El problema de los dilemas morales en la filosofía analítica

Lorenzo Peña
Isegoría
Nº 3 (Madrid: CSIC, abril de 1991), pp. 43-79.
ISSN 1130-2097


Sumario
  1. Consideraciones introductorias
  2. ¿Síguense contradicciones de la existencia de dilemas morales?
  3. Argumentos a favor de la existencia de conflictos morales
  4. Argumentos en contra de la existencia de conflictos morales
  5. Conclusión

§0.-- Consideraciones introductorias

Durante los últimos lustros se han venido elaborando dentro de la filosofía analítica una serie de nuevas teorías éticas, a las que los adversarios de ese modo de filosofar acusan muchas veces de ser preciosismos meticulosos en los distingos conceptuales, sofisticadas elaboraciones argumentativas, pero hechas de espaldas a los problemas candentes de la vida moral real. En el propio mundo anglosajón, que es donde más se ha desarrollado la filosofía analítica, se ha producido una fuerte reacción antianalítica, representada por movimientos como el de la filosofía radical y otros más adictos todavía a corrientes filosóficas eurocontinentales y a ciertos iconoclasmas en boga. Los abanderados de tales movimientos suelen reprochar al filosofar analítico el pensar sin conexión con los problemas del ser humano en el fragor de su vida cotidiana, no ofrecer más que encajes de bolillos argumentativamente muy elaborados, pero sin mordiente real en lo tocante a cuestiones efectivas del pensamiento político y, en general, carecer de significación práctica.

Al autor del presente artículo parécenle carentes de fundamento tales acusaciones. Por debajo de su adusto estilo --que sin duda constituye una barrera para adentrarse en los debates que se desarrollan dentro del filosofar analítico-- cabe muy a menudo hallar en ellos montones de sugerencias pertinentes para tratar de dilucidar problemas acuciantes. Es preocupación más o menos común de los filósofos analíticos la de que sus respectivos planteamientos sean hechos con rigor argumentativo y, hasta donde quepa, reduciendo lo más posible el número de nociones primitivas, procurando además que aquellas que figuren como tales gocen del mayor grado de claridad. Son desiderata metodológicos, naturalmente, a cuya aplicación consigue uno acercarse más o menos, nunca plenamente. Tales ideales metodológicos no están reñidos con una problemática abierta a cuestiones cargadas de significación práctica. Al revés, fijarse esos desiderata al abordar cuestiones así constituye, no una garantía, pero sí un cierto aval [relativo] de que se abordará el tema con seriedad y sin que sea uno cegado por el apasionamiento.


§1.-- ¿Síguense contradicciones de la existencia de dilemas morales?

En su Introducción a la reciente antología titulada Moral Dilemmas, por él compilada,NOTA 1 Christopher W. Gowans señala cómo los planteamientos recientes del problema de los conflictos o dilemas morales en la filosofía analítica no surgen de la nada, sino que cuentan con una larga prehistoria. Una tensa conciencia de la existencia de tales conflictos está viva en la cultura griega antigua, y el problema fue, de un modo u otro, abordado por Platón, Aristóteles, Sto. Tomás, Kant, Hegel, J. St. Mill, Bradley, Sartre y otros. Gowans expone cómo el problema ha venido recibiendo en la filosofía analítica de los últimos lustros una serie de tratamientos, algunos de los cuales coinciden en aceptar la existencia de tales conflictos --y, para ello, abandonan uno u otro de los principios de lógica deóntica mediante los cuales es posible deducir de tal existencia la de contradicciones verdaderas--, mientras que los demás tratamientos rechazan que se den conflictos morales, esgrimiendo a favor de tal rechazo unos u otros argumentos.

¿Cabe una tercera posición? Sí, la hay (aunque de ella no habla Gowans): aceptar que se dan conflictos morales, aceptar también que, si hay conflictos morales, entonces hay contradicciones verdaderas, y admitir por consiguiente que, efectivamente, hay contradicciones verdaderas. Pero esta tercera posición sólo muy recientemente ha venido adoptada, y únicamente por poquísimos autores, a saber algunos de quienes trabajan en el desarrollo o en la aplicación filosófica de alguna de las lógicas paraconsistentes.NOTA 2 De momento cabe considerar como marginal a esta tercera posición, aunque de hecho va a ser la propuesta como conclusión del presente artículo (sólo que ni coinciden los argumentos aquí enunciados con los que han formulado otros adeptos de una solución paraconsistente del problema de los conflictos morales, ni es idéntica la manera de articular un tratamiento de tal índole, toda vez que, a diferencia de los demás enfoques paraconsistentes, el aquí brindado hace radicar la contradicción ética en la gradualidad).NOTA 3

Aquello en que más hincapié hay que hacer a propósito de las recientes discusiones en torno al problema aquí abordado dentro del campo del filosofar analítico es el lugar destacado que en muchas de tales discusiones ocupan los argumentos desarrollados de conformidad con los patrones de la lógica deóntica. Es éste un punto que merece ser aquilatado, evitándose exageraciones pero también subestimaciones. Lo que llamamos «lógica deóntica» no es nada extraordinario, como en general no lo es la lógica. Llamamos «hacer lógica» simplemente a presentar ciertos argumentos con ayuda de esquematizaciones que permitan captar mejor, visualmente, cuáles son los puntos inferencialmente importantes. La lógica no se desarrolla en ninguna lengua artificial, al revés de lo que suele pensar el profano. O por lo menos no tiene necesidad de ninguna lengua así. Aquello de lo que sí tiene necesidad es el recurso a letras esquemáticas. Pero ese recurso es simplemente un modo más preciso de hacer lo que se hace en el habla común con el uso de ciertos deícticos, o con el de nombres ficticios que sirven únicamente como letras esquemáticas («Si un hombre, digamos Venancio, hace tal cosa, ...»). Ahora bien, recurriendo a esos procedimientos de esquematización, lo que se consigue es captar con precisión los pasos inferencialmente pertinentes. De ahí que, en cuanto la lógica se ocupa de un asunto, logra imprimir mucho mayor rigor al cúmulo de razonamientos que en torno a ese asunto se presentan en los medios intelectuales cuyos miembros trabajan, en mayor o menor medida, con instrumentos desarrollados por la lógica.NOTA 4

Dos son los argumentos corrientes con los que se ha querido demostrar que no pueden darse conflictos o dilemas morales a menos que haya contradicciones verdaderas. Ambos son vulnerables. Eso no quiere decir que hayan de ser vulnerados, claro, sino únicamente que la conclusión no se impone con tanta fuerza que sea del todo irracional rechazar la conclusión aceptándose las premisas; porque cabe, sin incurrir en total irracionalidad, cuestionar o rechazar alguna de las reglas de inferencia utilizadas. Cuán razonable sea eso dependerá tanto de cuál sea la regla en tela de juicio cuanto de cómo esté uno dispuesto a reelaborar su sistema de creencias para adecuarlo a ese debilitamiento inferencial.

El primer argumento corriente es el siguiente. Supongamos que sea obligatorio que p y también que q, pero que p es incompatible con q, e.d. que p implica no-q.NOTA 5 Si es obligatorio que p y también lo es que q, será obligatorio que p-y-q: tal es el principio de aglomeración deóntica, al cual abreviadamente haré referencia como el PA.NOTA 6 Si es obligatorio, es posible, ya que --en virtud del principio de que lo obligatorio es [aléticamente] posible, que abreviaremos en adelante como SDP, o sea: si se debe, se puede--, nadie está obligado a hacer algo imposible. Pero no es posible p-y-q, toda vez que p implica no-q. De donde se concluye, por modus tollens, que no es obligatorio hacer p-y-q. Luego o bien no es obligatorio hacer p o bien no lo es hacer q. Por consiguiente, dadas las dos hipótesis, se llega a la conclusión de que, o bien es y no es obligatorio p, o bien es y no es obligatorio q.NOTA 7

El segundo argumento corriente es éste, que explota la regla de que lo necesariamente implicado por un hecho obligatorio es, ello mismo, obligatorio.NOTA 8 Sea obligatorio que p, y también que necesariamente p implica no-q. Será, pues, obligatorio que no-q. Como es obligatorio que no-q, será a fortiori lícito que no-q, e.d. no será obligatorio que q. Este segundo paso inferencial viene justificado por el principio de que lo obligatorio está permitido, que abreviaré de ahora en adelante como POP.NOTA 9 De esos dos pasos inferenciales despréndese la conclusión que, si a la vez es obligatorio que q, se tendrá la conclusión contradictoria de que el hecho de que q será y no será obligatorio.

Esos dos argumentos no merecerán nuestra adhesión, ya que hay buenas razones para rechazar tanto PA como el principio deóntico de que haya de ser obligatorio cuanto esté necesariamente implicado por algo obligatorio.

Mas existe una variante del segundo argumento que sí parece correcta. Hela aquí. Supongamos que existen dos deberes tales que el cumplimiento de uno de ellos impide el cumplimiento del otro. Llamemos al estado de cosas requerido por el primer deber «p» y al requerido por el segundo «q». Entonces cabe suponer que es lícito «no q», porque, si una acción viene impedida por algo obligatorio, es lícito abstenerse de cumplirla, en virtud del principio (que cabría llamar de no impedimento) de que es lícito que no se realice lo impedido por algo obligatorio, o, abreviadamente, NOI. No será, pues, obligatorio que no-q, aunque también es obligatorio que q. He ahí la contradicción: es y no es obligatorio que no-q.NOTA 10

NOI posee gran plausibilidad. Supongamos que es obligatorio que se cierre el museo a las 6 de la tarde. Obviamente ese cierre impide que entren visitantes después de esa hora. ¿No es, entonces, al menos lícito que no entren visitantes al museo después de las 6 de la tarde? Similarmente, sea obligatorio participar en la votación; participar en ella impide quedarse en casa durante todo ese día; será, pues, lícito no quedarse en casa durante todo ese día. Mantener que es obligatorio que p, y que p impide que q, pero que, sin embargo, no es [en absoluto] lícito que no-q, parece una posición un tanto hipócrita: si es completamente ilícito que no q, está entonces totalmente prohibido que q no tenga lugar; mas, si está enteramente prohibido que no se realice algo (q), es que es completamente obligatorio que se realice ese algo (q); y si el que se reallice q viene impedido por algo obligatorio (p), cumplir la obligación de que p acarreará frustrar la realizabilidad de algo del todo obligatorio, o sea impedir su realización. Volviendo al ejemplo anterior, si un ciudadano tiene el deber de entrar en el museo después de las 18h., pero es obligatorio que se cierre a esa hora, entonces es obligatorio que se lleve a cabo algo que frustra el cumplimiento de dicho deber por ese ciudadano, contrariamente a una máxima que requiere que a nadie se impida cumplir con su deber.

Desde luego cabe rechazar alguno de las postulados aducidos en los argumentos recién presentados. NOI parece el menos atacable. Y con NOI por sí solo tenemos ya una prueba de la tesis de que, si hay conflictos morales, hay contradicciones verdaderas. Por otra parte, para rechazar esa tesis habrá que impugnar, además de NOI, alguno de los principios aducidos en el primer argumento corriente y alguno de los aducidos en el segundo argumento corriente. Ahora bien, aunque, según lo hemos visto, hay, efectivamente, en cada uno de ellos un talón de Aquiles, cabe aquí señalar cuáles son los postulados menos vulnerables en esos argumentos. Trátase de POP y SDP. Si falla [por completo --el matiz, como luego se verá, es importante] SDP, entonces habrá obligaciones que sea totalmente imposible realizar. Ni que decir tiene que cada uno es muy dueño de sostener cosa tal, pero serían funestas las consecuencias de su aceptación, porque conllevarían una ruptura entre el orden de lo moral, de lo obligatorio, y el de lo racional, desde el momento en que --se admitirá comúnmente-- es irracional proponerse algo imposible. Con respecto a POP, cabe decir que el que algo fuera obligatorio y que, no obstante, estuviera completamente prohibido --e.d. no permitido en absoluto-- significaría que el orden moral estaría a la vez imponiendo algo e imponiendo también que no se llevara a cabo en absoluto. Por mor, entonces, de evitarse conflictos, estaríase incurriendo en algo que sería de hecho un superconflicto moral disfrazado simplemente por una triquiñuela terminológica, la del distingo entre el que no esté permitido que no-p y el que sea obligatorio que p: un distingo agravado, en ese caso, por el aserto de que lo primero ni siquiera conllevaría lo segundo, ni aunque fuera en grado menor. A lo mejor existen otros argumentos en contra de POP --si bien yo no los conozco--, mas no puede en ningún caso ser uno de ellos el mero hecho de que con él la aceptación de conflictos morales acarrea contradicciones, pues, según lo hemos visto, el abandono o la infracción de POP conllevaría un superconflicto moral. La diferencia entre un mero conflicto y un superconflicto moral estriba en esto: el primero consiste en que sean obligatorias dos acciones una de las cuales impide la otra o, por lo menos, acarrea una no realización de la otra; al paso que un superconflicto estribaría en que una misma acción fuera, a la vez, obligatoria y totalmente prohibida. Si el precio a pagar para admitir la existencia de conflictos morales sin verse abocado a reconocer que hay contradicciones verdaderas es apencar con superconflictos, entonces parece muy preferible no pagar tal precio, sino, antes bien, sea rechazar la existencia de conflictos morales, sea admitir que hay contradicciones verdaderas. Y nótese que, dado el gran parentesco entre POP y NOI, cuanto acabo de decir a favor del primero vale, mutatis mutandis, también a favor del segundo.


§2.-- Argumentos a favor de la existencia de conflictos morales

Uno de los argumentos más frecuentemente esgrimidos a favor de la tesis de que hay conflictos morales es que existen diversas fuentes de obligaciones, e.d. que, por su naturaleza misma, el orden moral es plural; siéndolo, sería extraño, por no decir imposible, que reinara entre los diversos deberes una concordia o ausencia de contradicción.

