los demás individuos que, junto con él, se someten a ese mismo poder; convenio por el cual el individuo gana el respeto de los otros individuos para escapar a la condición natural de los hombres, la guerra de todos contra todos.

Para Hobbes, es omnímodo el poder constituido en ese pacto, mas su potestad de exigir obediencia caducará cuando no sea capaz de hacer respetar ese orden cuya preservación es su única misión, su justificación. El pacto social es así, para Hobbes, ante todo un reconocimiento de derechos frente a los demás individuos, no frente al poder, al que Hobbes ve limitado tan sólo por ese principio de eficacia en su misión de imponer el orden.

En la evolución posterior de la teoría del pacto social se tienden a subrayar más los deberes del gobernante para con el súbdito y, por consiguiente, los derechos del súbdito, no frente a los demás individuos, sino frente al poder. Hay en esa evolución avance y retroceso. Avance en que así se recalca la limitación del poder --al que Hobbes había sometido sólo a restricciones mínimas. Retroceso en que, por esa vía, se vuelve un poco al pasado, a la tradición pactista de la que había emanado la idea del contrato social, a la vieja concepción de un contrato de lealtad entre el poder y sus súbditos, por el cual, a cambio de la promesa de fidelidad de los súbditos, el poder se compromete a no someterlos a determinadas cargas abusivas.

El poder se había arrogado la tarea de prohibir y castigar las agresiones o los atentados de un individuo contra otro; mas, en el desempeño de esa tarea, había pasado a ser él el mayor violador, el mayor agresor. La normativa penal y penitenciaria de la monarquía absoluta dejaba indefenso al pobre súbdito, especialmente si era de clases pobres y desfavorecidas. Todo el sistema estaba volcado a castigar con razón o sin ella, mediante puniciones y tratos de espeluznante crueldad. Los derechos procesales sobre el papel eran más bien escasos, y los que había tenían tantos agujeros que resultaban papel mojado. El sistema represivo era feroz y despiadado.NOTA7

Conque era normal que se viera como tarea prioritaria, no la de --mediante una garantía solemne-- estar a salvo de que los demás individuos lo sometan a uno a malos tratos, a muerte, a vejaciones, a robos (dábase por sentado que eso estaba prohibido y el poder lo tenía que reprimir), sino la de defenderse del propio poder político, de sus excesos; ante todo en esa esfera judicial: no ser acusado de algo que no fuera considerado delito según la ley (principio de legalidad); no ser arbitrariamente arrestado ni encarcelado; gozar de la presunción de inocencia; obtener un juicio imparcial, con garantías de defensa, sin dilaciones, y que desembocara en una sentencia que, de ser condenatoria, impusiera una pena proporcional a la gravedad del delito.

Junto con el derecho de no ser sometido a tributos arbitrarios o excesivos, ése es el núcleo de la reivindicación de los derechos humanos en el período de la Ilustración que va a conducir a la revolución liberal.


§03.-- Los Derechos Humanos en el liberalismo clásico (1770-1870)

Hay una leyenda según la cual los derechos humanos, o fundamentales, que hoy sostenemos han venido incorporándose a nuestra cultura jurídico-constitucional en tres o cuatro generaciones sucesivas. Habrían venido primero los derechos de libertad, o negativos, implantados en la época del liberalismo. Más tarde los derechos sociales o positivos. Según las opiniones, se añaden una o dos generaciones posteriores (derechos medioambientales, derechos de ocio, tal vez de las generaciones futuras). Es esa leyenda la que voy a refutar en los párrafos que siguen. La evolución real ha sido diferente.

Vinieron primero (1770-1870) los derechos de la esfera privada, y no todos; aun los que vinieron eran derechos sólo frente al poder. Después (1870-1920) se pasó al reconocimiento de los derechos políticos. Todos ellos negativos (derechos de libertad). Con la revolución rusa (noviembre de 1917) se pasa a reconocer los derechos sociales, o positivos. Y será tras la II Guerra Mundial cuando, a la vez, se amplíe el elenco de todos esos derechos y se ensanche el campo de valores o bienes fundamentales que vienen a preservar; con lo cual, por fin, se reconocerá la validez de los derechos fundamentales no sólo frente a las autoridades sino erga omnes.

Empecemos ese recorrido examinando las declaraciones de derechos fundamentales que se suceden (precedidas por las de Inglaterra de fines del siglo XVII) desde fines del siglo XVIII hasta bien entrado el XIX (o sea, grosso modo, en el período 1770-1870). Llámanos la atención que, tras lo pomposo de la fraseología, esas declaraciones (exceptuando algunas de la revolución francesa en su etapa jacobina) en verdad apenas contienen más que derechos civiles y procesales, añadiendo uno solo propiamente político: que no haya censura de imprenta (a veces expresado más generalmente como derecho a emitir las propias opiniones sin sufrir represalias, salvo los casos previstos por la ley --esto último retrotraía ese derecho al principio de legalidad, o sea al derecho de no sufrir represión arbitraria, que es un derecho procesal).

El verdadero núcleo de los derechos humanos de fines del XVIII y comienzos y mediados del XIX lo constituye --junto con la libertad de ejercicio profesional y empresarial-- un cúmulo de garantías procesales (cuyo compendio es el de no sufrir represión o sanción arbitraria o excesiva) junto con el derecho de que los agentes de la autoridad no penetren arbitrariamente en el propio domicilio (que puede también verse como una extensión de un derecho procesal de no ser arbitrariamente privado de libertad), más el derecho de no ser sometido a tributación desmedida y arbitraria y el derecho de expresar las propias ideas; salvo uno más, importantísimo, que era también una reclamación frente al poder (no frente a los particulares) pero que afectaba a cómo el poder trataba a los particulares: el derecho de no discriminación.

En rigor, buena parte del derecho a no sufrir discriminación o trato desigual volvía a reducirse a una cuestión de derechos procesales. Tratábase de que ante un tribunal la palabra de un plebeyo no valiera menos que la de un noble; y de que el castigo no fuera más duro por ser el delincuente de baja extracción o por ser la víctima de alta posición social. O sea, tratábase de un derecho procesal contra la arbitrariedad del poder, del tipo que fuera, incluyendo la arbitrariedad sistemática a favor de las gentes de la misma clase social que el monarca detentador de ese poder.

Mas no era sólo eso. El principio de no discriminación se extendió, en esas declaraciones, a evitar desigualdades en el acceso a cargos (p.ej. la desigualdad de que se exigiese un nacimiento noble para poder solicitar ciertos nombramientos). Desde luego las revoluciones liberales sólo muy parcialmente implementaron ese principio de no discriminación, no ya porque (salvo la revolución francesa en su etapa jacobina) mantuvieron la esclavitud, sino por el sojuzgamiento de la mujer, la perpetuación de las dinastías, los senados o cámaras de los pares o lores, etc. El principio, sin embargo, estaba sentado.

Ese examen nos lleva a percatarnos de que ese período de la revolución burguesa clásica no trae consigo el reconocimiento de las libertades políticas, sino esencialmente sólo de las libertades individuales en la esfera privada. Están ausentes muchos derechos negativos, perfectamente compatibles no sólo con la preservación del orden económico capitalista sino aun con la ausencia de cualquier política redistributiva incluso tímida: el derecho de reunión; el de asociación; el de mudarse de domicilio; el de emigración. Es oscilante el estatuto del derecho de profesar una u otra religión (en general tiende a otorgarse como parte del derecho de expresar las propias ideas).

¿Por qué esas ausencias? Está claro que los derechos cuyo respeto se había reclamado al monarca son los derechos llamados civiles, los del hombre en su actividad cotidiana, en sus quehaceres laborales, familiares, domésticos y económicos; derechos a desplegar esas actividades sin interferencia indebida o abusiva del poder. Se sobreentendía (y, por consiguiente, no se reclamaba) que ese poder se encargaba de reprimir los delitos de los particulares; así el hombre se consideraba, en ese punto, a salvo de tales atentados; mas justamente tenía que precaverse de atentados del poder que afectaran a esas esferas de su vida, que son las que constituyen la casi totalidad de la actividad de un individuo.

De los derechos que se reclamaban uno solo salía de la esfera de la actividad doméstica, económica y laboral, o sea del campo de los derechos civiles: el derecho a expresar ideas y a difundirlas. Era lo único en lo que aspiraba a ejercer un derecho fuera de la esfera de su vida privada el ciudadano de esa época áurea del liberalismo (aproximadamente los sesenta años que van de 1780 a 1840). Sin embargo, hay que decir al respecto que, por un lado, se trataba de un derecho económico de ejercicio del libre comercio para los empresarios de los negocios de edición e impresión; y por otro lado, la redacción de tales reclamaciones hacía de ellas a veces simples casos particulares de un derecho jurídico-penal de legalidad (derecho a no sufrir sanción no prevista por la ley).

Quedaban así fuera del campo de protección reclamada en esa época áurea del liberalismo los ámbitos de la actividad humana que rebasaban la vida privada y cotidiana de la gente. Especialmente faltaba el derecho de asociación.

¿Por qué? ¿No tienen acaso los derechos de reunión y de asociación una faceta en la que se refieren a actividades justamente del dominio de la vida privada o de la económico-laboral (derecho a reunirse con otra u otras personas para formar una unión conyugal; derecho a congregarse entre amigos y familiares; derecho a constituir condominios, empresas plurimembres, etc)? Sin duda. Ahora bien, el hombre liberal de la época que consideramos daba por sentado que se respetaban esos derechos en tales esferas y no los reivindicaba; percatábase sin duda de que la reclamación no podía hacerse en términos que acotaran perfectamente el ámbito de aplicabilidad. Reclamar, en general, un derecho más amplio de reunión y de asociación era invadir el terreno de lo público, era exigir que se permitiera a la gente reunirse y asociarse para presentar peticiones, para manifestar puntos de vista sobre asuntos de la colectividad, para organizar campañas de opinión; en suma, para participar en la vida política. Y, aunque el liberalismo de facto concedió, aunque con restricciones, tales derechos, no quiso reconocerlos sobre el papel ni exigirlos a los poderes monárquicos con los que buscaba un entendimiento. Eso sucede por tres razones.

Así pues, queda acotado el terreno de los derechos proclamados por el liberalismo clásico: derechos civiles que preservan la vida privada. Derechos todos ellos negativos o de libertad. Su respeto exige que los demás --y en concreto el poder-- se abstengan de determinadas acciones lesivas.NOTA9

Ni siquiera se reclaman todos los derechos civiles negativos:

Esa ausencia requeriría una explicación diferente, toda vez que su omisión no se explica de la misma manera. Llama la atención, en efecto, que sólo llegue a reconocerse este derecho simultáneamente con los de reunión y asociación. Tal vez la libre circulación se ve como una invasión de la esfera de la vida pública (entendiéndose que el control de los viajes y de las mudanzas es un asunto de policía, la cual ha de poder denegar autorización para ello por motivos de mantenimiento del orden o prevención del desorden). Tal vez los liberales hayan pensado que era un derecho político y que no debía reconocerse a quienes carecían de derechos políticos (los impecuniosos). Tal vez los intereses económicos de los terratenientes latifundistas, todavía semifeudales, exigían mantener sujetos a los braceros del campo privándolos del derecho a emigrar. Tal vez sea una combinación de esos motivos, y de otros más.

Sea como fuere, está claro que --aunque importantísimos en comparación con la situación bajo la monarquía absoluta-- los logros del liberalismo clásico son modestos, y aun mezquinos, en comparación con la idea que tenemos hoy de lo que son los derechos humanos. Para el liberalismo se trata sólo de preservar la no violación de la vida privada por las autoridades, y aun eso sólo en tanto en cuanto esa vida privada se prosiga sin modificaciones (como sería una mudanza o una emigración) que, aunque fuera indirectamente, alterasen o pudiesen alterar la vida pública. No se da, evidentemente, ninguna cabida a derechos positivos.NOTA10


§04.-- Los Derechos Humanos en la época de la democracia clásica (1870-1920)

La reclamación de los derechos políticos negativos, junto con el derecho de circulación y emigración, es la conquista de la etapa de la democracia clásica, la cual, si bien se inicia a raíz de la revolución francesa de febrero de 1848, de manera general sólo empieza a plasmarse en torno a 1870; esa etapa se extiende hasta el período que seguirá inmediatamente a la revolución rusa de 1917.

Reclámase en esta época el derecho de sufragio universal (primero masculino y luego también femenino).NOTA11 Junto con el derecho de sufragio, reclámanse los de reunión, asociación, mudanza y emigración.

En España esos derechos los reconoce, como novedad, la constitución de 1869 (alcanzada por el pueblo al ser derrocada la casa de Borbón por el levantamiento de 1868, llamado `la Gloriosa [Revolución]'). La Constitución (nunca promulgada) de la I República española (1873) ratifica esos avances, dándoles un asiento doctrinal jusnaturalista más sólido y vigoroso. Notemos que el derecho de emigración se concede a todos, españoles y extranjeros, en ambos sentidos (o sea que se concede a todos los hombres el derecho a radicarse libremente en España). A la vez, los derechos civiles ya antes reconocidos se detallan ahora con precisión y se amplían las garantías (derecho a indemnización en el caso de haber sido víctima de un trato penal incorrecto o erróneo; catálogo preciso de las circunstancias que pueden lícitamente dar lugar al allanamiento de morada; etc). En el mismo sentido apuntan otras modificaciones constitucionales del último tercio del siglo XIX: en los EE.UU tras la guerra de secesión (1860-65);NOTA12 en Inglaterra, por una serie de leyes de reforma;NOTA13 en Alemania con la constitución bismarckiana del Reich unificado; en Austria-Hungría, en Italia, en Francia, en las Repúblicas hispanoamericanas con una cadena de leyes fundamentales de fines del siglo XIX.

Sólo el democratismo clásico (1870-1920) trajo, pues, el cúmulo de derechos civiles y políticos negativos que solemos (equivocadamente) asociar al liberalismo clásico. Curiosamente siguen sin adquirir reconocimiento, como tales derechos fundamentales, los de no ser golpeado, insultado, violado, matado o robado. El elenco de derechos que se reclaman sigue siendo sólo el de los que se reclaman frente al poder, no frente a los demás individuos.

Eso revela una inconsecuencia de los demócratas clásicos. Ellos ya tienen una visión más amplia del contrato social: la esfera de los derechos abarca ahora también lo político. Se trata ahora de estampar, como cláusulas del contrato social, compromisos, por parte de la autoridad, no sólo de no invadir la esfera de la vida privada de cada uno, sino también de permitir una participación de cada ciudadano en la vida pública.

Pero sigue faltando algo --y algo importantísimo--. No sólo sigue sin reconocerse el derecho de cada uno a participar en el bien común.NOTA14 Sigue también ausente la cláusula de que cada individuo está obligado a respetar la vida y bienes de los demás. Sin duda se da por sobreentendido que los poderes públicos velarán por ello, que prohibirán que se perpetren tales actos, que los tildarán de delitos y los reprimirán para que no se repitan. Mas justamente un contrato social fundador de una sociedad, de una vida en común, no podría dar por sobreentendido nada de eso. Ni nada de nada. Tendría que explicitar cada cláusula básica.

Es razonable conjeturar que, pese a su aparente radicalidad, el democratismo clásico no era radical ni abandonaba del todo la visión del contrato social como un pacto entre el poder y los súbditos. Lo que pasa es que extendía ese pacto de suerte que los súbditos adquirían ahora potestad para intervenir en la esfera del poder (por el sufragio y por los derechos de reunión y asociación).

¿Qué se hubiera seguido de entender que los derechos reconocidos y solemnemente proclamados eran derechos frente a todos? Pues que también los individuos, en sus tratos unos con otros, tendrían que respetar el derecho de libre expresión de pensamiento, el de creencia religiosa y culto, el de no discriminación, el de reunión y asociación. Conque un empleador no podría prohibir a sus empleados la formación de secciones sindicales, ni podría despedir a alguien por sus creencias religiosas, ni rehusar contratar a alguien por su color de piel o su extracción social o su sexo. Y los demócratas clásicos, en general, piensan que el empresario tiene derecho a contratar a quien quiera y por las razones que quiera; a despedir a quien le dé la gana y por cualquier razón o sinrazón; que el casero puede lícitamente rehusar alquilar la casa a alguien por su etnia o por su lugar de nacimiento, estatura, edad, apariencia física, extracción social o lo que sea.

Es más, aun las obligaciones de no agredir, no humillar, no causar sufrimiento son reconocidas por los demócratas clásicos sólo con muchas limitaciones. Los liberales, desde luego, las habían limitado más. Ellos habían mantenido la esclavitud; y el dueño de esclavos negros podía, lícitamente, fustigarlos con el látigo y causarles heridas. En la época de la democracia clásica se produce, ¡al fin!, la abolición de la esclavitud.NOTA15

Los demócratas clásicos no consideran que en general haya de privarse al marido del derecho a golpear a su mujer (dentro de ciertos límites), o a un padre del derecho a golpear a sus hijos (idem) o a un carcelero del derecho a golpear a los presos para hacer respetar el orden. Ni creen que el poder haya de meter la nariz en lo tocante a las novatadas y demás malos tratos que a menudo infligen ciertos particulares a otros, principalmente en lugares de convivencia masiva. La época que consideramos ahora fue una época en la que todavía no empezó ni siquiera a ponerse tímidamente coto a tales abusos (abusos que hoy se han atenuado un poco, aunque siguen perpetrándose masivamente; no se habla de ellos).

El precio de una mayor libertad era, así, el de estar sujeto el más débil al más fuerte. Qué decidiera prohibir el contingente y cambiante código penal era algo que escapaba al campo de las expectativas de seguridad personal constitucionalmente fundadas. Ningún derecho constitucional protegía de ninguna acción de un particular. La sociedad de los demócratas de fines del XIX y comienzos del XX (la belle époque del Vals) fue una sociedad llena de brillantes avances: no sólo grandes progresos técnicos sino también la primera ola del feminismo y del sindicalismo, las primeras instituciones de seguridad social (en Alemania) y una difusión de los proyectos de legislación social.NOTA16 Fue, en suma, una época admirable, pero también sórdida, donde imperaban no sólo la insolidaridad brutal, sino también, a menudo, la violencia en muchos terrenos de las relaciones entre particulares (como en parte sigue sucediendo, mas ahora en contra de los textos constitucionales).


§05.-- Hacia el reconocimiento de los derechos de bienestar (1920-1950)

En la época que se extiende hasta la primera guerra mundial empiezan a reconocerse algunos derechos de bienestar. En verdad ya en la época liberal se habían dado pasos. La constitución española de 1812 en su art. 366, había reconocido el derecho de todos los niños a recibir instrucción pública que les permitiera aprender a leer y escribir. Muchísimo más avanzada fue la Constitución jacobina de la I República francesa (1793), la cual sentó el principio de que la sociedad tiene obligación de asegurar la vida de sus miembros, dándoles trabajo o un subsidio. Luego la Constitución de la II República francesa, de 1848, no sólo plasmó un elenco de derechos civiles y políticos muy amplio (todo lo que en España se alcanzará tras el derrocamiento de los Borbones en 1868), sino que ratificó el derecho del individuo a participar en el bien común de la sociedad y, por consiguiente, el deber social de dar o trabajo o subsidio a cada individuo. Sin embargo esa revolución social-democrática fue una excepción pronto olvidada. La tónica general de las declaraciones constitucionales era muy otra.

En España ni siquiera las constituciones de 1869 y de 1873 retoman el derecho a la instrucción pública gratuita, ni menos todavía otros derechos de bienestar. En Francia la III República vino a establecer ese derecho a la instrucción pública; en Alemania se tendió al reconocimiento en la práctica de ciertos derechos sociales, como la jubilación y la asistencia sanitaria; pero las constituciones eran mudas al respecto. No se elevaba eso al plano de derechos fundamentales o constitucionales.

Uno de los pocos derechos positivos que tendieron a reconocerse en esta época de la democracia clásica fue el derecho a una impartición correcta de justicia (principalmente penal), lo cual había de traducirse en evitar excesivas dilaciones y en asistencia y defensa letradas gratuitas para los impecuniosos; en ambas cosas se requerían acciones y no sólo omisiones (requeríanse dotaciones presupuestarias y pagos). También era positivo el derecho a percibir indemnización por las víctimas de errores judiciales o de acciones represivas policiales declaradas improcedentes. Y es que de poco servía, sin eso, la garantía del debido proceso.

Sin embargo, el pensamiento de la época vio todo eso como marginal (un efecto colateral, un subproducto); su reconocimiento no conllevó una revisión del esquema sobre los derechos fundamentales. Somos más bien nosotros hoy quienes vemos ahí anticipaciones del ulterior reconocimiento de derechos positivos.

Fue la revolución rusa del otoño de 1917 la que cambió la perspectiva. A poco de llegar al poder, las nuevas autoridades soviéticas promulgaron la Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado.NOTA17


§06.-- La época actual de reconocimiento de los Derechos Humanos inaugurada por la Declaración Universal de 1948

Vino a modificar las cosas sustancialmente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (DUDH) de la Asamblea General de la ONU de 1948 --si bien el cambio de mentalidad que trajo consigo sólo se ha ido produciendo paulatinamente. Implícitamente la concepción de la declaración sí es ya la de que los derechos básicos son derechos frente a todos. Por eso se catalogan los bienes jurídicamente protegidos: la vida, la integridad física, el disfrute de condiciones decentes de existencia, la familia, la participación en los asuntos de la colectividad, el trabajo, la salud, la educación etc.

A pesar de sus muchos defectos, la Declaración tiene una gran virtud: establece una lista (todo lo imperfecta y ad hoc que se quiera) de bienes jurídicamente protegidos de la vida y la acción de los individuos. En ese sentido cabe decir que insiste de veras en los derechos más que en los deberes concomitantes. Que se insista en lo uno o en lo otro no altera para nada el resultado jurídico (lo voy a aclarar en seguida). Pero es que, al insistir en el derecho, se viene a sentar el principio (a cuyo favor está implícitamente comprometida la Declaración) de que las prohibiciones u obligaciones dimanantes --o sea el obligado respeto a esos derechos-- vinculan no sólo al Estado o a los poderes públicos sino también a los particulares.

Ese principio ha ido manifestándose en la conciencia de la gente --y de los propios juristas-- tardíamente y por pasos. Parecía extraño alegarlo. No es que abundaran antes escritos que defendieran la idea de que los derechos fundamentales eran sólo exigibles frente a la colectividad. Había sido ésa más bien una presuposición implícita y hasta vergonzante. Una vez desafiado el viejo prejuicio de que sólo el Estado contraía obligaciones por el reconocimiento de los derechos constitucionales de los individuos, ya sólo quedaba enunciar expresamente el principio de que también los particulares contraían obligaciones por ese reconocimiento. La oposición a este nuevo principio ha acudido más bien a suscitar dificultades --diríamos-- de orden procesal, o cuestiones de eficacia directa o indirecta, mediata o inmediata, y, por lo tanto, problemas de invocabilidad judicial.

Así, p.ej., el derecho a casarse era reconocido por los códigos civiles (para `el hombre y la mujer') mas no era antes reconocido como un derecho constitucional o fundamental. Comportamientos atentatorios contra tal derecho (p.ej. por parte de los padres o de terceros) no se veían como conculcación de un derecho constitucional o fundamental. Ahora, a tenor de la nueva perspectiva, hay que decir que sí se trata de un derecho fundamental, o un «derecho humano», y que estorbar su ejercicio es un acto atentatorio contra los derechos humanos, hágalo quien lo haga.

Igualmente las prohibiciones básicas del código penal son prohibiciones obligadas en virtud del reconocimiento constitucional del derecho a la vida, del derecho a la integridad física y moral. Pero es que no sólo está obligado el Estado a promulgar tales prohibiciones (y a imponer un orden en el que se obedezcan), sino que también están obligados los particulares a atenerse a esos principios de respeto mutuo, cualquiera que sea el tenor del código penal. Por encima de éste, hállase el derecho del individuo a no ser matado, herido, maltratado, golpeado, humillado, vejado, violado o molestado.

Similarmente, en lo tocante a los derechos de bienestar, ya por la vigencia de un texto legal como la Constitución, en la que se reconocen tales derechos, está obligada cualquier persona pudiente (individual o colectivoa) a dar trabajo al que lo necesita, y, en la medida de sus posibilidades, a proporcionarle un salario equitativo y digno, en condiciones que le permitan una calidad de vida satisfactoria.

Igualmente, por la vigencia de la constitución --haya o no haya alguna ley de arriendos--: (1) está obligado el propietario de inmuebles inocupados a alquilarlos en condiciones equitativas a quienes necesiten vivienda; (2) están obligados los que se dediquen a negocios inmobiliarios a facilitar en condiciones equitativas el acceso a la vivienda de los sin techo.

En general hablamos mucho de los derechos constitucionales y poco de los deberes constitucionales. Mucho de los derechos humanos y poco de los deberes humanos.

Creemos haber dado un paso de gigante con el dizque cambio de perspectiva, desde el punto de vista de los deberes o las obligaciones al punto de vista de los derechos. En realidad ese presunto cambio de perspectiva es fútil y vacuo; o, mejor, inexistente salvo en lo puramente terminológico.

Pero, al enmascarar un cambio exclusivamente terminológico como si fuera (lo que no es) un cambio de paradigma o Gestalt, incúrrese en una grave deformación que puede llegar a constituir una superchería. Se quiere ocultar que no hay deberes sin derechos ni derechos sin deberes.

Ese principio de la correlatividad de derechos y deberes tiene dos vertientes netamente diferenciadas, que hacen que se trate en verdad de dos principios enteramente distintos:

[P1] El principio de bilateralidad, a cuyo tenor no es legítimo que alguien goce de derechos si no pesan sobre él correlativamente determinadas obligaciones, y similarmente no es justo que alguien esté bajo el fardo de determinadas obligaciones si no goza de ciertos derechos; en uno y otro caso establécese en virtud del asunto específico de que se trate qué derechos son aquellos cuyo disfrute ha de ser correlativo con la sujeción a tales obligaciones, y qué deberes han de corresponder a la posesión de tales derechos.

[P2] El principio de KelsenNOTA18 según el cual no hay nunca dos situaciones jurídicas distintas, una en la que X tenga obligación de hacer (o de no hacer) tal cosa a Z y otra en la que Z tenga derecho a que X le haga (o le deje de hacer) esa cosa.NOTA19

Los derechos humanos son derechos erga omnes --poderes públicos o particulares.NOTA20 Naturalmente cada uno contrae sólo obligaciones dimanantes de derechos ajenos en la medida de sus posibilidades fácticas. Los padres tienen obligación de alimentar, cuidar y educar a sus hijos, mas no puede exigírseles el cumplimiento de tal obligación si están pasando hambre ellos mismos o se hallan en cualquier otra situación calamitosa.

Lo digno de señalarse es que el derecho del niño a recibir educación, cuidado sanitario, comida, ropa y cobijo impone una obligación inmediata y primaria sobre sus padres de atender a esas necesidades en la medida en que les sea factible. Subsidiariamente está obligada la colectividad a subvenir a esas necesidades infantiles por haber reconocido los derechos del niño.

Los derechos del niño implican, así, deberes de los adultos: de determinados adultos en primer lugar, y de la colectividad en general subsidiariamente. Mas en tercer lugar implican deberes subsidiarios de los demás adultos.

En general ¿qué deberes acarrea un derecho y por parte de quién? A este respecto el principio básico de lógica jurídica es el de no impedimento.NOTA21 Consiste en que cada uno está obligado a no impedir el ejercicio de un derecho ajeno.

¿Cuándo se impide? Impídese cuando se ejerce violencia (o amenaza de violencia). Antonio tiene derecho a pasear por la playa; si alguien lo ataca, le pone la zancadilla, o lo amenaza con hacerle algo de eso si pasea por la playa, le está impidiendo ejercer su derecho.

También se impide cuando se ejerce fuerza en las cosas: si a un vecino le clavan una barra ante la puerta de su casa y, a causa de ello, no puede abrir la puerta ni salir, si bien el autor de tal hecho no está ejerciendo violencia sobre la persona del vecino, sí le está impidiendo salir (algo a lo cual tiene derecho), y se lo está impidiendo por la fuerza, pues fuerza es la barrera física difícilmente franqueable. No hace falta que la barrera sea insuperable. Si ese vecino consigue, tras mucho esfuerzo, palanquear desde dentro su propia puerta, no por eso se ha dejado de llevar a cabo un acto ilícito conculcador de su derecho a salir.

También se impide a alguien ejercer un derecho omitiendo ciertas acciones físicas, cuando la falta de algún elemento material, físico, constituye, directamente y por sí, un obstáculo insalvable para ejercer el derecho. Así, si alguien tiene derecho a comer, mas carece de recursos y nadie le da comida, quienes rehúsan dársela están, conjuntamente, impidiendo que coma. Como impide que siga viviendo un preso no sólo el carcelero que lo mata, sino también el que lo deja morir de hambre. La cosa no cambia porque el moribundo esté en libertad, si los almacenes de comida están protegidos por la tropa, o si el procurarse la comida acarreará una pena de presidio.

Lo malo de la plática usual de los derechos humanos es que se sitúa en un plano tan abstracto que olvidamos la perspectiva de la lógica jurídica; olvidamos que cada derecho comporta la obligación de los demás de no impedir el ejercicio de ese derecho, ni por acción ni por omisión.

A la inversa, si cada uno está obligado a no impedir, ni por acción ni por omisión, que X haga o tenga una cosa, entonces es lícito que X la haga o la tenga (o sea X tiene derecho a ello); porque, si fuera ilícito, entonces los poderes públicos estarían facultados para impedirlo.NOTA22 (No los particulares, en general, claro, mas sí los poderes públicos; no puede ser que una acción sea ilícita y que, sin embargo, a nadie --ni siquiera a los poderes públicos-- sea lícito impedirla.)

O sea que el principio jurídico de no impedimento junto con su principio converso entrañan la correlatividad de derechos y deberes en el sentido del principio de Kelsen ([P2]).

Así pues, es indiferente que se hable en términos de derechos o en términos de deberes. Da igual. Lo que ya no da igual es reconocer o no el principio de no obstaculización; ni da igual tener conciencia o no tenerla de la validez del tal principio. Porque, si no se tiene conciencia de ese principio básico de lógica jurídica, entonces hablar de derechos se transforma en huera palabrería.

De ahí que yo insista en los deberes humanos, en el deber de no estorbar --ni por acción ni por omisión-- que los demás vean respetada su vida, su salud, su integridad, la expresión de sus sentimientos e ideas, su asociación lícita con otros; mas también, claro, su acceso a medios para comer, vestirse, cobijarse, educarse, cuidar su salud, y contribuir al bien común de la sociedad trabajando, aportando.NOTA23


§07.-- Conclusiones de la Parte I

La trayectoria del reconocimiento de los derechos humanos obedece a vicisitudes y contingencias derivadas de las fuerzas de las clases sociales, de sus intereses, de lo apremiante de sus necesidades o demandas en diversos períodos históricos; pero --en alguna medida al margen de todo ello-- esa trayectoria despliega también una cierta lógica. Se han tendido a recalcar primero los derechos civiles, luego los políticos; primero los derechos negativos, luego los positivos.

En ambos casos las prioridades que se han desplegado en esa trayectoria pueden justificarse en parte (sólo en parte). Desde luego, puestos a optar --o en caso de conflicto-- solemos pensar que nos es más vital poder disfrutar de derechos civiles antes que de derechos políticos; a cada quien tener un margen amplio para vivir su vida --tener una familia, buscarse un modo de vivir, morar pacíficamente en su casa, etc-- le suele ser mucho más vital e importante que poder insertar en los periódicos artículos que contengan sus opiniones sobre los asuntos políticos, ingresar en partidos políticos o fundar otros, etc. Lo primero para cada quien es su vida privada.

También puede decirse algo a favor de la prioridad de los derechos negativos. Uno tiene derecho a trabajar y a tener un domicilio decente; pero, puesto a tener que optar, preferirá renunciar al ejercicio de tales derechos con tal que no lo torturen, no lo encarcelen abusiva o gratuitamente, no lo sometan a acusaciones falsas en procesos amañados y sin garantías.

Sin embargo, el elemento justo y racional que da una justificación parcial a esas prioridades está falseado y adulterado cuando --como sucedió históricamente en las constituciones del liberalismo y de la democracia clásicos-- los derechos se conciben como acarreando deberes sólo para el Estado, por lo cual se omiten los derechos negativos más básicos (a la vida, a la integridad, a no ser golpeado, agredido, amenazado, vapuleado, hostigado, violado etc).

Es justamente la prioridad de esos derechos negativos la que determina que --en la escala de prioridades para casos de conflicto-- ciertos derechos negativos tengan primacía: aquellos cuya violación impide más gravemente que uno tenga una vida o pueda al menos luchar por tenerla, por tener algo que pueda decentemente llamarse una vida.

Más allá de eso, es enteramente falso que haya prioridad de los derechos negativos sobre los positivos. No es más prioritario el derecho (negativo) a imprimir artículos con opiniones políticas que el derecho de encontrar un trabajo, comer, tener cobijo o atención sanitaria. La abrumadora mayoría de los humanos nunca imprimen artículos políticos (y de los que lo hacen la abrumadora mayoría no los pueden ver publicados en los periódicos). Igual que la aplastante mayoría no ingresan nunca en ningún partido político, y muchísimos de quienes sí lo hacen tendrían una opción diferente si hubiera partidos más de su gusto. Todas esas ocupaciones pueden ser valiosas, mas es en general muy escasa su significación para la vida cotidiana de un individuo.

Esas dos prioridades (la de los derechos civiles sobre los políticos y la de los negativos sobre los positivos) vienen desplegadas por las vicisitudes históricas más arriba evocadas. Nuestro recorrido nos lleva a decir que, formuladas en toda su generalidad, esas dos prioridades son falsas, y han de ser atribuidas a intereses egoístas de los sectores privilegiados de la sociedad.

Lo que sí es correcto es:

  1. En general (a salvo de matizaciones) lo que se refiere a la vida privada tiene prioridad para un individuo por sobre su participación en la vida pública; mas lo primero involucra el ejercicio tanto de derechos negativos cuanto de derechos de bienestar (a la comida, la vivienda, a trabajar etc).
  2. Hay ciertos derechos negativos que son de máxima prioridad, siendo prioritarios por sobre cualquier derecho positivo; concretamente los derechos de no ser matado, herido, golpeado, humillado, hostigado, encerrado, violado; ese mínimo sin el que se destruye la vida o la integridad física o moral.
  3. Esa prioridad no se extiende a los demás derechos negativos, sino que hay derechos de bienestar que son prioritarios por sobre un montón de derechos negativos; p.ej. los de beber, alimentarse, cobijarse del frío o del calor, vestirse, recibir cuidados médicos y tener una actividad socialmente productiva.

Puede parecer desmedido el énfasis que pongo en los derechos negativos de máxima prioridad, en tanto en cuanto supuestamente todos los admiten. Sin embargo, es un hecho que hay bandas que golpean, hostigan, a veces matan; llévase la represión contra ellos con tal desidia y blandura que eso equivale a consentimiento o connivencia, con un alto grado de impunidad. Además, la sociedad cierra los ojos ante el hecho de que en muchos lugares de convivencia parcial o total impera la matonería que hace la vida imposible a los más débiles. Junto con lo cual está otra violencia espantosa que se salda cada año con decenas de miles de muertos y sabe Dios cuántos millones de tullidos y lisiados: la violencia del coche.

No basta que el poder no perpetre tales violencias para que esté exento de responsabilidad; y, lo esté o no, los particulares que perpetran esas violencias son violadores de los derechos humanos; infringen sus deberes humanos. La situación de los derechos humanos en un país ha de calibrarse también en función de cuánto tengan lugar violencias así, de qué seguridad o inseguridad tenga un pobre ciudadano de a pie, un recluso, un recluta, un colegial, un interno, de verse libre de malos tratos o acosos (sexuales o no sexuales).

Así pues, aun el respeto de los derechos negativos más básicos y prioritarios acarrea deberes de los particulares y de las autoridades; y, sobre todo en el caso de éstas, en buena medida, deberes positivos de hacer: brindar protección y sancionar las transgresiones. Por consiguiente, no hay ninguna diferencia esencial, en ese aspecto, entre los derechos negativos y los positivos.

Conque ni los derechos negativos son, en tropel, prioritarios sobre los positivos, ni es verdad que sólo los segundos sean gravosos para la sociedad (o comporten deberes positivos de las autoridades). Las prioridades son más complejas. Hay que hablar de unos u otros derechos (y de sus respectivas violaciones) en proporción a su importancia para la vida humana, concediendo a los derechos de bienestar una mayor prominencia (sin por ello estar en la cumbre de las prioridades).


Parte II
El Lenguaje de los Derechos Humanos


§08.-- Génesis y maduración de los derechos del hombre

Inscríbense en un marco de pensamiento netamente jusnaturalista las proclamaciones de los Derechos del Hombre a fines del siglo XVIII, las cuales se plasman en dos textos de transcendencia planetaria: la Declaración de Independencia de los EE.UU de América y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789.

Ese marco jusnaturalista está, ciertamente, presidido por una visión pactista o contractualista del estado, de la sociedad política, la cual vendría precedida, al menos en un orden ideal, por un estado de naturaleza en el que los hombres vivirían aislados y del cual saldrían por un acuerdo o convenio concertado en el cual se someterían a una serie de compromisos unos para con otros. Ahora bien, --según las ideas subyacentes a toda aquella serie de proclamaciones de los Derechos del Hombre-- ese pacto social no sería lo que engendraría tales Derechos del Hombre.

El individuo humano no adquiriría sus derechos fundamentales por concertar tal convenio o por adherirse al mismo, sino que al revés: el convenio mismo presupondría tales derechos y alcanzaría su validez y legitimidad en tanto en cuanto se revelara un procedimiento adecuado para garantizar su respeto. Sería inválido un convenio en el que los hombres renunciaran a sus derechos básicos anteriores al pacto.

Para justificar, pues, la reclamación de alguno de tales derechos los hombres no necesitan en principio aducir el tenor del pacto social; ya que, de ser así, las asambleas constituyentes que elaboran catálogos de tales derechos estarían estipulándolos gratuitamente. Ninguna de tales asambleas tiene la pretensión de estar diseñando creativamente, de la nada, un pacto social enteramente nuevo y sin raíz ni base alguna en otro que, existiendo previamente, faculte a la asamblea en cuestión a estatuir lo que juzgue oportuno. Al revés, tales asambleas parten del supuesto de que existe la sociedad civil y política y que ésta está constituida, y regulada, por un pacto social originario, tal vez conculcado por los gobernantes, y que hay que restituir.

Mas tampoco piensan los constituyentes de ese período (entre 1775 y 1875 aproximadamente) que baste para sentar los Derechos del Hombre esa mera remisión al pacto social presuntamente originario. A nadie se le escapa que ese mítico pacto social es un constructo imaginal, un artificio, o --en el mejor de los casos-- un acontecimiento legendario reconstruido por la conjetura. Por ello, al reelaborar o restituir el pacto social --por la vía de un nuevo convenio que incluya un catálogo de derechos-- hay que remitirse a los derechos naturales del hombre, aquellos que éste tiene antes de entrar en sociedad y a los que no puede renunciar en ningún pacto social válido.

Una de las expresiones de ese jusnaturalismo es la contenida en la Constitución revolucionaria Francesa de 1848, la cual, en el art. III de su Preámbulo, dice sin ambajes que la República Francesa `reconnaît des droits et des devoirs antérieurs et supérieurs aux lois positives'.NOTA24

Aún más tajante es la formulación del jusnaturalismo en el proyecto de Constitución de la I República Española (1873), que no llegó a promulgarse. Tras un brevísimo preámbulo de sólo 3 líneas, ese texto constitucional empieza con un Título Preliminar, cuyo tenor es así:NOTA25

Toda persona encuentra asegurados en la República, sin que ningún poder tenga facultades para cohibirlos, ni ley ninguna autoridad para mermarlos, todos los derechos naturales.

  1. El derecho a la vida, y a la seguridad, y a la dignidad de la vida.
  2. El derecho al libre ejercicio de su pensamiento y a la libre expresión de su conciencia.
  3. El derecho a la difusión de sus ideas por medio de la enseñanza.
  4. El derecho de reunión y de asociación pacíficas.
  5. La libertad del trabajo, de la industria, del comercio interior, del crédito.
  6. El derecho de propiedad [...]
  7. La igualdad ante la ley.
  8. El derecho a [...] la defensa libérrima en juicio; el derecho, en caso de caer en culpa o delito, a la corrección y a la purificación por medio de la pena.

Estos derechos son anteriores y superiores a toda legislación positiva.

Luego, en el Título II, ese texto constitucional reproduce un extensísimo catálogo de derechos fundamentales, que en buena medida copiaba --con retoques-- el de la Constitución de 1869, que había encontrado tan abrumadoramente mayoritario consenso nacional.

El título preliminar del texto constitucional de 1873 es particularmente interesante para nuestros propósitos porque expresa la idea jusnaturalista de manera totalmente contundente. No sólo son naturales los derechos ahí enumerados, sino que son todos los derechos naturales y, para mayor precisión, son anteriores y superiores a cualquier legislación positiva. O sea, tienen vigencia independientemente de que la legislación positiva los reconozca o no.

El comentado texto constitucional de 1873 llegaba al final del predominio del jusnaturalismo; o, más exactamente, cuando ya el juspositivismo estaba en franco auge; en los hoy llamados `países de nuestro entorno' prevalecía desde tiempo atrás: en Francia con la escuela de la exégesis; en Alemania con la escuela histórica y más aún con su sucesora, la jurisprudencia de conceptos; en el mundo anglosajón, con la filosofía jurídica de J. Bentham y Austin y con el realismo norteamericano; en Italia, con las sucesivas escuelas positivistas italianas. Y ese juspostivismo de diversa laya acentuará su prevalencia en los decenios siguientes, aunque en ocasiones empiece a amagar aquí o allá un balbuceante repunte jusnaturalista, al principio bastante tímido. Sólo mucho tiempo después, tras la II guerra mundial, se asistirá a un retorno masivo de los enfoques jusnaturalistas.

Siendo un asunto vital, hemos de considerar aquí qué relaciones se dan entre positivismo filosófico en general y juspositivismo en particular. Porque el problema que nos vamos a plantear en esta Parte de nuestro estudio es justamente el de si --en el marco de una concepción filosófica positivista o empirista-- podría darse cabida a un reconocimiento de los Derechos del Hombre que no hiciera depender su existencia de la promulgación de un legislador; o sea un reconocimiento de los mismos como derechos naturales (exclusivamente en ese sentido).

En principio positivismo filosófico y juspositivismo son dos tesis independientes. Positivismo filosófico es cualquier doctrina que rechace la posibilidad de un conocimiento filosófico de problemas metafísicos, e.d. un conocimiento que vaya más allá de lo que pueden investigar las ciencias empíricas o matemáticas. El juspositivismo es la tesis de que no hay más deberes y derechos que los que tienen existencia por la promulgación de una autoridad reconocida. Y en teoría caben cuatro combinaciones. Un metafísico puede ser juspositivista o jusnaturalista; un positivista filosófico puede también ser lo uno o lo otro.

Sin embargo, surgen tres dificultades para que un positivista filosófico se adhiera al jusnaturalismo, a saber: la ontológica (¿cómo se puede, sin caer en metafísica, atribuir una u otra naturaleza o entidad a unos derechos o deberes existentes independientemente de las promulgaciones del legislador?); la gnoseológica (¿no se está, al indagar tal supuesta existencia, rebasando el límite de lo que tiene investigabilidad, o al menos investigabilidad científica?); y la determinativa (¿qué criterio hay, admisible dentro de los cánones positivistas, para fijar los límites de ese campo presuntamente misterioso de tales derechos?). Como un metafísico no está sujeto a constreñimientos tan limitativos, puede más fácilmente hallar --o imaginarse que halla-- una vía de especulación, construcción doctrinal o deducción para postular derechos humanos válidos sin necesidad de ser promulgados.

En medio del predominio del positivismo filosófico en los ambientes intelectuales de fines del siglo XIX y comienzos del XX no es nada extraño --dadas las tres mentadas dificultades-- que se produjera un fortísimo rechazo de cualesquiera derechos o deberes naturales. En tal óptica, nada en absoluto fundaría los derechos del hombre, e incluso a menudo se cuestiona hablar de derechos.


§09.-- El reconocimiento constitucional de los derechos de bienestar

Siguen teniendo lugar revoluciones; cada nueva revolución política se traduce en nuevas listas de derechos; es más, en los primeros decenios del siglo XX asistimos a una significativa ampliación de los derechos reconocidos en los códigos constitucionales. Dejando de lado otros (como los derivados de la proclamación de la República en Portugal en 1909, o en China en 1911), en el bienio 1917-19 se promulgan: la Constitución de Querétaro, en México; la de Weimar en Alemania; y la Declaración rusa de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado.NOTA26 Las tres introducen derechos sociales y económicos.

Voy a reseñar, a este respecto, y en primer lugar, algunos puntos de la recién mencionada Declaración rusa. Fue redactada por Lenin el 3 [16] de enero de 1918 y aprobada, con modificaciones, por el Congreso de los Soviets, siendo incluida más tarde en la Constitución de la república soviética rusa.

La Declaración no está formulada en términos de `derechos' pero sí los expresa con otras palabras. Podemos desgranar varios de tales derechos, positivos o negativos:

  1. El derecho de cada hombre a no ser explotado y a no sufrir las consecuencias de una división de la sociedad en clases.
  2. El derecho de cada trabajador a ser co-propietario, junto con los demás trabajadores, de todos los bienes que se convierten en patrimonio común de todo el pueblo laborioso, como la tierra y los bancos.
  3. El deber --y, por ende, también el derecho-- a trabajar.
  4. El derecho a participar en el control obrero sobre las fábricas, minas, ferrocarriles y demás medios de producción y de transporte.
  5. El derecho a no tener que contribuir al reembolso de los empréstitos estatales previamente concertados para políticas gubernativas impopulares.
  6. El derecho a la paz y a la confraternización con los trabajadores de los demás países.NOTA27

Desde luego, son vagos algunos de los derechos enumerados [p.ej. el (1) y el (4), en parte el (6)]; pero también lo son muchos de los que hoy nos resultan más familiares; un derecho vagamente formulado es un concepto jurídicamente indeterminado que no por ello es ocioso o meramente retórico, aunque se llenará de contenido sólo por la vía legislativa, jurisprudencial y consuetudinaria. Otros de esos derechos están expresados en términos de una retórica del momento que dista incluso de lo que --en términos de mayor concreción-- recogerán las constituciones soviéticas posteriores, como la de 1936.NOTA28

La Constitución Mexicana de 1917 (promulgada el 5 de febrero) incluye una serie de derechos sociales, también en parte formulados como deberes o prohibiciones:

También se prefiguran, aunque vagamente, derechos de vivienda y asistencia médica.

La Constitución alemana de 1919 (llamada `Constitución de Weimar')NOTA29 contiene un catálogo más bien parco de derechos sociales (arts 119ss): derecho a la igualdad en el matrimonio; derecho de las familias numerosas a recibir un auxilio que alivie sus cargas; derecho de los niños a recibir educación, con cargo a sus padres, velando la colectividad para que así se cumpla; gratuidad de las escuelas nacionales (art. 145; no se estipula que hayan de ser suficientes para todos, aunque en cambio la enseñanza es obligatoria con carácter general); derecho de la maternidad a la protección del Reich; derecho a que se persiga el objetivo de garantizar a todos una existencia humana digna (art. 151); a que haya un sistema de seguros sociales (art. 161); a tener una oportunidad de ganar un sustento mediante su actividad económica (art. 163); y poco más.

Los derechos sociales serán luego algo ampliados en la Constitución de la II República Española en 1931.NOTA30 Entre otros derechos sociales (arts. 43ss):

En esa Constitución todos esos derechos pueden invocarse en recurso de amparo ante el Tribunal de Garantías constitucionales (art. 121.b)

Más extensa y detalladamente aparecen delineados los derechos sociales en la Constitución de la URSS de 1936.NOTA31

Obedeciendo a diversas inspiraciones doctrinales, pero en general a paradigmas filosóficos o jusfilosóficos dominantes --ninguno de ellos propicio al jusnaturalismo--, los redactores de esos textos rehuyeron la mención de la suprapositividad de los derechos reconocidos.NOTA32

Es más: según lo acabamos de ver, la Declaración rusa de enero de 1918 trataba incluso de evitar la palabra `derecho'. No estaba anunciando el respeto a unas prerrogativas, a unos títulos preexistentes, ni de los proletarios individualmente tomados ni siquiera del colectivo que forman; estaba promulgando un estado jurídico nuevo consistente en que esa masa, adueñándose de las grandes riquezas --por un acto colectivo de voluntad--, asegure a sus integrantes una serie de disfrutes de que antes carecían --por mucho que sobre el papel tuvieran el derecho correspondiente. Y no se promulgaba esa nueva situación jurídica porque fuera, intemporalmente, la justa; tal vez sí por ser la única en consonancia con las exigencias del avance histórico-social; mas ni siquiera está del todo claro que, en la mente de sus promulgadores, fuera menester invocar tal consideración. Promulgábase porque así lo decidía la masa proletaria, representada por su vanguardia. Se trataba, pues, de un nuevo pacto social para establecer una nueva sociedad.


§10.-- Derecho y derechos: el rechazo positivista de la noción de derechos

En todo ese período, y hasta bastante después, son fuertes --y, sin duda, predominantes-- los cuestionamientos del lenguaje de los Derechos del Hombre, y hasta de la noción de derecho subjetivo. Veámoslo en concreto mencionando a tres pensadores de la época: Duguit, Rosa Luxemburgo y Kelsen.

Creador de la escuela sociológica, el gran jusfilósofo francés León Duguit inaugurará una cruzada en contra de la noción de derechos subjetivos. Para él el Derecho es derecho objetivo. A pesar de que Duguit y su escuela se inscriben en la tendencia finisecular a romper el estrecho marco del legalismo que había identificado el Derecho con la Ley promulgada por la autoridad, así y todo su escuela sigue ciñendo el Derecho al Derecho positivo, si bien concede un mayor papel a la costumbre, a la confirmación o desconfirmación consuetudinaria. Vistas así las cosas, descartado cualquier fundamento no positivo de que se den unas u otras situaciones jurídicas, éstas derivarán toda su existencia de lo que hayan establecido la ley o la costumbre.

En ese transfondo (y frente a las tendencias decimonónicas a enraizar el orden jurídico en unas prerrogativas o reclamaciones legítimas de la persona --derechos subjetivos),NOTA33 Duguit intentó, a comienzos del siglo XX, poner coto a tal subjetivización, recalcando que la fuente del derecho es el derecho objetivo.NOTA34

Duguit rechaza como metafísica la idea de derechos inherentes a la naturaleza humana. Remitiendo a concepciones de los derechos como las de la escuela histórica alemana del s. XIX, ve en esa idea de derecho subjetivo una afirmación o un poder de la voluntad. Insiste en que ninguna voluntad tiene en sí cualidad o calidad alguna que la habilite para imponerse a otras. La ciencia del derecho no tiene nada que ver con una inspección de las calidades de la voluntad, sino sólo con reglas que determinan situaciones jurídicas. Así que Duguit rechaza la quimera del derecho subjetivo y se atiene a los deberes establecidos por las reglas jurídicas, incluyendo las competencias.

Esas polémicas anti-subjetivistas pueden dejarnos hoy un tanto desconcertados; tales argumentaciones han pasado de moda. Sin embargo hemos de preguntarnos si no hay algo de logomaquia en esa controversia. Cualquiera que sea la fuente del derecho subjetivo, ¿no acaban todos reconociéndolo, aunque sea con otras palabras? Formúlese como se formule, ¿no es unánime reconocer que tales individuos tienen tales derechos subjetivos (a heredar tales bienes, a contraer matrimonio con tales personas, a elegir tal profesión, a expresar tales ideas, a quedarse en sus casas, etc.)?

Tal vez los alegatos anti-subjetivistas merecerían los honores de un reconocimiento de genuina posición doctrinal si fueran acompañados de un plan reduccionista que propusiera eliminar la palabra `derecho' --y cualquier sinónimo, como `facultad', `potestad', `título', `reclamación', `competencia', etc. Sin embargo, aun así persiste el hecho de que «lícito» es sinónimo de «no-prohibido». La reducción habría, pues, de ir más lejos, estipulando que la negación nunca tendrá bajo su alcance a un operador deóntico. Habrá negación interna (prohibido no hacer), mas no externa (no prohibido hacer; ni: no prohibido no hacer).

Como nadie ha ido tan lejos, nadie --ni León Duguit ni ningún otro autor-- ha propuesto una eliminación de los derechos. Lo que queda abierto es el debate sobre la raíz y la fuente de los derechos subjetivos.

Mas, convénzanos o no la posición de Duguit, hay que entender su porqué. Para él, hablar de derechos resulta molesto o irritante porque parecería que, cuando se dice que alguien tiene derecho de expresar sus ideas, o que tiene derecho a ser indemnizado por los daños sufridos, se estuviera dando a entender que tiene esos derechos como unos títulos o atributos independientes de qué establezcan la ley y la costumbre. De ahí que Duguit rechace esa noción de derecho y la reemplace por la de situación jurídica --como mera hechura del Derecho objetivo vigente--.

Por la misma época, en Alemania Rosa Luxemburgo llevaba a cabo su propia cruzada contra la ideología de los Derechos del Hombre,NOTA35 que ella asociaba a la revolución burguesa.NOTA36

Para Rosa Luxemburgo es rechazable el planteamiento de unos «derechos del hombre» porque eso refleja una visión «metafísica», o sea: una visión que postule algo así como una esencia humana a la que sean inherentes ciertas pretensiones, mientras que su propia concepción exige que cada reclamación surja como respuesta concreta a una situación concreta, como guías de la praxis en un contexto particular.NOTA37 Nuestra autora afirma: «la dialéctica de la historia ha demostrado que no hay verdades ni derechos `eternos'»; por ende, rechaza toda proclamación en general de derechos de los oprimidos, derechos de los trabajadores, derechos de la mujer, o el derecho a la libertad personal, o «la igualdad de los ciudadanos ante la ley». Para ella, lo correcto no es proclamar derechos abstractos, sino defender concretamente los intereses del proletariado.NOTA38 Son frases vacías, en lugar de las cuales lo que ha de buscarse es el derrocamiento de la dominación de las clases poseedoras.

Argumentando en contra del derecho a la autodeterminación de las naciones carentes de un estado propio, Rosa Luxemburgo alega que esa demanda encierra un error básico porque se inscribe en una visión de derechos naturales suprapositivos --eso sí añadiendo uno más no anteriormente reconocido.NOTA39

Como el derecho se deriva del Estado --que es una superestructura política de la sociedad dividida en clases--,NOTA40 no puede haber derechos independientes de la ciudadanía (Derechos del Hombre), ni puede ser uno de ellos el de cuestionar la ciudadanía propia, ya que para ello habría que acudir a una instancia fundadora de derechos ajena o superior al plano estatal; lo cual es un contrasentido, toda vez que sólo el Estado crea Derecho: Derecho objetivo, que, igual que el propio Estado, habrá de venir superado cuando se suprima la división social en clases. Rosa Luxemburgo por ello prefiere un modo de hablar que omita lo más posible el vocablo `derecho'.NOTA41

Por último, tenemos a Kelsen.NOTA42 Es bien sabido que Kelsen se atuvo siempre a un rechazo de la noción de derecho subjetivo, o a lo sumo a una reducción de la misma a la más básica de obligación.NOTA43

Tales intentos --que se juzgan en general desfavorablemente-- suscitaron vivísimas polémicas. Así retoma ese tema en la Teoría general de las normas,NOTA44 habiéndole consagrado ya muchas reflexiones anteriormente; insiste ahí en que el derecho subjetivo es un reflejo de una obligación ajena; y además --dada su concepción de los deberes primarios (sancionatorios) y secundarios (prohibiciones de efectuar los actos sancionables)-- a menudo el derecho subjetivo se reduce a una exigibilidad de carácter procesal, a una potestad (Macht) de accionar, la cual puede venir otorgada por un ordenamiento jurídico pero no necesariamente;NOTA45 cuando no lo sea, no hay, técnicamente, derecho subjetivo.NOTA46

No es, pues, que Kelsen rechace absolutamente hablar de derechos. Pero en su teoría un derecho de alguien a hacer algo se reduce al deber de los demás de no impedirle hacer ese algo --en virtud del principio de no impedimento más su converso.NOTA47 Según la tesis de Kelsen, el derecho de alguien a la propiedad de una finca no es otra cosa que el deber de los demás de no perturbar la tenencia y disfrute de tal finca por ese alguien.NOTA48

Ninguno de los tres pensadores citados (Duguit, Rosa Luxemburgo, Kelsen) se opone a que, según cuáles sean nuestros respectivos ideales, tratemos de alterar el Derecho vigente. Lo que rechazan es la pretensión de que un proyecto así --sea el que fuere--, una mera consideración de lege ferenda, pueda presentarse como la constatación de derechos que estén ahí, y que se descubrirían de algún modo. Así que, según ellos, para obviar confusiones valdría más abstenerse de usar la palabra `derecho'.


§11.-- El retorno de los derechos (y del jusnaturalismo)

Arrojados por la ventana, vuelven por la puerta los derechos. Las tesis de Duguit fueron desechadas; en Rusia --sin abandonarse oficialmente las proclamas antijuridicistas de los primeros tiempos de la revolución-- se optó en la práctica por una visión opuesta, que recalcaba al máximo la noción de derechos, tanto de los individuales como de ciertos derechos colectivos. La primera gran tabla de derechos de bienestar de contenido económico-social es la de la Constitución soviética de 1936.

Tras la II guerra mundial se promulgaron la constitución francesa de 1946 y la italiana de 1947 que otorgaban amplia acogida a los derechos socio-económicos, junto con los civiles y políticos del demoliberalismo decimonónico.

Fueron sobre todo la DUDH de 1948NOTA49 y los dos Pactos internacionales de 1966 los que --con frases, por lo demás, de inequívoco y marcadísimo sabor jusnaturalista-- reintrodujeron irresistiblemente en nuestra cultura la idea de derechos en general y de ciertos derechos, en particular, que vienen singularizados como derechos del ser humano, de todo ser humano.NOTA50

Han sido ampliamente estudiadas por la doctrina las discusiones de pasillo que condujeron a la aceptación semi-consensuada del texto de la DUDH en 1948 (si bien al final los países del Este se abstuvieron en la votación).NOTA51 Es de destacar, desde el punto de vista que aquí nos interesa, que los dos adversarios, Este y Oeste, coincidieron, cada uno a su modo, en recalcar ese cariz jusnaturalista. Y es que de lo que se trataba era, en cada caso, de exigir para el individuo humano (en ciertos casos también para determinados grupos humanos) unos derechos que prevalecieran por sobre el contenido normativo de las leyes promulgadas, de las costumbres, e incluso de los tratados internacionales; unos derechos que cada bando consideraba, respectivamente, que él y sólo él reconocía (no otorgaba).

Así los del Este pidieron que --en la tradición más estricta del jusnaturalismo-- se abogara por el derecho a la insurrección de los pueblos: un derecho colectivo (luego volveré sobre esto) mas que conlleva determinados derechos individuales y que, obviamente, sólo puede entenderse como un derecho anterior y superior a cualquier ordenamiento jurídico positivo, nunca como dimanante de tal ordenamiento (pues sería supercontradictorio que un ordenamiento otorgara el derecho a la rebelión: si tal derecho se adquiere sólo en virtud de dicho ordenamiento, entonces, al rebelarse uno contra éste, está ipso facto caducando ese presunto derecho); también insistieron los del Este en la máxima reclamación de derechos económico-sociales cuya contrapartida serían deberes positivos de la colectividad para con el individuo (el resultado final quedó, eso sí, aguado y descafeinado, con una implícita subordinación de esos derechos a los negativos o cívico-políticos). Está claro que los del Este querían confrontar los ordenamientos jurídicos occidentales a la necesidad de avenirse a esos derechos inherentes al ser humano.

