Lorenzo Peña
§0.-- Introducción
Estudio en este trabajo algunos aspectos de las cortapisas que impone el establishment de la sociedad capitalista a la libre edición y distribución de obras en que se exprese el pensamiento (sea el pensamiento científico, sea aquel otro al que --por no atenerse a los patrones a que ha de ajustarse el anterior-- cabría denominar ensayístico). Tales cortapisas son de varia índole y --según voy a tratar demostrarlo-- refuérzanse poderosamente unas a otras, de tal manera que el resultado es un coartamiento considerable de una libertad que, así contraída y desvitalizada, puede muy bien ser no sólo proclamada pomposamente sobre el papel sino esgrimida como gran ventaja de esa sociedad. Conque la mera existencia de esos mecanismos de cercenamiento y desustancialización de la libertad de expresión cultural y científica viene así a convertirse en algo que le permite al establishment de nuestra sociedad capitalista matar de un tiro dos pájaros: a la vez asegurar su control sobre la producción y distribución de obras científicas y culturales y, por otro lado, hacerlo de manera más o menos invisible y, por consiguiente, con respeto de la libertad formal de expresión pudiendo así jactarse de esa libertad como de algo garantizado por las estructuras de esa misma sociedad --cuando en verdad ese mismo margen de libertad formal es aceptado por el establishment tan sólo porque --y en la medida en que-- éste dispone de esos otros mecanismos para reducirlo de hecho a un mínimo y, además, quitarle hierro.
Mi indagación va a comprender los siguientes puntos. En la Sección 1ª examino críticamente un argumento aparentemente poderoso a favor de la tesis de que la sociedad capitalista garantiza (mejor que cualquier alternativa a ella realizable) la libertad de edición científica. En la Sección 2ª alego varios hechos que sirven no sólo para confirmar la refutación del argumento ya criticado, sino también para probar que, por la existencia de los mismos, la libertad de edición en el capitalismo viene forzosamente coartada y desvitalizada en una medida sumamente elevada. En la Sección 3ª propongo algunas consideraciones similares sobre la difusión de obras editadas. En la Sección 4ª aporto elementos de reflexión sobre algunas particularidades de una sociedad capitalista peculiar, cual es la española, señalando cómo las mismas agravan una situación general del capitalismo en el ámbito científico y cultural, previamente constatada en las secciones precedentes. La Sección 5ª viene consagrada a una reevaluación crítica de las conclusiones anteriormente obtenidas, recalcándose que, en el asunto aquí abordado --lo mismo que en cualquier otro--, todo es cuestión de grado --pero justamente la sociedad capitalista, aunque ciertamente no es ni mucho menos la única en que se dan varios de esos mecanismos de cercenamiento de la libertad de expresión, al agravar exponencialmente el grado de los mismos por la existencia de otros de tales mecanismos que sí son propios de ella, es la que hace salir peor parada la libre creación de obras científicas y culturales. La Sección 6ª y última expone algunas conclusiones de mi estudio, o acaso más bien ciertas recomendaciones que me permito brindar.
§1.-- La libre edición de obras científicas en la sociedad capitalista
Suélese argüir que, cualesquiera que sean las desventajas del capitalismo, en lo tocante a asegurar un justo reparto de los bienes producidos por la humanidad o a conseguir un máximo de bienestar o de seguridad para el mayor número de personas humanas, constituye, en cualquier caso, una ventaja de ese sistema el garantizar como ningún otro una máxima libertad de expresión; y ello --alégase--, no por contingentes peculiaridades de las personas encargadas de regir los asuntos culturales, sino por la naturaleza misma del sistema --con lo cual esa ventaja aducida se daría no sólo sobre determinadas sociedades socialistas que, por las actitudes de sus dirigentes, hayan sometido la libertad de expresión a restricciones arbitrarias, sino sobre cualesquiera sociedades colectivistas, e.d. sobre cualesquiera sociedades en las que no tengan vigencia los mecanismos de mercado e iniciativa privada que caracterizan a la sociedad capitalista.