El argumento no es concluyente, ni por sí solo puede pretender serlo. En primer lugar, no son ni mucho menos pluralistas todas las concepciones éticas. Antes bien abundan las teorías que se atienen en este campo a un monismo estrictísimo: el utilitarismo, en cualquiera de sus versiones establecidas; el llamado formalismo kantiano; incluso éticas como la aristotélica, la estoica y tantísimas otras abogan, en cada caso, por un único principio de la vida moral, o, al menos, siempre por un principio rector supremo al que hayan de supeditarse cualesquiera otros de tal manera que venga con ello excluido todo conflicto --o, lo que viene a equivaler a eso, que cualquier conflicto sea meramente aparente o a sobrehaz no más. De ahí que no sean muchos los que presten su aquiescencia a este primer argumento. No obstante dentro del caudal de la filosofía analítica sí es probablemente mayoritaria, entre quienes afirman la existencia de conflictos morales, la aceptación de este argumento, toda vez que los más de ellos --quizá todos-- rechazan cualquier forma de monismo ético. En verdad eso es muy natural. Si, por otros argumentos, por otras razones, llega uno a la conclusión de que hay conflictos morales, entonces resultará sumamente problemática toda forma de monismo ético, o sea toda postulación de un único principio, de una única fuente del orden moral, o bien siempre de un principio o una fuente supremos que prevalezcan por sobre cualesquiera otros de tal manera que vengan así anulados o pierdan toda fuerza o vigencia cuantos pudieran entrar en colisión con ese principio o con esa fuente suprema. Pues bien, rechazado así el monismo ético --aunque sea por otras razones--, se llega a la aceptación del pluralismo. Y entonces se tiene un motivo más para creer que se dan conflictos morales.

Sin embargo, aparte de cuán plausible sea o deje de ser el pluralismo ético, la mera aceptación del mismo por sí sola no conlleva la conclusión de que se dan conflictos morales. ¿Qué impide, en efecto, que reine una perfecta armonía entre los diversos deberes que emanen respectivamente de sendas fuentes del orden moral? ¿Qué razón hay para sostener que hayan de entrar en conflicto esas diversas fuentes? Ante todo, cabe alegar una razón de probabilidad: cuanto más diversas y mutuamente independientes entre sí sean las diversas fuentes, tanto más verosímil será una colisión entre ellas. Estoy hablando de fuentes, pero el argumento se extiende y aplica también a cualquier otra pluralidad moral básica. P.ej., cabe pensar que, si bien hay una única fuente del orden moral, la misma, sin embargo, impone, no un único valor o un principio supremo, sino una pluralidad de valores y de principios, cada uno de los cuales posee vigencia de por sí, entre o no en conflicto con los demás. Así, imaginemos una visión moral que cabe llamar preceptivismo --y que de hecho parece haber sido la posición dominante entre los escolásticos, y por ende constituye un punto de vista nada marginal en la tradición filosófica-- a cuyo tenor la única fuente de bondad o de obligación es la ley divina. Adherirse al preceptivismo, en esa versión escolástica o en otras, no conlleva de suyo, sin embargo, afirmar un monismo ético, porque cabe que la voluntad divina --o la única fuente última del orden moral-- prescriba o promulgue, no una única Ley, sino varias, aunque surjan contradicciones entre ellas. Ciertamente los prescriptivistas históricos no fueron de ese parecer, sino que todos o los más de ellos pensaron en una Ley única o en una pluralidad, al menos, de leyes entre las cuales no surgiría ni podría surgir contradicción alguna. Ahora bien, cuanto mayor sea la variedad de preceptos, aun emanados de una fuente única omnisciente, más verosímil resulta el surgimiento de conflictos entre esos diversos preceptos.

Han menudeado los intentos de reducir la diversidad de leyes, o preceptos o --en una concepción más general-- deberes a un único principio supremo, a lo expresable por un mandamiento único. Y cada vez se le han encontrado dificultades al principio único. Dos géneros de dificultades, a saber: que no caen bajo él, como instancias particulares suyas, todos los deberes o todas las prescripciones; y que hay incluso deberes que entran en conflicto con él. Así, tenemos, p.ej., la regla de oro evangélica en sus dos formulaciones de: (1) hacer a los demás lo que uno quiere que le hagan a él; (2) no hacer a los demás lo que uno no quiere que le hagan a él. Sabemos con qué dificultades topa cada una de esas dos formulaciones.NOTA 11

Piénsese en los célebres debates al respecto, y en cómo se les han ido encontrando nuevas dificultades a sendos intentos de reelaborar, matizándolas, ambas formulaciones o alguna de las dos. ¿De qué dificultades se trata? Sencillamente de que unas u otras aplicaciones de cualquiera de tales formulaciones acaba entrando en conflicto, antes o después, con ciertos preceptos del orden moral, tanto si a su vez esos preceptos son una aplicación o una instancia de la regla de oro así formulada (con lo cual esa misma regla entraría en conflicto consigo misma) como si no es así. Y es que la regla de oro es, cualquiera que sea la formulación preferida, un enunciado universalmente cuantificacional: «haz todo lo que...», o, alternativamente, «no hagas nada de lo que...» (e.d., «todo lo que ... sea tal que tú no lo hagas»). Y nada prueba --salvo que precisamente se demuestre lo contrario, empresa harto difícil, o imposible-- que, dados cualesquiera dos actos posibles, A y B, aunque cada uno de los dos sea un caso particular de aplicación de la regla de oro, la realización de A no impida la de B, con lo cual el que B sea obligatorio o preceptivo constituiría una dificultad en contra de que fuera preceptivo A, y por lo tanto una dificultad en contra de la propia regla de oro de la cual estaría emanando --por hipótesis-- la preceptividad u obligatoriedad de B. No voy a explayarme aquí en los bien conocidos detalles de esa ampliamente difundida discusión. Como único botón de muestra de las ilustraciones comúnmente ofrecidas citaré ésta. Suponemos que Eladio es un hombre racional y equitativo y no quiere que le impongan una privación de su vida ni, por lo tanto, de los medios necesarios para la misma. Confrontado, sin embargo, a una serie de situaciones, habrá forzosamente de optar por privar a alguien de los medios necesarios para la vida de ese alguien. P.ej., si es nombrado Director de una agencia de socorro a víctimas del hambre, y se halla con recursos limitados, no podrá enviar a la vez todos los medios de vida necesarios para los hambrientos de Etiopía y para los del Sudán. Sin embargo dependerá de su decisión el que se envíen esos recursos a uno de los dos países y no se envíen al otro.

Claro que, en este punto, entran en liza los impugnadores de la existencia de conflictos morales aduciendo p.ej. la disparidad entre actos positivos y negativos, acciones y omisiones.NOTA 12 El problema estriba en que, de aceptarse esos subterfugios, entonces ya de poco servirá la regla de oro. Ésta, en una de sus formulaciones, es útil --hasta donde lo es o lo sea-- en la medida en que se aplica no sólo a acciones sino también a omisiones, y no sólo a omisiones sino también a acciones. Que, de no, habrá que combinar ambas formulaciones. Pero esa combinación o conyunción comportará entonces un doble precepto, sin que nada pruebe que no vayan a surgir conflictos entre un conyunto y el otro. Al revés, en casos como el imaginado --que tiene muy poco de imaginario, dicho sea de paso--, tendremos que, en la medida en que Eladio haga --supongamos-- a los hambrientos del Sudán lo que querría que le hicieran a él (darle lo necesario para vivir cuando carezca de ello), estará haciendo a los de Etiopía algo que no querría que le hicieran a él, a saber enviar a otra parte [que allí donde se encuentre] subsidios alimenticios sin los cuales no podría sobrevivir.

Esto que hemos visto pasa con la regla de oro, sucede también con otras normas del orden moral dizque únicas o, en cada caso, supremas (según sendas concepciones). Nada prueba, p.ej., que se eviten los conflictos ateniéndose uno al principio de obrar de tal manera que la máxima por la que se rija la decisión tomada pueda servir de ley universal. Porque la aplicación de ese imperativo categórico no es categórica, sino que evidentemente en cada caso dependerá de qué otras cosas sepa o crea uno que suceden, de qué otras decisiones sean tomadas por uno o por los demás. Nada excluye un caso tal que un agente, A, pueda, según ese imperativo, atenerse a una norma N, al paso que otro agente se atenga a otra norma M, habiendo sin embargo un conflicto entre ambas normas. P.ej. A dice la verdad aunque se hunda el mundo (pero, si se hundiera el mundo por decir la verdad, ¿serviría en ese caso de ley universal la máxima de decir siempre la verdad?), al paso que B, juzgando inevitable la mendacidad humana --quizá porque se atiene a una concepción como la de Plantinga de la depravación transmundanal--, nada cree sin pruebas. A A le han contado --si bien él no lo ha visto-- que un niño se está ahogando. B tiene confianza en la palabra de A. Si éste le dijera que ha visto al niño ahogándose, B, que es un excelente nadador, iría a salvarlo, y puede hacerlo. Pero no: A dice la verdad, B no acude en socorro del niño y éste se ahoga. Rígese el comportamiento de B en ese caso por la máxima de actuar en socorro de otros sólo siempre que sea seguro que lo necesitan (sólo porque, de no, se desatenderían otras muchas ocupaciones útiles a la comunidad --cuando llegaba A, B estaba distribuyendo víveres a los pobres) y de no creer nada que le cuenten sin pruebas o indicios razonables.

En ese caso lo que tenemos es que una norma sirve o no de ley universal según cómo sea el mundo. Pero hay más: una norma puede servir de ley universal aunque pueda también servir de ley universal otra que entre en conflicto con ella, sólo que la una serviría de tal ley sólo si no se aplicara la otra. Vemos, pues, cómo hasta el monismo más estricto puede verse abocado de hecho a un pluralismo moral, cuando formule su principio respectivo por modo de una fórmula universalmente cuantificacional, o sea de una que comporte alguna de las partículas «todo» o «sólo». Si hay que atenerse en las decisiones de uno sólo a máximas así o asá, entonces cabe que haya dos máximas tales que el no atenerse a una comporte el atenerse a otra sin que ninguna de las dos sea así o asá. Si, en cambio, hay que atenerse en sus decisiones a todas las máximas que sean así o asá, entonces cabe que haya dos máximas que entren en conflicto y a las cuales, a tenor de ese imperativo, haya que atenerse no obstante.

Si, por consiguiente, hasta los monismos se ven abocados no ya a un pluralismo de normas resultante de la formulación universalmente cuantificacional del precepto o imperativo único escogido por cada teoría o concepción ética, sino, lo que es más, al posible o hasta probable surgimiento de conflictos entre esas diversas normas, entonces, cualesquiera que sean otros argumentos que abonen a favor de uno u otro monismo ético, no será una razón a favor del monismo la de evitar los conflictos morales. Es más, quizá toda forma viable o atractiva de monismo encubre de hecho un pluralismo, ya que se enunciará siempre por una cuantificación universal bajo la cual quedarán cobijados diversos preceptos, cada uno de los cuales tendrá su propia vigencia.

Hasta aquí me he detenido en el examen del primer argumento. Porque, sin ser concluyente, tiene así y todo mucha fuerza. Un segundo argumento se basa en la existencia de sentimientos de culpa o remordimiento en quienes han actuado en situaciones de opción entre varios preceptos o valores, a pesar de que piensen que volverían a optar por lo mismo por lo que optaron entonces. Muchísimo se ha debatido al respecto, introduciéndose distingos entre sentimiento de culpa y mero pesar (guilt frente a regret)NOTA 13.

Quienes rechazan que se den conflictos morales alegan, en efecto, que en tales casos el sentimiento es un lamento, o pena, mas no uno de culpa o culpabilidad. Naturalmente cada uno es muy dueño de usar las palabras según lo juzgue oportuno. Pero hay que entender la fuerza y el tenor del argumento. Acaso esos sentimientos estén mal, acaso estén bien mas no haya que caracterizarlos como de culpa, sino de otro modo. Sea como fuere, el que se dan es un dato. Sin duda pueden andar muy equivocados o descaminados los hombres y las mujeres que así sienten, o puede que caigan en una sensiblería pueril, o puede que no, sólo que sus sentimientos no revistan la significación que les quieren dar quienes los alegan como argumento para afirmar los conflictos morales. En todo caso, el que se den es un dato a explicar. Y el que se den tanto, tan a menudo, y entre tanta gente, es un dato más a explicar. Una de dos: o bien tanta gente en tantas ocasiones anda descaminada en sus sentimientos, o bien no es así. Lo primero puede desde luego sostenerse, pero es, cæteris paribus, menos verosímil. Ahora bien, si no andan descaminados, entonces es que se dan cuenta de que han hecho algo malo, aunque estén seguros de que volverían a obrar igual. Los impugnadores de la existencia de conflictos alegan, sin embargo, que una cosa es hacer algo malo y otra infringir un deber. Para ellos no todo lo bueno es obligatorio. Más abajo me ocuparé de ese distingo. Mas, aunque así fuera, el dato está ahí: el pesar (llámese guilt, llámese regret) es un sentimiento normal en casos de dilemas siquiera aparentes. Siéndolo, cabe entonces decir que, si no son infundados tales sentimientos, quienes hayan obrado así y los tengan experimentan afectivamente la constancia de la realización de algo malo. Cuán bueno haya de ser algo para que sea obligatorio, cuán malo para que no sólo sea no-obligatorio, sino que además no sea obligatorio [en absoluto], será entonces algo por indagar. Indagación nada fácil. No sólo nada garantiza de antemano que quepa encontrar esos presuntos puntos de inflexión, sino que, a falta de que se hallen, parece más verosímil que no existan. Quizá lo efectuado en un caso así por la persona que sienta ese pesar era lo mejor que podía hacer, quizá sería razonable que volviera a hacerlo en circunstancias similares, pero, si no está infundado su sentimiento, es que ha hecho algo malo. Y eso es indicio de un conflicto moral. Que quepa luego, para resolver el conflicto, inventar ese distingo entre lo bueno y lo obligatorio, o --si ya existía-- conferirle una significación y una pertinencia grandes en teoría ética, eso es harina de otro costal. El argumento del pesar no pretende ni ha pretendido nunca demostrar concluyentemente que hay dilemas morales, sino hacer ver un dato que se explica bien si se reconoce la existencia de los mismos y que se explicará mucho peor si no se reconoce --será menester acudir a expedientes más problemáticos y cuyo éxito en resolver los dilemas no garantiza nada, aun aceptándose la validez o la corrección de esos expedientes.