A su vez, los occidentales proclamaron unos derechos cívico-políticos naturales con cuya vigencia, independiente de las promulgaciones del legislador, querían enfrentar a los sistemas político-constitucionales orientales.

En una cultura cuyos ambientes doctrinales eran todavía entonces prevalentemente juspositivistas, se halló paradójicamente en el jusnaturalismo un recurso último, un punto de convergencia. El jusnaturalismo comenzaba a flotar en el ambiente, pero en buena medida fue propulsado por la propia DUDH.

Hasta el derecho a la insurrección popular vino recogido por la DUDH, si bien en unos términos edulcorados y deliberadamente vagos. Se insistió en la dignidad innata y en los derechos iguales e imprescriptibles de los seres humanos. Siendo innata, no se originaba por el tenor de la legislación positiva. Siendo imprescriptibles tales derechos, su vigencia no dependía de la costumbre.

Uno de los factores que, extrínsecamente, vinieron a reforzar la significación jusnaturalista de la DUDH fue un mero subproducto de la mutua falta de voluntad para firmar un pacto vinculante. En lugar de eso, una simple declaración, con un bajo grado de fuerza de obligar, en el plano jurídico-internacional. Y, sin embargo, todavía más gracias a ello se realzó el significado jusnaturalista. Precisamente porque era escasa la fuerza de obligar de la DUDH en el terreno estrictamente jurídico-positivo, se la tomó como una expresión, como un reconocimiento de derechos inherentes al ser humano, derechos oponibles frente a los ordenamientos jurídicos que los conculquen o los ignoren.

En el campo académico y doctrinal, por otra serie de causas que no son del caso --incluido, inevitablemente, el efecto de la ley del péndulo--, también fue volviendo por sus fueros el jusnaturalismo tras la segunda guerra mundial. Bien significativo y sintomático es el viraje del gran jusfilósofo alemán Radbruch.NOTA52

En España las cosas siguieron, una vez más, derroteros particulares. El jusnaturalismo fue visto como un elemento doctrinal de la filosofía escolástica, que servía de bandera al sistema político imperante. No hay que olvidar el entusiasmo de nuestra juventud intelectual de los sesenta y los setenta por el neopositivismo vienés de 30 ó 40 años atrás. Carnap y Kelsen reinaron entre nosotros cuando en el mundo pasaban a ser objeto de estudio histórico.


§12.-- El vínculo lógico, jurídico y lingüístico entre deberes y derechos

Duguit y Kelsen preferían hablar de deberes, y no de derechos. Su visión juspositivista parecía avenirse mejor con la admisión de deberes u obligaciones únicamente. En efecto, tanto los preceptos promulgados por el legislador cuanto las costumbres que solemos ver como vinculantes suelen tener un carácter de obligación o de prohibición (siendo la prohibición de A sólo la obligación de no-A). Se alegó que rara vez tenían los preceptos legislativos el carácter de autorizaciones o permisiones. O al menos eso era mucho menos frecuente que el revestir forma de prohibiciones. Generalmente otorgar una permisión significaba simplemente abrogar una prohibición previa.NOTA53

Algunos de los jusfilósofos actuales que --en un claro retorno al jusnaturalismo dentro del ámbito de la filosofía analítica-- han elaborado teorías de los derechos, como GewirthNOTA54 y DworkinNOTA55, insisten en el carácter propio e irreductible del derecho.

Reconocer un derecho a X no sería --según esa línea de argumentación-- tan sólo quitar la prohibición de X; ni declarar no-prohibida la conducta X; ni, menos, abstenerse de prohibir X y de establecer otras prohibiciones de las que se dedujera lógico-jurídicamente la de X.

A favor de la irreducibilidad de la noción de derecho se han presentado tres argumentos.

Examinemos cada uno de esos tres argumentos.

1º Al primero hay que oponerle el principio de compleción del derecho, de plenitud del ordenamiento jurídico. Un ordenamiento jurídico es un sistema de protección de los individuos. Es más, la madre naturaleza le ha dado a nuestra especie, de manera innata, un ser social que sólo es posible si la multitud de voluntades se sujeta a un ordenamiento sin franjas de indeterminación: cada conducta ha de quedar en la zona de lo prohibido o en la de lo permitido (aunque cabe que haya contradicciones jurídicas y que así ciertas conductas se hallen bajo ambas determinaciones a la vez, lo cual es sumamente frecuente en la vida jurídica).

Ello es así, no por decisión del gobernante, sino por un vínculo supracontractual sin el cual no hay sociedad. Así pues, en la medida en que un grupo o un individuo asume el mando en una sociedad, se compromete con sus subordinados a protegerlos frente a cualquier estorbo ajeno al ejercicio de todo lo no prohibido. Esta idea, implícita en la tradición jusfilosófica anterior, está unánimemente aceptada en el mundo doctrinal y jurídico desde Hobbes. Y de hecho está incorporada a la legislación positiva, incluso en el derecho español y en muchos otros bajo la forma de la prohibición penal de cualquier coacción ajena que quiera imponerle a uno realizar algo a que la ley no lo obligue o impedirle hacer algo que la ley no le prohíba.NOTA57 Tal regla recoge un principio proclamado en la Declaración de los Derechos del Hombre de la revolución francesa, la de 1789.NOTA58

Así pues, cualquier hecho no prohibido, e.d. cualquier conducta lícita, es un comportamiento cuya realización está protegida por la ley, incluso con castigo penal de los intentos de impedirlo por la fuerza. Todo lo no prohibido está jurídicamente amparado. Todo lo no prohibido es tal que sí está, en cambio, prohibida cualquier obstaculización ajena no consentida.

2º Pasamos a ver el segundo argumento. En rigor, lo que acabamos de señalar respecto al primer argumento nos sirve también para el segundo. La clave está en el principio de mutualidad deóntica, que es la conyunción del principio de no impedimento con su converso.NOTA59 Ahí está el buscado nexo entre deberes y derechos: si, y sólo si (y en la medida en que) es lícita tal acción, es ilícita cualquier obstaculización ajena de la misma. Luego existe una correlación necesaria entre que sea lícito que tal agente ejercite tal acción (o sea, entre que ese agente tenga el derecho de ejercitarla) y el que a los demás agentes les sea ilícito impedirlo.

Del mismo modo que cualquier gobernante, por el mero hecho de serlo, se compromete con sus súbditos a proteger el ejercicio de cualquier acción no prohibida, ese gobernante está implícitamente otorgando el permiso de realizar una acción, sea la que fuere, cuando prohíba a los demás estorbarla.

En este sentido cabe recordar la más célebre y percutante definición de `derecho' que se haya dado, la de Ihering de que un derecho es un interés jurídicamente protegido.NOTA60

Lo erróneo en esa concepción es creer que todo derecho sea un interés, algo cuyo ejercicio le convenga al agente. Tenemos muchos derechos que no nos interesa para nada ejercer. Uno tiene derecho a hacer donativos para aliviar el hambre; decir que uno tiene interés en que se alivie el hambre sería estirar desmesuradamente la noción de interés. Lo que sí es verdad es que un derecho, la licitud de una acción de uno, existe cuando, y sólo cuando, nadie pueda impedirlo sin transgredir la ley (tomando `ley' en un sentido lato, que incluya el derecho consuetudinario).

Eso sí, surge el problema de saber cuál es la naturaleza de los principios de no impedimento y de mutualidad deóntica: ¿son principios lógicos? ¿Son principios jurídicos? ¿Son enunciados analíticos que se limiten a codificar una convención lingüística acerca del uso de los vocablos `derecho' y `deber'? Volveré sobre esto.

3º Pasemos a ver el tercer argumento, el de Eduardo García Máynez. Lo que nos dice este ilustre jusfilósofo mexicano es que la licitud de un acto o de una serie de actos no es meramente la ilicitud de estorbos ajenos a ese acto o a esa serie de actos; o en general de conductas ajenas que interfieran o puedan interferir en el acto o serie de actos (como la entrada de personas ajenas en la finca de Félix interfiere con la serie de actos de Félix en que consistiría su disfrute de la finca, cualesquiera que éstos sean).NOTA61

Ahora bien, el principio de mutualidad deóntica nos viene también aquí a dar la clave de la respuesta: la licitud del disfrute de Félix es una cosa; la ilicitud de las entradas ajenas, otra. No son lo mismo. Mas --por el principio de no impedimento-- la primera entraña la segunda. A la inversa: por el principio converso de no-obstaculización, en la medida en que están prohibidos todos los estorbos ajenos para una acción, o para una serie de acciones (no sólo las entradas, sino cualesquiera estorbos de la índole que sean), en esa medida es lícita la acción, o la serie de acciones.

La aceptación del principio de mutualidad deóntica es, pues, la clave para la solución de las tres dificultades. Pero ¿cuál es el estatuto del principio, y de los dos conyuntos que lo forman?

Puede pensarse que es una verdad lógica. Mas eso desplaza la dificultad: ¿qué son las verdades lógicas? ¿Son ciertos nexos entre enunciados o entre conjuntos de enunciados? ¿Son vínculos entre entidades del mundo, como pueden ser los estados de cosas o las proposiciones? Siendo éste un tema que excede completamente el presente ámbito de indagación, al que he de ceñirme aquí, me limitaré a decir que creo que la única respuesta satisfactoria es la de ver en las verdades lógicas vínculos necesarios entre estados de cosas. Eso sí, no todo vínculo necesario así es una verdad lógica. Hay un vínculo necesario entre que alguien nazca y el que no haya vivido siempre, mas no es una verdad lógica. Verdades lógicas son aquellos vínculos necesarios que se pueden demostrar en ciertos sistemas, los cálculos lógicos. La noción de verdad lógica es indeterminada, y relativa a un horizonte de cálculos lógicos elaborados en un momento dado y expresados en ciertos lenguajes.

El PMD, o principio de mutualidad deóntica, es --voy a sostener-- una verdad lógica. Alternativas serían: ver en él un principio jurídico; ver en él una convención lingüística; ver en él una verdad aprendida por la experiencia.

Y lo cierto es que el PMD es todo eso, mas no se reduce a nada de eso. Es un principio jurídico, porque --como bien lo ha argumentado, frente a un error de García Máynez, el jusfilósofo colombiano Hernán Valencia Restrepo--NOTA62 un principio como el de permisión (lo que no está prohibido está permitido) es también un principio jurídico. En rigor todos los principios de lógica jurídica son vinculantes jurídicamente (no sólo lógicamente).

En efecto, parece sumamente defendible la siguiente definición recursiva:

Así pues, el PMD es a la vez un principio lógico y una regla jurídica. También es una verdad analítica, en el sentido austero de la analiticidad de Quine, o sea: una verdad que aprendemos al aprender el lenguaje; en este caso, al aprender a expresarnos en términos de deberes y derechos, de prohibiciones y licitudes.

El estatuto de analiticidad, en este modesto sentido, no nos dice nada acerca de si se trata de una verdad revisable o no; de si es derrotable por experiencia recalcitrante o irrefragable; de si es necesaria o contingente. Tampoco el que una verdad sea analítica en ese modesto sentido --susceptible de grados, por otra parte-- acarrea que su revisión entrañe un cambio de lenguaje --si bien este asunto es espinoso y más abajo habrá que volver sobre él.


§13.-- Una dificultad: ¿quién es el titular de un derecho?

Nuestras precedentes reflexiones nos han llevado a una conclusión: nuestro vocabulario deóntico puede prescindir de uno de los dos términos de `derecho' (o `lícito') y `deber' (o `ilícito-no' o `prohibido-no'), porque, gracias a la negación, son interdefinibles; igual que sucede en el lenguaje modal entre los operadores de necesidad y posibilidad. Eso sí, en el lenguaje deóntico tenemos un principio como el de mutualidad deóntica que no tiene contraparte modal, y cuya dilucidación más a fondo exige aclarar la noción de obstaculización.

También hemos sentado como tesis que aquí se dará por admitida la de que los vínculos lógicos son nexos de acompañamiento necesario entre estados de cosas.

Pero una cosa es establecer que una verdad lógico-jurídica sea un vínculo necesario entre dos situaciones jurídicas y otra es analizar qué sea una situación jurídica. La tesis de que la verdad lógico-jurídica es un nexo entre estados de cosas jurídicos, o sea situaciones jurídicas, no nos dice de suyo nada acerca de qué entidad sea una situación jurídica, un derecho o un deber.

El análisis más inmediato y menos rebuscado es hacer consistir una situación jurídica --un derecho o un deber-- en que un determinado estado de cosas (existente de hecho en este mundo o no) posea un rasgo jurídico, a saber: la licitud o la ilicitud.

Si concebimos a los vínculos lógicos, en general, como nexos necesarios entre estados de cosas, habrá que reconocer estados de cosas no jurídicos. Y se planteará el interrogante de la relación entre un estado de cosas no-jurídico --consistente en el ejercicio del contenido de un derecho-- y un estado de cosas jurídico (o situación jurídica), que sería ese derecho. Y otro tanto para el cumplimiento de un deber. Una respuesta razonablemente clara es que la licitud de A, en un ámbito,NOTA63 consiste en que el estado de cosas A posea, en ese ámbito, la propiedad o cualidad de licitud. Idem para la obligación.

Llamaremos `regla de paráfrasis' a la que permite un mutuo reemplazo --sin aparente cambio de sentido (una equivalencia analítica)-- de `es lícito que X haga tal cosa' y de `X tiene derecho a hacer tal cosa'. (Idem para `deber' y `obligatorio'.) Diremos que `X hace tal cosa' es el dictum o contenido. Surge una dificultad. Supongamos que el que Luz haga un donativo a Marisol es lo mismo que el que Marisol reciba un donativo de Luz. Luz tiene derecho a hacerle un donativo a Marisol. Luego --por la regla de paráfrasis-- es lícito que Luz haga un donativo a Marisol. Así pues, es lícito (por la presuposición) que Marisol reciba un donativo de Luz. Y, por consiguiente --nuevamente en virtud de la regla de paráfrasis--, Marisol tiene derecho a recibir un donativo de Luz; o con otras palabras: Marisol tiene derecho a que le haga un donativo Luz. Luego (por el principio de no impedimento) estará prohibido lo que impida ese donativo. Marisol estaría, pues, facultada para reclamar a Luz no derrochar su fortuna, para no impedir ese donativo.

Como eso es absurdo, algo está mal. Y uno de los posibles reos es la regla de paráfrasis. Por razones no muy disímiles, Peter Geach alegó, hace ya unos cuantos años, que era errónea la lógica deóntica (o jurídica) como lógica de operadores proposicionales,NOTA64 y que la licitud no era rasgo o cualidad de estados de cosas, ni nada parecido. Podríamos decir que la licitud es una relación entre un sujeto, el agente, y un tipo de acciones; o algo similar.

Lamentablemente, eso no sólo introduce una serie infinita de complicaciones, sino que dificulta hasta extremos inauditos todo análisis lógico del derecho, aparte de que nos hacer sumergirnos en aguas muy cenagosas y oscurece toda nuestra visión de estos problemas.

Desde un punto de vista lógico-jurídico tampoco parecen esclarecedoras las tentativas de diferenciar entre licitud, derecho subjetivo, facultad y potestad.NOTA65 Esa jungla conceptual dificulta trazar reglas de razonamiento jurídico claras y rigurosas y, por lo tanto, conduce a perdernos en un laberinto de nociones oscuras.

Afortunadamente, hay otro reo posible: la presuposición de que sean lo mismo el que Marisol reciba un donativo de Luz y el que a Marisol le haga Luz un donativo. Recordemos la controversia sobre la identidad --fina o gruesa-- de entidades tales como estados de cosas, o eventos --que en buena medida brotó en torno a un análisis de Davidson que ahora no tenemos que considerar. Dejando de lado el debate original, y ciñéndonos a lo nuestro, parece probable que el dar Luz algo a Marisol es un hecho diferente del recibir Marisol ese algo de Luz; el primero causa al segundo.

Quienes no deseen hacer ese distingo disponen de una salida alternativa: formular el principio de no impedimento de manera que la obstaculización prohibida se entienda como ajena, ya sea al agente principal, ya sea a todos los agentes involucrados. Tal salida, en una u otra variante, tiene sus ventajas e inconvenientes.

Todo eso se aplica con especial relevancia al caso de los derechos positivos o de bienestar. Cuando uno es titular de un derecho de bienestar --p. ej. a tener una vivienda de uso privado--, lo prohibido por el principio de no impedimento es que los demás obstaculicen su disfrute. Ese principio no prohíbe al propio titular del derecho impedirse a sí mismo disfrutar de una vivienda.


§14.-- La participación en el bien común, derecho y deber fundamental

Que hay estados de cosas lo sabemos por la experiencia. Vemos el volar de un pájaro. Inducimos que todos los astros son esféricos. Otros los conocemos por deducción. Otros por conjetura razonable, en virtud de la aplicación del método hipotético-deductivo, o de la inferencia a la mejor explicación, etc.

Los derechos y las obligaciones no los vemos. Sin embargo, se ha sostenido que en el ámbito del derecho positivo conocemos la existencia de situaciones jurídicas leyendo los boletines oficiales, o tal vez observando las costumbres.

El problema está en saber si `lícito' e `ilícito' significan algo o nada. Si nada significan, tampoco significará nada una declaración en La Gaceta que ostente una forma como `Es ilícito causar daño a otro' o cualquier otra prohibición. No podremos decir que La Gaceta de tal día contiene la prohibición de causar daño a otro, sino sólo que contiene la frase citada. Podremos mencionar las declaraciones legislativas, mas sólo en estilo de cita directa, no indirecta. Pero entonces las estaremos citando como se cita el pío-pío de un pájaro (sea éste significativo o no en el lenguaje de esas aves) o hasta el silbido de la locomotora o el ruido de la fuente.

Como eso es absurdo, los operadores deónticos han de significar algo. Significarán, probablemente, cualidades o rasgos, p.ej. de estados de cosas. Luego será posible que tales estados de cosas tengan o adquieran esas cualidades.

Admitamos que en muchos casos las adquieren por efecto causal del mero acto promulgatorio, sea éste un precepto legal o la adopción consuetudinaria de una convención.NOTA66

Sea como fuere, si es posible que los estados de cosas --o algunos de ellos-- tengan o adquieran uno u otro de esos rasgos deónticos, ¿qué prueba hay de que ninguno tiene esos rasgos antes de la promulgación o independientemente de la misma?

Se me objetará que estoy invirtiendo la carga de la prueba. No le tocaría al juspositivista defender la inexistencia de derechos o deberes no promulgados (o sea --con otras palabras--: naturales), sino al revés: quien habría de probar su existencia sería el jusnaturalista.

Sin embargo, no se trata de adjudicar a nadie unilateralmente la carga de la prueba, sino de sopesar argumentos a favor y en contra. Los argumentos en contra de la existencia de derechos naturales son variados, pero muchos de ellos difícilmente compatibles con la admisión de la existencia de situaciones jurídicas. Por eso a menudo el juspositivismo se ve llevado a no admitir en el derecho otros elementos que los propios preceptos --lo cual dificulta extraordinariamente la implementación de una lógica jurídica.

Y es que, si hay situaciones jurídicas consistentes en que el estado de cosas tenga una cualidad deóntica, entonces o pierden base o se imposibilitan muchos argumentos juspositivistas. Pierde base la objeción ontológica al jusnaturalismo, a saber: que éste introduce entidades misteriosas; lo que introduce son situaciones jurídicas igual que las otras, sólo que no promulgadas (y cuya existencia puede estar causada por la propia naturaleza humana o por la de la sociedad).

Pierde también peso la objeción epistemológica, ya que el jusnaturalista simplemente se niega a detener la indagación donde la detiene el juspositivista. Cuando se pregunta por qué tienen vigencia los tratados, se responde que por una regla consuetudinaria de que pacta sunt seruanda. Si se pregunta por qué existe esa regla, o por qué son obligatorios los mandatos del legislador, o si se formula cualquier cuestión similar, el juspositivista responde que se han rebasado los límites asignables de la indagación, o que nos adentramos en el campo de obligaciones extrajurídicas (sean morales, sean axiológicas o lo que sean --recuérdese la interesante controversia suscitada hace años en el mundo jusfilosófico hispano por las tesis del Prof. González Vicén).NOTA67

Mas el jusnaturalista responde que, igual que se averiguan por inducción y por reelaboración racional los principios generales del derecho de un ordenamiento jurídico interno o del ordenamiento jurídico-internacional, igualmente se descubren otros más fundamentales, que son derechos y deberes naturales, promulgados o no, sin los cuales el ordenamiento sería radicalmente arbitrario o hasta totalmente inaplicable. Uno de ellos es la regla de que hay que acatar los promulgamientos del legislador, al menos en la medida en que el conjunto de la sociedad los acata y en que no se justifiquen ni la resistencia pasiva ni la rebelión --la cual, en cambio, es naturalmente lícita en algunos casos excepcionales de injusticia institucionalizada extremadamente grave, persistente e incurable por otras vías.

Los Derechos del Hombre y los deberes del hombre (incluyendo el deber normal de obediencia a la Ley y el derecho a rebelarse en casos de tiranía insufrible) son situaciones jurídicas cuya existencia no depende de las promulgaciones del legislador ni de las costumbres ni del tenor de los tratados.

La lista de tales derechos es, desde luego, revisable. Ni tienen por qué ser situaciones jurídicas existentes necesariamente, aunque las verdades lógicas sean, todas, como lo son, verdades necesarias. Y es que, en buena lógica jurídica, las consecuencias jurídico-fácticas de situaciones jurídicas necesarias pueden ser contingentes. Aunque sea una verdad necesaria que quien causa daño a otro tiene obligación de reparar el daño causado, y aunque de ahí, más el hecho de que Matías ha causado un daño a Ramiro, se sigue que Matías tiene el deber de resarcir a Ramiro, no se sigue que esto último sea una verdad necesaria; es una verdad jurídica (bajo esos supuestos), pero no necesaria; en lógica modal, la conclusión sigue la peor parte (si una premisa es contingente, también lo es la conclusión); no así en lógica jurídica (o bien la peor parte es la jurídica, no la fáctica).

Ahora bien, sin duda hay algunas obligaciones y algunos derechos que existen necesariamente; no se sigue que existan necesariamente todas las consecuencias jurídicas que de ellos --más los hechos contingentes de nuestro mundo-- puedan derivarse. Puede que algunos de los derechos que proclamamos --por muy suprapositivos que sean-- se den de manera contingente, en virtud de circunstancias de la vida humana en este mundo efectivo en el que vivimos. En un mundo posible donde los seres vivos sean asexuados o trisexuados ¿existe el derecho del hombre y la mujer a juntarse en pareja? En un mundo donde los seres vivos no requieran alimentarse ni cobijarse, ¿existen los derechos a tener una vivienda o al sustento? (No indagaremos hasta dónde van los mundos posibles, que conocemos mal.)

Es, en cambio, seguramente insuperable la tercera dificultad, la de determinar un criterio que nos permita fijar cuáles son los derechos y deberes naturales. Eso sí, no tiene las consecuencias demoledoras que pretenden los positivistas.

No disponemos de prueba alguna de que sean derechos naturales todos los enumerados en la DUDH y en los Pactos internacionales de 1966. ¿Qué prueba hay de que sea un derecho natural el derecho a la honra o el de los padres a que se inculquen a sus hijos sus propias convicciones religiosas, morales y filosóficas? Ni es tampoco obvio que el de huelga sea otro derecho natural; ciertamente dista de ser ideal una sociedad en que haya de acudirse a tales perturbaciones, en detrimento del valor de la confianza legítima.NOTA68

Por otro lado, cuanto más larga y detallada se quiera hacer una lista de derechos naturales del hombre, más dudoso será el resultado.

Por eso parece bien encaminada la busca de uno o unos pocos derechos naturales de los que quepa luego inferir otros más detallados --al añadirse como premisas constataciones sobre las necesidades fácticas del ser humano.NOTA69 Así es de destacar una indagación meritoria, como la nomoárquica o principalística jurídica del ya mencionado jusfilósofo colombiano Hernán Valencia Restrepo, para quien el principio general básico del derecho es el principio de justicia: que el derecho tiene que ser justo y su aplicación equitativa (sin que ese autor sostenga, empero, que de él hayan de deducirse los otros principios generales no derivados del tenor de las leyes y las costumbres).NOTA70

Sin duda, el principio de justicia es un principio fundamental. Imaginemos un legislador que promulgara que el derecho no tiene que ser justo ni su aplicación equitativa; o que ha de reinar la inseguridad jurídica; o que vienen abrogadas anticipadamente las consecuencias lógico-jurídicas de determinadas normas, sin abrogarse éstas; o que los contratos se aplicarán según el criterio de la mala fe; o que los pactos no han de cumplirse; o cualquier otro disparate. Pese a tan absurdo promulgamiento, seguiría siendo verdad que el derecho ha de ser justo y su aplicación equitativa, que los pactos han de cumplirse según la buena fe, etc. Y esa verdad significa la vigencia, independiente de los dictados del legislador, de tales reglas jurídicas, como reglas de derecho natural.

Mas para deducir de esos principios básicos de derecho natural conclusiones detalladas (como la libertad de reunión, la de asociación, el derecho al empleo, etc) la vía deductiva resulta dudosa.

Hay un principio del que resulta más fácil sacar tales conclusiones --una vez admitidas también una serie de premisas bastante obvias sobre la realidad social del ser humano--, a saber, el principio del bien común:NOTA71 cada ser humano tiene el derecho de participar en el bien común de la sociedad y el deber de contribuir al mismo.NOTA72 ¿En qué medida?

Como casi todo en el mundo deóntico y jurídico, hay un gran margen de indeterminación, de variación según las concepciones diversas. Tal vez el cuarteto de Jeremías Bentham resuma claramente qué se entiende por `bien común': pervivencia, abundancia, igualdad y seguridad.NOTA73

En una versión máxima (la de la sociedad comunista de Marx) trataríase de que cada uno ha de aportar al bien común en una medida exactamente proporcional a sus capacidades y a las aportaciones de los demás relativas a sus respectivas capacidades;NOTA74 o sea, es una aportación igualitaria (a salvo de las diferencias de capacidad, a saber: vigor, salud, conocimientos, etc); y ha de beneficiar igualmente del bien común, en el sentido de que el beneficio sea proporcionado a sus necesidades, en comparación con las de los demás.

Frente a esa versión máxima,NOTA75 habría otra mínima, la de hacer alguna aportación al bienestar colectivo y la de beneficiarse de él en alguna medida. Tal minimalismo no es compatible con nuestra cultura, y seguramente con ninguna.

Varían según las épocas la interpretación y el grado de vigencia o prioridad jurídica del principio del bien común, mas sin duda cabe aquí aplicar el criterio de universalizabilidad de Kant (ya anticipado por Platón y por el Cardenal Nicolás de Cusa en su opúsculo De Æqualitate):NOTA76 una sociedad es autodestructiva en la medida en que su ordenamiento jurídico se oponga al principio del bien común; hay una tendencia natural, por pura autoconservación social, al respeto de ese principio, diversamente interpretado.NOTA77


§15.-- Derechos individuales y colectivos

Hay derechos de titularidad individual. Hay derechos de titularidad colectiva. El derecho de reunión no lo puede ejercer un individuo aislado. Ni es exacto que el individuo tenga derecho a casarse (el ius conubii romano); en realidad el derecho a contraer matrimonio es condicional (a que haya otra persona que acceda a casarse con el interesado). En cambio una suma de 3 individuos tienen derecho de reunión; el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio, según el castizo decir de nuestro Código Civil y del Pacto Internacional de 1966. Hay derechos que podrían ser individuales o colectivos, como el de asociación (hay asociaciones unimembres).

La existencia de un derecho colectivo conlleva la de derechos individuales, mas no el mismo derecho. Así el derecho de reunión de un colectivo implica el de cada miembro del mismo a reunirse con los demás, si éstos quieren (porque no existe ningún derecho incondicional de alguien a reunirse con otros, quieran éstos o no).

Mas ¿cuál es esa relación de conllevar o de implicar? Es una implicación lógico-jurídica. Un derecho colectivo es una situación jurídica, o sea: consiste en que un cierto estado de cosas posea una cualidad deóntica, concretamente la de licitud, siendo ese estado de cosas uno cuyo sujeto sea un cúmulo de personas. Ahora bien, la lógica jurídica objetivamente válida o correcta no hace sino expresar vínculos necesarios entre situaciones jurídicas. Una de las reglas de una lógica jurídica correcta es el principio de no impedimento.NOTA78 No es, claro está, la única.NOTA79 Hay otras reglas de lógica jurídica, como éstas dos:

No cae en los límites de este estudio el examen de esas reglas. Menciono nada más esas dos, ejemplos de cómo pueden venir lógico-jurídicamente implicadas múltiples situaciones jurídicas por otras situaciones dadas; en nuestro caso, cómo pueden venir implicados múltiples derechos individuales por un derecho colectivo, o viceversa.


§16.-- Las afirmaciones de los derechos del hombre, enunciados analíticos

Ya hemos dicho que es perfectamente revisable la lista de los derechos del hombre. Eso es compatible con una concepción jusnaturalista como la aquí esbozada, porque en ella (igual, por lo demás, que en el jusnaturalismo escolástico) sólo ciertos principios se toman como axiomas (en nuestro caso el principio del bien común), mientras que se ven como consecuencias jurídicas aquellas que, lógico-jurídicamente, se deducen de tales axiomas más premisas que recojan hechos del mundo en que vivimos; premisas que varían más incluso que los propios hechos, pues el que las introduzcamos en nuestros razonamientos, el que las sentemos como premisas, depende de nuestro conocimiento del mundo.NOTA80

Eso nos permite acercarnos a la escuela alemana del derecho natural de contenido variable. En nuestro caso la variación es más epistémica que óntica, en tanto en cuanto lo más frecuente es que se altere nuestra percepción de la realidad más que la realidad misma --aunque también varía ésta.

Si el principio del bien común seguramente se ha reconocido siempre, no siempre se han extraído de él las consecuencias jurídicas que sacamos nosotros. Eso no significa --como lo piensan muchos juspositivistas-- que sea vacuo un principio como el del bien común; porque, de valer un argumento así, carecerían de significación alguna los valores superiores de un ordenamiento jurídico-constitucional, como pueden serlo la vida, la convivencia, la paz, el conocimiento, el progreso, la salud, la igualdad, la libertad, la solidaridad humana, la fraternidad. Cuando una constitución proclama tales valores --como lo hacen cada vez más los códigos políticos (recientemente los de Colombia, Venezuela y el Ecuador)--, incorpora compromisos vinculantes para el legislador y los poderes públicos, e incluso para las personas sujetas al ordenamiento --nacionales o extranjeras--, si bien la concreción de tales compromisos tiene un grado elevado de indeterminación y de maleabilidad a tenor de variaciones culturales.

Pues bien, aunque el planteamiento que hemos hecho aquí es netamente jusnaturalista, algunas de nuestras consideraciones podrían, no obstante, adaptarse a un enfoque juspositivista. Sugiero que eso puede hacerse viendo en la afirmación de los derechos del hombre un cúmulo de asertos analíticos del lenguaje jurídico.

Desde el punto de vista neopositivista (ya antes me he referido a la relación entre positivismo filosófico y positivismo jusfilosófico), los enunciados son: o analíticos, o sintéticos. Los primeros son verdaderos o falsos por convención. La adopción de un cúmulo de tales enunciados como verdaderos por convención determina en qué lenguaje se habla. No aseveran nada del mundo. En cambio los enunciados sintéticos han de tener una base empírica de uno u otro tipo: serán enunciados observacionales, o verificables, o empíricamente falsables, o algo similar a una u otra de esas categorías. Y las oraciones aparentemente aseverativas que no sean ni enunciados analíticos ni enunciados con contenido empírico claro serán prolaciones sin sentido alguno, mero borboteo o ruido.

Aunque en tales esquemas entran mal los enunciados que afirman deberes u obligaciones, los juspositivistas han tendido a ver en ellos asertos, en estilo de cita indirecta, del tenor de las leyes vigentes. Aunque tal reducción me parece absolutamente fracasada e inviable, quiero concederle a un juspositivista que desee seguir siéndolo la opción de aferrarse a la esperanza de refinar una reducción así, u otra parecida, y, provisionalmente, atenerse a la mera constatación de que, estriben en lo que estribaren, hay derechos y obligaciones promulgados por el legislador.

Para expresarse, el jurista necesita hacerlo en un lenguaje, lenguaje en el que verterá sus asertos de lo que crea son, en virtud de la Ley vigente, derechos y obligaciones existentes. Aceptemos que cada lenguaje así, con un vocabulario jurídico, venga fijado por unos postulados de significación o verdades por convención que sean los enunciados analítico-jurídicos. Ellos tendrían un valor suprapositivo y, en ese sentido, serían de derecho natural. Mas un derecho natural por convención lingüística.

Carnap formuló su principio de tolerancia:NOTA81 cada uno puede escoger su propio lenguaje, con sus propios postulados de significación o enunciados analíticos; lo que tiene que hacer es --si quiere que lo entendamos y hablemos con él-- explicarnos las reglas de su uso lingüístico.

De conformidad con tal pauta, el jurista juspositivista puede sostener que la adopción de nuestra habla moderna de derechos humanos es simplemente la de un lenguaje jurídico nuevo. La diferencia entre la cultura de siglos pretéritos y la actual sería justamente esa adopción de un lenguaje nuevo, intraducible al lenguaje jurídico del tiempo pasado.

Creo que tal visión le permitiría al juspositivista no limitarse a rechazar la concepción jusnaturalista según se plasma en la DUDH y en la mayoría de las nuevas constituciones políticas.

Sin embargo, aunque pienso que un juspositivista hábil podría defender ese punto de vista, creo también que seguiría habiendo --en este terreno como en los demás-- razones de peso para no comulgar con esa visión.

Una de ellas es que --según lo probó concluyentemente Quine hace medio siglo--NOTA82 es, a lo sumo, de grado la dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos. Podemos admitir que unas afirmaciones son más vulnerables que otras a la experiencia recalcitrante. En el caso que nos ocupa, con cada día que sale un nuevo Boletín del estado tenemos nueva evidencia empírica (el ejemplar gris del BOE ante nuestros ojos) que nos fuerza a cambiar algunas de nuestras afirmaciones sobre qué deberes y qué derechos existen hoy. También la observación de la costumbre es relevante (a menos que hayamos adoptado una versión estrechamente legalista del juspositivismo).

Las afirmaciones que llamamos de derecho natural serían de las últimas en ser sacrificadas o modificadas, igual que fueron de las primeras en ser aprendidas, al aprender a hablar de esas cosas (en la cultura de hoy). Mas podrían serlo. Igual que podríamos sacrificar las propias reglas de la lógica jurídica, que al fin y al cabo no conocemos ni de manera innata ni por inspiración del Espíritu Santo o iluminación del Intelecto Agente.

O sea, aun asumiendo ese tipo de planteamiento, argumentos similares a los de Quine --en otro campo-- nos llevarían a cuestionar o, al menos, gradualizar y relativizar la dicotomía entre situaciones jurídicas por convención --o analíticas-- y situaciones jurídicas de contenido empírico-normativo.

A pesar de todo, sin embargo, creo que la razón principal para rechazar esa imaginaria versión del juspositivismo no es ésa, sino --aparte de las dificultades de la noción de verdad por convención (que también examinó Quine en su día)-- la inconciliabilidad entre una concepción así y la comunicación lingüística a través de los siglos. Tenemos una concepción de los derechos del hombre diversa de la de Alfonso X el Sabio, pero seguimos leyendo con deleite y provecho Las Partidas.NOTA83


Parte III
La Participación en el Bien Común como Fundamento Jurídico-Filosófico de los Derechos de bienestar


§17.-- Correlación entre deberes positivos y derechos de bienestar

Una manera sencilla de distinguir los derechos de bienestar (o sea: los de contenido positivo) de los derechos negativos (o sea: de contenido negativo) es justamente por su contenido, por el dictum al que viene prefijado el operador deóntico `tener derecho a'. Los positivos se expresan por una cuantificación existencial; los negativos, por una universal.

Los derechos de bienestar son derechos a que haya algo así-o-asá, algo con tales o cuales características. Según su grado de concreción, tales características estarán más, o menos, precisamente fijadas; mas siempre será menester que haya alguna indicación, aunque sea vaga o indeterminada, de qué se trata --o, si no, carecería de sentido hablar de tal derecho. Asimismo, un derecho negativo se expresará como uno a que no haya nada de tal índole; será esa índole más, o menos, precisamente explicitada, pero habrá que dar alguna indicación, al menos vaga.

Los derechos de bienestar son derechos a que algo se dé o suceda o esté al alcance del titular del derecho. Los negativos son derechos a que nada suceda de un cierto tipo. Dicho aproximadamente (y sin afán de rigor o exactitud, pero sí de claridad): los derechos de bienestar son derechos a tener o recibir (algo); los negativos son derechos a no recibir o sufrir nada (nada, claro, de cierta clase).

Así tenemos un derecho positivo cuando tenemos un título válido, una reclamación legítima de que nos den o nos hagan (o, por lo menos, a que nos dejen seguir teniendo) algo. Al paso que tenemos un derecho negativo cuando podemos legítimamente reclamar que no nos impongan nada (de tal tipo), que no nos sometan a nada (tal o cual), que no nos impongan nada (nada de una cierta característica).

Es, pues, perfectamente natural esperar que las obligaciones ajenas acarreadas por la titularidad propia de un derecho positivo sean, igualmente, obligaciones positivas, o sea: deberes de dar o de hacer; al paso que las acarreadas por la titularidad de un derecho negativo serían deberes negativos, deberes de abstención (o de no hacer).

Sin embargo, aunque es verdad que ese entrañamiento es el más característico o típico, no es único, ni en un caso ni en el otro. Ciertamente los deberes de abstención son los más corrientes de entre los deberes ajenos que han de cumplirse para que quede respetado nuestro derecho negativo a vernos libres de cierto tipo de efecto. Pero también hay deberes positivos bajo ciertas condiciones. En primer lugar, está el deber positivo del gobierno y de los agentes de la autoridad de velar por ese respeto, por el cumplimiento de las obligaciones ajenas de abstención; y la obligación consecutiva o sobrevenida de sancionar incumplimientos de tales deberes de abstención; sin ello, nuestro derecho negativo sería meramente nominal. En segundo lugar, quienes hayan violado nuestro derecho negativo están obligados a compensar, reparar o, si es posible, deshacer lo indebidamente hecho. Así, la libertad deambulatoria, un derecho negativo, conlleva un deber ajeno de no encerrarnos u obstaculizarnos el paso, pero también uno positivo de devolvernos la libertad si nos han encerrado, y de quitar los obstáculos con que nos hayan trabado.

Por otro lado, tomemos un derecho positivo, como el derecho a una vivienda. Es un derecho a que haya algo de tales características, a saber: que haya un lugar humanamente habitable al que podamos acceder y en el que podamos morar privadamente. Se viola nuestro derecho si no se nos facilitan medios para entrar en posesión de ningún sitio así, pero también se vulnera nuestro derecho si se nos quita la que tenemos (arrojándonos de ella) o si la destruyen; e incluso simplemente si algún otro accede a ella y se instala en ella, impidiendo así que sea de uso privativo nuestro. Nuestro derecho a una vivienda implica, pues, deberes ajenos de dar y de hacer (p.ej. deberes de los poderes públicos, de los constructores, de los planificadores del urbanismo, etc), pero también un sinfín de deberes negativos o de abstención, sin cuyo cumplimiento quedaría arruinado el disfrute del derecho positivo en cuestión.

Así y todo queda en pie un distingo que hay que matizar pero no oscurecer: que, de manera general, los deberes ajenos más típicamente entrañados por la exigencia de respetar un derecho positivo son obligaciones de dar o de hacer, mientras que los más comúnmente acarreados por un derecho negativo son obligaciones de no hacer.

Estas aclaraciones sobre cuáles deberes ajenos vienen acarreados por la titularidad propia de unos y otros derechos nos sirve para escrutar más de cerca la naturaleza de esos derechos. Vemos mejor su esencia y su fundamento al situarlos en esa relación lógico-jurídica con los deberes ajenos que entrañan (y que entrañan por mera vinculación lógico-deóntica).NOTA84

La esencia de un derecho positivo es siempre relacional: es un derecho que entraña deberes ajenos de hacernos, o darnos, algo (algo así o asá), y a no impedirnos recibirlo ni disfrutar de ello.

Son también relacionales los derechos negativos, derechos que entrañan obligaciones ajenas de comportarse sin causarnos ciertos quebrantos, sin infligirnos un trato de los susceptibles de producirnos una molestia o un padecimiento de los que tenemos derecho a estar a salvo.

Y de ahí se sigue que ni el derecho negativo ni el positivo son emanaciones de la personalidad humana aislada (individual o colectiva) ni corolarios de una cualidad intrínseca del sujeto.NOTA85


§18.-- Dos fundamentaciones de los derechos de bienestar: la egológica y la histórico-social

Un derecho no es una especie de halo inherente al ser humano por el mero hecho de vivir o existir e independientemente de si existen o no otros seres humanos, o no humanos, o de qué relaciones sociales se den entre ellos. No es una consecuencia de un atributo abstracto no-relacional, que sólo accesoria o sobreañadidamente traería consigo, bajo ciertas condiciones, deberes ajenos de respeto o de prestación.

Al revés, el derecho mismo sólo se da en la relación social y es lógicamente inseparable de los deberes ajenos de respetar y satisfacer las pretensiones que se siguen del derecho en cuestión.

Así imaginemos un super-Tarzán o Robinsón Crusoe que viviera en un mundo sin vinculación social alguna (ni siquiera con otros animales no humanos ni con dioses, espíritus, duendes ni nada similar). Ese individuo carecería de derechos --sea positivos o negativos-- pues no habría nadie obligado a no impedir el presunto ejercicio de los mismos. En tal mundo posible (si es que es posible) no se aplicarían las nociones de obligación ni de licitud, ni las de bien ni de mal.

Si los derechos fueran algo inherente e intrínseco, rasgos ontológicos consustanciales al sujeto e independientes de las relaciones con otros, entonces se podrían determinar (al menos por un conocedor perfecto) sin necesidad de saber ni cuáles sean los vínculos sociales en que está inserto ese sujeto ni cuál sea el estado de la comunidad a la que pertenezca.

Siendo, en cambio, los derechos unas positividades axiológicas que sólo existen cuando y donde se dan relaciones sociales --en un entramado de entrañamiento lógico-deóntico entre deberes y derechos--, la determinación de cuáles sean los derechos positivos o negativos sólo es averiguable a través de un conocimiento de la red de nexos inter-humanos, la conciencia pública, el haber colectivo acumulado, las necesidades sociales, las viabilidades técnicas, la cultura del tiempo.

Eso es particularmente importante para saber cuáles son los derechos positivos fundamentales. Para los efectos de este estudio podemos considerar que son aquellos que --en un período determinado de la historia humana-- son --a juicio de la conciencia social o la opinión pública-- más necesarios para el bienestar de los individuos que integran la sociedad y, a fuer de tales, más merecedores de protección, dotándolos de algún género de tutela reforzada y de reconocimiento en normas jurídicas de máximo rango.


§19.-- Universalidad y perpetuidad de los derechos humanos fundamentales

La fundamentalidad de un derecho es relativa a la variación cultural y susceptible de evolución. Mas eso no significa en absoluto que sea arbitraria la fijación de los derechos fundamentales.

Supongamos (por imposible) que hubiera sociedades humanas tan aberrantes como para asignar un máximo rango a reclamaciones que, desde fuera, consideremos incorrectas o, en todo caso, de bajo nivel de exigibilidad. P.ej., sociedades cuya opinión pública calificara de `fundamentales' sólo estos cinco derechos --a los que llamaré colectivamente `el quinteto monstruoso'--: a la traición, a tener siervos, a la enfermedad, a batirse en duelo, y a la guerra privada. (No es difícil encontrar precedentes históricos en siglos pasados para algunas de tales reclamaciones.) Supongamos que esos pretendidos derechos están cobijados por las leyes fundamentales del país que prohíben su abolición o aun su enmienda. Queda en pie el problema de saber cuán acertada es la traducción que hemos hecho del término usado en tal sociedad. ¿Significa de veras fundamentales la palabra que así hemos vertido?

Podríamos trivializar ese problema reduciéndolo a un mero artilugio de estipulación terminológica. Nosotros, según nuestras pautas valorativas, tenemos un esquema jurídico-conceptual para el cual resultan aberraciones las cinco pretensiones aludidas. Así, decretamos, por un fiat definitorio, que cualesquiera palabras usadas en una sociedad para calificar pretensiones así serán traducidas a nuestra habla actual de modo que se evite aplicarles el sintagma `derecho fundamental', aun con referencia a tal sociedad. Sencillamente rehusamos admitir que incurran esos hombres en tan absurda desviación y recurrimos a un manual de traducción caritativo.

Fue sin duda Donald Davidson (siguiendo en parte pautas de Quine)NOTA86 quien mejor articuló argumentos que podríamos --en el tema que nos ocupa-- formular aproximadamente como lo hemos hecho. El argumento vendría así a relativizar la relatividad cultural y en general la discrepancia. Para entender a alguien hemos de dar sentido a lo que dice; y para dar sentido, hemos de expresar lo que dice en palabras y frases que nosotros comprendemos; y para eso hemos de usar referencias que nos sean accesibles (clara u oscuramente); y, cuando son absolutamente dispares las descripciones asociadas a la fijación de la referencia, ésta se pierde o desdibuja del todo.

Dicho tal vez de otro modo: no se trata de hacer un dogma o una verdad analítica (y, por ende, definicional) de la fundamentalidad de tales o cuales derechos (o, alternativamente, de su no-fundamentalidad o aun de su inexistencia); mas sí se trata de reconocer lo difuso de la frontera entre verdades analíticas y sintéticas, acudiendo a la noción holística de esquemas conceptuales u horizontes de intelección.NOTA87 Podemos forzar nuestro esquema conceptual u horizonte intelectivo para entender a gentes de otras perspectivas culturales, pero eso tiene un límite.

Frente a tales argumentos (u otros de parecido tenor) se han formulado objeciones:

  1. Podemos entender sin traducir.

    Respuesta: sea así o no (lo cual es dudoso), el hecho es que lo que estamos ahora planteando es más limitado. Estamos debatiendo si en nuestra actual discusión acerca de la fundamentalidad de unos u otros derechos podemos aceptar que se alegue esa alteridad radical de concepciones. Y argumentos como los de Davidson revelan lo problemático de tal alegación.

  2. El argumento davidsoniano conduce a una consecuencia absurda y trivial, que nos haría ciegos a la variación cultural y sería extensible al infinito desembocando en que cada uno pretendería no entender a nadie que discrepe de él.NOTA88

    Respuesta: falla la objeción si el argumento davidsoniano se usa con dosificación y en un marco holístico. Podemos entender discrepancias y hasta enormes; pero no podemos entender a gente que discrepe de nuestras ideas en casi todo, porque entonces ya no hay cómo fijar la referencia de los términos involucrados en las coincidencias y en las divergencias.

  3. El argumento davidsoniano presupone que la fijación de la referencia se hace por vía descriptiva, al menos en buena medida; ahora bien, las nuevas doctrinas semánticas han cuestionado ese presupuesto, ofreciendo convincentes razones para sostener que una serie de expresiones, los designadores rígidos, adquieren y conservan una referencia determinada por otros medios (el vínculo causal, la apelación directa y la transmisión referencial).

    Respuesta: también están agobiadas por dificultades esas teorías de la referencia directa (Putnam, Kripke); y, sobre todo, pasado su atractivo inicial, vienen afectadas de inverosimilitud. Mucho más plausible resulta una visión gradualista que vincule la determinación de la referencia a racimos difusos de descripciones en diferentes grados, y que flexibilice la frontera entre los designadores rígidos y los no-rígidos. En todo caso, y para el tema que ahora nos ocupa, habría que demostrar que son designadores rígidos los vocablos jurídicos involucrados en nuestra presente discusión, lo cual es poco creíble.NOTA89

Así pues, en este asunto el argumento de Davidson va a misa. Para que digamos que en una sociedad hay tal o cual tabla de derechos fundamentales no es condición necesaria ni suficiente que los legisladores o los encargados de formular en ella las concepciones en boga usen, para ese efecto, palabras que solamos verter con nuestras locuciones jurídicas, como la de `derechos fundamentales'. Por tres razones:

  1. Aunque fuera verdad que para una sociedad dada los únicos derechos fundamentales son los que forman el quinteto monstruoso, difícilmente podríamos nosotros entender la concepción jurídica de esa sociedad, ni siquiera para criticarla. Al menos habrá de admitirse (sobre la base de evidencia empírica, de datos histórico-filológicos) que esa sociedad también reputaba fundamentales otros derechos. Si su elenco se limitaba al quinteto monstruoso, la verdad es que no podemos entender de qué hablaban, y es más verosímil sostener que estamos ante un error de traducción.

  2. Las concepciones jurídicas, jugando el papel de racionalizaciones de la regulación normativa de la sociedad, tienen que servir a la existencia y a la marcha de la sociedad; a una marcha buena o menos buena. Toda sociedad es inestable, pero unas son más inestables que otras. Sin un mínimo de justicia, la inestabilidad llegaría al extremo de que la sociedad no duraría ni un día. Se han dado y se siguen dando aberraciones, mas dentro de unos límites, allende los cuales el ordenamiento jurídico no serviría de nada, ni cumplirían propósito social alguno las doctrinas de los pensadores y los jurisconsultos que racionalizaran la normativa vigente o trataran de corregirla y perfeccionarla.NOTA90

  3. La evidencia histórico-filológica desmiente la conjetura de una sociedad radicalmente heterogénea de la nuestra en lo tocante a la concepción de los derechos fundamentales. Toda sociedad ha valorado la libertad (aunque no haya reconocido a todos ese derecho). No ha habido sociedad alguna que no haya valorado la vida y el bienestar humanos. Ninguna sociedad ha reconocido derechos (¿positivos?) al hambre, a la enfermedad, a la injusticia y al desamparo --aunque sí al dolor, a la muerte y a la pobreza.NOTA91 Ni ha habido sociedad alguna que haya impuesto la obligación general de castidad o prohibido a todos la relación amorosa (salvo tal vez algunas sectas que fugazmente se hayan adueñado del poder en algún pequeño territorio). Ni, menos aún, ha habido nunca prohibición (general) de gozar de buena salud, o de comer o de dormir. Ni ha habido sociedad alguna que haya reconocido un derecho fundamental (y, por ende, extensible a todos) de vivir sin trabajar.

Eso nos lleva a ver que los derechos fundamentales, positivos o negativos, son ciertamente de determinación histórica y culturalmente variable; pero que esa variación es limitada y que hay tendencias perpetuas y constantes que emanan de la propia naturaleza del hombre.NOTA92

Por último --y para cerrar este apartado-- hay que considerar el argumento que aduce la variación histórica y hasta la génesis contingente de la idea de derechos humanos, así como el hecho de que todavía hoy se alzan voces en un número de países de tradición civilizatoria extra-europea para sostener que la noción de derechos humanos les es ajena y les viene impuesta por un imperialismo cultural.

Respondo que hay que distinguir la cuestión de palabras de la de conceptos. Tanto la locución `derechos humanos' cuanto el concepto tienen su génesis histórica, pero no es la misma. La noción hunde sus raíces en la noche de los tiempos, porque hay un meollo, un núcleo de tal noción sin el que no puede haber ninguna sociedad humana, aunque sea bajo deformaciones y con aberraciones que desfiguren en parte ese mismo núcleo. También las resistencias a la noción de derechos humanos, según nos viene de la Declaración francesa de 1789, se han debido en parte a problemas de terminología más que de concepto.NOTA93

Por debajo de las variaciones --que han existido y han sido importantes-- hay que descubrir las similitudes, las continuidades y las tendencias perpetuas y universales. Ha habido anticipaciones (confusas y vacilantes) de los derechos humanos en todas las culturas de la Tierra de todos los tiempos. Sólo que, felizmente, ha habido --y sigue habiendo-- un progreso gradual (no uniforme) hacia una idea más clara y racional.


§20.-- Crítica de la fundamentación egológica

La sociedad está hecha para bien del hombre; y ese requerimiento del bien común de los integrantes de la sociedad es una exigencia normativa vigente, quiéranlo o no, sépanlo o no, díganlo o no las personas investidas de autoridad. Su desempeño del oficio de regidores públicos está condicionado a que --por ilegítimo, despótico y arbitrario que sea su reino-- se adopte una porción mínima de regulación para el bien común --o al menos así se haga ver y se proclame y se perciba-- imponiéndose un grado mínimo de respeto efectivo a los mandamientos del legislador; sin lo cual la sociedad entra en convulsión y en estallido revolucionario inevitable.NOTA94

No cualquier cosa será, pues, una pretensión calificable de derecho fundamental. De manera general sólo serán vistas como derechos fundamentales las pretensiones justificables que sean compatibles con el bien común de la sociedad y que se entiendan como exigencias necesarias para el bien particular de sus miembros.

Así, la noción misma de derecho --y, en concreto, de derecho fundamental-- se deriva de la de bien o bienestar, un valor conceptualmente superior a cualquier derecho singularizado. No en vano la doctrina escolástica sostuvo que el principio supremo del derecho natural era el de bonum est faciendum et malum uitandum.

Los derechos fundamentales son, pues, derivaciones o particularizaciones del bien, individual y colectivo; vienen reconocidos, articulados y jerarquizados de uno u otro modo según las variaciones culturales y los progresos de la conciencia social. Podrán establecerse como condicionados o incondicionados, limitados o ilimitados, renunciables o no, prescriptibles o no. Mas toda sociedad tenderá a reconocer algunos de tales derechos con un rango jurídico elevado y con ciertas garantías reforzadas que no se extiendan a otros derechos.

Eso nos lleva a la tesis medular aquí defendida: que los derechos (fundamentales) de bienestar son derechos a participar en el bien común; que no son sino maneras concretas --particularizadas, variables según el contexto cultural y el progreso de la conciencia social-- de que los individuos y las familias se beneficien del bien común de la sociedad.

En rigor, pues, hay un solo derecho fundamental positivo, que es el de participar equitativamente en el bien común (correlativo --veremos-- al deber de contribuir equitativamente a ese mismo bien común).

Muy distinta sería la cosa si los derechos fundamentales, positivos o negativos, fueran simples emanaciones de la personalidad individual, e.d. consecuencias intrínsecas de un atributo ontológico consustancial al individuo (su dignidad u otro rasgo intrínseco cualquiera), al margen de las relaciones sociales. A tal planteamiento podemos denominarlo `la visión egológica'.

Voy a distinguir dos versiones de esa visión: la antropológica y la personalista.

Esta segunda visión podemos asociarla a la obra de Alan Gewirth;NOTA95 mas no deseo enzarzarme aquí en asuntos de interpretación ni de polémica; para nuestros efectos de discusión conceptual da igual quién haya propuesto, o dejado de proponer, las ideas que debatimos.

En esa perspectiva, para una persona --un ser con intelecto y voluntad (o, más restrictivamente, un ser con autoconciencia y planes de vida)-- sería ilógico no querer querer, o no querer su libertad de opción (para poder ejercer ese querer querer). Esa pretensión legítima a la libertad (y, por consiguiente, a no verse impedido por constreñimientos ajenos), que es un derecho negativo, se extiende (derecho positivo) a una reclamación del mínimo de medios de existencia necesarios para adoptar decisiones libres. Al ser basada en la mera noción de personalidad, esa pretensión ha de ser extensible a las demás personas.

Curiosamente el carácter extremadamente abstracto de esta concepción personalista la hace más susceptible de variación contextual, más sensible a los variables datos empíricos de la situación humana particular. Y es que lo etéreo y flotante de la personalidad desnuda y escueta hace de ese rasgo fenomenológico un quid independiente de cualquier concreción o plasmación. Una persona podría experimentar metempsícosis, y unas veces estar encarnada en un cuerpo material, otras estar presente en un mundo de espíritus puros. Las pretensiones básicas a la libertad y a un mínimo de medios de existencia se concretarían según las particularidades de cada mundo; y, dentro de cada mundo, según las vicisitudes del contexto histórico-social (que pueda haber en cada caso).

Por otro lado, ese enfoque personalista abstracto difícilmente permite otorgar los derechos fundamentales a miembros de la especie humana carentes de voluntad y de intelecto (y todavía más de planes de vida y de autoconciencia), salvo tal vez estirando la hipótesis o acudiendo a algún epiciclo poco verosímil.

A los efectos de nuestra discusión, sin embargo, no hay demasiada diferencia entre ambas hipótesis individualistas. La visión personalista, más radical, nos sitúa teóricamente a mayor distancia del entramado de relaciones humanas --al buscar un basamento de los derechos subjetivos de suyo aplicable a un ángel, a un gnomo o a cualquier ser dotado de personalidad. Pero en la práctica esa ulterior radicalización no agrava las consecuencias lógico-jurídicas de la hipótesis antropológico-individualista, porque --según lo hemos visto en el párrafo anterior-- justamente ese grado extremo de abstracción demanda acudir a una concreción suministrada por las circunstancias de hecho.

En cambio, la concepción antropológica aduce unas necesidades básicas del ser humano en cuanto ser humano (miembro de la especie) que ya poseen alguna concreción, y que son independientes de cualesquiera vicisitudes y circunstancias externas. En lo sucesivo será la hipótesis antropológica la que tomaré como representativa de la visión individualista de la fundamentación de los derechos subjetivos.NOTA96

En tal hipótesis, los derechos fundamentales de bienestar serían facetas legítimas de la vida humana individual. Su lista vendría dada por la consideración fenomenológica de esa vida humana singular, en un enfoque egológico y abstracto, reproducible al infinito, poniendo siempre entre paréntesis las consideraciones del contexto social, la evolución histórica, los vínculos asociativos u otros.

Así se detallarían los derechos concretos: a comer, a vestirse, a cobijarse, a la salud, a la actividad (aunque otros pensadores --en esa línea individualista-antropológica-- puedan trazar otro catálogo, y, en vez de la actividad, prefieran el ocio). La lista vendría dada por datos biológicos, que se percibirían fenomenológicamente (o por algún género de intuición), al margen de la historia y de la sociología.

A partir de esos derechos subjetivos ontológicamente radicados en el sujeto individual y aislado derivaríanse luego deberes ajenos (de abstención o de prestación); derivación contingente, condicionada, circunscrita a circunstancias históricas y a contextos normativos.

Por el contrario, si es social el basamento de los derechos fundamentales (positivos o negativos); si el único derecho de veras primordial es el de participar (equitativamente) en el bien común; entonces todo depende de cuál sea el contexto social, cuál sea la prosperidad común, cómo progrese o retroceda y qué posibilidades haya de participar en ella.

Desde luego ambas concepciones --la individualista y la social-- comparten dos notas:

Lo acotado de la lista constituye precisamente una de las dificultades de la concepción egológica. En una visión así, abstraída de todo contexto histórico-social, entiéndese bien que el hombre, el individuo humano, tiene esas necesidades básicas de comer y de beber; y tal vez la de guarecerse o morar en algún resguardo; y (por mucho que así ya se esté saliendo del marco egológico-individual) quizá también las de aparearse, procrear y criar. La lista difícilmente puede seguir adelante, extendiéndose a facetas de la vida humana como son: el cuidado a la salud, la movilidad, el trabajo, la jubilación, el aprendizaje, la información, la cultura, la distracción o diversión, la promoción, la mejora, el incremento de las comodidades. Ésos son contenidos tan socialmente condicionados que probablemente carecen de sentido sin remitirse a marcos históricamente variables.