He aquí el principal (o único) argumento que se esgrime a favor de esa tesis. Primera premisa: la sociedad de mercado permite multiplicar el número de decisores independientes en asuntos relacionados con la edición en general --y, por ende, también en la de obras científicas en particular. Premisa segunda (1ª versión): cuanto mas se multiplique el número de tales decisores independientes, más probable es que haya mayor variedad en la publicación de obras científicas. (Premisa segunda (2ª versión): cuanto más se multiplique el número de tales decisores, más probable es que haya más obras publicadas.) Premisa tercera (1ª versión): Cuanta mayor variedad en la publicación de tales obras, más probable es que sea editado cuanto aporte novedades valiosas (o sea: novedades tales que, siendo discutibles, valga la pena el ocuparse en examinar sus fundamentos, sus pros y contras, ganándose algo en la comprensión o en la explicación de la realidad de resultas de ese examen). Premisa tercera (2ª versión): igual, sólo que, en lugar de `cuanta mayor variedad en' diráse aquí: `cuanto mayor sea el número de'.) Conclusión: por consiguiente, la sociedad de mercado garantiza mejor (hace más probable, cæteris paribus) la publicación de aquellas obras científicas que aporten novedades valiosas. Como la libertad de expresión viene justificada, entre otras cosas --pero en cualquier caso como una de las razones justificativas más importantes-- por ser el marco en el que resulta más probable la edición y difusión de esas obras precisamente, tiénese así el resultado de que la sociedad de mercado es la que mejor garantiza al menos esa meta cuyo logro es uno de los motivos por los que vale la pena y viene justificada la libertad de expresión.
Bastaría para impugnar el argumento mostrar la implausibilidad de alguna de las tres premisas. (La 2ª y la 3ª han de entenderse, desde luego --para que el argumento sea tal-- o ambas en su respectiva primera versión, o ambas en la segunda versión.) De hecho, voy a negar todas y cada una de esas tres premisas.
En la primera premisa ha de entenderse, claro está, eso de multiplicar como un asegurar un mayor número de decisores que el que asegure una sociedad que no sea de mercado, e.d. una sociedad colectivista. Pues bien, niego que la sociedad de mercado asegure ese mayor número de decisores. A favor de esa premisa puédese argüir que una sociedad colectivista, al hacer de los medios de producción algo de propiedad colectiva --entendiéndose eso como propiedad de todo el pueblo, si se quiere, pero representado éste por una autoridad central--, algo sujeto, pues, a una planificación centralizada (y toda planificación, en la medida en que es tal, es centralizada), reduce el número de decisores en la gestión de medios de producción; ahora bien, cualesquiera que sean sus otras determinaciones, los instrumentos de edición son medios de producción. RESPUESTA: una planificación centralizada es un procedimiento que obliga a los decisores a ajustarse a una norma general, común a todos, y establecida con vistas a alcanzar unas metas generales; pero eso de ninguna manera reduce el número de tales decisores (quizá incluso sucede lo contrario por lo que vamos a ver en seguida). En efecto: el que tengan que ajustarse a un plan todos los responsables de centros donde se realicen actividades productivas --sean quienes fueren y cualquiera que sea la modalidad de su designación o elección-- de ninguna manera significa que esos responsables desaparezcan o vengan reemplazados por un puñado de responsables centrales. No: un plan tiene que ser aplicado o ejecutado; y sólo puede serlo mediante decisiones, las cuales han de ser tomadas por decisores, quienquiera que sean éstos. La existencia del plan no anula en absoluto la necesidad de tales decisiones. Imaginar que, porque existe un plan, ya no hay nada que decidir (más que el propio plan) sería incurrir en la más burda y tosca caricatura. El plan fija metas a alcanzar y grandes líneas de los medios a aplicar para conseguirlas. Esos lineamientos no pueden por menos de dejar un enorme margen para la toma de decisiones precisamente acerca de qué ha de hacerse para lograr que se cumplan tales directivas generales.
Por otra parte, no sólo nada prueba que en una economía colectivista, planificada --o, si quiere llamársela así, centralizada-- disminuya el número de decisores, sino que en una economía así puede que sea mayor tal número que en una economía capitalista oligopólica. Quizá sí es verdad que en el capitalismo de libre concurrencia de pasadas épocas se aseguró un gran número de decisores --dentro, por otra parte, del estrechísimo margen de libertad de que gozaban los mismos. Bastaba entonces un pequeño capital para montar un negocio editorial (si bien no ha de exagerarse la importancia de ese factor en una economía pobre, con escasez de capital, con un mercado exiguo y baja productividad). Sea de ello lo que fuere, en nuestra sociedad capitalista actual la concentración de la producción y de la dirección de empresas ha alcanzado y sigue alcanzando estadios que, si bien naturalmente --por la naturaleza misma de la economía de mercado-- nunca harán posible una planificación coordinada de la economía, ya que nunca anularán la contrincancia o competencia entre las diferentes empresas, por otro, sin embargo, restringen el número de empresas independientes hasta tal punto que --como bien lo sabe cualquiera que se haya empeñado en ver publicada su producción científica-- a menudo pueden en un país contarse con los dedos de una mano las alternativas disponibles para una edición (aquellas empresas editoriales que, siendo suficientemente fuertes, pueden permitirse publicar obras científicas de edición costosa y de venta nada segura).