El tercer y más importante argumento a favor de que hay dilemas o conflictos morales viene dado por el examen de una serie de valores o de deberes así como de las condiciones de realización de los mismos. Sientan pesar o no por sus decisiones, emanen o no de diversas fuentes las normas de sendas decisiones, ajústense éstas o no a una pluralidad de principios irreducibles, es un hecho en todo caso que surgen esos conflictos entre deberes o --con otras palabras-- esos dilemas.

Nada es en efecto tan convincente a favor de afirmar la existencia de dilemas como ir escrutando las colisiones entre diversos preceptos o diversos valores. No es que al impugnador de esa afirmación no le quede más recurso que inclinarse. Tiene abiertas varias vías de salida, que luego consideraremos siquiera por encima. Pero los conflictos o dilemas, al menos aparentes, están ahí. Su presencia constituye un argumento a favor de que de hecho se dan, o sea de que no son meramente aparentes. Y es que siempre, para cualquier asunto, en cualquier terreno, constituye -siquiera cæteris paribus-- un argumento a favor de que haya entes así o asá el que haya entes al menos aparentes así o asá, por el aquél de σωζε~iν τα φαιν'oμενα. En teoría ética sucede lo mismo que en cualquier otro campo: que hay que sopesar los pros y contras de cada opción, y pensar si vale la pena el precio a pagar por inclinarse de un lado en vez de otro lado. Si los expedientes inventados para soslayar el reconocimiento de dilemas son muy complicados o carecen de justificación o motivación independiente, o si acarrean otras dificultades mayores o iguales que las que quieren resolver, entonces parecerá preferible admitir que existen dilemas tales, si es que --según va a probarlo este argumento-- hay indicios razonables de que así es. Y los hay. Muchísimos.

No cabría esperar que nos ocupáramos en detalle en este lugar de escudriñar sino unas poquísimas de las consideraciones alegables a favor de lo que se acaba de decir, a saber que hay dilemas al menos aparentes. En verdad ese aserto, tal cual, nadie parece discutirlo. Quizá donde se entabla el desacuerdo es en hasta dónde llegan casos tales. El no haberse percatado más que acaso un tanto superficial y fragmentariamente de la envergadura del fenómeno en cuestión constituye una posible raíz de la opinión según la cual los dilemas son meramente aparentes, siendo resolubles por los procedimientos como el ya aludido del distingo entre lo bueno y lo obligatorio y, más en general, por vía casuística.

Se han propuesto varias tipologías en lo tocante a la clasificación de los conflictos o dilemas morales. Por un lado distínguense aquellos que surgen o --de existir-- surgirían necesaria o inevitablemente de aquellos cuya existencia sería contingente. Dentro de éstos, distínguense los que surgirían por causas independientes de la voluntad del agente de los que resultarían precisamente de esa voluntad, o de acciones causadas por la misma. Cabe también distinguir conflictos de diversos órdenes. P.ej., una cosa es un conflicto entre dos prescripciones de obrar de sendas maneras, otra un conflicto entre dos reglas acerca de qué géneros de prescripciones deben tener vigencia, y así sucesivamente. Otra clasificación que se ha propuesto y que resulta útil, al menos a ciertos efectos, es la que deslinda los conflictos que surgen entre diferentes aplicaciones posibles de un mismo valor, por un lado, y, por otro, aquellos que se dan entre valores diversos --o entre deberes cada uno de los cuales emana de un valor diferente. Así, p.ej., una cosa es el conflicto o dilema que se da cuando sólo se puede salvar una vida humana de entre varias --sin que nada pertinente milite, al menos decisivamente, a favor de alguna de las alternativas en particular--, y otra cosa muy diversa es el conflicto o dilema que se da entre salvar vidas humanas y salvar obras de arte, o manuscritos preciosos por su valor histórico, científico, o artístico. Por último, cabe también hacer un distingo --que, sin embargo, suele omitirse, por razones que luego consideraremos-- entre dos géneros de dilemas: aquellos que directamente afectan a deberes o requerimientos que pesan sobre decisiones de un mismo sujeto, y aquellos que conciernen a dos decisores diversos; que también en este último caso se está en presencia de un genuino dilema --y que, por lo tanto, todo conflicto moral es a la vez un dilema-- es algo que resulta oscurecido por el desconocimiento de NOI.NOTA 14

Todas esas clasificaciones son útiles, pues sirven para ir señalando rasgos propios de cada uno de esos grupos. No obstante tampoco hay que conceder excesiva importancia a esas dicotomías, ni cabe en verdad atribuir a esos distingos una significación moral demasiado acusada, aunque desde luego muchos autores han tratado de hacerlo. Entre ellos figuran no pocos que desean en el fondo eliminar los dilemas morales, o bien reducirlos a lo mínimo, a un residuo como el que constituirían situaciones contingentemente derivadas de decisiones también contingentes del agente o decisor, o sea tales que, si se producen, es por culpa de ese propio decisor, como cuando uno ha hecho varias promesas incompatibles, o que por lo menos resultan contingentemente serlo aunque sea por razones independientes de la voluntad o de los propósitos del decisor. Hay quienes están dispuestos a aceptar la existencia de conflictos así, pero no la de otro género de dilemas morales. Sin embargo, aunque es cierto que la envergadura del problema es, y aparece, tanto mayor cuanto más amplia sea, y aparezca, la gama de situaciones conflictivas o dilemáticas, y cuanto menos dependencia respecto de previas decisiones del sujeto tengan tales situaciones, así y todo un solo dilema, por muy causado que estuviera por anteriores decisiones o acciones del agente, bastaría para plantear la cuestión de fondo de la contradictorialidad de la vida moral, puesto que un solo dilema suscitará el problema de que, en virtud del razonamiento expuesto más arriba, habrá al menos una contradicción verdadera en este terreno, a saber la de que el agente o decisor en cuestión a la vez tendrá y no tendrá que hacer aquello que sea el objeto del dilema.

Nada tendrá, pues, de extraño que sean más fáciles de encontrar --y de suscitar aquiescencia-- los ejemplos de dilemas o conflictos resultantes de previas decisiones del propio agente o sujeto afectado ahora por el dilema de que se trate. Por imprevisión o ignorancia, o frivolidad, o incluso por dolo, puede alguien hacer promesas que resulten incompatibles. Similarmente puede causar situaciones que conlleven para él obligaciones incompatibles. P.ej., puede engendrar a varios hijos sin disponer luego de los medios para alimentarlos a todos. Puede provocar la ruina de varias familias sin poder luego reparar todas esas acciones. Puede provocar un accidente de tráfico del que resulten muchas víctimas sin que pueda luego socorrerlas a todas. Casos así son tan frecuentes que lo raro es, no que se percate uno de ellos, sino que haya tantos que, sin dar su brazo a torcer, se empeñen en rechazar, con diversos argumentos, la existencia de tales dilemas, sosteniendo que no son auténticos dilemas, sino que, aun en tales casos, sólo es obligatoria una de las alternativas prácticas y no las demás, aunque no sepa uno siempre cuál lo es y cuáles no lo son. Eso resulta raro porque --sean cuales fueren las razones que se invoquen o los expedientes que se elaboren para sustentar tal punto de vista y para deshacer o disolver la apariencia de dilemas en tales casos-- es de suyo poco natural el acudir a esos expedientes y a la postulación de situaciones donde la verdad resulte inconocible o, al menos, dificilísima de conocer (a saber, qué es lo de veras obligatorio o correcto en un caso de los considerados: si hay que socorrer a la víctima que se tiene a la izquierda o a la que se tiene a la derecha), cuando es muchísimo menos rebuscado el admitir que se dan tales dilemas. Claro que está de por medio la dificultad consistente en que, por el razonamiento más arriba expuesto, de ahí se sigue la existencia de contradicciones verdaderas, lo cual es el hueso duro de roer para quienes se aferran a la actitud de rechazar que se den o puedan darse contradicciones verdaderas. Ése parece el fondo del asunto. Lo que lleva a descartar la aceptación, de suyo natural, de los dilemas que surgen en casos como los considerados es, seguramente más que nada, ese miedo a la contradicción. Ahora bien, habiendo, como hay, maneras de habérselas exitosamente con la existencia de contradicciones verdaderas --maneras que vienen ofrecidas por las lógicas paraconsistentes--, y abonando, como abonan, muchas otras razones a favor de la adopción de alguna de tales lógicas (ya que surgen muchísimos otros motivos para aceptar la existencia de contradicciones verdaderas, e.d. para emanciparse del miedo a la contradicción), parece más razonable evitar el recurso a expedientes tortuosos y erizados de dificultades cual son los que generalmente se han propuesto para deshacer esas apariencias de dilemas. Alguien, circulando en su automóvil imprudentemente, causa graves lesiones a varias personas mientras que sólo puede llevar a una de ellas al hospital, podrá escoger una u otra de las alternativas que se le presenten a raíz de su atropello según diversos criterios, pero lo que no es cierto es que tales criterios puedan liberarlo del deber hacia los otros afectados. El hacer lo mejor que uno pueda hacer en tal circunstancia no es hacer todo lo que uno tiene que hacer. Si --¡supongámoslo!-- opta por llevar al hospital a la víctima más meritoria, dejando en la estacada a las demás, habrá hecho lo mejor que podía en esas circunstancias, mas no todo lo que debía de hacer, ya que, para cada una de esas personas, es verdad que el atropellador tenía la obligación de llevarla al hospital.

Ahora bien, siendo ello así --y admitida por consiguiente la existencia de al menos esos dilemas dimanantes de previas acciones o decisiones del sujeto sobre el que van a recaer los mismos--, cabe preguntarse si tan importante, tan significativa es la diferencia entre casos de ésos y otros en los cuales el dilema, o la apariencia de tal, no resulte de anteriores decisiones de ese mismo sujeto, sino de otras causas. Quizá quepa a este respecto distinguir dos tipos de casos, a saber: aquellos en que el dilema surge sin que el sujeto tenga arte ni parte en su causación y aquellos en que sí tiene parte en tal causación, pero pequeña o secundaria o, por la razón que sea, una parte que no acarree responsabilidad, o sólo una pequeña. Del segundo tipo parece más fácil reconocer que se dan de hecho situaciones. Una persona --llamémosla «Nonia»-- puede ser hija de padres que se han enriquecido por negocios sucios o por actos francamente delictivos a expensas, en uno u otro caso (si es que son dos), de sendas víctimas de sus fechorías. Nonia recibe una excelente educación, acude a establecimientos de los mejores, codéase así con gente de primera y, gracias a todo ello, obtiene una envidiable posición social. Pero resulta ser alguien de buenos sentimientos y dedica la mayor parte de lo que gana a obras de beneficencia. En el momento en que, como directora de tales obras, ha suscrito unos compromisos de renovación de una gran barriada de chabolas, entérase del origen de su posición social. Los millones que ha costado su selectísima educación en colegios canadienses y suizos, la relaciones gracias a las que se ha ido encumbrando en la sociedad, todo eso venía de perjudicar y despojar a otros. Además por casualidad recibe información de las víctimas de esos latrocinios o actos ilícitos, o de sus descendientes. Una lista enorme. Muchos de ellos están ahora hundidos en terrible miseria y sufrimientos. ¿Cabe duda de que en tales circunstancias Nonia se halla en un genuino conflicto de deberes? Si decide reparar, no podrá seguir adelante con su plan de renovación de la barriada. Y viceversa. ¿Es por culpa suya? Sí y no. Cabe pensar que sí, en la medida en que se ha metido en esos planes, contrayendo con ello obligaciones que son las que ahora entran en conflicto con las que descubre tener al enterarse de esas, para ella, terribles noticias. Cabe pensar que no, porque es extraño echar la culpa a alguien de una situación dilemática simplemente porque ha estado haciendo mucho bien y, al hacerlo, ha contraído compromisos ulteriores para hacer otros bienes. De ser verdad que es culpa suya por eso, y en esa medida, la solución será el, por si acaso, no hacer bienes así.

Aunque esa ilustración es inventada, nadie dudará de que surgen en la vida diaria miles de casos no tan dispares de ése, sólo que a veces haya que averiguar más cosas o remontarse más lejos para hallar el origen de los conflictos resultantes. Y siempre que no surgen es sólo porque los que estarían afectados por los dilemas, de surgir éstos, no lo están por no haber contraído ellos mismos ese otro género de obligaciones que, por su generosidad, habría contraído, en nuestro ejemplo, Nonia. Así y todo, esas personas están en situaciones dilemáticas si --según suele ser el caso-- no pueden resarcir a todas las víctimas de las malas acciones de sus antepasados, o no pueden reparar todas las fechorías de éstos. La culpa es hereditaria en la medida en que esas personas son beneficiarias de las fechorías.

Topámonos así con la existencia de casos en que alguien está sometido a obligaciones en conflicto sin haber actuado voluntariamente de tal manera que causara al obrar así la situación dilemática. Cierto que se puede alegar aquí que esas personas sí han obrado voluntariamente de tal manera que resultara de su obrar la situación dilemática, a saber: han recibido voluntariamente los alimentos, el cobijo, la protección, las relaciones sociales, los medios y recursos que les proporcionaban sus padres, contrayendo con ello la responsabilidad. Sí, así es, pero no deja de ser verdad que han hecho todo eso no sólo sin saber en qué obligaciones incurrían con ello, sino incluso casi sin poder optar por no hacerlo. ¿Puede un niño pequeño rehusar los cuidados que le deparan sus mayores? Quizá puede a los 20 años: ya es edad de andar por sí solo, de volar con sus propias alas. Y, por si acaso, quizá es preferible no deberles nada de nada a los otros en la medida en que pueda uno pasarse sin su ayuda, no sea que vayan a resultar luego situaciones de ésas, aunque sea en menor grado. Ahora bien, si a los 20, ¿no a los 19? Si a los 19, ¿no a los 18? Si a los 18, ¿no a los 17? Y así sucesivamente. ¿Hay una frontera? ¿O, antes bien, lo que hay es una progresiva, continua, constante disminución de culpa o responsabilidad, pero sin que se cruce nunca raya alguna que deslinde una dizque ausencia total de responsabilidad de una responsabilidad plena? Pues, al fin y al cabo, a los 20 años se es todavía un poco menos responsable o culpable de seguir disfrutando de protección y de recursos injustamente adquiridos que a los 21, edad ésta última en que se tiene más experiencia de la vida y, por lo tanto, más responsabilidad. Pero es que a los 21 se tiene menos de lo uno --y, por ende, de lo otro también-- que a los 22. A los 22 menos que a los 23. Etc. ¿No es mejor aceptar la gradualidad ineliminable de tales situaciones que inventarse puntos de discontinuidad o de ruptura por mor de salvar una dicotomía artificial entre la determinación de [plena] responsabilidad y de [completa] exención de la misma?