El enfoque egológico tiene la ventaja de la concreción inmediata de las pretensiones (en particular --dentro de las positivas-- ésa del sustento) como una condición de subsistencia o, por lo tanto, de vida (igual que, con relación a derechos negativos, puede asimismo reclamar, de manera inmediata, los de libertad, entendida como estar a salvo de coacciones, violencias o amenazas).

Esa ventaja de la inmediatez y de la no-relatividad a variaciones de contexto social permite, sin duda, otorgar un rango de enorme rigor a la demanda de respeto de tales derechos, rechazando sin paliativos cualquier intento de rebaja, negociación o cercenamiento de los mismos. Es la visión que mejor cuadra con el absolutismo de los derechos, con la exigencia del taking rights seriously de Dworkin.NOTA97

Se paga un doble precio: (1) la parquedad del elenco de derechos; y (2) que ese reconocimiento tan a rajatabla choca, en muchos casos, con la existencia de colisiones axiológicas, de contradicciones normativas.


§21.-- Fundamentación en un jusnaturalismo dinámico

El enfoque histórico-social (el aquí defendido) hace estribar los derechos fundamentales en la participación en el bien común de la sociedad como única titularidad no-derivada. Y así deja abierta la lista de los derechos a lo que vayan determinando las circunstancias del decurso histórico y las vicisitudes de la vida social, incluida la evolución de las mentalidades.

No por ello pierde el tratamiento histórico-social su carácter de jusnaturalismo. Pero se trata de un jusnaturalismo dinámico.

Podemos invocar tres razones que avalan el carácter dinámico del jusnaturalismo que acompaña a nuestra defensa de los derechos fundamentales de bienestar.

De esas tres razones la menos segura es la última, no exenta de una dificultad. Se entiende bien que la norma promulgada por el legislador, que es contingente, esté sujeta a una serie de condiciones para entrar en vigor, cosa que nadie duda; así suele admitirse que haya de ser publicada con ciertas solemnidades, que el promulgador tenga que estar previamente habilitado para esa promulgación en el marco de un orden jurídico preestablecido;NOTA101 exigir, como condición adicional (y según la tesis de Joaquín Costa,NOTA102 a la que aquí nos adherimos) que esa misma norma promulgada vaya adquiriendo (o perdiendo) paulatinamente un grado mayor o menor de vigencia según el grado de obediencia no es, en rigor, sino precisar algunas de esas condiciones (en un determinado sentido, eso sí). En definitiva, se trata sólo de acortar la aparente distancia entre norma legislativa escrita y norma consuetudinaria.

Distinto sería el asunto en lo tocante a normas cuya fuerza de obligar no viene de ningún acto jurídico; a normas que han de presuponerse vigentes para que haya un orden jurídico. Si esas normas quedan sujetas a los vaivenes de la costumbre y si ésta puede elevar o rebajar su grado de vigencia, ¿por qué no puede abrogarlas? Y si sí puede, la norma pasa a ser ella misma consuetudinaria y no de derecho natural.

Reconozco la fuerza de la objeción, pero me inclino a pensar que, así y todo, cabe admitir --sin negar la diferencia entre normas promulgadas y normas de derecho natural-- la relevancia de la costumbre (y, junto con ella, la conciencia u opinión pública). Aunque las normas no promulgadas emanan de la naturaleza misma de las cosas y de las exigencias imperativas de la vida común, esa imperatividad puede ser graduable. La norma jurídico-natural obliga más cuando la sociedad adquiere más conciencia de su vigencia que cuando ese conocimiento es menor o incluso nulo.

Superada la dificultad, hemos de comparar cómo se diferencia nuestro enfoque del egológico en la manera de afrontar ese triple fundamento de variación.

Nuestro enfoque histórico-social puede asumir sin pestañear esas tres razones:

Así, --aun aceptando que los derechos fundamentales son perpetuos, esenciales al hombre, vigentes por virtud del derecho natural sin necesidad de ningún promulgamiento oral o escrito del legislador-- nuestro tratamiento puede reconocer también que hay una evolución de los derechos humanos, en esa triple dimensión (su concreción por la variación de supuestos de hecho; su interpretación; y su grado de imperatividad, que aumenta en las sociedades menos ignorantes).

De esas tres razones para sostener el dinamismo de los derechos humanos (en nuestro caso los positivos) no parece que ninguna pueda acomodarse bien con la concepción egológica, al menos según la hemos formulado (aunque eso requeriría muchas matizaciones si habláramos de una teoría determinada de este o de aquel filósofo en particular, lo cual no era aquí mi propósito).

La visión egológica no verá base ni para alteración alguna del grado de vigencia ni para modificaciones de interpretación ni para la busca de una concreción, ya que para ella es inmediata, constante e inmodulable la legitimidad de la pretensión del sujeto humano en que estriba su derecho fundamental.

Con todo respeto, pues, a concepciones de esa orientación --cuyo humanismo hay que ensalzar--, creo más juicioso y ponderado un tratamiento como el que estoy brindando en estas páginas.


§22.-- El ligamen sinalagmático entre el individuo y la sociedad

Si nos quedamos así, a la postre, con un único derecho positivo fundamental --el de participar equitativamente en el bien común--, hemos de indagar cuál es la razón de que exista ese derecho. Y no es otra que el vínculo natural del individuo con la sociedad (extensible a ciertos grupos de individuos, según lo veremos después).

Al venir al mundo y al crecer, el individuo entra en un vínculo social que podemos enfocar, analógicamente, como un cuasi-pacto. No se trata empero de un pacto:

No obstante, cada uno de nosotros, al haber ido participando más en la sociedad, desde su niñez, va beneficiándose del nexo social (en actos que sí son voluntarios, al menos muchas veces) y asumiendo así los derechos y las obligaciones inherentes a ese lazo social. Uno va así voluntariamente asumiendo el vínculo con la sociedad, aunque inicialmente haya sido un vínculo forzoso. Es, pues, un vínculo sui generis, originariamente impuesto, que se desprende de una relación natural, biológica, de pertenencia a la especie a través de la pertenencia a un grupo social, pero que paulatinamente --y según crecemos-- va evolucionando, adquiriendo gradualmente rasgos de compromiso mutuo o de pacto (sin ser pacto).

A ese vínculo básico individuo/sociedad lo llamaré `el ligamen social'. Éste guarda, pues, un doble parecido con un pacto o convenio: (1) su --progresiva-- voluntariedad (por parte del individuo, ya que por parte de la sociedad es más difícil hablar de una voluntaria asunción colectiva); (2) el carácter sinalagmático o bilateral de los derechos y obligaciones recíprocos inherentes al vínculo.NOTA104

Para evitar confusiones insisto en que no se trata de que la contratación funde las obligaciones, lo cual conduciría a un círculo vicioso o a una regresión infinita (ya que al menos la obligación de cumplir la palabra empeñada habrá de tener validez independientemente del pacto).

Y es que --como ya se ha dicho más arriba--, si bien al individuo no se le ha dado la opción de no ingresar en la sociedad, su progresiva incorporación a ésta sí se realiza por actos voluntarios, y ello tanto más cuanto mayor es su grado de libertad. Un niño esclavo pocas oportunidades tiene de rehusar nada (salvo tal vez las más heroicas y desesperadas, y aun eso es dudoso), pero, salvo esos casos extremos, los demás (en medidas, desde luego, muy diversas) sí tienen ocasión de ir dando o rehusando su aquiescencia a diferentes facetas de su progresiva socialización.

Lo hacemos al principio inconscientemente. Luego, poco a poco, con un mayor grado de conocimiento, aunque sea inicialmente oscuro y confuso. Nos vamos beneficiando de lo que la sociedad nos aporta, vamos adquiriendo saber, cultura, comodidades, medios de vida, recursos acumulados por la sociedad (incluidas las generaciones que nos han precedido). Y con ello nos vamos ligando a la sociedad en un vínculo obligacional mutuo, que acarrea, para cada uno, el deber de contribuir al bien común, y para la sociedad en su conjunto el deber de, correlativamente, dar a cada uno una participación equitativa en ese bien común

Es, pues, ese ligamen social (concebible analógicamente como un cuasi-pacto) lo que, ligando al sujeto individual con una sociedad, fundamenta los derechos y los deberes, lógicamente correlacionados.

Esa naturaleza sinalagmática o bilateral del vínculo social obligatario entre individuo y sociedad nos lleva a plantear un gravísimo problema: el de si, dada esa correlatividad, hay también un mutuo condicionamiento.

En una relación contractual, las cláusulas se llaman también `condiciones'. Los códigos civiles y la antigua jurisprudencia y doctrina civilista, refiriéndose a las obligaciones bajo condición, asimilaron totalmente la condición cuyo acaecimiento cabe constatar a aquella cuya realización incumbe a una de las partes del contrato. Las asimilaron totalmente porque, desde el punto de vista lógico-jurídico, son exactamente iguales.NOTA105

Imaginemos estos dos casos:

En ambos casos, Lucas pasará a estar sujeto a una obligación incondicional en la medida en que se cumpla la condición. En el primer caso, la condición es que haya ganado a la lotería, lo cual no está en manos de Ernesto. El caso 2º, en cambio, es sinalagmático: aquí el cumplimiento de la condición sí depende de Ernesto, y estriba en que éste efectúe esa reparación.

Ahora bien, hay justamente una diferencia relevante entre ambos casos, que no quita para que se trate de condición en el uno y en el otro. La diferencia es que en el segundo caso, la ejecución de la obligación de cualquiera de las partes puede verse como condición del cumplimiento de la obligación recíproca de la otra parte. Así, mientras que en el caso de la lotería la condición tenía carácter de suspensiva, en el otro caso es mixta de suspensiva y resolutoria.

Si son obligaciones de ejecución simultánea, el inicio del cumplimiento de cada una de ellas es incondicional, pero continuarlo depende del cumplimiento simultáneo de la contraparte, y en caso de incumplimiento estamos ante una condición resolutoria; así, Ernesto estará habilitado para no proseguir las obras de Villahermosa si Lucas da largas a la entrega del Pardal; y ello por la regla non adimplenti non est adimplendum.NOTA107

Que el uno no inicie la ejecución de su parte de tarea paraliza la ejecución de la tarea conjunta acordada, que es la obligatoria, y que consiste en que Lucas entregue y Ernesto repare. Ese no-inicio impide, pues, ese cumplimiento conjunto, y por eso está prohibido por el contrato (en virtud de la regla lógico-jurídica de no impedimento).NOTA108 Mas, una vez iniciada su parte propia de la tarea conjunta, si la otra parte permanece manifiestamente sin iniciar, o paraliza su ejecución, entonces ya no está el cumplidor obligado a proseguir el cumplimiento de su parte de tarea (porque de la obligación de A-y-B no se sigue la obligación incondicionada de A).

En efecto, analizado desde la lógica jurídica cumulativa, el pacto 2º, o sinalagmático, entre Lucas y Ernesto comporta un deber-derecho conyuntivo incondicional, dos derechos condicionales y sendos deberes también condicionales.

El deber-derecho incondicional es el de que Lucas entregue el Pardal a Ernesto y Ernesto repare Villahermosa. Los dos derechos condicionales son: el derecho de Lucas a, si entrega el Pardal a Ernesto, que éste último repare Villahermosa; y el derecho de Ernesto a, si repara Villahermosa, que Lucas le entregue el Pardal. Los dos deberes condicionales son iguales (el deber de Ernesto de reparar Villahermosa si Lucas le entrega el Pardal, y el deber de Lucas de entregar el Pardal si Ernesto repara Villahermosa).

El deber-derecho conyuntivo no está sujeto a condición alguna. Es un deber conjunto, aunque interno de la compañía (o mini-sociedad) fraterna Lucas-Ernesto (aunque puede que haya otras partes legítimamente interesadas en el cumplimiento de tal obligación, como las respectivas familias o los acreedores de uno u otro). Es desde luego también un derecho conjunto del dúo fraterno por su ley interna.

Nuestro análisis lógico-jurídico nos lleva a darle la razón a la antigua jurisprudencia que asimilaba las condiciones y las cláusulas en un contrato. Las cláusulas no son sino condiciones cuya realización depende de la voluntad del otro contratante.


§23.-- El vínculo social y la regla non adimplenti non est adimplendum

Esas consideraciones nos hacen plantearnos si el incumplimiento de sus propias obligaciones por una de las partes faculta a la otra para suspender la ejecución de sus propios deberes.

El ligamen sinalagmático supracontractual entre el individuo y la sociedad impone tres obligaciones:

  1. En primer lugar, un estado de cosas conyuntivo, para cada individuo: la sociedad le da una participación en el bien común y él contribuye a ese bien común.

  2. Una obligación implicativa: la de que, en la medida en que la sociedad dé participación equitativa en el bien común al individuo, éste contribuya a ese bien común.

  3. La obligación implicativa recíproca, o sea la de que, en la medida en que el individuo haga una contribución razonable al bien comun, la sociedad le dé una participación equitativa en ese bien común.

Hay que hacer varias aclaraciones y puntualizaciones:

  1. No se trata de que tenga que haber proporción entre la aportación al bien común y lo que uno recibe de la sociedad. El nexo implicativo no liga directamente los grados de contribución y de recepción, sino los grados de cumplimiento de sendas obligaciones condicionadas, siendo la una la de contribución razonable (según las circunstancias) y la otra la de participación equitativa (según el contexto y la concepción social vigente de qué sea lo equitativo). No es un toma y daca, un «tanto te doy, tanto me debes».

  2. No es que, en general, valga una regla lógico-jurídica que permita deducir la obligatoriedad implicacional «Es obligatorio que, en la medida en que A, B» a partir de «Es obligatorio que A y B». Sin embargo, los contextos normativos sí determinan una especie de implicatura institucional:NOTA109 generalmente las obligaciones conjuntas acarrean también las obligaciones implicativas en las que, el cumplimiento de un conyunto implica la obligación del otro. Por eso, normalmente, al concertarse por un contrato una obligación conyuntiva, a la vez se conciertan dos obligaciones implicativas recíprocas.

  3. Un cumplimiento parcial obliga a la otra parte del vínculo a cumplir también al menos en parte. Hay que rechazar una vieja doctrina civilista que creía que en las obligaciones contractuales rigen los principios de identidad e integridad, de suerte que una parte contratante no vendría obligada a cumplir si la otra no ha cumplido su compromiso íntegra y exactamente. El rigor de ese principio maximalista siempre ha sido corregido y suavizado por la jurisprudencia y la ciencia jurídica, que han hallado recursos conceptuales para introducir oportunos distingos entre lo esencial y lo accesorio, de suerte que ese principio no tiene validez; muy a menudo un cumplimiento parcial de una parte entraña una obligación de la otra a cumplir también parcialmente (aunque sea, p.ej., ajustando el precio convenido o modificando otras cláusulas). Sólo rigen esos principios en los casos tasados en que lo exige la naturaleza misma de las obligaciones contraídas.

  4. ¿Qué pasa cuando ambas partes incumplen sus obligaciones? Hay que distinguir tres supuestos:
    1. Caso de que sólo una de ellas haya estado dispuesta a cumplir: ha dejado de cumplir sólo al ver que la otra parte incumplía, en virtud del principio non adimplenti non est adimplendum;
    2. Caso de que ninguna de las dos partes haya estado dispuesta a cumplir;
    3. Caso raro: ambas partes estaban dispuestas a cumplir, pero cada una suspendía el cumplimiento hasta que viera un comienzo de cumplimiento de la otra parte.

Por otro lado, si uno se abstiene de hacer su tarea porque el otro se abstiene de hacer la suya propia, y viceversa, se entra en un círculo de reproches o imputaciones de incumplimiento. Puesto que la obligación de X de hacer A es condicional (con condición resolutiva o suspensiva, según sea el caso) respecto de que Z haga B, y viceversa, en casos de incumplimiento mutuo puede decirse que ambos cumplen y que ambos incumplen.

Desde luego, en cuanto se puedan indagar las intenciones, éstas contarán: si X estaba dispuesto a no hacer A, cumpliera o no Z su propio compromiso, entonces hay incumplimiento claro de X; y, si ambos compartían esa actitud, entonces hay un mutuo disenso tácito.

Pero a menudo ni las actitudes subjetivas están tan determinadas (sino que hay grados y titubeos) ni podemos, en todo caso, averiguarlas.

En nuestro asunto entre manos, además, es un poco problemático hablar de las intenciones de la sociedad, aunque no es un obstáculo insalvable, porque la sociedad está representada por sus gobernantes y sus instituciones de administración y dirección, cuyas intenciones explícitas o implícitas son en principio determinables.

Ante tal dificultad de circularidad, puede acudirse, en muchos casos, al orden temporal escalonado de cumplimiento de obligaciones, que permite a cada contratante saber si el otro ha cumplido ya una parte de su obligación contractual en el momento en que a él le toca empezar a cumplir la suya.NOTA110 Si ninguna hace nada de lo pactado hasta que el otro empiece a hacer lo que le toca, entonces hay mutuo disenso.

Pero, ese mutuo disenso ¿es cumplimiento de ambos (al ser cada obligación condicional al cumplimiento del otro), o es incumplimiento de ambos (pues cada uno motiva, al no ejecutar lo que le toca, que el otro, a su vez, se abstenga de ejecutar su propia tarea pactada)?

Lo cierto es que tales casos generan una típica paradoja. Si, y sólo si, X cumple, Z incumple, y viceversa. O sea: en tales situaciones uno solo de los dos es cumplidor (y el otro incumplidor) pero no parece haber criterio objetivo para determinar si sucede lo uno o lo otro.

Posiblemente aquí haya que aplicar una presunción de licitud. El que incumple hace algo ilícito, o sea quebranta la Ley, que manda cumplir las obligaciones (lícitas). Ahora bien, a menos que se pruebe lo contrario cualquier acción ha de presumirse lícita. Luego la no ejecución de su parte por X ha de reputarse lícita salvo que se demuestre lo contrario; idem con relación a Z. Pero de ahí se deduce que ambas son lícitas y, por consiguiente, que ambas son ilícitas (ya que, al ser lícita la una, es ilícita la otra).

La jurisprudencia ha tendido a erigir, para que quepa hablar de disenso mutuo, que haya indicios claros de voluntad de ambas partes, concordante, de desistir. El disenso implica el no surgimiento de ilicitud, porque sin duda cualquier contrato sinalagmático resoluble está sujeto a la condición implícita de su resolución por disenso. Cuando no es posible acudir al disenso, hay que aplicar otros remedios para reconducir la relación a términos mutuamente aceptables.


§24.-- Limitaciones a la exoneración por incumplimiento de la otra parte

La sociedad está obligada a darnos una participación equitativa en el bien común; nosotros estamos obligados a contribuir a ese bien común. ¿Pierde, entonces, quien no colabora su derecho a participar del bien común? Y, si ese derecho es la base de los derechos concretos a comer, vestirse, alojarse, informarse, recibir asistencia sanitaria, etc, ¿quiere eso decir que el zángano o el gorrón no tienen derecho alguno a la satisfacción de ninguna de esas necesidades básicas?

Recíprocamente, si la sociedad no nos da una participación equitativa en el bien común, ¿quedamos con ello dispensados de nuestro deber de colaborar al bien común? ¿Nos exonera eso de trabajar y de coadyuvar al sostenimiento de las cargas públicas?

En la medida en que una sociedad da una participación en el bien común a uno de sus miembros, éste viene obligado a contribuir a ese bien común; y, en la medida en que el individuo contribuye, la sociedad viene obligada a darle una participación equitativa.

Cuando el incumplimiento es total, la otra parte queda desligada de la obligación, pero dentro de unos límites impuestos por el propio bien que se trata de proteger, el bien común.

Cuando cada parte culpa a la otra, en la relación entre individuo y sociedad, no cabe el disenso. Ésa es una salida absolutamente excluida. ¿Entonces?

A menudo el individuo se queja de no recibir participación equitativa en el bien común y, como represalia, corresponde cumpliendo poco o nada sus obligaciones sociales. La sociedad (representada por sus órganos de gobierno) considera que, si el individuo no está recibiendo la participación esperada en el bien común, ello es una sanción por su propia sustracción a las obligaciones legales que pesan sobre él. Círculo vicioso o regresión al infinito.

Desde luego hay que sentar (por muy anarquizante o disolvente que parezca) que aquel a quien la sociedad niega el pan y la sal queda exonerado de sus obligaciones sociales; y a la inversa: la sociedad queda desligada de su obligación de subvenir a las necesidades de un individuo que incumple grave y persistentemente su deber de contribuir al bien común.

Pero, para salir del atolladero, hay que acudir a una doble solución:

  1. limitar esa exoneración (por el principio de que ninguna de las dos partes ha de sancionar a la otra ni desproporcionadamente ni de manera que el bien común salga aún más dañado); y
  2. otorgar nuevas oportunidades de cumplimiento, nuevas opciones de integración obligacional.NOTA111


§25.-- ¿Qué es contribuir al bien común?

Contribuir al bien común es algo que comporta un hacer y un no hacer. El hacer se concreta en tareas tales como estas seis:

  1. Trabajar: dedicar una parte apreciable de su tiempo --en la medida de las propias posibilidades-- a actividades socialmente útiles;
  2. Tributar: contribuir a sufragar los gastos colectivos;
  3. Participar en la vida social estando uno involucrado en vínculos familiares --matrimoniales, paternales, filiales--, asociativos y de interés general (o menos particular);
  4. Contribuir al debate público sobre temas de interés común a fin de que la opinión pública pueda ayudar a los dirigentes de la sociedad a tomar decisiones acertadas;
  5. Asumir los sacrificios necesarios en situaciones de pública emergencia: labores de salvamento y protección civil, defensa del territorio y sus habitantes contra invasores foráneos u otros enemigos de la tranquilidad pública, incluso en casos en que comporte riesgo para la propia vida;
  6. Socorrer a los demás frente a desgracias --y ayudarlos a precaverse de amenazas o peligros-- cuando pueda hacerse sin grave perjuicio para uno mismo o los suyos.

¿Por qué enumero esos seis componentes de lo que genéricamente podríamos ver como coadyuvar al bien común? No creo que sea un elenco perfecto. Puede haber otros mejor elaborados, pero éste, sin ser forzosamente exhaustivo ni estar exento de toda redundancia, es útil y tiene base empírica, más que deductiva.

No se trata de analizar el concepto de bien común para derivar de él unas notas que irían desgranando esas seis contribuciones posibles. Se trata de examinar empíricamente la vida de las colectividades humanas, y ver cómo la pública conveniencia puede verse incrementada o favorecida por la actividad de cada uno de sus miembros (dentro de sus respectivas posibilidades).

Ahí hallamos dos géneros de necesidades públicas: las unas colectivas o unitarias; las otras distribuidas; y muchas mixtas. Las tareas 2ª y 5ª se refieren a la satisfacción de necesidades colectivas, pues se trata con ellas de posibilitar la realización de empresas y obras dirigidas por el gobernante y que han menester de la colaboración de cada uno, o de muchos. La tarea 4ª tiene un carácter híbrido o mixto, ya que en ella se satisface una necesidad colectiva (la necesidad del debate) pero a través de la satisfacción de necesidades distribuidas (para que haya grandes debates hace falta que éstos resulten de la confluencia de un más difuso flujo de ideas --libre, espontáneo, descontrolado).

La realización de la tarea 1ª sólo satisface, directamente, necesidades distribuidas (al menos en una sociedad con algo parecido a una economía mercantil o, en todo caso, con amplias zonas de propiedad privada), pero indirectamente coadyuva al bien general. No se trata aquí de asumir la ley de Adam Smith de que el obrar egoísta de cada quien conduce, por un mecanismo oculto, al bien general. No es eso lo que estoy sosteniendo al defender que el cumplimiento de esa primera tarea (la de trabajar), aunque directamente sólo satisfaga necesidades dispersas o distribuidas, viene indirectamente a satisfacer una necesidad colectiva; es algo mucho más simple y neutro.

Unos trabajan por altruismo; otros para ganarse la vida --o la de su familia, o a veces para cotizar a su cofradía o comunidad ideológica--; otros por vocación; y la mayoría por una mezcla de motivaciones. Ese trabajo puede ser una prestación laboral por cuenta ajena --retribuida o benévola-- o una actividad económica por cuenta propia (empresarial o profesional: la de un fontanero, alfarero, peluquero, músico, abogado, practicante, adivino, curandero etc).

Aparte de que cada quien, al trabajar, satisfaga así sus propias necesidades o las de los suyos (o al menos se haga más feliz a sí mismo), satisface una necesidad ajena, pero en cada caso la de alguien en particular: el empresario que le paga, a cambio, un salario; el cliente que le compra las mercancías o servicios. Salvo cuando se trabaje directamente para el estado u otra entidad pública, los beneficiarios directos son, así, otros particulares. Mas la colectividad se beneficia de esa suma de prestaciones, y así la sociedad alcanza un nivel de prosperidad distribuida, gracias a la cual pueden también emprenderse las obras públicas.

Asimismo, la tarea 6ª (la de socorrer y poner a salvo) es distribuida, beneficiando en cada caso sólo a éste o a aquél; pero de la práctica frecuente y abundante de esa tarea se beneficia la sociedad en su conjunto, resultando una mayor felicidad colectiva.

Y algo parecido vale con respecto a la tarea 3ª, una faceta predominantemente privada, que indirectamente beneficia a la colectividad, al paso que la inhibición perjudica a la sociedad. Contribuye al bien colectivo quien contribuye al bien de una parte de ese colectivo, asumiendo cargas de paternidad legal (no forzosamente genética), contribuyendo, en su propia vida familiar y en su labor asociativa, a que se dé una red de vínculos sociales privados que sea una aportación a la pública armonía.

Tales actividades de contribución al bien común son muy heterogéneas entre sí; su realizabilidad es variable, su interés social también lo es, y asimismo varían los inconvenientes propios que puedan resultar; de lo cual se deriva un diferente grado de obligatoriedad (y exigibilidad) según los casos, a veces mayor, a veces menor.

Si el emperador Augusto impuso en Roma la prohibición del celibato,NOTA112 una medida así es excepcional desde el punto de vista jurídico, pero no lo es, en cambio, exonerar de otras cargas contributivas por la existencia de vínculos familiares; lo cual indica que las autoridades de esa sociedad están exigiendo una contribución al bien público dejando a los propios individuos la opción del cómo (bajo ciertas condiciones y con ciertos límites).

Por otro lado, la tarea que he calificado genéricamente como la de `trabajar' se desglosa en diferentes actividades según las condiciones particulares, quedando la opción a voluntad de cada uno dentro de lo que permita el particular orden social vigente y de lo que posibiliten las situaciones variadas de los individuos.

En las fases preparatorias de la vida, es una tarea de estudio (y estudio es afán, dedicación, empeño, no mera recepción pasiva). En un empresario es la tarea de ser un empleador, que da empleo, que no deja inactivos sus recursos sino que los hace operativos para la riqueza colectiva. En un maquinista es la de conducir el tren. En un científico es la de investigar.

De manera general lo que se opone a la contribución positiva al bien común, o sea la inhibición o inacción, es la vida parasitaria, la del que no aporta, ni socorre, ni labora, ni estudia, ni colabora en actividades sociales, ni en los debates públicos ni en la buena marcha de círculos más restringidos de vida común, como la familia.

Es difícil imaginar un caso extremo y total de vida totalmente parasitaria, un eidos platónico del holgazán puro; pero desde luego son perfectamente concebibles, y reales, los casos mixtos de quienes poco contribuyen positivamente al bien común.


§26.-- No contribuir al mal común

La contribución al bien común comporta también una vertiente negativa: la de no contribuir al mal común, o sea: abstenerse de hacer daño a la colectividad o a sus miembros. Podemos desglosar varios elementos de esta vertiente negativa, o tareas de no-hacer:

  1. No causar pública zozobra, poniendo en peligro los bienes públicos o privados: eso significa no suscitar inquietud (inseguridad subjetiva) ni riesgo real (inseguridad objetiva);
  2. No perjudicar a los demás miembros de la sociedad (ni dolosa ni imprudentemente);
  3. No causar detrimento de los bienes comunes (incluidos: el medio ambiente, los servicios públicos, los espacios y las instalaciones de utilización no-individual).

Es contribuir al mal común cualquier hecho que perjudique el bien colectivo, que cause efectivamente un daño (incluido el daño del peligro indebido, objetivo o subjetivo).

Siendo tan heterogéneas esas tareas de no-hacer, serán obligatorias en diferentes grados y bajo diversas circunstancias o condiciones. Más prohibido estará, por atentar más contra el bien común, hacer un daño mayor a bienes más directamente integrantes del patrimonio público o de utilización más general; aunque en menor medida, perjudica al bien común, o contribuye al mal común, cualquier hecho que cause daño a otros, incluso nuestros familiares y desde luego a terceros.

Es más: también causa un daño a la sociedad quien se inflige uno a sí mismo. Por de pronto eso acarrea, indirectamente, una pérdida colectiva, que resulta inmediatamente al disminuir la suma de bien total en la comunidad, pero que puede también ir mucho más lejos, cuando el daño infligido suponga una menor capacidad de contribución al bien común. Pero, además, en una sociedad donde rija un principio de público socorro --fraternidad o solidaridad-- ese daño que uno se inflige a sí mismo puede acarrear una obligación de auxilio colectivo cuya realización empobrece a la sociedad. Conque se entiende que los deberes para con uno mismo también forman parte de los deberes para con la sociedad.

Todos contribuimos algo al bien común; unos más en unas cosas, otros más en otras. Muchos contribuyen a la vez al bien y al mal comunes, procediendo entonces determinar (si es posible) el balance correcto de esas contribuciones.


§27.-- Los principios de clemencia y de resignación

El principio de bilateralidad puede llevar a consecuencias muy serias. Por eso hay que matizarlo o corregirlo con este otro: la pérdida del derecho a participar en el bien común nunca puede alcanzar el punto en que ello redunde en un mayor mal común.

Y es que hay que interpretar finalistamente el ligamen bilateral o sinalagmático que rige las relaciones entre la sociedad y uno cualquiera de sus miembros, igual que sucedería con un pacto bilateral. Se establece ese vínculo para la felicidad individual y colectiva. Luego su aplicación no ha de redundar en mayor infelicidad.

Si un individuo se abstiene de contribuir al bien común, o contribuye al mal común, decae en su derecho a participar en ese bien común; mas esa pérdida tiene por límite la consideración de que no se vaya así a atentar más contra el bien común. Y tal límite se perfila en una cuádruple dimensión:

  1. Aun en los casos más graves y persistentes de incumplimiento de las obligaciones sociales permanecerá un mínimo de atención a las necesidades individuales que no podrá nunca violarse, porque esa violación perjudicaría más al propio bien común que se trata de preservar.NOTA113 No puede justificarse un trato vejatorio, cruel, inhumano --ni, por lo tanto, una denegación de auxilio alimenticio, sanitario o de cobijo-- ni siquiera a un criminal empedernido. No lo permite el respeto al bien común.NOTA114
  2. Una sociedad que sancionara demasiado severamente los incumplimientos individuales acarrearía una inseguridad para sus propios miembros, incluso los cumplidores, que no están al abrigo de las tentaciones eventuales de cumplir menos o no cumplir. Hace falta un margen de confianza, sin el cual se producen inquietud y ansiedad. Y esa confianza ha de estar fundada en una seguridad objetiva.
  3. En muchas situaciones humanas es difícil saber quién ha incumplido primero;NOTA115 tal vez es imposible, sea por incumplimiento simultáneo, sea por una cadena que se remonta lejos y no hay cómo reconstruir; si la sanción prevista para los incumplimientos individuales fuera de que decayeran completamente en sus derechos sociales, ello sería draconiano e injusto en tales casos, mientras que las sanciones graduadas dejan margen para ir reconduciendo las situaciones a relaciones menos frustrantes para ambas partes;
  4. En muchos contratos se escalonan las situaciones de pérdida parcial de la eficacia del convenio (mora del deudor, apercibimiento por el acreedor, plazos de gracia, novación renegociada del contrato, subrogaciones); de manera similar --y por razones parecidas de finalidad del vínculo obligatario--, en el ligamen natural entre el individuo y la sociedad han de establecerse varias posibilidades de rescate o reintegración. Cada uno de nosotros puede incurrir en incumplimientos (y desde luego habría incurrido si las circunstancias hubieran sido otras); querríamos que se nos brindara una segunda ocasión, y quizá una tercera, una cuarta y una quinta, aunque en cada caso fuera exigiéndosenos alguna prenda adicional. Estamos más a gusto en una sociedad cuyo número de oportunidades sucesivas sea el de 70 veces 7 que en una de una sola oportunidad en la que nos juguemos el todo por el todo. La justicia requiere también algo que es en parte su contrario: la clemencia. Una sociedad implacablemente justa no es justa.

Esos cuatro factores reducen enormemente el papel social de la responsabilidad, amortiguando el carácter sinalagmático o bilateral del ligamen social y, por lo tanto, la condicionalidad del disfrute del derecho positivo a participar en el bien común respecto al cumplimiento de la obligación de contribuir a ese mismo bien común. Introducen en la obligación de la sociedad de atender a las necesidades de sus miembros un cierto elemento de gratuidad (y no de gratitud), de compasión, de filantropía.

Hay que preguntarse si, como contrapartida, también el individuo tiene que ser tolerante respecto al trato que reciba de la sociedad.

Una sociedad madrastra que dé un trato injusto a uno de sus miembros no merece, automáticamente, una hostilidad ilimitada de ese miembro que lo autorice a actuar anárquicamente y con total desprecio al ordenamiento jurídico.

Sin embargo, en los casos más extremos de injusticia --enormemente graves y persistentes-- cesan las obligaciones sociales del individuo que la sufre. ¿Quién va a sostener que tenga que seguir ligado a la sociedad por obligaciones de ningún tipo un esclavo fugitivo recapturado al que --en castigo por su fallida fuga-- se ha cortado una pierna o un brazo? En una situación así sólo vale el derecho a rebelarse, el derecho de guerra, y de una guerra sin derecho; sólo el ius ad bellum sin el ius in bello. Al menos con relación a los miembros libres de esa sociedad, tal esclavo no está sujeto a ninguna obligación, porque la sociedad ha decaído en sus derechos respecto de él.

En la mayoría de los casos reales la sociedad es medio-madre medio-madrastra --unas veces más lo uno, otras más lo otro; a tenor de ello, el individuo sólo viene obligado a un cumplimiento proporcionado de sus propias obligaciones; también el individuo tiene el deber de ser paciente, o sea: de otorgar a la sociedad un número de oportunidades consecutivas, en lugar de saltar inmediatamente a conclusiones extremas que justificarían una conducta anárquica.

Ahora bien, las sucesivas injusticias que vaya padeciendo sí irán entrañando una progresiva licitud de escatimar correlativamente su esfuerzo en pro del bien común.

No estoy hablando aquí del derecho de resistencia colectiva a la autoridad. Ésta sólo cabe reconocerla en casos extremos en los cuales concurren 4 condiciones, o al menos varias de ellas: (1) el gobernante ha usurpado el mando social; (2) actúa duradera y sistemáticamente de modo perjudicial para la gran masa de la población; (3) se enfrenta a un amplio rechazo popular; y (4) hay perspectivas razonables de que la resistencia no conduzca a males peores.

Aquí estoy hablando sólo de la resistencia individual, de la legítima sustracción a la obediencia al ordenamiento jurídico en virtud de injusticias graves y duraderas que uno sufre; y aun esa resistencia la condiciono a reglas de graduación (o escalonamiento), proporción y resignación; mas la resignación ha de tener también sus límites.


§28.-- El derecho a una mejora del nivel de vidaNOTA116

Hemos visto que el fundamento del derecho positivo a participar en el bien común es el ligamen natural entre individuo y sociedad que regula las obligaciones mutuas, en una relación sinalagmática. Surge inmediatamente el problema de saber si ese bien común es estático o dinámico.

El derecho a beneficiarse del bien común sería estático si hubiera un quantum de tal bien al que tuviera derecho el individuo, cualesquiera que fueran las condiciones productivas y económicas. Si eso fuera así recaeríamos en una de las consecuencias deplorables de la fundamentación egológica de los derechos de bienestar. No queríamos adjudicar rígidamente al individuo un título inherente e innato a un sustento y a un cobijo al margen de su pertenencia social y del vínculo que lo liga con la colectividad.

No queríamos hacerlo por dos razones: (1ª) veíamos en ese vínculo la base tanto de ese derecho del individuo cuanto de sus obligaciones sociales; (2ª) queríamos ensanchar esos derechos de bienestar y ligarlos a la riqueza colectiva y a las variables condiciones histórico-sociales, de suerte que pudieran irse extendiendo con múltiples componentes a medida que aumenten las posibilidades sociales y también se amplíen las demandas de bienestar individual, de suerte que se vayan desglosando sucesivamente los derechos a la salud, al trabajo, a la movilidad, a la distracción, a la cultura, a la información, a la comodidad, a espacios públicos amenos y limpios.

Si ahora postuláramos un quantum de bien común al cual tendríamos rígidamente derecho (a eso y nada más), recaeríamos en un inconveniente similar al que queríamos evitar.

Otro modo en el que el derecho positivo a participar en el bien común podría ser [cuasi]estático sería un simple título individual a participar en una cuota proporcional del bien común que haya. Si eso fuera así, el quantum de aquello a lo que tendríamos derecho vendría determinado por la cantidad del bien común existente.

De ahí podría seguirse un resultado para el individuo incluso mucho peor que lo que se derivaba de la fundamentación egológica. En ésta al menos quedaban inflexiblemente consagradas unas reclamaciones básicas (sustento y cobijo), al paso que esta relativización a la cantidad de bien común existente en cada situación histórico-social no augura en absoluto ni siquiera la satisfacción de esas dos reclamaciones elementales.

Ha habido sociedades (casi todas) que no podían salvar del hambre a todos sus miembros. Y todavía hoy la riqueza social colectiva de la humanidad no podría dar cobijo a todos (ni menos aún una vivienda de las que llamamos `dignas'). Para satisfacer esa necesidad tan básica tiene que aumentar muchísimo la riqueza social. Tampoco iríamos muy lejos en procurar buena y cómoda asistencia sanitaria, movilidad, cultura, distracción e información aun con el más equitativo reparto de la riqueza hoy disponible (no hablemos ya de la de siglos pasados).

Fundar en un ligamen sinalagmático los derechos de bienestar ha de servir al bien del hombre, no a su mal. Todas nuestras conceptualizaciones filosófico-jurídicas han de servir a ese fin, o carecen de sentido. No podemos abrazar una concepción del fundamento de los derechos de bienestar que nos conduzca a abjurar de los derechos al trabajo, a la movilidad, a la vivienda, a la asistencia sanitaria, a los espacios públicos amenos y limpios, a la cultura y a la comodidad.

Eso me lleva a --rechazando absolutamente la concepción estática del derecho a participar en el bien común-- adoptar sin reservas la concepción dinámica. El derecho a tal participación conlleva uno a que se incremente ese mismo bien común; comporta un derecho a que la sociedad prospere para que uno mismo pueda prosperar. Por lo cual conlleva un derecho a que la sociedad esté organizada de manera favorable a tal prosperidad, y a que se supriman las barreras al crecimiento económico.

El derecho positivo del individuo es un derecho a vivir bien; pero también es un derecho a mejorar de nivel de vida, y, en consecuencia, un derecho a que la sociedad posibilite esa mejora mediante un incremento de la riqueza colectiva (así como mediante un reparto más equitativo de la misma).

Tiene, pues, el individuo no sólo el derecho a prosperar, sino también el derecho a que prospere la sociedad. El miembro de la sociedad, que contribuye (o debe contribuir) a la riqueza pública, tiene también un derecho a exigir que se incremente esa riqueza, que se desarrollen las fuerzas productivas, que haya crecimiento económico, que haya inventos, que se implementen mejoras técnicas, y que así se disponga colectivamente de más recursos para atender las crecientes demandas sociales.

El individuo tiene derecho a reclamar un dinamismo de la sociedad a la que pertenece y para cuyo bienestar colectivo está obligado a cooperar.

Es ilustrativa la analogía con un contrato de adhesión a una compañía civil o mercantil por el cual se establecen unos derechos y obligaciones de cada socio para con el colectivo y recíprocamente. Está implícita la obligación de la compañía o asociación así formada a prosperar para beneficiar al socio que aporta su cuota; y de ahí que el socio esté autorizado a impugnar la mala gestión de los administradores cuya conducta directiva no sea conducente a ese incremento de la prosperidad societaria. No basta con que se entregue al socio la participación en beneficios estatutariamente acordada, sino que la legítima reclamación de cada socio --y de cualquier grupo de socios-- va enderezada también a que se obtengan ganancias, o sea: a que se procure una mayor riqueza colectiva.

Exactamente igual pasa con la relación entre el individuo y la sociedad en su conjunto. La sociedad tiene, y está obligada a tener, ánimo de lucro.

Esta consideración nos hace retomar un viejo tema de Marx, que ha sido enteramente olvidado u omitido por los marxistas actuales (sean éstos muchos o pocos) --y que paradójicamente sólo persiste en círculos de opinión social ajenos y hostiles a esa tradición--, a saber: el imperativo del crecimiento de las fuerzas productivas.

Para Marx ese crecimiento era una ley objetiva, espontánea e inexorable del ser humano, que se cumple venciendo todos los obstáculos; la dinámica histórica estribaría en que ese proceso de crecimiento hace surgir unas relaciones de producción como medio y forma adecuados para --al sobrevenir una colisión entre ese complejo de relaciones de producción y la exigencia de ulterior desarrollo de las fuerzas productivas-- imponer, por una vía u otra, un reemplazo de tal plexo de relaciones por otro mejor adaptado a las nuevas necesidades productivas.NOTA117

No es mi intención asumir toda esa doctrina, a pesar de sus virtudes explicativas y de la belleza de ese modelo épico de la historia humana. De todo eso sólo tomo (al menos aquí y ahora) un único elemento doctrinal, y aun ése de otro modo, a saber: que ha de verse con buenos ojos el crecimiento de las fuerzas productivas; que ese crecimiento, no sólo ha de mirarse como algo progresivo y deseable, sino también como una meta de cualquier sociedad humana.

Mas incluso en eso hay una diferencia esencial entre el planteamiento de Marx y el aquí sustentado: aquí sólo estamos proponiendo ese crecimiento como una tarea vinculante, un deber jurídico al que la sociedad se compromete por el ligamen sinalagmático con cada uno de sus miembros. Está implícito en el lazo social ese deber de los administradores de la cosa pública de procurar un incremento de la riqueza colectiva.

También coincide mi planteamiento con el de Marx en sostener, consiguientemente, que no basta --para alcanzar la justicia social-- un mero reparto de la riqueza existente, por muy equitativo que sea (ni, como Marx prefería decir, un cambio en las relaciones de producción, cuyo trasunto jurídico serían las relaciones de propiedad); sino que es menester un aumento de esa riqueza.

El producto bruto del planeta dividido por los casi seis mil quinientos millones de seres humanos vivos no daría para mucho (aunque sí para algo). Frente a los programas sociales de mera redistribución, fue un avance del marxismo proclamar que el nuevo orden político-social que él auguraba habría de encargarse también de favorecer más y mejor el ulterior desarrollo de las fuerzas productivas.

Para Marx ello sería posible porque el capitalismo ya había llegado a ser un freno a ese desarrollo (aunque no estén exentas de oscuridad las explicaciones económicas de cómo y por qué se generaba ese efecto de freno). Podemos pensar que --cualesquiera que sean los otros aciertos o desaciertos de su teoría económica-- llevaba razón si es que creía (lo cual es hermenéuticamente dudoso) que, al restringir la ampliación del consumo (por el interés de cada capitalista a pagar un salario lo más bajo posible), el sistema actual se obstaculiza a sí mismo, causando un estrangulamiento del propio mercado; con la paradójica consecuencia de que un sistema en el que el mercado es rey desemboca en que ese mismo mercado queda embotellado: las mercancías no se venden.

Si es correcta esa hipótesis, entonces es tarea de los gobernantes promover una modificación de las relaciones de producción (del régimen de propiedad de los bienes productivos) que supere esos escollos y permita un mayor crecimiento de la producción. Si no es correcta la hipótesis, los gobernantes tienen la obligación de promover el crecimiento económico --en el marco de las actuales relaciones de producción, que presuntamente no lo obstaculizarían--.

En uno u otro caso promover ese crecimiento es una de las tareas cuyo desempeño asumen, en nombre de la sociedad, al empuñar el timón, ya que es un deber de la sociedad en su conjunto con respecto a cada uno de sus miembros y, por ende, una legítima reivindicación de cada individuo. En qué se haya de traducir esa tarea genérica dependerá de las condiciones económico-sociales y del conocimiento de las mismas.

Así pues, el derecho positivo a participar en el bien común de la sociedad es un derecho no sólo a que haya una participación equitativa en ese bien, que uno reciba, sino igualmente a que el propio bien común exista y se incremente de manera que puedan satisfacerse crecientemente las necesidades sociales, incluidas las necesidades humanas que hemos enumerado y que son sendas facetas del vivir humano: comer, beber, trabajar, morar, cuidar la salud, desplazarse, saber, distraerse, disfrutar de comodidades. Y, en la medida de lo posible, de manera incremental, no estática. Un derecho a prosperar.

El derecho a participar en el bien común es, pues, un derecho cuyo contenido es una doble cuantificación existencial: un derecho a, en la medida en que haya bien común, recibir una participación equitativa del mismo, y a que exista y se incremente ese mismo bien para que se satisfagan mejor las necesidades de todos y cada uno.NOTA118

Cuando, y en la medida en que, las autoridades no ponen bastante de su parte para que así suceda, la sociedad (como un todo que es, como una persona jurídica) incumple sus deberes sociales para con cada uno de los individuos que la componen, disminuyendo correlativamente el grado de obligación que tienen éstos de contribuir al bien común, y desencadenando así una cadena de desintegración social.

Y es que el hombre es, por naturaleza, un ser social (igual que sucede con muchas otras especies), siendo esa socialidad innata un rasgo con el que nos ha dotado la Madre Naturaleza para nuestro bien, para nuestro progreso y bienestar. En la medida en que nuestra socialidad no sirva a ese bien, disminuye o cesa nuestra innata propensión a la misma, nuestra congénita tendencia a contribuir a la cohesión social. La naturaleza nos ha dotado también de la capacidad de desligarnos, de desvincularnos, de resistir.


§29.-- Pluralidad y conflictividad de los derechos

Los derechos de bienestar son variables en su enumeración, en su detalle y, todavía más, en su configuración de unas fases históricas a otras, según las condiciones económico-sociales y culturales. Pero su fundamento es único, universal y perpetuo: es el derecho del individuo a participar en el bien común de la sociedad como contrapartida de su obligación de contribuir a ese bien común, lo uno o lo otro mutuamente condicionados.

Mas ese único fundamento no excluye el surgimiento de conflictos. La vida real del ordenamiento jurídico es contradictoria, como contradictorio es el mundo de los valores en general. Un valor tiene a menudo exigencias que obstaculizan la consecución de otro valor. Un deber choca con otro deber. El disfrute de un derecho colisiona con el de otro derecho.NOTA119

Esa conflictividad normativa no acarrearía, sin embargo, contradicciones propiamente dichas si cada valor, o cada norma, ejerciera su vigencia sin interferir en la de otros valores u otras normas. No es así. Hay un ordenamiento normativo. Así pues, tiene que haber leyes que vinculen la vigencia de unas normas con la de otras.

Hay, a este respecto, dos leyes de lógica jurídica que proponemos: la de la causa ilícita y la de no impedimento.NOTA120

La primera determina que es ilícito lo que causa un efecto ilícito. La segunda --como ya sabemos-- prohíbe lo que impida el ejercicio de un derecho ajeno.NOTA121

Con esas dos leyes, la existencia de deberes en mutuo conflicto entraña la de contradicciones verdaderas en el ordenamiento jurídico.

Así, supongamos que del derecho de cada individuo a participar en el bien común social se siguen miles de derechos distribuidos de los diferentes individuos a la alimentación, a la vivienda, al cuidado sanitario, a medios de movilidad, a la educación, pero que no hay recursos para todo ello. Que las autoridades manden (valiéndose además de los medios de coerción públicos) que se destinen recursos a tales necesidades coarta la satisfacción de las otras necesidades. Luego ese coartamiento estará prohibido (por el principio de no impedimento). Y como vendrá causado por haber atendido a las otras necesidades, esa atención será ilícita (por el principio de la causa ilícita). Una misma acción (atender a las necesidades que se han escogido como prioritarias, con razón o sin ella) será, a la vez, ilícita y lícita (lícita puesto que a eso tienen derecho sus eventuales beneficiarios, en virtud de su derecho a participar del derecho común en esa faceta).

La dificultad puede resolverse de varios modos. Uno sería el de limitar cada uno de los derechos en la medida de las disponibilidades de recursos. No cabe duda de que es un modo verosímil y desde luego razonable. Pero llevado al extremo puede convertir en retórico el reconocimiento de los derechos de bienestar. Además, si (para simplificar) hay recursos para A y para B, pero no para ambos, y el derecho a A se da sólo hasta donde alcancen los recursos, idem para B, entonces la decisión de atender a A no se basa en ese derecho; por esta vía desembocamos en la situación del asno de Buridán, y las autoridades no decidirán, o, si deciden, no lo harán para cumplir una obligación (la de permitir el disfrute de un derecho).

Sin excluir del todo esa vía, parece mejor seguir otra, que es el reconocimiento de la contradicción. Fue un error lógico creer que la lógica en general impide la existencia de contradicciones verdaderas. Hay lógicas de lo contradictorio como de lo no contradictorio.NOTA122 Hay lógicas de la gradualidad que admiten la existencia de cosas grandes y pequeñas, claras y oscuras, húmedas y secas. Igualmente puede haber comportamientos lícitos e ilícitos. Unos de ellos serán más lícitos, otros más ilícitos.

Está claro que, cualquiera que sea el nivel de riqueza y abundancia de una sociedad, siempre hay escasez y siempre la habrá. Si se dedican más recursos a buenas viviendas, menos quedarán para movilidad, o para distracción, o para cultura, o para sanidad, o para espacios públicos atractivos; y dentro del cuidado a la salud, una vez fijado un presupuesto, si se dedican más recursos a la oncología, menos a las enfermedades raras. Y según avanza la técnica, surgen nuevos problemas, aparecen nuevas enfermedades, nuevos problemas medio-ambientales, nuevas necesidades (aunque en el fondo no sean sino derivaciones de las de siempre porque el ser humano no varía).

Por otro lado, la colisión se produce también entre los diversos deberes positivos, o sea los de coadyuvar al bien común. Nuestro tiempo es finito, y finita es nuestra capacidad intelectual e incluso afectiva. No podemos en el mismo momento estar trabajando, participando en los debates públicos, ocupándonos de los nuestros. Si participamos en la vida asociativa en unas cosas, no nos quedará ya tiempo para hacerlo en otras (ni con qué pagar las cuotas societarias).

Está claro que hay que cumplir la obligación positiva de contribuir al bien común (sin cuyo cumplimiento ese bien se deteriora y la sociedad no posibilitará el disfrute de los derechos de bienestar). Hay que hacerlo porque no haciéndolo se impide ese disfrute (y porque, en cualquier caso, así lo exige el ligamen sinalagmático individuo/sociedad). Pero contribuyendo más en unas cosas contribuiremos menos en otras. Hay muchos grados de cumplimiento (de cumplimiento general, habida cuenta de todas las diferentes contribuciones). Unos cumplen más con ese deber, otros menos, nadie cumple (ni puede cumplir) de manera total y absoluta. La exigencia social no es la de que se cumpla totalmente ese deber, sino que se cumpla a secas

No podemos aquí resolver los problemas concretos que surgen en la aplicación de esas líneas generales de razonamiento jurídico. Baste con lo dicho y con alertar a cualesquiera decisores públicos eventuales de que habrán de enfrentarse a dificultades así, a situaciones en las que, hagan lo que hagan, aun cumpliendo un deber, estarán también violando algún derecho.NOTA123 Unas veces habrá indicios razonables que permitan saber cuál de las opciones es menos mala; otras veces, no: ya sea porque en unos aspectos sea mejor la una y en otros la otra (orden no lineal) --sin que quepa ningún criterio objetivo para hacer un balance habida cuenta de todo--; ya sea porque no se tenga un conocimiento suficiente para poder saber cuál opción es preferible.


§30.-- Libertad y derechos de bienestar

Si, por lo tanto, surgen contradicciones entre las diversas reivindicaciones legítimas de los diversos miembros de la sociedad (y hasta posiblemente entre dos reclamaciones válidas de un mismo individuo) y si los decisores públicos no siempre pueden optar guiándose por criterios racionales, aún más claro es que se dan también otras contradicciones normativas que afectan al disfrute de los derechos de bienestar y que lo oponen a otro valor muy distinto, y no subordinado: la libertad.

De manera general podemos agrupar a los derechos del hombre en dos grandes clases: derechos de libertad y derechos de bienestar. Los derechos de libertad, o derechos de libre opción, comportan tanto el derecho al sí como el derecho al no, el derecho a escoger el contenido de que se trate y el derecho a no escogerlo. Los derechos de bienestar son derechos en los que no se da esa dualidad optativa.

Los derechos de libertad reúnen dos requisitos:

  1. La contrapartida para los demás es principalmente un deber de mera abstención, tanto en el caso de una opción como en el de la otra; por lo cual no se está demandando a los demás nada positivo,NOTA124 y, a cambio, el titular de la opción no debe, en ese concepto, nada a los auxiliadores ajenos, por lo cual la opción es cosa suya;
  2. El ejercicio de esa opción pertenece a un ámbito exclusivamente individual, a la esfera de lo que la sociedad no regula o no debería regular, sino que ha de ser del resorte y dominio particular de cada uno.

Hay una regla de lógica jurídica que es la presunción de libertad: hasta donde no se pruebe que una acción está prohibida, ha de presumirse lícita. De ahí que, hasta donde no haya normas que marquen como obligatoria o prohibida una opción, ésta ha de reputarse perteneciente al ámbito de la libertad individual, del dominio preservado de aquello en lo que un miembro de la sociedad tiene campo abierto a su elección personal.

Por el contrario, un derecho de bienestar siempre comporta como contrapartida algún deber ajeno de auxilio o prestación. Así no queda en la esfera individual. Si, siendo titulares de un derecho de bienestar, por el mero hecho de serlo, estamos obligando a una colaboración ajena, sería absurdo que luego pudiéramos optar arbitrariamente por hacer estéril ese esfuerzo ajeno. Los derechos de bienestar no son de libre disposición del individuo. Su disfrute es obligatorio. Un derecho de bienestar es un derecho-deber.

Por eso, no hay derecho a la enfermedad, ni a carecer de domicilio, ni a vivir sin trabajar, ni a la ignorancia, ni al sufrimiento, ni a pasar hambre.NOTA125 Es variable (y a menudo escasa) la exigibilidad del deber de procurarse uno sustento, morada, empleo, cuidado médico.NOTA126 Pero una sociedad en la que exista un principio de solidaridad no puede consentir que sea absolutamente lícita la decisión de un individuo cualquiera de dejarse contagiar porque le da la gana, o de ser lisiado, o de vivir en el ocio, o de carecer de morada. Desde luego ya la opción encerraría su propia sanción, mas en cualquier caso el ordenamiento jurídico no ampara como lícitas esas opciones (que siempre acarrearán daño indirecto para la colectividad), ni tiene derecho a ampararlas porque la sociedad está obligada a atender esas necesidades y el beneficiario no está autorizado a malgastar esa ayuda.

Si los derechos de bienestar afectan a facetas de la vida, no afectan a la vida misma. A diferencia del bienestar, o de la calidad de vida, que no son facultativos, la vida misma sí lo es. Es el bien de libertad por antonomasia.

A salvo del cumplimiento de sus otras obligaciones y deudas, el individuo es libre de vivir o no vivir, de hacer lo que quiera. Esa libertad puede tener un límite en los deberes para con uno mismo (deberes del yo presente para con el yo futuro), mas ese límite tiene un límite; tales deberes para con uno mismo sólo pueden prevalecer en casos más bien excepcionales, donde sea palmaria e indiscutible una obcecación transitoria.

Así existe un derecho a morir, sin que haya un derecho a la enfermedad ni al desempleo ni a carecer de techo ni a vivir en la miseria. Hay derecho a la felicidad y no hay derecho a la desgracia (al paso que hay derecho a la vida y derecho a la muerte).

Pues bien, está claro que los derechos de libertad pueden colisionar con derechos positivos o de bienestar. Así, p.ej., supongamos una calamidad pública en la que para preservar el bienestar de muchos se demanda una colaboración de todos en tareas de salvamento. Esa obligación restringe el ámbito de la libertad. Mientras no surgió la emergencia alguien podía decidir pasar ese tiempo en la playa, pero, al producirse el siniestro o la amenaza del mismo, se ve compelido a colaborar en la labor común (que puede ser de extinción de incendios, de aportación de víveres, de limpieza de vías públicas etc).

Es más, hasta el derecho a vivir o no vivir puede colisionar con esos deberes de solidaridad dimanantes de los derechos positivos ajenos. El derecho a disponer de la propia vida es limitado, p.ej., en el caso de un padre o una madre que tengan la obligación de nutrir, cobijar y educar a sus hijos (séanlo por filiación natural o legal).

Menos dramático es cómo puede afectar la colisión al derecho del empresario a emprender o no emprender; del fabricante (de pan, de ropa interior, de medicamentos o de lo que sea) a fabricar o no; del farmacéutico a despachar remedios o no; del constructor a edificar viviendas o no; y así sucesivamente.

En una sociedad con propiedad privada --y en tanto en cuanto la haya-- en principio el propietario es libre de determinar qué hace o no hace con su propiedad; pero esa libertad está limitada por sus obligaciones sociales y profesionales. La propiedad tiene (en España constitucionalmente) una función social, que hace ilícita la propiedad puramente especulativa, el dejar los bienes baldíos cuando se puedan destinar a fines productivos y de utilidad social.

Cuando un propietario ha asumido una línea empresarial, queda obligado a ofrecer unos bienes o servicios, gane mucho o gane poco, al menos en tanto en cuanto esa oferta sea de utilidad a un número de consumidores y no haya alternativas accesibles de su competencia. No es lícito que una firma que haya monopolizado la fabricación de ciertos fármacos interrumpa su producción para invertir en un negocio más rentable.

Y cuando el propietario no ha emprendido nada, tiene obligación de haberlo hecho; derivadamente, tiene el deber de emprender, de no seguir desperdiciando sus recursos; similarmente el propietario de bienes intelectuales también tiene obligación de usarlos en provecho ajeno, aunque no altruistamente (o sea: no privándose de beneficio propio).

Está clara la prioridad del derecho positivo frente al de libertad en casos así; mas eso no quita para que efectivamente el propietario tenga algún grado de derecho a optar libremente (en el supuesto de que estemos en un régimen de propiedad privada).

En otros casos es más difícil determinar qué derecho es prioritario; p.ej. tenemos la libertad de expresión, que abarca la de decir y la de no decir; el derecho de un empresario de medios de comunicación a no informar de un tema puede chocar con el derecho positivo del público a estar informado acerca de ese tema. Seguramente la prevalencia de uno u otro derecho dependerá de cuál sea el tema, de qué otros medios de comunicación haya y qué información alternativa ofrezcan, y de otras circunstancias.

También pueden entrar en conflicto con los derechos de bienestar otros derechos de libertad, como el de reunión. El derecho de mucha gente a la movilidad o a disfrutar de espacios públicos cómodos puede colisionar con el derecho de diversos grupos de manifestantes a usar, día tras día, las vías y los espacios públicos para plantear sus respectivas demandas o exteriorizar sus protestas.NOTA127

No puede enunciarse una regla simple al respecto. El principio de la no-subordinación del valor libertad no puede significar que cualquier pretensión derivada de la libertad haya de prevalecer siempre frente a cualquier derecho positivo.