Si, por lo tanto, es falsa la primera premisa del argumento que estoy criticando --o, al menos, carente de justificación y, por consiguiente, arbitrariamente sentada--, no menos falsa es la segunda premisa en cualquiera de sus dos versiones.
Verdad es que, para hacer aparentemente plausible esa premisa, puede añadirse en su apódosis un `cæteris paribus' (`siendo iguales las demás circunstancias'). La dificultad que asedia a esa coletilla es que no se sabe cuáles restantes cosas habrían de ser o permanecer iguales. ¿Es acaso evidente que, a mayor número de decisores, más variedad de publicaciones con tal de que permanezcan invariables otros factores como son la capacidad, seriedad, honestidad, imparcialidad, de los decisores, el no estar éstos sujetos a presiones menos encomiables como serían consideraciones de moda, facilidad u otras semejantes? No, no: aunque permanezcan esos factores invariables, puede haber otros que influyan determinantemente, como el margen de actuación del decisor, su sometimiento a imperativos económicos u otros.
Y es incurrir en petición de principio --en el contexto de ese argumento-- el desconocer que en la sociedad capitalista por un lado actúan determinantemente, y en su sentido negativo, esos otros factores --la necesidad de someter toda decisión a la obtención por medio de ella del máximo lucro, de la máxima ganancia posible-- y, por otro lado, la acción de tales factores repercute incluso en esos otros que, hipotéticamente, habíamos juzgado invariantes: ¿puede realmente sostenerse como plausible la tesis de que, estando la actuación de un decisor determinada por la necesidad de hacerlo todo con vistas a obtener la mayor ganancia, no vengan con ello disminuidas ni neutralizadas su honestidad, su imparcialidad, su ponderación, su disposición a juzgar por la calidad y no por consideraciones menos dignas de elogio? Creo que es obvio que no.
Ahora bien, siendo ello así, no puede cumplirse precisamente lo que se expresaría con la salvedad del cæteris paribus. Conque la premisa 2ª, en cualquiera de sus versiones, si resulta verdadera gracias a un añadido de la salvedad `cæteris paribus', es porque no puede nunca cumplirse, ni por asomo, esa igualdad de otras circunstancias; con lo cual, aun de aceptarse las premisas 1ª y 3ª, el argumento sólo podría concluir que, cæteris paribus, el capitalismo hace más probable la publicación de obras científicas valiosas; pero sería así sólo porque no puede cumplirse esa condición de cæteris paribus, o sea: tan sólo porque será forzosamente falsa esa prótasis (a saber: `permanecen invariadas todas las demás circunstancias'). (Una conclusión así sería comparable al aserto de que cæteris paribus la vida es más agradable a una temperatura de más de cien grados C. ¿Claro! ¡Como que no puede haber vida (humana) a tal temperatura!)
Con lo cual, resulta que la premisa 2ª es totalmente irrelevante, enteramente inaducible (válidamente) en un argumento a favor de la tesis de que en el sistema capitalista hay más probabilidades de publicación de obras científicas que aporten novedades valiosas.
Tampoco creo que sea verdadera la premisa 3ª, puesto que cabe perfectamente la posibilidad de una mayor variedad (y, no digamos ya, de un mayor número) de obras publicadas con una menor probabilidad de publicación de lo que más valga la pena; p.ej. porque esto último sea más difícil, tenga menores probabilidades de venderse o responda menos a tónicas o ideas dominantes. En cualquier caso, no juzgo necesario discutir más esa premisa --salvo para sugerir que en el capitalismo parece precisamente suceder que, cualquiera que sea la variedad de obras publicadas --y, ¡no digamos!, cualquiera que sea el número de las mismas--, la sujeción de todas las decisiones editoriales a la búsqueda de la máxima ganancia hace improbable la publicación de muchas de las obras científicas que más valiosas pudieran resultar.