Pues bien, si las cosas son efectivamente así, si se da por grados la responsabilidad, en casos de la índole considerada, entonces resulta arbitrario separar radicalmente los dilemas dimanantes de previas acciones voluntarias del sujeto que en ellos esté involucrado de los que surjan por otras causas. Después de todo, cada uno de nosotros es en alguna medida responsable de lo que sucede a su alrededor, al menos en tanto en cuanto no haga todo lo que esté en su mano para impedir que se cometa y no haga cuanto esté a su alcance para averiguar cualesquiera hechos que puedan tener repercusiones sobre qué hechos debería contribuir a tratar de evitar. Lo que hay no es un punto de ruptura, sino un continuo.

A mi juicio cabe incluso ir muchísimo más lejos, sosteniendo que somos muchísimo más responsables de mucho de lo que sucede de lo que se suele pensar. ¿Por qué considerar únicamente como beneficiarios de malas acciones y, a fuer de tales, responsables retroactivamente de las mismas a los descendientes de sendos perpetradores? Muchos otros nos beneficiamos indirectamente y, en esa medida, incurrimos en responsabilidad. La trata de negros fue el gran negocio de los siglos XVII, XVIII y parte del XIX en Europa y Norteamérica. Quienes vivimos en sociedades, si no opulentas, al menos libres del hambre y la miseria que azotan todavía a la mayoría de la humanidad en el Tercer Mundo debémoslo, en una medida que será mayor o menor, pero que es real, a la acumulación de riquezas y fortunas posibilitada durante ese luengo período por la trata, por la explotación de esclavos, por miles de otras prácticas que hoy se admitiría eran moralmente condenables e injustificables. Unos se han beneficiado más, otros menos. Todos (en los países aludidos) nos hemos beneficiado algo. Claro que la abrumadora mayoría de los beneficiarios viven en el inocente desconocimiento de su responsabilidad, en la casi ignorancia de esos hechos, cuando no en creencias erróneas y edulcorantes acerca de los mismos. Eso no los exime, desde luego.

Aun así es verdad que todos los dilemas resultantes de hechos así son, en mayor o menor medida, contingentes (si bien no se me oculta que muchos tendrán objeciones contra el mero hablar de grados de contingencia). El problema es el de saber si todos los dilemas son contingentes o no. ¡Conste que basta la existencia de un solo dilema, por contingente que sea, para que sea verdad que hay contradicciones verdaderas! Pero hay algo más, y menos fácil de aceptar, y es la existencia de dilemas o conflictos morales necesarios. Es aquí donde entran en escena los conflictos entre distintas virtudes.

Desde la Antigüedad se ha venido reconociendo el problema, que encuentra, no una, sino varias soluciones, o varios planteamientos, en filósofos como Platón y Aristóteles. Hay argumentos a favor de la inclusión de cada virtud en las demás --por lo menos tratándose de virtudes de las más relevantes--, cabiendo hasta deducir de ahí la identidad entre ellas. Pero hay otros argumentos que conducen a la conclusión de que, no sólo no es así, sino que se dan pares de virtudes tales que, en la medida en que se tenga la una, no se tendrá la otra; o, por lo menos, tales que, en la medida en que se obre por la una no se actuará o decidirá por la otra (o sea en virtud de ella, por motivo de la misma).NOTA 15

Muy aristotélicamente cabe aducir que lo virtuoso en cada caso así será un término medio, según el refrán. ¡Nada en demasía! Lo virtuoso no será ser generoso, así sin más, ya que no hay que serlo en tal medida que se perjudique a uno mismo más allá de ciertos límites, o no hay que serlo tanto que se acabe perjudicando a terceros o a derechohabientes de uno. Similarmente no se debe ser leal hasta tal punto que se actúe en desmedro de la justicia, con lo cual resultará que la lealtad no es ninguna virtud, sino que la virtud es la de ser leal sólo en tanto en cuanto las acciones llevadas a cabo por serlo sean, a la vez, justas. Ni será una virtud la valentía o fortaleza, sino que tan sólo será virtuoso un acto valeroso que sea a la vez prudente, y únicamente en tanto en cuanto lo sea.

Todo eso es muy poco plausible, sin embargo. En primer lugar, abre un divorcio total entre qué quepa considerar virtuoso de veras y qué se suele juzgar tal. Y, cæteris paribus, es preferible atenerse a un punto de vista que no establezca un divorcio así, o no uno tan grande. En segundo lugar, si lo virtuoso es sólo actuar así, con prudencia mas únicamente en la medida en que no sea sin valentía, y a la inversa, entonces hay una sola virtud, después de todo; conclusión difícil de admitir, porque choca con toda nuestra experiencia, que nos muestra cómo una acción, o una decisión, puede ser loable en un punto o aspecto, vituperable en otro, y ello a tenor de que sea conforme con una determinación que quepa caracterizar como una virtud, mas a la vez disconforme con otra. Por último, de que las cosas no son así es indicio el hecho de que por ese camino se llegaría a una mediocridad espantosa y no dispondría la humanidad de las mejores cosas con que cuenta en su haber.NOTA 16 El reinado aristotélico de las medias tintas sería el de la mediocridad, el de achatamiento de todas las virtudes.

Pero hay más. Del principio de nada en demasía síguese también que no se aplique en demasía tal principio. Conque ese principio es, él mismo, contradictorio. Su aplicación conlleva, en alguna medida, su no aplicación. No habrá, a tenor del propio principio, que excederse o ir demasiado lejos en la aplicación del mismo. Adónde nos conduzca eso en la ordenación de la vida moral es otro asunto, difícil de calibrar. Comoquiera que sea, por razón de esa insoslayable autoaplicación del principio, éste es incapaz de resolver los conflictos entre las diversas virtudes. Porque, si no hay que caer demasiado en la aplicación del principio, tratándose p.ej. de terciar entre lealtad y justicia, entonces en cada caso --o al menos en cada caso en que sea pertinente no incurrir allende cierto límite en la aplicación del principio-- habrá de prevalecer o más bien la justicia o más bien la lealtad.NOTA 17

Por otro lado, el conflicto entre virtudes va más lejos todavía. No sólo es verdad en muchos casos que únicamente se actúa a tenor (o por motivo) de una virtud hasta donde no se obra a tenor (o por motivo) de otra, sino que hay algo aún más serio, y es que en la realidad existen ciertas virtudes sólo en tanto en cuanto otras son conculcadas. En un mundo donde todos fueran benéficos y justos y donde fueran inexistentes los sufrimientos no habría virtudes como el heroísmo, la abnegación, el tesón. Quizá ni siquiera habría --no tendría por qué o para qué haber-- solidaridad ni, por lo tanto, fraternidad, ya que es difícil entender en qué consistiría una fraternidad que no comportara ninguna renuncia a favor de aquel a quien se trate como hermano, pues, ¿en qué estribaría, entonces, eso de tratarlo como hermano? Lo que estoy diciendo no ha de entenderse como abogar porque no luchemos por un mundo así, pues es mayor el valor de la realización, en la medida en que resulte posible, de una sociedad así que el de la perpetuación de las virtudes heroicas, las cuales perderían mucho de su valor si hubiera que abstenerse de ponerlas en práctica en una lucha así.NOTA 18

El problema es el de saber si no sólo es bueno u obligatorio actuar con una virtud cuando se tercie --o sea cuando se halle uno implicado en una situación en la cual sea pertinente o relevante el obrar con o por motivo de tal virtud--, sino si también es bueno u obligatorio, con respecto a cada una de las virtudes, que la misma exista, e.d. que haya quienes obren con y por ella. En contra de que así sea cabe alegar que el contenido de esa presunta obligación no es ninguna acción y que lo único bueno u obligatorio son acciones de sujetos morales.NOTA 19 O que, en todo caso, no se aplican a estados de cosas los vocablos «bueno» u «obligatorio» en el mismo sentido que a acciones de sujetos morales. Con otras palabras, cabría decir que «bueno» u « obligatorio» se aplican de re a las acciones, cosa imposible tratándose de estados de cosas, con respecto a los cuales sólo cabría, a lo sumo, aplicar esos adjetivos de dicto. No creo que sea fundada tal dicotomía. La acción «concreta» (¿haylas acaso «abstractas»?) de Nonia dando limosna a los pobres es buena en la medida en que es o sería un buen hecho o estado de cosas que se la dé o se la diera. Aun si fuera verdad que se trata de dos sentidos diferentes de «bueno», uno primitivo y otro derivado, aun así correrían parejos en sendas aplicaciones. Por eso, no basta ese alegato terminológico para obviar la cuestión de si es o no bueno que haya virtudes, o la de si, para cada virtud en particular, es o no bueno que la misma exista. Difícil es encontrar argumentos convincentes a favor o en contra de que así suceda. Todo dependerá de qué concepción ética se abrace y, más fundamentalmente todavía, de qué metafísica se profese, cómo se vea al mundo básicamente.

Para un creacionista, en todo caso, el problema no está separado de la cuestión de las normas o los criterios de evaluación moral de las conductas, puesto que estará de por medio el acuciante tema de cómo juzgar la acción creadora. Siendo ése, como suele reconocerse que es, un genuino problema, harto dudoso resulta el proceder de alguien que quiera soslayar o descartar la cuestión de la bondad o no de situaciones como aquellas que nos estamos planteando alegando que el término «bueno» carecería ahí de aplicabilidad, o dicho de otro modo que un estado de cosas ni es ni deja de ser bueno. Suponiendo que haya creadores del universo, o de las cosas que nos rodean, e.d. seres causantes de la existencia de las mismas, ¿han obrado bien al crear un orden de cosas en el cual se dan las virtudes heroicas, o han obrado mal pues sería mejor que no tuvieran por qué existir ni, por consiguiente, pudieran existir?NOTA 20

Nótese que el problema va más allá de esa formulación, que es sesgada, en tanto en cuanto la segunda alternativa se formula dándose a entender que, si una opción es mejor que otra, la última no es buena [¿en absoluto?]. Puede que sea o fuera mejor que no haya, o no hubiera habido, virtudes heroicas, mas eso de por sí no quita que también sea bueno que las haya. Como lo que está en tela de juicio es precisamente si se dan o no conflictos morales, no cabe presuponer que lo menos bueno no sea, en absoluto, bueno.NOTA 21

De hecho, dándose --según parece que se dan-- esos conflictos entre las diversas virtudes, un creador estaría ante un dilema, toda vez que, en la medida en que cree un universo en el cual existan ciertas virtudes, habrá una serie de males y sufrimientos. Cualquiera que sea la conducta «previa» del creador --en el orden de naturaleza que se quiera postular al respecto--, sin culpa o error previos por su parte, estará ahí el dilema ante su capacidad creadora. Y abstenerse de crear universos para verse libre del dilema no sería tampoco solución, ya que esa decisión a su vez sería objeto de un litigio similar de orden superior, por decirlo así. Ni tampoco abstenerse tanto de decidir crearlo como de decidir no crearlo, pues eso es decidir no decidir ni lo uno ni lo otro; pero ese decidir no decidir es un decidir de orden aún más elevado, y así al infinito.NOTA 22

La discusión puede, naturalmente continuar. Sea como fuere, dudo mucho que pueda ser un gran logro argumentativo el de dejar bien parada la tesis de que no es metafísicamente necesaria la existencia de conflictos morales. Porque, aunque no sea, o no fuera, metafísicamente necesaria, si es real, no cabe una teoría ética satisfactoria que la desconozca o minimice.

Concluyo, pues, que la existencia de conflictos morales parece avalada por indicios tan sumamente serios que, salvo que haya otros más fuertes en contra, dicha existencia ha de juzgarse, si no como del todo segura (¿qué hay totalmente seguro, al fin y al cabo?), sí como probable de lo más.


§3.-- Argumentos en contra de la existencia de conflictos morales

Si bien, según hemos visto, militan argumentos de peso a favor de la existencia de conflictos morales, nada tiene de extraño, sin embargo, que muchos se hayan opuesto y se sigan oponiendo a aceptar dicha existencia, toda vez que también abonan razones muy fuertes en contra de tal existencia.

La primera de ellas es precisamente que esa existencia conlleva contradicciones. Desde luego cabe evitar la deducción de contradicciones a partir del aserto de que hay conflictos o dilemas morales cuestionando o rechazando alguna de las reglas de inferencia o de las premisas empleadas en los diversos argumentos a tal efecto. Mas, como por lo menos uno de esos argumentos parece sumamente sólido, apoyándose sólo en premisas y reglas de inferencia dificilísimas de rechazar, pocos han sido quienes hayan seguido tal camino. Entonces, si no quieren --como mayoritariamente, en efecto, no quieren-- aceptar contradicciones verdaderas, quédales únicamente la salida de concluir, por modus tollens, que no existen conflictos morales.

Ahora bien, no es ése el único argumento en contra de la existencia de tales conflictos. Hay otros. Y muy diferentes versiones de los mismos. Voy a examinar uno de ellos bajo una versión que no es tal vez la más usual, pero que me parece muy fuerte en todo caso. Trátase de alegar que, de haber conflictos morales --o, ¡digamos!, en la medida en que los haya, hasta donde y mientras los haya-- la vida moral estará condenada a la irracionalidad.NOTA 23 En efecto, en tanto en cuanto haya dilemas o conflictos morales, no cabrá optar por una alternativa en lugar de otra en virtud de que la una esté moralmente requerida o siquiera permitida al paso que no suceda eso con la otra, sino que las dos alternativas estarán en pie de igualdad. Habríase de efectuar, entonces, la preferencia por una de las dos (para simplificar suponemos sólo dos alternativas en presencia) únicamente en virtud de motivaciones moralmente irrelevantes. Ahora bien, o son racionales las consideraciones en virtud de las cuales se tome la decisión en un caso así, o no lo son. Si sí lo son, tendremos un divorcio entre el orden de lo moral --incapaz de zanjar en esos casos-- y el de lo racional. Aunque, desde luego, muchos admiten ese divorcio, muchos otros rehusan aceptarlo. Según éstos últimos --entre los cuales está el autor de estas líneas-- no puede ser racional una decisión acerca de alternativas moralmente pertinentes --e.d., que no sean moralmente indiferentes-- y que sea tomada por consideraciones moralmente irrelevantes. Dicho de otro modo, donde son pertinentes las consideraciones morales, no cabe una decisión racional totalmente al margen de cualesquiera consideraciones morales.