Mas lo que quiero recalcar es que, aun cuando uno de los dos prevalezca, el otro no viene anulado, sino que, vencido en la carrera a la prevalencia, persiste con su título de derecho genuino y legítimo; y que la decisión que se tome, aunque sea --habida cuenta de todo-- la más correcta (por ser el mal menor), no por ello será totalmente correcta, porque no dejará de --en alguna medida-- estar conculcándose algún valor, algún derecho.


§31.-- La sociedad; ¿qué sociedad?

¿De qué sociedad hemos estado hablando? ¿De la sociedad humana planetaria, de la sociedad municipal, de la nacional-estatal o de alguna otra?

En la medida de lo posible (y con unas limitaciones que en seguida voy a señalar) preferiría que mi presente indagación permaneciera neutral con respecto a esas cuestiones, prescindiendo de problemas como el de qué poder político exista o haya de existir, en qué ámbito geográfico, bajo qué condiciones, con qué configuración constitucional.

No son, ciertamente, cuestiones baladíes ni irrelevantes para determinar la naturaleza del vínculo social. Nadie pretenderá que la sociedad estatal-nacional está equiparada a la municipal en lo tocante a las tareas de bien común que puede asumir ni, por ende, a las exigencias a que legítimamente puede someter al individuo en contrapartida.

Sin embargo, ganamos en generalidad haciendo abstracción de esos problemas, al menos en cierta medida. La abstracción tiene algo de ficción, en tanto en cuanto el marco preponderante es el nacional-estatal, por su mayor peso histórico, económico y cultural, como precipitado de una decantación y evolución milenaria, de la tradición y de otros factores.

Y hoy quizá, sobre todo, porque --incluso en los estados de capitalismo individualista más acerbo y radical, como los EE.UU-- entre el 40 y el 80 por ciento del PIBNOTA128 de un país viene manejado por el aparato estatal y el sector público del estado nacional (incluidos los establecimientos públicos anejos al mismo). En cambio, son modestas las sumas manejadas por otras sociedades --sea por abajo, como los municipios; sea por arriba (como la sociedad planetaria, a través de la ONU, OMC, FMI etc; o los espacios de integración plurinacionales: unión europea, Commonwealth, etc).

A pesar de ello, hay diversas razones por las cuales los derechos y los deberes positivos transcienden el marco nacional-estatal y alcanzan el del planeta. Resumidamente son las cuatro siguientes:

  1. Hay una comunidad terráquea, una especie de república universal, ya que ninguna sociedad territorialmente delimitada está separada de las demás ni es autárquica. Esa comunidad humana tiene un bien común, al cual todos han de contribuir (en la medida de sus capacidades) y del cual, por consiguiente, todos tienen derecho de beneficiarse. Y eso es hoy más verdad que nunca.
  2. La comunidad no puede ser sólo intra-generacional o sincrónica, sino también diacrónica. No se puede dar un corte; no se puede zanjar que la comunidad pertinente es la de las 3 de la tarde GMT del 1 de agosto del 2006; será la de un lapso; en ese lapso unos nacen y otros mueren; cualquier tajazo es arbitrario; luego en todas las cosas humanas hay una diacronía, una imbricación de lo en parte pasado, en parte futuro. Las generaciones de hace mil años ya cuentan mucho menos, pero las de hace un siglo cuentan mucho. La comunidad se proyecta en parte hacia el pasado, al menos el reciente, porque ninguna sociedad vive en el instante. Mas, siendo así, al determinar los derechos y las obligaciones de los individuos colocados bajo la soberanía de un poder político con relación a la sociedad que forman han de tomarse en consideración también las vicisitudes de las generaciones recientes: secesiones, dominaciones coloniales, agresiones. Los ex-colonizadores no pueden fingir que no ha habido subyugación colonial.NOTA129
  3. Igualmente hay que tener una proyección hacia un futuro en el que todas las fronteras se harán obsoletas e ir pensando ya en la Humanidad como cuerpo político.
  4. Hay riquezas y recursos que son globales y patrimonio común de la humanidad: el océano, sus fondos, un continente entero (la Antártida), el espacio, el Planeta Tierra como un todo; y son recursos compartidos finitos la atmósfera y el ecosistema terráqueo, llamados a ser cada día más esenciales en la planificación productiva y en las pautas distributivas.

A salvo de esas limitaciones, dejo para otro lugar el juego de la solidaridad fraternal humana;NOTA130 solidaridad que allanaría el camino al tratamiento de los derechos y deberes positivos como derechos globales del ser humano.

Así pues, de manera prevalente, mi estudio actual se centra en el marco estatal-nacional como el más adecuado para precisar el deber de colaborar al bien común y el derecho a participar en él.


§32.-- Titulares de los derechos de bienestar: ¿Individuos o familias?

Ahora nos incumbe estudiar quiénes pueden, a título de componentes de la sociedad, venir considerados como miembros de la misma, con los derechos y las obligaciones que comporta el vínculo social. ¿Quiénes, pues, son beneficiarios legítimos de la reivindicación de participar en el bien común y, concomitantemente, sujetos obligados a contribuir al bien social?

Hemos hablado de los miembros de la sociedad como los titulares de los derechos fundamentales de bienestar. Hasta aquí no he considerado como miembros de la sociedad más que a las personas humanas físicas; no a las personas jurídicas --los colectivos--.

Sin embargo, sí habría que incluir a algunas de esas personas colectivas, como las familias y los matrimonios. El ser humano suele venir al mundo e incorporarse a la sociedad en su crecimiento, a través de sus etapas de niñez y adolescencia, como miembro de un hogar, que es la célula social, la unidad colectiva de consumo y, por lo tanto, el demandante primario de participación en el bien común; al paso que el niño es, más que un demandante, un beneficiario indirecto de la satisfacción de esa demanda familiar.

Desde luego es posible que haya habido sociedades humanas sin estructura familiar, pero quien esto escribe no las ha encontrado en sus lecturas históricas y antropológicas. Tampoco vale como objeción la existencia de orfelinatos, porque son fenómenos patológicos que cualquier sociedad por mí conocida juzga como un mal menor.

Cuando, incorporado como miembro adulto de la sociedad, el individuo sale de su hogar materno, también lo normal (potestativo, desde luego) es que forme, con otro u otros, un nuevo hogar, una compañía familiar, típicamente bimembre y heterosexual (matrimonio o concubinato), a la que podrán sumarse --o no-- nuevas unidades por filiación genética o legal. Al llegar a ese punto, nuevamente se produce que la unidad económica es la nueva familia más que los individuos que la constituyen.NOTA131

Si el individuo es aspirante a un puesto de trabajo o solicitante de cuidados médicos, es, en cambio, la (nueva) familia la unidad de consumo de agua, víveres, vivienda, enseres y la mayor parte de los medios de vida.

Siendo ello así hay que lamentar el individualismo de los derechos humanos que ha recalcado sólo los individuales, desconociendo este factor antropológico fundamental, a saber: que la vida familiar es lo normal en nuestra especie. Esta consideración es decisiva en particular para algunos de los más importantes derechos de bienestar, como los derechos a la vivienda, a la movilidad, incluso a la atención sanitaria, al agua y al sustento, y a los servicios públicos en general, los cuales ganarían en venir planteados más como derechos colectivos de los hogares (de las unidades familiares) que como derechos estrictamente individuales.

Como contrapartida (pues ni por un momento hemos de descuidar el carácter sinalagmático del vínculo social), la contribución obligada al bien común ha de entenderse, a menudo, más como una aportación familiar que exclusivamente individual. Es verdad que hay obligaciones sólo asumibles por el individuo: la de trabajar, la de implicarse en una vida familiar y en una actividad social, la de coadyuvar a labores de socorro o defensa del territorio; y aun en algunas de ellas la familia puede aportar algo (al menos estímulo).

Mas la obligación de contribución a las cargas sociales (impuestos) recae, de hecho, esencialmente sobre las familias --tanto en los impuestos directos cuanto en los indirectos, e incluso en el pago de otros tributos, como las tasas--, aunque eso lo ocultan y disimulan las legislaciones fiscales al uso, ferozmente individualistas, que distorsionan gravemente la naturaleza de las auténticas relaciones tributarias (a salvo de reintroducir episódicamente la consideración familiar para esto o para aquello, cuando esa misma consideración es, de lege lata, absolutamente irrelevante en todo lo demás).

Creo, pues, que se ganaría mucho en verdad y en justicia reflejando la genuina relación sinalagmática como una relación triádica, en la cual el individuo no se suele relacionar con la sociedad aislado, sino como miembro de un colectivo familiar, de suerte que en algunos aspectos prevalece el nexo bilateral individuo/sociedad, en otros el nexo igualmente bilateral familia/sociedad, y en otros un nexo ternario.

No obstante --y a salvo de los párrafos que preceden-- he dejado ese enfoque fuera de mi presente investigación, que (para nuestros propósitos actuales) se ciñe al trillado sendero del tratamiento individualista.


§33.-- ¿Quiénes son miembros de la sociedad?

Plantéase el problema de si todos los habitantes del territorio son miembros de la sociedad, o no se van a considerar miembros aquellos que no pueden asumir las cargas concomitantes a los derechos de participación en el bien común. En un enfoque más orientado a la familia podría tal vez admitirse o disculparse esa exclusión de los inactivos (pues ellos recuperarían derechos y, en parte, deberes como miembros de una unidad familiar).

Habiendo optado por el tratamiento individualista, sería absolutamente discriminatorio y opuesto al principio de igualdad humana no reconocer el título de miembros integrantes de la sociedad a los niños, ancianos, enfermos graves o incapacitados, unos de manera transitoria y otros definitiva. Todos ellos son igualmente titulares del derecho de participar en el bien común y sujetos de la obligación de contribuir a ese bien común en la medida de sus posibilidades, que no son las mismas. Además, también los niños tienen la obligación de estudiar, la de acudir a centros escolares y comportarse en ellos disciplinadamente, la de respetar las reglas de convivencia.

De otro lado, en una sociedad donde de veras se tomaran en serio los derechos humanos, también los viejos tendrían el derecho de trabajar (siendo la discriminación por edad tan monstruosa como cualquier otro tratamiento inicuo, o incluso más que otros, porque victimiza y lesiona a los más vulnerables e indefensos).

Ningún habitante humano del territorio puede ser excluido de la condición de miembro de la sociedad por razones de edad o salud, o sea del grado de actividad social. No tiene sentido siquiera referirse a otros criterios discriminatorios (sexo, estatura, color de la piel, casta, ideología, etc).NOTA132

Surge sin embargo un difícil problema: determinar el límite a quo, el umbral que marca la titularidad de miembro de la sociedad: el problema de los no-nacidos, y el de los no-concebidos.

Tiene poco sentido decir qué obligaciones pesan sobre un recién nacido; tiene derechos pero somos renuentes a hablar de sus deberes; sin embargo, un niño de un año sí los tiene (es bueno cuando obedece las órdenes bondadosas de su madre). Uno de dos años más. Luego, como no se puede fijar corte alguno, decimos que todos tienen esos deberes en la medida en que vayan teniendo capacidad para entenderlos.

En el útero, no. El corte lo marca el parto. No porque el ser en gestación sea otro ser diverso del que luego vive desprendido del seno materno, sino porque ese paso sirve para establecer un corte natural, aunque sabemos perfectamente que la diferencia de un día en la existencia de un ser vivo no puede marcar una gran disparidad, ni siquiera cuando se interpone el parto.

En un enfoque más familiarista podríamos hablar de los derechos del hogar, que incluirían los del niño en gestación. Mas de nuevo no hay cómo trazar una raya entre un mero embrión, un zigoto, y un niño en gestación.

Nuestros ordenamientos jurídicos han resuelto, desde el derecho romano, tratar al nasciturus como una no-persona --aunque fijando obligaciones ajenas con relación a él--, a la vez que, cuando haya nacido, disfrutará retroactivamente de derechos desde su concepción (para aquello en que se beneficie, será tratado como si hubiera vivido). Puesto que, dígase o no, la titularidad de derechos fundamentales no es relativa sólo a la sociedad en su conjunto, sino a un hogar, se plantean así derechos retroactivos de pertenencia a la familia, o sea derechos de filiación.

La reproducción médicamente asistida ha acarreado un sinfín de dificultades: casos lícitos de interrupción voluntaria del embarazo; inseminación artificial; fecundación in vitro; embriones supernumerarios; gestación en útero prestado; y acaso en el futuro otras posibilidades, como la gestación artificial.

Con todo el interés de tan apasionantes cuestiones, han de quedar fuera de esta investigación. Soy consciente de esos problemas; y de que afectan a la cuestión que estoy tratando: la de los límites de la titularidad de miembro de la sociedad y participante legítimo del bien común. Para nuestros propósitos, nos atendremos a la solución tradicional: son miembros los nacidos; el nasciturus vendrá retroactivamente considerado miembro. El concepturus hoy no es miembro, ni es titular de derechos, aunque, por el carácter diacrónico de la sociedad, no hay corte alguno que pueda excluir a las nuevas generaciones.NOTA133


§34.-- ¿Son miembros de la sociedad los extranjeros?

Para evitar confusiones, he de aclarar que en esta investigación me sitúo en posición estrictamente neutral con relación a cualesquiera teorías sobre el poder político. A diferencia de las concepciones pactistas, que fundan la adquisición de derechos y deberes en el pacto político,NOTA134 nuestro enfoque postula un vínculo natural sinalagmático entre la sociedad y el individuo que viene al mundo y se va incorporando a ella al crecer; vínculo sólo analógicamente comparable a una relación contractual. Ese vínculo es independiente del pacto político por el que se establezca un régimen de dominación u otro, y de cualesquiera derechos y deberes de índole estrictamente política (salvo que el vínculo social implica la obligación de respetar el ordenamiento jurídico existente).

De ahí que sea irrelevante para nuestros propósitos la posesión o no por los extranjeros de derechos similares a los de ciudadanía en estados modernos. Los deberes de contribución al bien común no son derechos de ciudadanía, salvo el de participar en los debates públicos, obligación limitada para quienes carezcan de derechos políticos, pero que siempre abarca temas sociales, medio-ambientales, vecinales, u otros en los que cuente la opinión de todos.

Pues bien, hay que decir que la condición de miembro de la sociedad se puede adquirir de dos modos: por nacimiento y por inmigración. Todas las sociedades humanas, desde que el mundo es mundo, han tenido unos miembros natos y otros adventicios o incorporados, siendo así probablemente desde las tribus del Paleolítico.

Un extranjero que viene a una sociedad pasa a ser un miembro más de la misma (sean cuales fueren sus derechos políticos). Eso sí, hay que distinguir. La condición de miembro no se adquiere súbitamente el primer día, en el momento de llegar, sino que se va adquiriendo paulatinamente a medida que se va haciendo efectiva la incorporación. Puesto que en tales casos, la asunción del vínculo social es voluntaria y no forzada (como en el de los que se incorporan por nacimiento), esa voluntad habrá de irse afianzando, confirmando y patentizando a través de hechos, para que no sea (ni pueda parecer) una simple veleidad ocasional y efímera.

La titularidad de miembro de la sociedad comporta unos deberes y unos derechos (correlativos entre sí) que determinan una razonable expectativa social de aportación individual y, en contrapartida, una ayuda social para la prosperidad del individuo, ayuda que tiene el carácter de una inversión que al individuo no le es lícito malgastar o desaprovechar. De ahí que un recién llegado tenga que esperar e ir confirmando poco a poco su voluntad de permanencia en el territorio y su libre y voluntaria asunción del vínculo social inherente a su nueva titularidad de miembro de la sociedad a la que ha acudido.

Así pues, con relación a los extranjeros hay que descartar la dicotomía todo/nada a favor de una adquisición graduada, paulatina, escalonada de la titularidad de miembro de la sociedad.NOTA135 Cuando se ha probado y corroborado con hechos la firme voluntad de incorporación permanente, sería injustamente discriminatorio excluir al extranjero del pleno disfrute de la titularidad de miembro de la sociedad. Sería también injusto no otorgar al recién llegado motivos y oportunidades para ir formando esa voluntad y para demostrarla en la praxis. Pero otorgar tales oportunidades es una cosa; equiparar inmediatamente sería otra muy distinta.

Se plantea un problema inverso con relación a los emigrantes. El que viaja no por ello pierde la titularidad de miembro de una sociedad de la que está momentáneamente ausente. Ni el que pasa una larga temporada fuera de su país por la razón que sea.

Es más problemático seguir considerando miembro de una sociedad al que se alejó de ella y se ha radicado definitivamente en otro territorio, siendo miembro integrante de otra sociedad que es aquella con respecto a la cual está ahora ligado por deberes y derechos. Sin duda habrá un período de transición en el que la situación no se haya decantado del todo. Más allá de ese lapso, la decisión de una sociedad de seguir considerando miembros de la misma a los emigrantes será una decisión perfectamente comprensible, y en algunos casos tal vez justa, pero no es un corolario que se siga de los principios que estamos sentando.

Al revés, puede resultar incluso en muchos casos equivalente a un privilegio. Imaginemos un australiano, que no hable español ni haya estado en España, mas ostente la nacionalidad española porque uno de sus padres era español. ¿Es normal reconocerle todos los derechos económico-sociales de un australiano y todos los de un español? ¿No va ello en perjuicio de otros intereses legítimos?

Seguramente en la práctica tales dilemas se plantean poco; cuando se plantean suele haber motivos de compasión y de fraternidad a favor de una presunción de validez del reconocimiento de derechos. También es verdad que cualquier corte sería arbitrario, porque hay situaciones muy dispares. Sin embargo, no deja de suscitar una dificultad el principio mismo de la pertenencia simultánea a varias comunidades estatales. Soy consciente de lo difícil de implementar una política de pérdida paulatina de la titularidad de miembro de una sociedad en la medida en que el individuo, o sus descendientes en tierra extraña, estén mejor incorporados a la sociedad de destino; pero probablemente ésa sería la única solución justa.


§35.-- Más aclaraciones sobre la noción de bien común

Para averiguar qué criterio puede ser racionalmente aceptable con relación a cómo adjudicar las participaciones en el bien común, primero hemos de precisar más esa misma noción de bien común.

El bien común de la sociedad está constituido por la suma de recursos y medios que coadyuvan a incrementar los cuatro valores de Bentham:NOTA136 pervivencia, abundancia, igualdad y seguridad.

El bien común no está formado sólo por los bienes comunes; por `bienes comunes' podemos entender dos cosas distintas:

  1. aquellos bienes que son de propiedad común de la sociedad, o del pueblo;
  2. aquellos bienes que no son apropiables, como los productos intelectuales a la expiración del derecho de copia, o el aire que respiramos o el agua del mar. La segunda acepción suele tener poca aplicación en cuanto a lo que es colaborar al bien común (salvo por la producción intelectual que se coloca en el dominio público, o al menos en libre acceso público); pero hoy la tiene creciente en lo tocante a colaborar al mal común (por lo cual, a la postre, esos bienes han de acabar siendo considerados comunes en el primer sentido, aunque habrá de ser como propiedad colectiva de la humanidad).

Esos bienes comunes (en uno u otro sentido) pueden ser de aprovechamiento común o de aprovechamiento privado; y, en el segundo caso, privativo o no. Un vehículo de transporte público se usa en común; una novela se lee (en principio) privadamente, mas en un uso no privativo (no excluyente del uso ajeno); un espacio de playa o una plaza en un banco en la calle tienen un uso privativo o excluyente (mientras uno la está ocupando, no se puede sentar otro). Se contribuye al bien común aumentando y mejorando tales bienes e instalaciones y facilitando su uso por más individuos.

Forman asimismo parte del bien común los bienes de dominio privado, cuyo disfrute puede ser público, privado privativo y privado no privativo. Un predio sobre el que existe una servidumbre pública de paso inocuo es de dominio particular, mas tiene un disfrute general (aunque limitado). Hay muchos bienes privados que son en parte de disfrute común o al menos no privativo; p.ej establecimientos abiertos al público (en los que no se paga por entrar y ver la mercancía)

Sería un error, sin embargo, creer que no forman parte del bien común los bienes de dominio privado y de uso privado y privativo, porque la abundancia de tales bienes es un bien colectivo; la prueba de ello es que la suma de carencias de esos bienes es un mal compartido, aunque cada uno sufra la suya propia.

Conque también se contribuye al bien común haciendo cualesquiera aportaciones a bienes individuales que, adicionados, se vayan sumando a la masa de bienestar agregado que se da en la sociedad, y ello independientemente de que los motivos de la aportación sean altruistas, egoístas o mixtos. Contribuye al bien común el benévolo que hace faenas domiciliarias en beneficio de viejos desvalidos, aunque los beneficiarios sean individuos particulares. Mas también contribuyen al bien común: el dependiente de comercio que despacha el arroz o el azúcar; el repartidor que sirve a domicilio los productos de limpieza; el deshollinador; el fabricante de gorras; todos los cuales trabajan por obtener un salario o una ganancia.

Como el fabricante de ropa contribuye al mal común es no produciendo una mercancía determinada que hace falta (cuando otros tampoco la fabrican y cuando esa línea de producción entra en su esfera de actividad profesionalmente asumida); o la que produce es defectuosa, o abusivamente cara. El obrero albañil contribuye al mal común cuando, por pereza, hace durar la tarea más de lo razonable, o cuando trabaja con desgana, de lo cual resultan cimientos peor asentados, paredes menos lisas, azulejos que se caen. Contribuye al mal común el investigador científico que estudia sin afán, sin ahínco, o dedica demasiadas horas al asueto y a la diversión.

Es verdad que existen muchas actividades humanas que parecen estar amparadas por el orden legal y de las cuales puede uno legítimamente dudar que contribuyan al bien común, por valoradas o remuneradas que estén. Es dudoso que aumenten el bien común los fabricantes de armas;NOTA137 o quienes realizan actividades relacionadas con propagandas adocenantes y engañosas; o con la difusión de ideas burdamente alienantes (horóscopos, nigromancias, taumaturgias y otras buenaventuras); o los dispensadores de pseudo-servicios que hagan más mal que bien (agencias de detectives, clínicas de adelgazamiento etc); o los trabajadores de una empresa de anuncios por correo electrónico; o los de loterías, bingos y demás negocios de la ilusión; y así sucesivamente.NOTA138

La existencia de tales actividades podría llevarnos a disociar las nociones de actividad tutelada por la ley y la de contribución al bien común. Y ello traería una consecuencia muy grave para nuestro planteamiento, a saber: si el ligamen social sinalagmático condiciona la participación en el bien común a la aportación razonable a ese bien común, quedarían excluidos de la participación todos los que se dedican profesionalmente a las actividades de esa lista negra de negocios inútiles o perjudiciales.NOTA139

Respondo que, en la medida en que el ordenamiento jurídico autorice tales trabajos, quien a ellos se dedique (principalmente si lo hace como mero asalariado) está amparado por la presunción de que esos oficios vienen socialmente reputados como dignos de respeto; y, por ende, que es presumible su aportación al bien común.NOTA140


§36.-- ¿Es equitativo repartir el bien común según las aportaciones?

Aclarada la noción de bien común y precisado el ámbito de quiénes aportan al mismo --o al menos pueden acogerse a la presunción legítima de hacer esa aportación--, surge inmediatamente el problema de cuánto contribuye cada aportador; y es que por ahí podríamos buscar una primera pista para encontrar el criterio de distribución justo.

Si todos los que a él contribuyen producen ese bien común de la sociedad (así ampliamente entendido como abarcando también a la masa de bienes privados), unos aportan más, otros menos. Pero es quimérico creer que pueda haber criterios objetivos para determinar cuánto aporta uno u otro. Y ello por varias razones.

Como todo eso es probablemente falso, parece justificada la presunción de que no hay ningún modo objetivamente válido de calibrar cualesquiera dos aportaciones al bien común para asignar a cada una de ellas un quantum.

Y lo infundado de esa expectativa de un criterio general de aportación se ve mejor si se examinan en detalle diversos intentos de reducción, como el de la economía clásica y marxista (ley del valor de las mercancías)NOTA141 o su rival, el de la economía posclásica o marginalista.NOTA142

En el fondo ambos intentos --pese a sus discrepancias-- parten de un enfoque coincidente, que es el de indagar lo que sucede en el mercado (o más bien lo que sucedería en un mercado modélico imaginario). En el primer planteamiento, se colige que las desviaciones en el precio de las mercancías generadas por las oscilaciones de la oferta y la demanda sólo pueden determinar desviaciones de un rasgo más básico y subyacente, postulándose que éste es la cantidad de trabajo útil socialmente necesaria para la producción. En el segundo, se pone entre paréntesis la cuestión del valor originario, atendiéndose sólo a las modificaciones marginales, que van a ser en definitiva las que acaben fijando puntos de convergencia por la ley de la oferta y la demanda.

Ambos planteamientos encierran presupuestos no sólo gratuitos y carentes de evidencia, sino en muchos casos demostradamente falsos y que sólo perviven gracias a los epiciclos con los que las teorías obsoletas consiguen prolongar su agonía.

Sea como fuere, es ilusorio ese poder mágico que se atribuye al mercado de determinar valores únicos (sean éstos constitutivos o marginales), entre otras cosas por la gigantesca masa de los bienes que los teóricos de la Hacienda Pública han caracterizado como externalidades, productos o servicios de uso no acotable y frecuentemente no privativo. Hoy tiende a ser cada vez mayor la parte del costo de producción que se dedica a remuneración de ideas (propiedad intelectual en forma de patentes, inventos, modelos de utilidad, productos intelectuales con derecho de copia etc.). Y esos bienes son típicamente fruto de la acumulación de aportaciones múltiples: educación, instalaciones públicas, obras preparatorias de terceros. Mucho de lo cual se recibe gratuitamente; otra parte se recibe a cambio de tasas muy modestas; en buena medida, los gastos se sufragan a menudo, directa o indirectamente, por los presupuestos del Estado.

Por poner un ejemplo: la empresa CALCESA saca al mercado un tipo de calcetín, kalmino, de virtudes presuntamente terapéuticas para ciertas dolencias del pie. El costo de producción se va en salarios, materias primas, suministros y otros gastos globales (no claramente imputables a cada mercancía, p.ej. luz, gas, agua, teléfono, furgoneta, lanzadera para una parte del personal, seguros, publicidad etc); pero sobre todo en la remuneración del diseño. Éste ha sido posible porque los técnicos de CALCESA se habían beneficiado de: becas; participaciones en congresos gracias a bolsas de viaje; lectura --gracias al internet o a bibliotecas públicas-- de revistas científicas y técnicas (aunque las ideas previas en esa línea se revelaran improductivas por algunos fallos ocultos).

El diseño, por consiguiente, ha venido posibilitado por el desembolso de fondos públicos. Pero quizá han contribuido más a la prosperidad de esa casa comercial otros gastos públicos gracias a los cuales se pueden comercializar los calcetines a bajo precio: las carreteras que unen el pueblo donde está ubicada la fábrica a grandes centros de distribución; la vigilancia vial para evitar accidentes causados por malos conductores; los aparcamientos para camiones a precio no-lucrativo; las líneas de autobuses utilizadas por muchos operarios; el ICO (Instituto de crédito oficial), gracias al cual la empresa ha obtenido un crédito que le rehusaban los bancos privados; etc. Súmense otras aportaciones públicas a esa fabricación: vigilancia policial contra robos y contra el espionaje industrial; eficiente funcionamiento de la Oficina de Patentes y Marcas; buena marcha de la administración de justicia (ante la que CALCESA tiene que sostener 8 pleitos consecutivos con sus competidores por disputas sobre patentes, marcas, competencia desleal, publicidad engañosa y otros espinosos temas de derecho mercantil); subvenciones por contratación de minusválidos, creación de empleos juveniles, innovación y producción de bienes de interés sanitario; bonificaciones fiscales por incorporación de nuevas tecnologías y por contribuir al aumento de las exportaciones, etc; por último, se duplican las ventas porque los calcetines kalmino vienen seleccionados para los uniformes escolares por una amplia red de colegios concertados (que a su vez existen gracias a la subvención pública). Podemos mencionar también que el seguimiento informativo --incluso por la TV pública-- de uno de esos 8 juicios ha constituido una publicidad gratuita inmensamente eficaz para la empresa, propiciado ello por las dotes de pasilleo del departamento de relaciones públicas (que también ha persuadido a las organizaciones ecologistas de la preocupación medio-ambiental de la firma y lo amistosos hacia la naturaleza que son sus procedimientos de fabricación; y de nuevo esa buena prensa ha sido publicitariamente rentable).NOTA143 En resumen no hay cómo saber cuánto ha aportado quién.

Ese ejemplo pone de manifiesto que es imposible hallar ningún criterio objetivo para saber cuánto se debe a la aportación pública y cuánto a la privada de unos o de otros. La propia noción de costo de producción es una ficción. Si fuera un concepto con fundamento en la realidad, habría de englobar la suma de todas esas aportaciones; mas justamente es absolutamente imposible fijar qué parte del gasto público se ha ido en favorecer la fabricación de esos calcetines, salvo con procedimientos de imputación arbitrarios (como los del derecho fiscal cuya base no es otra que la escueta voluntad del legislador).

Es más, ni siquiera de los gastos de la empresa hay cómo determinar objetivamente cuántos y cuáles se han ido en la fabricación de tales calcetines, puesto que cada vez más los gastos son globales.

Ahora bien, si es indecidible esa adjudicación o imputación de un quantum concreto de gastos, públicos o privados, persiste el problema de si la noción misma de una cantidad concreta de tales gastos es en sí un concepto verídico; el que no podamos averiguarlo o comprobarlo no demuestra de suyo la incorrección o invalidez del concepto. Hay muchos problemas matemáticos para los que no tenemos método de decisión (como el de saber si hay un número perfecto non).

Una noción de este ámbito que sea inverificable difícilmente puede ser un concepto epistemológicamente legítimo y verídico. Aquí estamos ante realidades humanas, sociales e históricas, que se construyen en el quehacer consciente y deliberado de los individuos y los grupos humanos; si un concepto de ese ámbito no tiene asociado ningún criterio de determinación, hay que presumir que es inservible e incluso falaz.

Seguramente la empresa CALCESA establecerá para su personal unos criterios retributivos por los cuales las remuneraciones de sus técnicos sean particularmente elevadas. A la luz del examen precedente de los factores del costo de producción, nos percatamos de lo arbitrario de esos criterios retributivos.

Cualquier retribución es en buena medida arbitraria o, a lo sumo, convencional. No hay base alguna objetiva para adjudicar un quantum de mérito por el resultado logrado: tanta cuota de mérito para el director de la empresa, tanta para el jefe del laboratorio técnico, tanta para su segundo de a bordo, tanta para un operario, tanta para el conserje. Lo que se adjudique será por una decisión en la que entrarán como factores: la costumbre, la negociación, el capricho y la ley de oferta y demanda.NOTA144

Si ahora nos remitimos al bien común de toda la sociedad (suma de todos los bienes particulares más arriba contemplados), tampoco hay cómo determinar objetivamente la aportación de cada uno a ese bien común; ni, por lo tanto, hay manera alguna de fijar la participación justa en el bien común según esa aportación.

Por eso la participación equitativa en el bien común no puede ser una participación en la medida del valor de las aportaciones.

Cuando Marx buscó un criterio de distribución para la sociedad futura,NOTA145 sostuvo el mismo que voy a defender yo: a cada cual según sus necesidades. Sin embargo, Marx hace un importante distingo entre la sociedad del futuro y la del período de transición. En ésta el criterio justo sería «a cada cual según su trabajo». En el fondo, éste último no es sino el de dar a cada uno una participación según lo que haya aportado al bien común; y hemos visto que eso es indeterminable.

Marx lo creía posible por partir de su teoría del valor, que él había desarrollado ahondando en las ideas de sus predecesores Adam Smith, Ricardo y otros,NOTA146 si bien surge una dificultad por el hecho de que el valor es inseparable del mercado, y así no está claro cuál sea el valor de un producto en una economía no esencialmente mercantil. Hasta donde llego a ver, Marx no resolvió esa dificultad.

En cualquier caso, Marx pensaba en la producción de su época en la cual el costo de fabricación de una mercancía individual podía principalmente atribuirse a la materia prima, la remuneración laboral y una cuota de amortización de la maquinaria utilizable a lo largo de un largo período. En aquellas condiciones, había una tendencia a que producir 10.000 camisas le costara a una empresa diez veces más que producir mil camisas (si bien el marginalismo ya cuestionó tal supuesto, incluso para la tecnología decimonónica). Hoy disminuye cada vez más el costo de producción marginal de las unidades adicionales. Si CALCESA --volviendo a nuestro ejemplo-- duplica su producción de calcetines, sus costos de producción, lejos de duplicarse, sólo se incrementan marginalmente.


§37.-- El criterio de distribución según el mérito

Si es erróneo e inviable el criterio de distribución según las aportaciones al bien común, podemos considerar una alternativa estrechamente emparentada, que es distribuir según el mérito.

No podemos determinar cuánto contribuye al bien común un camionero en proporción a lo que contribuyen un albañil, un arquitecto, un abogado o un reparador de computadoras. Pero acaso podamos calibrar su mérito respectivo. Dentro de cada profesión, oficio o género de actividad, podemos establecer unos baremos que muestren cómo quienes actúan con más diligencia, obtienen un resultado que puede medirse de algún modo en proporción al que obtienen quienes actúan con menor diligencia. Así podemos, midiendo los resultados, asignar un grado de diligencia a los trabajadores.

Aplicando escalas similares en todos los oficios y tipos de empleo, podríamos idealmente determinar la diligencia de cada trabajador y, así, distribuir el bien común según esa diligencia (o, en otras palabras, según el mérito).

A eso hay que responder que la diligencia es sólo una de las variables que determinan el resultado. Otras son la capacitación previa, la fuerza, la capacidad perceptiva, el talento y la suerte, así como en entorno laboral. (Y, si se considera que varios de esos factores son subsumibles en un mérito previamente acumulado --que merecería igualmente premiarse en la distribución del bienestar común--, respondería que el mérito de esa acumulación es casi siempre ajeno, muchas veces colectivo, al menos en buena parte.)

Así pues, aunque pudiéramos determinar un grado de contribución al bien común según una escala aplicable a cualesquiera oficios o actividades (cocinero o aparejador, minero o azafata, maquinista o profesor de derecho mercantil), no por ello habríamos determinado el mérito, sino una magnitud resultante de muchos factores, que en su mayor parte escapan al control de la voluntad individual y se remontan a cadenas de causalidad más amplias.

Pero, de todos modos, esas escalas son arbitrarias, y dejan sin resolver un problema adicional. Para construirlas suponemos que hay un meritómetro en una escala que iría, p.ej., de 0 a 100 grados. Los cien grados corresponderían a máximo esfuerzo o mérito en un oficio dado (para un módulo temporal dado); pero ¿qué nos permite sostener que esos cien grados en la actividad del conductor de metro son como los cien grados del delineante, los cien grados del mecanógrafo, los cien grados del profesor de griego, etc.? Con otras palabras: ese criterio nos lleva a remunerar igual a todas las profesiones y oficios, lo cual seguramente es un resultado indeseable para los meritócratas.

Creo que cualquier intento de refinar esos criterios nos llevaría a resultados igualmente absurdos. La meritocracia es inconsistente y convencional.

Es mejor reconocerlo y concluir que no hay posibilidad alguna de una distribución racional según el mérito.

Una formulación alternativa del criterio del mérito sería el de distribuir según el grado de cumplimiento del deber de contribuir al bien común. Creo que sólo cambian las palabras. El deber de contribuir es un deber de actividad (o sea de medios, que no de resultados). Por ende, se cumple en la medida en que uno se esfuerza. Y eso en general no puede medirse.

Otra cosa (absolutamente dispar) será restringir la aplicabilidad del criterio de distribución según las necesidades mediante una cláusula que tenga en cuenta (en tanto que pueda determinarse objetivamente) el grado de cumplimiento o incumplimiento del deber de contribuir al bien común. Esa restricción intervendrá, sin embargo, como una matización al criterio de las necesidades, lo cual es enteramente distinto.


§38.-- Otros criterios de distribución alternativosNOTA147

Voy a examinar críticamente varios criterios que, sin ser el del mérito (ni su primo hermano, el criterio de la contribución al bienestar colectivo), pueden proponerse frente al que yo defiendo, que es el de las necesidades.

  1. Una primera alternativa sería la de un título igual: que todos participen por igual en el bien común. Mas, ¿qué participación es una participación igual? La igualdad puede ser de lo que se distribuye o del resultado de la distribución. Así, si uno tiene tres hijos, uno miope y los otros no, y les regala a los tres gafas graduadas, la donación es igual mas el resultado es diverso, pues al uno le son útiles y a los otros dos no les sirven de nada. Similarmente, si un padre dispensa la misma asignación económica a un hijo de 12 años que a otro de 18, que está cursando estudios universitarios, seguramente la suma que recibe el primero le reportará una utilidad muy superior, y el resultado será desigual.

    Si adaptamos el principio de que en la familia todos tienen igualmente derecho a participar en el bien común, la participación no es igual por el mero hecho de que quienes dirigen la familia (los padres) asignen los mismos bienes, o la misma cantidad de bienes, a todos los miembros, sino que hace falta que el resultado sea igual en un sentido pertinente; para lo cual hay que buscar otro criterio, no el de lo que se distribuye.

  2. Un segundo criterio es el de que el resultado maximice la utilidad colectiva de la familia. Este no es mal criterio. Sólo que el concepto de esa utilidad colectiva requiere un análisis. La utilidad, o el bienestar, de un grupo o colectivo está en relación con la de sus miembros. Es cierto que hay colectivos que, por su propia naturaleza, pueden tener un grado de prosperidad muy elevado sin que ello se cifre claramente en la prosperidad de sus integrantes. Así, una compañía mercantil puede acumular su patrimonio, conseguir que suban como la espuma sus acciones en el mercado bursátil, incrementar sus ganancias y no repartir dividendos. Aun en esa hipótesis, también los miembros se benefician indirectamente, aunque sea un beneficio diferido.

La relación de la sociedad con sus miembros es diferente de la de una compañía mercantil con sus socios. La sociedad no tiene tanta alteridad respecto a sus miembros, porque, lejos de ceñirse a un determinado aspecto de la vida, a un interés concreto, es una comunidad general de vida y de utilidad.

Una familia sólo es feliz en la medida en que sean felices sus miembros. Un desgraciado ensombrece y entristece a la familia entera, sin que lo compense un grado similar de ventura de otros miembros.

Eso hace que el bienestar colectivo de la comunidad no parezca razonable estimarlo directamente, sino derivadamente del de los miembros individuales y también colectivos.NOTA148

Es verdad que a veces la prosperidad colectiva implica un sacrificio temporal de las satisfacciones individuales. Si una pareja se compra una vivienda, invirtiendo mucho en esa adquisición, lo suele hacer en perjuicio de una serie de satisfacciones de los miembros de la pareja durante años. Sin embargo, no es verdad que los individuos se sacrifiquen así a la pareja, o que el criterio de distribución que estén aplicando sea el de maximización de la prosperidad colectiva y no de las necesidades individuales. Sin duda se sacrifican o posponen otras satisfacciones, mas el goce de la vivienda es también la satisfacción de una necesidad individual de cada miembro de la pareja; necesidad que se juzga prioritaria respecto de otras.

Ni siquiera es razonable adoptar ese criterio de la maximización de la utilidad colectiva ajustándolo con la restricción de que esa maximización haya de repercutir en alguna ventaja de los que salgan menos favorecidos. Éste sería un criterio que podríamos formular inspirándonos en Rawls.NOTA149

Está claro que en una familia no sería justo que la distribución del bien común se hiciera según un principio de que la familia tiene que alcanzar la máxima utilidad a salvo de que así algo se mejore a quienes menos ventaja obtengan. Imaginemos unos padres que dedican un incremento patrimonial que hayan obtenido a mejorar el haber hereditario de sus hijos, sin preterir a ninguno. Todos salen ganando, pero uno el 100%, otro en un 10% y el tercero en un 1%. Está clara la objeción que les podríamos dirigir: habría otros repartos menos injustos. Sin embargo, tal vez la utilidad para la familia en su conjunto se maximiza así (el primogénito puede proseguir los negocios familiares con más probabilidades de éxito).

Ya pasando a un ámbito más general, no es un criterio justo el de que los bienes de la sociedad se repartan de modo que los más desfavorecidos mejoren algo. Los más desfavorecidos son los más desfavorecidos de entre los más desfavorecidos. Ellos pueden mejorar algo, aunque sea poquísimo, mejorando mucho los más favorecidos y empeorando un poco la gran masa de los intermedios. Así, pensemos en una reforma tributaria (de las que han abundado recientemente) que alivie la carga de los más pobres un poquito, que rebaje enormemente la carga de los más ricos y que deje igual o agrave la carga de la gran masa intermedia. No es justa. Será, tal vez, maximizadora de eficiencia, pero lo seguro es que no diríamos que está basada en un correcto principio de participación en el bien común. Así pues, no es aceptable la regla de que vale lo que mejore algo (poco o mucho) la suerte de los que salgan peor parados.

3.-- Una tercera propuesta que ha suscitado mucho interés es la de conseguir iguales capacidades, una idea que todos asociamos con la obra de Amartya Sen.NOTA150 Esa propuesta merece examen porque tiene un atractivo. Los padres tratan de conseguir que sus hijos queden igual capacitados para hacer frente a las tareas y las dificultades de la vida, al menos en cuanto sea posible y de ellos dependa. No imponen a todos ellos el mismo aprendizaje, sino uno u otro según las posibilidades subjetivas y objetivas. Es más --puede seguir alegándose en ese sentido-- cuando distribuyen un pastel, lo que hacen es posibilitar el mismo disfrute, mas no determinar el mismo goce final. Quien se abstiene voluntariamente de comer su porción no por ello sale peor parado que el que sí la ingiere. Ambos han recibido una posibilidad de consumir. El buen criterio sería uno que repartiera igual las posibilidades de utilidad o felicidad.

Creo que hay un profundo error en ese punto de vista. Lo que se reparte son bienes, recursos, y se reparten para que se aprovechen o utilicen de manera que resulte una utilidad individual y colectiva. No se garantiza esa utilidad, porque el destinatario puede optar por no aprovecharse de esa asignación. Así, cuando uno pasa hambre aunque tenga comida en la nevera (porque está a régimen, por experimento, por ayuno religioso o penitencia voluntaria o por lo que sea), es verdad que la utilidad alimentaria de la comida que se le ha asignado es pequeña o nula, en ese caso concreto, mas eso no impide que la asignación se haya hecho (o se haya podido hacer) en función de esa utilidad alimentaria. Así, si hay racionamiento, y a ese individuo se le han asignado los mismos cupones que a otros, y él opta por no consumir su ración, eso no significa que lo que la distribución haya pretendido fuera igualar las aptitudes de consumo, sino igualar el consumo, aunque el ejercicio efectivo de la igualación se condicione a la voluntad de los beneficiarios.

Más obvio es el caso de hijos subnormales profundos. Nada en absoluto puede causar que, al final del proceso, estén igual de capacitados que sus hermanos. Ni tiene mucho sentido pretender eso. Lo que se busca es que, en la medida de lo posible, sean igual de felices, o sea alcancen tanto bienestar o tanta utilidad.

El principal error de ese criterio de la igualación de capacidades es la equivocada idea subyacente de que el bienestar es una conquista individual, fruto de la capacidad de cada hombre o mujer, y que, por consiguiente, lo que hay que alcanzar es que --en la medida de lo posible-- todos estén igualmente capacitados para conquistar su bienestar individual. No es así. Todos los bienes del ser humano son conquistas colectivas, incluso los que parecen más individuales. Uno por sí solo no hace ni obtiene nada en absoluto. El problema es cómo repartir lo que se obtiene. El criterio no puede ser el de repartirlo de modo que se tienda a igualar la aptitud de cada uno a conseguir su propio bien individual, pues justamente la contribución al bien es siempre contribución al bien general. Ni vale tampoco decir que se trata de que todos queden igualmente capacitados para contribuir a ese bien general, porque eso (en cuanto sea factible) será un medio, no un fin (con todo lo relativa que es la distinción entre medios y fines). El fin del reparto no es conseguir que todos puedan contribuir igual a aumentar los bienes a repartir ulteriormente.

Y ¿qué decir de los ancianos? Me refiero a los individuos humanos que no sólo tienen edad provecta, sino que ya se encuentran en estado de decrepitud. Lo que merezcan que hagamos por ellos, o que hagan por ellos sus parientes o la sociedad, no tiene como fin capacitarlos para nada (salvo tautológicamente, capacitarlos para sentir alivio en tanto en cuanto lo sientan). Lo que se pretende con la ayuda que se les dé es sólo ese resultado, el de aumentar la felicidad o, al menos, disminuir la desgracia. O sea, satisfacer sus necesidades.

En suma, la aptitud o capacidad es para algo, y de ese algo se trata. Se trata de repartir en función de ese algo, aunque su realización dependa de factores como la voluntad de los propios destinatarios de la distribución.NOTA151

Y tal vez todavía quepa añadir, para rematar la discusión de esa visión de igualación de capacidades que en esa pauta se toma sólo una de las necesidades humanas, la necesidad de capacitarse. El ser humano, como cualquier animal, tiene necesidad de obrar, de cooperar, de ser activo, contribuyendo a la prosperidad común, que es también la manera de labrar la prosperidad propia. Para tener esa actividad, necesita estar capacitado para ella, en el doble sentido de haber adquirido las aptitudes idóneas para esa actividad y de tener acceso a los instrumentos o medios adecuados.

Pero, evidentemente, esa necesidad no es la única. Todos necesitamos capacitarnos (en tanto en cuanto haya alguna posibilidad de que hagamos aportaciones al bien colectivo). Pero necesitamos muchas otras cosas, incluso cuando ya no podemos aportar prácticamente nada ni, por lo tanto, hemos menester de seguirnos capacitando.

4.-- Tal vez otro criterio posible sería el mutualista (un poco emparentado con el que hemos asociado indirectamente a la impronta de Rawls, sin atribuírselo), y que podríamos relacionar con la regla de oro cristiana: el encargado de administrar la distribución ha de tratar a cada uno como desearía ser tratado si la hiciera otro.

Son muchas las objeciones que se han esgrimido contra esa regla de oro, tanto en la formulación positiva (la que he dado en el párrafo precedente) cuanto en la negativa (no hacer a los demás lo que uno no quiere que le hagan). Creo que esas objeciones fallan todas. Pero fallan porque a la postre este criterio no constituye ninguna alternativa genuina al de las necesidades; o --tal vez más exactamente--: lo que tiene de correcto este criterio se cifra en dar una enunciación subjetiva y ad hominem del criterio válido, el de las necesidades.

Una objeción usual es que, aunque uno quiera que le den un producto o un servicio (porque le viene bien o por lo que sea), no hay razón para dar ese producto o servicio a otros (a quienes viene mal, o que lo detestan). Supongamos que el encargado de la distribución es hipotenso y necesita raciones azucaradas; y que, invocando la regla de oro, asigna ese tipo de alimento a los usuarios de su servicio, aunque sean diabéticos. Está claro que ese distribuidor quiere que a él se le den comidas adecuadas a su salud y que eso no se lo está haciendo a los otros.

Se podrá objetar que una misma acción (dar comida azucarada a una persona) es susceptible de varias descripciones, y que, si bien bajo algunas de ellas, la acción infringe la regla de oro, bajo otras descripciones cae perfectamente bajo ella.

Respondo que eso se aferra a la literalidad de la regla transgrediendo su espíritu. Una formulación cuidadosa de la regla que escape a tales dificultades puede ser un poco ardua de encontrar y de enunciar, mas el sentido implícito está claro: se trata de hacer a los demás lo que queremos que nos hagan siempre que no les hacemos así algo que no queremos que nos hagan. Si el encargado asigna a cada usuario una comida que sea adecuada a la salud de ese usuario, cumple la primera mitad de la regla (la parte positiva) y también la segunda mitad (la negativa). Si asigna a todos comida azucarada, no cumple la mitad negativa. Si no asigna comida, no cumple la positiva.

Mas, ¿qué pasa si el encargado es un masoquista, o un demente, o alguien con ideas raras, o un exaltado creyente que quiere ser azotado para esquivar el purgatorio después de su muerte, y así sucesivamente? No queremos en tales casos que aplique la regla de oro. Pero la razón es que no queremos en tales casos que una persona así esté encargada de la distribución. Y no lo queremos porque deseamos que se encargue del reparto alguien con una idea correcta de las necesidades humanas. No somos infalibles sobre ellas, ni lo es la masa de nuestros asociados ni no será ningún encargado. Mas, una vez desacreditada y rechazada una idea sobre las necesidades, no queremos que los encargados de tomar decisiones que a todos nos conciernen estén imbuidos de esas ideas, ni, menos aún, que las tomen como pautas.

Así, la regla de oro es una manera vistosa, saliente, tal vez pintoresca, de expresar un criterio más sobriamente enunciable como el de repartir según las necesidades: si te encargas de la distribución, adjudica a cada uno según sus necesidades, igual que (siendo una persona sensata) querrías que te adjudicaran a ti.


§39.-- Razones para abogar por la regla distributiva de las necesidades

El fracaso de todas esas vías falsas nos hace colegir que sólo queda una vía practicable: distribuir de modo que se iguale la utilidad resultante. Y eso es distribuir según las necesidades.

No es nada fácil, desde luego, demostrar que --fracasadas esas otras vías-- sólo queda ésta de las necesidades. Para probarlo habría que hallar un argumento concluyente que mostrara como una instancia del principio de tercio excluso la alternativa entre distribuir según las necesidades y distribuir según alguno de los criterios descartados. Recapitulando, esos criterios han sido: (1) a cada uno según sus méritos; (2) a cada uno según sus aportaciones al bien colectivo; (3) a todos por igual, pase lo que pase; (4) de manera que se maximice la utilidad colectiva --a reserva (en una variante o matización, a lo Rawls, de ese criterio) de que mejore algo la suerte de quienes salgan peor parados; (5) de manera que se igualen las capacidades o posibilidades de disfrute (no el disfrute mismo); (6) de manera que el encargado de la distribución adjudique a los demás según él querría que le adjudicaran a él.

No voy a pretender demostrar que sea una verdad lógica la de que, o vale uno de esos criterios, o, si no, vale el de las necesidades. Ni voy a probar que sea indemostrable. Haya o no otros criterios (que no sean meras variantes o reelaboraciones o matizaciones de ésos cinco), el hecho es que un criterio efectivamente propuesto, desde hace miles de años, es el de que los encargados de la distribución repartan según las necesidades, y que ese criterio gana en plausibilidad cuando nos percatamos de las deficiencias e inconvenientes de los criterios alternativos que hemos ido barajando.

Es más, de hecho a favor de este criterio de las necesidades cabe invocar un argumento inductivo, a saber: es el criterio que (aproximadamente) siguen quienes administran un reparto colectivo de bienes o servicios en una comunidad en tanto en cuanto desean hacer una distribución irreprochable, justa, equitativa. Es así como administran las adjudicaciones los curadores de un cenobio o convento, los padres en una familia, los dispensadores en un internado o establecimiento similar. Y, en la medida en que se desvían de esa pauta (seguramente negándolo), serán objeto de reprobación. Los padres adjudican (esperamos) a sus hijos en función de lo que necesitan, su edad, estado de salud, perspectivas, y otras circunstancias. Lo que no sea actuar así es obrar con favoritismo, con pautas sesgadas, parciales, inicuas.

Es verdad que invocar el criterio de las necesidades no resuelve todas las dificultades ni despeja todas las incertidumbres, según lo vamos a ver. Quedan en pie muchas dudas sobre qué necesidades son prioritarias, en qué medida un producto o servicio satisface una necesidad, sobre qué módulo temporal haya de adoptarse en cada caso (si es el conjunto de la vida de cada uno, o la duración de la vida en común de la colectividad en cuestión, u otro lapso diferente, intermedio o sencillamente calculado con una base enteramente distinta).

Ponernos de acuerdo en el criterio de las necesidades es sólo haber adoptado una buena orientación heurística, que empieza (sólo empieza) a desbrozar un itinerario complejo, a veces laberíntico y lleno de oscuridades, y a lo largo del cual a menudo hay que avanzar por tanteos, conjeturas, y con titubeos y vueltas atrás. Nada de todo eso indica, en absoluto, que el camino esté mal orientado.


§40.-- Aclaraciones sobre el criterio de distribución según las necesidades

Hay hoy consenso generalizado en que la distribución ha de ser, en parte, según el criterio de las necesidades, y eso incluso en los estados capitalistas donde se defiende más ásperamente la economía de libre mercado.

A eso hay que añadir otros gastos sociales que tienen en cuenta, al menos en parte, la necesidad de los solicitantes: pensiones de invalidez, viudedad, orfandad y jubilación; subsidios de desempleo; ayudas por minusvalía; otras ayudas sociales.NOTA153 Si bien intervienen otros criterios que presuntamente tienen que ver con el mérito, prevalece la pauta de la necesidad.NOTA154

¿Cuánto contribuyen los gastos colectivos al bienestar de cada uno? Es muy variable; unos sacan más ventaja, otros menos, y según en qué cosas. Si no existieran esos gastos públicos, ¿qué retribuciones salariales harían falta para tener un nivel de vida que no nos pareciera «indigno»? Basta comenzar a imaginar algo para ver que sería imposible, por mucho que aumentaran los sueldos. Grande o pequeño, el bienestar de las sociedades modernas sería irrealizable si la colectividad no asumiera la mayor parte de los gastos.NOTA155

En realidad el experimento mental puede prolongarse también con el caso de una sociedad familiar. Imaginemos un hogar de 5 miembros: los 2 padres y 3 hijos. Hay un bienestar familiar posible porque se gastan en común los muebles y electrodomésticos, las reparaciones hogareñas, los suministros de agua, gas, luz, telecomunicaciones, etc, la comida, el alquiler y muchas otras cosas. Desintégrese esa unidad hogareña, váyase cada miembro por su lado --a formar un hogar unimembre--, y el resultado será que los mismos ingresos antes agregados ya no podrán sostener un nivel de vida equivalente ni mucho menos. En eso como en todo la acumulación produce un efecto multiplicativo y no sumatorio.

También obedecen --aunque sólo en parte-- a ese principio de redistribución según las necesidades las servidumbres que, gravando la propiedad privada, restringen la libertad profesional y empresarial. El dueño de un terreno no es libre de edificar o no; ni el de una viña, de plantar nuevas vides o no; ni el de una mina, de explotarla o no; ni el empresario, de despedir o no, según le venga en gana y porque sí (al menos esa libertad sufre algún límite). Mayores o menores, hay obligaciones legales por las cuales ve su propiedad gravada por servidumbres de beneficio público el propietario de un predio, el de una planta de fabricación, el de un negocio comercial, el de un inmueble, el de una firma publicitaria, el de un barco, el de un camión, p.ej. Muchas de esas servidumbres tienden (presuntamente al menos) a favorecer y proteger a los más desamparados, a los que tienen menor capacidad de negociación por estar en situación de desventaja; o sea, aquellos que tienen una mayor necesidad.

Aplícanse esas pautas de redistribución aun en los países ideológicamente más reacios al reparto social de la riqueza y más adictos a la fe en las virtudes de la meritocracia mercantil. Por ende, no se discute hoy en la práctica si el criterio de distribución ha de incluir --al menos como uno de sus elementos-- las diferencias de necesidad. Hay un consenso de facto en que atender a esas diferencias es una vía hacia un igualitarismo que hoy nadie se atreve a pretender desarraigar del todo de nuestra cultura jurídica.NOTA156

Es difícil averiguar exactamente qué sea una necesidad, estableciendo un criterio demarcatorio entre necesidades y deseos. Pero los problemas de la noción no impiden que ésta funcione. Una cosa es tratar de articularla más racionalmente para darle un juego distributivo menos ciego, más inteligente y, en definitiva, más beneficioso para el bien común; y otra cosa sería pretender --dadas esas dificultades-- arrojar por la borda la noción misma.

En definitiva, el criterio distributivo que imaginaba Marx para un futuro más o menos lejanoNOTA157 es hoy, en buena medida, un criterio distributivo real, aunque en verdad usado de manera burda y deformada, en parte por costumbre, en parte por intereses creados, en parte por falta de reflexión racional, en parte por los mecanismos de la vida política que frecuentemente conducen a absurdos. Con todo y con eso, está ya ahí un núcleo que hay que mejorar y articular racionalmente, no abandonar.


§41.-- Concepto cumulativo-social de necesidades

Al decir que el criterio de distribución más racional (o al menos razonable) es el de las necesidades,NOTA158 lo que estoy proponiendo es diferente de la tesis de que la pauta distributiva justa --o al menos una pauta-- sea la de colmar las necesidades de la gente. Distribuir según las necesidades es una cosa, colmar las necesidades es otra.

Distribuir es más y es menos. Es más en tanto en cuanto, si, colmadas las necesidades, aún sobrara, ese excedente podría seguir distribuyéndose según necesidades menos apremiantes; y es que el concepto de necesidades admite grados, grados de necesidad, que probablemente son grado de apremio de la necesidad. Comer es más necesario que tener esparcimiento. Morar en un hogar es una necesidad más apremiante que disponer de instalaciones deportivas.

Pero distribuir según las necesidades es menos que colmarlas porque es posible que, repartiendo según las necesidades, no se consiga colmarlas. Tal vez ni siquiera las más apremiantes. El comandante de un campamento asediado distribuirá las raciones según las necesidades para garantizar en lo posible la supervivencia de sus hombres, pero es muy posible que no logre colmarlas (sean raciones de comida, de remedios, de cuidados, de descanso, de vestimenta, de lugares donde guarecerse, etc.) En tales casos habrá que ponderar las necesidades más apremiantes; y acaso en último extremo acudir a otros procedimientos --en la desesperación quizá a la suerte.

Eso nos permite ver que el criterio de las necesidades es un criterio (re)distributivo de equidad, y no una pauta de adjudicación absoluta. Al proponer y defender ese criterio como base de los derechos de bienestar individuales, lo que estoy sosteniendo no es que haya un derecho absoluto a ver cubiertas las propias necesidades individuales al margen del bienestar colectivo y de los medios comunes de satisfacción. Justamente los catálogos de derechos positivos (o de bienestar) suelen formularse como si, en rigor, el derecho en cuestión no emanara de un título básico a participar en el reparto de la riqueza colectiva según las necesidades, sino que se tuviera una reivindicación concreta y específica a tal bien o tal tipo de bien porque responde al apremio de satisfacer esa necesidad individual, independientemente de qué les pase a los demás y de qué medios o recursos tenga la sociedad: un derecho a la morada, al trabajo, al sustento, al conocimiento, a la cultura, a la distracción.

Cualquier elenco así es provisional, relativo a un estadio de civilización humana, a una mentalidad de los tiempos que corren, e implícitamente a unas escalas de apremio y a unos recursos colectivos de satisfacción. Hay en tales necesidades una base sin duda perpetua, consustancial con el hombre mismo, con su naturaleza humana, y --mutatis mutandis-- compartida con los demás animales (y sobre todo los demás mamíferos). En buena medida esa lista es un desglose de las funciones vitales mismas y de su plasmación en las facetas de la vida de un animal (y de un animal de nuestra familia de especies, que también han menester de conocer su entorno, de experimentar agrado y alegría, de jugar, etc).

La reivindicación concreta de que vengan satisfechas esas necesidades en particular no emana directamente de su conexión biológica con esa faceta de nuestra realidad como seres vivos individuales; y no emana de eso porque esa ligazón directa entre la necesidad individual, de base biológica, y su satisfacción no determina un derecho respecto a los demás ni unos deberes de los demás o de la colectividad para con nosotros más que a través de una mediación, que es la participación en el quehacer colectivo, en la empresa social, y la correlación, en ese ámbito, de los deberes de contribución y derechos de disfrute.