Podría de todos modos reforzarse el argumento a favor de la tesis de que la sociedad de mercado hace más probable la edición de obras científicas valiosas, aduciendo el factor de la competencia. Podría así decirse que el número de decisores que viene incrementado en el capitalismo --en comparación con una economía planificada o colectivista-- es el de decisores que se hallan en competencia mutua; reformularíase entonces la premisa 2ª diciendo que cuanto más se multiplique el número de decisores en competencia mutua --o quizá añadiéndose que cuanto más intensa sea esa competencia--, más se asegura o hace probable la variedad de publicación; y una matización similar se añadiría a la premisa 3ª.
Pues bien, no: no hay ninguna evidencia a favor de que la competencia juegue el papel que debería jugar para que resultaran verdaderas las premisas 2ª y 3ª así matizadas o reformuladas. (Sí, eso sí, resultaría trivialmente verdadera la premisa --con la reformulación indicada; trivialmente porque en una sociedad colectivista o planificada el número de decisores en competencia mutua tenderá a ser nulo --lo será en la medida en que la sociedad sea efectivamente planificada.)
Que la competencia no asegura eso revélalo el hecho de que, cuando se busca la ganancia, se prefiere seleccionar aquello que, o es seguro que se venderá (poco o mucho), o es probable que se venderá más (e.d. o es seguro que proporcionará alguna ganancia o es probable que vaya a proporcionar la mayor ganancia). El mero afán de distinguirse de los otros productores o editores --cuando tal afán se da sólo en los límites que resultan compatibles con el más determinante empeño por conseguir las mayores ganancias-- a lo sumo conduciría a lo segundo, e.e. a publicar un máximo de obras que hagan probable la obtención de mayor ganancia aunque sea ello menos seguro (menos probable) que lo sería la producción y ulterior venta de otras publicaciones que, en cambio, no hicieran esperar grandes ganancias. Sin embargo, ninguno de los dos resultados --ni el de probabilizar al máximo alguna ganancia ni el maximizar la cuantía de la ganancia que pueda (con algún grado relativamente alto de probabilidad) esperarse conseguir-- corre en absoluto parejo con el maximizar la calidad de lo seleccionado, ya que no existe ninguna proporcionalidad directa entre calidad y éxito editorial a corto, medio o quizá incluso largo plazo.
Es más: en muchísimos casos puede que haya proporcionalidad inversa, puesto que es menos vendible a menudo lo que es más original, y ofrece aportes que rompen con prejuicios encastillados o con opiniones consagradas por el establishment imperante. Si eso ya es así de suyo en no pocos casos, menos probable todavía es una proporcionalidad directa entre calidad de los trabajos por publicarse y las expectativas fundadas de éxito editorial de esos mismos trabajos. (El Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein fue --y sigue siendo un best-seller; pero no era arbitraria la expectativa de los sucesivos editores contactados por su autor de que fuera a resultar un fracaso su eventual publicación --y por eso el libro, sometido como fue sucesivamente a numerosos editores que lo rechazaron, estuvo a punto de quedarse inédito para siempre.)
Otro tanto sucede en los demás campos de la cultura. La experiencia de numerosos países confirma que no mejora forzosamente la calidad de los programas de radio o televisión por la existencia de competencia entre diferentes emisoras comerciales. Por el contrario, cuando la meta por alcanzar es la ganancia, el único valor seguro es la conformidad de los manuscritos presentados con las opiniones del establishment intelectual.