Adúcese que alguien que esté afectado por un [aparente] dilema moral probablemente acudirá a personas que puedan aconsejarle qué hacer. Ahora bien, ¿qué busca uno en tales condiciones cuando solicita un consejo? No aspira simplemente a que le den una solución, sea cual fuere, que le sirva en lugar de una conclusión alcanzada mediante un criterio, sino justamente algún argumento adicional, y más fuerte, a favor de una opción y en contra de la otra, o sea: precisamente un criterio que a uno previamente no se le había ocurrido. De no, el buscar un consejo en tales casos sería igual que echar a suertes la decisión. La propia palabra «consejo» significa eso, no una orden, no un mero decir qué hacer, sino un razonar, un ofrecer motivos racionales a favor de una alternativa y en contra de la otra. Pues bien, esa experiencia de nuestra conducta, ese comportamiento, parece ajustarse a una racionalidad práctica de la cual no se da cuenta satisfactoriamente --o quizá no se da cuenta en absoluto-- cuando uno afirma que en tales casos lo que se dan son dilemas, e.d. situaciones sin solución racional posible.

Quienes creen que sí se dan dilemas morales responden a tales objeciones de dos maneras. Una es la de aducir que no toda la racionalidad práctica tiene carácter moral.NOTA 24 Otra es la de señalar que el que exista un dilema no conlleva forzosamente que no haya motivos moralmente pertinentes para optar por una de las alternativas en vez de la otra. Veamos cada una de esas dos respuestas.

La primera respuesta es la de quienes admiten de alguna manera el divorcio entre los órdenes de la moralidad y de la razón práctica al que hacía referencia más arriba. Según quienes brindan esta primera respuesta, puede perfectamente una opción entre dos alternativas moralmente no-indiferentes venir racionalmente tomada por consideraciones que no tengan carácter moral. Nada se opone, en efecto, según ellos, a que, cuando las dos alternativas sean tales que ninguna consideración moral permite decidir a favor de la una y en contra de la otra, sea racional optar por una de ellas en virtud de otro género de consideraciones. Sería, sí, irracional el optar, al margen de consideraciones morales, entre dos alternativas tales que los criterios morales abonaran a favor de una de ellas y en contra de la otra; porque en tales casos, o bien lo así decidido coincide con lo que se decidiría por aplicación de los criterios morales, o no: si lo primero, entonces resultaría racional tomar una decisión que sea la moralmente adecuada no porque lo sea sino por otra razón, como si pudiera haber razones más vinculantes, en el orden de la racionalidad práctica, que las morales; y en el segundo caso se tendría algo peor todavía, a saber una preterición de los criterios morales en beneficio de otros que entren en conflicto con ellos --y muchos pensamos que una preterición así será lo que sea, mas no puede ser racional. Sin embargo --continuarían los formuladores de esta primera respuesta-- de todo eso no se desprende de ninguna manera que, allí donde los criterios morales no permitan zanjar, sea irracional decidir en virtud de otros criterios. Igual que no es irracional optar, en virtud de algún criterio no moral, entre dos alternativas que sean moralmente indiferentes, por las mismas no tiene por qué serlo entre dos que, no es que sean moralmente irrelevantes, pero sí tales que las razones éticas no determinan cuál haya de prevalecer o venir escogida.

Esa respuesta es sin duda interesante, trayendo como trae a colación consideraciones muy pertinentes. Mas no creo que resulte acertada. En primer lugar, es asunto que cae fuera de nuestro presente debate el discutir sobre si es o no racional optar por una alternativa en vez de otra por consideraciones moralmente irrelevantes cuando ambas alternativas lo sean también. Mas, en cualquier caso, y sea de ello lo que fuere, no parece atinado que una posible respuesta positiva a esa cuestión venga extrapolada a las situaciones dilemáticas, ya que, si en éstas lo dirimente van a ser criterios ajenos al orden moral, tendríamos que esos otros criterios prevalecerían sobre los criterios éticos. En efecto, éstos últimos, en tales situaciones, aconsejarían tanto una alternativa como la otra, no zanjando entre ambas; luego aquellos criterios morales en virtud de los cuales hubiera que llevar a cabo la acción A, p.ej., vendrían sobrepujados por los criterios extra-morales que, a la postre, sirvieran para zanjar --¡supongamos!-- a favor de la acción alternativa B. Sería ahí flagrantemente más racional (más acorde con la racionalidad práctica) obrar a tenor de un criterio no moral que hacerlo por uno moral que aconsejara la opción opuesta.

Por ese motivo, parece preferible volverse hacia la otra respuesta, a saber la que sostiene que la existencia de un dilema no significa ninguna indecidibilidad moral. La existencia de conflictos es en efecto compatible --hasta cierto punto por lo menos-- con el principio de que únicamente consideraciones morales pueden ser pertinentes para resolver o zanjar cuando se esté ante dilemas morales, con tal de que se acepte a la vez la existencia tanto de grados cuanto de aspectos de obligatoriedad; a ello consagraré la próxima sección. Y a este respecto hay que recalcar que un dilema no deja de existir porque una de las dos alternativas prevalezca no sólo racional sino incluso moralmente. Cuando se está en presencia de un dilema, quiere decirse que es bueno u obligatorio hacer A y también lo es hacer B, aunque lo uno (A) resulta incompatible con lo otro (B), cuando hacer A impide --en uno u otro grado-- hacer B. Pero de ahí no se sigue que haya de ser igualmente obligatorio A que B, tan obligatorio o bueno A como B. O bien se da por descontado que no hay grados de obligatoriedad, o bien la mera existencia de un dilema moral no acarrea ni siquiera que no pueda haber ninguna razón moral generalmente válida para preferir una de las dos alternativas, ya que sería incurrir en petición de principio alegar que la preferible no sólo será mejor o más obligatoria que la otra, sino que habrá de ser, ella, la obligatoria.

Precisamente esa tesis --aunque las más veces sólo implícitamente enunciada-- es la consideración más fuerte que se esgrime en contra de la existencia de dilemas morales. Al pasar a examinarla entramos en el estudio del tercer y último argumento en contra de los dilemas --en verdad el más poderoso. No todos los que lo proponen argumentan igual a favor de esa tesis, sin embargo. Para unos es casi una cuestión meramente definicional el que lo obligatorio sea lo moralmente preferible, e.d. lo mejor. Así es frecuente encontrar alegaciones del siguiente tenor. Habría dos sentidos de la palabra «obligatorio», o de otras locuciones emparentadas o afines, como «hay que», «deber», «tener que», etc.NOTA 25 El uno sería el sentido que los partidarios del distingo llaman de varias maneras, como p.ej. «deberes prima facie» u «obligaciones [acaso] sobrepujadas». El otro sería aquel en el cual no cabría (sobreentiéndese: en absoluto) ninguna obligatoriedad de dos acciones o determinaciones opuestas, al paso que sí cabría tal posibilidad con respecto al primer sentido. Ahora bien, es menester algo más que esa mera postulación definicional por virtud de la cual se decreta que existan esos dos sentidos, uno de los cuales cobije o tolere la presencia de determinaciones opuestas y el otro no. Es, naturalmente, preciso explicar en qué consista tal distingo, para hacer ver que no es meramente inventado o un arbitrario recurso ad hoc que se invoca simplemente por mor de soslayar la dificultad, pero sin base en ninguna diferencia ontológica interesante. Siempre que surge una dificultad o una apariencia de contradicción, cabe en efecto buscar una salida postulando sin más un distingo, a lo mejor meramente inventado. ¿Lo es éste?

En primer lugar, aunque lo fuera, no todo habría de ser condenable en el recurso al mismo. En toda elaboración teorética hay que acudir a postulaciones que tienen, según los casos, mucho o poco de expedientes artificiales, de artilugios, si se quiere. Ello es así porque la realidad no se nos manifiesta sin problemas, sino de manera muy paradójica y en medio de brumas y enigmas. Es más, si ello sucede así, es en parte porque la realidad misma es problemática y contradictoria --o al menos ésa es la tesis que yo defiendo. Sea ello así o no, es un hecho que, por las razones que sean, lo real se nos ofrece enzarzado en dificultades, y que todo lo que nos es dado conseguir en nuestra aventura cognoscitiva es ir pergeñando o ideando conjeturas que pongan orden y nos permitan imaginar cómo sea el mundo. Hay razones para ser optimista al respecto, en el sentido de albergar una gran esperanza de que todo ese entramado de conjeturas, toda esa serie de concepciones conjeturales de cómo sea el mundo, converja hacia un mayor y más fiel reflejo de la realidad tal como es en sí misma. No voy aquí, sin embargo, a exponer en qué me baso para aseverar tal esperanza. Limítase no más mi punto presente a señalar que lo que estoy reprochando al distingo en cuestión no es el mero hecho de que sea fruto de una invención. Ni tampoco el que sea artificial, o ad hoc. Lo a mi juicio reprochable es su altísimo grado de adhocidad. Un buen criterio para escoger soluciones y descartar las que no lo satisfagan es el que concede tanta más aceptabilidad a una solución cuanto menor sea, cæteris paribus, su grado de adhocidad. La igualdad en cuestión de otras condiciones estriba aquí en esto, a saber: cuán fructífera, clara y elegante sea la solución. Porque cabe que una solución sea muy muy ad hoc pero, sin embargo, sea tan clara, tan elegante --dentro del recinto de problemas que venga a solucionar, aunque sea éste muy restringido--, o sea tan rica en resultados importantes que no logren derivarse de soluciones alternativas, que, habida cuenta de todo (para emplear una frase tan cara a los adeptos del distingo aquí criticado) valga la pena aceptarla.

Lo cual no me parece que suceda en nuestro caso, ni mucho menos. Y es que, además de que se desliza a menudo una presuposición sumamente discutible en la introducción del distingo en cuestión, éste es oscuro de lo más salvo en un sentido trivial, en el cual resulta dudosísimo que sirva para resolver nada. ¡Veámoslo!

Hay, en efecto, un sentido trivial en el cual parece incontestable la existencia del distingo aludido, a saber: una cosa es que algo tenga tal propiedad, y otra muy distinta que la posea más que otro algo. Una cosa es que Angelines sea esbelta, otra que sea más esbelta que Clotilde. Igualmente, una cosa es que tal rumbo de acción sea bueno u obligatorio, otra que sea mejor, o más obligatorio, que el rumbo alternativo (para simplificar supongo que haya sólo dos, en las circunstancias de que se trate). Pues bien, muchos de quienes proponen el distingo dicen o sobreentienden que, cuandoquiera que se den alternativas de acción tales que haya que optar por sólo una de ellas, habrá siempre una de ellas que sea la mejor, y ésa es la obligatoria en el sentido fuerte --aquel tal que lo obligatorio en ese sentido difiere de lo obligatorio prima facie. Pues bien, si meramente se está postulando que exista el distingo significacional y que se llame «obligación a secas» únicamente a aquella que esté constituida por un rumbo de acción que sea mejor que cualquier alternativa, ¡sea!, pero falta por demostrar que siempre exista precisamente un rumbo así, lo cual es inverosímil de lo más. Por dos razones. En primer lugar no parece nada raro que a menudo haya dos rumbos alternativos ninguno de los cuales sea ni mejor ni peor que el otro. O, desde luego, que hay casos en que la diferencia, si la hay, es pequeñísima y prácticamente no cuenta, porque la que haya nos resulta imposible de calibrar. En segundo lugar hay también --según lo voy a sostener-- casos de inconmensurabilidad, no en el sentido de que las alternativas sean en todos los aspectos [totalmente] incomparables, sino en el de que no sean, en absoluto, globalmente comparables.NOTA 26 Lo cual es, naturalmente, muy diferente. Para que dos rumbos alternativos no sean, en absoluto, globalmente comparables, es condición necesaria y suficiente que, aunque el uno sobrepuje al otro (en la posesión de la determinación de que se trate) en algún aspecto, el otro sea, en algún otro aspecto, al menos tan poseedor de dicha propiedad como el primero. Así pues, si es cierto que, para que haya dos acciones posibles tales que ninguna de ellas quede --así a secas o en general-- por encima de la otra en lo tocante a cualidad moral, basta que no sean en absoluto globalmente comparables, paréceme bastante claro que hay acciones así y que, por consiguiente, falla el supuesto de que en cada encrucijada de acción hay un rumbo que es, a secas, el mejor.

Si, por esas dos razones, falla el supuesto implícito de quienes acuden al distingo --un supuesto que en general no se toman la molestia de demostrar, y que más bien parecen necesitar como una especie de postulado de la razón práctica, o acaso un principio regulativo (mas en ese caso habrían de ser menos ambiciosos en el partido que le quieren sacar)--, el distingo mismo sólo resulta claro en ese sentido trivial, puramente definicional. Que tras esa estipulación definitoria haya en el distingo una consideración más profunda y más fértil, eso es lo que habría que demostrar. Y no me parece que lo hayan conseguido los propugnadores del distingo.

Y es que, además de que --según lo hemos visto-- nada prueba que siempre haya, en cada situación de conflicto entre alternativas posibles, una opción que sea --así a secas o habida cuenta de todo-- LA mejor, aunque la hubiera, eso no significaría de ningún modo que las otras pierdan por entero su obligatoriedad. Sí, claro, uno es muy dueño de llamar «obligatorio» sólo al rumbo de acción que resulte ser mejor que los alternativos. ¡Vale! Pero nada se ha ganado con esa mera estipulación terminológica. De dos cuadros hermosos, el menos hermoso no deja por ello de ser hermoso, en alguna medida. De dos grandes escritores el menos grande no pasa, por serlo, a carecer enteramente de grandeza. ¿Por qué, entonces, si una acción es menos obligatoria que otra va, forzosamente y en virtud de ese mero hecho, a carecer de obligatoriedad «en sentido fuerte»? Salvo, eso sí, que el sentido fuerte estribe no más en ser más obligatorio que las alternativas. Como habrá, trivialmente, un sentido fuerte en el cual ser un gran escritor sea simplemente ser un escritor más grande que los otros (y probablemente en ese sentido fuerte no hay ningún gran escritor, ya que el que es mejor en esto es igual o peor en aquello).