Las necesidades entran, pues, en la fundamentación de una reclamación individual sólo por la mediación de su inclusión en el acervo colectivo. Miembros de la sociedad, aportamos a ella un debe y un haber; le aportamos una entrada --una contribución, un esfuerzo en la labor común por mantener y mejorar la vida colectiva-- y una salida --un factor de exigencia, de débito, que se pondera con los factores de los demás. A los decisores sociales tocará hacer esa ponderación, en función del estado generalizado de opinión, de la cultura de la época, de las ideas prevalentes en la sociedad. La reivindicación inmediatamente emanada del dato biológico es la de que se tenga en cuenta y se pondere para obtener la mayor satisfacción posible.

De ahí que ese criterio de las necesidades no sólo tenga un carácter de ponderabilidad y comparabilidad, sino también un rasgo de acumulación a la hucha colectiva de las demandas, al montón de lo que hace falta. No tenemos, pues, directamente derecho a una morada, a un tiempo de asueto, a un puesto de trabajo, a unos libros; tenemos derecho a que esa falta que nos hace estar albergados, trabajar, descansar, leer, etc, entre en la masa colectiva de tareas con una ponderación equitativa y razonable, para que, de resultas de ello, se nos asignen unos recursos que, a la postre, vengan a darnos (en la medida de lo socialmente posible) eso que reivindicamos: vivienda, puesto de trabajo, alimentación, salud, cultura. El título individual es el de no ser excluidos ni subponderados (y aun ese título, si bien se mira, no es tampoco puramente individual).

Ese papel que juega en nuestra teoría el criterio de las necesidades nos evita tener que comprometernos con una determinada concepción de las necesidades humanas, la cual corre siempre enormes riesgos: un peligro de ser demasiado angosta y escatimadora; otro de ser demasiado amplia y generosa; otro, de estar problemáticamente enraizada en un estudio, o en un particular enfoque, antropológico o sociológico, frente al cual pueden proponerse otros igualmente plausibles aunque sean incompatibles entre sí.

Así, frente a otras propuestas en la teoría social --que han juzgado válida la reclamación de satisfacer las necesidades de la gente, al menos como uno de los principios de la decisión social-- se ha objetado que, si las necesidades se toman de manera estricta, basta con poquísimo para colmarlas --y entonces ese principio no sirve de nada en la práctica, porque no brinda ninguna guía ni pauta para adjudicar el sobrante, que sería casi todo en una sociedad moderna y rica. Y, en cambio, si --para evitar ese escollo-- se busca una noción más sustanciosa de necesidades, deslízase uno por una pendiente resbaladiza: las necesidades seguirán a la postre sin estar cubiertas pero habrán englutido la totalidad del PIB.

Yo creo que podría haber razonables y equilibradas vías intermedias, que se basaran en conceptos relativamente sobrios de necesidades que no cayeran, empero, en la tacañería de los mínimos (mínimos como serían: una ingestión de mera subsistencia o no-inanición; una guarida que baste para estar a salvo de las peores inclemencias de la intemperie, etc). Puede haber conceptos que, reconociendo la base última natural o biológica de las necesidades humanas, consideren que tales necesidades, en cada sociedad, son un elemento de naturaleza cultural, o de cultura natural, o sea: una segunda naturaleza moldeada, en parte, por las ideas de la época, las capacidades colectivas, los recursos disponibles, las expectativas.

Todo eso me parece perfectamente razonable y viable, pero, en buena medida, es poco relevante para la concepción que estoy proponiendo, en la cual el problema no es si se colman (o satisfacen) las necesidades, sino si el criterio de distribución que siguen los decisores públicos es el de repartir según las necesidades, sin excluir ninguna y ponderándolas bien (bien dentro las ideas antropológicas socialmente vigentes).

Todo lo que satisface a un ser humano satisface una necesidad humana. Quizá habría que exceptuar casos tan perversos o degenerados de satisfacción que nunca diríamos que haya necesidad de tener esa satisfacción: sadismo, masoquismo, imaginarios deleites absurdos. Comoquiera que consideremos esos casos, me figuro que cualquier sociedad puede descontarlos. Eso no quita para que la sociedad pueda estar muy equivocada (juzgando que hay una necesidad de amuletos, o de peregrinaciones, cuando otros, que nos creemos mejor ilustrados, pensamos que no hay tal). El hecho es que, dada una cultura social, cabe aproximadamente (y con todos los márgenes que se quiera) hablar de unas necesidades de la gente, y que cualquier apetencia normal (no aberrante) será una inclinación a satisfacer esa necesidad. Eso no significa (adelanto ya) que el grado de apetencia sea igual al grado de necesidad. En cualquier caso, como primerísima aproximación al menos para redactar una lista sí podemos ir enumerando las aspiraciones de la gente. Y hay opciones intermedias --con diverso grado de plausibilidad-- entre la visión más amplia de incluirlas todas, y la más ajustada de enumerar sólo unas pocas (y aun éstas leídas como de mínimos).

Lo que pasa es que para mi propósito no hay ningún inconveniente en que --descontadas las manifiestamente aberrantes-- se incluyan todas las apetencias en la lista de las necesidades, con tal que se distinga el grado de apetencia del grado de necesidad (punto crucial sobre el cual volveré en seguida).


§42.-- La relatividad de las necesidades

Otra dificultad de la noción de necesidades es que una necesidad se entiende siempre como relativa. Una cosa es necesaria para algo. Cuando hablamos de necesidades humanas, ¿de qué estamos hablando? ¿Cosas necesarias para qué?

Un ser tiene necesidad de líquido, p.ej., para saciar su sed. Tiene necesidad de saciar su sed para seguir viviendo, o para disfrutar de su vida, o para prosperar. ¿Tiene necesidad de seguir viviendo, de disfrutar de su vida o de prosperar? ¿Para qué? Parecería que cualquier necesidad de que hablemos será relativa a un fin que se presupone de algún modo, y que resulta problemático seguir considerando al infinito también la realización de esos fines como sendas necesidades --para otro fin más alto.

A la interpelación sobre la relatividad de las necesidades, caben varias respuestas.

Una sería la de que en el fondo hay unas necesidades absolutas, unas necesidades últimas, derivadas de la naturaleza misma de los seres provistos de esas necesidades. Las necesidades son situaciones de carencia de algo sin lo cual el ser que la sufre o experimenta no puede alcanzar un fin, junto con inclinaciones a suplir o colmar tal carencia por la adquisición o el uso de aquello de lo que se carece; o bien situaciones en las que no se da esa carencia mas se daría, o volvería a darse, si se perdiera la posesión de un objeto o el disfrute continuado de un servicio.

La necesidad está así inscrita en la teleología característica de la vida. Aristotélicamente, podríamos argumentar en el sentido de que, si cada ser vivo tiene diversas de esas carencias (o llegaría o volvería a tenerlas si perdiera el uso o posesión de un objeto o una prestación), entonces hay una necesidad básica o última que tienen todos los seres vivos, y que podría ser la vida misma, o la prosperidad vital, o tal vez la satisfacción o el bienestar (aunque esto más probablemente sólo en el caso de los animales). Sin embargo, la argumentación aristotélica incurre en la falacia del cuantificador (inferir erróneamente de «Para todo ente, x, hay un ente, z, tal que esto-o-aquello» que «Hay un ente, z, tal que, para todo ente, x, esto-o-aquello»).NOTA159

Podríamos, así y todo, llegar a la conclusión (razonable por lo demás) de que seguir viviendo --y, más que eso, prosperar o mejorar la calidad de vida-- es una necesidad para todo ser vivo, basándolo en algún argumento menos pretencioso que el característico de Aristóteles (quien exhibe una cierta ingenuidad lógica). Mas me temo que, para enfrascarnos en una sustentación de ese plausible punto de vista nos meteríamos en un berenjenal de antropología filosófica o de metafísica de la vida. Tales cuestiones no hemos de rehuirlas; su planteamiento no es ajeno o indiferente para solucionar los problemas de fundamentación filosófica de los derechos humanos; mas, hasta donde sea posible, es preferible --por razones de economía metodológica-- quedarnos en terrenos menos profundos de la indagación filosófica.

Prescindiendo, así, de la ulterior justificación filosófica del aserto, podríamos contentarnos con sostener que, por las razones que sean, hay de hecho necesidades de los seres vivos (como la de mantener y mejorar la calidad de vida) que no son relativas a otros fines.

Veo muy verosímil esa respuesta, en la que, por otra parte, se puede esperar que estén todos de acuerdo, incluso los interlocutores, y que, a favor de verlo así, cabía aducir una especie de argumento trascendental (el interlocutor en su vida actuará como si aceptara ese aserto, salvo que incurra en autoaniquilación enfermiza o aberrante).

Sin embargo, voy a prescindir de esa vía, porque me basta otra solución a esa interpelación de la relatividad de las necesidades, que en seguida voy a exponer.

Una segunda solución a esa interpelación sería la de reconocer la relatividad mas buscar una finalidad privilegiada o consensuable que podamos dar por admitida y con relación a la cual podrían fijarse las necesidades. Así se ha dicho que hay una gama o familia de finalidades que podríamos ver usualmente como respetables o dignas: vivir; prosperar en la vida; preservar o mejorar la calidad de vida; continuar ejercitando el género de vida por el que uno ha optado legítimamente; cumplir el rol social al que uno lícitamente se ha destinado; o mantener y hacer prosperar la vida humana sobre el planeta; o restablecer el equilibrio ecológico y la armonía entre humanos y no-humanos; etc. Dado ese abanico, podríamos optar razonablemente por una de esas finalidades y, aceptada como un fin en sí, reconocer como necesidades a secas las cosas que hagan falta para la realización de tal finalidad.

De tales alternativas unas me parecen plausibles y otras poco. Mas creo que puedo prescindir de esa vía que se me hace dudosa, porque la opción entre esas alternativas como fines últimos es muy problemática y difícilmente sustentable con argumentos.

La solución que propondré es una tercera, a saber: si cada necesidad es relativa a unos fines --que se toman por descontados-- esa relatividad no impide que, admitidos o supuestos esos fines, tales necesidades existan; y que existan con un grado de realidad (el grado de realidad de una necesidad estriba en su grado de perentoriedad o apremio, lo cual no se identifica con la urgencia, pero sí con el tener más o menos necesidad o menester de algo). Pues bien, lo que nos interesa es ese mero hecho de la necesidad, sea ésta última o no, relativa o no a otra necesidad supuesta. La vida en general, y la humana como las demás, discurre en un proceso de exigencias, requerimientos, con carencias que se dan o que amenazan con darse o volverse a dar y la ineludibilidad de --para superar tales carencias o para impedirlas-- obtener el acceso a unos recursos o a unas prestaciones. En ese caudal, habrá unas necesidades más básicas, pero a la postre, desde el punto de vista de la regulación normativa, lo que cuenta no es cuán básica o no-básica sea una necesidad, sino si se da, y en qué medida se da.

La redacción de un catálogo de necesidades básicas haría falta si la necesidad entrara en nuestro tratamiento como el fundamento aislado de una reclamación que directamente fundara un derecho. En tal hipótesis, para no multiplicar las necesidades más de lo debido o practicable, habría que buscar un elenco económico, estilizado, de unas cuantas inderivables, cada una de las cuales fundara un derecho inherente a ella. La necesidad de abrigo o albergue, el derecho de morada; la de alimentación, el de sustento; y así sucesivamente. En un mundo posible diverso un ser vivo podría tener una de esas necesidades sin tener todas las otras.

En nuestro planteamiento eso no hace falta, porque lo que fundamenta el derecho positivo es el título básico de cada miembro de la comunidad a participar en el bien común mediante una satisfacción equitativa de sus necesidades, básicas o derivadas, muchas o pocas. Los elencos de derechos específicos son contingentes, dependiendo de la cultura, del espíritu de los tiempos, de unos recursos sociales acumulados, un estado de la técnica, un modo de vida social (lo cual no es óbice para que seguramente un analogon de cada uno de los derechos concretos que incluyamos en la lista estará presente, de una manera o de otra, en cualquier sociedad humana e incluso en muchas sociedades no humanas, porque efectivamente se trata de requerimientos de la vida misma que brotan de la propia naturaleza de los seres vivos, o de los animales, al menos en los mundos posibles similares al nuestro).

Decimos, pues, adiós a esa busca de un elenco de necesidades básicas o no-relativas. No nos hace falta ese elenco para la regla de distribución según las necesidades (o sea de modo que éstas se satisfagan al máximo).


§43.-- Una defensa del estatismo

A mi planteamiento puede reprochársele que da por sentado que hay que distribuir. Y los pensadores libertarios --como Robert Nozick y Anthony Flew--NOTA160 estiman que no hay que distribuir ni redistribuir. Apenas atenuado se perfila ese antidistributivismo en los economistas post-keynesianos (si no en todos sí en la mayoría), seguidores, en buena medida, de las ideas de von Mises y F.A. von Hayek, como la escuela monetarista de Milton Friedman y las corrientes ortodoxas de la ciencia económica de nuestros días.

Según tales puntos de vista --cuyo detalle no podemos entrar a debatir en este ensayo--, la sociedad es un consorcio regido por un pacto social que deja a cada uno regir sus cosas, buscar su interés, procurar su propio bien y el de los suyos, según unas reglas de decencia social que marcan límites a lo que cada uno puede hacer. El deber esencial del individuo (o del cabeza de familia) es el de respetar esos límites, no invadir el terreno ajeno. Es un deber negativo. La tarea de los poderes públicos es esencialmente la de compelir a los ciudadanos a ajustarse a esos límites, para que cada uno deje vivir a los demás sin interferir en su vida, sin mermar su libertad. El estado ha de tender a ser un estado mínimo, ocupándose de esa tarea y nada más. La riqueza que haya es esencialmente obra y creación de cada individuo o de cada grupo voluntario de individuos. Por lo cual es suya, y no está ahí para tomarla y distribuirla entre todos.

Nadie niega que, si hay algún estado --por mínimo que sea--, de algún modo hay que contribuir a su mantenimiento, por la vía de algún género de tributación. Mas la tributación --en esa perspectiva libertaria-- ha de ser la imprescindible para atender a esas cargas públicas, que han de ser mínimas. Nunca ha de tener una misión redistributiva.

Algunos de esos enfoques libertarios introducen, sin embargo, alguna restricción a ese individualismo, autorizando al estado a practicar, en pequeñas dosis, una distribución marginal (tal vez para brindar capacitación a quienes no han tenido la fortuna de adquirirla). Para facilitarlo, permiten que el estado exija impuestos más fuertes. No obstante, ha de quedar claro que se trata de compensaciones marginales para casos que habrían de tender a ser excepcionales y que, en lo sustancial, la riqueza es de cada uno, dueño de lo que ha creado con su propio afán o en asociación voluntaria con otros (y entonces serán condueños de esa riqueza).

Aunque pueda parecer que tales ideas son exclusivas del conservadurismo social propio del libertarianismo, el monetarismo y escuelas afines, hallamos un sorprendente parentesco con esas ideas donde no lo buscaríamos, nada menos que en el pensamiento de Carlos Marx, en su Crítica al Programa de Gotha.NOTA161

Censurando la concepción lassalliana de que la riqueza existente en una sociedad es obra de la sociedad en su conjunto --por lo cual ha de estar disponible para que el estado la administre en beneficio de la masa de la población--,NOTA162 Marx se yergue enérgicamente en defensa de una idea opuesta: la de que la riqueza es generada exclusivamente por quienes efectúan el trabajo de producirla (los obreros) y, por consiguiente, ha de ser de ellos, aunque luego aconseja que, sin embargo, se deduzcan de esa riqueza (creada por los obreros) unos excedentes para atender necesidades sociales, como educación y atención sanitaria.

La denuncia de la tesis estatalista en la obra de Marx responde a su concepción de que el estado es un mero instrumento de dominación de clase. Mientras se dé la supremacía de la clase burguesa, el estado es un utensilio en manos de tal clase para dominar a la clase explotada, el proletariado; el estado tiene como única función la represiva (es un conglomerado de tribunales, ejército, policía y cárceles) --un enfoque que de nuevo lo aproxima al libertarianismo. Cuando se haya consumado la transformación comunista de la sociedad, no habrá clases ni, por lo tanto, estado alguno. Entre tanto, habrá un estado transitorio que será el instrumento de poder de la clase obrera para destruir el poder económico de la burguesía; y cuyas funciones estatales serán las mismas, las represivas, sólo que en dirección inversa.

Marx y Engels nunca vieron con buenos ojos la creación de un sector público de la economía (así, p.ej., denunciaron los ferrocarriles del estado como otra variante de propiedad capitalista);NOTA163 ni alentaron a que el estado no-obrero se encargara de ninguna tarea redistributiva;NOTA164 ni pensaron en continuidad alguna de ese estado al proletario (al revés, cualquier continuidad habría de ser impedida y arruinada de cuajo, puesto que el estado proletario debería basarse en la aniquilación previa de todo el aparato estatal burgués).

Frente a las ideas de Marx, Lassalle, vagamente,NOTA165 y los socialistas de cátedra, muy elaboradamente,NOTA166 propugnaron un creciente papel del estado, un sector público de la economía,NOTA167 un incremento de la parte del PIB públicamente administrada para hacer viable una política redistributiva.NOTA168


§44.-- Qué y por qué hay que distribuir

La historia del siglo XX ha corroborado la corrección del socialismo de cátedra,NOTA169 hasta el punto de que los mismos estados que se dijeron `proletarios' e inspirados en la teoría de Marx fueron continuaciones del estado anterior, que asumieron, prosiguieron, profundizaron y ampliaron su tarea redistributiva; a la par que su ejemplo ha desteñido en el campo de sus adversarios que --así fuera a regañadientes-- también optaron por un rumbo no tan diverso como pudiera creerse.

Y en realidad la tesis del libertarianismo, monetarismo y corrientes afines no pasa de ser una ideología individualista, que nunca tuvo plasmación real y que hoy choca estridentemente con los hechos efectivos. En todos los países del planeta el sector público administra, como mínimo, cerca de la mitad del PIB;NOTA170 a menudo mucho más que eso.NOTA171

El aparato estatal es una administración mayormente dedicada a hacer que funcione el inmenso sector público.NOTA172 Su destrucción causaría el derrumbe de la sociedad. Ese aparato lo forma un personal ingente y variopinto: educadores, choferes, limpiadores, barrenderos, científicos, telefonistas, traductores, notarios, locutores, interventores de hacienda, taquilleros, peritos agrícolas, recepcionistas, inspectores laborales, psicólogos, auxiliares de clínica, aparejadores, instructores, mozos, letrados del consejo de estado, técnicos de telecomunicación, espías, bomberos, bibliotecarios, etc.

Así que la realidad social de nuestro tiempo no es la que quieren crear los monetaristas y sus parientes ideológicos, sino que es más la del estado del bienestar. Pero mirando hacia atrás, siempre hubo algo de estado del bienestar (sin el cual la sociedad es imposible); siempre hubo hospicios, refugios, servicios de socorro, vías públicas, mercados públicamente regulados, obras públicas que eran las verdaderamente movilizadoras de la economía. La iniciativa exclusivamente privada y particular ha creado poquísimo, si es que ha creado algo. Y además siempre ha estado sujeta a la tutela e intervención pública, sin la cual la competencia mercantil se destruiría a sí misma en un santiamén; sólo gracias a la regulación estatal cabe proteger una actividad comercial que, sin ella, se autoanularía, al no fijarse unos límites que impidan la maquinación, la estafa, el abuso de posición dominante, la competencia desleal, la publicidad engañosa, la colusión explícita o implícita.

No sólo eso, sino que hoy sólo gracias a la intervención estatal positiva (fondos de garantía, reaseguros e instituciones similares de amparo estatal frente a la insolvencia) se impiden las consecuencias catastróficas a las que la competencia mercantil estaría llevando constantemente: bancarrotas de aseguradoras, entidades financieras y crediticias, grandes edificadoras, compañías de transporte en gran escala, mineras, explotadoras de yacimientos, refinadoras, operadoras de telefonía, suministradoras al por mayor de bienes y servicios imprescindibles para la vida moderna. Constantemente se están produciendo situaciones de quiebra que se amortiguan o desactivan por la intervención del estado, por la vía de los fondos de garantía u otros mecanismos de ese género. Igual que los seguros de desempleo, fondos de garantía salarial y otros mecanismos de solidaridad social atenúan los efectos de los despidos masivos, regulaciones de (des)empleo, suspensiones de pagos y otras crisis empresariales, suavizando el impacto sobre el consumo, para impedir un derrumbe económico.

Marx no tuvo en cuenta nada de todo eso. Partía de la teoría del valor de la economía clásica,NOTA173 según la cual una mercancía tiene un valor que es la cantidad de trabajo incorporado a ella. Así, en la sociedad capitalista la riqueza es --según él-- discreta; cada pieza material que encierra una riqueza (o sea cada mercancía portadora de un valor) es creada por los obreros que han trabajado en ella (o en los insumos gastados en producirla); no por toda la sociedad.

Cierto es que, para Marx, ese esquema no tiene por qué aplicarse a una sociedad post-capitalista --en la cual, según él, acabaría implementándose el principio de «a cada uno según sus necesidades», mas sólo después de que se haya logrado una abundancia plena. Pero persiste aparentemente en su pensamiento --también para esa sociedad futura-- una atribución de la creación de riqueza a los individuos que realizan un trabajo directamente productivo. No participan, según eso, en la creación de riqueza los empleados que atienden las esclusas, los mercados, la recogida de basuras, los inspectores de calidad industrial, ni los oficinistas, bedeles, enfermeros, maestros, revisores ferroviarios, delineantes, pintores, deshollinadores, arquitectos, cómicos, periodistas, carteros, músicos, ujieres, odontólogos, taquígrafos, camareros, cocheros, inventores, limpiabotas, cirujanos, abogados, cocineros, afiladores, traperos, embajadores, pregoneros, amas de casa, etc.

Esas dos concepciones --la de los marginalistas y la de Marx-- parten de la economía política clásica --por mucho que las escuelas no-marxistas contemporáneas se hayan desviado de la concepción del valor-trabajo para adoptar la del valor marginal, en cuyo estudio no podemos entrar. Ambas corrientes coinciden en una visión distributiva, no-colectiva, de la creación de riqueza. La riqueza --según los unos y los otros-- es obra separada de quienes trabajan en su producción, habiendo mecanismos económicos que fijan el quantum de lo que cada cual produce o no produce. Así pues, no se concibe un poder público que venga a distribuir, porque ya se han encargado de adjudicar a cada uno lo suyo los propios hechos, las relaciones económicas pre-estatales, al margen de cualquier iniciativa pública.

Frente a ambas doctrinas, sostengo que toda la riqueza social la produce la sociedad en su conjunto. Se produce lo que se produce como resultado combinado de las aportaciones de las generaciones pasadas y presentes, y cada labor productiva es posibilitada por la colaboración social, en la que juegan su papel los desempeños de todas las profesiones que hemos enumerado y muchísimas otras.

Es convencional --y a menudo bastante arbitrario-- asignar un quantum de contribución a unos o a otros, sin que en su determinación sirvan para nada los presuntos mecanismos económicos. No hay nada en la naturaleza misma de los hechos económico-sociales en virtud de lo cual --independientemente de las fijaciones convencionales-- el uno aporte tanto a la riqueza social y el otro aporte cuanto.

Sea Leandro un obrero de una fábrica de fármacos sita en un suburbio de Chinchón que, al producir somníferos, contribuye indirectamente a la obra de un inventor, Saturnino, quien, gracias a ellos (y a muchos otros factores) --por vivir en un sitio próximo a Barajas--, ha descubierto un remedio, la yudanclina, idóneo para prevenir una grave enfermedad ocasionada por un cierto material; gracias a lo cual se ha evitado que se enfermen y tengan que salir del ciclo productivo obreros experimentados que fabrican maquinaria de precisión que usa precisamente ese material. De resultas de ello, la compañía titular de esa fábrica ha aumentado sus ganancias en 1000 %, invirtiendo el principal accionista muchos de esos beneficios en una isla canaria, que se convierte en un vergel. ¿Cuál es la parte que de esas consecuencias causales les corresponde, respectivamente, a Leandro y a Saturnino? ¿Y cuál corresponde a los tranviarios que llevan a los obreros cada día al trabajo, a los serenos que evitan actos de vandalismo contra los raíles, a los anunciadores gracias a los cuales el director de la fábrica ha mejorado un procedimiento de fabricación, a los relojeros que ayudan a regular bien los tiempos de trabajo, y así sucesivamente?

Desde luego, sé muy bien que cualquier sociedad tiene establecidos unos u otros baremos en virtud de los cuales valora más o menos el afán o la aportación de cada uno. Lo que sostengo es que eso es convencional y, muchas veces, arbitrario. Salvo los totalmente inactivos, todos contribuimos al bien colectivo, sin que haya base objetiva alguna para atribuir a nadie un monto determinado de contribución.

Esa riqueza generada por toda la sociedad viene, sin embargo, entregada a unos o a otros por los mecanismos de la apropiación privada. Esos mecanismos convencionales, obra del legislador, estriban en otorgar a algunos un monopolio, a saber: el de usar una cosa, disfrutar y disponer de ella, prohibiéndose a los demás que lo hagan.

Erraba Marx al creer que se dan unas relaciones de producción subyacentes a las relaciones político-jurídicas, o sea más básicas, previas, poseedoras de una anterioridad de naturaleza (y en última instancia, para Marx, también temporal). No se dan. Es la apropiación privada, otorgada por el poder público, la que determina que una cierta parte de la riqueza creada entre todos venga a parar a las manos de uno o de unos cuantos, en lugar de ser dispensada desde un fondo común en beneficio de todos.

Y es que el derecho de propiedad privada no es un reconocimiento jurídico-estatal de una situación preexistente, generada al margen de la autoridad pública, en la mal llamada `sociedad civil' (una pura entelequia). El derecho de propiedad privada es la concesión de un monopolio, concesión que comporta dos aspectos: (1º) una prohibición a los demás de acceder al objeto privadamente apropiado, usarlo, disfrutar de él o disponer de él; (2º) una exención de tal prohibición a uno solo, aquel al que se erige en propietario, y al cual el estado otorga esas facultades que se rehúsan a los demás.

Desde luego, la propiedad privada no es ni ha sido nunca absoluta; jamás ha sido lo que se malentiende usualmente con la expresión latina ius utendi et abutendi, porque el propietario siempre tuvo que soportar limitaciones diversas: reglas de no-abuso en el ejercicio de su derecho de propiedad; reglas de lindes y vecindad; servidumbres, gravámenes; vinculaciones, derechos de tanteo y retracto; reglas de prescripción adquisitiva; prohibición de daños en cosa propia; prohibición del enriquecimiento injusto; responsabilidad extracontractual. Si hoy hablamos de un deber de función social de la propiedad, la formulación es de nuestro tiempo, mas el concepto no lo es del todo. Sería inviable --periclitando al poco tiempo-- una sociedad que otorgara un derecho pleno de propiedad privada, sin exigir una función social.

Siendo ello así, todas las sociedades han ido diseñando mecanismos correctores o amortiguadores de esa anomalía (la de que lo producido entre todos vaya a los bolsillos de unos pocos): mecanismos de redistribución, de socorro, de alivio de la pobreza, de asunción pública de las grandes obras colectivas, de aprovisionamiento; y, para ello, cargas públicas sobre los bienes cuya apropiación privada se ha otorgado.

El gran avance del siglo del progreso por antonomasia, que es el siglo XX, ha consistido en que tal tarea pública redistributiva ha pasado a englobar directamente una parte enorme de la riqueza social, tendiendo a marginalizar la riqueza que queda totalmente en manos privadas.

Así pues, lo que hay que distribuir o redistribuir es todo, absolutamente todo lo que crea la sociedad. Y se distribuye o redistribuye. Unas veces por el mecanismo de la apropiación privada --gracias al cual enormes trozos del pastel social se quedan en manos de una minoría. Otras por mecanismos de directa iniciativa pública, para bien o para mal (porque no siempre es para bien): hacia arriba --de los privados a lo público--: los tributos (bajo sus mil denominaciones y variantes), que devuelven al erario colectivo parte de lo asignado a los particulares por la vía de la apropiación (monopolio otorgado); hacia abajo --de lo público a los privados-- todas las vías ya aludidas por las que una buena parte de esa riqueza acumulada y recuperada por la colectividad retorna a los millones de pequeños beneficiarios (pensionistas, escolares, pacientes de hospitales, perceptores de becas, visitantes de museos, asistentes a espectáculos públicos, bañistas socorridos, usuarios del transporte público, habitantes auxiliados por el servicio de extinción de incendios, etc.)

Es también convencional la fijación del quantum de todas esas ayudas, porque tales determinaciones --que se cifran en valores monetarios-- son relativas a unas asignaciones de precios y aranceles que, o son arbitrarias, o, por lo menos, carecen de otra base que el haberse convenido así (aunque el convenio se justifique en cada caso de un modo u otro).

Lo que hay que distribuir socialmente no es, pues, algo de la riqueza social, sino toda ella, y de hecho se distribuye, bien o mal, por unas u otras vías, para beneficio de todos o de algunos.


§45.-- Dos restricciones al principio de participación según las necesidades

El criterio de las necesidades, siendo correcto, requiere, empero, ciertas matizaciones o restricciones.

El primer principio (el de preservación) parte de una concepción jusfilosófica de fondo: atenerse a la naturaleza de las cosas. Cualquier relación jurídica ha de regular unos supuestos de hecho; para hacerlo bien, ha de tomar en consideración las exigencias fácticas y éticas de esos supuestos de hecho, adaptando la norma a tales exigencias, que limitan el margen de libre determinación preceptiva del legislador. Y una de las exigencias de la vida humana es la de respetar (o al menos tomar en consideración) la rutina, el peso de los usos y costumbres, que son una segunda naturaleza. Mantener una costumbre requiere menos justificación que cambiarla. Y cambiarla bruscamente es una medida normativa siempre cargada de peligros. El legislador ha de tener eso en cuenta para adaptar la norma que desea establecer a un sustrato normativo con su propia tradición, con sus propios sedimentos, que se pueden ir alterando, pero con cuidado, con prudencia.

Así pues, en esta cuestión --igual que en cualquier otra-- lo primero que hay que tener en cuenta es que, justa o injusta, la pauta distributiva que se esté siguiendo ha de tomarse como punto de partida, para (si es posible) ir alterándola --en el sentido de una mayor equidad-- sólo paulatinamente. Ese sentido de mayor equidad es el de ir acercándose a una distribución de la riqueza social según las necesidades.

El segundo principio (el del beneficio social) determina que cualquier paso en esa dirección resulte en un aumento del bienestar colectivo, o por lo menos no repercuta en una disminución de ese bienestar. Y aquí volvemos a traer a colación la condicionalidad de la participación en el bien común. Recordamos que ese derecho de participación está condicionado a la aportación razonable al propio bien común. De ahí que toda modificación de las actuales pautas distributivas haya de hacerse de manera que resulte estimulada, y no desincentivada, la contribución al bien común.

Por otro conducto, este segundo principio viene a rescatar algo como el mérito; pero no es el mérito, sino sólo un criterio con efectos parcialmente similares. Lo que excluye este segundo principio es que se tomen medidas distributivas que desanimen del esfuerzo y del trabajo. El esfuerzo, el trabajo, la creación fructífera, la iniciativa son virtudes individuales y de grupo cuyo ejercicio contribuye al bien común. Ninguna medida de redistribución ha de tomarse de tal modo que desanime a los individuos y a los grupos del ejercicio de esas virtudes.

Por eso son tan cuestionables las propuestas de renta mínima o cualquier acercamiento excesivo de los peculios sin contraprestación laboral al salario mínimo interprofesional, y cualesquiera otras medidas de efecto parecido.NOTA177

Y, más en concreto, cualquier modificación de los criterios distributivos vigentes ha de hacerse de manera que se incentive (o al menos no se desincentive) el trabajo en aquellos lugares, en aquellos horarios, en aquellas ramas, especializaciones y modalidades en que haya necesidad social de mano de obra. Sea mercantil o no el sistema económico, sean los medios de producción de titularidad pública o privada, en cualquier caso esa ley de la oferta y la demanda ha de regir en el terreno de las relaciones laborales, porque ello va en beneficio de la sociedad y del individuo; pero ha de regir en el limitado marco de respetar las costumbres establecidas y de irse acercando a la prevalencia del criterio de las necesidades.


§46.-- Objeciones al criterio de distribución según las necesidades

1ª Objeción: Hay propiedad privada justa.

Aunque sea verdad que el reconocimiento de una propiedad privada de alguien sobre algo es la concesión de un monopolio, esa concesión puede ser justa, puede ser en virtud de los méritos del adquirente de la propiedad, o de la aplicación correcta de las reglas establecidas de transmisión. No todo mantenimiento de una propiedad privada ni siquiera toda nueva adquisición es un otorgamiento arbitrario de un monopolio, una especie de favor o merced del gobernante.

Respuesta

Hay justicia absoluta y justicia relativa. Supongamos que hay feudalismo y que el rey confiere el señorío jurisdiccional sobre los pueblos avasallados de su reino a individuos de calidad según sus méritos de cuna o sus acciones. Eso es injusto; pero, admitido ese esquema o marco jurídico, más injusto será otorgarle muchas baronías a un hidalgo que sólo cuente a su favor sus halagos palaciegos que a un grande de España o a un capitán esforzado de los tercios. Dentro de ese marco, el capitán o el duque agraciados con nuevos señoríos verán, con razón, como justo el beneficio alcanzado, y todos juzgarán injusto el regalo al lisonjero cortesano.

Similarmente, una vez establecido un marco, por injusto que sea, la transmisión de prebendas dentro de ese marco, operada según las reglas jurídicamente admitidas, es menos injusta que la ulterior violación de tales reglas por un favoritismo regio. Así, si los señoríos se han instituido en herencia vinculada de mayorazgo, su paso al primogénito es justo (justo en el sistema); no lo sería una exención real en contemplación a un capricho paternal. Y es que infringir la seguridad jurídica es injusto.

2ª Objeción: Fracaso de los modelos redistributivos.

Esta construcción doctrinal está condenada al fracaso, porque se estrella contra la realidad histórico-social, que muestra la inevitabilidad de la propiedad privada y de la economía de mercado. Tendrán sus defectos, pero, sin ellas, no hay sociedad viable, según lo corrobora el curso de la historia del siglo XX.

Respuesta

Dudo mucho que en el cortísimo lapso de cien años se haya podido corroborar nada concluyente y definitivamente. Creo que sería como decir que el fracaso de la rebelión de Espartaco en el año -71 confirmó para siempre la imposibilidad de una sociedad sin esclavitud (tesis que se hubiera podido sustentar en argumentos persuasivos, como los de que --por mala que fuera la esclavitud-- los intentos de ponerle fin sólo conducían a derramamiento de sangre, a saqueos, a sufrimientos muchas veces de quienes no tenían la culpa, y tantas otras cosas así --todas ellas, desde luego, con fundamento).

En el terreno del debate doctrinal en el que se ubica, el presente ensayo ha de prescindir de esas contingencias históricas concretas. Es verosímil que la historia --a la hora de abordar una tarea pendiente cuyas condiciones ideológicas hayan madurado-- la emprenda varias veces, unas con peor y otras con mejor acierto y fortuna, unas por unas vías prematuras y condenadas al fracaso, otras, posteriores, más sosegadas y destinadas a un éxito más duradero y sólido.

Pero es que, además, la actual posición doctrinal no excluye la propiedad privada. Simplemente la reconoce como lo que es, el otorgamiento de un monopolio por los poderes públicos a un individuo o a un grupo privado de individuos particulares; otorgamiento que podrá estar justificado, mas ha de restringirse con servidumbres en aras de la libertad y de la justicia; concretamente: en aras del respeto al derecho de cada quien a participar equitativamente en el bien común, según sus necesidades.

3ª Objeción: El criterio de las necesidades haría desplomarse a la economía.

La implementación del criterio de distribución según las necesidades acarrearía un desmoronamiento económico. Puesto que a uno le van a dar una porción del pastel social según lo que necesite, y no según lo que aporte a la sociedad, se premiará a los holgazanes, a los inertes, a los rutinarios, a los mediocres y no se incentivará (al menos no económicamente) la iniciativa creadora, el esfuerzo, la superación de uno mismo, el tesón, el mérito en suma. No bastaría compensar eso con honores u otros incentivos morales (suponiendo que éstos no se vayan a distribuir también según las necesidades).

Respuesta

La regla de distribución según las necesidades no la propongo como un principio absoluto y totalmente vinculante. En el marco del enfoque gradualista que inspira al actual tratamiento lógico-jurídico, hay grados de obligatoriedad y de licitud. Y entre varias reglas, todas obligatorias, hay a menudo contradicciones normativas. La obligación de repartir según las necesidades puede colisionar, y colisiona de hecho, con otras dos obligaciones de los poderes públicos: (1ª) salvaguardar la eficiencia económica, la creación de riqueza y el aumento de la prosperidad colectiva; y (2ª) hacer respetar el deber de cada uno de contribuir al bien común.

Esa colisión lleva a inaplicar la obligación de reparto según las necesidades en tanto en cuanto se produzca la citada colisión en una medida desproporcionada, o sea: en tanto en cuanto la preferibilidad axiológica del estado de cosas resultante de aplicar estrictamente el principio del reparto según las necesidades es menor que la de una restricción a esa aplicación para dejar un mayor juego a la eficiencia económica, a la emulación y al deber de contribución forzosa al bien común (en la medida de las posibilidades de cada uno).

Desde luego, esa limitación del principio de distribución según las necesidades está a su vez limitada, porque cualquier sociedad que se pueda permitir un mínimo de generosidad ha de atenerse a él incluso para con quienes incumplan, total o parcialmente, su deber de contribuir al bien común. Hay un mínimo humanitario de socorro y ayuda que debería conceder también a los indolentes, a quienes permanecen inactivos porque quieren --y, desde luego, a quienes dan una contribución al bien común muy desproporcionadamente menor que la de la mayoría de sus conciudadanos.

Tan inadecuado es pretender una sociedad de héroes o de titanes como una en la que el beneficio en la riqueza colectiva sea totalmente independiente de la leal colaboración para alcanzarla e incrementarla. Para obviar ese escollo no hace falta abandonar el principio de distribución según las necesidades, sino aplicarlo aquilatadamente y en equilibrio con otros principios de política social que pueden entrar en conflicto con él, mediante un procedimiento de ponderación.

4ª Objeción: El estado del bienestar es injusto.

El estado del bienestar muchas veces lo que hace es subvencionar a los ricos, o a los menos pobres, a costa de los más pobres. Una sociedad de pleno mercado organizada según principios libertarios evitaría esa injusticia.

Respuesta

Una sociedad libertaria no evitaría nada porque no puede existir, es un absoluto imposible por incompatibilidad con la naturaleza humana y porque, siendo supercontradictorio el concepto de puro mercado, es una noción que repugna lógicamente.

Hay muchas imperfecciones del actual estado del bienestar (un bienestar frecuentemente pequeño y relativo). Se trata de corregirlas. Mas, cuando aquello por lo que se aboga es suprimir el sistema de reparto porque hay disposiciones distributivas mal diseñadas o mal aplicadas, es menester sostener, con claridad y firmeza, que lo que hay que hacer es mantener el estado del bienestar mejorado y depurado de sus defectos o contaminaciones.

Así, p.ej., se alegan situaciones como la siguiente. Los empleados de algunas ramas o empresas, ya de suyo mejor pagados, perciben (como promedio), a lo largo de su vida, un cúmulo de pensiones que, multiplica lo que han aportado en cotizaciones en tanto (digamos que lo cuadruplica); al paso que trabajadores de otras ramas --que ya estaban percibiendo remuneraciones menores cuando trabajaban-- acabarán, al fallecer, habiendo cobrado un cúmulo de pensiones que será menos del doble de lo que cotizaron en su día.

No sé en qué medida puedan estar total o parcialmente justificadas esas discriminaciones, desde el punto de vista de los principios de eficiencia económica, seguridad jurídica, disponibilidad de recursos, reforma paulatina para evitar efectos perversos, etc. Suponiendo que no lo estén en absoluto, el remedio adecuado será una reforma profunda y rápida, no la supresión del sistema de pensiones y la vuelta a un sistema de capitalización propio de sociedades más bárbaras a las que el siglo XX ha querido dejar atrás.

5ª Objeción: Esta propuesta arruinaría a las empresas.

En efecto, este criterio distributivo impondría tremendas e insoportables cargas tributarias para atender a ese reparto masivo en función de las necesidades.

Respuesta

La principal carga de las empresas que se sigue de nuestro tratamiento no es la de tributar, sino la de asumir correcta y eficientemente la tarea profesional que han asumido, igual que le incumbe a cada individuo contribuir al bien común trabajando, en el respeto a la libertad de opción profesional (y, naturalmente, en la medida en que dependa de su propia iniciativa).

Las personas colectivas son miembros de la sociedad. No son miembros con el mismo título que los individuos. No son miembros naturales, mas sí son integrantes de la sociedad, la cual, con razón, les confiere (al menos en muchos casos) personalidad jurídica. Esas personas morales o jurídicas tienen también un derecho a participar en el bien común y un deber de contribuir al mismo.

Lo que constituye un incumplimiento de su deber de contribuir es no desempeñar las tareas profesionales que se han impuesto a sí mismas --o no hacerlo suficientemente, o suficientemente bien--. Así, una empresa textil especializada en prendas de abrigo ha de fabricarlas y ofertarlas, en lugar de eliminar de su inventario un tipo de prenda (para la que no hay otro oferente disponible) que responde a una necesidad social.

Se reprocha muchas veces a la empresa privada que ofrezca demasiado, que incite a las necesidades inducidas artificialmente, que empuje a consumir. Seguramente es mucho más de reprochar --y más grave socialmente-- que muchas veces no cumpla su misión autoasignada: no contrate personal pudiendo hacerlo, no aborde la fabricación de cierto tipo de productos socialmente necesarios pudiendo hacerlo, no comercialice bien los productos que fabrica (no haga esfuerzos suficientes para que lleguen al consumidor potencial), o no ofrezca sus productos a precios asequibles, pudiendo hacerlo, o mantenga inactiva una buena parte de su capacidad productiva sin necesidad.

La obligación de cumplir las prescripciones del derecho mercantil y las del derecho laboral son también deberes de las empresas que forman parte de la obligatoria contribución al bien común (una contribución reglada según las pautas que marcan las autoridades), al igual que lo es la de cumplir las obligaciones tributarias.

Cuando la situación económica haga incompatible el mantenimiento de la empresa con el cumplimiento de tales obligaciones, lo razonable será confiar esa actividad económica al servicio público. Una absorción en el servicio público que sería también prudente contemplar como alternativa voluntaria para los empleadores que prefieran maximizar sus ganancias a corto plazo antes que cumplir con sus obligaciones jurídico-sociales.

Así pues, incurren en violación del pacto social los empresarios que dejan infrautilizados sus recursos productivos con respecto a lo que podrían hacer sin pérdidas. Si la tiranía de las cotizaciones bursátiles es lo que empuja a los administradores de empresas a esa conducta violatoria, el Estado ha de intervenir atajando esos desmanes del mercado bursátil, que, no por anónimos y diluidos, han de quedar sin la debida corrección de los poderes públicos por todos los medios a su alcance.

6ª Objeción: Más vale concienciar a los empresarios con una ética de empresa.

Es preferible concienciar a los empresarios acerca de sus responsabilidades frente a la sociedad civil que imponer una distribución por los poderes públicos a golpe de intervención legislativa. Y es que el empresario puede darse cuenta de que lleva, incluso económicamente, las de ganar asumiendo esas responsabilidades.

Respuesta

No hay más sociedad civil que el estado. Si por `sociedad civil' se entiende el cúmulo de asociaciones privadas, el resultado será que, de los habitantes de un territorio, sólo una fracción (tal vez de menos del 5%) integra la sociedad civil. La inmensa mayoría de los individuos no están organizados (salvo en la organización familiar), y, si lo están, es de manera tangencial y no del todo voluntaria (sindicación más o menos forzosa, p.ej.).

Si las empresas no respetan las imposiciones coercitivas del derecho, menos motivo tienen para conformarse a las exhortaciones de quienes se proclaman representantes de la sociedad civil o actúan como predicadores de moral social.

De todos modos, la propuesta que estoy haciendo no asigna exclusivamente a los poderes públicos ni la tarea de contribuir al bien común ni la de la distribución según las necesidades. El legislador promulga unos preceptos que tienen por objeto asegurar un comportamiento correcto de los agentes económicos; en la medida en que se cumplan, se tenderá a una distribución según las necesidades, al menos como uno de los principios regulativos vinculantes (no el único). Se da la bienvenida a los predicadores que deseen hacer oír su voz para persuadir a los empresarios de que eso es bueno y beneficioso para todos. Daño no harán.

En cuanto a saber si el empresario gana o pierde conformándose a las reglas jurídicas en la letra y en el espíritu (no abusando de sus derechos ni burlando la ley con triquiñuelas, paraísos fiscales, malabarismos contables o interpretaciones torcidas), lo cierto es que es un asunto contingente. Unas veces ganará (a corto plazo) y otras perderá. La razón por la que existen y deben existir unas reglas jurídicas que disciplinen la actividad empresarial no es que así forzosamente gana el empresario, sino que así gana la sociedad (y, en la medida en que la empresa forma parte de la sociedad, gana indirectamente la empresa, claro).

7ª Objeción: Los sectores públicos son ineficientes.

Ya se ha visto el fracaso de los sectores públicos hinchados, sobredimensionados, hipertrofiados, que a la postre han mostrado su ineficacia. ¡Menos estado para tener un buen estado!

Respuesta

El autor de este ensayo no ha leído ni escuchado nada que ofrezca una prueba de ese aserto. Hasta donde él conoce, la moda del adelgazamiento del sector público obedece a la ideología monetarista o similar, a la ley del péndulo y a la codicia de los privatizadores, no a una demostración razonable de la superioridad de lo privado.

No puede sostenerse que el período de desprivatización masiva (1945-1975)NOTA178 haya sido une época económicamente menos brillante que el tiempo de la privatización (1980-2006 aproximadamente). Lo contrario es verdad.NOTA179

Ni hay razón alguna para pensar que el estado no puede hacer cosas que las empresas privadas sí pueden hacer, o que las hace peor. Si el estado no tiene recursos, habrá que allegarlos. Si no los hay, tampoco la empresa privada solucionará el problema. La privatización de los suministros de agua en África no ha dado más agua a las poblaciones, sino justamente todo lo contrario: ha sumido en la sed a barrios que antes, mal que bien, recibían su suministro de agua.

Ni es cierto que el empresario privado tenga medios para conseguir que sus empleados actúen siempre con diligencia y servicialidad, al paso que el servidor público sería indolente e inepto. Un estudio empírico sin prejuicios posiblemente arroje resultados alejadísimos de esos clichés.

8ª Objeción: Redistribuyendo no se mejorará la suerte de la humanidad.

Vamos a hacer lo que propone este ensayo: vamos a tomar el PIB mundial y vamos a asegurar su reparto en función de las necesidades --al menos tendencialmente y a salvo de aportar restricciones. Habrá que jerarquizar o priorizar las necesidades. Los 6 mil millones de seres humanos podrán comer (suponemos que hemos resuelto las dificultades prácticas de cómo hacerles llegar a todos su porción alimentaria) y se cubrirán algunas necesidades más. Pero no habrá recursos con los cuales empezar a facilitarles a todos trabajo, vivienda, movilidad, educación, cultura, esparcimiento, atención médico-quirúrgica. Para conseguirlo habría que multiplicar el PIB mundial. Lo cual no se va a conseguir distribuyendo equitativamente los recursos hoy disponibles. Mas eso no sólo prueba lo limitado del alcance de la política redistributiva, sino, sobre todo, que, si reconocemos unos derechos positivos --o de bienestar-- concretos (al trabajo, a la vivienda, a la cultura etc), lo que hay que hacer para alcanzarlos no es asegurar una participación equitativa en el bien común, sino aumentar ese bien común.

Respuesta

Efectivamente, no basta distribuir.NOTA180 El derecho a participar en el bien común incluye un derecho a que exista y se incremente ese bien común y a participar en él equitativamente. Hay un derecho a prosperar, a mejorar la calidad de vida. Una sociedad estancada sería una sociedad en la cual no se respetara ese derecho a la mejora de la calidad de vida, componente esencial del derecho a la participación equitativa en el bien común. No es equitativa cuando no ofrece perspectivas de mejora.

Si se escuchara a los apóstoles del antiproductivismo, que abogan por la sociedad del decrecimiento, habría que programar una rebaja del nivel de vida. En una sociedad así se genera una tremenda desigualdad: las generaciones que declinan han disfrutado de una mejora (paulatina) de su nivel de vida; y ahora, en su edad postrera, viven gracias a la solidaridad de los más jóvenes, a quienes, en cambio, se prometería un declive, se prometería que ellos vivirán peor.

Si llevaran razón esos agoreros, sencillamente toda la actual construcción sería errónea, porque ad impossibile nemo tenetur. Si fuera ineluctable esa decadencia económica y hubiéramos de optar por el decrecimiento productivo, será falso que haya un derecho a comer, a alojarse, a trabajar, a disfrutar de esparcimiento, a tener cultura, y a vivir. En la escasez resultante será absolutamente imposible aun empezar a persuadir a ningún sector de la población mundial para que comparta nada, ni bastaría siquiera la coerción para conseguirlo. Luego no habría ningún derecho a participar equitativamente en el bien común (porque ese derecho entraña un deber de respeto que sería imposible de aplicar).

Eso nos hace ver que un tratamiento normativo tiene supuestos fácticos. De ser los hechos como los presentan esos neomaltusianos, todo este libro sería irrelevante.

Por último, distribuir más equitativamente también es aumentar las perspectivas de crecimiento económico, porque el mayor obstáculo al mismo lo constituye el estrangulamiento del mercado. El ahorro es el azote de la economía, y los ricos ahorran más que los pobres.NOTA181

9ª Objeción: Esta propuesta anula la libertad y la responsabilidad.NOTA182

En la filosofía moral analítica de estos últimos años se han discutido varias propuestas de corte igualitarista.NOTA183 Hay una amplia gama de autores que coinciden en reconocer un principio válido de igualdad que ha de presidir la política distributiva. Para unos, ha de distribuirse de manera que se superen las desigualdades de nacimiento, o independientes de la opción del sujeto; para otros las desigualdades debidas a la suerte (p.ej. las disparidades innatas de talento, porque nadie es menos inteligente o apto porque haya decidido serlo); y hay más propuestas. Mas todas ellas se inscriben en un respeto al principio de libertad y responsabilidad: vaya más o menos lejos la pauta distributiva, ha de quedarse siempre suficientemente corta como para que cada uno sea libre de forjar su propio futuro (y el de los suyos), o sea: como para que la porción de la riqueza social que a la postre le acabe tocando dependa, en medida sustancial, de sus propios actos, de su esfuerzo o de su pereza, de su acierto o su desacierto. La actual propuesta nos lleva, en cambio, a una sociedad sin libertad ni responsabilidad.

Respuesta

Ya he dicho que --en aras de los principios de eficiencia económica y de sanción al incumplimiento del deber de contribuir al bien común-- se pueden introducir restricciones en la aplicación de la regla distributiva según las necesidades. Mas el principio general queda en pie. Una sociedad así no restringe la libertad. Lo que, si se quiere, restringe es la libertad para la desgracia, libertad para el sufrimiento.

En un régimen libertario hay libertad de padecer, de pasar hambre, de ser un desgraciado; si uno escoge mal, si se equivoca en el camino, ése será el resultado.

No así en una sociedad como la aquí propuesta: uno escoge libremente dónde vivir, qué profesión abrazar, qué estudios acometer; podrá recibir marginales compensaciones a sus opciones cuando ello sea aconsejable por razones de eficiencia económica, y podrá recibir sanciones cuando sus opciones no tengan en cuenta la obligación de contribuir al bien común. Pero en el peor de los casos operará una regla de hermandad humana, en virtud de la cual habrá siempre un socorro para los descarriados, para el hijo pródigo. Y es que los derechos de prestación no son derechos de libertad. Tenemos libertad de votar o no votar, mas no de estar sanos o enfermos. Los derechos de bienestar (positivos o de prestación) son de un solo sentido y de dirección única. No hay derecho a la pobreza, al dolor, al hambre, a la holganza, a la desgracia. (Otra cosa es en qué medida, o por qué medios legales, haya que imponer el disfrute de los derechos de bienestar; naturalmente la regla de oro son la prudencia y la compasión.)

10ª Objeción: La sociedad no es una familia.

Una de las falacias implícitas en este escrito es la confundente concepción de la sociedad como si fuera una gran familia. Ese principio de distribuir según las necesidades podrá aplicarse en el seno de una familia (y aun eso es residual, hoy cuando los matrimonios ya no suelen adoptar un régimen de comunidad de bienes, sino de separación). Podrá, si se quiere, aplicarse a comunidades de convivientes conventuales o similares, porque la pertenencia es voluntaria. Imponer ese principio a la sociedad, en la que se nace y se vive --quiéralo uno o no--, es atentar contra la libertad de cada uno. Una cosa es, a lo sumo, establecer un mínimo de solidaridad por el cual todos tengamos que contribuir algo a aliviar las situaciones de mayor angustia. Otra cosa es esa visión de que toda la riqueza ha de verse como esencialmente común y a repartir entre todos según lo necesiten.

Respuesta

La sociedad no es una familia, efectivamente. De la sociedad humana no puede uno no formar parte (salvo yéndose de este mundo), aunque sí es posible dejar de formar parte de una sociedad localizada e incorporarse a otra. La comparación que he hecho con la familia no quiere decir que conciba a la sociedad como una familia, sino que, mutatis mutandis, y en lo que sea aplicable, cabe ver en el modelo familiar un paradigma para la sociedad, que será tanto más justa cuanto más cercana esté a ese ideal de la hermandad social.

Eso no quebranta la libertad. Si la quebrantara, en el seno de la familia no habría libertad. De dos hermanos, el uno escoge ser leñador y el otro ingeniero; mientras estén hermanados en la unidad familiar (y en la medida en que lo estén), comparten sus recursos para satisfacer sus necesidades; eso no atenta a su libertad: cada uno tendrá el género de vida que ha escogido y que responda mejor a su opciones personales.

En cuanto a que muchas familias ya no sean familias en ese sentido tal vez tradicional, eso, espero, podemos dejarlo de lado aquí. El ideal o modelo del compartir preside nuestra legislación y es un valor ampliamente profesado en nuestra sociedad, aunque, naturalmente, cada quien es dueño de abrazar una u otra de las opciones que reputa lícitas el ordenamiento jurídico.

11ª Objeción: Hay que decantarse.

Pero, al final, ¿en qué quedamos? Este ensayo parece estar proponiendo una especie de gran alternativa, muy radical (nada menos que adoptar ya para nuestra sociedad el principio de distribución con el que Karl Marx soñaba para la futura sociedad comunista); sin embargo, luego viene la rebaja: cortapisas y excepciones, matizaciones, un claro pragmatismo con el que se apunta a la necesidad de impulsar el crecimiento productivo, un reconocimiento de la regla de eficiencia económica, y, para remate, una gran apología del estado del bienestar, o sea: de la propia situación del denostado sistema capitalista. Y una de dos: o lo que se está proponiendo es tan sólo una vigorización del estado del bienestar --acaso aportándole más confianza en sí mismo y en sus propios valores justificativos-- o de veras hay aquí una propuesta que pueda aspirar a verse como revolucionaria.

Respuesta

Esta propuesta no es revolucionaria. Es reformista. Retoma la obra magnífica, pero dolorosamente insuficiente, del estado del bienestar (mezquino, angosto, reservado a una minoría de la población del Planeta Tierra) para, sin ruptura, encaminarla a metas muchísimo más ambiciosas axiológica y antropológicamente, una creciente prosperidad común de la humanidad equitativamente compartida.

12ª Objeción: Necesidades vs preferencias.

Las necesidades serían requerimientos que objetivamente tendría un sujeto independientemente de que lo sepa o no, y cuyo grado de realidad no dependería del grado de conciencia. En cambio, las preferencias son estados de inclinación escogidos voluntariamente. El mercado se justifica (por sus partidarios) como un mecanismo por el cual los individuos actúan según sus preferencias, de lo cual resultaría idealmente una distribución de la riqueza social derivada de ese juego de preferencias individuales. Sea así o no, al menos el hacer entrar en juego las preferencias respeta la autonomía personal. Por el contrario, las necesidades serían determinables por los expertos (en la medida en que alguien esté en condiciones de conocerlas). Una política distributiva por necesidad acarrea así, inevitablemente, el paternalismo.

Respuesta

Podemos confiar en que en la mayoría de los casos la gente conoce sus necesidades y no se produce ese desfase entre necesidades e inclinaciones subjetivas. Es raro que se opte por el ayuno, la abstinencia, vivir a la intemperie, ir desnudo, e incluso, generalmente, permanecer en la ignorancia. Por otro lado, entre las necesidades una de ellas es la de actuar con la máxima libertad de modo que nos sea lícito hacer todo lo no prohibido, y sólo esté prohibida una conducta claramente perjudicial. Por ende, hemos de ser libres (dentro de las opciones legales) para cambiar el mobiliario o irnos de vacaciones, p.ej. Mas la asignación de recursos a los individuos se hará de modo que, de actuar razonablemente, puedan satisfacer sus necesidades según lo haría razonablemente el hombre medio, ayudado eventualmente por el consejo de expertos (que nos señalen la necesidad de vitamina C o de hacer ejercicio, etc.).

Por otro lado, un cierto paternalismo es imprescindible, justamente porque esa razonabilidad del hombre medio es limitada, y el descuidar excesivamente algunas necesidades básicas de uno mismo afecta al yo futuro y a los demás. Por eso no se reemplaza la asistencia sanitaria pública (gratis o por precio módico) por una asignación que uno pueda gastarse en el fútbol, ni las ayudas al transporte público por un aguinaldo que cada uno destine a lo que quiera (correrse una juerga, p.ej.). Sin ese módico paternalismo no hay estado de bienestar, que otorga prestaciones pero a cambio de conductas responsables. Ampliar mucho ese estado del bienestar no anula la libertad ni comporta una tiranía de los expertos. Siempre quedará un margen para que cada uno decida los detalles de su consumo según su opinión o su decisión del momento, buena o mala, reflexionada o no, concorde o no con sus planes de vida, y sean éstos inteligentes u obtusos.

El presente enfoque no elimina ese margen, sino que propone reducirlo para que el esfuerzo colectivo no sufra un daño excesivo del cúmulo de caprichos individuales.

Pero hay que confiar en que la aplicación misma del criterio de las necesidades tendrá también un enfoque pedagógico que hará aumentar la racionalidad de las preferencias de los individuos. Antes de la enseñanza obligatoria tal vez muchos ignoraban que tenían necesidad de aprender y, en cambio, ahora prácticamente nadie querría ser analfabeto.

Por otro lado, no es ajeno al estudio de los economistas el distingo entre necesidades y meras apetencias (o preferencias). Justamente algunos de ellos han acuñado la noción de bienes preferentes o merit goods, diseñada por Richard Musgrave en 1959, que satisfacen las necesidades valoradas socialmente hasta el punto de que las administraciones facilitan o subvencionan su satisfacción. García Villarejo & Salinas ofrecen ejemplos:NOTA184 enseñanza gratuita, comida escolar, viviendas de protección oficial, servicios de sanidad. Hay también, en ese enfoque, demerit goods (bebidas alcohólicas, drogas), que la sociedad mira como portadores de desvalor, o de un desvalor que puede sobrepasar a su valor. Para Mussgrave y los otros hacendistas que manejan ese concepto, las preferencias del consumidor individual pueden estar deformadas, desviándose de la utilidad de un producto o servicio para el bienestar o malestar general y para el del propio individuo a largo plazo.