Además, eso viene reforzado cuando ese establishment intelectual se acopla a los intereses del establishment financiero; porque, al darse tal acoplamiento, los editores --pertenecientes como son a este último establishment-- tendrán un doble motivo para seleccionar aquello que vayan a publicar atendiendo a los criterios del primero de esos dos establishments. Ahora bien, tres pueden ser las vinculaciones entre ambos establishments por las cuales se acoplen los intereses del intelectual a los del financiero. La primera es que el establishment intelectual o académico se engendra o reproduce por cooptación a partir de un núcleo previo cuya fidelidad a --o aceptabilidad por-- los círculos financieros haya sido asegurada por medios políticos u otros. La segunda es que --en cualquier caso e independientemente ya de la vinculación anterior-- la posición de dominio en el ámbito intelectual del establishment académico lleva a éste a entenderse con quienes en otras esferas detentan también poder: y ello no sólo por necesidades de cooperación práctica, como obtención de subvenciones, sino también por una tendencia a la admisión instintiva de que la sociedad es justa y de que en ella triunfan (han triunfado ya) quienes valen. La tercera vinculación es el control indirecto que ejercen los medios financieros sobre la existencia y actividad del establishment académico (p.ej. mediante los instrumentos de control que, en lo tocante a las Universidades, les concede en España la LRU, la cual permite a los Consejos Sociales --en los cuales pueden fundadamente esperar esos medios un poder decisivo-- determinar indirectamente quiénes serán promovidos, y quiénes no, al estatuto de profesor numerario o al de catedrático; pero naturalmente muchos otros resortes de tal control).
Implántase así, en la esfera de la edición de trabajos científicos, el dominio del establishment o complejo financiero-académico. Son cauces de tal dominio conjunto: la existencia y actuación de asesores científicos de las editoriales --y la de los directores de colecciones--; la práctica de la edición privilegiada de libros de texto --generalmente de mediocre calidad científica y nula o casi nula originalidad, pero de venta mínima asegurada-- así como de trabajos de discípulos de esos asesores y directores de colecciones, lo cual favorece el ulterior acrecentamiento de sus posiciones de poder; y, en tercer lugar, la traducción, edición y reedición de obras que poco aportan de nuevo, pero con cuya publicación se afianzan posiciones de los asesores a la vez que se asegura un mínimo de ventas al editor.
Si la edición de obras científicas en la economía de mercado está en una situación como la que puede conjeturarse a partir de las consideraciones de las dos secciones precedentes, todavía más lúgubre parece el panorama en lo tocante a la difusión. Tres factores pueden aducirse en este sentido.
1º) La concentración del capital en el capitalismo contemporáneo hace que los grandes centros de decisión --las grandes editoriales en el caso que nos ocupa-- acaparen casi enteramente la distribución y difusión. (Eso agrava también la situación de la edición y hace todavía menos probable la edición de obras inconformistas o que de alguna manera incorporen actitudes de ruptura sea con la propia existencia del establishment, sea con algunas de las opiniones en él prevalecientes; pues, en efecto, un pequeño editor, cualesquiera que sean sus buenas intenciones, estará normalmente sometido a la presión que sobre él ejerce el estrangulamiento de los cauces de difusión y el dictado de las grandes compañías.)
2º) La alianza entre el establishment académico-intelectual y el financiero-comercial acarrea el ostracismo, el silenciamiento, la postergación de cuanto se haya publicado de inconformista, de expresivo de opiniones al margen de las tesis «oficiales» o que esté, más en general, contra la corriente. (Este segundo factor no involucra una particularidad del capitalismo contemporáneo --como es la concentración del capital considerada en el punto precedente--, sino los efectos de la asociación entre los dos establishments, que se dan cualquiera que sea el grado de concentración capitalista, pero que son tanto más devastadores cuanto mayor sea esa concentración.)
3º) La existencia del oligopolio de la distribución repercute en convertir al pequeño editor en un anejo del grande o en un productor marginal que (sobre)vive en un pequeño coto. Así que, aunque la existencia --meramente marginal, pues-- de esos pequeños editores pueda favorecer la publicación de ciertas obras de aquellas que no serían aceptadas por el establishment, por la razón que sea, a la vez, sin embargo, la precariedad de esos negocios editoriales marginales hace que, en el mejor de los casos, tales publicaciones están condenadas a una reducidísima difusión. Con lo cual, garantizándose así su inocuidad para los intereses y las opiniones del doble establishment, aparece su mera publicación --a la que por tal medio se le ha quitado hierro-- como una coartada a favor de esa misma sociedad, como un aval de la imparcialidad y el pluralismo de que hacen gala los detentadores de poder en la misma. (Y un sino así es compartido por cualesquiera trabajos que, siendo de la índole del presente, logren empero verse publicados.)
Voy a enumerar cuatro circunstancias que se dan en nuestra Patria y que acarrean una deterioración de la situación editorial mayor todavía que la ya de suyo nada halagüeña que viene entrañada por la mera existencia de los mecanismos generales de la sociedad de mercado.