Pero quédanos ver todavía dos matices interesantes en la manera como se suele presentar el distingo a título de disipador de conflictos o dilemas morales. El primer matiz es el hincapié en la locución «habida cuenta de todo». Los adalides del distingo aducen que quienes afirman la existencia de dilemas confunden precisamente el que una acción sea obligatoria habida cuenta de todo con el que meramente sea obligatoria a sobrehaz (prima facie) --o, con una terminología alternativa, con el que sea obligatoria a secas (pues nótese bien que de entre los distinguidores, unos asimilan lo obligatorio a secas con lo de veras obligatorio al fin y a la postre, o sea habida cuenta de todo; mas otros lo asimilan a lo que sería obligatorio no más a primera vista o en primera aproximación). Ahora bien, ¿qué se entiende exactamente por eso de ser obligatorio habida cuenta de todo? Cabe entender varias cosas. Pero, en cualquier caso, tiene que tratarse --dado cómo se introduce esa modalidad del distingo, o esa formulación del mismo-- de lo que sea más obligatorio, o más bueno [que las otras alternativas] habida cuenta de todo. Pero ¿qué es que un rumbo de acción sea mejor que los alternativos habida cuenta de todo? Puede consistir en que sea afirmable con verdad que el primer rumbo es mejor que lo otros. Ahora bien, ¿cuándo es algo afirmable con verdad? No puedo, evidentemente, extenderme aquí en ese punto, pero paréceme muy plausible esta respuesta: que tan sólo es afirmable con verdad aquello que sea verdadero en todos los aspectos. Porque, mientras algo no sea [en absoluto] verdadero en todos los aspectos, e.d. mientras haya siquiera un aspecto en el cual no sea verdadero en absoluto, la afirmación será, en ese o esos aspectos, totalmente exenta de verdad; y, por ende, aseverarla a secas será enunciar una oración que, en algún aspecto, no cuadrará en absoluto con cómo es la realidad. Sostener que en cada encrucijada práctica hay una acción posible que es la mejor habida cuenta de todo es, en ese sentido de tal locución, extremadamente problemático, pues viene a equivaler a que siempre haya una opción que sea mejor que las demás en todos los aspectos.

En otro sentido cabría entender la locución «habida cuenta de todo» de manera más flexible, de suerte que, en este otro sentido, una acción sería mejor-habida-cuenta-de-todo que otra cuando, en virtud de alguna jerarquización válida y objetivamente fundada, cupiera preferir la primera a pesar de que fuera peor en ciertos aspectos. Aquí lo más frecuente es hablar de un orden lexicográfico en la acepción usual en teoría de conjuntos.NOTA 27 Supongamos que entre cualesquiera dos rumbos de acción alternativos hay un orden en virtud del cual uno es mejor que el otro. Pero supongamos también que, en lugar de que haya un solo orden así, hay varios, mas que, no obstante, existe a su vez un orden, una prelación, entre esos diversos órdenes. Entonces cabe decir que, habida cuenta de todo, es mejor --de entre dos dados, A y B-- aquel rumbo de acción, A, que quede calificado por encima del otro, B, por un orden O que a su vez ocupe un lugar más elevado, en la jerarquía de órdenes, que cualquier orden O' según el cual quede calificado B por encima de A.

Es interesante el recurso a ese procedimiento teorético-conjuntual, pero no cabe esperar demasiado de él a menos que se vaya más al fondo de la cuestión. Y es que subsiste el problema de saber si siempre se da una jerarquización así. Es de lamentar al respecto la frecuente confusión entre la mera existencia de al menos una jerarquía entre los órdenes de calificación moral de los rumbos de acción alternativos y algo muchísimo más fuerte, a saber que, habiendo tal jerarquía, resulte siempre una calificación final de las opciones como la considerada hipotéticamente entre A y B en el párrafo anterior. Porque ¿qué impide que haya infinidad de órdenes de calificación moral entre dos acciones posibles, A y B, siendo esos órdenes tales que, para cualquiera de ellos, O, por el cual quede A por encima de B, haya otro orden de ésos, O', tal que O≤O', por el cual quede B por encima de A (y viceversa)? La infinita complejidad de los factores morales sugiere que así es, efectivamente, en muchísimos casos. (Claro que, aun así, cabría que fuera lícito remitirse a un orden de nivel superior: una pluralidad de jerarquías de órdenes que conlleve a su vez un orden de prelación entre las mismas. Así, puede que A sea mejor que B según el orden O, peor según el orden O'; que, a su vez, O, a tenor de cierta prelación entre órdenes, caiga por debajo de O'; mas eso abre, precisamente, la posibilidad de que la jerarquía de órdenes, J, que coloque a O' por encima de O esté por debajo de otra jerarquía que haga lo inverso, J', también entre dichos órdenes. Y así sucesivamente.) De ahí que el recurso al procedimiento teorético-conjuntual por sí solo no garantice nada de nada ni permita avalar en lo más mínimo la postura de los esgrimidores del distingo. Lo más plausible o verosímil es que, en muchos casos, no haya, en ese sentido de «habida cuenta de todo» --el que vendría articulado mediante el procedimiento de ordenamiento lexicográfico--, ningún rumbo de acción que sea el mejor habida cuenta de todo. Ni, por ende, EL bueno, o EL obligatorio en ese sentido fuerte.

El segundo y último matiz que nos toca considerar en la postulación del distingo es el de que en el sentido fuerte saber qué es lo obligatorio es saber qué hay que hacer, o conocer cuál es LA acción correcta.NOTA 28 Una cosa sería meramente saber que esto o aquello reclaman de nosotros que lo hagamos, otra conocer precisamente eso, cuál es LA opción correcta. Paréceme que un mero empleo de la descripción definida no resuelve tampoco nada. Por varias razones. Una es que a menudo empléanse descripciones definidas de una manera lata e inexacta, como cuando se dice que el labrador manchego es frugal o que el francés viaja poco. Así dícese a veces (aunque sea anglicismo) que alguien, al telefonear, ha marcado «el» mal número, o que alguien ha apostado por el mal caballo. Hay, naturalmente, infinitos malos números y, en una carrera, unos cuantos malos caballos. Salvo y hasta prueba de lo contrario, nada nos dice que en una encrucijada práctica haya o tenga que haber una acción posible que sea la correcta. Ni siquiera que haya una que sea, habida cuenta de todo, la mejor, según lo hemos visto.

Decir entonces que no hay ni puede haber conflictos morales o deónticos en el sentido fuerte de «deber» en el cual lo que se debe hacer es lo mejor o lo óptimo redúcese sencillamente a una tautología --admitida también en la mayor parte de los sistemas no clásicos de lógica--, a saber la de que, si algo es mejor que otra cosa, entonces no es en absoluto verdad que esa otra cosa sea mejor que dicho algo (en el mismo momento y bajo el mismo aspecto, para hablar aristotélicamente). Pero ni está probado que siempre haya un rumbo de acción mejor que los demás (sea en todo, sea en una especie de «promedio» a tenor del cual cupiera decir que el rumbo en cuestión es mejor habida cuenta de todo), ni, desde luego, el que de hecho una acción sea mejor que otras hace perder por completo a éstas el grado de bondad u obligatoriedad que sea el suyo.

Concluyo, pues, que no parece ninguna veta que encierre tesoros ese distingo entre lo obligatorio en sentido débil y lo obligatorio en sentido fuerte. Ese distingo entre sentidos es, en un sentido, trivial y obvio, pero poco o nada fructífero para nuestro debate. Para sacarle partido hay que presuponer dos tesis fortísimas y que nadie ha demostrado: (1ª) que en todos los casos de conflictos morales hay una alternativa que es, a secas o habida cuenta de todo, mejor que las demás; (2ª) que las alternativas menos buenas, por carecer de la melioridad o cualidad de ser mejores, carecen con ello de vinculanza moral, por decirlo así, e.d. que los requerimientos morales que las afectan pierden vigencia o validez o positividad ante la existencia de otros requerimientos más exigentes o más vinculantes. (El uso y abuso, en estos debates, de verbos como «supersede» o «override» revela bien los supuestos indemostrados de los esgrimidores del distingo. Como si el que una acción quedara por debajo de otra --aunque fuera habida cuenta de todo-- bastara para que la vinculanza de la segunda acción anulara por completo la de la primera. Que así sea es lo que los distinguidores tienen que demostrar, y no presuponer.)


§4.-- Conclusión

Hemos visto, pues, que lo más plausible es suponer que sí se dan de hecho conflictos morales, y que los mismos entrañan contradicciones. Pero entonces es que hay contradicciones verdaderas. ¿Cómo es eso posible? La respuesta a tal pregunta excede con mucho los límites del presente artículo, habiendo de quedar para un trabajo posterior (si bien en una serie de escritos, citados en notas precedentes, he tratado ya de mostrar cuán verosímil es la existencia de verdades mutuamente contradictorias). Lo único que deseo recalcar, ya para concluir, es que una visión adecuada del problema aquí debatido parece exigir no sólo el reconocimiento de grados, sino también el de aspectos. Dicho de otro modo, además de que lo más frecuente es que a una pregunta dada quepa, con verdad, responder, no única y escuetamente «SÍ» o «NO», sino --para precisar y matizar mejor-- cuán cierto o falso sea lo preguntado (o si lo es más --o, al revés, menos-- que tal otra cosa), además de eso, en muchísimos casos (quizá en la mayoría de los casos de la conversación corriente y, muy a menudo, del quehacer científico también), la respuesta adecuada ha de comportar una indicación de que lo preguntado es verdad en tales o cuales aspectos únicamente, siendo acaso enteramente falso en otros aspectos.

Eso, que es así en general, lo es, en particular, en lo tocante a [la posesión por algo de] las cualidades de bondad y maldad (o --para quienes se adhieren al distingo, a mi juicio infundado, entre bueno y obligatorio-- las de obligatoriedad y prohibición [moral]). La clave para solucionar el problema de los dilemas morales estriba, al modesto entender de quien esto escribe, en articular una teoría ética que tome debidamente en cuenta esas nociones de grados y aspectos de bondad. Tarea que (Dios mediante) vendrá abordada en breve.







[NOTA 1]

Christopher W. Gowans (ed.), Moral Conflicts, Oxford University Press, 1987.


[NOTA 2]

Richard Sylvan (anteriormente apellidado «Routley») ha consagrado una serie de trabajos al problema de los conflictos deónticos y a temas estrechamente afines. Quizá el más pertinente para nuestros propósitos es el siguiente, escrito junto con Valery Plumwood: «Moral Dilemmas and the Logic of Deontic Notions», ap. Paraconsistent Logic, ed. por G. Priest, R. Routley & J. Norman, Munich: Philosophia Verlag, 1989, pp. 653-90. Routley y Plumwood desarrollan su tratamiento con una lógica relevante, que constituye el marco general de toda su orientación. El sistema deóntico ahí propuesto acepta el PA y el de que lo relevantemente implicado por una obligación es también obligatorio; en cambio no aceptan dichos autores el principio de que lo obligatorio es posible, SDP, ni el de que lo obligatorio es lícito, POP, aunque éste último tampoco lo rechazan. Lo curioso de ese enfoque es que, viniendo ofrecido como una solución paraconsistente --una, pues, que recomiende el empleo de una lógica que no excluya toda contradicción--, el tratamiento bloquea la demostración de que un dilema acarrea una contradicción, presentando eso incluso como razón para preferirlo a otros (cf. p. 665, donde tal consideración viene aducida en contra del principio POP). En cambio, para escapar a las paradojas de la lógica deóntica estándar clásica (guardián, buen samaritano, etc.), emplean un recurso que pocos juzgarán aceptable: el de restringir a casos en que la implicación sea un teorema de lógica la regla, que entronizan, de que es obligatorio todo lo relevantemente implicado por una acción obligatoria: entendiendo, además, la lógica de una manera particular que impide que sean verdades lógicas oraciones con predicados no lógicos --contrariamente a la línea aquí recomendada. En todo eso su enfoque está alejado del que estoy ahora ofreciendo, pero la diferencia principal entre ambos enfoques estriba en que para ellos lo contradictorio no radica en la gradualidad. Por ello, a su juicio, los dilemas morales o carecen de solución o, cuando la tienen, no es en virtud de un criterio moral, por el cual prevalezca una de las obligaciones en presencia (vide ibid. Pp. 478-81). Aparte de la vía «australiana» (relevantista) y la «española» (gradualista), existe un tercer planteamiento paraconsistente de los dilemas: el de la escuela brasileña fundada por Newton da Costa; véase: Leila Puga & Newton da Costa, «Sobre a lógica deôntica não clássica», Crítica Nº 55 (abril de 1987), pp. 19-38.


[NOTA 3]

«El conflicto de valores: Reflexión desde una perspectiva lógico-filosófica», apud Crisis de valores, compilado por J. González López. Quito: Educ (Ediciones de la Universidad Católica), 1982, pp. 133-62; «Un système paraconsistant infinivalent de logique déontique» (abstract), Journal of Symbolic Logic, 52 (1987), pp. 152-3; «Un enfoque no-clásico de varias antinomias deónticas», Theoria 7-8-9 (San Sebastián: 1988), pp. 67-94.


[NOTA 4]

Sobre el uso en lógica de letras esquemáticas en vez de una lengua artificial o ideal, véase mi libro Introducción a las lógicas no clásicas, en vías de publicación por la UNAM, México.


[NOTA 5]

Sobre los usos de «implication» y «entailment» véase el trabajo de Routley & Plumwood citado más arriba. Trabajo sesgado, desde luego, a favor del entrañamiento (entailment) relevantísticamente concebido. En la misma antología aparece un trabajo mío («Verum et ens conuertuntur: The Identity between Truth and Existence within the Framework of a Contradictorial Modal Set-Theory») donde ofrezco un uso muy distinto de los términos «implication» y «entailment», que cabe verter respectivamente a nuestro idioma como «implicación» y como «entrañamiento»: un hecho implica a otro cuando el primero es a lo sumo tan verdadero o existente como el segundo; lo entraña cuando, y en la medida en que, o bien el primero es del todo falso o bien el segundo es verdadero (séalo poco o mucho).