A juicio del autor de este ensayo, la acuñación de ese concepto pone de relieve que es la población misma, masivamente, la que valora de modo diferente los diversos productos y las apetencias (o preferencias) a cuya satisfacción tienden. Pueden tales valoraciones ser erróneas. En un tiempo pueden valorarse altamente ciertos espectáculos que en otro son masivamente condenados. Pero también hay tendencias más o menos constantes. Siempre se ve como legítimo y natural el deseo de alimentarse, tener un hogar familiar, instruirse, saber, aprender, gozar de salud, al paso que hay gastos que casi siempre se miran con ceño fruncido por su vinculación con lo desordenado e irracional (poco provechoso para uno mismo a la larga): ludopatías, embriaguez, sexo mercenario. Hay una escala infinita, pero habría amplio consenso en reconocer que la alimentación es una necesidad y que jugar a la lotería no lo es o lo es en un grado muy bajo (aunque haya llegado a ser compulsivo para muchos). Si tanto la nutrición como la lotería enganchan, ¿qué marca la diferencia? ¿En qué la segunda es una adicción y la primera no? ¿Por qué no hablamos del vicio de comer? Sin duda porque el grado en que generalmente pensamos que la nutrición es necesaria para el hombre es mucho más elevado.


§47.-- Otras objeciones a las tesis sustentadas en este ensayo

Objeción 1ª: Deberes sin derechos correlativos

Los principios de bilateralidad, o [P1], y de no impedimento, o [P2],NOTA185 sostienen que hay una correlación necesaria entre derechos y deberes. Pero hay deberes sin derechos correlativos. El reo ha de ser condenado, sin que nadie tenga un derecho subjetivo a que lo sea (una pretensión material legítima a la condena). Igualmente, hay ilícitos que no perjudican a nadie; existe un deber de no perpetrarlos sin que haya nadie cuyo derecho se viole por esa perpetración, porque no hay ningún interés legítimo que sea violado.

Respuesta

Hay que distinguir dos cosas: (1ª) que sea verdadero --semánticamente correcto-- decir que alguien tiene derecho a tal cosa; y (2ª) que eso sea pragmáticamente pertinente, o relevante, o adecuado contextualmente. Hay una confusión de la semántica con la pragmática en eso de reservar el sintagma verbal `tiene derecho' a los casos de interés jurídicamente protegido (según la célebre y genial definición de Ihering). La semántica se ocupa de la verdad. La pragmática de la adecuación o pertinencia comunicacional. Y hay asertos verdaderos que carecen, normalmente, de pertinencia comunicacional.

Todo lo lícito constituye algo a lo que se tiene derecho, sea o no sea comunicacionalmente pertinente usar, en el contexto de que se trate, la locución `tiene derecho a'. Así, por el principio de Bentham de que todo lo obligatorio es, a fortiori, lícito, el reo, que está obligado a cumplir la pena, tiene derecho a cumplirla, aunque en el habla usual sea ocioso o esté fuera de lugar usar, en ese caso, el vocablo `derecho' salvo para aludir a la ventaja de reinserción o corrección que supuestamente sacaría el propio reo de esa punición.

Es más: si es obligatorio que p, entonces cualquiera tiene derecho a que suceda que p; cualquiera tiene derecho a que el reo purgue su pena, tanto si ese cualquiera es una víctima del delito como si es un ciudadano quidam. Similarmente, puesto que está prohibido que se castigue a los inocentes, cualquiera tiene derecho a que no se castigue a los inocentes. Y es que `x es tal que p' y `p' son lógicamente equivalentes. Mas el principio lógico-jurídico de equivalencia establece que son igualmente lícitos o ilícitos los contenidos de cualesquiera dos oraciones lógicamente equivalentes. Y que x tenga derecho a que p es que le es lícito a x ser tal que p.

Cuando alguien tiene ciertas obligaciones, estará en función de consideraciones de pragmática comunicacional el que sea pertinente decir que tienen derecho al cumplimiento de esas obligaciones los afectados por él. Solemos decir que lo tienen cuando salen o saldrían beneficiadas del cumplimiento de la obligación; mas eso del beneficio puede ser asunto debatible o dudoso en muchos casos.

Respecto a los ilícitos cuya realización no perjudica a nadie, son arbitrarios e injustos. Sin embargo, muchas prohibiciones que a veces se presentan así sí causan perjuicio a la comunidad (entre otras cosas a su seguridad, por el peligro que encierran). Todos tenemos entonces no sólo un derecho sino también un interés legítimo en que no se perpetren esos actos.

Objeción 2ª: ¿Ligamen triangular o sinalagmático?

En el §02 (Parte I) se mira como un acierto de Hobbes ver al pacto social como un convenio triangular entre el individuo, los demás individuos y el poder, siendo de lamentar (§§03 y 04) que esa triangularidad se esfumara después a favor de una concepción bilateral entre los dos polos del individuo y el Estado. Sin embargo, la Parte III del estudio tiene por eje la defensa de un ligamen obligacional (supracontractual) sinalagmático dual, entre el individuo y la sociedad, en lugar de un vínculo triangular.

Respuesta

El error que se achacó al enfoque del liberalismo y el democratismo clásicos era fijarse sólo en el lazo entre el individuo aislado y el poder político, con lo cual se difuminaba el efecto erga omnes de los derechos individuales, viéndose únicamente las obligaciones de respeto de las autoridades, no las de terceros.

En cambio, el tratamiento propuesto en la Parte III del estudio incluye la triangularidad por el contenido mismo del ligamen sinalagmático, que vincula al individuo con la sociedad en su conjunto (y no con el poder), comportando así deberes y obligaciones que afectan a los demás miembros de la sociedad (el deber de no perjudicarlos --ni por acción ni por omisión dolosa o imprudente-- y el derecho de que ellos no nos perjudiquen).

Objeción 3ª: Derechos fuertes y derechos débiles

Habría que distinguir diversos tipos de derechos (acudiendo a la terminología de Wesley N. Hohfield [derechos/privilegios] o a cualquier otra). Algunos derechos --derechos en sentido fuerte-- efectivamente acarrean obligaciones correlativas de respeto ajeno; no así otros derechos (los casos de mera no-prohibición), que lo son sólo en un sentido débil. De ahí que haya lagunas jurídicas, casos en que dos acciones son incompatibles y entran en conflicto sin que la ley pueda zanjar a favor de la una o de la otra.

Respuesta

Uno puede inventar los distingos que quiera, pero hay que justificarlos. Hay que exhibir una base argumental para mostrar no sólo la verosimilitud sino también el valor práctico de tales distingos. Hay que demostrar: que con la introducción de tales distingos se avanza en la comprensión de las relaciones jurídicas, alcanzándose soluciones más justas; que hay criterios objetivos de adjudicación; que las diferencias de nomenclatura diseñadas corresponden a usos jurídicos reales; y que eso es así en una gama de idiomas (no un rasgo parroquial de tal lengua). A falta de lo cual, podemos colocar bajo sospecha esos distingos, seguramente imaginarios. Además cuantos más distingos se introduzcan con divergentes implicaciones, más difícilmente realizable será la tarea de la lógica jurídica.

Por otro lado constituye una norma de derecho natural que, mientras no pueda probarse que una conducta está prohibida, ha de presumirse lícita; si esa licitud fuera una mera no-prohibición sin ninguna consecuencia jurídica para los demás, la presunción sería vacua.NOTA186

Lleva razón el objetor al señalar que del principio de no impedimento se sigue, como corolario, el principio de saturación jurídica: para cualesquiera dos hechos humanos de diversa autoría, A y B, si A impide o impediría B (con un impedimento directo, singularizado y contundente), o bien A está prohibido o bien lo está B.

Defiendo, frente al objetor, ese principio de saturación jurídica (todo lo no prohibido es tal que está prohibido impedirlo) porque corresponde a la obligación asumida por el legislador de cualquier sociedad humana: asegurar la convivencia ordenada y justa. Es ése un principio de juridicidad mínima. El gobernante que actúe según ese principio de juridicidad mínima no estará autorizado a impedir, él mismo, el comportamiento, activo u omisivo, de un súbdito cuando tal impedimento no tenga una cobertura legal (y, por ende, cuando ese comportamiento no esté prohibido).NOTA187

A fortiori, si ni siquiera el gobernante tiene facultad para impedir un comportamiento, menos la tendrán los otros gobernados. Y es que los gobernados ni siquiera tienen facultad para impedir hechos ajenos ilícitos, salvo cuando la ley los autorice a hacerlo.NOTA188

Por otro lado, el silencio de la Ley en casos de conflicto --como los señalados por el objetor-- ha de colmarse mediante la regla hermenéutico-jurídica de que lo no expresamente regulado puede hacerse entrar en el campo de lo regulado, con ayuda de recursos interpretativos normales. Eso es lo que veda que, dados dos hechos A y B uno de los cuales impida al otro (del modo indicado), las autoridades y los jueces aleguen que, habiendo silencio legal respecto a hechos como A y a hechos como B, el conflicto entre los respectivos agentes es jurídicamente insolventable. Eso quebrantaría la misión del ordenamiento jurídico y del ejercicio de la autoridad, la cual quedaría deslegitimada.

Objeción 4ª: ¿Lo público al servicio de lo privado?

Ésta es una concepción muy privatista: por mucho que hable del bien común, el enfoque de la Parte III hace de la vida privada el meollo del ligamen sinalagmático entre el individuo y la sociedad. Los deberes enumerados son esencialmente del ámbito jurídico-privado e igualmente los derechos que parecen interesar. Así el pacto político, o de ciudadanía, queda relegado a una eventual adición, pagándose el precio de que se pierde el nexo de solidaridad ciudadana en el que todo va junto: la participación en la toma de las decisiones y en el resultado de las mismas.

Respuesta

Efectivamente, el objetor lleva razón, con una matización, sin embargo: este enfoque no es forzosamente privatista porque no prejuzga el carácter público, o privado, de las relaciones jurídicas en que habrá de plasmarse la satisfacción del derecho de participación en el bien común --en un contexto histórico-social dado--. En una sociedad sin propiedad privada de los medios de producción, las principales relaciones jurídicas involucradas serán de derecho público (pues serán personas jurídicas de derecho público las habilitadas a dar empleo, proporcionar vivienda, sustento, agua, medicación, ropa, luz, libros, medios de esparcimiento, vehículos etc).

Nuestro enfoque es neutral al respecto, no preconizando ni una sociedad con propiedad privada ni una sin ella (salvo que en un contexto se demuestre que tal estructura de propiedad es el medio adecuado para obtener los resultados de distribución social justa). No obstante, es verdad que, aun en el caso de que se trate de relaciones jurídico-públicas, el individuo está involucrado en ellas desde su doble condición de contribuyente al bien común y de receptor de una participación equitativa en el mismo, sin que se tenga en cuenta lo más específicamente político.

Los motivos para hacerelo son varios.

  1. Se gana en claridad escindiendo, o desglosando, un eventual pacto de ciudadanía en dos componentes de suyo diferenciables: el ligamen social y aquel, propiamente político, que determine las modalidades y la titularidad del ejercicio del poder (y las facultades del individuo privado con relación a ese ejercicio, como su participación electoral). El ligamen social no necesita al político; y, aunque sea injusto, puede haber una democracia que rechace el derecho de cada quien a participar en el bien común.
  2. Toda sociedad conocida ha tenido extranjeros estables sin reconocerles plenamente derechos políticos. Tal vez sea deseable que deje de ser así.NOTA189 En cualquier caso, nuestro planteamiento defiende que, alcancen o no derechos específicamente políticos, los extranjeros radicados en nuestro territorio tienen derecho (y deber) de participación en el bien común, porque lo uno no implica lo otro desde el punto de vista lógico-jurídico.
  3. Frente a la politización excesiva de muchas tendencias de la filosofía social contemporánea, es un rasgo confesado y deliberado de nuestro enfoque la defensa de lo privado (de lo hogareño, de lo personal) como eje de la vida humana. La política es un instrumento al servicio de la felicidad. Y la felicidad de los hombres es, principalmente, la personal, aquella de que se disfruta en la familia y en la vida privada. Lo público ha de servir a lo privado y no al revés.NOTA190

Objeción 5ª: Diferencia entre derechos privados y públicos

En este enfoque se establece un vínculo sinalagmático entre el individuo y la sociedad que se construye a imagen y semejanza de los lazos obligatarios del derecho privado, ignorándose las profundas diferencias que determinan que aquí no quepa ver al individuo como un acreedor de la sociedad, porque no hay reclamabilidad directamente exigible de ningún bien concreto; así el desempleado no tiene derecho a reclamar tal puesto de trabajo en particular, ni alguien sin techo a reclamar tal vivienda. Falla, pues, la analogía.

Respuesta

No falla la analogía, sino que ésta es perfecta y adecuada. Son idénticas la concretabilidad y la exigibilidad.NOTA191

En efecto: en las relaciones jurídico-privadas a menudo se tiene la existencia de derechos de crédito de contenido existencial que comportan deberes ajenos de hacer (o de dar) sin que --en el título constitutivo del vínculo obligatario-- se haya determinado qué cosas concretas son las que hayan de darse o hacerse. Así, por poner ejemplos: en un contrato de permuta, uno puede prometer a otro, a cambio del adosado de Guardamar, una de sus quintas campestres de La Cabrera --sin precisar cuál--; en un testamento, Jaime puede dejar a su sobrino uno de sus relojes de oro, sin decir cuál; en la partición de una herencia, un heredero tiene derecho a unos bienes evaluables en su cuota, sin que esté decidido de antemano cuáles bienes; en un depósito de masa --p.ej. de vino moscatel-- el depositante de un litro tiene derecho a que, al término del contrato, se le entregue de la masa un litro de ese vino, sin que esté predeterminado cuál litro; en un préstamo con aval solidario, el acreedor tiene derecho a que le pague uno u otro de los avalistas, sin estar prefijado cuál; en una servidumbre de paso, el dueño del predio está obligado de dejar en su finca un sendero practicable por su vecino, sin que el título constitutivo diga si ese sendero está en el centro, a la izquierda o a la derecha (salvada la regla de que sea lo menos gravoso posible para el propietario); y así sucesivamente.

Según un principio jurídico-civil, toda obligación ha de ser determinada o determinable. Es determinable una obligación cuando hay una implicación obligatoria que lleva de la negación de unos supuestos a la afirmación de otro supuesto determinado. Así, si alguien tiene que pagar una deuda en euros o dólares, tiene la obligación de, en la medida en que no pague en euros, pagar en dólares (implicación obligatoria).NOTA192 Cuando alguien tiene la obligación de dar al patrimonio municipal una de sus parcelas, P1, P2, P3, ..., tiene la obligación de, en la medida en que no dé ni P2 ni P3 ni ..., dar P1.

En unos casos la determinación u opción está autorizado a hacerla el acreedor. En otros, el deudor. Sin embargo, cuando el deudor no la hace, el acreedor queda, como remedio, habilitado (sobrevenidamente) a practicar él mismo la determinación u opción.

Eso mismo sucede en las relaciones de derecho público. Quien tiene derecho a percibir una indemnización fijada en especie habrá de esperar a la opción del deudor (una persona jurídica pública); si no se produce, tendrá derecho a exigir tal bien en particular, si éste está sin adjudicar (y es de valor equivalente).

Supongamos que a todo habitante del territorio la Constitución vigente le ha reconocido el derecho a una vivienda, pero que las condiciones socio-económicas son tan duras que no le brindan a alguien la posibilidad de tener morada. ¿Contra quién puede accionar? ¿Qué remedios le proporciona el ordenamiento jurídico? Puede reclamar la adjudicación de una vivienda vacía; puede reclamar compartir una vivienda espaciosa; en un litigio sobre alquiler, puede aducir ese derecho constitucional a favor de la interpretación más favorable al disfrute de su derecho constitucional; puede también impugnar la legislación en materia edificacional o urbanística por no propiciar suficientemente el acceso a la viviendaNOTA193 La constitución otorga, ya de suyo, un derecho de crédito, libremente determinable por el acreedor (el individuo privado) cuando los poderes públicos y las demás personas físicas y jurídicas no han dado una solución.

Es más, ese derecho de crédito es erga omnes. Lo incumple el poder público si no arbitra recursos para ello.NOTA194 También lo incumple cualquier persona física o jurídica privada que, pudiendo satisfacer tal necesidad sin grave quebranto propio, se abstiene de hacerlo; y más quienes tienen una actividad profesional más ligada a la satisfacción de esa demanda: el casero que exige arriendos demasiado altos; el constructor o el promotor que hacen subir el precio de los pisos; el acaparador que invierte en bienes inmuebles especulativamente. Puesto que la obligación es de resultado, incumplen todos los que, pudiendo, no aportan solución concreta al caso concreto (y, sobre todo, aquellos cuya línea profesional o empresarial está llamada a satisfacer esa demanda y aquellos otros cuyos recursos económicos inactivos podrán emplearse, con mayor provecho social, para atender tales necesidades).

Así pues, nuestro tratamiento tiene una consecuencia jurídica inmediata, y es que habilita a cualquier individuo cuyos derechos de bienestar no están satisfechos --sin ser por culpa propia-- a reclamar su satisfacción concreta a las autoridades y a las personas físicas o jurídicas privadas, y ello tanto si el ordenamiento jurídico ha abierto cauces procesales adecuados como si no. Si no los ha habilitado, el legislador tiene obligación de habilitarlos.NOTA195

Objeción 6ª: No hay derechos sustantivos sin garantías procesales

Los derechos de bienestar no son derechos en sentido estricto porque ni tienen ni pueden tener cauces procesales que los garanticen, ni en el marco de la Constitución española ni en ningún otro. Así, un ciudadano en desempleo forzoso no tiene facultad de demandar al Estado ni a los particulares reclamando un puesto de trabajo.NOTA196

Respuesta

Que sólo se dan aquellos derechos sustantivos que vienen amparados por garantías procesales es un dogma que resueltamente rechazo.NOTA197 En verdad (y contrariamente a ciertos asertos de Kelsen y de un número de jusfilósofos «realistas») hay deberes sustantivos para cuyo incumplimiento el ordenamiento jurídico no ha previsto sanción ni remedio (ni, por consiguiente, vía judicial).NOTA198 Sin embargo, por la plenitud del ordenamiento jurídico, siempre hay alguna vía, aunque sea analógica, para integrar esa situación y hallar una u otra acción procesal.NOTA199

En nuestro caso, ya lo acabo de sugerir contestando a la objeción anterior. Los jueces pueden plantear cuestiones de inconstitucionalidad a propósito de leyes cuya aplicación acarree desahucios injustos, embargos de vivienda familiar de personas impecuniosas por ser víctimas de dificultades laborales, despidos legalmente permitidos pero palmariamente injustos, etc. También pueden los abogados reclamar la interpretación de la ley más favorable al disfrute de los derechos constitucionales de bienestar, prioritarios respecto a los derechos de lucro.

Y, en última instancia, está el gran juez que es la opinión pública, por defecto de otro juez habilitado por el ordenamiento (defecto que ya en sí es un caso de abuso del ius non legiferendi del legislador).

Objeción 7ª: Los derechos positivos no valen erga omnes

Los derechos negativos sí valen erga omnes (con ciertas limitaciones), pero no los positivos, porque la titularidad de un derecho fundamental de bienestar, de otorgar base a alguna reclamación concreta, será, a lo sumo, frente al estado, no frente a cualquier persona privada, física o jurídica. En caso contrario, tendríamos el absurdo de que cada uno estaría obligado a aportar una solución (o parte de una solución) a cada uno de los individuos sin techo, o que viven en albergues precarios o hacinados, y así sucesivamente.

Respuesta

Ya hemos visto que la titularidad de un derecho subjetivo positivo (o sea uno cuyo contenido sea una cuantificación existencial) sí otorga al titular una pretensión legítima, cualquiera que sea la rama del ordenamiento jurídico a la que pertenezca ese derecho subjetivo. El carácter erga omnes de un derecho fundamental positivo significa, no que todos hayan de aportar positivamente algo para satisfacer esa reivindicación, sino que al titular del derecho le es lícito plantear su reclamación frente a quien corresponda en cada situación, no frente a tal persona en concreto (y, por eso, no sólo frente a la colectividad en su conjunto, aunque sí de modo preferente).

Frente a quién haya de plantearse la pretensión concreta fundada en ese derecho positivo fundamental variará según los casos. Más se plantearán frente a quienes disponen de más medios para atender esas necesidades; y más frente a quienes tienen, por su actividad profesional --por las tareas que voluntariamente han asumido--, el cometido de contribuir a solucionar precisamente ese tipo de problemas concretos. Tratándose de empleo, los empresarios que pueden (sin incurrir en pérdidas) contratar más personal; tratándose de remuneración justa, empleadores; tratándose de vivienda, los dueños de inmuebles que no usen para vivienda propia habitual, los propietarios de terrenos y edificios, los edificadores, los promotores inmobiliarios y demás empresarios de ese sector. Tratándose del derecho a la salud, las empresas de servicios médicos y clínicos, el personal de tales servicios (públicos o privados), especialmente sus dirigentes. Tratándose del derecho a la movilidad, los transportistas y los responsables y trabajadores del servicio público de transportes. Y así sucesivamente.

Indirectamente, sí es verdad que todos estamos en alguna medida obligados a contribuir a satisfacer el disfrute de esos derechos, justamente cumpliendo nuestros deberes de contribuir al bien común.

Objeción 8ª: Los derechos de bienestar no coinciden con los positivos

Hay derechos que son de bienestar, que afectan directamente a la comodidad o al gozo del individuo o de un grupo, y que no son positivos, sino negativos; p.ej. el propio derecho de propiedad, que estriba en que lo dejen a uno disfrutar sin perturbaciones en la posesión, goce y disposición de sus bienes: es, así, un derecho negativo, pero su disfrute es un bien de bienestar. La prueba es que su violación produce malestar. Por eso, en vez de categorizar los derechos en los dos grupos de bienestar (o positivos) y de libertad (o negativos), sería mejor acudir a una clasificación más usual por esferas, según suele hacerse: la esfera de los derechos cívicos, la de los políticos, la de los económico-sociales, la del medio ambiente etc.

Respuesta

El derecho de propiedad no es un derecho de bienestar según lo hemos definido en este estudio, porque justamente no entraña pretensión positiva alguna. No todo derecho cuyo disfrute acarrea un bienestar es un derecho de bienestar (en nuestro sentido técnico). Cualquier derecho de libertad es tal que su ejercicio depara placer y gozo a quien puede disfrutar de él. Nos causa un gran malestar cualquier traba a nuestra libertad deambulatoria, o a nuestra libertad de opción vocacional, o de ideología y creencias, o de palabra. Sin embargo, esas libertades son derechos de libertad, no de bienestar. En nuestro sentido son derechos de bienestar sólo los que típicamente entrañan deberes ajenos de prestación (de dar o de hacer algo) y que vienen expresados con un contenido (dictum) que es una cuantificación existencial.

Nada prueba que todos los derechos positivos o de bienestar pertenezcan a la esfera de lo económico-social-cultural (un membrete ya de suyo muy problemático como lo han puesto de manifiesto los estudiosos que han dedicado sus trabajos a ese tema).NOTA200

No rechazo de plano esas clasificaciones alternativas de derechos. Cada una es válida para sus propósitos, y cada una puede aportar luces en un género de estudio científico. Para nuestros propósitos (desde el ángulo de la lógica jurídica) es preferible la clasificación aquí brindada, que no tiene en absoluto la pretensión de subsumir todos los derechos positivos o de bienestar en lo económico-social (ni siquiera si se añade lo cultural) ni viceversa. Hay derechos de la esfera económico-social que son marcadamente negativos o de libertad: el de propiedad, la libertad de trabajar y la de escoger profesión, la de pertenecer o no a un sindicato, el derecho a holgar, el derecho a elección de representantes del personal en la empresa. Cuáles de ellos sean derechos fundamentales es algo que no nos ocupa aquí.NOTA201

Objeción 9ª: Licitud y derecho

Decir que alguien tiene derecho a algo no equivale a decir que le es lícito recibirlo. Que le sea lícito consiste en que no esté prohibido, y eso se cumple si se lo dan, aunque el donador no tiene obligación de hacer ese don. En cambio el derecho implica una pretensión legítima a reclamarlo.

Respuesta

Concedo que hay un uso pragmáticamente diverso de los dos vocablos, `lícito' y `derecho'.NOTA202 Sin embargo, niego que el distingo sea semántico.

Tomemos un ejemplo. ¿Es lícito que Inés reciba la casa de campo de Manzaneda que tiene su hermano Andrés? Puede que sí, puede que no. No vale decir que sí desde el momento en que el ordenamiento jurídico no lo prohíbe. Y es que el ordenamiento jurídico lo prohíbe bajo condición y lo hace lícito bajo condición, a saber: según que el dueño, Andrés, decida, o no, hacer esa donación a su hermana Inés (y aun eso, en ciertos casos, con otras limitaciones y condiciones que puede establecer la ley, p.ej. si Andrés está casado y la casa es un bien ganancial, o si el donador está gravemente endeudado, etc).

Para poder concluir que una conducta es lícita no basta con que no se consiga demostrar, en abstracto, que está prohibida en el ordenamiento jurídico, sino que hace falta que no se logre inferir su prohibición a partir del cúmulo de premisas fácticas conocidas como verdaderas. Del ordenamiento jurídico en abstracto no se sigue la prohibición de esa donación, mas sí puede seguirse del ordenamiento jurídico más ciertos supuestos de hecho: endeudamiento de Andrés; ciertas cláusulas de las capitulaciones matrimoniales o del régimen conyugal; o incluso la firme voluntad en contra del propio Andrés (al cual le es lícito cambiar de decisión; mientras no cambie, no es lícito a su hermana recibir la casa, porque sería recibirla contra la voluntad del dueño).

Así pues, puede que no sea verdad que a Inés le es lícito recibir la casa. Sólo le será lícito hacerlo cuando tenga derecho a recibirla, o sea cuando, pudiendo legalmente dársela, Andrés así lo decida.

Eso no quita para que las reglas de la pragmática comunicacional nos hagan usar, preferentemente, una u otra fórmula según el contexto, con una implicatura conversacional diferente.

Por consiguiente, no necesitamos, para expresar los derechos de bienestar o de prestación, ninguna locución deóntica especial, más fuerte que el operador `Es lícito que'. Ésta nos basta --gracias a la regla de paráfrasis del §13-- y merced a los principios lógico-jurídicos que hemos sentado, particularmente los del efecto ilícito y no impedimento.NOTA203

Objeción 10ª: Derechos negativos que no son de libertad

Este planteamiento establece dos dicotomías y afirma, sin prueba, la coincidencia de ambas. La una es la dualidad de derechos de bienestar y derechos de libertad: o sea la diferencia entre aquellos derechos en los que sólo es lícito aceptar, y no rechazar (como se ve en que haya derecho a la salud y no a la enfermedad) y aquellos otros en los que el sujeto tiene libre opción entre hacer y no hacer, aceptar y rechazar. La otra dualidad se da entre derechos cuyo contenido (o dictum) es una cuantificación existencial y aquellos otros donde eso no sucede (o acaso más típicamente el contenido es una cuantificación universal, aunque no forzosamente siempre). Nada prueba que coincidan. Al revés, parece claro que hay derechos indeclinables (derechos-deberes) cuyo contenido es negativo; p.ej. el derecho a no ser mutilado, torturado, esclavizado. El ordenamiento jurídico no puede otorgar a nadie el derecho a consentir válidamente sufrir uno de esos tratos degradantes.

Respuesta

El objetor lleva en parte razón. Hay derechos negativos que no son de libertad. Sólo que son corolarios de derechos de bienestar, con contenido positivo. El derecho a la libertad es un derecho de bienestar (no de libertad, por paradójico que pueda parecer).NOTA204 Y ese derecho-deber a la libertad comporta la irrenunciabilidad de la misma y, por consiguiente, el deber (y el derecho) de no ser esclavizado. Igualmente el derecho-deber a la salud acarrea la prohibición de aceptar ser torturado o mutilado.NOTA205

Objeción 11ª: El trabajo no es bienestar

Este enfoque mete en el mismo saco (como derechos de bienestar) resultados en sí mismos apetecibles (salud, vivienda, alimentación, agua, locomoción) y algo que sólo es un medio y que en sí mismo no es deseable: el trabajo. Todos los idiomas han asociado, semánticamente, las nociones de trabajo y de pena. Trabajar es penar, y penar no es un bien en sí, aunque sea un medio necesario para conseguir ciertos fines (en este mundo posible, no en otros mejor hechos).

Respuesta

Discrepo totalmente del objetor en la concepción de medios y fines. No hay ninguna separación rígida. Algo que empieza siendo un fin se convierte a menudo en un medio y viceversa. Es difícil saber si la salud es un fin en sí; tal vez sea un medio encaminado a proporcionar gozo o placer; pero pienso que la salud es valiosa.NOTA206 Puede que sea cierto que, en el orden subjetivo, la apreciamos como medio para el agrado que nos produce; aparte de que es dudoso hasta dónde llega la cadena de medios y fines, ese ejemplo muestra lo relativo de adjudicar a un bien o un valor el estatuto de fin o el de medio.

Si muchos medios acaban siendo fines (y eso es lo que le sucede al trabajo), también, a la inversa, muchos fines acaban siendo medios. Puede que la vida sea intrínsecamente un fin en sí; para nosotros, los humanos, es principalmente un medio para hacer cosas útiles a la humanidad y placenteras para nosotros mismos, hasta el punto de que, fuera de servir para ciertos fines, pierde sentido como fin propio en sí mismo (o al menos así pensamos muchos). Más que hacer cosas para vivir, vivimos para hacer cosas.

El trabajo es la contribución al bien colectivo que hacemos con algún género de actividad, la cual, costando algún esfuerzo, comporta también alguna penalidad. En principio consentimos a hacerlo por el rendimiento, por el resultado. Mas un subproducto del trabajo es el efecto que causa en nuestra propia psique: el de sentirnos activos, socialmente útiles y merecedores. Habituados a ello, llega a ser una necesidad, un fin, y no sólo un medio. Cuando algún obstáculo nos impide esa actividad fructífera, lo normal será, como consecuencia, un deterioro de la autoestima y del sentido de la vida.

Pero, si el trabajo es valioso como medio no sólo de contribuir al bien común, sino también al de uno mismo, es también valioso en sí mismo, porque esa contribución es inseparable de su propia existencia. No se trata del trabajo por el trabajo, sirva para algo o no --lo cual sería absurdo--. Se trata de valorar el trabajo como medio para fines inseparable de esos fines, ya que el trabajo no existe fuera de esa mediación.NOTA207

El ocio es degradante y deprimente. No lo es el descanso, que es un bien asociado al trabajo (sólo se descansa después de haberse cansado uno).NOTA208

Objeción 12ª: La riqueza no es un bien de dominio público

Este enfoque parte del supuesto de que el bien común es un efecto conjunto del esfuerzo de todos (o de todos aquellos que, pudiendo aportar su trabajo, efectivamente lo hacen) y, por consiguiente, está ahí como si dijéramos en depósito, pendiente de que el legislador fije un criterio distributivo justo.NOTA209 Y no es así. Esa noción de bien común --o de riqueza social o colectiva-- es una ficción, una mera masa ideal. Lo que hay es esta riqueza o aquella, en cada caso creada por el afán particular de un individuo o un grupo. Y el creador es el que normalmente tiene ya la posesión de esa misma riqueza por él creada, que es suya. Para redistribuirla primero hay que despojarlo de ella. Y eso no es justo, cuando él la ha creado.

Respuesta

Lejos de preconizar esa expropiación, la propuesta del §40 es parcialmente conservadora: tender (de lege ferenda) a una redistribución los bienes de la sociedad, efectivamente, en función del criterio de las necesidades, pero hacerlo con una doble precaución: tomar como punto de partida las costumbres, la realidad normativa actual, tratarla con cuidado, en la medida de lo posible, para irla acoplando paulatinamente a la regla tendencialmente defendida; y evitar que los pasos que se den sean perjudiciales para el mantenimiento o el acrecentamiento del bien común.

No hay, pues, despojo. Pero no por el motivo que aduce el objetor. La posesión de una riqueza no es razón válida contra su expropiación. Ni siquiera la propiedad lo es --si hay razones de justicia. Y mi argumento en §36, si es correcto, prueba que en realidad toda la riqueza social es creada conjuntamente por todos quienes aportan a la sociedad su trabajo (de la clase que sea), aunque unas partes de esa riqueza sean más directamente creadas por unos y otras por otros.

No hay aislabilidad o deslindabilidad de lo creado por uno o por otro. Seguramente nunca la hubo; pero en la economía moderna, menos. Ni siquiera un invento es producto exclusivamente de la mente de su autor; menos aún su implementación técnica y fabril. Atribuir o imputar tal trozo de la riqueza social a un individuo o a un grupo en particular es asunto de costumbre y convención.

La moneda no es de los operarios de la fábrica de acuñación; ni el jardín, del jardinero; ni el avión, del piloto o de la tripulación; aunque, en cada uno de esos tres casos, el trabajador, o el grupo de trabajadores, hacen una aportación valiosa al bienestar social a través de la fabricación o utilización de esa parte concreta de la riqueza colectiva, y aunque --en un momento dado-- están en posesión de esa misma parte. No hay diferencia sustancial entre esa situación y la de cualquier titular de un bien por mucho que él haya contribuido a crearlo, o a mejorarlo, o hacerlo más productivo o más útil. Su contribución es inseparable de las de los demás, directas o indirectas.

Objeción 13ª: Este tratamiento difumina el servicio público

Aunque el tratamiento que se ofrece en este texto se inspira en el solidarismo de León Duguit, desborda ese marco hasta desdibujar la línea de demarcación entre servicio público y actividad económica privada.NOTA210

En la tradición del administrativismo francés, la tarea del estado es el servicio público entendido como la suma de aquellas actividades que son de interés general --y que luego, según los criterios elaborados por los teóricos de la Hacienda Pública, se pueden preferentemente caracterizar como externalidades (bienes o servicios con relación a los cuales es difícil o imposible hacer pagar a cada uno según el provecho que saque).

Sin embargo, lo que se perfila en este texto es que tan servicio público es el de transporte de viajeros que ofrezca un ayuntamiento como la venta de zapatos de una casa comercial, sin que ni siquiera se establezca un principio de subsidiaridad. Ello revolucionariza el derecho del consumo, pues acarrea que el empresario privado se ve ahora cargado de deberes positivos de ofrecer bienes y servicios en ciertas condiciones, frente a la línea más tradicional que únicamente lo sometía a deberes negativos (no ofrecer mercancías defectuosas, no hacer trampa en las mediciones, no inducir engañosa o agresivamente a la compra, etc).

Respuesta

El objetor lleva parte de razón; sólo que no creo que su alegato sea una objeción; y, de todos modos, tampoco se sigue de mi planteamiento una plena subsunción de todas las actividades económicas en el servicio público.NOTA211

Desde tiempo inmemorial se ha tendido a asignar al servicio público la oferta de bienes y servicios doblemente caracterizables como externalidades y como bienes de interés general; pero también otros para cuya producción no bastaban las fortunas privadas. Podemos enumerar: regadíos, acueductos, caminos, plazas y mercados, murallas, puertos y demás obras públicas; y también frecuentemente minas, astilleros, arsenales, bibliotecas, foros, templos, baños y balnearios.

Es difícil establecer un criterio demarcatorio claro. Sin embargo, podríamos reconocer una diferencia de grado: es más propiamente de servicio público la actividad que tiene un interés más general, la de aprovechamiento más universal.NOTA212

En contraste, hay actividades que benefician sólo a algunos (aunque ese beneficio se agregue al bienestar de la sociedad): la venta de flanes sólo aprovecha a los que compran ese artículo, la de novelas a los que las leen, la de sillas de ruedas a quienes tienen una grave deficiencia motriz, etc.

Es bastante claro que la demarcación se da, pero es difusa. Cuando son los poderes públicos los que asumen una actividad, la escuela administrativista francesa ha tendido a subsumirla en el servicio público, pero justamente eso parece excesivo, pues conviene reconocer que hay una actividad económica pública que no es de servicio público, sino de promoción de la riqueza nacional (por ser menos general el aprovechamiento).

Ahora bien, las actividades económicas del sector privado no se diferencian de las de promoción del sector público.NOTA213 ¿Es válido el principio de subsidiaridad (dejar para lo público sólo lo que no emprenda el sector privado)? ¿Lo es su converso? ¿O ninguno de los dos? Para justificar uno u otro desde una perspectiva de derechos humanos, habría que probar, dados ciertos supuestos de hecho, que tal asunción prioritaria es más conducente a la satisfacción de las necesidades de la gente.

Mi propósito no ha sido el de categorizar cualquier actividad económica como servicio público, porque soy consciente de que incluso las obras de promoción económica de las administraciones públicas se rigen por una normativa diferente de la que disciplina el servicio público propiamente dicho.

Mi propósito ha sido, antes bien, señalar que el responsable de cualquier actividad económica asume unas obligaciones positivas --correlativas a los derechos positivos de bienestar-- independientemente de la titularidad pública o privada de la actividad en cuestión; lo cual ciertamente determina que cualquier actividad económica tiene algo de servicio público. Y efectivamente es un corolario de ese planteamiento que el empresario y el profesional tienen muchos deberes positivos, cuyo incumplimiento habrá de determinar algún remedio.NOTA214

Objeción 14ª: Precepto y consejo

Hay una vieja dicotomía que en la moral cristiana se expresaba como la diferencia entre consejo y precepto, y que, desde otras perspectivas, se perfila con el concepto del bien supererogatorio: hay acciones loables no obligatorias. En cambio, el enfoque de este estudio viene a confundir lo uno con lo otro. Al aducir que los derechos de bienestar, por ser erga omnes, comportan obligaciones ajenas de prestación (dar o hacer) --sea a cargo de la sociedad en su conjunto (representada por sus autoridades), sea a cargo de los individuos--, impone a cada uno una obligación jurídica de ayudar al prójimo, mucho más fuerte que la de no hacerle mal.

En el mismo resultado (invasor de la privacidad o de la autonomía individual) desemboca el ensayo por otro camino: entendido acumulativamente el bien común como englobante de los bienes particulares, se viene a exigir --por el vínculo sinalagmático supracontractual que lo une a la sociedad-- que el individuo aporte al bien común; lo cual en la práctica --bajo ciertas circunstancias-- puede significar deberes de ayuda; deberes que este ensayo se encarga de explicitar; así, el de un edificador y un promotor de ofrecer al público casas en buenas condiciones de ubicación, precio, habitabilidad, etc (sea o no eso lo que más convenga a la firma inmobiliaria); el del empresario de dar el máximo empleo que pueda sin perder (aunque tal vez ganaría más empleando menos personal); etc.

Todo eso es excesivo, porque nos impone la obligación de ser buenos samaritanos. Y, llevado al extremo, haría imposible disfrutar de la vida.

Respuesta

En lugar de esa vieja dicotomía, este ensayo abraza una concepción de grados de obligatoriedad. Las obligaciones que comportan más sacrificios suelen tender a ser menos vinculantes, de cumplimiento menos exigible. Mas efectivamente hay obligaciones de dar o hacer, aunque la sanción suela ser menos severa que para las obligaciones de no hacer.

En concreto es coherente recusar, en general, los derechos positivos fundamentales; mas no lo es, admitiéndolos, rechazar totalmente las obligaciones ajenas de hacer.

Una de dos: o se aboga por una sociedad sin propiedad privada ni intercambios mercantiles (caso en el cual las obligaciones de hacer las asumirá íntegramente la colectividad); o habrá que aceptar obligaciones de hacer a cargo de personas particulares, físicas o jurídicas.

Y no hay por qué llevar eso al extremo: cuanto más gravoso sea el cumplimiento de esos deberes, cuanto más colisione con la legítima aspiración propia de tener una vida satisfactoria y normal, cuanto más se acerque a una demanda de abnegación, menos obligatorio será; y, allende un cierto umbral, la obligación cesará por completo. Este enfoque no está imponiendo sacrificios (aunque hay situaciones sociales de emergencia en las que hay consenso en que se pueden imponer sacrificios). Renunciar a una fracción de las ganancias no es sacrificarse.

Para concluir, he de añadir que la humanización del derecho legislado contemporáneo ha llevado a reconocer muchos deberes de acción, y no sólo de omisión; incluso a veces con obligación jurídico-penal: denunciar ciertos delitos, prevenir el crimen, socorrer a personas en peligro. Pero obligaciones de hacer siempre han existido en todas las ramas del ordenamiento jurídico. La única originalidad de este enfoque estriba en explicitar la existencia de ciertas obligaciones extracontractuales de hacer de cada individuo para con los demás, dimanantes de los derechos fundamentales de bienestar (aunque exigibles sólo cuando se den ciertos supuestos de hecho).

Objeción 15ª: Paradoja de la cola

Según el principio de no impedimento, si la situación A impide o impediría B, entonces, en la medida en que B sea lícito, A es ilícito. Supongamos que B es que Venancio tenga una morada; y que A sea que todas las viviendas disponibles están ocupadas. Dadas las condiciones existentes, A impide B. Luego A está prohibido (por el derecho fundamental a la vivienda). Si A está prohibido, es obligatorio que haya una vivienda no ocupada. De lo cual se sigue --en virtud de otra regla de la lógica jurídica utilizada para este tratamiento--NOTA215 que hay alguna vivienda que debería no estar ocupada. Eso nos lleva a la paradoja de la cola: si se han ido adjudicando los alojamientos, tendremos que el último adjudicado --digamos que a favor de Arcadio-- será el que se haya adjudicado indebidamente; mas, como Arcadio, aspirante así frustrado, se quedaría entonces sin vivienda, habrá que retrotraerse al que lo ha precedido en la cola y así sucesivamente.NOTA216

Respuesta

Es verdad que la situación creada, B, más el derecho de Venancio a una vivienda implica, si es A lo que lo impide, la prohibición de A, y que eso implica la existencia de alguna vivienda que debiera no estar ocupada. Sin embargo, en primer lugar no se sigue que sea la adjudicación a Arcadio lo que impida B; porque lo que impide B es la conyunción de esa adjudicación con las demás y con la no construcción de otras casas.NOTA217 Y en segundo lugar, aun suponiendo que estuviera prohibido adjudicar esa última vivienda disponible a Arcadio, de hecho se le adjudica; luego no hay que buscar lo que impide que Arcadio tenga una vivienda.

Eso sí, lo que está prohibido es que, a la vez, no haya planes adecuados de construcción y puesta a disposición de viviendas y ya estén ocupadas todas. Si fuera imposible construir más, habría que buscar si alguna de las ocupadas lo está con menor derecho. En última instancia, a falta de plena satisfacción del derecho, intentar sucedáneos, mediante el reconocimiento de servidumbres.NOTA218

Objeción 16ª: No se pueden inferir hechos de derechos

Al final del §15 se postula la regla de implicación deóntica, según la cual, cuando una implicación es obligatoria (respectivamente lícita), el suceder del antecedente implica la obligatoriedad (respectivamente, la licitud) del consecuente.NOTA219 El autor la llama también `modus ponens deóntico'. Lo malo de esa regla es que permite, por contraposición, el modus tollens deóntico, a saber: de la obligatoriedad de una implicación, más la licitud de la negación del consecuente, cabrá inferir, como hecho, la negación del antecedente. O sea, la constatación de un hecho (junto con una implicación obligatoria) nos da licencia para concluir una afirmación de hecho. Eso se hace raro. Puede que los hechos determinen derechos, pero no sabíamos que los derechos puedan determinar los hechos.

Respuesta

Los hechos y los derechos no son independientes entre sí. Por los unos podemos conocer los otros. En un ordenamiento jurídico puede ser obligatorio que, en la medida en que Amalio perciba más de mil euros al mes, tribute al fisco; y puede en ese ordenamiento Amalio estar exento de la obligación de tributar (o sea puede tener derecho a no tributar). Lo que no puede suceder es que, dándose esas dos reglas jurídicas a la vez, Amalio esté percibiendo más de mil euros al mes.

Más exactamente: supongamos que el legislador promulga una Ley Tributaria que contiene la citada obligación de contenido implicativo (cualquier individuo tiene la obligación de, en tanto en cuanto perciba más de mil euros mensuales, tributar); y, a la vez, concede, por gracia especial, una exoneración de tributos a Amalio, a pesar de que, de hecho, Amalio está percibiendo más de mil euros mensuales. ¿Qué pensar?

Pensaremos que tiene que darse alguna de estas soluciones:

  1. la exoneración a Amalio acarrea una derogación parcial de la Ley Tributaria;
  2. esa exoneración fuerza a interpretar la Ley en un sentido restrictivo;
  3. esa exoneración es nula de pleno derecho;
  4. si la exoneración otorgada es válida, y la Ley no viene con ella derogada ni modificada, el legislador está produciendo dos situaciones jurídicas incompatibles, pero incluso en tal caso el grado en el que le sea lícito a Amalio no tributar habrá de ser menor que el grado en que sea verdad que percibe más de mil euros.

El legislador no puede hacer magia. Tiene amplia facultad para legislar, pero está sujeto a reglas de lógica jurídica. Incluso si declara a la vez esa obligación general y esa exoneración particular, la exención que así cree no podrá tener un grado superior ni igual al grado de realización del supuesto de hecho que fundamenta la negación de esa exención.NOTA220

De hecho la solución preferida es la (2). Aquí tenemos un caso de interacción entre deducción y hermenéutica normativas. La imposibilidad de interpretar la normativa vigente, dados los hechos, en un sentido de supercontradicción (un derecho que se tendría a la vez en dos grados diversos e incompatibles entre sí) nos lleva a optar por la vía de la interpretación adecuada de la ley. La obligación implicacional de tributar se entenderá con la cláusula implícita: `salvo exoneración legal'.

El ejemplo que he usado en esta discusión es el de tributar; sin embargo, el problema afecta a la cuestión de los derechos de bienestar (aparte de que esa obligación es un deber de bienestar entrañado por los derechos de bienestar ajenos, ya que sin ingresos públicos no hay gastos públicos). Supongamos simplemente dos preceptos: `Sólo percibirán subsidio de invalidez los que tengan un grado de discapacidad de al menos 33%' y `Se otorga a D. Amalio López de por vida el derecho a percibir un subsidio de invalidez', a pesar de que el certificado del tribunal médico calificador sólo reconoce a D. Amalio un grado de discapacidad del 15%. Lo que normalmente pensaremos es que ha de darse al primer precepto una lectura que haga entrar la cláusula implícita `salvo exención especial', o algo así.

Objeción 17ª: Diferencia entre deberes morales y jurídicos

Este enfoque aboga por el reconocimiento de unas obligaciones positivas públicas y privadas, mas, a la vez, pretende situarse en el terreno jurídico. Sin embargo, tales obligaciones positivas, si existen, no siempre serán deberes jurídicos. En efecto: unos legisladores impondrán esos mandatos, otros no; quizá sea deseable que lo hagan, mas no siempre lo hacen. Cuando la ley no haga imperativas esas conductas, su obligatoriedad no será jurídica, sino moral.

Respuesta

Las consideraciones de lege ferenda son también jurídicas, porque parten de principios jurídicamente vinculantes: ya sean preceptos de derecho natural (indirectamente incorporado, explícita o implícitamente, en el propio derecho positivo); ya sean principios generales del derecho, o valores jurídicos asumidos por el ordenamiento jurídico como un sistema, que no se limita a la ley escrita.

Eso no hace inútil reclamar al legislador la incorporación expresa de las consecuencias jurídicas al corpus de las leyes promulgadas; y es que, mientras una norma tenga que ser inferida, aplicando la lógica jurídica, a partir de principios o valores, su imperatividad será más fácilmente rechazable por quienes tengan interés en que no se saquen esas conclusiones.

Objeción 18ª: Utopismo

Se pregunta uno a qué resortes cree el autor de este ensayo que se pueda acudir para propiciar la llegada de esa utopía en la cual imperen, y se hagan respetar, tales obligaciones positivas para con los demás. Mientras no se nos diga cómo se piensa llegar a una sociedad así, eso no pasa de ser un bonito sueño.

Respuesta

En primer lugar, contesto que eso no es sólo una recomendación de lege ferenda, sino que, en alguna medida, ya es un resultado de lege lata. Basta aplicar las reglas de la lógica jurídica a normas de derecho vigentes (reconocidas en diversas Constituciones y en acuerdos internacionales).

Hay, ciertamente, en mi enfoque algo desagradable para los adeptos del egoísmo: las obligaciones positivas de hacer o de dar a cargo de las personas particulares dotadas de más medios para atender las necesidades de quienes han salido peor parados. Creo que aun para esa conclusión se pueden hallar, al menos, atisbos en la jurisprudencia. Mi tesis es un desarrollo de ciertas líneas de evolución del derecho, no un puro invento desde fuera.

Ese punto de vista viene reforzado por la existencia ya hoy de un sector público de la economía que, absorbiendo la mitad del PIB, asume los servicios enumerados en el §40, junto con el reconocimiento de muchas obligaciones (o servidumbres) que gravan la propiedad privada, imponiéndole una función social. Mi propuesta es la de avanzar prudentemente por ese camino que ya se está recorriendo y que viene impuesto por la conciencia social de nuestra época.

En segundo lugar, tengo esperanza en la opinión pública como resorte poderoso para ir empujando a los legisladores (quienesquiera que sean) a promulgar textos que recojan expresamente estas conclusiones.

Objeción 19ª: Nociones sin aclarar

Este tratamiento no brinda ninguna noción de causa, aunque la relación de causalidad es central en toda la argumentación y en la deducción de consecuencias jurídicas. Y hay otros conceptos relativos a los supuestos de hecho que también merecerían aclaración (persona, acción, omisión, etc).

Respuesta

Concedo que una dilucidación metafísica de esas y otras nociones sería bienvenida. Este estudio no ha pretendido solucionarlo todo.

Objeción 20ª: ¿Dónde se sitúa doctrinalmente este enfoque?

Uno de los problemas a que tiene que hacer frente esta propuesta es que no se ve bien dónde encasillarla en las clasificaciones que se han formulado de las fundamentaciones de los derechos humanos: tiene algo de fundamentación en el derecho natural, algo de justificación moral y algo de fundamentación histórico-sociológica. Parece un híbrido.

Respuesta

Las clasificaciones pueden ser útiles instrumentos de análisis, mas la vida de las teorías científicas y filosóficas es siempre más compleja que cualesquiera clasificaciones que se hagan.

Creo que indudablemente este enfoque es, a la vez, una fundamentación jusnaturalista, ética y sociológica. Es jusnaturalista porque aduce unos principios y valores de derecho natural, válidos por la naturaleza misma de las cosas, que reclaman la libertad y la participación en el bienestar social, imponiendo obligaciones correlativas de respeto y de contribución a ese bienestar. Es ética porque tal derecho natural forma parte de la moral social.NOTA221 Finalmente, el tratamiento es histórico-sociológico por dos de sus tesis: (1) aplicación de la regla lógico-jurídica de implicación (que hace variar la norma jurídico-natural según la diversidad de situaciones fácticas);NOTA222 y (2) validez de esos mismos preceptos de derecho natural en virtud de la propia naturaleza del ser humano individual y social.NOTA223


§48.-- Conclusión

Nuestro recorrido nos lleva a concluir que, junto con el derecho a la libertad máxima del individuo humano (que es un derecho esencialmente negativo), es también un derecho fundamental del hombre el de recibir una participación equitativa en el bien común, como contrapartida a su obligada contribución a ese mismo bien común --en virtud del ligamen sinalagmático individuo/sociedad.NOTA224

Ese derecho de participación es positivo porque se formula mediante una doble cuantificación existencial: a que haya una participación equitativa en ese bien común, de la cual uno disfrute, y a que exista y progrese ese mismo bien común.

Por el vínculo lógico-jurídico entre deberes y derechos, ese derecho positivo de participación individual en el bien común acarrea obligaciones positivas ajenas, obligaciones de hacer y de dar (o más exactamente de ofrecer): deber de producir y distribuir bienes y servicios en cantidad, calidad y precio adecuados; en algunos casos, deber de poner a disposición del público algunos de esos bienes y servicios (gratuitamente o por precio módico) --cuando sea menester en virtud de la naturaleza misma de los bienes demandados o de las condiciones socio-económicas--; deber de contratar personal y de remunerarlo justamente; deber de prestar atención al usuario sin discriminación injusta; deber de hacer un uso productivo, y no especulativo, de los capitales y recursos de que uno sea dueño; deber de las administraciones de suplir carencias del sector privado y de aplicar consecuencias jurídicas apropiadas a tales carencias (que son incumplimientos de los respectivos deberes profesionales o empresariales).

Según los casos, las obligaciones positivas en cuestión serán de medios o de resultados. Ello dependerá de la naturaleza de la obligación concreta y de las circunstancias. Hay que poner de relieve, sin embargo, la especial importancia de ciertas obligaciones de resultado: el deber de los poderes públicos de que haya --y siga habiendo incesantemente-- un aumento de la prosperidad general y una mayor equidad en la distribución de la riqueza social; el deber del empresario o profesional de una rama de obtener unos resultados de producción y de empleo que él ofrezca a la sociedad en condiciones socialmente aceptables.

El ideal regulativo es llegar así a un reparto de la riqueza social según las necesidades de cada uno (a salvo de determinar objetivamente las necesidades --una noción jurídicamente problemática no tanto por sus contornos difuminados cuanto por su carácter multifacético o calidoscópico y por los inevitables elementos de subjetividad).

Sin embargo, a ese ideal regulativo hay que tender con una doble restricción:

Esas dos restricciones son acordes con nuestro tratamiento gradualista: lejos de considerar que una regla jurídica tiene plena validez o que, si no, no la tiene en absoluto, nuestro enfoque asume la gradualidad, una amplia escala de grados de obligatoriedad, siendo posible (y frecuente) que dos reglas mutuamente contradictorias estén ambas vigentes en cierto grado.

Esta filosofía rechaza, pues, el «todo o nada», optando (cuando sea posible y en la medida en que lo sea) por el camino de la evolución sin catástrofes ni [sobre]saltos, pero sin perder nunca de vista el objetivo igualitario.

Se les deja a los políticos --debidamente orientados y controlados por la opinión pública-- fijar los medios adecuados para ir alcanzando esa meta. Lo que demanda y reclama el respeto a los derechos del hombre es que la meta esté vigente como aspiración de las políticas públicas y que se vaya plasmando en seguida en realizaciones concretas, en beneficio de la gran mayoría.


Anejo I -- El principio de no impedimento en la tradición jusfilosófica


1. Recapitulación del principio de no impedimentoNOTA225

En la construcción doctrinal propuesta en este estudio desempeña un papel primordial el principio de no impedimento, o sea el que establece la prohibición de cualquier conducta que impida a otros ejercer un derecho; prohibición de derecho natural, vigente en virtud de la propia lógica jurídica --ya que la lógica jurídica no se limita a marcar entrañamientos o implicaciones entre normas sino que también reconoce unas normas válidas, sean promulgadas o no, puesto que son normas que se siguen necesariamente (con necesidad lógica o metafísica) de cualesquiera normas efectivamente promulgadas.NOTA226

Podemos, más rigurosamente, enunciar este principio así: cuando un hecho, A, frustra o impide la realización de otro, B, en la medida en que B sea lícito, A es ilícito. Para que un hecho frustre la realización de otro hace falta que no sólo cause su no-realización, sino que lo haga de una manera coercitiva y directa --eventualmente contra la voluntad de los partícipes del hecho así obstaculizado.

Alternativamente, cabría reformular el principio de no impedimento para que cupiera deducir el grado de ilicitud de una acción no sólo del grado de licitud del hecho impedido por esa acción, sino también del grado de impedimento. Esa solución tiene el doble inconveniente de complicar excesivamente el tratamiento lógico y de conllevar una prohibición en cierto grado aun para hechos que obstaculicen mínimamente una acción lícita ajena; prefiero, pues, seguir otra vía: reputar jurídicamente relevante un impedimento sólo cuando éste alcance un umbral de impacto causal, de contundencia y de singularización.

Así, un factor más en una concurrencia de factores juntamente impeditivos no es lo que lo impide --sobre todo si concurren muchos de tales factores--; sin embargo, la conyunción o suma de esos factores sí será lo que impida el ejercicio del derecho de que se trate.

Hay que destacar que los tres requisitos de contundencia, singularización y efecto directo habrán de ser mayores cuando el impedimento sea por omisión; y es que, siendo la noción misma de impedimento un concepto normativo y no puramente natural, tendemos a estar de acuerdo en que las prohibiciones de pasividad (o deberes de acción) han de ser menores que las de conducta activa de cierto tipo (o deberes de inacción). No portarse mal tiende, en general, a ser más obligatorio que portarse bien. Desde luego, es posible que en muchos casos la causa impeditiva prohibida estribe en un cúmulo de hechos cada uno de los cuales tenga, por sí solo, un impacto limitado.

De lo cual se sigue que el principio de no impedimento no acarrea la prohibición de cualquier estorbo a un hecho lícito ajeno, porque impedir o coartar es más fuerte que estorbar. Sin embargo pueden considerarse prohibidos los estorbos por acción (molestias, perturbaciones), como ha sucedido históricamente con relación al derecho de propiedad --aunque aquí el grado de prohibición sí tendría que ser proporcional el del efecto de estorbo. En qué medida esas prohibiciones más fuertes sean subsumibles bajo el principio de no impedimento es un asunto que podemos dejar abierto; no hay que olvidar el elemento normativo en el concepto de impedimento; éste tiene una base en el orden fáctico o natural, pero también incorpora una connotación o una delimitación según la regulación y las valoraciones de una sociedad (en las que no hay simetría entre la acción y la omisión).

A pesar de esas restricciones --que gustosamente admito--, el principio de no impedimento es lo que da un mordiente a la teoría aquí brindada, porque lleva a buscar los deberes ajenos (tanto de la sociedad cuanto de los miembros que la componen) para no impedir el disfrute de los derechos individuales de bienestar. En particular, ese principio es lo que acarrea que --una vez reconocido el derecho de cada uno al bienestar (su derecho a participar equitativamente en el bien común)-- haya de exigirse, para satisfacerlo, que las personas físicas y jurídicas cumplan sus deberes, tales como: pagar impuestos; no acaparar; no especular; no rehusar dar empleo pudiendo uno hacerlo sin pérdida; no tener propiedades ociosas que puedan usarse productivamente; ofrecer al consumidor y al usuario las mercancías y los servicios susceptibles de satisfacer sus necesidades (cuando la persona en cuestión sea un empresario o profesional); secundar políticas favorables al disfrute de los derechos de bienestar.

2. Derecho Romano

Dada esa importancia crucial del principio de no impedimento, es conveniente explorar hasta qué punto este está anclado en la tradición jurídico-filosófica, pues alguien pudiera pensar que es una ocurrencia original del autor de estas páginas. Y vamos a ver que no.

Entre los juristas romanos se cita el Principio de Ulpiano (hacia 212), a saber: Iuris exsecutio non habet iniuriam. Cítase también el de Papiniano: Non debet alteri per alterum iniqua condicio inferri.

Cabe dar de esos principios diversas lecturas, pero una de ellas, verosímil, es que son formulaciones del principio de no impedimento: sólo es lícito un comportamiento en la medida en que non habet iniuriam, non infert alteri iniquam condicionem.

3. Filosofía escolástica

El principio de no impedimento viene formulado por Suárez:NOTA227

Atque hinc tandem intelligitur ... legem permittentem semper includere praeceptum obligans aliquem et aliquo modo.

He aquí dos ejemplos que aduce Suárez en ese pasaje:

  1. Es lícito (dice Graciano) a quien haya sufrido una amputación involuntaria ser ordenado clérigo; o sea: no lo puede rechazar el obispo.
  2. Es lícito (dice S. Isidoro) al hombre valiente reclamar un premio; o sea, hay que dárselo si lo pide (a menos que lo impidan consideraciones razonables).