¿No parece mucho de lo que se ha venido diciendo en las cuatro secciones precedentes envolver un rechazo implícito de toda gradualidad, un comprometernos a admitir que cada uno de los rasgos considerados o bien se da (por completo) o bien no se da (en absoluto)? Quizá sean susceptibles de tal interpretación muchas de las declaraciones que figuran en toda la parte precedente de este trabajo. Hora es, pues, de puntualizar que todo lo hasta aquí dicho ha de entenderse de manera que quede a salvo un principio de gradualidad --que quien esto escribe ha defendido en sus trabajos filosóficos--, a saber: que todo es cuestión de grado, que toda determinación se da por grados y que las diferencias entre cualesquiera dos seres reales se reducen siempre a diferencias en sendos grados de posesión de unas u otras propiedades.
Viéndolo así, librámonos de la fanática beatería de imaginarse que lo que preconice uno como alternativa a la sociedad capitalista vaya a ser, o tenga que ser, un paraíso exento por completo de los vicios que estamos estigmatizando. Si son de grado todas las diferencias, no sólo estará también afectada otra sociedad por esos vicios en alguna medida, sino que es ilusoria la pretensión de llegar un día a organizar la sociedad de tal manera que no quede en ella ni rastro de aquello contra lo que se ha venido luchando. Así, por un lado, resulta más lúcida, menos ilusa, nuestra adhesión a un ideario de transformación social. Por otro lado, lejos de tener eso por qué disminuir nuestra determinación, nos librará de motivos superficiales de desilusión, amargura o escepticismo.
Ahora bien, si son de grado las diferencias, entonces ¿cómo podemos estar seguros de que se den con mayor acuidad en esta sociedad características, más arriba consideradas, del proceder de los estamentos dominantes en las esferas económica e intelectual?
He aquí mi respuesta: Una economía planificada no estará exenta de las lacras cuya existencia he tratado de demostrar más arriba. También en ella hay poder. También hay establishment. También dinero, con su fuerza corruptora. (También subvenciones). También en ella tenderán los detentadores del poder a favorecer la traditio, la transmisión, la preeminencia de cuanto venga avalado por un árbol genealógico de filiaciones o prohijamientos académicos. Y, por consiguiente, también se traducirá todo eso en unas u otras modalidades de censura intelectual.
Sin embargo --y estriba en eso la diferencia más importante--, en una sociedad no capitalista deja de ser un móvil forzoso de los decisores la maximización de la ganancia. Admítese el trabajar con pérdidas en una serie de casos --y en particular es admisible el déficit en el terreno cultural. Ya ello, de por sí, altera la acción de todos los demás factores. Porque todas y cada una de las circunstancias evocadas anteriormente están actuando en las sociedades capitalistas o de mercado en interacción con ese factor decisivo de que los decisores se guían por la búsqueda de ganancias --y de la mayor ganancia posible. Al dejar el lucro de ser el móvil rector de las decisiones en la esfera económica --y cualquier esfera, tenga la determinación que tuviere, es parte de la esfera económica--, deja de ejercer ese condicionante de la obtención máxima de ganancias su papel de agravamiento exponencial de todos los demás factores negativos.
Asimismo, pierde mucha de su fuerza --o la ve disminuir sensiblemente-- en una sociedad planificada otro factor negativo, que determina muchas de las actitudes conservadoras y reticentes ante la producción de trabajos originales y creativos: la búsqueda de la aquiescencia, del aplauso, del éxito editorial a toda costa. Pierde su fuerza porque, y en la medida en que, ese factor es una consecuencia de la tendencia a obtener la mayor ganancia. Y, sobre todo, aun en la medida en que se conserve también en una sociedad colectivista o planificada una búsqueda del aplauso, ya no tiene por qué tratarse del del establishment académico --por lo menos ya no tiene por qué suceder que, en la medida en que sea el visto bueno de los sectores académicos dominantes la única o mejor garantía de éxito editorial, se guíen los responsables de la edición por criterios que los supeditan de hecho a la obtención de ese visto bueno.