[NOTA 6]

El PA ha sido objeto de muchos debates. En contra se han pronunciado Bernard Williams (en varios artículos reproducidos en su antología Problems of the Self, Cambridge U.P., 1973); Ruth Barcan Marcus en «Moral Dilemmas and Consistency», repr. En Gowans, pp. 188-204; P.K. Schotch & R. Jennings, «Inference and Necessity», Journal of Philosophical Logic 9 (1980), pp. 327-40. A favor de PA se pronuncian casi todas las demás discusiones al respecto, incluyendo el más atrás citado trabajo de Routley y Plumwood y también mi anterior trabajo «Un enfoque no-clásico de varias antinomias deónticas», Theoria 7-8-9 (San Sebastián: 1988), pp. 67-94. Mi cambio de actitud hacia PA aparece ya esbozado en una obra posterior, todavía inédita, Hallazgos filosóficos. Lo que me ha conducido a ese cambio de parecer acerca de PA es esta consideración. Grosso modo cabe pensar que algo es bueno o valioso u obligatorio para alguien en tanto en cuanto el hacerlo contribuiría a que ese alguien fuera más existente (es ésa la noción de valor que desarrollé en «El conflicto de valores: Reflexión desde una perspectiva lógico-filosófica», más arriba citado, inspirándome en San Agustín; para articularla con rigor cabe acudir a un procedimiento que viene a ser una adaptación del tratamiento de los condicionales subjuntivos de David Lewis); y puede que dos acciones, una de las cuales impediría la otra, contribuirían, cada una de ellas en gran medida, a elevar la realidad de una persona si ésta llevara a cabo una de las dos; p.ej. tanto la de dar lo que tiene para aliviar el hambre en Sudán cuanto la de dar lo que tiene para aliviar el hambre en Etiopía; pero la imposible conyunción de ambas no contribuiría a que ese agente se realizara más.


[NOTA 7]

El principio de que lo obligatorio es aléticamente posible ha sido llamado a veces «principio de Kant». Aceptado por la mayoría de los autores, es rechazado por Sylvan & Plumwood, por E.J. Lemmon (en su trabajo reimpr. en la antología de Gowans, pp. 101-14), por Jaakko Hintikka (en «Some Main Problems of Deontic Logic», ap. Deontic Logic, ed. por Risto Hilpinen, Reidel, 1971, pp. 59-104) y por W. Sinnott-Armstrong (si bien lo que éste último rechaza es una versión fortísima, la de que lo que se debe de hacer es no sólo físicamente posible, sino también composible con las circunstancias antecedentes; Sinnott-Armstrong introduce un distingo entre «poder» óntico y epistémico; a su parecer sólo vale el principio en cuestión cuando el «poder» es epistémico), p.ej. en «Promises which cannot be kept», Philosophia 18/4 (dic. 1988), pp. 399-407; encuéntranse ahí referencias adicionales; del mismo autor vale la pena también leer «`Ought to Have' and `Can Have'», Analysis 45 (1985), pp. 44-8. Otro rechazador del principio es James Brown, en «Moral Theory and the Ought-Can Principle», Mind Nº 342 (abril 1977), pp. 206-33; J. Brown acepta el principio en una versión metateorética, como un desideratum acerca de concepciones morales seleccionables.


[NOTA 8]

Lo que se ha llamado también (al menos en cierta versión) el principio de monotonía, PM, --a saber que lo implicado (o entrañado, según la versión escogida) por algo obligatorio es, también ello, obligatorio-- tiene diversas formulaciones, ante todo según se entienda el entrañamiento o la implicación ahí presente. Trátase para unos de la deducibilidad lógica, para otros de la «implicación estricta» (modal), para otros de un entrañamiento (entailment), etc. Además puede verse como principio o como regla. En «Non-Kripkean Deontic Logic» (ap. New Studies in Deontic Logic, ed. por Risto Hilpinen, Reidel, 1981, pp. 149-62) P.K. Schotch & R. Jennings afirman (p. 151) que gracias a PM «podemos persuadir a agentes morales de que están comprometidos a las consecuencias lógicas de sus principios morales». Toda esa antología de Hilpinen está llena de discusiones sobre PM, principio que parece acarrear paradojas que han hecho zozobrar a juicio de algunos todo tratamiento lógico de la ética. Otros buscan nuevas salidas, como la obligación condicional (un estar obligado a tal cosa dada tal otra, lo cual no sería empero una relación condicional usual). Véase también F. Jackson & R. Pargetter, «The Two Puzzles about Conditional Obligation», Philosophical Papers 16 (1987), pp. 75-83. Richard Sylvan ha escrito una interesante refutación del tratamiento propuesto por Jackson & Pargetter: «Demystifying Conditional Obligation» (typescript, Australian National University). Una lógica de la obligación condicional elaborada con vistas a un tratamiento de los dilemas morales es la de Bas van Fraassen en su trabajo incluido en Gowans, pp. 138-53; pero también entroniza, con otra versión, PM. Para sortear las paradojas que engendra PM en sus versiones corrientes se han propuesto epiciclos como el de restringir su aplicación a acciones intencionales separables del mismo sujeto y además imponer distingos de alcance y constreñimientos conversacionales; véase: «A Solution to Forrester's Paradox of Gentle Murder», de Walter Sinnot-Armstrong, Journal of Philosophy 82 (1985), pp. 162-8. Este último autor ha publicado muchos trabajos sobre la cuestión de los dilemas; véase su libro Moral Dilemmas, Blackwell, 1988. En «Moral Dilemmas and `Ought and Ought Not'», Canadian Journal of Philosophy 17/1 (marzo de 1987), pp. 127-40, Sinnott-Armstrong defiende PM --que él llama «principio de cierre lógico»--, alegando que puede escapar a las paradojas con los aludidos recursos y que (p. 137) «si se negara el cierre lógico, muy pocos argumentos podrían hacerse con `debe'». El lector juzgará por sí mismo cómo en el tratamiento aquí propuesto no se acepta PM y, sin embargo, se pueden hacer muchas inferencias interesantes que involucran «deber».


[NOTA 9]

El principio POP es llamado «ley de Bentham» por von Wright en «On the Logic of Norms and Actions» (ap. Hilpinen, antología citada, p. 5). No es aceptado, según lo vimos, por Sylvan & Plumwood. Y lo curioso es que no habría de aceptarlo nadie que quisiera a la vez adherirse a la lógica clásica --o, en general, a una lógica superconsistente-- y reconocer la existencia de dilemas, a menos que abandone el principio de que, si es lícito que p, no es obligatorio que no-p. Sobre el POP tiene análisis muy finos W. Sinnott-Armstrong en su ya citado artículo «Moral Dilemmas and `Ought and Ought Not'», esp. pp. 131ss.


[NOTA 10]

¿Es aplicable este argumento a cualesquiera dilemas morales? Cabría objetar a que así sea que únicamente se aplicará a conflictos consistentes en que algo obligatorio impida otra acción también obligatoria. Pero creo que es correcta esta respuesta: la gran mayoría de los conflictos morales efectivamente existentes conllevan eso, ya que lo normal es que, cuando tengan vigencia dos deberes mutuamente opuestos --tales que, en la medida en que se cumpla el uno, quede incumplido el otro--, esa oposición entre ellos estribe en que la realización del uno frustraría la del otro, trátese de deberes del mismo agente o de agentes diversos. Lo importante aquí es captar la significación de la existencia, a veces pasada por alto, de conflictos morales interpersonales. Terrance McConnell la ha puesto de relieve en «Interpersonal Moral Conflicts», American Philosophical Quarterly 25/1 (enero de 1988), pp. 25-36 (si bien es verdad que en su célebre y ya citado ensayo Ruth Barcan Marcus habíase referido de pasada a tales conflictos). McConnell, en ese artículo, señala la existencia de tales conflictos como un inconveniente por evitar hasta donde quepa, pero a la vez indica, con razón, que es muy improbable que no se den. Lo de «inconveniente» alude a una concepción prescriptivista de lo moral: los deberes, no como cualidades objetivas de hechos, sino como mandatos. En todo caso hay un punto que merece destacarse aquí, y es que McConnell expresamente niega que los conflictos interpersonales acarreen contradicciones aunque se mantengan los principios usuales de la lógica deóntica estándar, al revés de lo que pasa con los unipersonales (p. 33). No es verdad: el principio de cierre lógico, o de monotonía, acarrea que, siendo obligatorio que S haga A y sucediendo que, necesariamente, si S hace A, T no hace B, sea obligatorio que T no haga B. Si, en el mundo sofócleo, tanto Eteocles como Polinice tienen la obligación de vencer, surgirá la contradicción de que sea y no sea obligatorio que en ese mundo venza Eteocles. Aunque por otros motivos ese principio de cierre lógico ha de ser abandonado, han de ocupar en parte su lugar los principios de no impedimento, NOI y PNI. Dándose la mencionada situación, será y no será lícito que venza el uno, y también será y no será lícito que venza el otro, ya que la victoria del uno impediría la del otro. Maximiliano de Austria, pseudoemperador de México, pensaba que Juárez cumplía con su deber al oponerse a él, incluso en el último momento (cuando Maximiliano rehusó la gracia presidencial), aunque él por su parte creía no haber hecho más que su deber y creía que seguiría haciéndolo si, en el caso de que pudiera, hubiera seguido reinando en México. Con relación a los conflictos interpersonales cabe señalar que en «Scheffler on the Independence of the Agent-Centered Restrictions», L.A. Alexander (Journal of Philosophy 84/5 (mayo de 1987), pp. 277-83) apunta que, a menos que, cuando le sea lícito a alguien hacer algo, nadie tenga derecho a impedírselo o a ejercer contra él coerción para que no haga ese algo, surgiría la anarquía moral. Lleva razón. Lo que pasa es que el mundo moral es contradictorio. Lo que dice Alexander revela que, si se quisiera rechazar esa contradictorialidad descartando NOI, surgiría la anarquía: podrían entonces entrar en colisión acciones totalmente obligatorias.


[NOTA 11]

Una excelente discusión --como tantas de las suyas-- de la regla de oro ofrécela J. Hospers en An Introduction to Philosophical Analysis (Routledge, 1976, reimpresión de la 2ª ed.), pp. 596ss. Sobre la regla de oro véanse también: William Blackstone, «The Golden Rule: A Defense», Southern Journal of Philosophy 3/4 (1965), pp. 172-7; Marcus Singer, «The Golden Rule», Philosophy 38 (1963), pp. 293-314; James A. Gould, «Blackstone's Meta-Not-So-Golden Rule», Southern Journal of Philosophy, pp. 509-13.


[NOTA 12]

Mucho se ha discutido sobre la diferencia entre deberes positivos y negativos, que naturalmente depende en gran medida de la que se dé entre acciones y omisiones. Es aquí innegable la pertinencia de la metafísica para la ética, contrariamente al parecer de los adeptos de una ética pura, por encima de las discrepancias ontológicas. Si llevaran razón los aristotélicos en rechazar la existencia de carencias u omisiones (véase al respecto mi ya citado libro El ente y su ser, pp. 396ss.), entonces acertarían quienes asignan gran significación a la diferencia entre matar y dejar morir. Véase de Bart Gruzalski «Killing and Letting Die», Mind Nº 357 (enero 1981), pp. 91-8. Más en general sobre la relación entre deberes positivos y negativos, véanse: Raymond A. Belliotti, «Negative Duties, Positive Duties, and Rights», Southern Journal of Philosophy 16/1 (1978), pp. 581-8; Margery B. Naylor, «The Moral of the Trolley Problem», Philosophy and Phenomenological Research 48/4 (junio 1988), pp. 711-22 (en torno a un problema suscitado por Philippa Foot en su libro Virtues and Vices, Berkeley: The University of California P., 1978); sobre ese mismo problema, véase de Michael J. Costa «Another Trip on the Trolley», Southern Journal of Philosophy 25/4 (1987), pp. 461-7. A juicio de quien esto escribe se da a lo sumo una pequeñísima diferencia entre matar y dejar morir, en ciertas circunstancias, y los deberes llamados negativos no son en general más vinculantes que los llamados positivos. Las omisiones existen y son causas, impidiendo otros hechos. Además, hay que señalar que estas discusiones no inventan ningún problema nuevo. Los escolásticos habían abordado ya esas cuestiones de manera parecida --si bien paréceme a mí que no con tanto rigor; pero eso es opinable y, en cualquier caso, apenas más que una simple impresión.


[NOTA 13]

Sobre el sentimiento de pesar y sus relaciones con el de culpa, véase: B. Williams, Problems of the Self (ya citado), pp. 172ss.; y los trabajos, reproducidos en Gowans, de Ruth Barcan Marcus (esp. pp. 196-7) y de T. McConnell (pp. 159ss.). Véase también: J. Rawls, A Theory of Justice (Oxford U.P., 1972), pp. 482ss; Mark Strasser, «Guilt, Regret and Prima Facie Duties», Southern Journal of Philosophy 25/1 (1987), pp. 132-46 (este autor, si bien dice cosas juiciosas, parece escabullirse con distingos artificiales muy aristotélicos, inventados sólo para esquivar la contradicción); Patricia Greenspan, «Moral Dilemmas and Guilt», Philosophical Studies 43 (1983), pp. 117-25.


[NOTA 14]

Varias clasificaciones de los dilemas vienen ofrecidas por, entre otros, Bas van Fraassen en «Values and the Heart's Command», ap. Gowans, op.cit., pp. 138-53; Ruth Barcan Marcus, op. cit.; Terrance McConnell, en su propia colaboración a la antología de Gowans, pp. 154-73. Otra clasificación, entre dilemas básicos y no básicos, viene propuesta por J. Zimmerman en «Lapses and Dilemmas», Philosophical Papers 17/2 (agosto 1988), pp. 103-12; Zimmerman explota una introducción de indicaciones temporales con enunciaciones como «S debe en t hacer A en t'». Van Fraassen otorga (p. 148) una importancia a mi juicio desmedida a la disparidad entre conflictos en los que haya conmensurabilidad --y, por ende, según él, igual monto de bien resultante de las alternativas contempladas--, por un lado, y, por otro, aquellos donde se da inconmensurabilidad, que serían los genuinos dilemas. Ruth Barcan Marcus hace hincapié (p. 195) en la heterogeneidad entre conflictos evitables e inevitables: éstos revelarían una irracionalidad básica del cuerpo de preceptos del que emanaran, pues señalarían la inaplicabilidad del mismo. McConnell (p. 160) se une a una larga tradición aristotélica (representada entre otros por Sto. Tomás, con su distingo entre perplejidades simpliciter y secundum quid) para insistir en la dicotomía radical entre conflictos resultantes de previos yerros morales del sujeto y otros que no lo fueran --y que según ese artículo no pueden existir.