En ese lugar, sin embargo, no aparece una formulación que valga como principio general. Más se acerca Suárez a enunciar un principio general en otro pasaje del De Legibus:NOTA228

Nam eo ipso quod uni conceditur, praecipitur aliis ne usum illius impediant;... Hoc autem eandem rationem habet in omni iure concessivo.

De quibus est eadem ratio. Nam repugnat aliquem habere liberam facultatem aedificandi vel muniendi terram aut possessionem a se occupatam, et posse ab aliis iuste impediri aut perturbari in usu illius facultatis. Ergo est necessaria conexio inter ius concessivum et praeceptivum.

...

Nam imprimis supponit praeceptum prohibens aggressori tale bellum. Ideo enim uni licet defensio, quia alter iniuste bellum aggreditur. Deinde respectu eius qui se defendit, saepe tale ius non solum concedit facultatem, sed etiam praecipit usum, praesertim principi qui tenetur defendere rempublicam. Et idem est de aliis qui tenetur defendere commune bonum vel etiam interdum propriam vitam. Si autem bellum sit aggressivum, eo ipso quod uni licet contra alterum, huic est prohibita defensio; quia tenetur parere et ius suum alteri reddere vel iustam poenam acceptare.

Quintum et sextum exemplum sunt captivitates et servitutes. In quibus etiam constat si uni licet alterum in captivitatem vel servitutem redigere, etiam cogendo illum, eo ipso teneri hunc ad parendum et non resistendum, quia non potest esse bellum iustum ex utraque parte.

A este respecto, el neosuareziano Ireneo González S.I. --glosando las ideas del Doctor Eximio-- dice en su Philosophia Moralis:NOTA229

Iuri in aliqua persona in reliquis officium respondet talem potestatem agnoscendi. Dicere ergo: `habeo ius' idem est se dicere `hoc possum quin aliis denegem quod illis debetur, et nemo potest me ab hoc impedire, quin ipse deneget mihi quod mihi debetur'

Y añade:NOTA230

[lex] permittens [est] quae facit ut aliquid fieri liceat, negat ergo obligationem ponendi uel ommittendi ullum actum, sed si quis illum libere uult ponere, reliqui obligationem habent eidem illud facere permittendi. Obligatio cadit supra reliquos qui actum permissum impedire nequeunt.

4. Pensamiento contemporáneo

Dando un salto de tres siglos, hallamos en la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen del 26 de agosto de 1789 una percutante (aunque parcial) formulación del principio de no impedimento, a saber:NOTA231

Art. 5. La loi n'a le droit de défendre que les acts nuisibles à la société. Tout ce qui n'est pas défendu par la loi ne peut être empêché et nul ne peut être contraint à faire ce qu'elle n'ordonne pas.

También cabe mencionar lo que dice John Stuart Mill, Utilitarianism, p.238:

When we call anything a person's right, we mean that he has a valid claim on society to protect him in the possession of it, either by the force of law, or by that of education and opinion. If he has what we consider a sufficient claim, on whatever account, to have something guaranteed to him by society, we say that he has a right to it... To have a right, then, is to have something which society ought to defend me in the possession of.NOTA232

Y el mismo autor en On Liberty nos dice: `The only freedom which deserves the name is that of pursuing our own good in our own way, so long as we do not attempt to deprive others of theirs, or impede their efforts to obtain it'.NOTA233

Entre los autores contemporáneos, cabe citar a Jorge del Vecchio, pp.392-3:NOTA234

En el derecho subjetivo se encuentran siempre dos elementos: uno es la posibilidad de querer y de obrar conforme al imperativo y dentro de sus límites, que puede llamarse elemento interno; el otro está constituido por la imposibilidad de todo impedimento ajeno y por la posibilidad correspondiente de reaccionar contra éste, según el mismo orden de imperativos del cual depende la primera determinación. Existe, pues, la posibilidad de exigir de otros el respeto...

Por su parte, Norberto Bobbio (en 1991, p.97) dice:

una norma que impone un deber a una persona atribuye, al mismo tiempo, a otra persona el derecho de exigir el cumplimiento, así como una norma que atribuye un derecho impone, al mismo tiempo, a otros el deber de respetar el libre ejercicio o de permitir la ejecución.

El mismo Bobbio señala en otro lugar del mismo libro (p.175):

Para indicar el correlativo del deber, preferimos la palabra «poder» a la palabra más comúnmente usada, «derecho», porque esta última, en el sentido de derecho subjetivo, tiene muchos significados diferentes y constituye una de las mayores fuentes de confusión en las controversias entre los teóricos del derecho. «Derecho» significa también «facultad», «permiso», «lícito», en el sentido... de comportamiento opuesto al deber: el permiso como negación del deber. Cuando por el contrario en vez de «derechos» se usa el término «poder», el derecho no es la negación del deber, sino el término correlativo del deber en una relación intersubjetiva.

También trata el asunto García Máynez, 1996, p.381, discutiendo con Rafael Rojina Villegas, para quien, en relación con actos cuya ejecución u omisión no se nos prohíbe ni se nos ordena, podemos exigir que los demás no interfieran en nuestra conducta, si no hay una norma que expresamente autorice el impedimento.NOTA235

En otro de sus libros, 1995, (p.220), García Máynez dice al respecto --con relación al pensamiento de Kelsen:

Kelsen sostiene que la posibilidad de ejecutar u omitir los actos que no están ordenados es un simple «reflejo» del deber impuesto a todo el mundo de no impedir que se ejecuten (si el sujeto quiere ejecutarlos) y no exigir que se ejecuten (si no quiere ejecutarlos).

A este respecto dice Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho:NOTA236

Para ella [la Teoría pura] ambos derechos [objetivo y subjetivo] son de la misma naturaleza. El segundo no es más que un aspecto del primero y toma, ya sea la forma de un deber y de una responsabilidad cuando el derecho objetivo dirige una sanción contra un individuo determinado, ya la de un derecho subjetivo cuando el derecho objetivo se pone a disposición de un individuo determinado.

No puedo compartir, en este punto, la crítica de García Máynez (1996, pp.237ss) a la tesis de Kelsen. Éste sostiene que no hay lagunas porque, estando permitido lo no prohibido, a cada sujeto le está impuesta la obligación de no impedir al otro lo que a éste no está prohibido, ni constreñirlo a hacer aquello que no tiene obligación de hacer).NOTA237

García Máynez responde que el principio de permisión (el de que lo no prohibido está permitido) es un juicio enunciativo que formula una conexión de orden formal entre lo lícito y lo ilícito. Frente a lo que aduce Kelsen de que cuanto no ha sido prohibido está autorizado, García Máynez alega que no lo está forzosamente en el sentido de conceder un derecho, de permitir el ejercicio de una acción, para lo cual hace falta una determinación positiva del legislador.

Así pues, en ese lugar (p.241) García Máynez rechaza que, a falta de prohibición expresa de A, esté prohibido impedir la acción A. O sea rechaza exactamente la tesis sustentada en este estudio, de la cual se sigue como corolario el principio de saturación jurídica.NOTA238

Añadamos dos referencias más para terminar. Antonio Fernández-Galiano, en su Derecho Natural, Introducción a la teoría del derecho, dice:NOTA239

Hechas las consideraciones anteriores, estamos ya en condiciones de formular la definición de derecho subjetivo, que será la facultad atribuida por la norma a un sujeto de poder exigir de otro u otros ya una conducta concreta, ya una conducta de abstención y no impedimento.

Con menor claridad habla (en lenguaje un poco retórico) Ricardo de Ángel Yágüez, Una teoría del derecho: Introducción al estudio del derecho:NOTA240

El Derecho tiene la misión indeclinable de reconocer y tutelar los derechos o bienes de la personalidad, castigando en unos casos, o en otros negando eficacia social, a aquellas conductas que los ignoren o vulneren...

Y en la p. 409 añade:

quedan fuera del radio de acción de la libertad del individuo todo acuerdo o toda manifestación de voluntad que supongan restricciones o renuncia de los atributos de la personalidad o al menos de los que revisten carácter social.

El elenco de citas podría ampliarse al infinito, y más si nos refiriésemos también a la jurisprudencia, la cual a menudo echa mano del principio de no impedimento (o de su corolario, el de saturación jurídica) para condenar al pago de indemnización por abuso de derecho o por daños (responsabilidad extracontractual). Y es que daño es también una pérdida del margen de latitud o libertad de que alguien goza.

Si se coloca una barrera ante la puerta de una vivienda, es posible que el afectado no sufra otro detrimento que esa pérdida de libertad; imaginemos que, mientras dura el obstáculo, no sufre, por esa causa, ningún daño emergente ni lucro cesante, salvo el mero estar encerrado en su casa sin poder salir. El colocador de la barrera no puede ampararse en la mera ausencia de prohibición de esa colocación por los preceptos y reglamentos vigentes, pues existe una norma general de no causar daño a otro (ni por acción ni por omisión), y coartar la libertad ajena es ya infligir un daño.

Soy consciente de que la verosimilitud de tales consideraciones y referencias sólo en parte avala la aplicación crucial del principio de no impedimento en el presente estudio, porque justamente nuestro tratamiento se centra en los deberes de acción ajenos (para no impedir por omisión el disfrute de los derechos positivos); y siempre es más problemático deducir deberes de acción que deberes de omisión con este principio. Más problemático sí, lo admito. Son de rigor las restricciones y las cautelas, para no caer en el exceso. Ha de probarse concluyentemente la concurrencia de los tres requisitos (singularización, contundencia, efecto directo); en caso de duda habrá de presumirse lícito el impedimento por omisión. Sin embargo, hay también casos obvios y palmarios de inacción culpable con el resultado de frustración del disfrute de los derechos fundamentales del ser humano al bienestar material y moral.


Anejo II -- Derecho a algo (determinación y exigibilidad de los derechos de bienestar)

El derecho positivo de alguien a tener o adquirir algo así o asá --o sea, el derecho cuyo contenido es una cuantificación existencial-- es un derecho de resultado.NOTA241 Ese derecho no implica lógicamente, de manera inmediata, la existencia de algo así o asá a lo cual tenga derecho ese alguien. Esa vía argumentativa es incorrecta.

Si fuera lógicamente válida la inferencia de `Tadeo tiene derecho a vivir en un una morada' a `Hay una morada tal que Tadeo tiene derecho a vivir en ella', entonces nos sería fácil, a partir del reconocimiento de los derechos fundamentales de bienestar, argumentar convincentemente en el sentido de que, para cada ser humano, ya hay bienes concretos a los que él tiene derecho.

No es así. El camino es más difícil y, por eso, la conclusión es más matizada.

En primer lugar, la razón de que no sea correcta esa deducción es que son dos situaciones independientes el derecho a algo así o asá y la existencia de algo así o asá a lo que uno tenga derecho; ninguna de las dos situaciones se sigue de la otra. Puede haber una nave tal que un hombre determinado tenga derecho a llevar el timón de la misma, sin tener derecho a que haya una nave cuyo timón lleve él. Si la suya se hunde, no puede reclamar que le proporcionen otra. Ni siquiera era verdad, mientras él llevaba el timón de su nave, que tenía derecho a que ésta existiera; tal derecho no valía para nada; simplemente la nave existía y él tenía derecho a llevar el timón.NOTA242

Igualmente, y a la inversa, cuando una pareja tiene derecho a procrear a un hijo, no se sigue que haya un hijo en particular que la pareja tenga derecho a procrear. Lo lícito es que procree al hijo-posible A, o al B, o al C, y así sucesivamente, y nada más. Ninguno de ellos existe, ninguno tiene una reivindicación de ser procreado.NOTA243

Cuando en un testamento se otorga a un legatario el derecho de adquirir uno de los mantones de manila que están guardados en la buhardilla, no hay ninguno de esos mantones que el citado legatario tenga, en particular, derecho a adquirir. La determinación se hará según las reglas del derecho sucesorio; si es el propio locatario quien tiene potestad de optar, sólo habrá un mantón concreto que le sea lícito adquirir una vez que haya optado.

Similarmente en los derechos fundamentales de bienestar. Del derecho a tener un puesto de trabajo no se sigue la existencia de algún puesto de trabajo al que uno tenga derecho. Si siempre fuera así, no se exigiría el desarrollo de las fuerzas productivas como consecuencia de los derechos de bienestar.

El camino a la determinación de los derechos de bienestar es más sinuoso. En primer lugar, se aplica el principio de no impedimento: la situación X impide que tal persona disfrute de un puesto de trabajo; tiene derecho a un puesto de trabajo; así pues (principio de no impedimento), esa situación X es ilícita. Ahora supongamos que X es una cuantificación universal.

Aquí aplicamos la regla universal de co-licitud, a saber: en la medida en que A1 sea lícito, y también lo sean A2, A3, ..., será lícita la conyunción de A1, ..., An. Generalizando, en la medida en que para todo ente sea lícito A, será lícito que para todo ente suceda A.

Esa regla equivale, por contraposición, a la de que, en la medida en que esté prohibido que todos los entes sean así o asá, habrá algún ente en particular para el cual esté prohibido ser así o asá.

Si el que no haya bastantes puestos de trabajo impide a Andrés conseguir uno, pero tiene derecho al trabajo, esa inexistencia de suficientes puestos de trabajo vulnera el ordenamiento jurídico; luego hay algún puesto de trabajo que ha de crearse. ¿Cuál? Eso dependerá de las posibilidades concretas.

De no haber ningún puesto de trabajo que pueda y deba crearse, sería ocioso hablar de un derecho al trabajo de quienes no tienen empleo. Si se ha proclamado ese derecho es porque se sabe que nuestra sociedad moderna tiene capacidad suficiente para crear empleos para todos, desarrollando adecuadamente las fuerzas productivas.

Así pues, del derecho a tener un puesto de trabajo no se sigue la existencia de un puesto de trabajo al que uno tenga derecho; se sigue --por la vía indirecta que hemos trazado-- la existencia de algún puesto de trabajo que está prohibido no crear. Es una existencia intemporal, la de un ente-posible al que, sin embargo, los decisores públicos o privados tienen obligación de traer al mundo efectivo en el que vivimos.NOTA244

Lo que entraña una existencia determinada de algo con ciertas características no es el derecho a algo, sino el deber de algo. Toda obligación genérica o indeterminada implica una obligación específica y determinada.NOTA245 Siempre que el ordenamiento jurídico asigna a alguien una obligación indeterminada (la de hacer o dar algo así o asá), le asigna, en las circunstancias del caso concreto, algo determinado. La determinación corresponde al acreedor, al deudor o a un tercero, según el caso.NOTA246

Los derechos de bienestar son derechos de cada miembro de la sociedad con relación a la sociedad misma, como un todo, a una prestación indeterminada (un puesto de trabajo, una vivienda, una alimentación, una información veraz, un acceso a la cultura y la educación, etc.)

Esos derechos de un individuo implican un deber ajeno de no impedirle obtener o conservar ese algo --ni por acción ni por omisión. Pero esa obligación ajena se descompone en dos géneros de deberes: el uno es el de aquellos con relación a los cuales esa persona tenga, en concreto, el derecho de obtener la prestación; el otro es el deber de los demás de no impedir la prestación del deudor. Pues bien, la reclamación se dirige a la sociedad y, derivadamente, a los particulares que asumen funciones empresariales.

El ligamen sinalagmático estudiado en este ensayo obliga a un empresario o profesional, no sólo a contribuir indeterminadamente al bien común, sino a contribuir a él en su línea, pues él ha especificado su vínculo con la sociedad en un compromiso específico, al asumir vocacionalmente una línea de actividad empresaria o profesional.

Así, indirectamente el empresario se subroga en el papel de sujeto pasivo de la obligación de satisfacer las necesidades ajenas (de empleo, vivienda, alimentación, información, educación, salud, esparcimiento, movilidad, etc.).NOTA247

Así se resuelve el problema de la aparente inexigibilidad de los derechos de bienestar. Si Andrés tiene una serie de derechos --derivados de su derecho a participar en el bien común según el principio distributivo de las necesidades--, como el de disfrutar de un puesto de trabajo, morar en una vivienda, acceder a cuidados médicos, recibir educación e información veraz, etc., ¿quién va a satisfacerlos? ¿A quién se exigirá?

Se exige a la sociedad, representada por los gobernantes; pero también, en concreto, a la empresa tal, al establecimiento sanitario cual, a esta constructora, a aquel periódico, cuando --dadas las circunstancias-- ellos pueden satisfacer esas necesidades y otros no lo hacen en absoluto.

Más concretamente los empresarios asumen la obligación de abastecer al mercado con las mercancías en cuya línea se han especializado. Eso es obvio cuando tal línea cae bajo uno de los rubros de necesidad especialmente protegida (alimentación, vivienda, información, educación, salud, esparcimiento); lo es menos cuando la mercancía o el servicio ofrecido es suntuario o superfluo y no es subsumible en ninguno de los mencionados ni en otro similar. Pero, sea como fuere, la necesidad de mejorar la calidad de vida implica un mercado bien abastecido en cantidad, calidad y variedad, y cualquier abstención culposa por un empresario es un quebrantamiento parcial del ligamen sinalagmático que lo liga a la sociedad --y que requeriría, de lege ferenda unas vías de sanción.

En la medida en que haya una economía de empresa, la sociedad sólo puede satisfacer sus necesidades de consumo en tanto en cuanto los empresarios desarrollen sus actividades profesionales en sus respectivas líneas de actuación, y no se abstengan de ampliar esa actividad pudiendo ampliarla sin pérdida económica. El empresario tiene así obligación de emplear al máximo sus recursos empresariales, su capital, sus instalaciones, sus locales e instrumentos de trabajo, para satisfacer, en lo que de él depende, esas necesidades. En la medida en que no lo hagan, las autoridades están obligadas a constreñirlos a ese cumplimiento; y, si no, a reemplazar esa economía de empresa por una economía de titularidad pública.

Además, los empresarios tienen que ampliar sus líneas de actividad y su producción y comercialización de bienes y servicios cuando tal ampliación sea una prolongación razonablemente esperada y responda, así, a una expectativa social fundada. Al dedicarse a la producción o comercialización de tales bienes, los empresarios de ese ramo han impedido que otros lo hagan --puesto que los han desalojado del mercado por la competencia en que han resultado triunfadores. Así que, si ellos no asumen esa ampliación, nadie lo hará. Sería, pues, un incumplimiento de su compromiso social el abstenerse de llevar a cabo esas ampliaciones, salvo que tenga una razón decisiva para tal abstención (como la segura o alta probabilidad de pérdidas económicas; no es pérdida económica el descenso en la cotización bursátil de las acciones; sólo hay pérdida cuando los gastos exceden a los beneficios; y aun eso habría que calcularlo en un módulo temporal correcto, según el tipo de actividad y la cuantía de las inversiones).


Anejo III -- La propuesta de renta básica

La defensa de un derecho de todos a participar equitativamente en el bien común según sus necesidades es totalmente dispar del derecho que defienden varios autoresNOTA248 a una Renta Básica [RB en lo sucesivo]. Entre nosotros ha alcanzado popularidad esa propuesta por la obra de Daniel Raventós.NOTA249

Aunque hay variantes de la propuesta, de modo general consistiría en que cada individuo adulto percibiera una renta básica según el PIB de cada Estado. Así trabajar sería libre: quien deseara ganar más, trabajaría, pero nadie se vería forzado a trabajar no ya por la necesidad de comer sino ni siquiera por la de tener una vida satisfactoria, agradable y digna, porque eso vendría cubierto con creces por la renta básica, que se adjudicaría sin contraprestación ni condición de ningún tipo.NOTA250

Según los partidarios de la propuesta, se conseguirían varias mejoras: mejoraría la situación de los ahora pobres (ya no habría pobres, porque esa renta estaría por encima del umbral de pobreza); los trabajos desagradables serían mejor pagados; los trabajos más agradables o satisfactorios tendrían menor remuneración; los trabajadores estarían en mejores condiciones para negociar los contratos de trabajo; no habría que vigilar que los parados no trabajaran ilegalmente.

Un aspecto central en la argumentación de sus partidarios es que la propuesta de la RB es radicalmente diversa de otros planes, realizados ya o no. La diferencia esencial estriba en la incondicionalidad de la RB. Siendo éste el elemento central de la argumentación, podemos enumerar tres aspectos:

  1. Sería gracias a la incondicionalidad de la RB como ésta escaparía a los efectos perversos de ciertas ayudas sociales, como la trampa del desempleo, ya que con la RB el que desee vivir mejor y tenga la ocasión de hacerlo no perdería nada, al paso que el disfrute de esos subsidios siempre lleva aparejado el carecer de ingresos suficientes.
  2. Sólo la incondicionalidad determinará que se trate de un derecho propiamente dicho, el derecho a un nivel de vida digno, que, como cualquier otro derecho, se tendría sin estar sujeto ni siquiera al cumplimiento o no de los deberes.
  3. Sólo la incondicionalidad permite que así se alcance ese solio, ese umbral, allende el cual cada uno es libre de optar por un género de vida u otro, y aquel que precisamente habilita a cada quien a tomar libremente y sin ataduras una u otra opción de vida, al paso que cualquier condicionalidad ya está denegando esa misma indeterminación de las opciones, ya está cercenando o impidiendo que cada individuo se base en ese mínimo vital para luego, si lo desea, escoger una vida así o una asá.

No me convencen los que hacen esa propuestaNOTA251. Son conscientes de que a su plan se oponen dos géneros de objeciones: injusticia e inviabilidad. Insisten en que las dos objeciones están netamente diferenciadas; no lo creo. Si la propuesta sólo fuera viable al precio de consecuencias muy graves, entonces sería también injusta, aun suponiendo que hubiera otras razones que pudieran separadamente invocarse para atribuir justicia a la propuesta.

Creo que falla esa argumentación porque desconoce que aun los derechos incondicionados son limitados.NOTA252 Hay derechos incondicionados.NOTA253 Pero todos los derechos son limitados, con dos tipos de límites: internos y externos. Éstos determinan el ámbito legítimo de su ejercicio en el ordenamiento legal.NOTA254 Los límites internos, en cambio, dimanan de valores del ordenamiento jurídico por cuya vigencia ni siquiera están amparados por la ley todos los hechos que signifiquen ejercer un derecho o disfrutar de él dentro de los límites externos; no lo están cuando se produce abuso del derecho (p.ej. cuando el bien propio alcanzado por el ejercicio del derecho en cuestión es menor que el mal ajeno así causado). Creo que, si acudimos a esta noción de abuso del derecho, se reduce considerablemente el énfasis en la incondicionalidad.NOTA255

La principal objeción contra la RB es que esos medios de vida que se darían a todos se obtendrían por el trabajo de algunos. Así, el derecho a la RB es el derecho de los ociosos a vivir a costa de los laboriosos. No un derecho a disfrutar de la benevolencia social (que me parece bien, igual que un derecho a nuevas oportunidades, cuando uno se ha equivocado), sino un derecho a disfrutar de la vida gracias al esfuerzo de los demás.

Tampoco creo que las consecuencias hayan sido bien calculadas por los partidarios de la RB (si es que alguien puede hacerlo). La principal consecuencia negativa es que la propuesta les parece repugnante a muchos, y éstos le opondrían una viva resistencia, juzgándola injusta y reorientando su vida en función de esa nueva implementación, no por un interés propio ni ajeno, sino en protesta, máxime cuando no se estaría pagando un subsidio por razón de benevolencia o fraternidad, sino un emolumento debido por la índole misma de ciudadanía.

Si es falso lo que tantas veces se ha alegado de que el alto IRPF incentiva a no trabajar, me temo que ese emolumento generalizado sí tendría ese efecto por protesta a un reparto de la renta que muchos estimarían injusto, votando con los pies (o sea haciendo un nuevo tipo de huelga).

En otros aspectos, las especulaciones sobre las consecuencias en uno u otro sentido son infinitamente dúctiles y maleables. Yo preveo una baja de los bajos salarios, ya que siempre habría individuos dispuestos a hacer el trabajo que fuera por poquísimo dinero; y no necesitarían más para vivir «dignamente» --suponiendo que ese adverbio exprese un concepto mínimamente claro, aunque fuera de los jurídicamente indeterminados. Los sueldos en general bajarían, porque el empleador descontaría que los trabajadores ya estarían percibiendo la RB y sólo desearían un complemento. Esa incidencia no afectaría a los altos salarios, pues, a esos niveles, percibir o no RB sería poco relevante.

¿Con qué se financiaría? Según lo leo en los desarrollos de las propuestas,NOTA256 prácticamente suprimiendo todo el estado del bienestar y buena parte de los tradicionales servicios públicos: pensiones, sanidad pública, educación, becas, planes de vivienda social, subvenciones y subsidios de diverso tipo (incluidas todas las que benefician al agricultor y al ganadero).NOTA257 Para financiar esa renta, habría que pagar a precio real de mercado el transporte público, toda la enseñanza, todos los cuidados médico-quirúrgicos, correos, alumbrado público, labores de socorro (bomberos, salvamento, protección civil, refugio), suministros, circulación vial, todas las actividades culturales y recreativas, jardines, etc.

Supongamos que se establece una RB equivalante al actual salario mínimo interprofesional.NOTA258 Se otorga a todos los adultos sin exigir contraprestación; a cambio --y para financiarla--, se suprimen todas las pensiones, becas, ayudas, subvenciones, bonificaciones, y todas las prestaciones de servicio público.NOTA259 Al cabo de unos meses el costo de la vida se habrá duplicado, por lo menos, y la RB ya no será ni siquiera un subsidio de subsistencia; y no estará nada claro ya de dónde sacar para actualizarla.NOTA260

En resumen, creo que la propuesta sólo es viable pagando un precio altísimo, y por eso es injusta, aparte de que es injusta porque implica un derecho de unos a aprovecharse del esfuerzo de los demás y de que sus virtudes quedan relativizadas cuando se tiene en cuenta que aun los derechos incondicionales tienen límites al colisionar con otras normas y otros valores amparados por el ordenamiento jurídico.NOTA261


Elenco bibliográficoNota262








[NOTA1] El trabajo de investigación que ha dado como resultado la redacción de este ensayo forma parte del Proyecto: «Una fundamentación de los derechos humanos desde la lógica del razonamiento jurídico» [HUM2006-03669/FISO] del Ministerio de Educación y Ciencia, 2006-2009.






[NOTA2] Hace ya más de tres lustros, Bill Jordan, [Jordan 1989] (pp. 16ss y passim) rescataba la idea del bien común como base de decisiones públicas y de un acercamiento a los problemas de la ética socio-política. En eso coincide con mi actual tratamiento, del cual discrepa en todos los detalles: ese bien común es --más que un bien público que les toque administrar y gestionar a los poderes públicos-- un cúmulo de bienes privados compartidos, en una sociedad no individualista en la que se incentive el asociacionismo y la cooperación entre los particulares y el espíritu de compartir (share), no el de repartir. Se trata de intereses comunes que espontáneamente reconozcan como tales los individuos. En ese marco, Bill Jordan fue uno de los primeros adalides de la renta básica ciudadana (v. pp. 136ss), que discuto más abajo, en el Anejo III de este ensayo.






[NOTA3] V. infra, §19, acerca de la universalidad y perpetuidad de los derechos humanos y de cuán problemático es concebir siquiera una sociedad absolutamente divergente de la nuestra en el reconocimiento de los derechos humanos, porque a esa sociedad no la podríamos entender. Y, desde luego, entendemos a las sociedades de la Grecia, la Fenicia y la Roma antiguas, lo cual sería imposible sin algún grado de coincidencia o solapamiento entre sus concepciones jurídicas y las nuestras.






[NOTA4] V. infra principio [P2] del §06 y, sobre todo, §10.






[NOTA5] V. de nuevo el §19, más abajo, donde rechazo más fuertemente esa idea equivocada de que los derechos humanos constituyen una particularidad cultural de cierta civilización, llámese como se llame.






[NOTA6] En la Corona de Castilla los límites constitucionales al poder real fueron siempre bastante modestos, pero, mal que bien, persistieron hasta la derrota de los Comuneros en Villalar en 1521. A partir de ese año, las Cortes castellanas sólo conservaron un poder residual, y aun éste fue siendo paulatinamente erosionado por los monarcas de la Casa de Austria, para ser suprimido del todo con la llegada de la Casa de Borbón en 1700. En la Corona de Aragón fue justamente el advenimiento de los Borbones lo que causó la abrogación de los derechos constitucionales de los cuatro reinos orientales de España.






[NOTA7] V. Francisco Tomás y Valiente, El derecho penal de la monarquía absoluta (siglos XVI-XVIII). Madrid: Tecnos, 1969. Del mismo autor: La tortura en España, Madrid: Ariel, 1973.






[NOTA8] En la Revolución francesa ya hubo demandas de sufragio universal, incluso para ambos sexos, pero desde la caída de Robespierre se impuso la exclusión de los sans-culottes. En la Constitución de Cádiz de 1812 no se precisaba si el sufragio sería universal o no. Pero las constituciones del reinado de Isabel II impusieron, todas, el sufragio censitario.






[NOTA9] Según lo veremos después, también hay unos deberes positivos implicados por esos derechos negativos: deberes de vigilancia pública y de sanción de las transgresiones. Sin embargo, ese aspecto ha pasado más desapercibido. La obsesión del viejo liberalismo era más la de ponerse a salvo de los abusos del poder que de sus carencias, aunque se daba por sobreentendido que el poder tenía que funcionar y proteger y que la ley debía hacerse cumplir.






[NOTA10] Con una excepción, sin embargo, a la cual aludiré más abajo (v. el §05): el derecho al proceso debido implica un derecho de prestación, o sea: conlleva un deber positivo de hacer de los poderes públicos.






[NOTA11] El sufragio femenino sólo había sido establecido en tres países (Noruega, Dinamarca y Australia) antes del triunfo de la revolución rusa de noviembre de 1917, la cual lo reconoció inmediatamente. Tardará en generalizarse. En Francia sólo llegará en 1946; en Suiza en 1971.






[NOTA12] Nótese, empero, que todavía hoy la Constitución de los EE.UU no reconoce el derecho de asociación. En lo tocante a los derechos humanos, ese texto --que se quedó casi petrificado a mediados del siglo XIX-- sigue respondiendo a una concepción pre-democrática. Es mucho más tosco y parco que los textos europeos de la primera mitad del XIX. Sus insuficiencias afectan incluso a las garantías procesales; así reduce el derecho a la defensa propia al de acudir a la asistencia letrada (Enmienda 6ª). No aparecen ni la regla de legalidad (el derecho a no ser condenado uno por un hecho no tipificado legalmente como delito en el momento de su comisión), ni la presunción de inocencia, ni el derecho a no ser discriminado uno arbitrariamente (salvo, vagamente, como un derecho a una igual protección ante la ley, según la Enmienda 14.1). Incluso la inviolabilidad de domicilio recibe sólo un reconocimiento mínimo que deja muchos agujeros (Enmienda 5ª). Esa Constitución sólo prohíbe los castigos crueles cuando éstos sean, a la vez, insólitos (Enmienda 8ª). Además, aunque prohíbe la esclavitud, exceptúa de tal prohibición (Enmienda 13.1) aquella que sea infligida como castigo penal. La Constitución de los EE.UU --que, por otro lado, no estipula ni reconoce ningún derecho de bienestar-- no contempla tampoco ni el derecho de emigrar, ni el de cambiar de domicilio.






[NOTA13] Según el sistema británico de ausencia de un código fundamental, paradoja del país de la Magna Carta.






[NOTA14] Ese reconocimiento es la base de los derechos de bienestar --según lo veremos en la Parte III de este estudio.






[NOTA15] En las provincias ultramarinas de España la abolición tiene dos fechas: 1873 (I República) en Puerto Rico; 1880 (pacto de Zanjón) en Cuba. Todavía hubo esclavitud en el Imperio del Brasil hasta 1888. Antes de España la habían abolido Rusia, Francia, Inglaterra y otros países. Sólo después de la II guerra mundial será ilegal en todo el mundo.






[NOTA16] La legislación social se había iniciado en Inglaterra ya en la primera mitad del siglo XIX, pero sus avances fueron lentísimos. En España hubo una primera ley laboral, para restringir el trabajo asalariado infantil, durante la I República (junio de 1873). Treinta años después, hacia 1903, empiezan a darse pasos por fin, pero sólo se produce una aceleración al triunfar la revolución rusa en el otoño de 1917. Todas esas disposiciones eran infraconstitucionales. Ninguna de ellas se presentaba como el reconocimiento de un derecho fundamental del hombre.






[NOTA17] V. infra, §09.






[NOTA18] Ya evocado en este trabajo; v. supra §01.






[NOTA19] V. infra, §10.






[NOTA20] Un detallado estudio de cómo los derechos fundamentales asegurados a todos en la Constitución han de amparar a los individuos frente a otros particulares --personas privadas físicas y jurídicas-- y no sólo frente a los poderes públicos lo ofrece Juan Mª Bilbao Ubillos en su extensa monografía La eficacia de los derechos fundamentales frente a particulares: Análisis de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Centro de Estudios políticos y constitucionales, 1977. Con su enorme interés, ese libro está consagrado casi exclusivamente a los derechos negativos (y, sobre todo, en el caso español, a los de la Sección I del capítulo II del Título I de la Constitución, lo cual deja fuera a casi todos los derechos de bienestar, consagrados en la Sección II del mismo capítulo y en el capítulo III). Sin embargo algunos derechos ampliamente estudiados en el libro --como el de igualdad-- inciden en derechos de bienestar.






[NOTA21] Igual que en otros escritos anteriores, el principio de no impedimento puede recibir varias denominaciones equivalentes: principio de respeto, de no obstaculización, de no interferencia, de no violación, de no vulneración. En varios lugares volveré sobre él (§10, §12, §13, §15, §22, §25, §29 y §47 [discusión de las Objeciones , y 15ª] y el Anejo I), pues es crucial en el planteamiento ofrecido en estas páginas.






[NOTA22] Este aserto puede denominarse `principio converso de no impedimento'. No viene recogido en las lógicas jurídicas construidas por el autor de este estudio junto con Txetxu Ausín, porque su formulación simbólica implica una cuantificación universal difícil de formalizar, ya que la prótasis expresa que estén prohibidos todos los hechos obstaculizadores de uno dado o supuesto, y la apódosis que, en tal caso, éste último será lícito.






[NOTA23] Esto último es un deber; y, por lo tanto, un derecho (en virtud de otro principio básico de lógica jurídica, el principio de Bentham: cuando se tiene el deber de hacer algo, también se tiene derecho de hacerlo); y, por lo tanto, es ilícito impedirlo, sea por acción, sea por omisión.






[NOTA24] El texto de la Constitución de la II República francesa de 1848 está publicado en el libro Les constitutions de la France depuis 1789, Paris: Flammarion, 1995, pp. 263ss.






[NOTA25] La Constitución (no promulgada) de la I República Española ha sido publicada en varias colecciones. Una de ellas es la E. Tierno, 1968, pp. 138ss.






[NOTA26] V. supra, final del §05.






[NOTA27] Ver el texto en las Obras Escogidas de Lenin, trad. anónima al español, Ediciones en lenguas extranjeras. Moscú s.f., t. 2, pp. 569-71.






[NOTA28] Sobre la Declaración consúltese: E.H. Carr, 1950, pp. 117ss.






[NOTA29] Publicada en: Textos constitucionales, ed. por M.A. Aparicio y otros, Barcelona: Eub, 1995, pp. 33ss.






[NOTA30] La Constitución de la II República Española (1931) está publicada en la recién citada antología de E. Tierno Galván, pp. 182ss.






[NOTA31] Esa Constitución enunció un importante elenco de derechos de bienestar: derecho a un puesto de trabajo (art. 118) --con garantía de estabilidad y de remuneración `según su cantidad y calidad"--; al descanso (art. 119) --lo que implica el derecho a `las vacaciones anuales pagadas para los obreros y empleados' y a `la existencia de una extensa red de sanatorios, casas de descanso y clubs' que se pongan a disposición de los trabajadores--; `a la asistencia económica en la vejez, así como en caso de enfermedad y de pérdida de la capacidad de trabajo' (art.120) --lo que implica `la asistencia médica gratuita a los trabajadores'--; a la instrucción (art. 121) --lo que incluía `la gratuidad de toda clase de enseñanza'--; a la igualdad entre el hombre y la mujer `en todos los dominios de la vida económica, pública, cultural, social y política' (art.122). Está implícito el derecho al sustento (contenido en otros de los enumerados), mas, en cambio, faltan otros derechos: a la vivienda; a la movilidad; al buen abastecimiento de productos; a las comodidades (si bien en el art. 131 se proclama que `la riqueza y el poderío de la patria [son ...] fuente de una vida acomodada y culta para todos los trabajadores'); a la distracción (salvo en tanto en cuanto ésta forma parte del descanso y de la instrucción). Tampoco se promete acceso grauito a la justicia.






[NOTA32] También reconoció algún derecho de bienestar la Constitución irlandesa de 1937, inspirada en la doctrina social de la Iglesia Católica. Hasta donde lo ha averiguado el autor de este estudio, ninguna otra constitución de ningún estado católico antes de la segunda postguerra mundial hizo nada así.






[NOTA33] Independientemente de que tales títulos vinieran de la propia naturaleza del hombre o del pacto social.






[NOTA34] V. Léon Duguit, 1923. V. ref.bibl. al final de este ensayo.






[NOTA35] Basábase en ideas de Carlos Marx, pero las enunciaba con mayor radicalidad o contundencia.






[NOTA36] V. El pensamiento de Rosa Luxemburgo (selección de textos trad. y ed. por Mª J. Aubert, Barna: Ediciones del Serbal, 1983).






[NOTA37] V. ibid, p. 154.






[NOTA38] Ibid. pp. 157 y passim.






[NOTA39] Un análisis de las tesis de Rosa Luxemburgo y de su rechazo de la idea de derechos universales del hombre puede verse en Jie-Hyun Lim «Rosa Luxemburg on the Dialectics of Proletarian Internationalism and Social Patriotism», Science and Society 59/4 (1996), pp. 498-530.






[NOTA40] La tesis marxista de que el Estado es una superestructura política levantada por encima de la sociedad (o sociedad civil --que es lo mismo en ese enfoque), es expuesta por Federico Engels en una fórmula magistral en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Madrid: Alba Libros, 1999, trad. anónima, p. 192: `faltaba una institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda. Y esa institución nació. Se inventó el Estado'. La fecha aproximada a la que parece aludir Engels sería el año 700 a.C.






[NOTA41] Igual que --según lo hemos visto más arriba-- hace la Declaración rusa de 1918.






[NOTA42] V. supra, principio [P2] del §06.






[NOTA43] Uno de los mejores análisis de la teoría de Kelsen lo ofrece Eduardo García Máynez; v. 1996, pp. 77ss; y García Máynez 1995, pp. 219ss.






[NOTA44] V. trad. francesa Paris. PUF, 1996, cap. 33, pp. 179-81 y n. 85, pp. 440ss.






[NOTA45] Sobre lo primario de las obligaciones de sanción respecto de las prohibiciones de actos, v. la Teoría general del Derecho y del Estado, trad. de García Máynez, México: UNAM, 2ª ed., 1958, pp. 68ss. Y el cap. VI de la primera parte del citado libro de Kelsen está consagrado a la noción de derecho subjetivo, con prolijos desarrollos que, sin embargo, suscitan muchas dificultades tanto de interpretación o comprensión cuanto de defendibilidad (incluso meramente lógica) de la doctrina propuesta. Más que en tratar de forzar una coherencia que seguramente no se da, el interés está en extraer algunas grandes tesis que merecen debatirse y que gozan de algún grado de verosimilitud.






[NOTA46] V. también de Kelsen: Compendio de Teoría general del Estado, trad. de Recaséns Siches y J. de Azcárate, México: Colofón, 1992, pp. 167ss; Teoría pura del derecho, trad. Moisés Nilve, Eudeba, 1994, cap. VIII, 3 «Reducción del derecho subjetivo al derecho objetivo», pp. 120ss.






[NOTA47] V. supra §06. Sin embargo, Kelsen no formula tales principios como reglas de lógica jurídica.






[NOTA48] Entre los innumerables análisis de este aspecto de la teoría kelseniana tenemos el de Rodríguez Paniagua, 1997, t. II, p. 609.






[NOTA49] V. supra, §06.






[NOTA50] Una bonita edición de los textos de derecho internacional actualmente vigente donde se explicitan los derechos del hombre la ofrece la colección de M. Delmas-Marty y C. Lucas de Leyssac, 1996. Allí se encuentran los documentos jurídico-internacionales aquí citados y excelentes comentarios. Otra colección muy interesante es la de Zumaquero, 1998. Contiene algunos difíciles de hallar, como la Carta africana de derechos de los hombres y los pueblos, que, además de incorporar derechos colectivos de los pueblos, estipula deberes humanos fundamentales.






[NOTA51] V. Cassese, 1993. Sobre el fundamento jusnaturalista de los derechos fundamentales, v. Pérez Luño, 1998.






[NOTA52] Radbruch, 1992.






[NOTA53] Aunque también la revocación por Luis XIV del Edicto de Nantes significaba la anulación de una licitud jurídica: la falta de tolerancia venía a significar prohibición del ejercicio de la R.P.R (religion prétendûment réformée).






[NOTA54] V. Gewirth, 1982 y 1978.






[NOTA55] Dworkin, 1977 y 1986.






[NOTA56] V. García Máynez, 1995, pp. 219ss. y pp. 220-1.






[NOTA57] Art. 172.1 del Código Penal de 1995: «El que, sin estar legítimamente autorizado, impidiere a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe, o le compeliere a efectuar lo que no quiere, sea justo o injusto, será castigado [...] según la gravedad de la coacción o de los medios empleados.». (Cf. Vicenta Cervelló Donderis, Delito de coacciones en el Código Penal de 1995, Tirant lo Blanch, 1999.) Cabe objetar que, de ser una regla lógico-jurídica esa prohibición de cualquier acto coactivo que impida el ejercicio de un derecho ajeno, entonces no habría necesidad de que la impusiera el Código Penal. La objeción falla porque hoy se admite pacíficamente --en la dogmática jurídico-penal-- que el Código no debe penalizar nada que sea lícito por derecho natural (aunque no todo lo que el derecho natural prohíbe ha de estar penalmente sancionado). Cuando el código penal no se ajusta a ese canon, perpetra un abuso del ius puniendi. Y nadie ha pedido la despenalización de las coacciones. Sin embargo hay un punto polémico al respecto, que es si el delito se perpetra sólo por actos de violencia personal o también por fuerza en las cosas. La jurisprudencia ha extendido el concepto de impedimento a hechos como cambio de cerradura o su inutilización, corte de suministro eléctrico o de agua, ocupar el camino para impedir el paso, desinflar las ruedas o esconder las llaves. Critica esa jurisprudencia la doctrina mayoritaria (Francisco Muñoz Conde, Derecho Penal, Parte Especial, Tirant lo Blanch, 1999, pp. 153-4]; también Mir Puig, etc). Al margen de la tipicidad penal, encontramos claros ejemplos de coacciones, activas u omisivas --conductas imprudentes o dolosas que entrañan para otros imposibilidad de ver satisfechas sus necesidades--, cuando esa satisfacción tiene un reconocimiento jurídico, especialmente derechos básicos de bienestar: subidas de precios injustificadas, retirar del mercado ciertos medicamentos o bien obstaculizar su adquisición, desabastecer de agua por un despilfarro (riego de césped, piscinas privadas), reglamentar la compra de bienes necesarios de manera abusivamente restrictiva, dejar inactivos unos capitales que hacen falta para satisfacer esas necesidades, etc.






[NOTA58] La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 afirma: «La ley no tiene derecho a prohibir más que las acciones perjudiciales a la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley no puede impedirse; nadie puede venir forzado a hacer lo que la ley no manda». La Constitución del año III reitera casi literalmente ese principio de permisión.



[NOTA59] V. supra, final del §10.






[NOTA60] El libro de Ihering donde se expone principalmente esa concepción es El Espíritu del derecho romano, pero reaparece en otros escritos del gran jurista alemán, como 1990, p. 47. Cf. García Máynez, 1995, pp. 188ss.






[NOTA61] V. García Máynez, 1996, p. 380. El tema lo desarrolla nuestro autor con diversos argumentos y variaciones a lo largo de su fecunda obra.






[NOTA62] Valencia Restrepo, 1993.






[NOTA63] En un ámbito espacio-temporal, geográfico o ambiental (que puede incluso ser el de una organización criminal, con relación a sus estatutos explícitos e implícitos).






[NOTA64] Peter Geach, «Whatever Happened to Deontic Logic?», Philosophia (Israel), 11/1-2, pp. 1-12.






[NOTA65] P.ej. los distingos terminológicos de Hohfeld (privilegio, derecho, inmunidad, potestad; v. infra, §47, Objeción , con un posible reparo basado en algún distingo de ese tenor; v. también infra, primer párrafo del Anejo I). Recordemos también cómo Ihering reserva el término `derecho' al caso en que el agente tenga un interés en su ejercicio.






[NOTA66] Según la conocida tesis de Joaquín Costa, resultará de que el pueblo refrende con su consentimiento al menos pasivo un acto promulgatorio del legislador. La teoría de Joaquín Costa del pueblo como co-legislador aparece en su libro El problema de la ignorancia del derecho y sus relaciones con el status individual, el referendun y la costumbre. Edición a cargo de S. Sentís Melendo, Buenos Aires: Ediciones Jurídicas Europa-América (1ª ed. publicada en la Imprenta de S. Francisco de Sales, Madrid, 1901). Sobre la interpretación del democratismo jurídico de Joaquín Costa y su relación con la escuela histórica del Derecho, ver: Nicolás López Cabra, Joaquín Costa, filósofo del Derecho, Zaragoza: Instituto Fernando el Católico, 1965; Elías Díaz, La filosofía social del krausismo español, Valencia: Fernando Torres, 1983; A. Gil Novales, Derecho y revolución en el pensamiento de Joaquín Costa. Madrid: Península, 1965; E. Fernández Clemente, Estudios sobre Joaquín Costa, Zaragoza: Prensas Universitarias, 1989; Antonio-Enrique Pérez Luño, La seguridad jurídica, 2ª ed., Barcelona: Ariel 1991, pp. 103-4.






[NOTA67] Felipe González Vicén, 1979, p. 366ss. V. también de Manuel Atienza, 1983, pp. 43ss. Sobre el problema de la naturaleza del deber de obediencia al derecho, cf. García Máynez, 1995, pp. 260ss; Eusebio Fernández La obediencia al Derecho, Civitas, 1987.






[NOTA68] El derecho de huelga es una de las libertades que más frontalmente colisionan con el disfrute de los derechos de bienestar ajenos, según lo veremos infra, §30. Como remedio a un injusto orden socio-económico, la huelga (regulada y limitada) tiene su razón de ser, a título de mal menor. Pero en general es falso que exista un derecho fundamental del hombre a holgar; lo que sí hay es un derecho fundamental a una remuneración justa y a condiciones laborales satisfactorias. La huelga sólo se justifica cuando, siendo imprescindible para el logro de reivindicaciones justas, lesiona derechos ajenos (sobre todo de los más desfavorecidos) en menor medida que aquella en que sirve para conseguir esas reivindicaciones. Si no cumple esa doble condición, es inmoral.






[NOTA69] Aducir las necesidades del hombre como un fundamento válido de los derechos humanos no es una originalidad del presente enfoque (aunque sí le sea propia la manera de articular esa fundamentación). Entre los filósofos del Derecho que también han fundamentado, al menos parcialmente, los derechos de la persona humana en las necesidades figura Helmut Kuhn. Sin embargo (v. García Máynez, Filosofía del Derecho, p. 457) en él, si bien ese momento de la necesidad fundamenta el deber de ayuda a los necesitados o impedidos, ese fundamento se combina con el de la dignidad (ibid.) por el cual hay que dar «a cada quien según sus méritos». Vemos que, en esa perspectiva, el criterio de la necesidad es marginal; en el enfoque aquí propuesto, es sustancial.






[NOTA70] Valencia Restrepo, 1993.






[NOTA71] Es este principio el que vertebra toda la Parte III de este estudio, como fundamento de los derechos positivos o de bienestar.






[NOTA72] Las tesis sustentadas en este ensayo guardan una afinidad con las ideas de Helmut Kuhn en Der Staat: Eine philosophische Darstellung. Munich: Kösel Verlag, 1967. Para H. Kuhn, la voluntad común actualizada por los gobernantes, sólo tiene un fin legítimo: el bienestar del todo, el bonum commune. V. una exposición del pensamiento de H. Kuhn en Filosofía del Derecho de Eduardo García Máynez, pp. 172ss (v. ref.bibl. al final de este ensayo).






[NOTA73] V. Moreso, 1992, pp. 324ss. Espero que nadie objete que se cumplen esas cuatro condiciones en una ergástula en la que todos pasan la vida igualmente atados a postes bajo un sol ardiente y alimentados por la fuerza. Habría que determinar abundancia de qué; pero a Bentham no se le podrá reprochar que deje fuera a la felicidad.






[NOTA74] Esas tesis las expone en la Crítica al programa de Gotha (también conocida como «Glosas al programa de Gotha»; v. la ref.bibl. Marx y Engels, al final de este ensayo). Es uno de sus escritos polémicos más importantes, cuyo contenido doctrinal supera con muchísimo al Manifiesto comunista, obra juvenil desmesuradamente famosa, y en realidad a prácticamente cualquier otro trabajo suyo, al menos desde el punto de vista político-moral. V. infra, final del §36, final del §40 y §43.






[NOTA75] La visión de que lo justo es distribuir según el principio «a cada cual según sus necesidades» será asumida, con modificaciones, en los §§40 y ss. No asumiré, en cambio, la tesis de que el deber de contribución al bien común sea tan grande como lo pensó Marx.






[NOTA76] En Philosophisch-Theologische Schriften, ed. por L. Gabriel, Viena: Herder, 1964, t. III, pp. 357ss.






[NOTA77] Un desarrollo más amplio de las ideas recién apuntadas lo ofrece toda la Parte III de este estudio.






[NOTA78] V. supra §§ 06, 10, 12, 13; infra §17 (nota 84), §§ 25 y 29 y el Anejo I.






[NOTA79] Ni en general es probable que dispongamos de criterio alguno para fijar de una vez por todas la extensión de las reglas válidas de lógica, sea lógica jurídica o cualquier otra. La frontera de la lógica no sólo es esponjosa, elástica y difusa, sino también dilatable.






[NOTA80] Los escolásticos distinguían entre normas de derecho natural per se y per accidens; un distingo en buena medida coincidente con el nuestro.






[NOTA81] Lo hace en su libro Logisch Syntax del Sprache, en 1934. V. la trad. ingl., The Logical Syntax of Language, Routledge and K.P, 1937 (trad. A. Smeaton). V. sobre la significación de esa tesis, v. mi artículo «Quine y el intento neopositivista de superación de la metafísica», en Reexamen del neopositivismo, Salamanca: Sociedad Castellano-Leonesa de Filosofía, 1992, pp. 39-64. ISBN 84-604-4394-9.






[NOTA82] Quine, «Dos dogmas del empirismo», en Desde un punto de vista lógico, Barcelona: Ariel, 1962, trad. M. Sacristán.






[NOTA83] Sobre esta tesis de la (relativa) analiticidad de la afirmación de los derechos fundamentales del hombre, v. infra §19 acerca de cuán incomprensible sería un orden jurídico en disonancia absoluta con tal afirmación.






[NOTA84] V. supra principios [P1] y [P2] en §6.






[NOTA85] Es preciso, sin embargo, señalar que, de suyo, un derecho positivo --el derecho a que haya algo así o asá-- no tiene por qué ser relacional en su contenido, en su dictum; igual que un derecho negativo --uno a que no haya nada así o asá-- puede no tener tampoco un dictum explícitamente relacional. La relacionalidad será implícita en ambos casos, por la vía de que el derecho es inconcebible y huero donde no comporte una obligación para los demás de respetarlo (principio de no impedimento).






[NOTA86] V. Donald Davidson Truth & Interpretation, Clarendon, 1985. V. Ernest LePore (ed), Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy of D. Davidson, Blackwell, 1986; y B. T. Ramberg, Donald Davidson's Philosophy of Language: An Introduction, Blackwell, 1989.






[NOTA87] V. supra §16.






[NOTA88] Un problema similar se ha planteado con respecto a la tesis de Kuhn de que el paso de una teoría científica a otra suele acarrear un cambio de paradigma que trae consigo una modificación semántica en virtud de la cual serían inconmensurables entre sí las dos teorías.






[NOTA89] Una reciente discusión sobre la diferencia entre designadores rígidos y no rígidos la ofrece Luis Fernández Moreno en su libro La referencia de los nombres propios, Madrid: Trotta, 2006.






[NOTA90] V. Platón, República, y Nicolás de Cusa, cit. supra §14.






[NOTA91] V. infra, §30.






[NOTA92] En suma, por un camino un poco diferente volvemos a la conclusión ya alcanzada supra, §16, de que los derechos fundamentales del hombre son vinculantes por derecho natural, y de que su afirmación es una verdad analítica.






[NOTA93] En el propio ámbito europeo, la resistencia más encarnizada vino en principio del Pontificado: los Papas Pío VI, Gregorio XVI y Pío IX condenaron la ideología de los derechos humanos con un vigor, una franqueza y una determinación que para sí quisieran los más ásperos oponentes de tal ideología en cualquier país de Asia o de África en los comienzos del siglo XXI; lo cual prueba que no es la ideología particular de la presunta civilización europea u occidental, la cual en verdad no existe (sólo existe la civilización universal). Pero incluso esos intransigentes combatientes contra los derechos humanos admitían en el fondo una buena parte de la propuesta que creían estar rechazando de plano. Si no, no habría sido posible el viraje ulterior de esas instituciones. La propia Declaración de 1789 retomaba muchos temas de la tradición jurídica, incluso la del Derecho canónico, sin que eso sea óbice para la novedad y radicalidad de algunos planteamientos revolucionarios.






[NOTA94] Tal fue la doctrina de los grandes filósofos del derecho escolásticos, llevada a sus consecuencias más radicales por el P. Mariana.






[NOTA95] Cit. supra §12.






[NOTA96] Para Benito de Castro (1999, p. 128) «los derechos económicos, sociales y culturales, del mismo modo y por los mismos motivos que los derechos civiles y políticos, pueden considerarse radicados embrionariamente en la persona humana, como exigencias que brotan de la estructura tendencial de su naturaleza»; lo cual sólo verbalmente difiere de mi posición, que los hace radicar en las necesidades del ser humano (una necesidad es una «exigencia que brota de la estructura tendencial de la naturaleza» del hombre). Sin embargo, para Benito de Castro cada derecho por separado brota de una tendencia de la naturaleza humana y se radica en ella, al paso que, en la concepción aquí propuesta, hay una mediación entre la necesidad y el derecho, a saber: el título individual de participar en el bien común según las necesidades.






[NOTA97] Ronald Dworkin, 1977.






[NOTA98] V. supra, final del §15.






[NOTA99] Esta consideración nos hace rememorar la discusión escolástica sobre la variabilidad del derecho natural; en ella se perfilaron posiciones en varios puntos muy cercanas a lo aquí sustentado.






[NOTA100] Incluso Kelsen --pese a su rígida dicotomía de hechos y normas-- tiene que acabar reconociendo que un sistema de normas en recalcitrante conflicto con los hechos, al perder toda eficacia, dejaría de tener validez.






[NOTA101] Cf. H.L.A. Hart, The Concept of Law, Oxford: Clarendon Law Series, 1961, p. 64 y passim.






[NOTA102] V. supra, §14.






[NOTA103] V. supra, §15.






[NOTA104] V. supra, [P1], o principio de bilateralidad, en §06.






[NOTA105] Cuando el art. 1116 del Código Civil anula las obligaciones sujetas a condiciones contrarias a las leyes y a las buenas costumbres, lo que claramente está haciendo es (ajustándose a lo dispuesto en el art. 1255 del mismo cuerpo legal) retirar su protección a pactos en los cuales una de las partes se obligue a hacer, no hacer o entregar algo y, a cambio, la otra se comprometa a una acción u omisión ilícita o inmoral. La condición es, evidentemente, una cláusula en contrapartida. No comparto, pues, la opinión de Carlos Lasarte (Principios de derecho civil, t. 3, Madrid: Trivium, 1999, 5ª ed., p. 106) según la cual una condición nunca depende de la voluntad de ninguno de los contratantes, y ello porque el art. 1256 impediría que la validez y el cumplimiento de los contratos se dejaran al arbitrio de uno de los contratantes. Respondo que, para cada contratante, el cumplimiento por el otro de su respectiva obligación es una condición (explícita o implícita) de su propio deber de cumplimiento. Tal es el sentido del art. 1124. Por eso dice el art. 1255 que los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente siempre que no sean contrarios a las leyes ni a la moral ni al orden público. En cambio, hay contratos válidos en los que nace una obligación cuando sucede un hecho ilícito de un tercero (p.ej. ciertos contratos de seguro); ésos no van en contra del art. 1116 CC. Lo que prohíbe el art. 1256 es que el derecho de uno de los contratantes se sujete, como condición, a la voluntad del otro, porque eso sería un contrato inicuo, en el cual uno de los contratantes no viene obligado a nada y el otro sí. En cambio, el deber de cada contratante está condicionado por el cumplimiento del otro (condición resolutoria o suspensiva según las circunstancias del caso y el contenido concreto del contrato).






[NOTA106] En el contexto de este apartado y de los siguientes, tomo el condicional «si A, entonces B» como si significara una implicación, «[al menos] en la medida en que A, B». La diferencia en el uso corriente es que, normalmente, la partícula `si' sólo sujeta la verdad de la apódosis a que se cumpla la prótasis --en cualquier grado que ello suceda; mientras que `en la medida en que' establece una graduación: la apódosis ha de cumplirse tanto como la prótasis o más. Por razones técnico-lógicas, no vale sin restricciones la regla de obligación condicional (a saber: de las dos premisas «Es obligatorio que, si A, B» y «A» cabe inferir la conclusión «B»); pero las dificultades que asedian a esa regla no afectan a la regla de implicación deóntica (v. supra §15): de «Es obligatorio que, en la medida en que A, B» y «A», cabe inferir «Es obligatorio B». Aplicada esa paráfrasis, la oración recién escrita ha de leerse así `Lucas se obliga a, en la medida en que gane a la lotería, transmitir a su hermano Ernesto la propiedad de la finca del Pardal'. Es también, probablemente, correcta --en contextos usuales-- la regla de obligación condicional (la que autoriza a concluir la obligatoriedad de B a partir de A más la obligatoriedad de B-si-A), tomando la precaución de que todas las oraciones se refieran a estados de cosas contingentes. En este apartado y los que siguen, usaré: `condicional' como significando `implicacional'; `condicionado' como `implicado'; `si' como `en la medida en que'; y así sucesivamente.






[NOTA107] Sobre la exceptio non adimpleti contractus (exoneración de la obligación de cumplir de uno de los contratantes en caso de incumplimiento por la otra parte), v. José Castán Tobeñas, Derecho civil español común y foral, t. 3 (Derecho de obligaciones), Madrid: Reus, 1958 (9ª ed.) p. 87. El Código Civil español regula esa excepción en los arts. 1100 y 1124. La legislación, la jurisprudencia y la doctrina deslindan supuestos de cumplimiento parcial y total; sobre esa base, se modula el derecho que otorga al acreedor el art. 1124 CC de optar entre exigir el cumplimiento o resolver la mutua obligación.






[NOTA108] V. supra §§ 06, 10, 12, 13, 15, 17 (nota 84); infra, §§ 25 y 29, y el Anejo I.






[NOTA109] Uso esa expresión por analogía con las implicaturas conversacionales ideadas por Paul Grice (v. P. Grice, «Presupposition and Conversational Implicature», en Radical Pragmatics, P. Cole (ed.), New York: Academic Press, 1981, pp. 183-97). Una implicatura es un nexo pragmático, no semántico; es una expectativa fundada --basada en las reglas que rigen los contextos de elocución humanos-- que hace legítima, en condiciones usuales de comunicación, la expectativa de que pueda uno concluir la verdad de lo implicado a partir de la constatación de lo implicante. Es como una presunción inferencial refragable.