Un tercer factor que sobreviene en el paso de una economía capitalista a otra planificada --y que es decisivo para ir atenuando o debilitando, aunque sea a la larga, las trabas a la libre publicación y difusión de obras científicas-- es uno que tiene que ver con la manera de implantarse la autoridad del establishment respectivo. En nuestra sociedad disfruta el establishment de una autoridad heredada (salvo cuando se ha impuesto como en nuestra Patria en 1936-39, manu militari por un tipo de golpe, que sin embargo es siempre el golpe de un sector del establishment ya anteriormente dominante, en general --como sucede en nuestro caso-- de todo lo mas encumbrado y poderoso dentro de ese establishment). En unos casos más, en otros menos. Pero siempre se trata de continuar un patrimonio, de recoger el ejercicio de un poder y proseguir en él. La legitimidad tiénela el establishment en la medida en que así es como ha llegado a su actual posición dominante. Por el contrario, el paso a una organización diferente de la sociedad, como es la economía colectivista o planificada, consiste en un proceso de ruptura, en una alteración revolucionaria; y la legitimidad del establishment nuevo estriba en esa su novedad y en esa ruptura. Lo cual permite en el futuro invocar, aun contra él --contra sus posiciones que serán luego conservadoras-- esa actitud de ruptura, de irrupción de lo nuevo; dando ello pie a que, en ese sistema, a tenor de su propio criterio de legitimidad, sea posible en todo momento --sin incurrir en posiciones que entren en conflicto con el tipo de legitimidad imperante-- pelear por una rectificación y revolucionarización constantes y atacar desde dentro los procesos de esclerotización, conformismo y encastillamiento en lo estable, en lo establecido; en suma, desestabilizar, desestabular.
De nuevo impónese una puntualización a lo anterior. También son de grado esas diferencias. También el nuevo poder en una sociedad surgida de una alteración revolucionaria es en alguna medida una autoridad heredada, de un modo u otro. (Nunca faltan mecanismos de transmisión de poder, incluso en una revolución. Nunca faltan cauces que, vehiculando lo de antes, aseguran alguna continuidad y atenúan el carácter de ruptura.) Ni en la organización social ni en ningún otro terreno se plantean nunca alternativas de todo o nada. Sirva esto, si es menester, de correctivo a todo lo anterior; yo lo veo como una matización. La sociedad planificada no es el paraíso; ni la capitalista el infierno. (O quizá cielo e infierno no son tan absolutamente opuestos que nada tengan que ver entre sí.) Mas con esa salvedad o matización no se anula la significación de nuestras precedentes consideraciones, sino que meramente se perfila mejor el alcance de las mismas.
Sería mi primera conclusión (conclusión práctica: moraleja) la de que la rebelión se justifica. Siempre. Unas veces más; otras menos. Tanto más cuanto más establishment sea el establishment contra el que se rebele uno. Tanto menos cuanto más cierto sea que ese establishment --o lo que como tal se está estableciendo-- no está del todo establecido sino que está aún enfrentado a poderes que, en el marco total de la sociedad (planetaria) detentan el poder preponderante.
Mas es tarea de cada uno rebelarse contra su establishment. (Como decía Lenin que los socialistas de cada país habían de luchar por la derrota militar de su propio gobierno.) Y ¿qué es eso de rebelarse? Pues depende. En todo caso --y cualesquiera que sean los demás actos que en cada momento puedan formar parte de una rebelión legítima--, algo hay que siempre es un acto de rebeldía: la crítica, la denuncia. Denunciar la prepotencia de nuestro establishment, sus instrumentos de censura, la alianza entre el poder del dinero y el castillo de la autoridad académica, tal era, pues, la meta del presente trabajo.
Pero también, con ello, preconizar una alternativa que, en el marco de una sociedad no capitalista, de una sociedad que se origine, por una ruptura, a partir de aquella en que nos toca padecer y vivir, opere en la esfera de la edición con criterios no lucrativos ni de sometimiento a las posiciones de la autoridad --académica u otra--, actuando con la mayor descentralización en las decisiones de ejecución (eso no va en desmedro de la planificación) y dejando, en toda la medida posible, que la selección la haga la posteridad.
En resumen, poner al desnudo la dominación de nuestro establishment como modo de empeñarse en una lucha por la crítica y el pluralismo, por el derecho a la existencia de las nuevas ideas, de las aportaciones originales.
1. Ponencia presentada a la II Jornada de Política Cultural, Madrid, 21 de noviembre de 1987. Tal jornada fue organizada por el el partido comunista de España y se celebró en el antiguo local de ese partido, en la calle Santísima Trinidad de Madrid.
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