[NOTA 15]

Sobre este problema de los conflictos, inevitables o no, entre virtudes, véase: Lawrence C. Becker, «Unity, Coincidence and Conflict of Virtues», Philosophia 20/1-2 (julio 1990), pp. 127-43.


[NOTA 16]

Los grandes pintores del Renacimiento no se habrían consagrado tan desmedidamente a su labor artística, lo cual fue en desmedro de otras actividades útiles a su alcance; que el amor y la consagración al arte no serían una virtud, pues sólo sería virtuoso el hacerlo siempre y cuando ... Igualmente careceríamos de una obra intelectual tan encantadora y admirable como la de Leibniz, sólo posible por haber venido preteridas por el filósofo de Leipzig otras vías de acción, como p.ej. una que conllevara más valentía en la denuncia de los males de su época (no dice ni palabra sobre la trata de negros, aunque, cualesquiera que fueran sus sentimientos al respecto, es seguro que, de haber protestado, habríase granjeado la enemistad de los poderosos que tantísimo se beneficiaban de ella, perdiendo así los medios vitales gracias a los cuales pudo de hecho llevar a cabo su obra intelectual). En la prosecución de un rumbo vital incúrrese siempre en compromisos con lo real consistentes en no actuar a tenor de otras exigencias morales, de otras virtudes. Los más elogiables actos de heroísmo no son actos, en esa medida, prudentes. La bella y leal adhesión de Catón el Joven a la causa republicana --y, en esa medida, pompeyana-- no fue un acto de justicia, desde luego, ya que no comportaba ningún justo o equitativo equilibrio entre las diversas aspiraciones [relativamente] legítimas en pugna, según será obvio para alguien haya leído al menos el comienzo del De bello ciuile, por muy parcial que sea el propio César.


[NOTA 17]

Sobre el conflicto entre lealtad y justicia véase de Philip Pettit «The Paradox of Loyalty», American Philosophical Quarterly 25/2 (abril 1988), pp. 163ss.


[NOTA 18]

En toda esta discusión estoy presuponiendo que una determinación existe sólo en tanto en cuanto es poseída por algo. De ahí que no exista la abnegación más que en tanto en cuanto haya actos de abnegación, o personas abnegadas. Naturalmente es ése un supuesto metafísico discutible, como lo es cualquier otro; no cabe, en los límites de este artículo, justificar mi punto de vista al respecto. He argumentado a favor de esa tesis en el siguiente trabajo: «¿Lógica combinatoria o teoría estándar de conjuntos?», Arbor 520 (abril 1989), pp. 33-73.


[NOTA 19]

A juicio de Héctor Neri Castañeda lo obligatorio es, no un hecho, sino una practición. Juzga básica la dualidad metafísica entre hechos o circunstancias y acciones o practiciones, de la cual sería por lo menos un indicio la distribución de usos del modo indicativo y del infinitivo; con eso puede resolver todas las paradojas usuales de la lógica deóntica, pero pagando un doble precio: por una parte, de conformidad con su adhesión a la lógica clásica, rechazar los dilemas morales (relativizando para ello el operador de obligatoriedad); por otra parte, no poder dar cuenta de que alguien tenga obligaciones de segundo orden, como el deber de tener tal deber. Así y todo, su enfoque es interesantísimo y basado en argumentos nada fáciles de descartar; véase esta traducción al español de uno de sus grandes trabajos al respecto: «Las paradojas de la lógica deóntica: la solución más simple para todas ellas y de un solo golpe», ap. Antología de la lógica en América Latina, ed. por Francisco Miró Quesada y Roque Carrión, Madrid: Fundación del Banco Exterior, 1988, pp. 283-335. Por otro camino llega a una conclusión en cierto sentido parecida Peter Geach, en «Whatever Happened to Deontic Logic?», Philosophia 11/1-2 (febr. 1982), pp. 1-12. Geach, más que hacer el distingo que otros propugnan entre obligatoriedad de dicto y de re, rechaza la de dicto. Aunque a la postre resulte ser erróneo su enfoque --y yo creo que lo es, en efecto--, no deja de encerrar muy atinadas consideraciones.


[NOTA 20]

A este respecto cabe citar lo que se ha llamado la «soul-making theodicy», especialmente la de John Hick; véase su libro Evil and the God of Love, 2ª ed., Londres: Macmillan, 1977. De particular interés es la respuesta de Hick (en el cap. 17 de esa 2ª ed., pp. 376ss.) A las críticas dirigidas a su teodicea, sobre todo por G. St. Kane. Para Kane un hombre o una mujer puede desarrollar tanta paciencia, fortaleza y fuerza de carácter, sin que haya sufrimientos, cuanta pueda alcanzar bregando con los sufrimientos. Replica Hick muy convincentemente que no valen los contraejemplos de Kane. Lo que sí es verdad es que, aunque Hick lleva razón en todo eso, queda en pie el problema teodiceico: ¿cómo puede ser infinitamente bueno un agente afectado por dilemas morales? Una propuesta de solución es lo que contiene mi ya citado libro La coincidencia de los opuestos en Dios.


[NOTA 21]

En su ya citado artículo «Moral Dilemmas and `Ought and Ought Not'», W. Sinnott-Armstrong dice (p. 130) que quienes aceptan dilemas deónticos los entienden como referidos a «non-overridden [moral] reasons» o deberes. Opónese con ello a que quiera achacárseles la tesis de que haya conflictos de «overriding moral reasons». Y en eso lleva perfecta razón, desde luego. Pero se queda corto. Hay una tercera alternativa: que el conflicto se dé entre deberes (o, si se quiere, razones morales), sobrepujados o no. Y es que no deja de haber conflicto porque uno de los dos deberes esté sobrepujado por el otro o por un tercero. Aplícanse los mismos principios deductivos tanto si los deberes están sobrepujados como si no. ¡Abandónense si se quiere esas palabras de «deber» u «obligación», y háblese sólo de lo bueno y lo malo! Si es bueno que suceda A, y si A impide o impediría B, entonces no es [totalmente] bueno que suceda B (ésta es la versión agatológica de NOI: nada [enteramente] bueno puede venir impedido por algo bueno); pero puede ocurrir que, a la vez sin embargo, sí sea (hasta cierto punto por lo menos) bueno que B. Lo impedido por algo bueno no puede ser totalmente bueno, mas sí puede ser bueno en alguna medida. El dilema queda, y queda la contradicción que entraña, aunque se prescinda del vocabulario específicamente deóntico. (Dicho sea de paso: el motivo para adoptar una decisión no es que la misma sea mejor u óptima, ni siquiera bastante buena, sino que sea buena [a secas], o acaso cuán buena sea; puede que haya más motivo para adoptar una opuesta.) Aunque no con suficiente nitidez, Ruth Barcan ha sido tal vez la única en reconocer que un dilema sigue existiendo aun si uno de los cuernos es más vinculante: « ... all dilemmas are real, even where the reasons for doing x outweigh, and in whatever degree, the reasons for doing y ... the obligations to do each are not erased ... Mitigating circumstances may provide an explanation, an excuse, or a defense, but I want to claim that this is not the same as denying one of the obligations altogether». Eso permite refutar --según lo señala acertadamente Terrance McConnell en «More on Moral Dilemmas», Journal of Philosophy 83/6 (junio 1986), pp. 345-51-- un intento de L. V. Anderson de refutar el enfoque de Barcan aduciendo la viabilidad de una concepción télica o consecuencialista susceptible de evitar los dilemas. Ningún filósofo ético ha negado la posibilidad de esa u otra casuística. Lo que niegan quienes creen en dilemas es que la casuística --ésa u otra-- sea verdadera en el sentido de que sólo sea bueno u obligatorio lo que venga prescrito mediante la formulación «plena» de las normas casuísticamente elaboradas.


[NOTA 22]

Alguien podría replicar que, mientras no se haya probado la existencia de al menos un creador, no se ha probado que tenga forzosamente que haber dilemas morales, ya que no carecería de posibilidad un mundo en el cual no hubiera razón ni motivo alguno para ejercer ninguna de las virtudes heroicas. En ese mundo no habría ni beneficencia, ni valentía, ni abnegación, ni lealtad, sencillamente porque reinarían tal concordia y tal bienestar que no tendría sentido hablar de determinaciones de ésas. Podría existir el estado de cosas consistente en que hubiera un universo así y no hubiera sido creado por nadie. Tal universo constituiría una situación en la cual no habría conflictos de valores ni de deberes. Ahora bien, esa tesis, aunque defendible desde luego, no es aceptada por todos, sino que hay quienes piensan que es necesariamente existente un ser tal que, si hay un universo, éste sea creado por dicho ser. El debate adopta entonces las proporciones de una cuestión metafísica. Por otra parte, cabe también pensar que, si existiera un universo como el recién esbozado --por llamarlo de alguna manera, digamos un paraíso hedonístico increado--, no por ello dejaría de ser verdad aun en ese universo que sería o hubiera sido bueno que no existiera el mismo sino que, en su lugar, hubiera, o hubiera habido, otro. Claro que, de nuevo, muchos objetarán a eso que presupone que tenga sentido hablar de bondad de estados de cosas; a lo cual cabría replicar que aun en ese paraíso sería posible lo siguiente: que en lugar de existir el mismo, hubiera existido otro universo que fuera creado; y así al menos habría una posibilidad de que tuviera sentido el hablar de [posible] bondad de estados de cosas; mas, si es posible que tenga sentido hablar de algo, entonces tiene efectivamente sentido hablar de tal algo.


[NOTA 23]

Está muy difundido el alegato de que la existencia de dilemas amenaza la racionalidad de la vida moral. Es el meollo de la argumentación de McConnell en el ya citado trabajo suyo que figura en Gowans. La relación entre dilemas y racionalidad práctica ha venido estudiada por Michael Slote en varios ensayos: «Utilitarianism, Moral Dilemmas and Moral Cost», American Philosophical Quarterly 22 (1985), pp. 161-8 y «Rational Dilemmas and Rational Supererogation», Philosophical Topics 14/2 (1986), pp. 59-76. Lo que propone Slote para obviar los dilemas de la razón práctica es una estrategia no maximalista, no optimalista: no optar [forzosamente] por lo óptimo, sino por algo bueno. Pero por sí solo eso no resuelve los problemas, ni, menos todavía, disipa los conflictos ni evita que entrañen contradicciones. Un autor, por cierto, ha puesto en tela de juicio que haya un vínculo tan estrecho como el que otros quieren establecer entre la ética y la razón práctica, especialmente la teoría de la decisión: véase de Michael Stocker «Moral Conflicts: What They Are and What They Show», Pacific Philosophical Quarterly 68/2 (junio 1987), pp. 104-23.


[NOTA 24]

Ruth Barcan Marcus por un lado acepta que un dilema puede darse aunque una de las obligaciones sobrepuje, y mucho, a la otra (op.cit., p. 193), pero a la vez piensa que en tales casos la opción, aunque se tome por consideraciones axiológicas, puede no serlo en virtud de criterios morales, ya que no son éticas todas las cuestiones de valor (p. 201); concluye su artículo con estas palabras: «it may be that not all moral dilemmas are resolvable by principles for which moral justification can be given». Por su parte uno de los impugnadores de los dilemas llega a aseverar: «What he [quien cree que se dan dilemas] cannot allow, of course, is that in every conflict case there is a preferable alternative» (T. McConnell en la antología de Gowans, p. 167). Sí puede. No debe porque hay casos en los cuales ninguna de las alternativas es, habida cuenta de todo, moralmente preferible; pero en muchísimos casos de conflictos morales sí hay una alternativa mejor que las otras. Será a la vez el bien mayor y el mal menor.


[NOTA 25]

John Searle ha criticado el distingo entre obligaciones prima facie y obligaciones a secas o de veras o genuinas. Propone, en vez de eso, entender el operador «Habida cuenta de todo» como aplicado a una oración entera que predique una obligación. Con lo cual subsiste el distingo, pero no entre géneros de obligación, sino entre tener una obligación a secas y tenerla habida cuenta de todo. Véase su artículo «Prima Facie Obligations», ap. Practical Reason, ed. por Joseph Raz (Oxford U.P., 1978, pp. 81-90). Lleva razón, desde luego, pero eso no resuelve el problema de la existencia de dilemas y de las contradicciones entrañadas por los mismos.


[NOTA 26]

Sobre el problema de la inconmensurabilidad entre valores y entre deberes, véase Gowans, op.cit., pp. 28ss. y las colaboraciones en esa antología de Williams (p. 123) y de Th. Nagel (p. 180). Vide de W. Sinnott-Armstrong «Moral Dilemmas and Incomparability», American Philosophical Quarterly 20 (1985), pp. 321-9. El problema, aunque no el término, venía planteado de una manera muy sugerente en Concepts and Categories de Isaiah Berlin (Oxford U.O., 1980), que con razón se considera un clásico del tratamiento de los conflictos morales; vide esp. pp. 84ss. En el marco del enfoque que estoy proponiendo puede entenderse la [relativa] inconmensurabilidad así: el valor, o el deber, A es inconmensurable con otro, B, si y sólo si: en unos aspectos A es más valioso u obligatorio, en otros lo es menos. Cabe, sí, acudir a un orden parcial (sólo parcial) entre los aspectos, pero sería fácil mostrar cuán poco verosímil es que no suceda esto: que, para cada orden tal, hay otro diverso (y que invierte ciertas ordenaciones) que tiene, en cierto sentido (y aspecto), más «fundamento» --o, ¡digamos!, que es relativamente prioritario sobre él.


[NOTA 27]

Vide de J. Rawls, op. cit., pp. 42ss. Rawls es precavido, pero opta por la solución lexicográfica para lo que él llama «problema de prioridad», cf de Nozick, Philosophical Explanations (Clarendon, 1981), pp. 479ss.


[NOTA 28]

Véase de Philippa Foot «Moral Realism and Moral Dilemmas», ap. Gowans, p. 256.