[NOTA110] En una compraventa, el vendedor primero exhibe la mercancía y la entrega al comprador y luego éste paga el precio (si es al contado); en caso de que no pague, el vendedor puede recuperar la mercancía que no haya entregado aún (si la mercancía tiene partes separables).






[NOTA111] V. infra, §27, donde volveré con mayor detalle a este problema.






[NOTA112] En tal sentido el año 18 a.C. dicta Octavio Augusto la lex iulia de maritandis ordinibus y en el año 9 la lex Pappia Poppaea. V. Juan Iglesias, Derecho Romano: Instituciones de derecho privado, Ariel, 1965, 5ª ed., p. 528.






[NOTA113] V. infra, §45.






[NOTA114] Ni siquiera la existencia legal de pena capital entraña la licitud de tratos crueles. Si la vida humana fuera el valor supremo, por encima del bienestar, podría sostenerse que un régimen político con pena de muerte se autoriza a infligir a los condenados hambre, frío, calor, azotes, mutilaciones y cualquier otra aflicción. Sabemos que no es así: infligir cualquiera de esos tratos es peor que infligir la pena de muerte.






[NOTA115] V. supra, §23.






[NOTA116] El derecho a la mejora del nivel de vida (o sea: el derecho a prosperar económicamente, y no sólo a una satisfacción estática de las necesidades de consumo) viene expresamente establecido en el Pacto internacional de Derechos económicos, sociales y culturales de 1966, art. 11.1 (que incluso especifica que el derecho se extiende al de «una mejora continua de las condiciones de existencia»). Sobre su importancia, v. Carlos Villán Durán, «Contenido y alcance del derecho a la alimentación en el Derecho internacional», en El derecho a la equidad: Ética y mundialización social, ed. por Terre des Hommes, Barcelona: Icaria, 1997, p. 208. Nótese que ese derecho a la prosperidad implica el derecho al desarrollo (Resolución 41/126 de la Asamblea General de la ONU de 1986-12-04, aprobada con el único voto en contra de los EE.UU; v. libro recién citado, p. 69 (un ensayo de Alirio Uribe Muñoz sobre el estado actual de los derechos económicos, sociales y culturales en el derecho internacional). Aunque ese derecho al desarrollo está más angustiosamente frustrado en los países subdesarrollados, también disfrutan de él los habitantes del mundo desarrollado, que pueden reclamar un ulterior y mayor desarrollo económico.






[NOTA117] V. la Contribución a la crítica de la economía política, citada más abajo.






[NOTA118] Una amplia y profunda discusión del concepto de necesidades y su papel en las decisiones públicas la ofrece David Braybrooke, 1987. La lectura de ese libro ha influido en las últimas elaboraciones del presente ensayo.






[NOTA119] V. Stocker, 1990.






[NOTA120] V. supra §06, §10, §12, §13, §15, §22, §25; e href="#anejo1">infra Anejo I.






[NOTA121] Como lo señalaré en el Anejo I, impedir el ejercicio de un derecho ajeno supone una causación que coarte directa y contundentemente la posible acción del titular de ese derecho al pretender ejercitarlo; habiendo de tenerse en cuenta que la relación de causalidad no es transitiva.






[NOTA122] Tales son las lógicas paraconsistentes.






[NOTA123] V. Martha C. Nussbaum, The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek tragedy and Philosophy. Cambridge U.P, 1986.






[NOTA124] O sólo marginal o accesoriamente.






[NOTA125] V. supra, §20, quinto párrafo por abajo.






[NOTA126] Esto nos lleva a otro problema enormemente complejo: el del consentimiento informado como requisito legal para cualquier terapia. Creo que hay que acudir a la noción de presunción legal. Como no hay ningún derecho a la enfermedad, es ilícita la conducta de quien, sin una buena razón, se opone a todo tratamiento médico para una enfermedad curable en condiciones razonables de expectativa de buena y duradera calidad de vida. Hay que presumir que la gente quiere actuar legalmente. De ahí que en tales casos haya que presumir el consentimiento, salvo prueba de lo contrario.






[NOTA127] El derecho de huelga --que se suele incluir en los económico-sociales-- es un derecho de libertad (de titularidad individual aunque de ejercicio colectivo); es la libertad de holgar o no holgar. Su ejercicio choca frecuentemente con derechos de bienestar de terceros: el derecho a trabajar (para lo cual hay que poder acudir al trabajo), a desplazarse, a comer, a disfrutar de suministro de agua y luz, a la asistencia médica.






[NOTA128] Producto interior bruto.






[NOTA129] Cuando un pueblo ha estado recientemente sojuzgado por una potencia extranjera, la mera independencia no pone fin a las responsabilidades del exdominador. ¿Qué exigiríamos si continuara el dominio? Que se otorgara a todos los habitantes del territorio dominado los mismos derechos que a los de la metrópoli. Sin duda la independencia pone fin a la aspiración de igualdad de derechos políticos, pero no a todas las reivindicaciones en el plano de los derechos de bienestar; y además, claro, está la reclamación de compensación por daños infligidos a ese pueblo.






[NOTA130] Puede hacerse por varias vías: la hospitalidad hacia los candidatos a la inmigración; la indemnización por la trata de negros y el yugo colonial; la apertura de mercados; la ayuda pública e incondicional al desarrollo.






[NOTA131] De hecho los economistas se refieren a las familias, a los hogares, como las células del sistema macroeconómico (junto con las empresas, la administración pública y el sector exterior): los gastos, la renta, el ahorro, el consumo, entran en consideración por unidades familiares, no individuales. V. Juan A. Gimeno Ullastres y otros, Introducción a la economía, Madrid: McGraw-Hill, 2001, t. 2, p. 8. A veces se incluye en los hogares a las asociaciones privadas sin ánimo de lucro.






[NOTA132] En el marco de este trabajo dejo al margen los derechos de los no-humanos; no porque juzgue irrelevante el problema.






[NOTA133] Para cualquier generación, pasada o futura, +n o -n, basta con tomar la sociedad en un módulo de cierta amplitud para incluir a esa generación. Ya sabemos que carece de sentido tomar la sociedad en un instante de duración nula. Tomamos siempre la sociedad «de nuestro tiempo», que se extiende en parte por el pasado y en parte por el futuro. La duración que se asume en un contexto dado es el módulo de la expresión `en nuestro tiempo' (en tal contexto de elocución); puede ser un día, un año, un siglo o un milenio.






[NOTA134] Aunque lo vean como un mito.






[NOTA135] V. dos arts. del autor de estas páginas al respecto: «El Derecho de Extranjería en los Ordenamientos Constitucionales», Isegoría, Nº 26 (Madrid, 2002), pp. 181-217; y «Extranjero hermano: Algunos defectos de la nueva ley de extranjería», Arbor, Nº 713 (mayo-junio de 2005), pp. 117-131.






[NOTA136] V. supra, §14.






[NOTA137] Salvo casos en los que la legítima defensa colectiva armada puede genuinamente justificarse, que hoy son los menos.






[NOTA138] Cada quien puede añadir a la lista de negocios turbios lo que él juzgue deplorable, o inmoral.






[NOTA139] Al menos no contaría como colaboración al bien común su labor profesional; cada uno podría, eso sí, hacer otras aportaciones al bien común por cualquier otro concepto: aportaciones al debate público, asociacionismo, vida familiar activa, pago de impuestos, respeto a la ley.






[NOTA140] Presunción que, en ciertos casos, las personas inteligentes hacen bien en no compartir.






[NOTA141]

Una formulación concisa y clara de la teoría laboral del valor la brinda Marx en su Aportación a la crítica de la economía política (trad. esp., México: Editora Nacional, 1957, trad. J. Merino, p. 29: «El valor de las mercancías está determinado por la proporción en que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo».






[NOTA142] Sobre las raíces histórico-doctrinales del marginalismo a partir de la crisis de la teoría laboral del valor, v. Eric Roll, pp. 343ss. V. infra, §43. Una clara exposición de la evolución de la teoría marginalista la hacen Frederick B. Garver & Alvin H. Hansen en Principios de economía (trad. V. Andrés & M. Paredes), Madrid: Aguilar, 1953, pp. 133ss. Las críticas de esos dos economistas me parecen decisivas.






[NOTA143] Pensemos asimismo en la existencia de un consorcio o asociación de empresas textiles que hace propaganda genérica del algodón tratado con cierto procedimiento --que es la fibra con la que se fabrican esos calcetines--, propaganda que redunda en un mayor volumen de ventas de la marca kalmino, aunque ésta no se anuncie por su nombre; tal vez esa asociación haya recibido otras subvenciones públicas por desarrollar actividades de interés general. Además, claro, el cultivo del algodón está fortísimamente subvencionado por los poderes públicos.






[NOTA144] Nótese que el empresario suele guiarse --ante la ley de la oferta y la demanda--, no tanto por la pauta de maximizar beneficios cuanto por la de obtener beneficios satisfactorios (lo cual también es convencional).






[NOTA145] Lo hizo en sus ya citadas Glosas al Programa de Gotha (v. la ref.bibl. Marx y Engels, al final de este ensayo). Ya tuvimos ocasión de hablar de eso al final del §14 y al final del §36. V. también infra, §43. Notemos que Marx era muy reacio a determinar un criterio de distribución, porque, a su juicio, peocuparse por la distribución venía de un planteamiento erróneo de la cuestión social: verla como un problema de reparto (de consumo) y no de relaciones de producción. Él había imaginado poder limitarse a prever un cambio en las relaciones de producción, y que la distribución seguiría sin tener uno ni que pronosticar ni que preconizar nada. La lucha política real lo forzó a entrar, a regañadientes, en la arena de las propuestas, que no era de su gusto.






[NOTA146] Sobre cómo Carlos Marx retoma la teoría laboral del valor, que hereda de la economía política clásica, v. Eric Roll, 1958, pp. 239ss. Toda la doctrina de Marx se centra en su teoría de la plusvalía, que carece de sentido sin la teoría laboral del valor, incompatible con una visión colectivista de la producción de la riqueza.






[NOTA147] En el escrito de Alfonso Ruiz Miguel «Concepciones de la igualdad y justicia distributiva» (v. ref.bibl. al final de este ensayo) se examinan críticamente varias posiciones más o menos igualitaristas: Rawls, Van Parijs, R. Dworkin, A. Sen, Thomas Scanlon, Kymlicka, Harry Frankfurt, J. Waldrom y Gerald Cohen. Mi presente estudio se sitúa en un horizonte más especulativo, en un debate con posturas ideales, o modelos teoréticos, que pueden no corresponder a autores concretos.






[NOTA148] El papel que el bien común desempeña en la concepción aquí propuesta tiene, evidentemente muchos precedentes en amplios sectores de la tradición jusfilosófica. Entre los autores del siglo XX que han hecho del bien común el eje de la vida jurídica está Heinrich Henkel (quien ve en él `el valor supremo de los órdenes sociales' (v. García Máynez, Filosofía del Derecho, p. 486) y señala (ibid. p. 487) que el bien común `desligado del bienestar de los individuos es un disparate'.






[NOTA149] No estoy diciendo que sea exactamente ésa la doctrina de Rawls, que es contractualista, a diferencia del terreno en que se ubica nuestro debate. Acerca de los debates en torno al principio de diferencia de John Rawls (que las desigualdades sociales han de establecerse para el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad), v. Alfonso Ruiz Miguel «Concepciones de la igualdad y justicia distributiva», en Díaz y Colomer, pp. 228ss. V. también François Ost «Théorie de la justice et droit à l'aide sociale», en Individu et justice sociale: autour de John Rawls por C. Audard y otros, París: Seuil, 1988, pp. 251ss. V. la exposición originaria del propio Rawls en su gran obra A Theory of Justice (Oxford U.P., 1972 [reimpr 1986], pp. 75ss).






[NOTA150] No deseo en este ensayo discutir en concreto las tesis de A. Sen ni las de ningún otro autor en particular; v. su libro Development as Freedom, Nueva York: Random House, 1999. Martha Nussbaum ha desarrollado esas ideas de Sen, proponiendo una concepción de la libertad positiva como capabilities, un término que también utiliza a veces A. Sen. V. http://www.wku.edu/~jan.garrett/ethics/senethic.htm («Amartya Sen's Ethics of Substantial Freedom» por Jan Garrett). V. también: Amartya Sen (con la colab. de J. Muellbauer et alii), coord. por G. Hawthorn, El nivel de vida, Ed. Complutense, 2001, trad. J.M. Parra y Mª E. González.






[NOTA151] Hay que notar que uno de los argumentos de A. Sen contra el criterio de distribución según las necesidades (y a favor de su línea de libertad positiva o maximización de las capacidades individuales) estriba en identificar necesidades con apetencias. Alguien que no se satisfaga con unos días de descanso en Benidorm necesitará vacaciones en Tahití y aquel a quien los espaguetis desagraden necesitará comer caviar. Creo que, sin caer en un paternalismo a ultranza, se pueden introducir filtros razonables que discriminen entre las apetencias aquellas que son necesidades, aunque el método sea falible, fluido y oscilante.






[NOTA152] En la práctica eso dista muchísimas veces de ser así, entre otras razones porque la gratuidad a menudo no es el procedimiento más acertado para lograr ese efecto distributivo.






[NOTA153] La tendencia privatizadora de los últimos decenios ha ido suprimiendo algunos de esos avances sociales (como las residencias públicas vacacionales, los inmuebles de alquiler barato de titularidad pública, las residencias para funcionarios, etc); pero se han mantenido, y aun ampliado, otros --aunque ciertamente a menudo en un régimen de subvención a la iniciativa privada (iniciativa muchas veces ficticia, a través de las entidades colaboradoras y fundaciones, que suelen vivir principalmente de subsidios gubernamentales)--: becas, bolsas de comedor, ayudas para casas de protección oficial, vacaciones, campamentos infantiles y juveniles, excursiones, centros de atención, hogares de acogida, etc. En muchos otros terrenos hay también una imbricación de lo público y lo privado en la que se difumina el carácter social del gasto --y, en buena medida, privado de la ganancia--: telecomunicaciones (tendidos de cable, satélites artificiales, antenas retransmisoras); instalaciones sanitarias; laboratorios y, en general, centros de investigación científica y técnica; medios de información, etc. La difusión privada por ondas necesita la adjudicación de parcelas de un bien público --el espacio radioeléctrico-- a unas personas particulares, físicas o jurídicas, en régiemn de oligopolio, aunque imponiéndoles determinadas servidumbres.






[NOTA154] Aunque, dada la poquedad de bastantes de esas ayudas, hay quien sospecha que cuenta mucho más el cruce del valimiento con la suerte. Sea como fuere, idealmente tales socorros están concebidos para ser adjudicados por necesidad más que por mérito.






[NOTA155] Es evidente que un empleado medio que esté pagando, en concepto de impuesto a la renta, una cuarta parte de todos sus ingresos tendría un nivel de vida miserable si se suprimiera ese impuesto y, a cambio, cesaran casi todos los mencionados servicios públicos y se privatizaran muchas de esas instalaciones públicas, debiendo en adelante cada uno buscarse la vida en el mercado, acudiendo a lo que le ofrezca la iniciativa privada y lucrativa. Aparte de que eso no podría funcionar, ni bien ni mal, aquello en lo que sí funcionase sería de un precio inabordable.






[NOTA156] Nuestra teoría, al recalcar la satisfacción igual de las necesidades, desemboca en un igualitarismo de resultados (a diferencia de los igualitarismos de oportunidades, etc.), pero escapa al reproche que se dirige a otros igualitarismos en que no busca la igualdad por la igualdad, no hace de la igualdad un fin sino un medio. El objeto de la distribución social es la satisfacción de las necesidades, no la igualdad de tal satisfacción, aunque ésta tiene que darse porque, si no, habría una arbitrariedad (no se distribuiría por necesidades sino por un criterio que se habría colado de rondón y que constituiría un favoritismo injustificado). Por ello nuestra teoría escapa a las críticas dirigidas contra otras versiones del igualitarismo, p.ej. que son políticas de la envidia. V. John Baker, Arguing for Equality, Londres: Verso, 1987, pp. 141ss.






[NOTA157] En las Glosas al Programa de Gotha. V. supra final del §14 y final del §36. V. la ref.bibl. Marx y Engels, al final de este ensayo.






[NOTA158] Sobre la incidencia del concepto de necesidades en la teoría de la justicia distributiva y su relación con el igualitarismo, v. Mª J. Añón, 1994, pp. 293ss. Ese libro ofrece un intento muy elaborado y ambicioso de colocar el concepto de necesidades en un lugar importante en los razonamientos sobre la justicia, resultado de una indagación iniciada en torno a la obra de Agnes Heller.






[NOTA159] V. Peter Geach, «History of a Fallacy», en Logic Matters, Oxford: Blackwell, 1972, pp. 1-13.






[NOTA160] V. mi artículo «Flew on Entitlements and Justice», International Journal of Moral and Social Studies 4/3 (autumn 1989), pp. 259-63.






[NOTA161] V. supra, final del §14, final del §36. V. la ref.bibl. Marx y Engels al final de este ensayo.






[NOTA162] El texto, de inspiración lassalliana, que critica Marx (p. 24) es éste: «Y, como el trabajo productivo no es posible más que en y por la sociedad, pertenece, por igual derecho, su producto íntegro a todos los miembros de la sociedad». Marx profiere una dura invectiva contra esa idea. «De hecho, esa proposición siempre la han defendido los adalides del orden social existente en cada época. Vienen en primer lugar las pretensiones del gobierno, con todo lo que implican, pues el gobierno es el órgano de la sociedad encargado del orden social [...] esas frases hueras pueden volverse en el sentido que a uno le dé la gana».






[NOTA163] En 1877 escribió Engels un folleto divulgativo sobre su concepción histórico-social en el cual aborda, en nota a pie de página, la posición que deber adoptarse frente a las nacionalizaciones de industrias en el marco del poder estatal existente. La posición de Engels es rechazar cualquier actitud complaciente hacia nacionalizaciones como las de Bismark (ferrocarriles): «todas esas medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente, nada de socialistas»: «Del socialismo utópico al socialismo científico» en Marx y Engels, Obras Escogidas, Buenos Aires: Ed. Cartago, 1957, p. 545, n. 1. Sin embargo, para un futuro, Engels prevé una «nacionalización [que] representará un progreso económico, un paso de avance hacia la conquista por la sociedad de todas las fuerzas productivas, aunque esta medida sea llevada a cabo por el Estado actual, cuando [...] la medida de nacionalización sea ya económicamente inevitable». Por titubeante que sea, hay ahí un pequeño paso hacia una actitud menos hostil al sector público de la economía.






[NOTA164] La indiferencia u hostilidad de Marx al incremento del sector público de la economía no fue constante. En su obra juvenil, escrita con Engels, el Manifiesto del Partido Comunista (1848) al final de la secc. II («Proletarios y comunistas») habla de una «primera etapa de la revolución obrera» que sería «la conquista de la democracia» (una democracia proletaria tras el derrocamiento de la burguesía); en esa etapa, «para los países más avanzados» podrían ponerse en práctica medidas como (7ª) la «multiplicación de las manufacturas nacionales y de los instrumentos de producción [...] según un sistema general». Entiendo que se refiere a medidas de producción de titularidad pública. Sin embargo, no está nada claro que esas medidas se preconicen como reformas positivas antes de la implantación de la democracia proletaria. (V. El capital y otros escritos de Marx, Clásicos Bergua, Madrid: 1985, 4ª ed. p. 357.)






[NOTA165] En su brillantísimo ensayo «Lassalle se encuentra con Bismarck» (en Estudios sobre la revolución, trad. E. Gallego, Madrid: Alianza, 1968), E.H. Carr señala (p. 81) que en la teoría de Lassalle siempre hubo un fuerte influjo de la filosofía jurídico-política de Hegel, que lo llevó a no suscribir nunca la concepción antiestatista del socialismo de su época y a ver cada vez más al Estado como el instrumento potencial mediante el que podían satisfacerse las reivindicaciones proletarias y alcanzarse los objetivos del socialismo. Lassalle (ibid, p. 82) definió la ley --en términos hegelianos-- como una expresión de la conciencia jurídica nacional (en posiciones muy cercanas a la escuela histórica del Derecho, iniciada por Savigny, que era la hegemónica en la Alemania decimonónica). Así Lassalle (sin ser un teórico ni un pensador ni un hombre de libros y estudios) fundó una teoría que, a la postre, ha tenido --como dice Carr-- mucha más influencia práctica que el marxismo: la del «Estado de servicio social» o «socialismo de Estado».






[NOTA166] Sobre el socialismo de cátedra (precursor de las ideas defendidas en este ensayo), v. lo que escribe un adversario del mismo, Ludwig von Mises, en su Crítica del intervencionismo: El motor de la Tercera Vía, Madrid. Unión Editorial, 2001, trad. J. Gómez Ruiz, pp. 112ss. Cf. p. 115: «Los socialistas de cátedra, al defender el estatalismo y postular la estatalización de las grandes empresas y el control y guía de las demás por parte del Estado, hicieron auténtica política socialista». Entre los socialistas de cátedra podemos citar a Heinrich Herkner, Lujo Brentano, Gustav Schmoller, Adolf Wagner, G. Knapp y durante algún tiempo Max Weber. La Verein für Sozialpolitik, fundada en 1872, fue una asociación dominada por esa ideología. Por cierto el membrete de «tercera vía» puede denotar cosas muy distintas. V. el ensayo de Martínez de Pisón incluido en esta antología.

Recordemos que Adolf Wagner formuló la Ley de Wagner (v. Lecciones de Hacienda Pública I de Antonio Bustos Gisbert, Madrid. Colex, 2001, p. 117), según la cual el desarrollo económico impulsa presiones crecientes por parte de la sociedad a favor de un aumento del gasto público. Sobre Adolf Wagner v. también Avelino García Villarejo & Javier Salinas Sánchez, Manual de Hacienda Pública, Tecnos, 1998 (3ª ed.), pp. 91-2.






[NOTA167] En ese sentido abogaron también los adeptos de otro movimiento intelectual que no puede subsumirse en el socialismo de cátedra por ser una corriente genuina y exclusivamente british: la sociedad fabiana, con su pléyade de estudiosos a fines del siglo XIX y comienzos del XX; descollaron: H.G. Wells y los esposos Sidney y Beatriz Webb. V. G.D.H. Cole, Historia del pensamiento socialista. vol III (La segunda internacional), México: Fondo de Cultura Económica, 1959 y 1963, pp. 205ss. (Trad. Rubén Landa.)






[NOTA168] Cómo de hecho el rumbo económico de los Estados llamados `capitalistas' se fue tiñendo de estatalismo a medida que se fortalecía el sector público y progresaba el estado del bienestar lo estudia un encarnizado enemigo de tal estado, el gran economista Ludwig von Mises, en El socialismo. Análisis económico y sociológico, Madrid: Unión Editorial, 2003 (4ª ed. española), trad. Luis Montes de Oca, especialmente en el acápite 6 del epílogo, «La liberación de los demonios», pp. 555ss, donde ve en la seguridad social y en los ferrocarriles nacionales los principales jalones en el establecimiento de un sistema socialista, que es el estado del bienestar; pese a lo cual atribuye los éxitos económicos, no a ese sistema generalizado de no-capitalismo, sino a los elementos de propiedad privada y de economía de mercado que persisten. Evidentemente desde el punto de vista del autor de este ensayo, justamente lo contrario es verdad.






[NOTA169] Afín, en parte, al socialismo de cátedra es otra corriente de diverso origen y motivaciones distintas, el solidarismo francés. V. infra, §47, Obj.13.






[NOTA170] Datos sobre el sector público (García Villarejo & Salinas, op. cit., pp. 34-5): en 1992, el porcentaje del PIB que representa los gastos del sector público es del 40,1% en Inglaterra, 56,4% en Holanda, 49,7% en Francia, 57,1% en Dinamarca. (En España era de 42,2%.) La presión fiscal en 1990 era del 29,9% del PIB en EE.UU., el 36,7% en Inglaterra, el 44,9% en Bélgica, el 48,6% en Dinamarca, más del 50% en Luxemburgo.






[NOTA171] V. supra, §31.






[NOTA172] V. supra, §40.






[NOTA173] V. supra §36.






[NOTA174] El distributivismo que inspira a mi teoría no coincide en absoluto con las propuestas de salario social universal (o como se llame: «mínimo personal garantizado», «renta por la condición de ciudadano»), propuesta, con mil variantes, por Philippe Van Parijs, André Gorz y hasta la propuesta neo-liberal de impuesto negativo de Milton Friedman. V. René Passet, La ilusión neoliberal, Madrid: Debate, 2001, trad. M.V. López Paños, pp. 310ss. Mi propuesta, por un lado, otorga a cada uno un derecho a muchísimo más que esa renta básica, pues le reconoce el derecho a que sus necesidades, todas sus necesidades, entren en ponderación imparcial con todas las necesidades de cada uno de los demás para la asignación de los recursos, de todos los recursos, ya sean de titularidad pública o privada; por otro lado, mi propuesta sólo otorga ese derecho como contrapartida del deber de contribuir al bien común, o sea de trabajar (llámese como se llame), sancionando el incumplimiento de ese deber con una privación proporcional del disfrute del derecho de prestación. V. infra, Anejo III.






[NOTA175] V. supra, §27, sub initio.






[NOTA176] Este criterio tiene un parentesco con un idea de Rawls, la de que cualquier diferencia social ha de establecerse de manera que beneficie aun a los que salgan peor parados o estén más desfavorecidos. Sin embargo me temo que el parentesco no es otra cosa que una remota analogía.






[NOTA177] V. infra, Anejo III.






[NOTA178] En 1944, Federico Augusto de Hayek (en su obra The Road to Serfdom, de la cual hay trad. española, de la Ed. Alianza) subsumía en el planificacionismo también a los regímenes fascistas; era una tesis históricamente falsa. El verdadero estatismo empezó en Italia con la República: serán los enti nazionali de la democracia cristiana los que traigan la gran prosperidad de la posguerra, frente al estancamiento económico de la era mussoliniana; idem en Francia con las régies de la IV República y en Inglaterra las nacionalizaciones laboristas de finales de los 40.






[NOTA179] La época en que, bajo influencia de las ideas keynesianas, los gobiernos occidentales desarrollaron políticas económicas de planificación fue la de brillantes éxitos. Como lo dice François Servoin, Droit administratif de l'économie (Presses Universitaires de Grenoble, 2001, p. 119) «la planification a ainsi largement permis le relèvement du pays après la seconde guerre mondiale et la mise au point d'un secteur industriel public innovant et performant». El abandono de la planificación económica, la supresión de las reglamentaciones y autorizaciones administrativas en la esfera laboral, la privatización de la economía, todo eso ha asestado un golpe al crecimiento económico que no ha podido recuperar el dinamismo de la época intervencionista, sino que se ha sumido en el letargo. Sin embargo, aun en este período de reinado de la ideología anti-planificadora, persiste una acción intervencionista --sin la cual la economía se desmoronaría-- con otros nombres. V. ibid., pp. 125ss. Sobre la obra de J.M. Keynes, v. John K. Galbraith, Historia de la Economía, Ariel, 2003, pp. 241ss. (Trad. H. Rodríguez-Campoamor.)






[NOTA180] Ya lo he dicho claramente más arriba, en el §28.






[NOTA181] Los economistas definen la propensión marginal a ahorrar, PMA, como la parte que se ahorra de cada unidad adicional de renta disponible. Lo que determina el crecimiento en una economía de mercado es la demanda agregada (de inversión y de consumo). El efecto contractivo del ahorro (salvo la porción del mismo que se dedique a demanda de bienes de inversión) viene formalizado en la teoría keynesiana diciendo que PMA = 1-(PMC) [PMC es la propensión marginal a consumir), cuando --en la hipótesis de una economía cerrada, que es una idealización-- el multiplicador real es 1/PMA; se trata del factor por el cual se multiplica el crecimiento en la renta de equilibrio para igualar al crecimiento de los componentes de la demanda agregada. Así, es tanto mayor cuanto menor es la propensión a ahorrar. V. Juan A. Gimeno Ullastres y otros, Macroeconomía, Madrid: McGraw-Hill, 2000, pp. 41ss. El incremento de ingresos de las clases bajas se traduce en mayor consumo, porque su propensión marginal a consumir es mayor que en las clases altas, con lo cual una mayor igualación de rentas acarrea mayor renta para todos. Tal es el punto de vista de Kaldor. V. Bustos, op.cit., p. 70; Bustos enuncia una reserva: el teorema de Kaldor sólo vale si hay recursos libres en el país. Pero en todos los países hay recursos libres; la tasa de utilización de la capacidad productiva dista muchísimo del 100%.






[NOTA182] La discusión de esta objeción nos va a brindar la ocasión de aclarar en qué la concepción aquí propuesta difiere de la de Liborio Hierro en «El concepto de justicia y la teoría de los derechos» (en Hierro 2002, pp. 11-73), a pesar de que también hay cierta convergencia entre ambas. Para Hierro, el «respeto a la autonomía moral requiere [...] una igualdad de oportunidades que por su propio sentido implica un desigual tratamiento de sus necesidades», Hierro propone (ibid) una «igualdad entre los seres humanos en los recursos adecuados para satisfacer las necesidades básicas», pero en lo que excede a esas necesidades básicas la única igualdad moralmente requerida es la de oportunidades, si bien esa limitación a lo básico viene muy relativizada por ese autor al decir (ibid. p. 51) que «los derechos o, por así decirlo, su contenido se expanden al mismo ritmo al que se expande la riqueza material y cultural de una sociedad». Por lo tanto, también ese derecho a ver satisfechas las necesidades básicas se expande y es dudoso que quede excedente alguno para distribuir según un criterio que no sea el de las necesidades. Sea como fuere, mi concepción es un monismo criteriológico que excluye la igualdad de oportunidades. Sobre las limitaciones y los peligros de una política distributiva que gire en torno a la igualdad de oportunidades, v. Michel Borgetto, «Équité, égalité des chances et politique de lutte contre les exclusions», en el libro L'égalité des chances: Analyses, évolutions, perspectives, ed. por Geneviève Koube & Gilles J. Guglielmi, Paris: La Découverte, 2000, pp. 115ss.






[NOTA183] V. la nota 147 de este ensayo.






[NOTA184] Op. cit, p. 131.






[NOTA185] V. supra, §§06, 12, 13, 15, 17, 25, 29; v. infra, Anejo I.






[NOTA186] V. infra, Anejo I.






[NOTA187] El legislador podrá prohibir esa conducta; mientras no la prohíba, las autoridades tienen obligación de no impedirla; es una obligación jurídica, porque esa cláusula está implícita en el mandato mismo por el cual se asumen las tareas legislativa y gubernativa.






[NOTA188] Salvo en el caso estrictamente delimitado de la legítima defensa propia [excepcionalmente ajena], el vigilantismo y la autotutela se han ido desterrando en las sociedades civilizadas, aunque persistan y hasta puedan recobrar legitimidad en caso de vacancia clamorosa y persistente del poder público.






[NOTA189] Hay que tomar en consideración que la concesión automática de plenos derechos políticos a cualesquiera extranjeros que se radiquen en nuestro territorio de manera estable constituirá un incentivo a que se tomen medidas de exclusión de otros aspirantes a la inmigración. Naturalmente cambiarían las cosas si todos los estados se fundieran en una república planetaria.






[NOTA190] Y eso seguirá siendo así aunque lleguemos a la conclusión de que, en aras de esa felicidad individual de la mayoría, es mejor que toda la vida económica pertenezca a la esfera pública. Aun en tal caso la prosperidad pública estará encaminada al incremento del bienestar privado de los miembros individuales y familiares de la sociedad. Al defender este punto de vista, nos alejamos de la concepción de Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, que sostenía exactamente lo opuesto.






[NOTA191] El derecho subjetivo de cada miembro de la sociedad a participar en el bien común en la medida de sus necesidades --ponderadas cumulativa y comparativamente con las de los demás-- es un derecho de prestación correlativo al deber de contribuir al bien común según su capacidad. Ese derecho de prestación es un derecho de crédito personal y no real.

Coincidimos con Marcel Planiol (ampliamente glosado por García Máynez en su Introducción al estudio del Derecho, 1995, pp. 209ss) según el cual todo derecho es una relación jurídica intersubjetiva, y no una relación hombre-cosa; lo característico de los derechos reales es la determinidad del objeto que la contraparte ha de dar o dejar tomar. El derecho a participar en el bien común entraña derechos de vivienda, trabajo, alimentación, cultura, etc. que la sociedad está obligada a satisfacer en la medida de las posibilidades, cualesquiera que sean los cauces procesales previstos por la reivindicación, que pueden no existir (ya que, como lo dice también García Máynez criticando a Kelsen [ibid., p. 196] el derecho de acción y el de prestación son diferentes).






[NOTA192] V. supra, §§15 y 21.






[NOTA193] Esa impugnación sería jurídicamente válida, en cuanto a la juridicidad sustancial, aunque quizá el ordenamiento no haya previsto cauces procesales adecuados, lo cual también sucede muchas veces en las relaciones jurídico-privadas.






[NOTA194] No hay incumplimiento culpable cuando se interpone un obstáculo de fuerza mayor, como calamidades naturales o una guerra defensiva.






[NOTA195] Igualmente, imaginemos que el ordenamiento jurídico descuida establecer un cauce procesal adecuado para que el acreedor de un bien no predeterminado pueda reclamar uno concreto cuando el deudor no lo hace. No por ello se dirá que no existe ese derecho de crédito. Al acreedor siempre le será lícito hacer --a falta de una cobertura procesal específica-- una reclamación genérica basada en principios del ordenamiento jurídico (no abuso del derecho, enriquecimiento injusto, indemnización por daños --incluido el lucro cesante). Cuando no se acude a invocar judicialmente tales remedios, el fallo está en los abogados que no se las ingenian como deberían. Otra cosa es garantizar que tales reclamaciones vayan a tener éxito. Los jueces (a diferencia de los demás poderes del estado) acaban siendo sensibles a la opinión pública; para que ésta se pronuncie tendrán los abogados de lo social que ir siendo imaginativos y audaces, bien equipados con la lógica jurídica.






[NOTA196] Con relación a los derechos de bienestar, García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, (Curso de Derecho Administrativo, II, Madrid: Civitas, 1986, p. 57) señalan que son «derechos [que] no suponen ya una abstención del Estado como contenido fundamental, sino, por el contrario, una prestación positiva del Estado en favor de los ciudadanos». Y añaden --siguiendo a Burdeau-- que son poderes de exigir. Nuestros autores relacionan con eso la declaración del art. 9.2 de la CE que impone «a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». A pesar de que la CE no es parca «en declaraciones relativas a prestaciones administrativas a los ciudadanos», carecen en general «de la precisión necesaria para servir de base a un compromiso efectivo, posibilitando una exigencia efectiva del ciudadano frente a la Administración» (p. 67), por lo cual son «deberes genéricos y no verdaderas obligaciones en sentido estricto» (ibid), unos deberes cuyo cumplimiento goza de amplio margen de discrecionalidad. Al administrarlo no se le reconoce en el derecho sino, a lo sumo, una posición de interés débilmente protegida.






[NOTA197] En la doctrina administrativista es conocida la tesis procesalista del Prof. García de Enterría para el cual sólo hay genuinos deberes (o derechos) cuando existe una concreta vía de acción judicial para exigir su cumplimiento (o satisfacción). En E. García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, op.cit., p. 49, se sostiene que hasta la creación del recurso por excès de pouvoir en el contencioso francés no se configuró un verdadero derecho subjetivo para defender la libertad del individuo, por mucho que la Constitución la proclamara.






[NOTA198] V. sobre ese problema la discusión más arriba (§10) del reduccionismo de Kelsen, quien justamente quería eliminar aquellos derechos materiales o sustantivos que no gozaran de garantía procesal. En el transfondo de ese error tal vez se encuentre una huella del legado del derecho romano, que apenas diferenciaba la pretensión válida --o sea, jurídicamente fundada-- de la legitimación procesal activa (ius actionis), de suerte que venían casi a equipararse la admisibilidad y la estimabilidad de una demanda, al paso que que en el derecho moderno son claramente separables.






[NOTA199] Como lo dice Jean Vincent et alii (Institutions judiciaires, Paris: Dalloz, 1999, 5ª ed., p. 3), los derechos procesales permiten «assurer le respect des droits substantiels», añadiendo: «Le droit substantiel est distinct du droit processuel, prérogative permettant de le mettre en oeuvre devant une juridiction» (ibid, n. 1). Tiene pleno sentido decir que un derecho sustantivo preexistente va a venir protegido en un momento dado por el establecimiento de una norma judicial apropiada. El reduccionismo (Kelsen, García de Enterría, etc.) quiere que hasta la llegada e implementación de ese cauce jurisdiccional, no haya derecho sustantivo. Ese reduccionismo es erróneo e invierte el orden lógico, en el cual la normativa jurisdiccional y procedimental viene a tutelar el respeto a derechos sustantivos cuyo reconocimiento es previo, si no siempre en el tiempo, al menos siempre en el orden de la naturaleza de las cosas.






[NOTA200] V. la descollante monografía de Benito de Castro, 1993, con una amplísima bibliografía y una discusión pormenorizada de diversos aportes doctrinales.






[NOTA201] Tal vez de entre todos ésos el único derecho fundamental sea el de libre elección de la profesión propia de entre las posibles en un contexto histórico-social dado, porque sólo ella parece un corolario del derecho básico a la libertad individual, la cual --en cambio-- no demanda ni propiedad privada, ni libre empresa, ni libre mercado, ni comercio, ni sindicatos, ni representantes del personal ni huelgas.






[NOTA202] Este problema reincide en una cuestión ya abordada con relación a la Objección 1ª.






[NOTA203] V. supra, §06, §15. V. infra, Anejo I.






[NOTA204] El derecho a la libertad no es una libertad, sino un derecho de prestación, cuyo disfrute requiere que nos proporcionen medios para ejercer esa libertad: desde la propia vida hasta las condiciones de vida sin las cuales es imposible ser libre. Sobre la obligatoriedad o no de aceptar el don de la vida. v. el art. «Libertad de vivir», Isegoría, Nº 27 (Madrid, 2002), pp. 131-149 --escrito por el autor de estas páginas en colaboración con Txetxu Ausín.






[NOTA205] Hay, claro, casos de lícito consentimiento a graves dolores o amputaciones, en el marco de tratamientos médico-quirúrgicos, en aras de una salvación propia o ajena; son casos de conflicto axiológico y deóntico. Esos temas los dejo para otra ocasión.






[NOTA206] Acaso podamos imaginar un mundo en el que los sanos no experimentarían ese gozo, y en cambio algunos enfermos sentirían un vivo placer. Aun así, la salud sería un valor.






[NOTA207] Llevar piedras del lugar A al lugar B para volverlas a llevar de B a A no es trabajo, por trabajoso que resulte. Hacer ejercicio físico no es trabajar porque sólo está encaminado al esparcimiento o a mejorar la salud de quien lo practica.






[NOTA208] En este estudio, al referirme a las mal llamadas `actividades de ocio' (los loisirs del francés) lo he hecho con vocablos como: diversión, esparcimiento, distracción. Tales actividades --a menudo de menor grado de actividad que el trabajo, pero en todo caso sin utilidad social-- pueden ser las de pasear, hacer deporte, ver espectáculos, leer, bailar, charlar, jugar, o practicar cualquier otro pasatiempo --artístico, lúdico, erótico, etc. El esparcimiento es un elemento necesario del bienestar, pero su pleno disfrute lleva aparejado su opuesto: el trabajo. Sufre una injusticia social aquel a quien la sociedad rehúsa medios de distracción. De ahí que también forme parte de la tarea de servicios públicos ofrecer a la población (no forzosamente gratis) senderos, jardines, parques, atracciones, espectáculos, bibliotecas, museos, conciertos, etc, tarea que también incumbe a aquellos empresarios y profesionales que hayan asumido esas líneas de oferta de servicios. Pero pasarse toda la vida de vacaciones sería un absurdo, una existencia nauseabunda --en sentido sartriano. El ocio prolongado es ociosidad; no sé si madre de todos los vicios, pero sí una desgracia.






[NOTA209] V. en defensa de esa tesis los §§35 a 46, supra.






[NOTA210] A la tradición del socialismo de cátedra --mencionada más arriba, final del §43-- hay que vincular la del solidarismo jurídico francés, especialmente la escuela del servicio público, para la cual hay unas necesidades de bienestar colectivo (intérêt public) a cuya satisfacción está destinado, por su misma naturaleza, el poder público. Léon Duguit, Traité de droit constitutionnel (v. ref.bibl. al final) y Les transformations du droit public, Paris: Armand colin, 1913. M. Hauriou, Précis de droit administratif, Paris: Sirey, 1927 (27ª ed.).

Para el solidarismo, el Estado se justifica por una finalidad social de satisfacción de las necesidades colectivas. Para esa escuela, tal era el único criterio de todo el derecho administrativo, lo cual suscitó la reacción de los críticos (v. Georges Dupuis, Marie-José Guédon & Patrice Chrétien, Droit administratif, Paris: Armand Colin, 2002 (8ª ed.), pp. 493ss). Desde el punto de vista de la problemática de este ensayo se plantea la cuestión de las prestaciones a cargo de servicios públicos y su límite respecto a los que están a cargo de establecimientos públicos que no son servicios públicos (como pueden ser entidades de promoción industrial, tecnológica, agropecuaria o de transporte cuya actividad no redunde tan directamente en la satisfacción de una necesidad colectiva). Siguiendo a Jordana de Pozas, para José Ramón Parada hay varias clases de actividad administrativa, que difieren entre sí en virtud del criterio del efecto: actividad de limitación o policía, actividad de fomento o incentivadora y actividad de prestación o servicio público, siendo la tercera aquella «por la que la Administración suministra, mediante sus propias organizaciones, determinadas prestaciones a los particulares» (sanitarias, docentes, culturales, de transporte, etc.) (V. Ramón Parada Vázquez, Derecho Administrativo, Madrid: Marcial Pons, 1998 y 1999, I, p. 429). Si bien Parada añade otras actividades (sancionadora y arbitral) y otros juristas añaden otras más.






[NOTA211] V. infra, Anejo III.






[NOTA212] Es cierto que ninguna lo es del todo: así el alumbrado público no beneficia ni a todos por igual ni siquiera en rigor a todos --el que no sale de su casa en horas oscuras apenas se aprovecha.






[NOTA213] Frecuentemente, en rigor, son servicios públicos privatizados.






[NOTA214] El remedio adecuado será conforme con el derecho administrativo cuando la titularidad sea pública; y, cuando no, lo será con el derecho privado (incluyendo la normativa constitucional y los tratados internacionales en lo que rigen también las relaciones jurídicas entre los particulares). Agotados otros remedios, habría que acudir a la desprivatización de esas ramas de la actividad económica.






[NOTA215] Regla que no se ha discutido en este ensayo pero sí en otros anteriores escritos por el autor de estas páginas junto con Txetxu Ausín. V. p.ej. nuestro artículo «La deducción normativa», Doxa, vol 23, pp. 465-81. (Universidad de Alicante, 2001.) La regla podemos enunciarla --sin acudir a notación simbólica-- así: En tanto en cuanto sea obligatorio que haya algo así o asá, hay algo que tiene que ser así o asá. Es un principio de determinación: una obligación indeterminada comporta siempre, dadas las circunstancias del caso, una obligación determinada (el procedimiento de determinación lo establece el ordenamiento jurídico mediante reglas auxiliares o, en último extremo, lo fija un juez o un árbitro). Se trata de las reglas que otorgan la capacidad de elegir ya sea al acreedor, ya al deudor, ya a un tercero. Lo que opera la determinación es la exclusión de las alternativas preteridas: si el heredero Nicolás tiene que entregar al legatario Andrés una de las dos fincas de la difunta Luisa en Navahermosa, A y B, y decide no entregar (en absoluto) la finca A, entonces esa decisión de quedarse con A automáticamente determina que la finca a entregar es B.






[NOTA216] Esta paradoja es muy similar a la del examen por sorpresa u otros acertijos de la teoría de juegos.






[NOTA217] V. infra, una discusión más a fondo en el Anejo I.






[NOTA218] Tales servidumbres pueden ser, p.ej., derechos de habitación en moradas de ocupación esporádica o en partes de alojamientos desmesuradamente espaciosos. El último de la cola no tiene por qué ser el llamado a contribuir a la solución del problema.






[NOTA219] Esta regla juega un importante papel en varios lugares de este ensayo: v. supra §§ 15, 21, 22 y respuesta a la Objeción 5ª; v. también infra, respuesta a la Objeción 20ª.






[NOTA220] Puede el lector preguntarse cómo habrá grados diversos de percepción de unos ingresos. La noción de percepción es graduable en función de parámetros de necesidad o de compromisos. Si a Amalio le descuentan de su sueldo pensiones alimentarias y otras reducciones, será menos verdadera la afirmación de que percibe su salario nominal que si éste se incorpora íntegro a su patrimonio.






[NOTA221] Eso no quita para que haya normas morales que no tienen validez jurídica --p.ej. las que rigen las meras intenciones, o ciertos deberes para con uno mismo.






[NOTA222] V. supra: §§15, 21, 22 y la discusión, en este mismo apartado, de las Objeciones y 16ª.






[NOTA223] Hay, eso sí, un analogon genérico que se aplica también a sociedades no humanas. En las sociedades de mamíferos hay reglas de conducta, y también con relación a ellas cabe razonar con lógica jurídica, aunque eso no puede tener otro fin que el puramente teorético. Podríamos también especular con nuestra lógica jurídica sobre los deberes y derechos de los individuos en sociedades angélicas, demoníacas o de extraterrestres, sea de este universo, sea de otros posibles. Son imaginables seres inteligentes que no tengan que trabajar, o que no descansen, asexuados, multisexuados, o en mundos sin transcurso temporal. Siendo todo eso interesante, queda fuera de la presente investigación.






[NOTA224] Podemos señalar como una característica de la teoría propuesta en este ensayo el unificar la visión conmutativa de la justicia con la distributiva. Lejos de consignar la primera a la esfera del derecho privado y la segunda al público, y lejos de fundar el derecho público en un pacto inter priuatos que erigiría el Estado como un producto de tal pacto sinalagmático, lo que la teoría propone es un convenio sinalagmático entre cada individuo incorporado a una sociedad y esa misma sociedad a la que se incorpora, convenio que se va suscribiendo, en los hechos, paulatinamente al irse insertando el individuo en la colectividad a la que ha accedido, sea por nacimiento, sea por inmigración. Justicia conmutativa del convenio que, por identidad y generalidad de los términos convenidos, genera una resultante justicia distributiva.






[NOTA225] La regla lógico-jurídica de no-impedimento (que cualquier acción es tal que o bien es lícita o bien es ilícito impedirla) no ha sido incorporada a ningún sistema de lógica deóntica fuera de los que ha elaborado el Grupo JuriLog, animado por el autor de este ensayo. Pero sí es ampliamente reconocida, aunque no como regla lógica. V. Robert Alexy, 1997, pp. 189ss.






[NOTA226] Uno de los supuestos de la lógica jurídica que vertebra la teoría propuesta en este ensayo es el rechazo total y absoluto de los distingos artificiales entre permisiones internas y externas (las «meras no-prohibiciones»), de la escuela alchourrouniana, y otras dicotomías inventadas y que han hecho fortuna, p.ej. la de Hohfeld (propuesta en 1913-17) entre rights y privileges; éstos últimos serían meras no-prohibiciones y carecerían de protección jurídica. Robert Alexy (1997, pp. 203ss) se deja cautivar por esa dualidad de Hohfeld y hasta asume (p. 224) la idea de libertades no protegidas. Posiblemente haya una fuerte tensión en el pensamiento del gran jusfilósofo alemán entre esa asunción y su aserto de que un ordenamiento constitucional como el alemán incluye «un derecho general de libertad» (p. 331), y eso lo lleva a ver en las «libertades no protegidas» en realidad libertades protegidas indirectamente (pp. 224ss).






[NOTA227] De Legibus, I, 15, 12-13 [Madrid: CSIC, ed. crítica bilingüe de L. Pereña et al., 1973, colección Corpus Hispanorum de Pace].






[NOTA228] IV, ii 13-20, «De iure gentium», p.117-119.






[NOTA229] Incluida en Philosophiae Scholasticae Summa III n.526.2, p.548, BAC, 1957.






[NOTA230] Ibid. n.368, p.479.






[NOTA231] Esa declaración ha recobrado vigencia al incorporarse a las Constituciones francesas de 1946 y de 1958.






[NOTA232] V. la trad. española: Mill, 1968.






[NOTA233] V. Wesley E. Cooper, Kai Nielsen, Steven C. Patten (eds), News Essays on John Stuart Mill and Utilitarism. Canadian Journal of Philosophy. Suppl. Vol. V, 1979. V. también Alan Ryan, J.S. Mill, Routledge, 1974; y J.B. Schneewind (ed.), Mill. A Collection of Critical Essays, Macmillan, 1968.






[NOTA234] Del Vecchio, 1991.






[NOTA235] Sobre la doctrina de Rafael Rojina Villegas y la importancia del principio de no impedimento especialmente en relación con la propiedad y demás derechos reales, v. <http://www.tuobra.unam.mx/publicadas/050707192849.html> (documento titulado «Modelo lógico jurídicio del derecho real de propiedad», sin nombre de autor).






[NOTA236] V. ref. bibl. al final de este ensayo, p. 122.






[NOTA237] Pero al parecer Kelsen no siempre sostuvo lo mismo; el propio García Máynez comenta otros pasajes de Kelsen --que van en sentido opuesto a la doctrina recién evocada-- en pp.370-1 de Filosofía del derecho. Ahí Kelsen demanda que haya una atribución expresa de un derecho subjetivo para que quepa jurídicamente exigir el respeto a su ejercicio o la debida compensación.






[NOTA238] En otro pasaje (pp. 381ss) García Máynez acepta el principio de no impedimento. Lo que pasa es que sólo lo acepta para derechos reconocidos; García Máynez no excluye que se den vacíos o lagunas en un orden jurídico; cuando haya un vacío, una acción no será lícita aunque su negación no será obligatoria. Lo que no se ve bien es cómo se compagina eso con la validez «formal» que él preconiza del principio de que lo no prohibido está permitido (el principio de permisión --que él entiende como un puro principio lógico-formal, pero que sería inválido si hubiera lagunas o vacíos jurídicos).






[NOTA239] Madrid: Centro de Estudios Ramón Areces, 1986, 5ª ed., p. 391.






[NOTA240] Madrid: Civitas, 1993, p.408.






[NOTA241] Suele admitirse --sobre todo en derecho civil, pero por extensión en las demás ramas del ordenamiento-- el distingo entre deberes de medios (o de mera actividad) y de resultado. Un ordenamiento jurídico justo tiene que saber articular unos deberes con otros y no confundirlos, para no desplazar injustamente la responsabilidad. Los acreedores del cumplimiento de sendos géneros de deberes son titulares de derechos, respectivamente, de medios y de resultados. El empleador tiene derecho a la actividad laboral del asalariado, mientras que quien ha encargado un traje en la sastrería tiene derecho al resultado, a saber: que haya un traje de tales características que se le entregue tal día. Los derechos de contenido positivo --o sea cuantificativo-existencial-- son de resultado.






[NOTA242] A lo mejor no era ni siquiera lícita la existencia de esa nave, que vulneraba la normativa naval; pese a lo cual, era verdad que, ya que existía --aunque fuera indebidamente--, ese hombre tenía autorización de llevar el timón, siendo el único timonel apto a bordo.






[NOTA243] Por eso se ha dicho, desde la época del derecho romano, que los individuos futuros no tienen derechos y no pueden ser perjudicados. Tal aserto merece una matización, empero: v. de Lorenzo Peña & Txetxu Ausín, «Libertad de vivir», Isegoría, Nº 27 (Madrid, 2002), pp. 131-149. Las guerras dinásticas se justificaron a menudo con el pretexto de no despojar a los futuros herederos, manejando el sofisma de que, si puede (llegar) a haber, en el futuro, herederos perjudicados, hay herederos que pueden quedar perjudicados en el futuro. Sin embargo, Leibniz mostró lo absurdo de esa inferencia según la lógica jurídica, porque arruinaría siempre toda posibilidad de transacción y arreglo pacífico de los contenciosos, puesto que a nadie le es lícito renunciar por terceros.






[NOTA244] Justificar más a fondo esta tesis me llevaría a entrar en el terreno de la metafísica, concretamente en la defensa de una versión del realismo modal. V. mi artículo «Grados de posibilidad metafísica», Revista de filosofía, vol VI, Nº 9 (Madrid, 1993), pp. 15-57.






[NOTA245] Ello es una aplicación de principios generales del derecho civil y de reglas de nuestra lógica jurídica, por los cuales un deber de contenido cuantificativo-existencial implica la existencia de algún ente concreto sobre el cual versa el deber específico implicado. Las reglas de especificación o determinación las suministra el propio derecho civil (aplicable supletoria y analógicamente a las demás ramas jurídicas). Y es que las obligaciones indeterminadas son jurídicamente nulas si no son determinables. Por ello cada vez que el ordenamiento jurídico reconoce una obligación, habilita un procedimiento de determinación. La doctrina ha distinguido entre las obligaciones disyuntivas (o alternativas) y las genéricas. Sin embargo, las genéricas son un caso de las alternativas en el cual el número de los disyuntos puede ser infinito (p.ej. entregar una botella de vino blanco). Una obligación puede ser disyuntiva o alternativa, ya sea por el sujeto activo (beneficiario), ya por el pasivo (obligado) ya por el objeto o contenido; en cualquiera de los casos se satisface con que se cumpla uno de los disyuntos. En todos los casos (y es una regla de nuestra lógica jurídica), si los demás disyuntos se incumplen del todo, el restante ha de cumplirse obligatoriamente.






[NOTA246] V. Castán Tobeñas, op cit. pp. 113ss.






[NOTA247] El empresario y el profesional asumen indirectamente la deuda de la sociedad hacia sus miembros, cuando las circunstancias del caso determinen que el único modo de cumplirse es a través de un dar o un hacer del empresario o profesional en cuestión.






[NOTA248] Principalmente de la línea llamada `republicanista', término acuñado por Philip Pettit y otros filósofos políticos, adoptando una denominación a mi juicio inapropiada. No deseo discutir aquí las tesis de esa corriente doctrinal, sino ceñirme a una escueta crítica de la propuesta de renta básica.






[NOTA249] V. Daniel Raventós, El derecho a la existencia, Barcelona: Ariel, 1999; D. Raventós (coord.) La Renta Básica. Por una ciudadanía más libre, más igualitaria y más fraterna, Barcelona: Ariel, 2001; Philippe Van Parijs, Libertad real para todos, Barcelona: Paidos, 1996. V. el art. de Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Renta_b%C3%A1sica_universal






[NOTA250] Salta a la vista la distancia que hay entre una concepción como la de Marx y ese derecho a la vagancia. Para Marx el trabajo es lo diferenciador entre el hombre y la naturaleza --y más concretamente, entre el hombre y el animal. El laborismo inspira toda la antropología filosófica de Marx, desde las hermosas páginas (que rezuman el influjo de la Fenomenología del espíritu de Hegel) en el primer manuscrito de 1844 consagradas al trabajo alienado (Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid: Alianza, 1968, trad. e intr. de Francisco Rubio Llorente, pp. 103ss) hasta la Crítica del Programa de Gotha (1875) --donde se perfila, para la sociedad futura, el desideratum de que el trabajo haya dejado de ser un mero medio de vivir para convertirse en la primera necesidad vital. V. Scott Meikle, Essentialism in the Thought of Karl Marx, Londres: Duckworth, 1985, p. 137.






[NOTA251] Cuya excelente intención no pongo en duda. Al revés, alabo la clara orientación fraternalista y humanista que se percibe en sus escritos, aunque me temo que es, a la postre, un humanismo reservado al disfrute de los países ricos o menos pobres.






[NOTA252] Desde luego, mi propia tesis es que no sólo los derechos de bienestar, sino todos los derechos fundamentales del hombre, son condicionados, adquiriéndose en el ligamen sinalagmático que nos une a la sociedad. Eso sí, aun incumplida la condición por nuestra parte, hay siempre un minimum incondicional, como la reivindicación de no ser torturados y recibir algún socorro de subsistencia. Pero ésos son ya derechos sub-humanos.






[NOTA253] P.ej. el de no ser torturado, que acabo de mencionar.






[NOTA254] El propio Raventós establece límites para el derecho a la RB, p.ej. el ámbito subjetivo, que sería el de los ciudadanos, tal vez generosamente extendido a los residentes extranjeros regularizados.






[NOTA255] ¿Es incondicional el derecho a la libertad? Es cierto que no tenemos derecho a ser libres sólo si nos portamos bien; sin embargo, también el ordenamiento jurídico manda que se nos prive de libertad cuando hemos cometido ciertos delitos tipificados con esa pena. Sobre la noción de abuso del derecho, v. el texto de Lorenzo Peña y Txetxu Ausín que constituye el último ensayo de la presente antología.






[NOTA256] Las propuestas de RB tienen también su letra pequeña. Es un tema de indagación que brindo a los sociólogos el de por qué tales propuestas suscitan --seguramente como muchas ofertas comerciales-- un espontáneo entusiasmo de muchísima gente, que no se para a mirar esa letra pequeña.






[NOTA257] Las subvenciones a la agricultura nos benefician principalmente a los consumidores. Es bastante mendaz la propaganda que tiende a hacer creer que los problemas del tercer mundo se resolverán quitando subsisdios a la agricultura. Tal supresión podría tener efectos catastróficos para todos, al paso que pocos sectores agrícolas se beneficiarían de países climáticamente muy diversos.






[NOTA258] Aunque dudo que haya quien pretenda que eso da para vivir dignamente.






[NOTA259] En lo sucesivo, todas las tasas deberán cubrir íntegramente el costo de mercado del servicio (sea vacunación, inspección, empadronamiento, tramitación de expedientes, interposición de recursos, matrícula escolar, alcantarillado, consulta de expedientes, uso bibliotecario, asistencia a museos, etc). La supresión de los servicios públicos provocará el desempleo forzoso de varios millones.






[NOTA260] La eliminación de los subsidios agrícolas habrá hecho subir el precio de los alimentos hasta que los gastos en nutrición vuelvan a absorber la mayor parte de los ingresos de la gente --como a comienzos del siglo XX. La supresión del transporte público subvencionado habrá hecho elevarse los pasajes hasta que, por la elasticidad de la demanda, se haga inviable el mantenimiento de las líneas en muchos lugares, que quedarán incomunicados. Ello provocará consecuencias sociales en cadena, con una subida vertiginosa de los alquileres y una carestía general de la vida.






[NOTA261] Hay otros problemas, obvios, como el de si los beneficiarios de esa RB, de ese derecho a vivir sin trabajar, serían todos los humanos o sólo los habitantes de un territorio. Una variante de la propuesta la ha formulado H. Steiner en 1977 («The Natural Right to the Means of Production», Philosophical Quarterly, 27, pp. 41-9): propone que sea una compensación por la apropiación privada, que fue un despojo inicial que sufrió la comunidad humana terráquea; por ende, deben percibirla todos los seres humanos del Planeta. Para Andrew Reeve (en «Thomas Hodskin and John Bray: Free exchange and equal exchange» (en A. Reeve (ed), Modern theories of exploitation, London: SAGE, 1987, p. 43) ese enfoque tiene precedentes en las teorías de algunos ricardianos de la primera mitad del siglo XIX. Creo que está claro lo utópico de esa propuesta.






[NOTA262] No figuran en este elenco todas las referencias citadas más arriba en el texto, sino aquellas que --por su carácter más general, o por citarse más a menudo, o por alguna otra razón-- me ha parecido mejor coleccionar aquí.